lunes, 21 de julio de 2025

EN EL NILO, EGIPTO

 


La llegada a Egipto fue tormentosa. El avión tenía una falla en el tren de aterrizaje y dio decenas de vueltas sobre el desierto para gastar el combustible. La gente en general, no entendía qué pasaba y desgraciadamente por razones obvias yo me daba cuenta (mi marido pertenece a la aviación) y era interesante ver el desierto. Supe luego que Sahara en árabe quiere decir desierto, que gracioso, decimos desierto de Sahara y es repetir lo mismo.

Bueno, luego de aterrizar nos dicen que a las tres de la mañana nos pasaban a buscar al hotel para subir al paquebote que nos llevaría río arriba por el Nilo. Yo, me quedé pasmada, ya que odio levantarme temprano. Pregunté por qué a esa hora y el guía me miro con un gesto sarcástico… ¡Por el calor! Y, sí, cuando estábamos en el vaporcito, a eso de las diez, hacían 43 grados… allí comprendí lo que era el calor.

Los hombres usan ropa blanca de algodón y turbante del mismo color, sandalias y las pobres mujeres, todas de negro con guantes y cubiertas hasta los tobillos y las muñecas, sólo se les ve los ojos y las manos.

La cabina era buena, pequeña, pero bien organizada. Con una cama amplia pero separada por las sábanas (famosas por su calidad) para que cada persona no tocara el cuerpo del compañero o compañera de viaje. Un hermoso balcón desde donde me podía sentar a observar a las mujeres lavando en el río Nilo en las orillas, rodeadas de chiquillos ruidosos y alegres que chapaleaban en el agua que corría hacia el mar Mediterráneo. A la hora de almorzar, ya había subido el termómetro a los 50 grados. Sólo el aire que movía el río hacía sentir un cierto alivio.

Una cosa que me maravilló ver al amanecer la salida del sol. Era un disco rojo que por la arena que es sempiterna en esa tierra, se veía velada como cubierta por una suave mantilla opalescente.  A esa hora era un látigo de fuego. El famoso Amón Ra de los antiguos era un castigo para nuestros cuerpos acostumbrados al clima del sur de América.

Mi amiga, quien había aceptado hacer el viaje junto a mí, compañera de colegio y de la vida, salía de un divorcio doloroso, dejando a sus dos hijas esperanzadas en un futuro mejor para su madre. Yo, siempre había soñado ir a Egipto, para lo que había leído cuanto libro y texto hablara de la antigua civilización de los faraones. Debo reconocer que me llevé una gran decepción. ¡Nada era como lo pintaban los libros!

Mi familia, esperaba que pudiera encontrar esa magia de las cosas del pasado. No fue así. El barco atravesó el Nilo desde cerca del Cairo, hasta la frontera con Sudán. En la ruta fuimos conociendo los monumentos que están diseminados a las orillas. Todos mal cuidados, sucios, llenos de gente que se agolpaba en ellos sin permitir ver los extraordinarios trabajos de piedras con jeroglíficos que se desgranan con la arena de los vientos y que nuestro guía, un hombre que hablaba trece idiomas y nos cobraba muchos euros por día, no nos explicaba por ser devoto musulmán. Según nos decía, era pecado para él, entrar a los viejos templos con dioses paganos. Conclusión que salimos del viaje con muy pocas experiencias arqueológicas admiradas. ¡Un raro espécimen que corría para poder orar según escuchaba el sonido en los altavoces de mezquitas que pueblan todo el territorio!

En el vapor, nos habían ubicado en una pequeñísima mesa detrás de dos columnas y éramos las últimas en ser servidas. ¡Nos llamó la atención! ¿Qué pasaba? Éramos dos mujeres solas y dudaban de nuestra sexualidad. Joder, tuvimos que quejarnos. Al llegar al Cairo, en un hotel maravilloso, con piscinas y músicos haciendo arte internacional, nos teníamos que ubicar separadas de los árabes.

Ni soñar usar bañador y entrar en el agua, a pesar del calor. Por ser mujeres nos estaba prohibido. Entre los recuerdos que queríamos comprarnos, eran réplicas algunos cartuchos o imágenes de joyas de la época antigua, de plata u oro con turquesas o lapislázuli o coral; nos llevaron a una joyería. En ese lugar vi una de las únicas mujeres, que le habían permitido trabajar su familia. Usaba una “chilaba y velo color rosado”; no lo podíamos creer. Hablaba un buen italiano, por lo que pudimos saber que había estudiado y sabía leer y escribir. Ella nos comentó, que el ochenta por ciento de las mujeres son analfabetas y sólo aprenden el Corán de memoria. Y los hombres aprenden si son de cierta clase social. La policía en su mayoría es analfabeta. El tránsito en el Cairo era un caos, no hay semáforos y a veces convergen por el mismo carril de frente en dirección opuesta, tal que se atascan los vehículos.

Cuando regresamos a la capital, siempre veíamos enormes fotos de su presidente, Mubarak, quien al poco tiempo fue depuesto por una revuelta de religiosos. Y llegó el sueño mío de toda la vida entrar al Museo Nacional. El guía corriendo nos acercó a la sala donde está el famoso “Faraón Tu Tan Kamon”. Una experiencia increíble. Su máscara es una maravilla. El sarcófago de oro es algo inexplicable. ¿Cómo pudieron, hace más de cinco mil años, trabajar esa obra de orfebrería tan preciosa? Vimos algunas joyas y trajes, un carruaje y de pronto…nuestro guía llegó corriendo y nos sacó del lugar. Nos llevó a ver la estatua del único faraón que era monoteísta, cuya figura es muy diferente a otras y nos alejó del museo. Mi enojo aun persiste. Siempre me gusta estar horas en los museos que visito y allí no nos dejaron, por ser de otra religión y ser mujeres.

Entonces, le sugerimos, que queríamos ir a la Biblioteca de Alejandría que es un monumento hecho por las Naciones Unidas y es Patrimonio de la Humanidad. Queda a trecientos y tantos kilómetros de El Cairo, y allí tuvimos otra experiencia hermosa. Contratado el automóvil, el chofer nos puso en la zona trasera cubiertas las ventanillas con cortinas negras. No veíamos nada a los costados. Una música que aturdía y no nos hablaban, ni el chofer ni el guía al que le habíamos pagado una pequeña fortuna. Mi amiga con el calor, comenzó a descomponerse y le debimos obligar, luego de una discusión que fue de antología, que sacara las cortinas y pusiera el aire acondicionado. Lo hizo luego de amenazarnos con el infierno, siguió la ruta con la música enloquecida y la velocidad de una carrera de fórmula uno. Creíamos que moriríamos en el intento. Pero a Dios gracias llegamos ilesas a la Biblioteca que es una maravilla. ¡OH, sorpresa, allí vimos algunas muchachas que estaban estudiando!

El día que salimos de Egipto rumbo a Roma, sentí que mi corazón estaba roto. Ni vagar por las pirámides, ni ver los magníficos estantes de la biblioteca, ni el agua limpia del Nilo en su zona cerca de Sudán, me devolvían el sueño de conocer el Egipto soñado.

Después de esa experiencia, ya en mi ciudad, escuchando los noticiosos de Televisión supe que habían derribado el gobierno y se instalaba una corriente islámica de mayor ideología y que el pueblo estaba muy feliz. Hablaban algunos opinólogos que había mucha corrupción. ¡Pero en qué lugar del mundo no la hay! Desgraciadamente, ese magnífico pueblo vive de antiguos esplendores, que no cuidan y la ignorancia los hace sumir en una pobreza enorme. ¡Cómo lo siento! Pensar que fueron tan importantes en la historia del hombre y cuna de grandes matemáticos y de ignotos arquitectos e ingenieros.

Ver en las rutas familias andando en asnos, con parvas de heno y la mujer envuelta en sus ropas negras con cincuenta grados de calor y los niños detrás, desnutridos y descalzos… mejor miro los programas de History Chanel y conozco lo que no pude ver en la tierra de los faraones.

 

HISTORIA DE UN OLIVO

 

            Un día de pronto sentí una luz potente que atravesaba mi débil cuerpo. La tierra a mi rededor era fértil y húmeda. Algo extraño fue ver muchos como yo, en distancias cercanas. Supe por el comentarios de unas plantas de alcaparras que ese calor venía de una estrella llamada sol y que en ciertos momentos desaparecía y hacía frío y una nube dejaba su rocío en nuestro cuerpo, por entonces pequeño. Crecí y me fortifiqué. Di frutos que me arrancaban felices unos hombres rudos y musculosos que hablaban un extraño idioma. Con el tiempo aprendí a escucharlos y los entendía. Supe que vivíamos en una isla rodeados un mar azul brillante.

            Pasaron años, esos hombres se fueron yendo y mi cuerpo cada vez era más fuerte y me sacaban más frutos, aceitunas que a veces eran verdes o las dejaban madurar y eran negras. Ellas arrugadas como algunas partes de mi cuerpo. ¡Me cuidaban mucho!

            Pasaron muchos años. Y fueron sacando compañeros míos para hacer caminos y casas de piedra y cal, tan blanca que cegaba. Había otros seres diferentes. Yo seguía con una vida rutinaria, envejeciendo solo.

            Cerca de mi espacio, una mañana, en un extraño espacio con baranda de mármol la vi. Ella.

            Una mujer tan hermosa como las estrellas en las noches de calma. Vestía una hermosa ropa de tela suave y de color vino, ese que bebían los hombres en cántaros cuando me sacaban los frutos. Su larga cabellera parecía el ondular de las aguas del mar, pero eran de color oscuro y brillaban como el cielo nocturno con tormenta.

Me miró un breve instante y la vi como me sonreía. ¿Era un afortunado! Yo olivo viejo atrayendo la sonrisa de una bella mujer humana.

            Todos los días esperaba que saliera y me mirara. Yo hubiera querido tener voz y movimiento en mis ramas para abrazarla y decirle cuánto la amaba. ¡Qué inútil sueño el mío! Un día bajó hasta donde yo me mecía con el aire marino que en ráfagas sublimes me quise mostrar. Ella se acercó a mi tronco y me rodeó con sus brazos. Tomó un fruto y lo llevó a sus labios y saboreó mi jugo, mi entraña de oliva. Me volví loco de amor.

            Pasó un corto tiempo y una mañana que estaba cerca de mí, comenzó el mundo de mis raíces a moverse con furia. ¡Terremoto! Y caían las viviendas y se desplazaban los enormes trozos de la isla hacia el mar, donde comenzó a bullir un fuego enorme. Un volcán emergía del fondo marino. Era un caos. El agua hervía y la tierra se desplomaba por doquier y yo la vi, vino corriendo y se aferró a mi cuerpo. Su cabellera se enroscó en mis ramas y yo apreté mis raíces a lo que quedaba de suelo, gracias a mis años, tenía muy lejos mis raíces y pude sostenerme. ¡Y ella conmigo! Mi amada Briseida se confundió con el verde de mis hojas y pude salvarla. Cuando la tierra dejó de arrastrase hacia el loco mar y el fuego se calmó y el agua lentamente quedó fría, ella, mi adorada se sentó en mis ramas más fuertes y se quedó dormida.

            La isla había quedado desolada y pequeña. Ella, Briseida y yo, el olivo viejo que atrapaba entre sus ramas retorcidas a la más hermosa de las mujeres. Una barca de pescadores la sacaron de mi lado y a mi, me dejaron solo. ¡Solo, pero con el recuerdo triste de mi amor perdido! ¿Dónde estará ahora Briseida? ¿Se acordará de mi? Seguiré mi sueño de olivo centenario hasta un nuevo terremoto me arrastre al mar como una boya y me pierda en el olvido.

EL VIAJE... DESPERTÓ AL HOMBRE

 

 

     Recién he podido cumplir mi anhelo de besarla. Sus labios tan fríos como mi dolor mortal, se entregaron sin poner resistencia. Murió hace unos minutos y llegó a cumplirse mi deseo. Aún vibra en mi cuerpo el ardor de la pasión escondida. Todos me miran petrificados...el médico y sus ayudantes ven como acaricio su cuerpo y lo beso. Beso hasta el más íntimo rincón de su cuerpo amado. Su alma no lo dudo ya es mía.

           

            El vehículo se desliza por el camino polvoriento, infierno de hoyos inescrupulosos que infectan la huella. Saltan los amortiguadores y protestan con desenfreno con cada pozo y yo miro con desesperación a mi  “padrino” que maniobra como si no quisiera evitar ninguno para aliviar los golpes de mis piernas y traste. Hace unos días me pidió prestado a mamá para que lo acompañe en este viaje de aventuras por la Patagonia. Yo siento que hará que viva una maravilla de vacaciones. Ella no estaba en mi mente. ¡Su secretaria! Tiene un culo y unas piernas que no me dejan mucho espacio en el asiento. Me ha empujado tantas veces que ya me siento del tamaño de un pez, largo y finito...la odio. Es difícil entender ¿cómo mi padrino tiene que acarrear con semejante estúpida? Permanentemente se limpia con un pañuelo la cara para sacarse el polvo que ya ha penetrado por todas las rendijas de la parte de atrás y por todos lados. Casi no la miro y ella me espía de reojo para hacerle morisquetas a Lucio, que así le llaman a mi padrino. Él me invita a pasar un rato a la parte trasera y ella se pone jocosa y me hace unas burlas que me dan más aversión. En realidad tengo un hambre terrible, mamá nos preparó empanadas y tortillas y el perfume de las papas calientes y aceitosas, me hacer hipar el diente. Al detenernos bajo un árbol de perfil extraño, torcido y retorcido por los vientos del sur, siento que mis pobres huesos de trece años, que pronto voy a cumplir, necesitan urgente moverse. Salto con euforia y corro tras unos “michay” secos que se desparraman por la arenosa planicie por donde discurre el camino. ¿Me pregunto si el suelo en la luna será como acá? Salgo a estirarme y la muy torpe se agacha y me pregunta si voy a ir a mear... ¡Qué meterete! Soy grande y no le tengo que decir a ella. Además es una desvergonzada. Decir eso delante de su jefe. Ella me dice que mire para el oeste que va a expansionarse y se pierde entre los matorrales. Yo la espío y le alcanzo a ver como se baja los calzones y su culo rosado se agazapa en el falso retrete que ha encontrado. ¡Mamá...si que tiene desvergüenza...! Lucio se hace el distraído pero yo lo descubro mirándola por el espejuelo del automóvil y él se pone desconcertado y ríe con una risa muy estúpida. Los hombres, dice el tío Albino, deben mirar a las hembras, es cosa de machos y es normal. Y yo no me arrepiento de mirar, para lo que hay que ver últimamente en mi barrio y en la escuela. Siento que me mira perturbado pero a mí no me hace un respingo. Ahora se sienta atrás junto a mí y después de lavarse con agua de un bidón, las manos, me pasa pedazos de emparedados de jamón serrano y tortillas que me como en un santiamén, llena la barriga me entrego a mi juego favorito, jugar con “dado mágico”, y comienzo a pensar en los monstruos que vamos a cazar con Lucio y ella. ¡Tiene un nombre tan feo...Alana! ¿A quién se le ocurre llamarse Alana? Pero así le dice mi padrino con voz de...galán de cine. Ella trata de no demostrar nada pero yo le noto que pierde el seso por él. Pero él tiene su mujer y sus cuatro hijos en Pueblo de los Álamos, y según entiendo son una familia "modelo" dice mamá cuando se pelea con papá. Él ni la mira...o eso creo. El traqueteo del coche entre los hoyos del camino me ha dado ganas de echarme una siesta de esas que suelo tomar en casa de mis abuelos en Río de las Águilas, debajo de los cerezos y durazneros atrapando abejorros y cigarras, para el insectario de biología. Un sueño blando y profundo me hace despegarme de la realidad. Sueño sin pudor con los tiempos de juegos en la vega de Antonio, en el solar de los abuelos, los padres de mi madre. Allí juntábamos lombrices y moscas y nos íbamos a pescar al arroyo de Los Toritos, bandadas de cotorras y teros nos alertaban de cualquier peligro. También soñé con ellos, mis primos del campo, con quienes componíamos un corrillo de ruidosos y alegres muchachos, con los que viví momentos de ensueño. Me despierta un terrible golpe que hizo que atronara la carrocería del coche. Me enderecé y vi, que habíamos quedado semi volcados sobre la parte derecha del mismo. Un terrible pozo rompió el eje y Lucio se agarraba la cabeza...Miré hacia todos lados y no se veía ni un solo ser vivo. Habíamos aventajado a varios camiones en el medio día, pero yo que dormía, no sabía si en el tiempo de mi sueño habíamos cruzado a alguien más.  Escuché varias palabrotas no reproducibles, en boca del padrino. Luego un silencio pesado me urgió a descender y tratar de hacer algo. Era casi el crepúsculo y un paño de añil serpenteaba por los matorrales. Un choique cruzó corriendo y detrás una bandada de polluelos, los charitos, lo siguieron. Ya estábamos en la desértica Patagonia, donde no vive casi nadie y sólo de vez en cuando aparecen camiones del ejército y algún que otro transporte con fardos de lana. La desolación de Alana me perturbó, lloraba y su cuerpo se sacudía rítmicamente. Mi padrino vino a ayudarla a salir de esa incómoda ubicación, para ello se tuvo que tomar del cuello de él y así saltar hasta el camino. Yo sentí una curiosa sorpresa ver como se demoraba en brazos del `patrón´, pensé en la pobre mujer que se había quedado cuidando los niños. Luego, me ofrecí para ir en busca de ayuda...pero no me permitieron diciendo que aún era chico y el padrino partió caminando por esa abrumadora ruta Nº 40, hacia lo desconocido. Sólo llevaba una cantimplora con agua y yo me imaginé muriendo de sed en ese desierto terroso y dañino. Ella, ya no lloraba y se sentó junto a un quetrihué algo carcomido por ratones y viento, que solitario llenaba de serena seguridad entre las dunas ariscas a quien pedía un refugio. Cuando alzó la mirada me sonrió y me hizo una caricia negociadora. Yo bajé la guardia, tengo que reconocer mi miedo a lo desconocido, me acerqué y juntos comenzamos a comer la comida algo agria que nos esperaba entre los bártulos, como le decía papá, que traía Lucio y de las valijas con la mercadería que como segundo motivo lo movían. El verdadero trabajo que lo aventuraba por esa inmensidad desolada, era instalar en un pueblito del sur la oficina de correos, ya que él era quien daba el visto bueno al lugar y a los hombres o mujeres que se harían cargo de la estafeta postal de nueva creación. El ferrocarril se encargaba de mover la correspondencia una vez que estaba todo listo y él aprovechaba a llevar muestrarios de joyas, telas, ropa y un sin fin de chucherías con lo que agregaba buen dinero a su sueldo.

Alana me observó y comenzó a acicalarse, su blusa fue desabrochada y pude ver su corpiño blanco con puntillas...pero lo que me produjo una rara sensación entre mis piernas, fue la redondez y blancura de sus senos. Apenas pude mirar porque ella se cubrió rápidamente. Yo advertí que mi sexo estaba diferente; era la primera vez que la veía de ese modo. Mi rostro era una brasa ardiendo y creo que ella lo advirtió por eso se irguió y caminó por la orilla de los matorrales de colapiche y coirones, como buscando poner distancia y decoro. No supe que decir y me dediqué a limpiar el automóvil, levantando un polvaredal que la hizo estornudar hasta que me suplicó que dejara de hacerlo. Así vimos a la distancia un camión con sus luces exangües que se aproximaba por el camino. La bocina algo sorda y resfriada, nos advirtió que llegaba ayuda y en efecto con el vehículo trajeron un cable y nos arrastraron con seguridad entre los baches hacia un lugar desconocido.

            La casona estaba construida en un campo donde criaban ganado lanar y caballos de tiro. El hombre era un rústico labrador y su mujer una tímida campesina de origen extranjero, por su modo parco de monologar descifré inglesa o algo así, y apenas hablaban español. Muy arrebolada y alerta, la mujer de edad imprecisa, arregló una habitación para que pasáramos la noche. Yo me sentía feliz dormiría en una cama de verdad después de varios días. Lucas me tomó del hombro y me arrastró hacia la zona donde había quedado el auto, con particular fuerza. Allí me explicó que debía ser prudente y que no podía decir que Alana no era su mujer, que yo pasaba como hijo y que debía dormir en otro lado. Mi silencio sería muy bien retribuido y así nos ayudarían...creyendo que éramos una familia en problemas. Una gran furia me penetró por todo el cuerpo, transido de sorpresa y exaltación comenzó una sensación de malvada desesperación. Pero me quedé en un mutismo porfiado, y me acerqué a la mesa tendida para comer sin mirar siquiera a esa granuja que había encendido una extraña pasión en mi cuerpo adolescente. Con el pasar del tiempo comprendí que los celos me habían despertado instintos malsanos, pero propios de mi edad. Comimos y yo en silencio imaginé un millón de formas de venganza, mientras ellos dialogaban apenas. El cansancio y las ganas de estar juntos hacían que apuraran el alimento y la bebida. Cuando todo terminó me encaminaron a un rincón donde habían improvisado un catre y allí debí dormir esa ingrata noche. Me venció el sueño y entre el sopor pude escuchar las suave risa de Alana que no dudé, estaba en brazos de mi joven desenfrenado y sobón padrino. Esa noche crecí y comencé mi adultez. Esa noche supe lo que significaba la infidelidad y el dolor de lo inconfesable. ¡Casi me sentí incestuoso!

            Por la mañana muy temprano me despertaron las voces y el ruido de martillos y herramientas que reparaban el  eje y al mediar la mañana ya reparado el coche partimos. Ella apareció con un vestido de algodón floreado, su juventud realzada por un pañuelo en el cabello suelto hasta la cintura y sus mejillas sonrosadas y frescas con un toque de bienestar y dicha en el brillo de los ojos color miel. Mi impresión fue total, ya que parecía una chiquilina de casi mi edad. Un dolor me arredró y sentí ganas de salir a matar a mi padrino. Lo odié y subí al automóvil asumiendo que haría algo para desquitarme.

            Lucio me miraba por el rabillo del ojo y tarareaba una canción que me parecía fúnebre y para ofenderlo le endosé un enrevesado discurso sobre lo hórrido de su canto. Se reía y yo más enojado quise pegarle y esquivando mi puño me comenzó a decir que entre Alana y él sólo había mucha confianza y respeto... así que cuando llegáramos a Petriel, yo dormiría con él y ella en otra habitación sola y que nada había sucedido en aquella casa y que tenía horror a mi mala impresión. Nada me conformaba ya que yo había descubierto el sinsabor del deseo carnal mirando los senos dorados y mórbidos de la ahora frágil compañera de aventura. Pensé en la tortura que pudo haber significado para ella la engañosa muestra de un amor mentiroso e insensato, impuesto por su patrón por la fuerza. Ella seguro que había sido forzada y embaucada por Lucio, obligada por la necesidad de mantener un trabajo... Al atardecer cuando ya llegábamos a Petriel, ella juntó fuerza y me habló de su amor incondicional por mi padrino y sentí que seguramente no regresaría nunca a mi hogar. Antes moriría de amor.

            Petriel era un pueblito de pocas casas y gente sencilla. Su arquitectura me hacía acordar a Río de las Avispas. Casas chatas de una sola planta y con enormes patios sin árboles ya que el viento impedía su desarrollo. Algunas lengas torcidas, maitenes y teniús, asomaban entre los cercos de adobe de unas pocas viviendas. En la plaza estaba levantado un pequeño templete para una estatua que no llegó nunca de la capital y los muchachos del lugar se subían remedando a figuras imaginarias sobre su estructura de cemento y concreto. Eran muy divertidos y pronto me dediqué a acercarme a ese grupito de holgazanes para enfrascarme en charlas de "citadino" versus "pueblerinos", pero ellos eran chicos despiertos y sin vericuetos en su simplicidad que me dejaron sin argumentos para agrandarme frente al  grupo. Así también aprendí a ser más noble y consolidé amistades que aún guardo.

            Mi padrino buscó un sitio para instalar el correo y encontró una viuda seria y responsable como oficinista, le ayudaría un muchachito de casi veinte años y la inauguración se hizo con la presencia de todo el pueblo, incluyendo al cura párroco, la maestra y el policía...que hacía como doce años que no ponía preso a nadie. Así llegó el momento de regresar. Junto a nuestros "bagayos", amontonamos regalos que nos habían hecho. ¡Eran muy generosos!

            Regresamos y volví a sentir un fuego abrasador en mis muslos, sexo y corazón cada vez que Alana iba al baño entre los amancays o los topa-topa, y yo desvergonzadamente espiaba sus muslos rosados y pródigos de juventud. No quería que llegáramos nunca. Aceptaba sus chanzas, me hacía el pícaro y me daba de comer en la boca y le mordía los dedos suavemente... ¡Ella se reía sin comprender! Le tocaba tiernamente las piernas cuando se dormía y gozaba pensando que con el tiempo sería mía. Al fin terminó el viaje y yo regresé a mi casa donde conté algunas de nuestras aventuras, sólo yo sabía cuánto dolor me causaba conocer la verdadera conducta extraviada de mi padrino. Supe que Alana se había marchado a su pueblo en el litoral. Le pedí a Lucio su dirección y me la dio diciendo que no fuera chismoso...él nunca sabría el desesperado apasionamiento que en mí despertaba; la amaba. Escribí ciento de cartas. Nunca me contestó. Cuando ingresé a la facultad, recibí una tarjeta de ella. Estaba en la capital enferma y quería verme. Su mal era incurable.

            La encontré casi inconciente en una clínica de muy poca categoría de los suburbios. Se abrazó llorando y me pidió que trajera a su "amor". Con una furia inexpresada lo busqué y lo arrastré a su lecho. Él, indiferente, la trató sin mayores ternuras. Desmayada en su final me pidió que no la dejara sola y esperé su desenlace, con iracundo desconsuelo. Aún amaba a esa mujer que apenas me superaba en edad y que había desentrañado mis más intensos ardores juveniles. En el sombrío recinto donde espiró, pude cumplir el mayor de los anhelos...besar su boca deseada. Partí sollozando y supe que había vivido un amor extraordinario.

            Hoy que lucho con mis votos sacerdotales. De las manos del mismo Cardenal Primado tomé los Óleos Santos y profesé mi verdadera pasión por la vida. Ella, Alana, quedará en mi profundidad como la llave de amor con mis pequeñitos hermanos en el  pecado, los mismos que arden dentro de este cuerpo mío. Sólo conociendo el amor y viviendo una pasión arrasadora, como la que me consume el alma, puedo ser un hombre de Dios... íntegro.   

VIAJEROS ESPACIALES

 

 

            El movimiento era errático al acercarnos a esa nueva atmósfera desconcertante.    La nave no respondía. El Wystux, se desintegraba en la corteza de la nave y comenzaba a menguar el combustible que sufría transformaciones. Sijux,         interpretó que en cualquier momento la nave colapsaría, estrellándose. Llamó al             operador, pero no recibió ninguna señal. Urdikah, el piloto, le señaló una grieta    que se abría y haciendo un último esfuerzo, captó el resto del combustible en la           cápsula y la desprendió de la nave madre. Una extraña atracción la absorbió, desapareciendo de los miradores. Sijux, amarrado a su asiento, le señaló a            Urdikah que hiciera lo que mandaban los códigos. Ese pequeño asteroide debía            ser un verdadero basurero cósmico. La nave hervía con el roce agudo y se    adelgazaba hasta hacer aparecer los metales que servían de núcleo. Esperaban             estrellarse o, tal vez con suerte, caer sin destruirse en alguna planicie. La   colisión fue estrepitosa. Aturdidos, quedaron un tiempo a merced de la   curiosidad y el terror. ¿Con qué o quién se enfrentarían si lograban salir? Y, ¿si             había alienígenas guerreros como en el planeta Lecrosch?  Sijux, desprendió las   abrazaderas del sillón y enfrentó a todos los acompañantes. Degresuy, abrirá las     palancas internas para destrabar la escotilla matriz. Descenderé a la superficie a   investigar. La anciana Imato Kiu, pidió ser ella quien descendiera primero,           debían usar sus conocimientos de íconos cósmicos. Era una experta en lenguas                muertas de varios planetas y planetoides.

                        Sijux pidió paciencia, aun la necesitaban si lograban salir y se         encontraban un humanoide, un robot o un ser morfogenético de los conocidos en    otros viajes. Con dificultad salieron y cubiertos con las bolsas criogénicas de             argón y calvericita, observaron el espacio que los rodeaba. Un polvo cósmico       revoloteaba sobre la cápsula y les hacía detener la vaporación de sus órganos de          vida. Hondos orificios en unas altas paredes de minerales desconocidos, les        indicaban antiguos habitáculos de seres vivientes que, o bien habían             desaparecido o se habían dispersado. Urdikah, observó en derredor          detalladamente cada insignificante trozo de edificación que derribada, parecían            los cráteres dejados por una explosión de la era en que aun existían las guerras.

                        Bajaron a Imato Kiu, quien agradeció la deferencia que le permitiera         desentrañar unos dibujos extraños. Pasó sus sensores sobre los íconos y          monitoreó en consulta los viejos conocimientos que le transmitieran de          generación en generación. Apenas podían respirar los gases que atravesaban la     atmósfera pestilente del lugar.

                        -“Están Ustedes en las Minas de Uranio de Siberia”, “Peligro de muerte” No avance.”- explicó Imato Kiu acopiando en sus chips insertos en la       frente. “¿Saben cada uno de esos sujetos que están expuestos allí, en el polvo      cósmico, son seres que se atrevieron a ingresar en esta Mina? Son sus restos        fósiles. La mina era el lugar donde extraían sus metales. Es muy antigua, más o            menos  de la era de los humanos del extinguido planeta tierra. Han     desaparecido todos. Salgamos pronto de aquí, es muy peligroso permanecer.”     Atrayendo con su agradable voz electrónica a Sijux y a Urdikah, subieron a la            cápsula y comenzaron a elevarse. Desaparecieron en el espacio usando el resto            de combustible que aun conservaban. Debían salvarse como fuera.

                        Desde la pequeña cápsula observaron el páramo. Un largo gusano de        metal, que aun brillaba con los rojos rayos de Marte. Tenía muchos ojos como   mirillas tornasoladas. ¿Qué máquina extraña sería esa? Imato Kiu, releyó sus        íconos. ¡Tren, antiguo vehículo para transportar personas a lugares lejanos!           Ahora parecían sólo inútiles “vermes” destartalados por la contaminación.

            |           ¿Saben, hubiera sido interesante conocer a fondo ese mundo         desaparecido por “uranio” o contaminación? Dijo Urdikah y los otros rieron       como siempre de sus ocurrencias.

UN ROMANCE DE PELÍCULA


 

                        El pueblo es como cualquier pueblo de provincia. Acicalado, cansino y avejentado. Casas descascaradas con zaguanes llenos de macetas con plantas antiguas. Cortinas hechas a mano por alguna soltera en espera de mejor tiempo o por ancianas chismosas que salen a la calle sólo para espiar a los jóvenes. Y de eso tengo que hablar.

                        La tertulia es en la plaza, las chicas a la derecha, con las agujas del reloj, los muchachos al revés. Miradas van miradas viene y siempre alguno que dice algún piropo chistoso y la carcajada de los que van y viene. A las ocho en punto suena la campana a misa. Y las chicas cruzan de prisa y los varones en espera. La mantilla aparece por arte de magia y parecen ángeles de porcelana.

                        Renata ha mirado a un joven con curiosidad, él, ha reparado en esa muchacha tímida que sólo levantó los ojos una sola vez en toda la tarde. Tomás, es canchero, viene trasladado su padre de la ciudad para mejorar el servicio de trenes a la capital. ¡Es el “nuevo”! los otros celosos lo tratan con indiferencia.

                        Nunca imaginó sentirse bien en un pueblo tan pequeño, pero la gente es gentil y los muchachos simpáticos. ¡Menos un tal Osvaldo que tiene una mirada desagradable y diríase que furibunda! Siempre callado, separado del grupo de los chistosos, de los que ayudan a sus padres en los pequeños talleres familiares o en el ferrocarril.

                        Usa una gorra tejida que se encasqueta hasta los ojos y una sonrisa despectiva. Parece ese actor de cine que se la da de “dandi”, pero sus modales son horribles y es mal hablado. Cuando salen las chicas de la iglesia o de la escuela, comienza a decir guasadas y las molesta. En especial a Renata. Eso molesta mucho. Tomás comienza a perseguirlo para hablarle, pero lo evita siempre. Desaparece en un callejón cuyo mal olor tira hacia atrás la nariz más preparada a lo nauseabundo.

                        Una siesta de verano se van todos los chicos al río. Nadan, juegan y se ríen. Al regreso las madres están todas alteradas. Han encontrado a Renata golpeada, violada y muerta. La han dejado junto a un vagón del ferrocarril que está fuera de servicio. Los llantos se juntan y corean amigas y madres, compañeros compungidos y padres anonadados. ¿Quién atacó a la niña? Entre averiguaciones y culpas y comienzan las especulaciones… ¿Osvaldo? ¿Un forastero o un obrero de paso?

                        La policía busca e interroga a todos. Nadie vio ni escuchó nada.

                        A la madrugada con mucho sigilo Osvaldo se aferra al tren carbonero y se va del pueblo. ¡Nadie le creerá que él no hizo nada! Un extraño personaje del pueblo lava su chaqueta con sangre y esconde la ropa que puede incriminarlo. Él, dirá que lo vio merodeando al “pibe ese, el de la gorra tejida”. Y todo el pueblo le creerá.

                       

¿Y SI NO CÓMO SERÍAN TUS CARICIAS?


 

En el verde destello de la tarde

Con las palmas sedientas de ternura

Buscamos la caricia que huye lenta

Y descansamos la mirada en la penumbra.

No habrá clamor en la contienda

El hombre escapará sin esperanza

Dejando un centenar de historias y leyendas

Esperando descubrir lo que no alcanza

A comprender del mundo que lo atrapa

Sojuzgándolo sin piedad con la tutela

De titanes despiadados y tiranos

Amantes de la mediocridad y las disputas.

¡Entonces, cómo serían tus caricias?

Aves ligeras que depredan y abandonan.

O plagios de caricias cavernarias.

El hombre mutando amor por horror

Desmorona el amor y la ternura.

Mata a lo que más dice querer con euforia

Deja sangrando la mirada huidiza de quien ama.

 

LA FLECHA ESCONDIDA


 

Comienzo relatando una historia familiar. Nunca supimos si era verdad o una suerte de leyenda. La abuela Catarina la contaba en tardes de calor y a veces cuando llovía y estábamos aburridos.

Cuando llegaron de su patria, en Europa, traían baúles con un sin fin de ropa, herramientas y utensilios que creían iban a necesitar en esta tierra que para ellos era desconocida y desértica. El tren que los trajo desde el puerto, los dejó en medio de un paisaje selvático con árboles gigantes, helechos enormes y plantas de todo tipo y color.

En las noches escuchaban ruidos lejanos de tambores y animales. Vivían asustados y siempre dejaban un fuego prendido por si se acercaban “fieras salvajes”. En realidad nunca vieron a dichas fieras. De  vez en cuando un monito les robaba una fruta o una ropa que la abuela tendía en un cordel de árbol en árbol, para que se secara. El sol al medio día era igual, según ella, al de su país. No soportaba la humedad, venían de un clima seco y agobiante. Mediterráneo, lejos del mar y más aun, cerca de las montañas. Allí no las había por lo que soñaban con regresar a su patria. ¡Pero no tenían dinero!

El abuelo que tenía veintiún años comenzó a trabajar en un establecimiento maderero, aprendió lentamente el idioma y se pudo defender un poco con sus compañeros de tareas.

¡Siempre renegaba de su condición de extranjero! Le daba a mi abuela, que tenía diecisiete años, unos billetes que le pagaban de jornal y le recomendaba que los escondiera muy bien.

¡Un día los vio! Eran unos nativos. Semidesnudos, con la cara pintada de color negro y collares. En una bolsa llevaban flechas y un arco. La abuela se hizo pis del susto. Ellos la miraron sorprendidos. Seguro. Era la primera vez que veían a una mujer con cabello rojo y pecas; ojos celestes y ropas que la cubrían tanto. Salieron corriendo y se perdieron entre los árboles y helechos. A uno de los pequeños se le cayó una flecha y siguió sin darse vuelta hasta desaparecer de la vista de esa “bruja de pelo rojo”.

La abuela se encerró en la habitación que había construido mi abuelo. Cerró todo lo que pudo con un amontonamiento de arcón, mesa y aparador.

¿No creo que ella tuviera menos miedo que los pobres nativos? Cuando llegó el abuelo y encontró en el espacio que servía de patio, la flecha, la recogió y luego de gritar que le abriera, entró y la dejó sobre la rústica mesa. La miraron con temor, pero el abuelo dijo que tenían que esconderla para que no la vinieran a buscar.

Con el tiempo, en el lugar donde el abuelo trabajaba, conoció a varios nativos y supo que eran buenos, tranquilos y que usaban el arco y las flechas para cazar y comer.

Igual, en mi familia, tenemos como un trofeo la famosa flecha que ya no está escondida, sino que adorna la chimenea del salón como la señal de lo que fue la lucha de ellos para adaptarse a nuestro país.

 

EL PESCADOR DEL GUAYQUIRARÓ

 

El agua subía distrayendo la costa para derrumbar camalotes isleños. El Charú, continuó empujando la jangada hacia la orilla de Caá Curá. La ranchada se adormecía en la superficie de las aguas que aleteaban como pájaros alertas. De vez en cuando se oía el grito agudo de un macaco aullador. Las mojadas cachas, que apiladas dormían en la mitad del madero parecían el cadáver de un chancho de la selva.

El chajá voló en silencio. Se asentó en el esqueleto de un timbó. Rápido, se pobló de aves blancas y negras. Parecía un árbol florecido a destiempo.

El Chorú se recordó del árbol del playón del almacén del “Gringo” en el poblado de Rodeo, era por las navidades y una “doñita” se porfiaba en adornar con chucherías de colores que brillaban con la luz.

Pasó cerca una lancha de prefectura y se elevó el agua en una lluvia fría que humedeció su miedo.

No hay que confiar en esos tipos, ellos te sacan los cueros de carpincho y encima tenés que aceptar un rebencazo en las costillas.

Un odio antiguo le afloró a los ojos y saltó de su alma de pescador pobre. Pensó en la Lena, China fuerte que le había dado siete hijos.  La trajo de Paisandú. A tiempo la mandó río abajo a los Rosales con los críos y algunas cachas. Él, tosía mucho y el Cotito, tenía fiebre antes de que se fueran. Ella también. En los Rosales había una “dotora” hábil con los yuyos y los ungüentos, seguro le sacaría el mal de ojos y cualquier maldad del cuerpo. La Virgen de Iratí, san “La Muerte” y el “Gauchito Gil” le sacaría los demonios.

¡Cuando niño necesitó a la “médica” de Caá Guazú! Le dio algunos yuyos y le curó la gusanera de las tripas. Le enseñó a Mama Vieja a cocer todo lo que les llenaba el buche, asar bien las carnes y el agua tenía que cocinarla siempre por un rato. ¡Eso es lo que te enferma a los críos, dijo” Si comen chancho del monte o carpincho… bien cocido, mucho fuego!

El sol ya había desaparecido y un manto azuloso dejaba los árboles de los montes como los esqueletos de gigantes muertos. Las ranas y sapos rompían el tibio ronroneo del agua con sus llamados de amor.

El Chorú se quedó dormido. La jangada siguió río abajo y encalló en un arenal tan lejos, que al despertar, no supo donde estaba. Se tiró al agua y nadó a la orilla, buscó algún humano y solo, se sentó a llorar bajó un árbol que no conocía. La soledad le trajo un dolor agudo al pecho, el Chorú, quedó allí, hasta que un paisano lo encontró medio muerto. Lo llevó al poblado y la policía lo llevó hasta los Rosales.

¡Nunca se podrá olvidar ese tiempo!

 Vocabulario:

Guaiquiraró; río de Argentina en la mesopotamia.

Jangada: especie de barca que se construye con troncos atados con cuerdas.

Cachas: bulto con ropa y utensilios del hogar.

Chajá: ave tíca de la zona.

Paisand{u: ciudad de la Mesopotamia.

Dotora o médica: se le dice a mujeres indígenas que tienen conocimientos ansestrales de curación con hierbas.

San la Muerte y Gauchito Gil: personajes que detectan ciertos cultos populares en regiones del país. No son aceptados por la religión cristiana.

Carpincho: capibara o chancho del monte.

 

miércoles, 16 de julio de 2025

LAS NOCHES DE MUHAMMAD

 

La caravana atravesaba el desierto lentamente. Si la sal les traería fortuna, más les darían en la feria del oasis por las tres esclavas que compraran en  Rasheah, donde las vendía un viejo mercader yemenita. Cubiertas completamente por negras burkas era imposible descubrir si eran bellas, jóvenes o viejas. Una larga fila de mefíticos camellos dejaba una huella de excrementos que pequeños niños, esclavos negros del sur, juntaban en corambres de cuero para prender fuego cuando ya secos sirvieran en las tiendas para calentar el té. Al llegar la noche, cada hombre  luego de higienizarse para orar, se sentaba frente una fogata a beber leche de camella recién ordeñada. Los pequeños se apiñaban para recibir tortillas de salvado mezclado con requesón de cabra. Única comida del día. Las tres mujeres, atadas con una pesada cadena de cobre, recibían en sus manos azules llenas de míticos tatuajes, algo de beber y tortillas de afrecho. No hablaban entre ellas porque no se entendían. Cada mujer era de una tribu distinta. Sólo se escuchaba sus quejas y lamentos que cesaron después que el viejo Hassam les diera un latigazo a cada una. Así pasaron los días, con calor insoportable desde la mañana hasta la tarde y con terrible frío en la noche, bajo las estrellas que se quejaban de tanto lagrimear rocío helado sobre los lomos agrios de los camélidos.

Las tiendas desplegadas en la arena, eran una litografía cincelada en piedra negra en la oscuridad. Un resplandor de fuego escudaba con la humareda que impedía a la miríada de insectos y alimañas acercarse. Las tres desgraciadas gemían por el frío que atravesaba el mugriento harapo que las cubría. Ya no tenían lágrimas para derrochar y se pegaban una a otra buscando un poco de calor humano. Uno de los pequeños se acercaba con agua o té, para demostrarles su compasión de niño grande por su compartido destino de esclavo.

Al amanecer, el ruido descargó su ira sobre los rumiantes que a fuerza de látigo se puso en camino. Hacia el este se avizoraban las montañas del norte de África por donde debían pasar esquivando la zona donde el hombre blanco, colonos malvados, con los legionarios, masacraban a los beduinos. Ellos eran bandidos de otra especie, de otras costumbres más claras. Comerciaban con la muerte.

El canto del Sagrado Corán servía para darles un respiro en el fatigoso camino. El calor comenzaba a golpear en la cabeza de las desgraciadas. Una pertenecía a una tribu cuyo jefe siempre en pie de guerra había tratado de seguir la caravana, pero el difícil camino entre las rocas y el desierto impuso su rápido consuelo. Una mujer menos no era cosa de importancia para él. La joven sangraba por dentro y por fuera. Su cuerpo de piel oscura, tenía llagas que comían las moscas que por miles ponían huevos en su carne abierta donde el cobre había hecho su tarea. El hedor les daba nauseas pero no tenían alternativa. Un perro que acompañaba el grupo solía venir a lamer las larvas y eso le daba un respiro. Les ardía el sudor en las heridas, la sal que emanaba del sudor acre envenenaba cada una de las úlceras abiertas.

Una figura se acercaba, era un beduino, que envuelto en su turbante azul noche, sólo mostraba la mirada de ojos profundos y amenazantes. Levantó el tapiz que cubría parte de la jaula en que eran transportadas. El camello, ante una señal del hombre se fue sentando. Cada bamboleo del cubil, se despellejaban más los tobillos y el dolor era más agudo. Las arrancó de un manotazo. Sobre la arena caliente sintieron nauseas otra vez. No tenían nada en el estómago y la sed, les había deformado los labios y las gargantas. Sintieron que una mano varonil palpaba sus huesos apenas cubiertos por algo de carne. Un rugido partió de esa garganta. Ese, seguro era un jefe y estaba muy airado. Vino un muchacho y con suaves movimientos las tomó, les despojó de cadenas  manos y piernas y las acercó a un lugar donde había rumor de agua. El pozo. El guía protestó y sintieron el chasquido de un látigo. El grito de rencor y dolor, llenó un segundo el espacio. Una voz aflautada habló en yemenita y Layla entendió. Debes bañarte pequeña y te daremos ropa limpia y una burka  nueva. Luego habló en lengua berebere... y Um le entendió. Finalmente fue Dahira quien comprendió qué hablaban. Cada una a su tiempo fue transformándose en persona. Sus largas cabelleras limpias enroscadas y su piel cepillada sin larvas de moscas. Ni piojos que les aguijoneara las llagas.

       Muhammad  las hizo traer a su tienda, mostraron sus cuerpos y su ira vibró en  la piel.- Así piensan vender a estas desgraciadas. Son ustedes tan inútiles que no entienden nada. Las quiero conmigo, alimentadas y sanas.- Acurrucadas en a alfombra  se agazapaban  tratando de entender al hombre. Hassam, trajo una fuente con cordero y verduras. Él, les explicó que no comieran demasiado porque enfermarían. Así fue, se abalanzaron sobre las fuentes y con sus manos comieron sin pudor. Al tiempo corrieron fuera de la tienda a vomitar. Muhammad reía como loco. Llegó un puñado de músicos. Dos üd, tres rababah, dos ney  tocaban qásidah con bellísimos pasajes del Sagrado Corán. El sopor las fue adormeciendo y cayeron sobre los tapices profundamente dormidas.

Los cuerpos  ayer tumescentes, hoy brillaban con los aceites con que los niños habían  acariciado a las mujeres. Un nuevo día les trajo una luz de serenidad. Dahira trató de mostrar a las otras desdichadas que pronto llegarían a un sitio donde serían vendidas. Así fue que tras varias jornadas se oyeron los gritos de otras caravanas que apacentaban cerca de un oasis en el desierto. Era un zoco túrbido. Allí se mezclaban las joyas de oro del Sudáfrica, diamantes de Mozambique,  marfil de Zambia, turquesas de Irak e Irán y piezas de arte de todo el norte y centro de África y medio oriente. Cosas robadas. Cosas legítimas. Cristales de Italia, porcelanas de Alemania, seda de China y Francia, perfumes de varios orígenes. Piezas de plata de países lejanísimos que habían viajado por tierra y mar durante largos días. Lo más valioso... mujeres y jóvenes mancebos que se vendían como esclavos. Algunos viejos pederastas, llegaban escondidos en sus chilabas y turbantes negros,  para no mostrarse  a los mercaderes con quienes mercaban. Bolsitas de oro o diamantes, o jade y rubíes de Burma, pasaban subrepticiamente de mano en mano.  Todo se compraba y todo se vendía. Nada era sorpresa para ellos.

Um, fue tironeada hacia un pequeño escabel, donde subió y fue desnudada frente a un grupo de hombres. Sus dientes blanquísimos y su piel cetrina con tatuajes tribales, atrajo algunas miradas. La palparon, le abrieron la boca, le tocaron los senos y el vientre. Ella escupió una mano que tocó su sexo. La golpearon con un azote de cuero. Quedó inmóvil. La habían comprado. Supo que su destino ahora era un hombre somalí. Fue cubierta pronto con un aba y un chador y recluida en una tienda.

Layla quedó en espera. Un blanco que había llegado en un caballo árabe de un negro espectral, caracoleó junto a su cuerpo desnudo. Tiró unas libras esterlinas de oro sobre la arena y un petimetre de pelo anaranjado, le echó una capa blanca y la arrastró hasta un potro color canela que esperaba cerca del pozo. Allí se quedó esperando su futuro.

Dahira esperó impávida que la buscaran. Nadie vino. El sol escapó por entre las dunas y las caravanas se fueron dispersando. Evitó llorar. La noche alfombraba el frío desierto. La tomaron con trémulas manos los pequeños eunucos de voz aflautada. Sin evitarlo llegó ala tienda de Muhammad quien esperaba ansioso a la nueva esclava. Ella alegraría sus noches. Calentaría su tienda y le haría temblar de placer en cada minuto de pasión. Muhammad, no sabía que tras la caravana, a dos jornadas de camello se acercaba Abdullah ib- Talah, el prometido de la niña, con su gente.

En la tienda los músicos hacían resonar los tambores, üd, neys y rababah; mientras pequeños mancebos acicalaban  a la muchacha. El fuerte olor del cordero asado con menta y especies impedía olisquear el tufo de los jinetes que se acercaban.  La luna esgrimía preñez de  oro sobre la arena. Un telar de hojas de palmera, disimulaban los tapices de los toldos. Las patas de las bestias, almohadillaban los médanos. Dahira sin temor esperaba. Esperaba.

 

MUCHACHA EN MI MENOR


 

                        Con la mano despejando chalas del maíz, llora. Sangran las manos con la mazorca que debe desgranar sin pausa. El tiempo apremia. Las trenzas caen sobre su cuerpo cargado de trabajo. Doloridos los brazos, sangrando los dedos, van juntando el grano en vasijas de barro cocido. Cerca, muy cerca el “Ñasti” duerme su embriaguez de chicha sobre una manta de lana, que perece el regocijo del tiempo de la chaya.

            Bajo el techo de paja, llueve la servidumbre desdichada. Un cuchillo brilla entre las chalas y el ruido gorgoteante de la sangre ingresa entre los granos amarillos como el agua del río cuando crece. La tormenta ha pasado. Nadie oirá el chasquido del hombre río abajo.

 

 Crees que me dejaré engañar en la otra vida, te equivocas. Ríete de mí. Ya verás mi venganza. Volveré siendo como un aguijón imantado a trepar por el rostro de quien me hirió en la confianza. Yo estaré esperando regresar de ese limbo del que hablan las mujeres dolidas. Creo. Creo que será como el revertir la noche, el regreso de la ola en el mar calmo. Un trueno resuena en el valle.  

 

POEMA XII

 

Y descubrí que no estábamos solos

y

mi ciudad se enredó en los árboles y acequias

escondiendo el dolor de los hombres y   los  niños.

Cada par de ojos, cada mano que se extiende

 me recuerdan

cuánto me hace falta comer de tu boca

tengo hambre de tus besos    de muslos abiertos

entonces mi ciudad me duele con llagas vivas

le falta amor al pueblo      mi pueblo   tiembla

en deseos   que me recuerdan   el tiempo de repartir

los viejos sueños. ¡Ay...qué haremos?

 

Ven     

cerremos las ventanas. Abramos el corazón

dejemos que el sonido de nuestro palpitar aturda nuestro lecho.

 

Estamos solos con nuestro amor lejano. Aun

tenemos nuestro amor. A pesar de todo

a pesar del tiempo.  Y nuestros sueños.

UNA FIGURA SOLITARIA

 


           

Miró el cielo y se sorprendió por el color sombrío de las nubes. Una tormenta perturbadora se apoyaba sobre el horizonte. Amarró la barca  en el fondeadero junto a la del “Griego” y ató con fuertes sogas el trinquete  y las lonas para sostener su futuro. El bote pesquero que tanto amaba podía ser presa de la ira de los dioses del mar. Era lo que aún tenía para seguir viviendo. El sentido de respirar y suspirar, de alimentarse y seguir vivo.

            Tres años atrás, había perdido a su compañera. Guadalupe o Lupe como él le decía en la intimidad, sucumbió al cáncer que hizo estragos en su amada. Noches en vela abrazando su cuerpo débil y dañado, su fragilidad era la de una ola en la escollera.

            La piel y los huesos se perfilaban en el adorado cuerpo de Lupe. El sol se apagó en sus ojos y en su corazón y la dejó en la tierra bajo una losa que apenas sostenía el nombre querido: “Lupe, amiga y compañera”

            El “Griego”, le gritó que saliera del malecón y se refugiara en la vieja casa de piedra. No lo oyó. La lluvia, truenos y relámpagos tapaban incluso el agitado tañer de las campanas de todo el puerto y barcazas. Corrió. Se encerró en la bodega del “Húngaro” esperando que cayeran algunos rayos. Maldijo en todos los idiomas que imaginaba existían. Sólo con una botella de ron, se tiró en una hamaca desvencijada y se quedó dormido. El bramido del mar sobre las piedras y el choque de la madera quebrándose entre las rocas, lo despertó.

            Aventuró una salida y en el enmascarado chubasco, entre luces de rayos y relámpagos, alcanzó a entrever su casa. Aferrándose a las paredes y pasamanos pudo llegar. Empapado y haciendo un enorme esfuerzo abrió la puerta y un aire helado encubrió su aterido cuerpo.

            Encendió la salamandra y desnudo, se tapó con una manta que tenía más recuerdos que años y más nostalgias que belleza. El aguardiente le avivó la sangre. No supo por qué, lloró como hacía años que no lloraba. Y por primera vez, después de haber regresado del dolor de Lupe, pensó en Dios. ¿Existe? Pensó en su historia de marino pobre. ¿Cuándo ese Ser dispuso que él, fuero lo que era y ahora estaba así, más inerte que las piedras de su morada?

            Bramaba la pesada puerta y las celosías como gigantes en guerra. Las olas traían grotescas ráfagas de agua salada hasta la vivienda. Casa muy antigua la de los marineros. De generación en generación estaban ocupadas por familias pobres y linaje de bravíos pescadores. Comió un trozo de pan con tocino. Y concluyó con la imagen de su destino. Mañana si estaba en pie y su bote perduraba; y la borrasca, como otras se amansaba, saldría a buscar atún con el “Griego” y el “Húngaro”. Eran amigos. No, eran su sostén en la pesca y sólo compañía en el bar algunas noches de bonanza. No conocía sus nombres. No sabía ni cuándo ni de dónde llegaron a Puerto de Las Palmas.

            Nunca se preguntaban nada, la gente llegaba y se unía con sus barcos y sobrevivía sin investigar pasado ni presente y si un día ponían proa y se iban, dejaba un silencio que pronto ocupaba otro extraño hombre de mar.

            Ajumado con un aguardiente pésimo, se durmió hasta no oír la tempestad que pugilaba la rada.

            Envuelto en un silencio roto sólo por el grito de los cormoranes y aves peregrinas que desquitaban bocados dejados sobre la escollera y las piedras del puerto, despertó. El sol caía poderoso después de la tormenta. Se vistió y salió. No quedaba nada. Maderas rotas, jirones de lona que fueran sus velas y restos de redes. Rocco Vaccaro no tenía nada. Su linda chalupa era tablones y astillas. Se sentó en las piedras frente a lo que fuera su barco. No habría atún, ni cangrejos, ni sueños.

            El “Griego” y el “Húngaro” llegaron y mudos se quedaron junto a él, y lloraron por primera vez unidos. Después caminaron hacia el viejo bar. El anciano “Krystos” como antiguo pirata, les sirvió una copa del mejor ron caribeño y no articuló palabra.

            Pasaron horas interminables sin hablar. Pertinaz, Rocco de pronto dijo: “Tenemos que hacer algo. Juntar lo que nos queda y comprar otro barco.”

            La mirada sorprendida de los hombres lo hizo perseverar y les habló de su pérdida más grande: Lupe.

            Se pusieron de acuerdo, comprarían un bote y seguirían pescando. El ron hacía su parte en el acuerdo.

            Al salir del tugurio, se dispersaron buscando cada uno la ruta a su promesa. Rocco se detuvo frente a su casa y parada allí, había una extraña muchacha. Lo miró largamente en silencio. Era joven y frágil. Perplejo siguió hasta la plaza y buscó el letrero del viejo prestamista. Él aún tenía el reloj de oro de su abuelo y monedas que encontró buscando ostras. Eran monedas de oro, antiguas y las había guardado mucho tiempo. El viejo avaro, las mordió, cepilló y pesó, repesó y mascullando improperios le entregó unos buenos billetes. Al salir de la vivienda del ducho mezquino, la volvió a ver. Estaba parada junto al portal. Esperaba. ¿Qué? Se preguntó Rocco con temor, tal vez ¿quería su dinero tan duramente conseguido? No. Sólo lo miraba. Ojos color de cielo tormentos y silencio obstinado.

            Llegó a su casa. El “Griego” lo esperaba sonriente. Tenía un puñado de billetes. Llegó el “Húngaro” y también traía él su cosecha de dinero. Juntaron suficiente para comprar un barco de pesca de altamar. Oportunamente vieron a la joven detenida en la escollera. Solamente Rocco, la miró con detenimiento. Era bella.

            Pasó un tiempo y cada día, la figura solitaria, parada en los caminos, calles o sitios más extraños, estaba ella. Un día Rocco se animó, la encaró y habló. Mil preguntas, ninguna respuesta. Le tomó la mano y se la llevó al pecho de hombre fuerte, lo miró a los ojos y él sintió un calor descolgándose en su cuerpo. La atrajo a su casa, a su cama y osado la gozó en silencio. Dulcificó los días. Una noche de tormenta, cuando dormían, ella despertó y salió. Se fue.

            Nunca supo el nombre. Nunca de donde vino y jamás sabrá adónde la podrá buscar. ¿Será el alma de Lupe hecho mujer?

           

           

 

           

UN ÓLEO ANTIGUO

 

Hermenegildo Gueraldez Paxoa bajó por el río en el “Homero”, por pedido de la familia Romero Santos. La nao era un falucho desvencijado. Ruidoso y pobre. Cuando arribó al muelle del Rosario, lo esperaba una volanta. El cochero, hombre de pocas palabras, tomó su bolso y sus petates. Chasqueando el látigo partió hacia la estancia. Tras unas horas de silencio, roto por el jolgorio de las aves, vio la arboleda y los techos. La casa era grande. Lo esperaba la gobernanta con un mensaje de sus patrones. Regresarían en dos días de Asunción.

La cena opípara, le fue servida en la habitación. Pronto se despeñó la noche y el sueño entró como un fugitivo en su espíritu. Se durmió.

Tras la corta espera, arribó la familia. El padre comerciante en ganado era próspero y alegre. Doña Saturnina, la esposa, en el rictus, mostraba ser quien llevaba las riendas y el coraje. Cinco muchachos y tres niñas, revoloteaban entre la algarabía de perros cazadores. Su tarea, dijo la señora, será retratar a mi esposo y a las niñas.

Comenzó con Don Augusto. Cada sesión fue descubriendo el carácter bondadoso y suave, que transformó su óleo lentamente. Siempre dibujaba en escorzos duros rostros de caballeros enérgicos. Pasaban a la historia como rígidos y sobrios.

                Con ese hombre fue imposible. Sus ojos destilaban amparo. Una luz de ternura penetraba su piel y sus pupilas. Ni hablar cuando entraba Clementina, la hija menor. Una cofradía de sol inundaba la cara. Don Augusto, escribía en sus ratos de ocio. ¡Un poeta! Saturnina, despreciaba su verba y rezongaba. Igual, las niñas se encargaban de escuchar las largas odas que recitaba con voz engolada el padre. Los muchachos, se dormían, jugaban a las cartas y peleaban sobre quién seguiría manejando la estancia.

Hermenegildo comenzó a participar de las comidas de las noches junto a la chimenea y, de largas caminatas, invitado por Don Augusto. Supo así, cómo había concebido la compraventa de animales traídos desde Holanda y mestizados. De carne noble, se salaba en el puesto junto al muelle del río. Salía en barcos hacia Europa, teniendo varios compradores y destinos inciertos para él. Su esposa, llevaba los libros y recibía a los banqueros que traían libras esterlinas y otras monedas que cambiaba por oro.

El retrato estuvo listo y cuando lo pudieron ver, un suspiro amoroso, salió de cada boca. ¡Ese era el padre, el mejor hombre, el muy amado por sus hijos! Sobre la pared del salón, quedó enmarcado en oro y plata. Una luz especial, iluminó la pintura.

Le tocó primero a Guillermina, que con sus dieciséis años, ya era una mujer para los padres. No aceptaban aún su crecimiento. De cabellos oscuros y ojos celestes, tenía asegurado una boda excelente. Era fuerte. Lectora incansable de obras clásicas y poco amante de labores manuales. La retrató sentada frente a la ventana, con un libro en el regazo. Luego le tocó a Josefina. Chiquilla por demás callada y triste. De cabello cobrizo, ojos pardos y tez pálida, insinuaba su semblante que dejaría el mundo en cualquier recodo del camino. Con la Biblia en la mano y un gato a sus pies, dejó claro que había entrado en un desfiladero de silencio. El cuadro, tal vez, fue el mejor logrado. Luces y sombras que declamaban abandono del mundano vivir.

Clementina fue la última y la que creó un círculo de fiesta. Era una niña, adolescente tierna. Trece años. Su melena castaña, alborotada y libre, escapaba en rulos por la nuca y la frente. Mirada gris con chispas que le brotaban de la profunda alegría de ser amada. Su padre no podía evitar el solaz de su presencia. Rica en imaginación y charlatana, corregía las odas y poemas, que él, repetía sin tregua. Su imagen, cambiante como ella, le costó al pintor mayor dedicación que con el trabajo de las otras hermanas. Se movía constante, cambiaba el peinado, su ropa difería. Nunca quieta. Casi fue un bosquejo. Pero Hermenegildo Gueraldez Paxoa se enamoró perdidamente de esa niña. Sus veinticuatro años y su pobreza no le daban chance para pedir la mano.

Igual habló con Don Augusto que, con sorpresa, llamó a su mujer. Ésta, casi desmayada, se sentó en el sillón del escritorio, tartamudeó un sinfín de palabras huecas. Que es la más pequeña. Que no sabe nada de la vida. Que esperamos algo diferente para ella. Es nuestra compañía. Regresó solo y sin siquiera una promesa. El falucho que lo repatrió, vibraba como su triste corazón. La madera podrida y el olor nauseabundo del río, le mordió el alma y se prometió volver con poder, dinero y oro. Clementina sería suya.

Al llegar a su tierra, pintó un óleo hermoso, perfecto. Lo llevó a la casa del gobernador, a quien pidió una suma interesante. Las libras tintinearon contentas en su bolsa. Comenzó una carrera contra el reloj. Pero nunca llegaba a la suma pretendida para tan ansiado viaje. Pasó un año, dos y el tiempo fue trocando su esperanza en miedo. ¿Lo esperaría?

 Su vuelta fue en un velero nuevo. Cuando llegó a la casona, encontró un revuelo de lamento y tristeza. ¿Será Clementina? No. Doña Saturnina dejaba su lecho para partir al camposanto. Guillermina, exhibía un embarazo avanzado, junto a un joven atildado y flaco. Josefina, con hábitos de Carmelita Descalza, rezaba rosario tras rosario; seca y siempre gris. Mientras su amada, sostenía al anciano y sus brazos serenos, contagiaban seguridad y ternura.

Los ojos recobraron vida al mirar a Hermenegildo. Sonrió a pesar de la pena. El luto congenió con el tiempo de recomponer la casa. El viudo sorprendido por la muerte impensada, se aprestó a mudar de jefe. Clementina se hizo cargo de todo.

Llegó la boda de su hija predilecta, sin mayor inconveniente para él, que ya envejecido, aceptó a Hermenegildo con cariño. Pronto llegaron niños que llenaron la casa de risas y juegos infantiles. El padre pintó bellos cuadros de cada uno, llenando las paredes con alegres caritas.

Los hermanos emigraron a estudiar a países lejanos, donde formaron su familia. Sólo alguna esquela de vez en cuando los hacía presente. Algún daguerrotipo, luego fotos. Pero nunca volvieron.

Una mañana, cuando Clementina se acercó a besar a su padre, notó que acechaba la dama de sombras. Descorrió las cortinas. Abrió la ventana para que entrara aire y sol. Sintió el leve suspiro final. Cerró los ojos amados del anciano. Partió éste, junto a su adorada esposa hacia el espacio de la verdad y duda.

Para tenerlo cerca, colocó el retrato de Don Augusto, que pintara su esposo, en el comedor. Notó al momento que de los labios de la pintura partía una miríada de mariposas. Volaron con la brisa, igual que aquellos viejos poemas recitados.

¡Por lo menos eso nos han relatado de generación en generación! Y debe ser verdad porque siempre hay que abrir las ventanas para que salgan al jardín decena de mariposas.   

 

        

JUGANDO CON PELOTAS DE TRAPO


         La calle es tan ancha que podemos jugar un picado. El Pedrito marca con las alpargatas los arcos. Manuelito, con zancadas mide la distancia entre arco y arco y discute porque son muy cerca. Borrón y de nuevo se marca uno de los arcos. La Chuni trae agua limpia en una botella de cola y la deja al lado del Gordo para que se refresque, no vaya a darle el ataque de asma. Lo cuida como que su hermano la deja jugar de vez en cuando.

         Pasa un coche y levanta una nube de tierra, pero no empaña la ilusión del picado. El Chiche, es el diez. Es el único que fue al club a aprender fútbol y les enseña las reglas en serio. En el “colegio” la maestra de gimnasia no los deja hacer fútbol, dice que no está en el curtículo. ¡Che, no digás palabrotas delante de mi hermana! Grita el Gordo porque el Chiche le dice “estúpida” a la Chuni al patear despacio.

         Los chicos juegan toda la tarde. La mamá de Chiche los llama a tomar el yerbiado. Dejan la pelota de trapo en la vereda y corren. Manuelito está dolorido, se le rompió la zapatilla y tiene un dedo con sangre. La Chuni le lava y le pone un trapito limpio. Los ojos de Manuelito son una fiesta. Más tarde seguirán jugando. Después irán a hacer las tareas, ahora es tiempo de recreo.

CURTÍCULO: CURRÍCULA

YERBIADO: MATE COCIDO, INFUCIÓN DE YERBA MATE.

EL BOBO DEL MARTILLO


 

La finca “Siete soles”, era tan grande que no se conocía un buen mapa de su tamaño. Los dueños, unos ricachones de Buenos Aires, venían sólo para la cosecha. Daban trabajo a muchos obreros, pero como todo extraño a la tierra, no se interesaban por la gente del lugar.

El cultivo y el pago estaba en manos de Cárdenas, comisario y buen vecino. Hombre fuerte de la zona. Lamentablemente arreciaran los incendios y tormentas de granizo, pero él, siempre estaba al pie ayudando.

Un día, después de un incendio en la estancia grande, Cárdenas estaba proveyendo de palas a los obreros que se acercaron a cooperar. Ahí fue, cuando vio a Eulogio pasar con una carretilla hacia el galpón de la herrería. Le llamó la atención el bulto que tapaba con una lona sucia. Alguien lo distrajo con un pedido para el sofoque. Se dedicó a entregar picos a los hombres del pueblo cercano. Ellos querían evitar que el fuego los alcanzara. Los aviones hidrantes iban y venían desde el río al campo en llamas soltando agua del río desde la panza del avión.  

            Los patrones, avisados por telégrafo, estaban de parabienes cuando supieron que se había extinguido el foco del  norte, el más valioso en almendros y nogales.

Pasado dos días, entre los árboles quemados, encontraron una calavera. Otra más. Esta vez tenía el cráneo roto de un martillazo. Cárdenas llamó al jefe y le comentó que había observado a Eulogio pasar con un extraño bulto, pero una carcajada lo dejó un instante paralizado. El muchacho, disminuido mental, traía una de aquellas desfiguradas famosas cabezas de barro. Las hacía desde niño. Malformadas pero reconocibles como  títeres grotescos. Eulogio no era capaz de matar una mosca, dijeron a coro. Con una mirada estúpida la dejó en el umbral de la comisaría. Reía a carcajadas. La baba del muchacho, que ya tenía como cuarenta años; mojaba esa cabezota malformada con la que él infeliz los distraía.

            Cárdenas trató de sacarla del medio en el momento mismo en que el bobo, con un martillo la empezó a romper. La herramienta estaba muy sucia. Tenía pelos y sangre. Mucho barro y el mango algo quemado. También observó que los brazos del lelo, tenía una seria quemadura y en la ropa tenía agujeros hechos por el fuego.

El principal Hernández, el ayudante, preguntó: “¿Con qué te haz hecho eso?” El muchachote contestaba sin palabras y sólo reía y reía sin dar mayor precisión. Nada sacarían de él. Cárdenas lo tomó con algo de brusquedad y lo obligó a entrar en la comisaría. Eulogio, se tiró al piso y se puso a llorar con temor. Se orinó y se secaba los mocos con la parte de su manga donde tenía la quemadura. Tiznó su rostro ya sucio. Luego de arrastrarse y gimotear un rato, Hernández lo tranquilizó. Le dio  un vaso de cola y un resto de sánguche que había en la mesa. Trató de indagar pormenores. No logró nada.

Llegaron desde la zona este con la noticia de que se había iniciado un nuevo incendio. Era intencional. Era imposible impedir que se apagara en forma rápida. Ambos policías despidieron al enfermo con la seguridad, ahora, de que él nada tenía que ver en el asunto. Salió como disparado.

            En ese tercer fuego también encontraron un cráneo roto a martillazos. Quemado. Pero por algunas piezas metálicas de la ropa, supieron que era un peón del campo donde vivía el idiota. El padre del muchacho era uno de los que más había ayudado en la terrible tarea de apagar el fuego. Arribaron a la casa y el viejo corrió. Detrás, el muchacho, cuando vio llegar la autoridad salió despavorido e infeliz como quien se lo lleva una tormenta. Se internó en el monte. Llegaron en ayuda más personas buscándolo. El rastrillaje dio resultado. Allí estaba el viejo desquiciado martillando la cabezota ensangrentada del pobre imbécil. Comprendieron con dolor que él había tratado de decirles eso. Todos pensaban que ese juego que Eulogio tenía desde niño de armar cabezas de barro y romperlas con un martillo, había sido sólo un juego, pero en realidad el pobre “tonto” tan sólo imitaba lo que su padre hacía en cada asesinato.