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miércoles, 15 de abril de 2020

OTRO INFIEL QUE DESPLAZA EL OLVIDO




            Apesta el olor a fritura en la galería. Los visillos se desdibujan sobre el corredor que lleva en damero a los fondos de la casa vieja. Hace calor y humedad. Las chicharras clamorean encaminando sus atractivos sexuales a las hembras. Un sopor manifiesto se despliega en los dormitorios sombríos. Lentos ventiladores perezosos se desdoblan en aspas gastadas con zumbidos de insectos invisibles, sobre las sábanas de algodón que clarean las sombras. Clavo de olor, canela y vainilla. Fantino yace semidesnudo bajo el sopor del ron y la cerveza. Noche tras noche amancebado con las busconas de Puerto las Rocas. Un vientecillo suave, mueve las cortinas de la puerta ventana, atrayendo aire con olor a río. Espanta las moscas y mosquitos, que en la oscuridad sacrifican su necesidad de sangre en la grosera piel del ajumado moreno.
            Temprano ha comenzado el ruido de los carros que llevan el pescado y los mariscos al mercado. El grito de los hombres que trabajan, no lo despiertan de sus interminables borracheras. Una gallina atrevida ingresa en la habitación en penumbra y picotea el piso donde hay restos mutilados de comidas derrochadas en la jarana. Nadie se atrevería como el ave a acercarse. Seguramente, un zapatazo sería la respuesta. Sin embargo, Nunila, escoba en mano limpia el patio de tierra, sacando hasta brillo al polvo. Su cadera gruesa, sostiene la enorme falda blanca de algodón con puntillas. Sus manos hábiles fabrican para ella y los extranjeros metros y metros de puntillas en la penumbra de la tarde cuando espera el grito de Fantino. Odia esa voz. Odia al hombre. Odia el mundo y a las hembras que venden su cuerpo a ese gordo infame y alcoholizado que está siempre tirado, fingiendo vivir, sólo para copular noche tras noche.
            Nunila, fue bella. Morena de ojos claros y largísimo pelo ondulado con brillo de perlas negras. Creyó en él. Creyó que la sacaba del infierno de su rancho, donde cada hombre era más y más bruto con el ron o la ginebra. Estaba allí, ahora, en las sombras de esa vieja casa que guardaba sus secretos. Antigua estirpe de otras épocas, donde el oro relucía entre los marrulleros comerciantes que atraían las minas del interior. Cada barco que atracaba, era un escándalo en el puerto. Atiborrado de mujerzuelas y borrachos. Gritos y peleas, que acababan en las zanjas con sangre de infelices nunca buscados por nadie. Marginales. Para Puerto las Rocas, no había una ley y si la había, nadie sabía cuál era. Nunila en silencio sobrevivía al horror de los sucesos. Callada, cocinaba plátanos fritos, mariscos y pescado, arroz con cerdo. Nunca le dio ni una moneda el Fantino, nunca. Sólo vivía de sus manualidades. Pagaba a las rameras con algunos billetes que conseguía de los extranjeros que se enamoraban de sus encajes. El ron y el alcohol, lo traía Amancio, dueño de las hembras. Ella era fiel. Salía con su turbante atando el pelo y la pollera suelta que le cubría hasta los tobillos. Ella no era igual a esas desheredadas que traían cada noche.
            A veces, se atrevía a los altos, por la escalera desvencijada y entraba en la gran alcoba de la señora Santina y abría los cofres cubiertos de mantos de seda. Se ponía uno de aquellos trajes de seda antiguo. Se sujetaba el pelo con peinetas de carey o nácar y usaba los aretes de oro y zafiros. Se transformaba en señora. En dama. Descalza caminaba sobre la alfombra de Persia. Se daba aire con el abanico de plumas de ave del paraíso. El espejo le devolvía un fantasma. Gloriosa en su belleza nativa. Majestuosa en su porte de reina. El mejor era el verde agua, con encaje de Bruselas. Las enormes enaguas de lino, aun conservaban la fortaleza del almidón y su cuerpo parecía una pintura arcaica de la colonia. Todo eso era de otro siglo. De otra vida. Después se desvestía, guardaba sus secretos y volvía a su vestido de algodón blanco y a su turbante. Nada sacaba para sí, su marido, si la viera, le daría tantos palos como pelos tenía en la cabeza. La señora Santina era la suegra, que cuidó hasta la muerte y que nunca la consideró esposa del hijo idealizado. ¡Si lo viera! Borracho todo el día. Follando cada noche con una o dos y hasta tres mestizas del puerto. Caería en otra apoplejía como la que sufrió cuando supo que su marido tenía una manceba… y con nueve hijos por ahí, en las afueras de Puerto las Rocas.
            Solía tomar el cuadro con el rostro de doña Santina y hablarle. Como le hablaba en el lecho, mientras le lavaba las heridas provocadas por las horas en el lecho, o los insectos. Otras veces, cuando le daba de comer en la boca, la madre, se negaba y una lágrima corría por su piel lechosa. Ella con un pañuelo de encaje las secaba mientras acariciaba sus manos. Igual, nunca la quiso. Nunca devolvió un gesto, una palabra, nada. Era mestiza. Su madre negra y su padre blanco de ojos claros. Por eso ella tenía esos ojos de cielo cambiante según se avecinaba la tormenta. Un día en la feria, tropezó con un hombre que le dijo:- “¡Hembra tienes ojos de mar tormentoso! ¡Sí que eres bella!- Huyó, Nunila, dejando la cesta con la compra sobre la mesa de madera en la calle, perdida. Perdida ella, en el temor de las palabras escuchadas. El extranjero trató de correr tras ella, que se perdió entre los callejones malolientes del puerto. Y lloró su destino. Entre los paraísos en flor, lloró su suerte.
            Al regresar a la casona, un grupo ruidoso de gente, entre ellos dos vecinos y el Amancio, la esperaban. Algo extraordinario había ocurrido. El marido, Fantino, había salido gritando por la calle y cayó como partido por un rayo en las piedras mugrientas. Balbuceaba algo. Una espuma blancuzca le burbujeaba entre los labios. Santina vino a buscarme, Mamá, y dando un revolcón en la tierra, perdió el conocimiento. Sus ojos en blanco y sus uñas amoratadas, como lo que se podía ver de los labios, fueron lo último que se vio, antes de pasar a otra vida.
            Nunila, con el señorío de siempre y su silencio, redujo todo a un sepelio corto. Sin ruido y sin llantos equívocos. Pocos fueron a acompañarla. ¡Mejor!
            Una semana después, limpió la casa. Pintó con cal cada habitación, lavó y cepilló cada ventana, mueble y piso, dejando que la luz de la vida regresara a la vivienda. Se transformó en la dama que era. Con las telas de los vestidos de doña Santina, se hizo ropa acorde a la época, se colocó el cabello con las peinetas de su suegra y habilitó el salón, para que allí se aprendiera a fabricar los encajes que ella sabía confeccionar. Pronto las muchachas de otros barrios llegaron a aprender. El murmullo de las voces juveniles, le cambió el tono a la zona.
            Un atardecer, sentada Nunila en la galería, vio bajar por la escalera a doña Santina, con su mejor traje de seda amarillo pálido, le tomó la mano y dejó en el hueco de ambas, una caja llena de joyas, que la muchacha nunca supo que existían. Luego le dio un beso en la frente y salió por la galería desapareciendo entre los jazmines.   

viernes, 29 de noviembre de 2019

LA COFRADÍA DE LOS ANIMALES.



La comadreja corrió por la orilla del arroyo Piráe y buscó al aguará guazú que se escondía del hombre para sobrevivir. No la veía por ningún lado hasta que se subió a una elevación del terreno. Avistó al oso hormiguero y le gritó la consigna. – ¡Reunión en el claro del monte ¡ - El sonido de su chillido se oyó en toda la zona. Emergieron cabezas de varios animales: el tatú carreta, el lobito de río, vizcachas de varios colores, algunos guasunchos o cervatillos, carpinchos curiosos y hasta una yacaniná ñata. Las aves volaron en todas direcciones para llevar el mensaje. El gato del monte necesitaba urgente una reunión en forma rápida. Los guacamayos ruidosos se elevaron en vuelos veloces entre los altos árboles de la selva. Todos tenían que venir nadie estaba excluido.
Así se reunieron para declarar que nadie tenía que salir de la selva para evitar al hombre. - Ellos, son malos y vienen a destruir nuestro mundo.- dijo el gato manchado, que veía como se estaba achicando la selva. –  Yo les aconsejo que merodeen sólo si no ven gente extraña, el hombre de la zona, sólo caza para comer. El otro, ese que viene de lejos, quema y tala los árboles y mata, por puro placer mata.- Y cada uno de ellos, salió a su madriguera para comentar con otros animales del bosque.
La noche cayó sobre la espesura y los ruidos de monos e insectos, atropellaban los matorrales con su sonido amigo. Todos cuidaban a todos, así se podría seguir viviendo en el bosque

jueves, 10 de enero de 2019

UNA EXPERIENCIA PARA OMAR.




            Imanne caminó por las calles desiertas a esa hora. Llevaba en su bolsa un atado de verduras para cocinar. Su anciano padre la esperaba en la puerta de la casa. Casi ciego, su único contacto con la vida era su hija que florecía en la casa avejentada por el tiempo, el sol y las lluvias.
            Se cruzó con Abdellatif quien la observó sorprendido. No estaba con su hermano esa mañana. No era correcto que comprara en el mercado estando sola. Ella se cubrió el rostro y apresuró el paso. No podía hablar por nada sobre lo sucedido a su hermano Omar. Esa noche un joven extranjero lo invitó a un lugar donde se juntaría con algunos muchachos de su edad para hablar y cuando despertó no había llegado aun a la casa. Le mintió al padre. El Profeta la perdonaría, porque no debía preocupar a su amado progenitor.
            Cuando llegó a la puerta de la casa lo vio. Estaba tirado como un saco de pasto seco entre los escalones que lo llevaban a su habitación. Abrió como pudo la entrada que chilló en los herrumbrados goznes y arrastró a Omar con energía hasta el patio. El padre la llamó. -¿Qué pasa hija?- Nada padre es que pesa mucho mi compra. Alá Misericordioso la perdonara.
            Dejó la compra sobre la rústica mesa y corrió descalza a levantar el cuerpo de Omar. Tenía un horrible olor a alcohol. Es una vergüenza que haya bebido. Si padre lo sabe lo castigará con su cinturón de cuero. Como una experta lo subió a la cama y se retiró. No se animó a sacarle la ropa. Ella era mujer y nunca le era permitido hacer algo tan perturbador.
            Salió a buscar a su vecino. Él, hablaría con su hermano cuando despertara. Abdellatif, se sorprendió cuando la vio parada junto a la ventana del negocio. Salió. Ella cubriéndose más la cara le contó lo sucedido. Un suspiro enojado le hizo mirar a los ojos de ese hombre que la llenaba de miedo. Pero la miraba con seriedad sin enojo.
            -Yo te ayudaré, pequeña.- dijo, para que tu anciano padre no sepa el pecado de su hijo. Llámame cuando sientas que ha despertado. Ella salió corriendo. Casi tropieza con el padre. -¿Hija qué pasa?- Nada, nada. Descanse pa.
            Al medio día cuando el perfume de las verduras y la carne de cordero hacían gala de su buena mano en la cocina, despertó el muchacho. Estaba mareado y parecía un espantapájaros. Se asomó a la ventana y le hizo una seña al vecino. Entró, éste en la casa, con un buen pretexto para no asustar al anciano. Fue directo al joven y lo tomó del brazo llevándolo hasta la puerta. –Sal mal nacido. Mira lo qué haz hecho. Tu pecado puede llevar a tu padre a la tumba.-
            Omar se arrodilló pidiendo disculpas, pero aun estaba mareado. Algo extraño le habían dado junto con la bebida. Fumó un cigarrillo extranjero que olía horrible y eso lo tumbó. Nunca más aceptaría una invitación de ese extranjero y de cualquier otro.
            Recordó la música que retumbaba en su cabeza y el ruido de las sandalias sobre la madera del café. Vinieron imágenes a su memoria, unas mujeres extrañas vestidas con ropa diferente a las chilabas y a las que usaban las muchachas de su ciudad.
            Sintió nauseas y salió hacia el huerto donde vomitó un jugo verde y maloliente.
Se sintió un poco mejor. Su padre olfateó el aire y entendió que algo malo había pasado.
            Abdellatif sacó al viejo con un cuento de mostrarle unos cueros que le habían traído del interior. Así, Omar se pudo esconder un rato. Se lavó y acicaló. Cambió la ropa y las sandalias que entregó a Imanne para que lavara. Luego comió un buen plato de cordero con verduras y pidió permiso para ir a la Medina a comprar un atado de cigarrillos. Fue una forma de alejarse. Su querida hermana, lo esperaba junto a la puerta con el padre sentado en un sillón de madera. Unos músicos pasaron tocando una hermosa melodía y el tamboril, los sacó de la angustia que sin saberlo compartían padre e hija. Cuando Omar regresó era el buen hijo de siempre. Alá los había bendecido, dijo el padre y la muchacha con lágrimas en los ojos, asintió mordiéndose los labios.




jueves, 11 de agosto de 2016

PARTE 2 DE ENCUENTRO EN PARÍS.


ENCUENTRO EN PARÍS 2

 

            Volver a la casa de Jean es para mí un delirio. No puedo aceptar regresar a mi juventud. Me odio y odio todo lo que significa verme como soy ahora. Un anciano con principio de Parkinson y la enfermedad maldita… ¡Mi amado bailarín! Supimos tan tarde de lo que se había incrustado en nuestra sangre y nuestras entrañas, nos castigaríamos con frenesí de besos y caricias tan sólo. Y hoy estar así expuesto a la mirada insidiosa de un grupo de inquisidores que si no lo saben lo sospechan.

Me han dicho que Maggy Piergge es una gran poeta y no soporto la poesía. Me han hablado de un tal Raymond Wynter que escribe las mejores críticas en los periódicos de Francia y Europa, y yo ya no necesito críticas y menos de cincos petulantes aprendices de periodistas.

Me esconderé en la fantasía de mi estereotipo. Todos creen que me visto como lo hago por excéntrico y me oculto de la voracidad de los estúpidos pseudo traviesos modernos.

Nosotros fuimos los que revolucionamos el mundo artístico del siglo. Ya está, ya estoy acá. Me siento en el sofá menos luminoso. A mi lado un petimetre con aire de sabiendo me observa. Me habla y no le respondo. No quiero. Me niego de desnudar mi alma en este hueco.

El champagne y las trufas están buenos. Los quesos también. El vecino sólo come unos “penne a la romana” que le trae Jean. ¡Me muero de rabia cuando veo que al pasar junto a un tunante español, se besan con pasión mientras acaricia a un efebo cariacontecido de pacotillas! Odio sus rostros juveniles y asoleados por el mediterráneo, su salud de hombres fuertes y sanos.

Me presentan al periodista que me observó como un endemoniado antropólogo. Es el crítico de Le Monde. Portugués por nacimiento pero inglés por origen. Me dice entre bocadillo y bocadito que su padre era diplomático. Que su abuelo inglés, se enamoró de una cantante de Fado y escapó de su hogar en la húmeda isla y se fue tras una hembra de sustancia, sensual y alegre. Nada tímida y que lo abandonó tan pronto nació su hijo que resultó ser su progenitor. ¿A mí me resbala o me tienta? Oigo sin escuchar o escucho sin oír. ¡Es lo mismo!

            La poeta se detiene y sale, yo quiero huir y me toma Jean para presentarme a sus amantes. Tomo el violín y comienzo a ejecutar un concierto casi inagotable de belleza. Mis manos se enredan en las cuerdas y rompo la hermosa copa. Jean exclama su dolor por la rotura, mas el sabe que es una forma de romper su corazón.

El crítico me parece inteligente, es viril y tranquilo. Me ha observado y habló poco casi nada, eso me sorprende y agrada.

Me habla de una vez cuando pequeño en la Ópera de París en el Carnaval… yo era un personaje joven e impactante. Le he dejado huellas. Ahora me habla de sus gatos. Yo los odio. Tiene un perro, eso me agrada, yo de pequeño tuve un gran perro y era mi juguete entre la espantosa marejada de odiosos tulipanes.

            Ha viajado mucho. Me habla en varios idiomas y no le pienso responder. Me voy, he visto a Jean acurrucado al españolito y al italiano como serpiente venenosa. No puedo despedirme, mis manos están ahítas de dolor y me puedo caer. Salgo con la cabeza en alto. Buscaré un coche para escapar de este martirio.

            ¿Por qué me seguirá el periodista? Acaso quiere ser mi amante… si no puedo dar nada ya, solo sería una penitencia o un delirio fugaz. Adiós, me dice y sube a un coche que lo espera y desaparece. Adiós alcanzo a murmurar y me pierdo en la neblina de París.

 

lunes, 18 de julio de 2016

VIAJERO


VIAJERO

 

Cabalgaba con  el brío de su fuerte espíritu atravesando la verde pradera. El sol golpeteaba su rostro y pequeñas briznas de pasto se hincaban en su piel como ínfimos alfileres vegetales. Ingresó al bosque que frente a él, lo invitaba a apurar el galope. Evitaba las ramas que sobresalían de los árboles y brezos, algunas pegaban en su frente cuando no podía evitar su roce. El gozo le hacía cerrar los ojos y minimizar el calor y el sudor le corría por la piel. Siguió apretando las riendas y gritando de puro placer, logró ver a la distancia el antiguo castillo abandonado, luego saltaron la valla y entraron en el campo prohibido de los añejos monjes cartujos. Aún se olía el penetrante olor del humo cuando fue incendiado por las hordas de vagabundos contrarios  a los clérigos. A la distancia escuchaba el ruido de las caballerías de los señores que defendían al rey. Atravesó un pueblo y la gente le gritó toda clase de insultos al romper sus toldos en el mercado, desparramar los animales expuestos para la venta y molestar a los parroquianos que bebían sus jarras de “ale” y manoteaban sus menguadas pitanzas domingueras. ¡Qué enorme placer! Sentía el aire sobre su cuerpo como el alegre murmullo de un aleteo de aves en vuelo.

-¡Vamos Jonathan, tenemos que continuar con nuestro trabajo!- La voz despertó su furia.

Las fuertes manos y brazos de su ayo, lo levantaron del antiguo caballo de madera y lo sentó en la silla de ruedas para alejarlo hacia el ventanal de la biblioteca.

Se esfumó el sueño y la alegría. Tomó otro de los libros de un estante y comenzó a leer mientras una impertinente profusión de lágrimas, empapaban su ropa.

El viejo caballo de madera, sintió un profundo dolor en el corazón. Él, soñaba junto al muchacho con una vida de verdad y esperaba ansioso cada viernes por la mañana que viniera el amigo a prestarle los sueños de mágicas historias de caballería. Se apagaron las luces y el silencio ocupó el salón. Jonathan, sabía cómo palpitaba el corazón del animal porque como el suyo, era idéntico.