AMIGOS ME VOY A UN ENCUENTRO DE ESCRITORES EN MARRUECOS. LOS VOY A EXTRAÑAR Y ESPERO AL REGRESAR QUE ME HAYAN EXTRAÑADO. LES TRAERÉ FOTOS Y CUENTOS Y POESÍAS.
VOY A PRESENTAR MI NUEVA NOVELA "SÍNDROME DE TRAICIÓN"
UN ABRAZO Y HASTA LA PRIMER SEMANA DE NOVIEMBRE.
viernes, 19 de octubre de 2018
VIAJERO
Cabalgaba
con el brío de su fuerte espíritu
atravesando la verde pradera. El sol golpeteaba su rostro y pequeñas briznas de
pasto se hincaban en su piel como ínfimos alfileres vegetales. Ingresó al
bosque que frente a él, lo invitaba a apurar el galope. Evitaba las ramas que
sobresalían de los árboles y brezos, algunas pegaban en su frente cuando no
podía evitar su roce. El gozo le hacía cerrar los ojos y minimizar el calor y
el sudor le corría por la piel. Siguió apretando las riendas y gritando de puro
placer, logró ver a la distancia el antiguo castillo abandonado, luego saltaron
la valla y entraron en el campo prohibido de los añejos monjes cartujos. Aún se
olía el penetrante olor del humo cuando fue incendiado por las hordas de vagabundos
contrarios a los clérigos. A la
distancia escuchaba el ruido de las caballerías de los señores que defendían al
rey. Atravesó un pueblo y la gente le gritó toda clase de insultos al romper
sus toldos en el mercado, desparramar los animales expuestos para la venta y
molestar a los parroquianos que bebían sus jarras de “ale” y manoteaban sus
menguadas pitanzas domingueras. ¡Qué enorme placer! Sentía el aire sobre su
cuerpo como el alegre murmullo de un aleteo de aves en vuelo.
-¡Vamos
Jonathan, tenemos que continuar con nuestro trabajo!- La voz despertó su furia.
Las fuertes
manos y brazos de su ayo, lo levantaron del antiguo caballo de madera y lo
sentó en la silla de ruedas para alejarlo hacia el ventanal de la biblioteca.
Se esfumó
el sueño y la alegría. Tomó otro de los libros de un estante y comenzó a leer
mientras una impertinente profusión de lágrimas, empapaban su ropa.
El viejo
caballo de madera, sintió un profundo dolor en el corazón. Él, soñaba junto al
muchacho con una vida de verdad y esperaba ansioso cada viernes por la mañana
que viniera el amigo a prestarle los sueños de mágicas historias de caballería.
Se apagaron las luces y el silencio ocupó el salón. Jonathan, sabía cómo
palpitaba el corazón del animal porque como el suyo, era idéntico.
SI HUYES, NO DEJES HUELLAS
Sí
puedes huir hacia el encaje de
escombros
como un ave rapaz en celo
puedes huir, dejando el aro
enmohecido de un reloj
sin tiempo
allí en la estepa dorada sarta de caras de una luna
cuyo reflejo muestra apenas una
lágrima
derritiendo un grito
Sí
puedes huir te digo
como una presa derrumbada entre
escoria de sueños
limadura de piedras afiladas
lenguas de ofidios zigzagueantes
que atraviesen la carne agujereada
allí, donde no quepa ni el odio
ni un sueño
Sí, puedes huir
por favor
no dejes huellas.
HOMENAJE A OLGA OROZCO
Olga Orozco: “Es como balancearse en el vacío....
“es
como envenenarse.....”
Cómo será la cera con que fraguaron
tu boca
si de ella van saliendo marejadas de soles.
Cómo será la cinta que dibuja tu
frente
si en la superficie escribo el
sabor de los nombres
que palpitan de pulpa frutada de
ciruelas.
Cómo será la piel de la cintura
estelar de tu cuerpo
si se enrosca con versos de prolongado vuelo.
Amanecerá quizás en la cabellera
suelta una danza
infinita de crepúsculos violetas.
Oscurecerá en los ojos de pupilas
inquietas
con perfume a naranjas calientes
de recuerdos.
Será como acuchillarse en las nubes
sedientas
será como amortajarse en los
capullos abiertos
será como extraviarse en las calles
desiertas
será como despertarse en el lecho
sin besos.
Será cuando me nombres con suspiros
ajenos
o cuando me convides tu risa
despareja
o cuando pase el agua por las
piedras del cielo
o cuando ronco para no gritar en
duelo.
FINALMENTE
Tengo que llegar
antes del viernes. Allá en La Quebrada
Angosta me espera ella. Preparé una mochila con lo
imprescindible en ropa, libros y documentos. No puedo imaginar la enorme
distancia que nos separa.
Mandé un correo
que no tuvo respuesta. Igual, aquel lugar está lejos de todo. Es un espacio
detenido en el siglo pasado y, aún así, siento que es un paraíso.
Ella escapó de la
urbe trajinada y hostil. Su inteligencia superior le permite hacer una faena
descomunal sin alienarse. Vive, y vive muy bien. Lo sé. Pero tengo que
responder su llamado.
Llego a la
central del Ferrocarril Oeste, espero unos largos minutos entre el ir y venir
de gente variopinta. Uso un simple pantalón de lona, zapatos de cuero rudo y la
chaqueta, que me dan un aire extranjero entre los transeúntes de los andenes. Con
el sombrero que me regaló un mister en Nebraska cuando realicé la tesis. Es también
de cuero. Artesanal. Tiene el lustre de mil manos y la grasa de mil dedos. El
uso lo ha deformado o, mejor dicho, lo ha transformado en un apéndice de mi
cabeza. Llevo el cabello atado en una larga trenza cayendo sobre la espalda.
Me siento en un
banco de madera gastada. Han labrado con una navaja un corazón flechado y
escrito “Nura y Zapotec se aman”. Los imagino. Nativos con ropas típicas,
apenas sedientos de regresar a su mundo en la campiña. ¿Habrán escapado de la
rígida mirada parental? Deben ser exiliados del hambre y la pobreza.
Deambularán por las calles enemigas. Igual que yo, solos en la gran ciudad.
Se acerca la
máquina chirriando sobre el deplorable metal. No es ni vieja ni moderna. Tiene
largo trecho por recorrer el país, hasta el final de su territorio insólito.
Estoy solitario y
subo al coche cama con el billete en la mano. Busco mis gafas y las incrusto en
la nariz para leer los números de cada compartimiento. Setenta y siete B.
Ingreso en la minúscula cabina. Olor a tierra y humo de carbón penetra mi
dilatado pulmón. Coloco la mochila en un
gancho y cuelga como una cabeza derrotada en la contienda. Pesa. Se zarandeará
contra los paneles de madera que recubren el cuartucho creando una sinfonía
espasmódica y molesta. Debo buscarle otro lugar. Corro la cortina de algodón
que esconde la cucheta. En un tiempo debe haber sido ocre. Ahora es impreciso entre amarillo mostaza y marrón. La
sábana que cubre el jergón está limpia, por suerte. Me inclino y siento que mis
músculos se contraen para ubicarse en el ínfimo espacio. Me desparramo como
puedo y espero. Cualquier viaje es una
espera sostenida.
Siento el fluir
de cuerpos que caminan y se mueven entre los cubículos. Pienso en ella. ¿Cuánto
tiempo ha pasado? ¿Tres años, cinco, una eternidad? Mis párpados se cierran
para recordar su figura. Tiene la estatura exacta de una garza. Cabello negro,
largo, lacio y brillante. La piel jubilosa de los treinta años. Ojos
inteligentes, inquisidores, a veces
serenos. Habla. Habla con expresión de gloria. Sedosa la voz envuelve su
cintura en láminas con mezcla de árboles y piedras. Alguna ocasión se confunde
con trueno, otras con agua de remanso, es una voz inolvidable.
Se abre la
puertezuela. Ingresa un hombre. Es un nativo intenso. Saluda apenas. Contesto
con un movimiento leve de cabeza Me desconcentra el olor a tabaco de la pipa.
Se sienta en la otra litera. Se descalza y deja un bulto en el piso.
Debe pensar que
soy extranjero. No me dirige la palabra, sólo hace alguna seña. Para indicar
que no quiere molestar. Yo sacudo la mano que parece transparente cerca de la
suya áspera y de piel caliente a sol y clima destemplado.
El tren comienza
a moverse como un gusano enorme que desplaza su vientre por el pedregal entre
los rieles. Un rumor desahogado murmura el trique traque y los silbatos de los
maquinistas con señales que sólo ellos conocen.
Me duermo. La
travesía es larga y no quiero socializar con el oscuro ocupante de la otra
cama.
No se cuánto
tiempo pasa entre mi sueño y el del hombre. El sol comienza a transgredir el
hueco tiñendo la madera con colores de celebración. El amanecer homenajea el
campo por donde transita el convoy y pasan los trigales y arboledas en el
humedal matutino, dejando una estela de pájaros gritando su voz de honrosa
fecundidad.
Nunca lo hubiera
imaginado. Me necesita. Me espera Es sobria y sensible, pero tiene una
fenomenal seguridad en sí misma. ¿Qué estará pasando? ¿Por qué me habrá
llamado? Me intriga.
Saco el libro que
compré ayer en El Ateneo. Lo hojeo y leo ligeramente sus páginas. Me detengo luego
en el título…”El Coraje de la
Verdad ”. Su autor, Michel Foucault, ese hombre que dictó cátedra
en las universidades de Europa y no pudo con su propia muerte. Seguro de que su
filosofía no le impide desentrañar el enigma de la existencia humana. Como los
grandes filósofos, buscó y rebuscó en el infinito misterio de la vida y de la
aniquilación del cuerpo. No creyó en el espíritu y se desmembró persiguiendo
una respuesta al verdadero sentido de ser y estar. De trascender después de la
decrepitud de la carne. Me introduzco en el texto que me agita. Me doblega.
El compañero de
cabina, me ofrece salir a comer o beber una cerveza. No le acepto. No deseo
dialogar. Se escabulle entre los compartimientos, entonces me atrevo y salgo en
sentido contrario. Encuentro un salón de lectura. Me siento en un sillón duro
en extremo, considerándome invitado a la lejana realidad de un entorno
surrealista.
Atrae mi atención
la mirada lejana de una estoica mora. Totalmente cubierta de negro, oculta
rostro y manos, observa por una hendija de su burka a quienes la rodean. Su
esposo, lee el Corán junto a ella. Parece una estatua de cera umbrosa. Muda.
¿Cómo puede vivir
aislada del mundo? Confuso alejo la vista y tomo té, que me acerca una azafata
que salió de atrás de una cortina. Inexplicable su aparición así. El marido de la árabe se percata de mi
presencia y se alejan. ¿Qué vida llevará esa mujer? Pienso en Foucault y su
discurso.
Regreso a mi
nicho sacudido por las curvas del terreno por el que se desliza el ferrocarril.
Allí, roncando, se desparrama el hombre que participa en parte de mi aventura.
Leo hasta que me aburre
pensar demasiado en la muerte. Miro por la ventanilla el paraje por donde se
agita la vida de un paraje de campaña. El tren se detiene Sube un puñado de
gente. Se acomodan. Luego iré a observar.
Mi celular indica
que tengo un mensaje. Es ella. Me espera en Estación Pedregal Sur. Me
sorprende. Tendré que descender antes.
Asombrado veo que
mi compañero ha sacado un libro y lee. Ensimismado en Umberto Eco con su novela
“El Cementerio De Praga”. Me despierta curiosidad y me largo a conversar. Sonríe.
Sin decir lo que piensa, demuestra que lo he subestimado.
Lamento haber
perdido la oportunidad de conocerlo mejor. Ya estoy cerca de mi destino. Es
antropólogo. Ha estudiado en Harvard y siento vergüenza. La charla se hace
amena y sesuda. ¡Mi maldita costumbre de dejarme llevar por corazonadas! Tengo
que cambiar.
Lo saludo, tomo
mi poco equipaje y dejo el vagón. Me estiro y observo la soledad que me rodea.
A lo lejos, corriendo viene Javiera, ella, con su melena agitada y su jeans
desteñido. Se abraza a mi cuello, me besa y deja un largo suspiro suspendido en
el aire.
-¡Gracias a Dios que viniste!- dijo. Caminamos por el desierto andén. El tren se va.
Javiera habla.
Habla y trata en un embrollo de palabras contar varios años de su pasado. Habla
del proceso creativo y sus proyectos. Del aislamiento en la estancia. De la pobreza de
La Quebrada Angosta ,
cuando enfermaron llamas y guanacos, con una rara peste que diezmó el ganado.
Su lucha. La insatisfacción de sentirse inútil frente a las contingencias
habituales de los vecinos. Cuando cierra la boca, cuando cunde el silencio
le digo: ¿Y Lautaro?
Comienza a llorar.
Convulsivos lamentos se apoderan de ella. Lautaro se fue hace cinco años. A los
pocos meses que llegaron a la villa. La dejó sola. Y una noche tenebrosa con
borrasca entró un hombre de la zona, alcoholizado, la violó. La dejó desmayada
en el piso. Sobrevivió al trauma. Nació Rucano. Un hijo que murió pocos meses
después.
Caminamos tomados
de la mano por una calle desierta. Al fondo hay una casa enorme y silente. Allí
vive. Cuando entramos me abraza y besa profundo en la boca. Me entrego a su
ardor y comprendo qué hago ahí. La esperé todos estos años. La amo. Mi cuerpo
se deshace en miel y sospecho que entro en un túnel infinito con memoria de
sueños y realidades. Javiera, Javiera te
amo tanto que no soporto este mundo de ceguera y tiempo sin luz ni sol.
-¡Amor por fin juntos! Amor mío te he esperado tanto…
Escucho mi pecho que derrama arlequines y pájaros dormidos.
RECUERDOS DE TURQUÍA
EN EL INGRESO A UN TEMPLO EN TURQUÍA LA FUENTE PARA HIGIENIZARSE ANTES DE LA ORACIÓN.
EN UNA EXCAVACIÓN DE LAS ANTIGUAS CONSTRUCCIONES ENCONTRARON ARETES DE ORO Y PIEDRAS PRECIOSAS QUE ATESORAN EN EL MUSEO. UNA MARAVILLA.
TROZO DE UN TEMPLO ENCONTRADO EN EL INTERIOR DE TURQUÍA. PERTENECE A UN MUSEO.
EN UNA EXCAVACIÓN DE LAS ANTIGUAS CONSTRUCCIONES ENCONTRARON ARETES DE ORO Y PIEDRAS PRECIOSAS QUE ATESORAN EN EL MUSEO. UNA MARAVILLA.
UN OTRO, EL HÉROE
Vivo en un
edificio enorme. Tiene cuarenta pisos y los elevadores, que son viejísimos, son
un espacio descabellado. Cada mañana debo saltar de la cama media hora antes de
lo normal, para poder llegar a usarlos. Siempre atestados. Siempre al abrirse
la puerta está lleno y la gente con cara enojada, porque tienen que ir a
trabajar. A veces me miran con desprecio. La mayoría toman el tren o viajan en
subterráneo hasta llegar a sus lugares de trabajo. La mayoría son personas que
en cuanto pueden emigran a zonas más
recomendables. Belgrano “R” o Flores. En fin yo no me puedo dar ese lujo. Sigo
acá con mi gabardina desteñida y mis zapatillas de segunda marca. En el diario
donde trabajo, ni me miran. Soy casi tan invisible como el chico que trae el
café o el que reparte los telefax. Igual yo sigo aprendiendo. Soy periodista.
Joven, sin trayectoria y como mujer, cristiana y sin ideologías extremas… no
existo. Pero eso es otro tema.
En mi edificio
vive gente tan dispar como en cualquier edificio de una capital importante
sudamericana. Antes no, antes era un edificio en el que vivían militares. Todos
del aire. Los que volaban en aviones de ultrasonido. Pero ocurrió que mi país
entró en “guerra” con… nada menos ni nada más que con El Imperio Inglés. He
leído todo. Desde lo escrito en diarios, libros de historia, de sociología y
política. Tengo grabado hasta los nombres de algunos, que para los de mi país,
fueron “idiotas útiles” hasta de los que en la “Gran Isla” consideran héroes de
guerra. He leído diarios donde se mofan, otros donde los enaltecen y otros con
diatribas incontables.
Bueno, cada
mañana cuando espero el elevador, en el fondo hay un muchacho moreno, usa un
bigote armado, delgadísimo y serio. Le digo “Buenos días” y sonríe y hace un gesto
amable, pero no habla. Siempre está solo. A veces, lo he visto salir apresurado
cuando una mujer joven espera ingresar al pequeño habitáculo con dos niños
pequeños. Una nena y un varoncito. La nena, sonríe igual que él. El varón es
muy triste y nunca sonríe. La mujer… ni habla, ni se ríe, sólo trabaja. Se nota
que lleva los chicos a un colegio cercano, público, porque no usan un uniforme
establecido. Ella sale casi como yo, corriendo sube a un viejo coche
destartalado y parte por calle Córdoba hacia el sur. Nunca pude entablar una
charla con ella. Se viste siempre de azul oscuro o negro. ¡Bueno las mujeres de
nuestro país somos de vestirnos con colores oscuros y lamentables! Así, han
pasado varios meses y años. Como siete años, diría yo. Hoy, la nena, me dijo
que se llama María Loreto, (¡pobre qué nombre que le han puesto!) me dio
charla. Este año cumple quince años y quiere ir a Disney, pero la madre no le
puede pagar el viaje. Su pensión de viuda, no le permite. Así supe que la mujer
es viuda. La “Lore” (como me dijo que le diga), me contó que igual ella no deja
de soñar, espera un milagro. Y yo le dije que no dejara de soñar. Así comenzó
una charla amable y les conté que trabajo en el diario y que vivo sola, que soy
del interior, etc., etc. La madre siempre callada y el chico solitario mira
hacia la nada.
Comienzo ahora,
por contarles que hoy, justo hoy cuando en la redacción trabajaba en un
reportaje a unos ex soldados de Malvinas, cayó en mis manos una foto. La foto
tiene cincuenta y cinco retratos de aviadores que lucharon allá; de todos los
hombres que murieron en la Isla
del Sur y casi me desmayo. En la primera fila, superior derecha, veo el rostro
del hombre que viaja con nosotros en el elevador cada día.
Cuando
al regresar hoy, Lore me mostró la foto de su papá, otro sofocón, el que me
mostraba es el mismísimo de la foto que ví esta mañana. Espero subir como todos
los días al ascensor, para saber si aun viaja con nosotros y ¿A dónde se
dirige? ¿Me animaré a preguntarle? ¡Qué oprobio no saberlo antes! Capaz que le
pida el milagro para que Lore viaje… ¿podrá hacer algo?
ADICTA AL ALCOHOL
"Esta
vez lo haré sin mezclar las pasas con el alcohol” – dijo la cocinera
mordiéndose el labio y miró por la ventana hacia el jazminero. El día jueves
anterior, había encontrado a Amiel debajo de los jazmineros del jardín bajo el
efecto de una terrible borrachera. ¡Esa mujer, su ama, estaba pasando una
terrible depresión! Cuando Javier se fue a
Punta del Este, ella se derrumbó. Cada mañana despertaba con terribles
jaquecas por la bebida, que desparramada en la alfombra, denunciaba su
impotencia.
La vieja cocinera tomó la determinación de
investigar con quién había viajado el hombre. Supo por Fermín, el chofer, que
lo había llamado el gerente de la empresa desde allí, el Uruguay, por un
encuentro con inversionistas chinos, que no querían ingresar al país. Así,
ella, Amiel, pensó que él, había huido con alguna fémina. Hizo unas llamadas
secretas al hotel donde se alojaba su muchacho (ella lo había criado desde pequeño)
y luego de una charla bien clara, se comprometió a hacer lo que debía.
Cada
día, Amiel, buscaba en cada rincón de la casona una botella sin encontrar nada.
Su samaritana, estaba despierta a las necesidades de la joven mujer. No fue
fácil impedir que bebiera. Era una adicta. El socio, Fermín, no malograba el
esfuerzo. Unos días más y llegaría el amante esposo. Era cuestión de resistir.
XENIA
Xenia:
ella era tan perseverante, que a pesar del peligro, se calzó las botas largas,
una vez más.
Miró hacia la
montaña y reconoció que la tormenta se avecinaba, perturbada tomó su poncho mapuche, ese que la
acompañaba desde que Horacio había partido la primera vez hacia la frontera.
Negros nubarrones cargados de nieve pesaban en las laderas. Bajaban los grises
sobre los riscos.
Comió un buen trozo de pastel, un trago de
cognac y se enfundó la mochila a modo de refuerzo, llena de jamón, queso de
cabra y agua, para llevarle apoyo al hombre. Él, la esperaría en el viejo
puente junto a los abrevaderos. Las llamas y las guanacas estaban en tiempo de
parición y no podían dejarse solas. El comprador europeo, llegaría en verano
para pasada la esquila, llevarse los vellones de mejor calidad a Milán.
El año anterior, habían sacado un muy buen
precio y las colecciones de moda en Italia, se regocijaban con la novedad de
esa lana fina y natural americana. La tormenta, con sus ráfagas de viento
helado, la tiraba sobre la agresiva senda. Siguió un trecho pero un tapiz de
nieve se iba acumulando. El frío le impedía continuar. Decidió regresar a la
cabaña. Horacio la estaría esperando ansioso. Era imprescindible que se
abrigara. El calor de la chimenea era una fuerte tentación. Pero... debía
volver a salir hacia ese destino previsto.
Ella era tan perseverante, que a pesar del
peligro, se calzó las botas largas, una vez más. y salió hacia la tormenta.
LAS NOCHES DE MUHAMMAD
La caravana atravesaba el desierto lentamente. Si la
sal les traería fortuna, más les darían en la feria del oasis por las tres
esclavas que compraran en Rasheah, donde
las vendía un viejo mercader yemenita. Cubiertas completamente por negras
burkas era imposible descubrir si eran bellas, jóvenes o viejas. Una larga fila
de mefíticos camellos dejaba una huella de excrementos que pequeños niños,
esclavos negros del sur, juntaban en corambres de cuero para prender fuego
cuando ya secos sirvieran en las tiendas para calentar el té. Al llegar la
noche, cada hombre luego de higienizarse
para orar, se sentaba frente una fogata a beber leche de camella recién
ordeñada. Los pequeños se apiñaban para recibir tortillas de salvado mezclado
con requesón de cabra. Única comida del día. Las tres mujeres, atadas con una
pesada cadena de cobre, recibían en sus manos azules llenas de míticos
tatuajes, algo de beber y tortillas de afrecho. No hablaban entre ellas porque
no se entendían. Cada mujer era de una tribu distinta. Sólo se escuchaba sus
quejas y lamentos que cesaron después que el viejo Hassam les diera un latigazo
a cada una. Así pasaron los días, con calor insoportable desde la mañana hasta
la tarde y con terrible frío en la noche, bajo las estrellas que se quejaban de
tanto lagrimear rocío helado sobre los lomos agrios de los camélidos.
Las tiendas desplegadas en la arena, eran una
litografía cincelada en piedra negra en la oscuridad. Un resplandor de fuego
escudaba con la humareda que impedía a la miríada de insectos y alimañas
acercarse. Las tres desgraciadas gemían por el frío que atravesaba el mugriento
harapo que las cubría. Ya no tenían lágrimas para derrochar y se pegaban una a
otra buscando un poco de calor humano. Uno de los pequeños se acercaba con agua
o té, para demostrarles su compasión de niño grande por su compartido destino
de esclavo.
Al amanecer, el ruido descargó su ira sobre los
rumiantes que a fuerza de látigo se puso en camino. Hacia el este se avizoraban
las montañas del norte de África por donde debían pasar esquivando la zona
donde el hombre blanco, colonos malvados, con los legionarios, masacraban a los
beduinos. Ellos eran bandidos de otra especie, de otras costumbres más claras.
Comerciaban con la muerte.
El canto del Sagrado Corán servía para darles un
respiro en el fatigoso camino. El calor comenzaba a golpear en la cabeza de las
desgraciadas. Una pertenecía a una tribu cuyo jefe siempre en pie de guerra
había tratado de seguir la caravana, pero el difícil camino entre las rocas y
el desierto impuso su rápido consuelo. Una mujer menos no era cosa de
importancia para él. La joven sangraba por dentro y por fuera. Su cuerpo de
piel oscura, tenía llagas que comían las moscas que por miles ponían huevos en
su carne abierta donde el cobre había hecho su tarea. El hedor les daba nauseas
pero no tenían alternativa. Un perro que acompañaba el grupo solía venir a
lamer las larvas y eso le daba un respiro. Les ardía el sudor en las heridas,
la sal que emanaba del sudor acre envenenaba cada una de las úlceras abiertas.
Una figura se acercaba, era un beduino, que envuelto
en su turbante azul noche, sólo mostraba la mirada de ojos profundos y
amenazantes. Levantó el tapiz que cubría parte de la jaula en que eran
transportadas. El camello, ante una señal del hombre se fue sentando. Cada
bamboleo del cubil, se despellejaban más los tobillos y el dolor era más agudo.
Las arrancó de un manotazo. Sobre la arena caliente sintieron nauseas otra vez.
No tenían nada en el estómago y la sed, les había deformado los labios y las
gargantas. Sintieron que una mano varonil palpaba sus huesos apenas cubiertos
por algo de carne. Un rugido partió de esa garganta. Ese, seguro era un jefe y
estaba muy airado. Vino un muchacho y con suaves movimientos las tomó, les
despojó de cadenas manos y piernas y las
acercó a un lugar donde había rumor de agua. El pozo. El guía protestó y
sintieron el chasquido de un látigo. El grito de rencor y dolor, llenó un
segundo el espacio. Una voz aflautada habló en yemenita y Layla entendió. Debes
bañarte pequeña y te daremos ropa limpia y una burka nueva. Luego habló en lengua berebere...
y Um le entendió. Finalmente fue Dahira quien comprendió qué hablaban. Cada una
a su tiempo fue transformándose en persona. Sus largas cabelleras limpias
enroscadas y su piel cepillada sin larvas de moscas. Ni piojos que les
aguijoneara las llagas.
Muhammad las hizo traer a su tienda, mostraron sus
cuerpos y su ira vibró en la piel.- Así
piensan vender a estas desgraciadas. Son ustedes tan inútiles que no entienden
nada. Las quiero conmigo, alimentadas y sanas.- Acurrucadas en a alfombra se agazapaban
tratando de entender al hombre. Hassam, trajo una fuente con cordero y
verduras. Él, les explicó que no comieran demasiado porque enfermarían. Así
fue, se abalanzaron sobre las fuentes y con sus manos comieron sin pudor. Al
tiempo corrieron fuera de la tienda a vomitar. Muhammad reía como loco. Llegó
un puñado de músicos. Dos üd, tres rababah, dos ney tocaban qásidah con bellísimos pasajes del
Sagrado Corán. El sopor las fue adormeciendo y cayeron sobre los tapices
profundamente dormidas.
Los cuerpos ayer tumescentes, hoy brillaban con los
aceites con que los niños habían
acariciado a las mujeres. Un nuevo día les trajo una luz de serenidad.
Dahira trató de mostrar a las otras desdichadas que pronto llegarían a un sitio
donde serían vendidas. Así fue que tras varias jornadas se oyeron los gritos de
otras caravanas que apacentaban cerca de un oasis en el desierto. Era un zoco
túrbido. Allí se mezclaban las joyas de oro del Sudáfrica, diamantes de Sierra Leona, marfil de Zambia, turquesas
de Irak e Irán y piezas de arte de todo el norte y centro de África y medio
oriente. Cosas robadas. Cosas legítimas. Cristales de Italia, porcelanas de Alemania,
seda de China y Francia, perfumes de varios orígenes. Piezas de plata de países
lejanísimos que habían viajado por tierra y mar durante largos días. Lo más
valioso... mujeres y jóvenes mancebos que se vendían como esclavos. Algunos
viejos pederastas, llegaban escondidos en sus chilabas y turbantes negros, para no mostrarse a los mercaderes con quienes mercaban.
Bolsitas de oro o diamantes, o jade y rubíes de Burma, pasaban subrepticiamente
de mano en mano. Todo se compraba y todo
se vendía. Nada era sorpresa para ellos.
Um, fue tironeada hacia
un pequeño escabel, donde subió y fue desnudada frente a un grupo de hombres.
Sus dientes blanquísimos y su piel cetrina con tatuajes tribales, atrajo
algunas miradas. La palparon, le abrieron la boca, le tocaron los senos y el
vientre. Ella escupió una mano que tocó su sexo. La golpearon con un azote de
cuero. Quedó inmóvil. La habían comprado. Supo que su destino ahora era un
hombre somalí. Fue cubierta pronto con una chilaba y un chador y recluida en una tienda.
Layla quedó en espera. Un
blanco que había llegado en un caballo árabe de un negro espectral, caracoleó
junto a su cuerpo desnudo. Tiró unas libras esterlinas de oro sobre la arena y
un petimetre de pelo anaranjado, le echó una capa blanca y la arrastró hasta un
potro color canela que esperaba cerca del pozo. Allí se quedó esperando su
futuro.
Dahira esperó impávida
que la buscaran. Nadie vino. El sol escapó por entre las dunas y las caravanas
se fueron dispersando. Evitó llorar. La noche alfombraba el frío desierto. La
tomaron con trémulas manos los pequeños eunucos de voz aflautada. Sin evitarlo
llegó ala tienda de Muhammad quien esperaba ansioso a la nueva esclava. Ella
alegraría sus noches. Calentaría su tienda y le haría temblar de placer en cada
minuto de pasión. Muhammad, no sabía que tras la caravana, a dos jornadas de
camello se acercaba Abdullah ib- Talah, el prometido de la niña, con su gente.
En la tienda los músicos
hacían resonar los tambores, üd, neys y rababah; mientras pequeños mancebos acicalaban a la muchacha. El fuerte olor del cordero
asado con menta y especies impedía olisquear el tufo de los jinetes que se
acercaban. La luna esgrimía preñez de oro sobre la arena. Un telar de hojas de
palmera, disimulaban los tapices de los toldos. Las patas de las bestias,
almohadillaban los médanos. Dahira sin temor esperaba. Esperaba.
GANARÉ...
Los acordes
celestes de la danza del trigo en la ventana
Un reflejo de
girasoles violetas que arrebaten mi duelo por la huída del sol
La sorpresa de
verte acodado en la rama del árbol de la vida.
Unos jilgueros
que se arman el nido con pétalos de flores amarillas.
Esa calle
empedrada con faroles que alumbran en la noche de tango.
La escalada a
una montaña señera cubierta de nieve azulada.
Tal vez, una
caricia perdida de alguna mano sin dueño
Una carta en
papel filigranado volando con el viento por el parque
Un vos y un yo,
que taciturnos paladeamos un vino tinto
Un abrazo
Un testimonio
que estamos vivos y queremos andar juntos hasta el mañana
Un adiós sin
culpa, una mirada, una escucha.
Ganaré, siempre
ganaré.
ESPERANZA
Comencé a desfilar con las garzas colgando de mi flanco
por el inhóspito universo de peltre,
el antiguo paraíso despoblado,
sin plegarias que elevaran el calor de los cuerpos de mármol
que se entintaran con besos calientes
con perfume de mar...de espuma agitada por el viento.
La campiña cubierta de espigas maduras y
amapolas rojas
recibiendo
mi corazón descarnado
mi esperanza.
Un poema se desliza de la techumbre planetaria
me abraza
me sostiene
vuelvo a ser yo misma con los sueños.
miércoles, 17 de octubre de 2018
INFIEL
Apesta el olor a fritura en la galería. Los visillos dibujan filigranas
sobre el corredor que lleva en damero a los fondos de la casa. Es vieja. Hace
calor y hay humedad. Las chicharras clamorean sus atractivos sexuales buscando
aparearse. Una modorra manifiesta se despliega en los dormitorios. Ventiladores
perezosos desdoblan sus aspas gastadas, con zumbidos de insectos invisibles,
sobre las sábanas de algodón que clarean las sombras. Hay perfume a clavo de
olor, canela y vainilla, mezclado con otro hediondo. Puro sexo. Vómito y
mierda.
Fantino yace semidesnudo bajo el sopor del vino y la cerveza. Ron
y cachaza, noche tras noche, amancebado con las busconas de Puerto Las Palmas.
Un vientecillo suave, mueve las cortinas de una puerta ventana, atrayendo aire
con hedor a río que se entrevera con aromas interiores de la casa. Aire que
espanta moscas y mosquitos que, en la oscuridad sacrifican, con su necesidad de
sangre, la grosera piel del ajumado moreno.
Temprano ha comenzado el ruido de
los carros que llevan la pesca y los mariscos al mercado. Los gritos de los
hombres que trabajan no lo despiertan de su interminable borrachera. Una
gallina atrevida ingresa en la habitación en penumbra y picotea el piso donde
hay restos mutilados de comida derrochada en la jarana. Nadie se atrevería,
como el bicho, a acercarse. Seguramente, un zapatazo sería la respuesta. Sin
embargo Nunila, escoba en mano, limpia el patio de tierra sacándole brillo al
polvo cerca del catre. La cadera sazonada sostiene la enorme falda, de algodón
blanco, que arriscada atesora su cuerpo mulatazo.
Las manos hábiles fabrican, para curiosos y extranjeros, metros y
metros de puntillas en las sombras de la tarde, cuando espera el grito de
Fantino que la llama. Odia esa voz. Odia al hombre. Odia el mundo y a las
hembras que venden su cuerpo a esos machos y al infame gordo alcoholizado. Su
marido. Está siempre tirado, pensando vivir sólo para copular noche tras noche,
incluso contra la voluntad del cuerpo que apenas se resiste. Grotesco. Inmundo.
Nunila fue bella. Morena de ojos claros y larguísimo pelo ondulado
con brillo de perlas negras. Creyó en él. Creyó que la sacaba del infierno
donde vivió hasta los doce años. Del rancho, donde cada hombre era más y más
bruto con el ron o la ginebra en su cuerpo infantil. Estaba allí, ahora, en la
semi oscuridad de la vieja casa que guardaba un secreto. Antiguo caserón con
estirpe de épocas pasadas, donde la riqueza relucía entre los marrulleros
comerciantes que traían oro y plata de las minas del interior. También
esmeraldas y putas.
Cada barco que atracaba era un escándalo en el puerto. Atiborrado
de mujerzuelas y borrachos. Gritos y peleas, que acababan en las zanjas con
sangre de algún infeliz nunca buscado por alguien.. Marginales. Para Puerto Las
Palmas no había una ley y, si la había, nadie sabía cuál era.
Nunila en silencio sobrevivía al horror de todo ese horror.
Callada, cocinaba plátanos fritos, marisco y pescado, arroz con cerdo y
especies. Nunca le dio ni una moneda, el Fantino. Nunca. Sólo vivía de las
manualidades. Pagaba a algunas rameras con los pocos billetes que conseguía de
los extranjeros que en el mercado, se enamoraban de los encajes que elaboraba
con habilidad de maga. Le daba dinero propio a las putas que tenían hijos
criados por abuelas del campo.
El áspero vino fiestero y
el alcohol de caña, lo traía Amancio —socio de su marido— que en realidad era
el dueño del burdel y de hembras robadas con engaño del interior empobrecido.
La casa era de la suegra.
La morena era fiel. Era Nunila la “mujer” de Fantino. Salía, con
el turbante entramado, que escondía el tesoro de pelo que usaba en una ceñida
trenza. Ronroneaba cadencia la pollera suelta que le cubría hasta el tobillo.
Descalza. Seria. No era igual a esas infelices que traían cada noche a la
bullanga.
A veces, se atrevía a los altos, por
la escalera desvencijada y entraba en la gran alcoba de la señora Santina, la
suegra muerta; y abría los cofres cubiertos de mantos de seda filipinos. Se
ponía uno de aquellos trajes de seda que fueron la gloria de la madre de
Fantino. Soltaba la cabellera. La sujetaba con peinetas de carey o nácar; y
usaba los aretes de oro y zafiros que escondidos en un pequeño cajón de la
cómoda, dormían en descanso de tiempo. Se transformaba en señora. En dama.
Caminaba sobre la alfombra de Persia. Se daba aire con el abanico de plumas de
ave del paraíso. El espejo le devolvía un fantasma. Gloriosa su belleza nativa.
Majestuoso su porte de reina. El preferido era el verde agua, con encaje de
Bruselas. Las enormes enaguas de lino aún conservaban la fortaleza del almidón.
Nunila parecía una pintura arcaica de la colonia moribunda. El
cuadro era de otro siglo. De otra vida. Después se desvestía, guardaba su
secreto y volvía al traje de algodón blanco y al turbante. Nada sacaba para sí,
su marido, si la atrapaba, le daría tantos palos como pelos tenía en la cabeza.
La señora Santina su suegra, esa que ella cuidó hasta la muerte y que nunca la
consideró esposa del hijo idealizado, no permitiría su travesura. ¡Si viera a
Fantino! Borracho todo el día, encamándose cada noche con una, dos y hasta tres
mestizas del puerto, cuando ella se encerraba en el dormitorio. Caería en otra
apoplejía como la que sufrió cuando supo que, su finado Evaristo, tenía una
manceba con nueve hijos por ahí, en las afueras del Puerto. Hijos que, por
supuesto, hizo desaparecer sin recelo de la zona pagando a unos matones sin
escrúpulos, antes de caer en esa inmovilidad que la desquició.
Después, con el tiempo, la mulata
tomó por costumbre pararse frente al cuadro de doña Santina para hablarle. Como
le charlaba en el lecho, mientras le curaba las escaras evitando que se
infectara. El calor era una molestia que irrumpía a destajo con toda clase de
bichos, casi invisibles, que picaban y mordían la piel dejando heridas.
¡Insectos infernales!
Otras veces, cuando le daba
de comer, la madre se negaba a abrir la boca y algunas lágrimas corrían por su
piel lechosa. Ella, con un pañuelo secaba una a una y le acariciaba la frente.
Igual, nunca la quiso. Nunca devolvió un gesto, una palabra, nada. Nunila,
bella mestiza, era hija incestuosa, tenía madre-hermana, negra y el padre
blanco y borracho empedernido de ojos claros. Por eso alardeaba la mujer de los
propios. Eran de cielo cambiante y, según se avecinaba una tormenta, mutaban en
destellos tentadores en una mirada profunda. Un día en la feria, tropezó con un
hombre que le dijo: ¡Hembra tienes ojos
de mar tormentoso! ¡Sí que eres bella, serías mía si te atrapo! Huyó,
dejando abandonada la cesta con la compra, sobre un mesón de madera en la
calle.
Provocada por la seducción de las palabras escuchadas escapó. El
hermoso extranjero trató de atraparla, corrió, pero lo evitó desapareciendo
entre los callejones malolientes del puerto. Después, lloró su destino. Entre
los paraísos en flor, lloró su suerte.
Al regresar una mañana a la casona,
un grupo ruidoso de gente; entre ellos dos vecinos que siempre la codiciaron, y
Amancio la esperaban. Algo extraordinario había ocurrido. Fantino salió
gritando por la calle. Cayó como partido por un rayo en las piedras mugrientas
de la acera. Balbuceó algo. Una espuma blancuzca le burbujeaba entre los
labios. ¡Nunila ayúdame! ¡Santina vino a buscarme! ¡Mamaaaaá! Luego,
dando un revolcón en tierra, quedó sin conocimiento. Los ojos en blanco y uñas
amoratadas como los labios. Fue lo último que se vio en él, antes de que se
hundiera en la perplejidad de la muerte.
Nunila con el señorío y silencio de
siempre, redujo todo a un sepelio corto. Sin ruido y sin llanto equívoco. Pocos
conocidos fueron para acompañarla. ¡Mejor!
Despachó con fiereza a prostitutas y
al Amancio. Los parroquianos salían disparando cuando les tiraba con lo que
tenía a mano. ¡Vuelvan a sus mujeres! Les incitaba. ¡Vuelvan a ser hombres de
verdad!
Una semana más tarde, limpió la
casa. Pintó con cal cada habitación, lavó y cepilló ventana por ventana, mueble
y piso, dejando que la luz de la vida regresara a la vivienda. Se transformó en
la dama que soñó ser. Con la tela de los vestidos de doña Santina se hizo ropa
a la moda de la época, se adornó el cabello con aquellas peinetas de la difunta
y habilitó el salón, para que allí, se aprendiera a fabricar encaje. Pronto,
las muchachas de otros barrios llegaron para aprender. El murmullo de las voces
juveniles, le cambió el estilo a la zona.
Un atardecer, estaba sentada Nunila
en la galería, cuando vio que bajaba por la escalera misia Santina,
resplandeciente con el traje de seda amarillo pálido, le tomó la mano y dejó en
su palma una caja llena de joyas, que nunca supo, ni Fantino, que existían.
Luego, le dio un beso en la frente y salió por la galería desapareciendo para
siempre entre los jazmines.
viernes, 12 de octubre de 2018
PERDIDOS
Recordó
un programa de National Geographic Channel, que había visto hacía un año en
televisión. Algo extraordinario ocurrió en aquella época. Llovió. Llovió sobre
el desierto, abundante agua, y el Atacama en pocas horas, como un milagro
esperado, se cubrió de flores y plantas que emergieron rotundas de la tierra
arisca. También habían salido a la superficie sapos, ranas y lagartijas, que
rápidamente se aparearon para perpetuar las especies; insectos que llenaron las
inusitadas corolas para polemizar los vegetales despiertos por el breve tiempo
húmedo. Mucho polen y rocío se esparció por el aire. Toda clase de animalitos
se dedicarían a multiplicarse; a transformar, en pocas horas, ese desierto
inhóspito en un paisaje inusitado.
Si cambiara ese paisaje espantoso,
el viaje no sería lo que era. Algo penoso.
Nadie debía sospechar que era el
único horizonte de su locura. No podía exponerla y exponerse al oprobio. Muerte
social.
Se ubicó en el
asiento atento al paisaje. Nada nuevo hubo desde allí en adelante, pero el
aguijón de la duda lo espoleó.
Relató detalles como si fuese el final de un
partido de fútbol, sin emoción.
Nadie supo qué fue de ellos.
Quedaron perdidos en el desierto.
Y...SIGO PERDIDA
Y
un día amaneció
la cordillera en llamas
un restaurado
violonchelo acuchillaba al viento
entre las
piernas de un enorme álamo incendiado.
No encontré las
huellas que dejó el unicornio del bosque.
Eras acaso tú?
Amor dejando
inolvidables
pisadas de gacela
besos calientes
con olor a durazno maduro
jugo de sol
chorreando sobre las piedras blancas
en el río
helado.
Desperté
perdida.
Estaba sola
entre la erguida pared de hielo
sitiada en la
roca transparente de un coloso
que susurraba en
el promontorio de piedra
una palabra celos
celos
celos del candor
con que amé. De mi inocente mirada
en los ojos
infinitos de la nada.
Dónde quedó la
promesa?
Sigo perdida.
EQUIVOCADO
El Víctor descorchó el último champagne y abrazó goloso a la Rubita. Ya no recordaba
cuándo la invitó a esa fiesta, pero estaba allí. Con el escote generoso
mostrando la piel morena, y un vestido escaso de tela en color rojo furibundo,
se contorneaba frente a su cara zorruna.
No era rubia. El peluquero había hecho maravillas para que luciera
así. No importa. La tomó por la cintura sentándola entre las piernas. Sintió
escalofrío. Esa mujer lo volvía loco.
Ella con una corta mirada sopesó el
salón, la ropa, los muebles y la vajilla, que había desplegado el hombre. Su
calva relucía con tanta luz y los ojitos, casi cerrados por el alcohol, la
desvestían con su desvergüenza de borracho.
A una seña de Ronaldo, se acercó a
la boca del tipo y lo provocó a un beso. Escapó a tiempo con un gritito
histérico y comenzó a cantar un bolero de moda. Él sollozó por el cuerpo
perdido. Ella escurridiza, lo incitaba con mohines teatrales. Era el candidato
preciso y precioso para timar. Cuarentón, soltero y con guita. El Ronaldo le
hizo un signo y alargó un pie desplazando el tajo del vestido que envolvía la
pierna. Un muslo fuerte y cobrizo, engolosinó al hombre que la manoteó sin
pudor. Cayó en un sillón, apoltronando el cuerpo apetecible en los brazos y
alargó los dedos rasguñando, agatunada, el rostro sudoroso de deseo. Acarició
torpe los senos de la hembra. Dio un salto, y volvió a cantar con voz de loba
en celo.
Había aprendido eso después de
escaparse de su casa. Allá en medio de fincas y huertas nada encontraba
divertido. Soñaba con las novelas que veía en la televisión y pensando que la
vida era fácil, una tarde de otoño, cuando un mantón dorado cubrió el verde,
huyó de lo que creía era una verdadera esclavitud. Una noche de tiniebla la
acogió. La ciudad la deglutió sin fantasía. No tuvo escapatoria. ¡Prostituta!
Eso fue. Era. Sería por siempre.
Un día de tormenta, la enganchó el
Ronaldo. Las contrató, a la
Pichaca y a ella para la fiestita de unos garcas. No sabía
qué significaba. Pensó que era gente con plata y sólo eso. No. También eran
degenerados. ¡Algunos de puta madre! Esa trasnochada, supo que iba a terminar
mal. Pero el Ronaldo fue bueno. Le pagó un fangote de guita y ofreció ayuda. Si
se portaba bien, claro.
Cada fin de semana había
una fiesta. Cada vez más podridas, con cocaína, crac y juegos pervertidos.
Aprendió a vestirse de otra manera, a pintarse mejor. Se tiñó el pelo casi
blanco. Frente al espejo se cantaba “La rubia Mireya” y se paraba como las
viejas actrices de los cincuenta. ¡Esas viejas sí que eran bárbaras!
Él se le reía en la cara,
el Ronaldo, digo, porque ahora en los brazos de ese gil, se sentía Marilyn
Monroe. A ella qué le importaba si lo timaban después, “Era el destino de los
lujuriosos”, leyó en una “Gente”. Y, si lo decía, Mirta Legrand era fija. Esa
noche, el Víctor después de varios morbos depravados, se durmió en su cuerpo.
Cuando despertó, no estaba ni la rubia, ni su dinero, ni los cubiertos de plata
de su abuela, ni las pieles de su difunta madre. ¡Todo se había esfumado como
en un sueño! No podía denunciarlos. En el Banco, la tele, la radio y el club,
hablarían de su berretín de andar con putas y travestidos. No, no podía.
Llegó la época de Vendimia, la
ciudad se llenó de turistas y de gente exótica. Las calles hervirían de patanes
cargados de billetes de todos los colores. Pero, esa noche no quiere salir.
Prende la tele y se queda pasmada frente a la pantalla. Comienza a llorar y la Pichaca la observa
preocupada. Algo grave le ocurre. Nunca la vio llorar así.
—Mirá, che, ésa que va en el
carro, esa bonita, la reina, es mi hermanita menor, la Lidia. ¿No es preciosa?
¡Ves qué cuerpo, qué sonrisa, qué chiquita! Si me encontrara, no creo que me
reconozca. Fijate cómo tira besos.
La compinche la abraza y llora
con ella.
—¡Si me hubiera ido en época de
cosecha, no estaría tan lejos!
De pronto, en la pantalla, la imagen del Víctor enfrenta a los
televidentes abrazando por la cintura a la niña. Lo muestran como un galán
atrapando el cetro que tiene la
Lidia en la mano. Él está junto a su muñeca haciendo un
reportaje para el canal en el que trabaja. La niña inocente sonríe...
CUENTO DE FÚTBOL
Las chicas no
juegan al fútbol, dijo seria la Yolanda. Es
de poca clase y deben ser muy delicadas en el trato entre ustedes y con las
otras chicas. La miraron raro. Ella, las hermanas Esperanza, venían de un
pueblo donde el “potrero” era el lugar donde
juntaban todos, pibes y pibas, gordas y flacas, altos y petisos y ahora
en la ciudad, donde les dieron el departamento en el edificio nuevo el Intendente,
estaba la cancha armada sólo para los varones.
Esa idiota, la Yolanda , era la secretaria
del Intendente, medio nariz parada, medio melosa.
Los domingos
para ir a ver el partido, el padre no las podía llevar. Eran un ómnibus, un
tren y otro ómnibus de ida y luego en el regreso otro tanto, mucha plata y
tiempo para llevarlas.
Cuando volvía
les relataba detalladamente los planteos del D.T. en cada jugada y ellas se
imaginaban que jugaban con ellos. ¡Su sueño se iba muriendo de a poco por las
tardes de otoño! Lali se puso medio de novia con un pibe hermoso. Era alto y
musculoso, de voz grave y mirada soñadora. Él, odiaba el fútbol, decía que era
deporte de “grasas” y entonces comenzaron las peleas. La Lali era buena en la cancha,
allá en Pico. Pero no podía salir de nochecita a patear en la vereda porque
quedaba fulero.
Etelvina se hizo
amiga de dos pibes, eran como de su edad y bien plantados, buenos para hacer
jugar la pelota entre las piernas y el cuerpo, y los brazos y la cabeza. ¡Eran
muy cancheros y la hacían de goma! Pero, su mamá les aconsejó que no salieran
con ellos a jugar en la calle, no quedaba bien.
Abril, la del
medio, se animó y le propuso al padre ir a la municipalidad y preguntar si no
había una forma de armar un equipo de chicas que jugaran futbol. La tal
Yolanda, puso el grito en el cielo, pero como venían las elecciones, el jefe,
dijo: ¡Sí!
Se armó una
lista de aventureras y se formó la “Liga Juvenil Municipal de Mujeres de La Central Sur ” y allá comenzó el
torneo. Un partido, un triunfo, otro partido otro triunfo. Al final, comenzaron
a llegar periodistas de la radio, del diario y ya las reporteaban. La Lali se peleó con el novio y
jugó, y pateó con todo y ganó. Un día nublado, frío y con una tormenta en
cierne, llegó un auto negro con vidrios polarizados. Bajó un hombre rechoncho y
pelado. Con un toscano en la boca y las manos en los bolsillos del sobretodo.
Miró casi todo el partido. Se fue. Al día siguiente el Intendente las hizo ir a
las tres al municipio. La
Yolanda estaba más seria que vaca que va a parir un ternero.
Y el “Tipo” les propuso jugar en la liga femenina mayor. Les pagarían un montón
de billetes y les daban estudios y casa
con todo.
La madre furiosa
les prohibió y el padre se refregaba las manos. No necesitaba más levantarse a
las cuatro de la mañana para ir a la
Feria y cargar bolsas. Así es que entre retos y disputas las
Esperanza, partieron para la capital y terminaron siendo una leyenda.
UN NIÑO ABANDONADO
Nació con la misma suerte de un
relámpago.
Débil estertor del almanaque
produjo un enorme ruido y
su luz irradió lágrimas suspiros. Nadie. N.N. es
sin nombre
sin destino.
¿De qué nube insurrecta nació el
niño que cayó como estrella fugaz
en la oscura soledad de una cuneta?
Luego desterró la indiferencia
almacenó sediento el pecho ajeno
que manó dulces besos blancos y calor
para su cuerpo helado.
¿Cómo será el rostro de ese
sangriento túnel hueco que derramó
su vida indiferente?
¿porqué el sonido del corazón que
palpitó en el oscuro sello del vientre
no es hoy el que lo acune
el que cobije su cuerpo pequeñito?
Caparazón de humo llanto fuerte
capaz de anunciar en nombre de la
vida
su existencia el derecho de Ser
su derecho al amor
a la caricia blanda y perfumada
a la leche tibia de su teta
ausente...
Sorprendido
despertó en el helado nido de
plástico y papel de diarios viejos.
Su manito temblando en la boca
inicial de agudo grito
intentando remedar la idea
primitiva
de una madre ausente a su madre esquiva.
Y amaneció
en los brazos del sol caricia tibia
encontrará el amor esperanzado en
otra matriz ansiosa de dar vida.
RECUERDOS DE CUBA
UNA IGLESIA CLAUSURADA POR EL GOBIERNO CUBANO, RECUERDA LAS ANTIGUAS IGLESIAS DE LOS JESUITAS CUANDO FUERON EXPULSADOS DE MI PATRIA.
LA FAMOSA ORQUESTA DE CUBANOS QUE HA RECOPILADO LA MÚSICA DE SUS MAYORES. UN PLACER OIRLOS Y VERLOS BAILAR Y CANTAR.
HERMOSO EL CAMPESINO POR LA RUTA TRANSPORTANDO SU VACA LECHERA.
LA FAMOSA ORQUESTA DE CUBANOS QUE HA RECOPILADO LA MÚSICA DE SUS MAYORES. UN PLACER OIRLOS Y VERLOS BAILAR Y CANTAR.
HERMOSO EL CAMPESINO POR LA RUTA TRANSPORTANDO SU VACA LECHERA.
ENCUENTRO
Cabalgo en la cuesta redondeada de
toda la inmensa maravilla
el río quieto
bravío a veces
los lapachos florecidos sin permiso a destiempo
los pájaros sedientos de luces acostadas
de un sol insolente de verano intruso
el hombre con su voz melodiosa de guitarra
en un chamamé de
estrellas verde fuego
el botero con sonido de remos y chasquido
río abajo jangada
imaginaria tacuara movediza
remolino fresco entre los matorrales brillantes de
arañas en su tela como enjambres y
una sola palabra
entre amigos
mate amargo de sueños mano en mano
el muchacho
fingiendo asombro ante el asombro
de un abrazo entre tinto - asado - tinto – blanco – asado -
tinto
ojos enormemente
abiertos al amanecer del canto
payé de entretenidos
de enamorados de pasiones
la poblana milagrera de historias familiares
esperando en su vientre de arena blanca
nuestro retorno derribador de mitos de viejos anatemas
el romance del viejo que escapó apasionado
la muerte prematura
el miedo la
codicia de amores la guitarra el canto
encuentro sólo encuentro.
LA SOMBRERERÍA DE LA ALAMEDA.
En la tienda de Israel Blisman se colocó un
cartelito que decía: “Se necesita sombrerera”. Pronto fue necesario sacarlo.
Llegó hasta allí, una muchacha frágil, de nombre María de la Consolación Fernández ,
quien fue contratada de inmediato. Se sentó frente a una mesa de roble lustroso,
para armar sombreros todos los días, con el mismo entusiasmo de quien crea una
obra de arte. El cabello oscuro y sedoso, los ojitos marrones como ratoncito
asustado le daban un aire de muñeca de trapo; pero, día a día se fue haciendo
imprescindible para el viejo Israel. Cada mañana cuando arribaba, se sacaba
unos horrorosos guantes verde brillante, colocaba su sombrerito de topé negro y
su abrigo de pésima confección, en un enorme perchero. Poniéndose un delantal
de griseta. comenzaba la tarea. Al ángelus se persignaba y rezaba, pues,
educada en la “Misericordia”, sus oraciones eran impostergables.
Una
tarde sonó la campanilla del cancel y asomó la enorme nariz un joven. Era
Moisés Swoulesk, sobrino del dueño de casa. Los enormes ojos azules de Moisés,
penetraron los dos puntitos marrones de la muchacha y se desplazaron airosos en
su alma. La carraspera furibunda de Israel, interrumpió el descascarado
contacto de miradas. Moisés comenzó a saludar mientras se sacaba la kipá y se
acomodaba los peiots entre las orejas, que llenas de sabañones, parecían dos
floreros. María de la
Consolación siguió cosiendo las cintas de seda en los
sombreros. Observaba asombrada el cuerpo masculino del recién llegado. Los
fuertes hombros indicaban una gran personalidad. Moisés ingresó en la
trastienda donde comenzó un diálogo con la tía,
en el idioma de los viejos, incomprensible para la muchacha. La
conversación subía de tono y llegaron a gritar. Ellos hacía años habían huido
de Polonia y se habían instalado en ese barrio conspicuo de Mendoza. Cuando
salió saludó amablemente deteniendo su mano en el hombro de la joven, pero la
mirada torva de Israel, ya se sabe, el tío, lo hizo que la retirara rápido.
Salió apresurado, haciendo caer un maniquí con un sombrero de plumas azules.
A las
ocho y media de la tarde, la sombrerera se colocó el suyo, el abrigo y se
envolvió las manos en los guantes verdes. Sacando de su bolsillo unas monedas
salió, saludó brevemente y cruzó la calle. La parada del tranvía estaba casi en
el frente de la vidriera del negocio. Se apostó al lado de la gente, que como
ella, esperaba. Subió saludando al boletero, conocido ya, que le dijo un
piropo. Junto a ella, casi inadvertido, ascendió Moisés, quien a empujones,
buscó sentarse junto a ella. La sorpresa fue mayúscula para María de la Consolación. Quedó
muda. Él, comenzó a charlar. “Buena y
mansa como fruta madura”, era la mujer que soñé. Pero cuando llegaron a la
parada del tranway, que estaba a tres cuadras de la casa donde vivía con sus
padres, los nervios la traicionaron. ¿Qué diría el padre tan exigente y celoso?
Llegaba con un joven extraño, con rulos que caían sobre los hombros y con un
sombrero negro que le oscurecía el rostro.
Caminaron
hasta la verja y él, abrió la portezuela dando paso a su esperanza. Ella,
trémula, puso la llave en la cerradura y sintió que dentro de su casa, se
crearía un escándalo. Su padre leía “La Libertad ”, el vespertino, sentado en el sillón
junto a la única estufa que poseían, y su madre, en la cocina, manipulaba
platos caseros. Un perfume de lentejas con panceta y chorizos colorados, les
propinó un golpe bajo. Sabía que a los ortodoxos judíos, les está prohibido
comer alimentos con cerdo. Don Israel, se lo había contado. Por lo que
esgrimiendo una excusa le pidió que se fuera. Él, le besó la mano a la madre,
le dio una palmada al padre y se demoró en la piel del los dedos lívidos de la
niña. Un guante, sacado con apuro había rodado sobre la pequeña alfombra y él,
lo había tomado. La kipá se había deslizado de la cabeza y ella en un intento
de evitar comentarios la alzó. Salió Moisés apurado. En la manito de la
sombrerera quedó aquel símbolo de su enamoramiento. Antes de partir, en la verja, Moisés le tomó
el rostro y la besó, con ternura y pasión, diciéndole palabras de amor.
Cuando
llegó al negocio, al día siguiente, el patrón la miró esquivo y no esperó comentarios.
Moisés no volvió nunca. Ella esperó. La señora Rebeca le contó el secreto; le
dijo, que después de aquel día a él, lo habían obligado a viajar a Buenos
Aires. Se había casado con una muchacha de Villa Crespo, heredera de una gran
fábrica.
Los años
para ambos fueron atravesando sus historias personales. Interesantes para él.
Apenas relatables para ella. Un sin fin negocios y vivencias diferenciaron sus
vidas. Él, creó un pequeño imperio económico. Una familia obediente y llena de
viajes por el mundo, que llenaban de alegría el rostro del hombre padre. Su
bella casa en donde se festejaban los recuerdos, Bart Mitz Bat y Años Nuevos;
brillaba con el color de una familia con esperanzas en la inteligencia de los
hijos que llegaron a completar las expectativas de los ancianos abuelos.
María de
la Consolación ,
siguió en su ensoñación dando todo de sí. Cuidando a sus padres y los siete
sobrinos que alegraban el pequeño hogar obrero en la tierra de los sismos.
Callada y simple como un pajarito de campo cantaba en su mesa de trabajo, sin
cambiar su peinado ni su figura delgada y pálida.
Cuando Moisés camina por la calle Canning o
cierra algún negocio difícil, saca y acaricia un pequeño y horroroso guante de
lana verde brillante. Recuerda a la bella cristiana que iluminó su juventud y
el sueño de un amor verdadero.
Ella en el corpiño tiene una pequeña kipá con
una dorada estrella descolorida. Y cubre sus canas con el viejo sombrerito
negro de topé, que él le sacó una noche, antes de darle el único beso de amor,
que recibió de un hombre.
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