lunes, 29 de abril de 2024

UN MINUTO QUE CAMBIÓ MI VIDA

 

 

            Un viento helado atravesaba el barrio. El tiempo de vacaciones arrebataba a los pocos transeúntes las ganas de andar. Todos se hubieran querido quedar en su casa y descansar, pero siempre hay gente ocupada. Clarisa se vistió con poca dedicación ya que entre el frío y el viento, no sólo se arropaba, más bien se disfrazaba. Era extremadamente friolenta. Cómoda, le decía su mamá cuando aun vivía con sus padres. Pero ella que ya no era una joven adolescente, hacía caso omiso a su presión. La mujer quería verla vestida como las jóvenes de las telenovelas.

            Buscó una bolsa de la alacena y sacando la llave de una pequeña percha que servía para no perderlas, cosa que le ocurría seguido, salió. Un ráfaga helada la traspasó. Haciendo un esfuerzo para no volver, se alejó hacia el supermercado. Allí la temperatura era agradable. La joven que la atendía siempre en la panadería, le sonrió y con voz cómplice le dijo:- Aquí, Clarisa, están sucediendo cosas raras. Fíjate, que esta mañana oí al señor Charles gritar en un idioma que nadie comprendió.- y se ocultó tras el mostrador haciendo un ademán de silencio.

            El hombre, dueño desde hacía sólo un año más o menos, se acercaba con el rostro adusto. Sus ojos orlados por negras ojeras, parecían pintadas por un artista del oriente. Masculló un saludo para Clarisa, que siempre le hablaba amable y se alejó por entre las góndolas. Desapareció tras una pequeña habitación en la cual vivía.

            Clarisa, se proveyó de facturas y pan roseta. Luego fue hasta los lácteos y buscó leche sin colesterol para su abuela que vendría el próximo lunes, queso magro y manteca. Siguió por el café, sacó unas cajas de té y un paquete de yerba mate, ya que esa tarde venía su prima Isabel a copiar unos temas de la computadora. Era una adicta al mate, Isabel, y en su casa no, sólo de vez en cuando su papá bebía en saquitos o si lo cebaban bien tomaba tres o cuatro mates. Por eso ella no bebía esa infusión. Luego, cuando iba a pagar, observó que el señor Charles se acercaba distraído. Cuando de repente, vio por la vidriera que un automóvil oscuro se detenía y de él, descendían cuanto hombres envueltos en gabardinas negras. Se puso muy pálido y trató de esconderse, pero era tarde. Los extraños personajes lo habían visto y apuraban el paso. Entraron y allí mismo esgrimiendo un arma cada uno, le hablaron en un raro idioma que Clarisa, nunca había escuchado. Fue un minuto en que todo cambió.

            Ella trató de interponerse haciendo que no comprendía, como para ayudar al señor Charles. Éste, le dio un fuerte empujón que la hizo caer. Eso evitó que un proyectil, le atravesara el pecho o la cabeza. El tiroteo fue corto, cortísimo. La poca gente que compraba,  gritaba y corría asustada. Los repositores y las cajeras estaban sudando en el suelo. Nadie pronunciaba una palabra, cuando los hombres salieron, ascendieron al coche y huyeron por la calle Los Patos, doblando por Río Azul. Clarisa, se acercó a Charles que murmuraba en un idioma extranjero. Asido a sus manos le suplicó en un tosco castellano entrecortado, que llamara a un número que su mano temblorosa le tendía. Un hilo de sangre le corría por el brazo, y su pecho se iba coloreando lentamente. Una vez que todos se tranquilizaron, tomó el papel que le daba el herido y marcó un número. En el mismo extraño idioma, le hablaron. Ella en un perfecto inglés escolar, le explicó como pudo lo sucedido. La persona que estaba del otro lado dio un rugido de dolor y en inglés le pidió que no llamara a la policía. ¡ Algo extraño estaba pasando!

            Clarisa, trató de deshacerse del compromiso, pero el señor Charles se había aferrado a su pantalón y así no se podía mover. Llegó una ambulancia. Alguien desde un celular la había llamado. Los paramédicos y el médico sacaron al hombre urgentemente del negocio y con el ruidoso movimiento de luces y alarma, hicieron que se aglomerara el gentío. El médico, distrayendo a la gente le habló. Creyó que Clarisa era pariente o empleada del moribundo. Debe acompañarnos al hospital. Y la empujó hacia la ambulancia. Los empleados trataron de salvar el error pero fue inútil, ella ya estaba junto al camillero.

            En el nosocomio, sacaron rápido las órdenes y lo ingresaron al quirófano. Él seguía  murmurando en  idioma extranjero. Un joven residente se acercó a Clarisa y comenzó a hablarle en el idioma, ella le explicó la confusión. El muchacho sonriendo, le habló en español. Es árabe. El hombre debe ser sirio o libanés. Mi abuelo, me enseñó el árabe de niño y ahora lo hablo cuando puedo. ¿ Siempre es útil, verdad? El rostro de Clarisa era un bosquejo. Estaba perturbada y se había involucrado sin querer en quién sabe qué problema. Pensó en Bin Laden, en las Torres y los atentados, en Hezbollah y cayó desmayada. Ella estaba inserta en una emboscada de los terroristas.

            Un grupo de jóvenes médicos se habían acercado a socorrerla. Les habló, pidiendo que llamaran a su padre. Así lo hicieron y en pocos minutos toda su familia estaba allí.

Aunque el hombre del teléfono le dijo que no llamara a la policía, al mismo tiempo que su familia, llegó un inspector y comenzó a interrogarla. Sólo explicó que ella era una clienta y que había quedado en medio de todo ese tumultuoso suceso. No dijo que había hablado por teléfono con alguien y que le pidieron discreción. Salió del hospital, pero se dio cuenta que no le habían creído. Llegó a su departamento y descubrió que en su bolsillo estaba el papel con el número de teléfono que le diera Charles, que se llamaba Ibrahim y era refugiado árabe. Su terror, la hizo pensar que ahora vendrían por ella. Llamó a su amiga Georgina. Ella era abogada y la podía ayudar. Le pidió con tanta desesperación que fuera a su casa, que la joven, tomó un taxi y llegó en minutos. Cuando le relató lo sucedido, se quedó pensando un rato. – Debes ser astuta, nunca consientas que tienes ese número. Escóndelo. Cambia tus rutinas todos los días. Verás así, si te siguen los malos.

            En la T.V. relataban el hecho, como un asalto más de la inseguridad que vivía la gente en el país, otros clientes del supermercado relataron el hecho con variedad de acciones. Cada uno le agregaba un matiz diferente. Al día siguiente ya se relataba otro suceso parecido en un supermercado chino, cerca de Belgrano y así, día a día se fue diluyendo lo acontecido. Clarisa le pidió al padre que fuera a averiguar en el negocio, qué había pasado. Todo estaba en orden, sólo que aun Charles o Ibrahim, no había regresado, pero había llegado un primo y su esposa desde la capital, para hacerse cargo. Tranquila, comenzó a olvidar lo sucedido. Una tarde que fue al supermercado, sintió que la mujer, envuelta en un traje típico, la miraba insistentemente. El hombre también, no le sacaba los ojos de encima. Cuando llegó a la caja para pagar, la mujer, le tomó la mano y la invitó a que la siguiera hasta el pequeño despacho detrás del negocio. Tuvo un ahogo de miedo. Le sirvió un té y mientras lo bebía le preguntaba si recordaba el número de teléfono al que ella había hablado aquel fatídico día. Comenzó a sudar. Trató de no mirarla a los ojos. Eran negros, grandes, expresivos y rodeados de kohol. Indagó en su memoria y dijo. – creo que era algo así como ...419...creo que tenía un cinco. No recuerdo. Yo estaba muy nerviosa y me lo iba dictando entre sus ruidos agónicos, porque se moría, le juro que don Charles se moría. La mujer la estudiaba. Entró el hombre. Se presentó como Mohama Alí y no le dio la mano. Eran muy religiosos, eso se notaba en sus ropas y ademanes. Les volvió a relatar la historia, haciendo hincapié en que con el miedo y el manotón que le diera don Charles, ella no había visto la cara de los hombres. El primo le indagó si recordaba qué auto era y si vio la identificación en la chapa. Negó rotundamente. En verdad ni se había fijado. Sólo recordó que era oscuro, grande y hacía ruido y chirridos al escapar. La despidieron con mucha ceremonia. Salió casi corriendo y al llegar a su casa se encontró que alguien había entrado y había revuelto sus papeles. Clarisa llamó a su padre y le pidió que la ayudaran a mudarse. Realmente allí estaban pasando cosas raras y ella no quería terminar en la morgue. Un sobresalto le produjo el sonido del teléfono. Una voz con acento extranjero le pedía una cita. Ella se negó. Cortó la comunicación y comenzó a prepararse un bolso con ropa y libros. Así dejó su amada casa de estudiante. Fue a vivir a una residencia universitaria cerca del complejo de la facultad de arte donde daba clases de escultura y pintura.

            Un mes después, su vecina le avisó que su casa había sido saqueada, que habían cerrado el supermercado y que se murmuraba, que en el hospital, habían asesinado a Charles. Ahora, el pobre, estaba en la morgue, esperando que alguien reclamara su cuerpo. Clarisa se persignó y comenzó a buscar en Internet una beca en el extranjero. Su vida dependía del reloj.  

UN ÓLEO ANTIGUO

 

Hermenegildo Gueraldez Paxoa bajó por el río en el “Homero”, por pedido de la familia Romero Santos. La nao era un falucho desvencijado. Ruidoso y pobre. Cuando arribó al muelle del Rosario, lo esperaba una volanta. El cochero, hombre de pocas palabras, tomó su bolso y sus petates. Chasqueando el látigo partió hacia la estancia. Tras unas horas de silencio, roto por el jolgorio de las aves, vio la arboleda y los techos. La casa era grande. Lo esperaba la gobernanta con un mensaje de sus patrones. Regresarían en dos días de Asunción.

La cena opípara, le fue servida en la habitación. Pronto se despeñó la noche y el sueño entró como un fugitivo en su espíritu. Se durmió.

Tras la corta espera, arribó la familia. El padre comerciante en ganado era próspero y alegre. Doña Saturnina, la esposa, en el rictus, mostraba ser quien llevaba las riendas y el coraje. Cinco muchachos y tres niñas, revoloteaban entre la algarabía de perros cazadores. Su tarea, dijo la señora, será retratar a mi esposo y a las niñas.

Comenzó con Don Augusto. Cada sesión fue descubriendo el carácter bondadoso y suave, que transformó su óleo lentamente. Siempre dibujaba en escorzos duros rostros de caballeros enérgicos. Pasaban a la historia como rígidos y sobrios.

                Con ese hombre fue imposible. Sus ojos destilaban amparo. Una luz de ternura penetraba su piel y sus pupilas. Ni hablar cuando entraba Clementina, la hija menor. Una cofradía de sol inundaba la cara. Don Augusto, escribía en sus ratos de ocio. ¡Un poeta! Saturnina, despreciaba su verba y rezongaba. Igual, las niñas se encargaban de escuchar las largas odas que recitaba con voz engolada el padre. Los muchachos, se dormían, jugaban a las cartas y peleaban sobre quién seguiría manejando la estancia.

Hermenegildo comenzó a participar de las comidas de las noches junto a la chimenea y, de largas caminatas, invitado por Don Augusto. Supo así, cómo había concebido la compraventa de animales traídos desde Holanda y mestizados. De carne noble, se salaba en el puesto junto al muelle del río. Salía en barcos hacia Europa, teniendo varios compradores y destinos inciertos para él. Su esposa, llevaba los libros y recibía a los banqueros que traían libras esterlinas y otras monedas que cambiaba por oro.

El retrato estuvo listo y cuando lo pudieron ver, un suspiro amoroso, salió de cada boca. ¡Ese era el padre, el mejor hombre, el muy amado por sus hijos! Sobre la pared del salón, quedó enmarcado en oro y plata. Una luz especial, iluminó la pintura.

Le tocó primero a Guillermina, que con sus dieciséis años, ya era una mujer para los padres. No aceptaban aún su crecimiento. De cabellos oscuros y ojos celestes, tenía asegurado una boda excelente. Era fuerte. Lectora incansable de obras clásicas y poco amante de labores manuales. La retrató sentada frente a la ventana, con un libro en el regazo. Luego le tocó a Josefina. Chiquilla por demás callada y triste. De cabello cobrizo, ojos pardos y tez pálida, insinuaba su semblante que dejaría el mundo en cualquier recodo del camino. Con la Biblia en la mano y un gato a sus pies, dejó claro que había entrado en un desfiladero de silencio. El cuadro, tal vez, fue el mejor logrado. Luces y sombras que declamaban abandono del mundano vivir.

Clementina fue la última y la que creó un círculo de fiesta. Era una niña, adolescente tierna. Trece años. Su melena castaña, alborotada y libre, escapaba en rulos por la nuca y la frente. Mirada gris con chispas que le brotaban de la profunda alegría de ser amada. Su padre no podía evitar el solaz de su presencia. Rica en imaginación y charlatana, corregía las odas y poemas, que él, repetía sin tregua. Su imagen, cambiante como ella, le costó al pintor mayor dedicación que con el trabajo de las otras hermanas. Se movía constante, cambiaba el peinado, su ropa difería. Nunca quieta. Casi fue un bosquejo. Pero Hermenegildo Gueraldez Paxoa se enamoró perdidamente de esa niña. Sus veinticuatro años y su pobreza no le daban chance para pedir la mano.

Igual habló con Don Augusto que, con sorpresa, llamó a su mujer. Ésta, casi desmayada, se sentó en el sillón del escritorio, tartamudeó un sinfín de palabras huecas. Que es la más pequeña. Que no sabe nada de la vida. Que esperamos algo diferente para ella. Es nuestra compañía. Regresó solo y sin siquiera una promesa. El falucho que lo repatrió, vibraba como su triste corazón. La madera podrida y el olor nauseabundo del río, le mordió el alma y se prometió volver con poder, dinero y oro. Clementina sería suya.

Al llegar a su tierra, pintó un óleo hermoso, perfecto. Lo llevó a la casa del gobernador, a quien pidió una suma interesante. Las libras tintinearon contentas en su bolsa. Comenzó una carrera contra el reloj. Pero nunca llegaba a la suma pretendida para tan ansiado viaje. Pasó un año, dos y el tiempo fue trocando su esperanza en miedo. ¿Lo esperaría?

 Su vuelta fue en un velero nuevo. Cuando llegó a la casona, encontró un revuelo de lamento y tristeza. ¿Será Clementina? No. Doña Saturnina dejaba su lecho para partir al camposanto. Guillermina, exhibía un embarazo avanzado, junto a un joven atildado y flaco. Josefina, con hábitos de Carmelita Descalza, rezaba rosario tras rosario; seca y siempre gris. Mientras su amada, sostenía al anciano y sus brazos serenos, contagiaban seguridad y ternura.

Los ojos recobraron vida al mirar a Hermenegildo. Sonrió a pesar de la pena. El luto congenió con el tiempo de recomponer la casa. El viudo sorprendido por la muerte impensada, se aprestó a mudar de jefe. Clementina se hizo cargo de todo.

Llegó la boda de su hija predilecta, sin mayor inconveniente para él, que ya envejecido, aceptó a Hermenegildo con cariño. Pronto llegaron niños que llenaron la casa de risas y juegos infantiles. El padre pintó bellos cuadros de cada uno, llenando las paredes con alegres caritas.

Los hermanos emigraron a estudiar a países lejanos, donde formaron su familia. Sólo alguna esquela de vez en cuando los hacía presente. Algún daguerrotipo, luego fotos. Pero nunca volvieron.

Una mañana, cuando Clementina se acercó a besar a su padre, notó que acechaba la dama de sombras. Descorrió las cortinas. Abrió la ventana para que entrara aire y sol. Sintió el leve suspiro final. Cerró los ojos amados del anciano. Partió éste, junto a su adorada esposa hacia el espacio de la verdad y duda.

Para tenerlo cerca, colocó el retrato de Don Augusto, que pintara su esposo, en el comedor. Notó al momento que de los labios de la pintura partía una miríada de mariposas. Volaron con la brisa, igual que aquellos viejos poemas recitados.

¡Por lo menos eso nos han relatado de generación en generación! Y debe ser verdad porque siempre hay que abrir las ventanas para que salgan al jardín decena de mariposas.   

 

LA PISADA

 


Quiso tatuarse la pisada que quedó grabada en los lienzos  del lecho. No pudo. El sudor le corría por la piel e iba borrando la tinta. Su mano apretaba la aguja de oro con la que sostenía su túnica y servía, mojándola, en un jugo de limón con carbón en polvo, para herir meticuloso la piel del pecho. Ella había huido de entre sus brazos. Volvió a mirar la puerta por donde ella había desaparecido. La quiso abrir. No pudo.

Olfateó el fuerte olor a humo y cenizas. El volcán bramaba y desparramaba su lava sobre las viviendas, las villas y los mercados. Corría un río de fuego por las calles. Todo fue tapándose y en silencio quedó en el tiempo.

Pasaron siglos hasta que los arqueólogos pudieron llegar hasta ese hogar de la villa antigua. Antaño, era un espacio intocable. Cuando con nuevas tecnologías absorbieron todas las cenizas y escombros, en el mármol de una habitación encontraron el cuerpo de un hombre, hecho piedra, con las manos atrapando un alfiler de oro y una extraña pisada marcada sobre la loza de la que fuera un lecho de amantes olvidados.

LA COTIDIANA Y MONÓTONA VIVENCIA DE GENTE QUE NO TIENE TIEMPO PARA DETENERSE A SOÑAR.

 

En el camino se avistaba un quitrín que brillaba con el sol que ya se iba tornando rojo en el horizonte. Los caballos negros también relucían por el sudor y el galope.

Elina se zarandeaba con los baches y saltos que debía soportar en el asiento. Un suave temor la envolvía. ¿Encontraría a la madrina Arcelia y al tío Bernardo?

Había salido de la hacienda durante los primeros rumores de la revolución, ellos la empujaron que viajara a la tierra de sus antepasados. Allá en la casa de piedra en la que vivieron sus abuelos paternos estaría a salvo. Partió muy joven, apenas con dieciséis años. Ahora ya había pasado los veinte y se sentía madura para atravesar todas las vicisitudes que le deparara el destino. A los lejos avistó la vieja casa con las altas chimeneas renegridas por los años. Los árboles estaban enormes y el camino desastroso, lleno de piedras y ramas caídas, que dejaran saltando el quitrín.

Cuando se vio muy cerca miró con amor la gruesa figura del tío, que miraba el reloj con los ojos tan cerca que comprendió que apenas veía. Atrás delgadísima su madrina y cinco perros reumáticos que afónicos ladraban como para hacer un coro de recepción. Los dejó cachorros y estaban viejos y desdentados. Los amó. A su historia no podía restarle esos recuerdos amorosos de la infancia.

Llegó, descendió del coche y apareció el anciano Alfonso arrastrando una pierna que tomó las riendas y recibió los bolsos con los pocos valores que traía. Elina, volvía a su tierra con muchas esperanzas. Su vida, allá lejos, había sido tranquila pero con su trabajo de institutriz; monótona y sin poder dedicarse a sus sueños.

De muchacha soñaba con ser actriz. ¡Imposible con la revolución!

Los abrazos y besos la dejaron mareada. Los perros le habían mordisqueado los tobillos con sus mandíbulas flojas y estaba impresionada; la habían reconocido.

Ingresaron a la gran recepción donde el hogar entibiaba las pedreras de paredes húmedas y añejas. Un olor penetrante y agrio a col hervido y a carne de conejo, llenó sus pulmones acostumbrados al salitre del mar, allá en su refugio.

Su madrina la miraba con arrobo y el tío sacaba sus viejos lentes y los limpiaba tratando de tener una visión más clara de su muchacha. Perezoso un gato blanco se acercó, la olfateó y se restregó en sus piernas cubiertas por medias de algodón indio.

Estaba cansada y hambrienta. La jovencita que traía una bandeja con comida y limonada, era una cara nueva en ese momento. ¡No la conozco, pero es igual a Clarita, la cocinera! Tomó de la mano de la niña la copa con líquido y bebió a fondo. Tomó un trozo de pastel con perfume a salvia y a tomillo. Era conejo desmenuzado y tierno. La chica la miraba asombrada. Era la nueva “señora” de la casa. Supo que se llamaba Carla y que era hija de Alfonso y Clara. Una doncella de cabello naranja que escapaba de la cofia con desorden, ojos de un celeste profundo como el agua del mar y arrebol en las mejillas llenas de pecas. ¡Hermosa!

Comenzaron los relatos vividos en la época de su ausencia, los soldados saqueando los gallineros y conejeras, matando los cerdos y ciervos del bosque para alimentarse.

Escondida estaba Carla en esa época, era pequeña pero en la gran casa no pudieron encontrarla. Se llevaron la platería y hasta los retratos de los antepasados. Quemaron muebles y libros, pero sobrevivimos, dijo el tío carraspeando.

Ahora hay que comenzar todo desde el principio. ¡Adiós a los sueños de Elina! Volvería todo a los antiguos ritos familiares, a restaurar cada rincón y cada cosa perdida. A la monótona vida de los ancianos que la salvaron de una guerra.

 

viernes, 26 de abril de 2024

MEDIANOCHE


 

            La calle se había poblado de ruidos extraños. Un racimo de nubes parecía esconder la figura mezquina de la muerte. Acechaba en cada oscuro rincón del arrabal. Retumbaba el taconeo de una mujer que buscaba un retazo de piel para conseguir comida. Un compadrito, un obrero, un pibe. Nada. Nadie.

            Su larga cabellera negra apenas cubría la desnudez de su hambreado cuerpo anonadado.

            Se detuvo un coche, azul, brillante y altanero. Lentamente fue descubriendo el rostro de un hombre cuya mirada lasciva inquietó su figura recorriéndola como despellejando cada trozo del cuerpo.

            La luz de la cantina colmó de colores el breve vestido de la “hembra”. Un rumor  de bandoneón, violín y piano se destrabó entre los vidrios mugrientos y abrazó el cuerpo de la “mina”. Un tango de Cadícamo apretó la garganta reseca de un forastero que pasaba y la miró con pena.

            Una seña. Subió al auto y partieron con el calor húmedo de la calle del bajo. El puerto olía a bacalao podrido y a ratas merodeando los resumideros. Sonaba un tango dentro de automóvil, se detuvo y se bajaron y ahí con el solo alumbrar de un farol ahumado y amarillo, bailó un tango con el influjo demoníaco del fuego de ese “macho”. Bailaron hasta que la luna se aburrió de alumbrarlos y el farol se quedó ciego. La dejó en la esquina. Ella miró la hora en el campanario del puerto. El reloj, nunca había movido las agujas. Era la medianoche y ella siguió esperando que alguien la llevara para ganar unos “morlacos” y pudiera comer algún puchero.

 

 

martes, 23 de abril de 2024

El titiritero:

 

Llegó a la escuela trasladada de una escuelita de frontera. Llegó así de pronto, con sus ojos azules, profundos y bellos, el cabello canoso y rizado. Callada, tenue y bondadosa.

Nadie se atrevía a calcular su edad. La piel quemada por los fuertes soles y vientos arrachados de la montaña, no nos permitía imaginar cuántos años había pasado allá, entre los criadores de cabras.

Cuando acariciaba a un niño, con sus manos callosas y arrugadas, parecía que regalaba pétalos de flores silvestres.

Se llamaba Justina. Su nombre hacía mérito a su bondad y dulzura, ya que siempre tenía una palabra amable y una sonrisa en los labios, para todos. Era soltera y estaba sola.

Cuando alguien no sabía realizar alguna tarea de cualquier tipo, ella calladamente se ofrecía para hacerla en su lugar.

Era "la maestra"; la madre; la amiga; pero, ¡estaba tan sola! Cuando terminaba la jornada, tomaba su portafolio y con pasos lentos salía de la escuela, sin apuro, hacia el oeste.

Vivía sola. Ahora, ¡imagino su habitación, que debía oler a espliego y colonia fresca!  Prolija, ordenada, limpia y tal como era ella, una dama a la antigua.

Un día llegó a la escuela un hombre calvo, delgadísimo, que transportaba, una  vieja y gastada valija de cartón. ¡Oh, maravilla, había llegado el "titiritero", con la magia de sus muñecos de pasta, madera y trapos coloridos!

Cuando vio a Justina, parada en el patio; rodeada por los niños que gritaban y corrían en el recreo; tembló como un muchacho joven y se quedó parado, clavado en el piso, tal si nunca fuese a despertar de ese sueño increíble.

¡Hacía más de treinta y cinco años, que buscaba a esa mujer...! Pálido y presuroso, a grandes pasos se plantó frente a ella. Mudos, ambos, se contemplaron.

Unas lágrimas suaves comenzaron a recorrer las mejillas de esa adorada mujer y del cansado "titiritero".

La escuela siempre bulliciosa, de golpe se quedó silenciosa, todos intuían un gran acontecimiento; los niños como pájaros callados, los rodearon, los miraban y esperaban ansiosos algún suceso, que creyeron estaba ahí, ante sus ojos.

Las manos avejentadas, tendidas y trémulas, apenas trataban de tocarse; pero no se atrevían, no lo hacían, para no romper el hechizo. Era un éxtasis tal, que apenas parecía que los corazones se oían al unísono.

Caminaron hasta la calle, juntos, y salieron, sin decir nada.

Todos nos quedamos callados y volvimos a nuestras tareas, con una rara sensación de sorpresa.

Al día siguiente, volvió Justina a la escuela muy alegre, feliz, pero silenciosa. Como siempre. Nadie se atrevía a preguntarle nada, sobre lo acontecido. A la hora del té ,las maestras la rodearon expectantes, ella sonrió y comenzó  a decir... -El, se llama Nicolás y fue mi primer y único novio, allá por mil novecientos cincuenta y siete, pero mi padre, que era muy severo, me prohibió verlo, me llevó muy lejos, a vivir en el campo y no lo vi más.  ¡Nunca supe la causa!- dijo mientras revolvía su té frío. -Ayer cuando lo miré, mi corazón casi se detuvo. No podía creer lo que veía! Él, también me buscó durante todos estos años, como yo lo esperaba .Dejó su carrera de profesor y se dedicó a esta vida trashumante, buscándome. ¡Nunca se casó y me encontró después que hemos sufrido mucho! -se quedó callada y respetamos su silencio.

Pasaron los días y vimos como se transformaba. Estaba alegre, cantaba. Usaba ropa clara y fresca; hasta parecía mas joven.

Llegó el otoño, y una tarde entró un policía al colegio, buscándola. El revuelo fue tal, que hizo que todas las maestras saliéramos al patio.

 

- Un accidente, un micro había atropellado al "titiritero"- habían encontrado en su vieja y destartalada valija, cartas, fotografías y sus muñecos, como mudos testigos del amor y fidelidad infinita, junto a la libreta de casamiento de Justina y Nicolás.

Justina no volvió a la escuela. Tratamos de acompañarla en su dolor y soledad pero ella se resistía.

Hace unos días, un alumno de mi grado, que es muy andariego, me dijo.-Señorita Rosalía, sabe, vi a la maestra Justina, dándole de comer a las palomas en la plaza de Godoy Cruz, toda vestida de negro, yo me acerqué a saludarla, pero no me reconoció y me preguntó si yo no había visto a Nicolás, el "titiritero" - y a todos los que pasaban les regalaba una flor.-

 

                                Tolón- Tolón; Tilín, tilín, este triste cuento llegó a su fin.

 

EL FIERO CRECIMIENTO

                                                                                  

Tengo que contarlo así...

                        ...Realmente parecía que lo normal era lo visible y lo no visible, en ese ser tranquilo. Pero nadie advirtió lo que lentamente sucedía en su interior. Hasta que Dámaso Leiva espetó un objeto atrevido. Acepto, que resultó extremadamente estrafalario. Sólo se podía observar a través del artilugio acrisolado por manos inocentes. Tal vez por ángeles o por espectros seráficos. Su sola consistencia cuárcica, convexa por ambas caras, gelatinosa o acuosa, según se lo moviera; era el único resquicio por donde se lograba observar el lento...casi imperceptible crecimiento que ocurría a cada una de sus entrañas. Hay que aceptar, eso es verdad, que en el origen sólo ocurría en una arista inapreciable a simple vista y que había que tener una mirada diestra en la curiosa vigilancia. Vale explicar que Dámaso Leiva , como parapsíquico, podía ver con una grácil visagra, propia de su erudición.

                        ...El primero en alcanzar un leve atisbo  fue el "niño", tal vez por ser el más cercano a lo simbólico. Cerca de ser angélico e inocente. Miró durante un tiempo despoblado de relojes y de regulación mecánica. Él, incluso entrevió un tenue color bermejo que aparecía. Como era lego, no pudo determinar si la tonalidad era parte del movimiento. Se distrajo como todo ser que crece. Después vino "ella", la más joven y logró con un diálogo desahogado y atrevido. Empinándose en la hendidura encubierta, despejando un obstáculo semejante a un leve paño tejido con hilachas de sueños. Pudo ver y casi palpar ese bulto acrecentado por múltiples dilataciones grotescas de un color taheño oscuro. Ya también era maloliente y acre a la sencible nariz de la muchacha.

                        ...Había quienes ni siquiera se atrevían a mirar, por indiferencia o miedo a ser el fundamento del fermento enfermizo. Y un día comenzó, el niño, a ver que el órgano vital era rápidamente cubierto por una urdiembre de fina malla de venas sanguinolentas y azuladas. Apretaban y apretaban con vehemencia y lo transformaban en un estilete argentado, agudo y zahiriente. Vio el color casi negro de la sangre que se aquietaba. Nada más perturbador para mirar, como la metamorfosis que propugnaba desquitarse de la luz, de la bonanza.

                        ...Después fue la lengua que acometió en vípera y ajetreada saeta escarlata, traspasando perturbada con filosa malignidad, la serenidad de los que se tienen por inocentes. Desde adentro ya aparecían voraces abultamientos rojos. Por fuera la belleza inalterable escondía el horror del interior abominable.

                        ...Era cansancio. Era hastío. Era un odio irreal casi. Crecía cada instante con la furia de reconocer su ingenuidad. Fastidio y agotamiento de haber sido núcleo de tanto engaño. El odio era ahora un tumor con urticantes excrecencias flamígeras.

                        ...Un odio atroz, acurrucado en su cuerpo como una víbora venenosa. La mujer contenida en su capullo de seda y aroma de nardos y jazmines, arrojaba fuera de sí, una baba acrisolada de dolor e ira. Hasta pensó en matar. Pensó en aniquilar a su enemigo. Pero el tiempo también le jugaba una endiablada burla. Ya no tenía tiempo. Ya no valía un ápice su furia. Ya por dentro estaba muerta.

                        ...El niño, ya no era sino un hombre y la joven era una mujer, entonces...se empinaron en el filo mismo del abismo y rompieron el ojo de cristal por donde se podía espiar el alma de su madre. Dámaso Leiva los había abandonado hacía mucho tiempo.

                        ...Y la dejaron sola. No podían hacer nada. Su forma de amarla y de piedad, era el silencio...