lunes, 20 de mayo de 2024

JOVEN DESCONOCIDO

 


               Al fin, todos la habían visto menos ella. Era la casa más antigua de Lago Hermoso. Tenía un parque de más de mil metros, que según decían fue hecho por un famoso paisajista inglés a principios del siglo veinte. Los mármoles eran italianos y la herrería española. Un estanque formado el arroyo que atravesaba un sector del jardín, estaba lleno de aves acuáticas y plantas con flores. Leticia caminó sorprendida por el alto pasadizo de árboles gigantes. Cada rincón de la casa le atraía por su color a tiempo desgastado. El musgo había marcado cada piedra, cada estatua, cada columna con una pátina inusual. Luego, entre el alto matorral, se sorprendió y gritó. Nadie le había hablado de ese extraño personaje que encontró frente a sí. El hombre, era un ser verdaderamente feo, desagradable. Por su rostro una enorme cicatriz atravesaba su mejilla izquierda y su párpado casi oculto tras una larga melena rojiza mostraba la falta de un ojo. Su paso casi imperceptible la había dejado paralizada. De los labios desdentados apenas salió un agudo chistido y con sus manos agudas mostró un mastín que ferozmente le hacía frente. Leticia, cerró los ojos y dio media vuelta para regresar a la casa. Un dedo afilado y mugriento se lo impidió. Su camisa entre esas manos horrorosas, parecía un mantillón de fiesta. Se detuvo y observó la figura. Apenas gesticulaba. ¿Era eso una sonrisa? Soltó el hombre a Leticia y le dio un ramillete de violetas y juncos en señal de amistad. Ella sonrió levemente. Ya sin tanto temor y le preguntó quién era. El infeliz, comprobó, no podía hablar.

               Él partió sin antes hacerle una inusitada reverencia. El dogo salió tras el hombre sin siquiera gruñir. Se perdió tras una alta pared de piedra cubierta de enredaderas y zarzamoras. Un griterío de pájaros y aves silvestres cubrieron el paso sobre los adoquines que tapizaban parte del camino. Al divisar la fachada de la casa suspiró. En la balaustrada vio la figura varonil de Ezequiel que esperaba que los ayudantes terminaran de acomodar los muebles. El camión que los había traído ya estaba casi vacío. La tarde se imponía con sus cálidos colores morados y sus ruidos. Verlo le tradujo el miedo en alegría. Se acercó casi corriendo en el último tramo. Las risas claras de Romina y Tatiana le ampararon las nostalgias de ese cambio de hogar. La pobreza había terminado y por fin la vida recobraba el orden natural. Recuperar la casa era el principio.

               Todos, esa noche se sentaron a comer sabiendo que nunca volverían a ser los mismos después de tanto sufrimiento. Que ya no regresarían ni el primo Jeremías ni Mario. Ellos serían una presencia en el recuerdo. La charla igual se hizo amena. Había mucho por hacer y decir sobre esa casa y Leticia contó el inesperado encuentro en el bosquecito de castaños.

               Ezequiel quedó perplejo. No conocía ni tenía noticias que por los alrededores vivieran hombre alguno; lo que lo llevó a tomar medidas de precaución con respecto a puertas y ventanales exteriores. No obstante nunca supieron que en forma permanente fueron observados por aquel desconocido.

               Transcurrido algunas semanas nadie volvió a hablar de ese episodio. Romina continuó su rutina con el piano. Su Chopin y Schubert mejoraban día a día. Tatiana iba y venía de la ciudad con sus telas adamascadas y terciopelos con los que fabricaba capas y ropa para damas que comenzaban a hacer vida social. Leticia consiguió que un posadero de la ciudad le comprara todos sus pasteles y dulces. Así la casa era una permanente fábrica de productos caseros. Había que recuperar lo perdido en la “quiebra” del abuelo. Ezequiel tenía el deber de trabajar los campos y hacer rendir los establos.

               De vez en cuando aparecían hombres pidiendo trabajo o acilo y ellos le proveían de algún apoyo pensando en sus parientes en “paro”. Una tarde de invierno cuando ya estaban junto a la chimenea, Ezequiel sintió ruidos en la leñera. Tomó su rifle y salió. Allí se enfrentó con un personaje atroz. Éste, al verlo, se quedó sorprendido. Lo encontró con unos leños entre sus brazos. El hombre parecía un mendigo. Tal vez era un forastero hambriento, pensó, y recordó que Leticia le había hablado de un encuentro semejante. Interrogó, pues, al hombre y éste tratando de zafarse, dejó caer la madera e intentó salir. No se lo permitió. Cuando quiso prenderlo del brazo para introducirlo en los cobertizos, el viejo mastín atacó. Salvó la mano gracias a la gruesa capa de fieltro. El menesteroso, tomó al animal con fuerza y evitó un accidente. Agradecido, Ezequiel lo invitó a pasar y el hombre entró por su voluntad a la cocina. La sorpresa de Tatiana y Romina no se hizo esperar. Cada una soltó una palabra de desagrado. El pobre infeliz se acurrucó junto al hogar, se despojó de un viejo abrigo sucio y calentó sus manos contrahechas en el calor. Al entrar allí la cocinera se persignó. Miró al muchacho y les comenzó a relatar su historia. Ese mozo, no tenía aun treinta años, había sido hijo del patrón con una muchacha de servicio. Lo había abandonado de pequeño. El muchacho, siempre se dedicó a cuidar animales y un funesto día cayó un rayo en su cabaña. Se produjo un incendio,  lo atrapó una viga, lo encontraron medio muerto. Se había quemado la cara y roto la mandíbula, perdió parte de la lengua..., en fin un desgraciado accidente. La mujer le proporcionó un cubo con agua caliente, se bañó  y Ezequiel le dio ropa de Jeremías que había quedado en el desván. Así descubrieron un muchacho joven, fuerte y con un enorme potencial para las innumerables tareas de la casa. A la mañana siguiente el muchacho había desaparecido.

               ¿Cómo harían para recuperar su confianza? Tal vez con el tiempo aceptara a todos en la casa y regresara.

 

 

 

                         

LA SELVA INQUIETA

 

           Recogió la red, el espinel y las boyas. El agua crispaba la barca que se arrebataba en la orilla. “Tucú” saltó hasta la arena húmeda y ladrando se perdió entre los camalotes. En un costal, juntó los pescados que le había regalado el río. Su río. Esa lengua feroz que solía maltratarlo con la creciente que llegaba desde el norte. Ese día llevaba un buen almuerzo para su familia. Ya eran siete. Se agregaría su suegro y su cuñada pasada la época de cosecha de tabaco en Oberá.

            Descalzo, con su cuero libre al viento, sometió la humilde barca a un empujón fuerte y la ató a un ñandubay. El sol amainaba con la tarde. Y el calor se escondía como niño travieso. Se puso una camisa sudada. Calzó unas ojotas de goma y dejó el bote. Caminó silbando un “chamamé” para que su mujer supiera que volvía.

            De lejos vio el vuelo errante de los cardenales que regresarían buscando alimento para sus pichones. Algunos loros y guacamayos coloridos iluminaron sus alas con los últimos rayos de sol. Con cuidado, por las yararás, camino el trecho que lo unía a la casa. El techo de quincho y palmera resistía las lluvias en la primavera. Él, subía a revisarla y a veces encontraba bichos y arañas entre las cabreadas.

            La tierra apisonada le dio tranquilidad, los niños alborotaban el pedazo de terrón ganado a la selva que perpetua, agredía el espacio. Machete en mano, cortaba cada nueva hierba que intentaba asomar del piso. Era su templo, su lugar en el mundo.

            ¡Pero el río…ese era su amado bienhechor! La María, asomó su rostro quemado por el fuerte clima del monte. Ya estaba lista para parir de nuevo, su gran milagro era tener hijos sanos y felices, en ese pequeño mundo vegetal. Cuando entró, echó la carga sobre la mesa achuelaza junto al fogón y los fuegos, calentaban agua para que los “gurises” no enfermaran de parásitos y otros males. Hacía un para de años pasó el lanchón de prefectura y una médica blanca y joven le enseñó un montón de mañas para que nadie fuera a necesitar ir al pueblo.

            De la chacra, sacó limones y paltas, hizo una ollaza de pescado frito y caldo, el pan crujiente sacado a la mañana del horno de barro, acompañó el hambre de los niños y de Servando.  Se tiró en la hamaca, a fumar un tabaco envuelto con miel de camoatí y se quedó dormido. Miles de insectos le perforaron la piel. Nada lo despertó.

            La luna anaranjada iluminaba el espacio de selva ruidosa y libre. María, cerró los ojos sonriendo. ¡Ese día habían comido bien los “cunumí”! Un carayá curioso se aseguró un lugar sobre el hombro de Servando. Se despertó el hombre y de un manotazo lo espantó, justo para ver que una serpiente se acercaba silenciosa a sus pies. Sacó el facón, lo blandió con destreza y cayó la cabeza de la maligna. Mañana recogería el cuero para estirarlo. Pagaban bien los cueros en el boliche.

            Pasaron dos o tres días y llegó un hombre que no conocían. Se presentó con gestos raros. Desconfiada María, se guardó en el rancho. ¡Que hable con Servando!

            ¿Qué quiere? Unos niños no pueden vivir sin ir a la escuela. Dijo y miró de frente muy formal. Me manda el intendente para que inscriba a los chicos. Y le pidió documentos. ¡Ninguno lo tiene! Dijo el padre y el hombre endureció el seño. ¿Cómo? ¿Y usted? Tampoco, acá no necesitamos esos papeles. Además, cuando el río crece se moja todo y se pierde el sello y la escritura. Entonces, me tiene que acompañar a la prefectura. ¿En calidad de qué? De… detenido. ¡Usté está loco!

            María se acercó, su mirada sombría imitaba una yarará vieja. ¡Acá nadie se va! Y menos el Servando, que trae la comida todos los días. O me dará el pescado y la nutria o el capibara usté. Salga de nuestra casa y de nuestra selva.

            El hombre, cabizbajo se fue alejando con la cabeza torcida. Ya verán estos torpes. Volveré con un gendarme. Y se acabarán los pretextos.

            Pasó un tiempo y llegó la inundación. Y con ella el rancho se fue desdibujando en la selva. María y Servando con su bote se habían ido, lejos con sus niños y animales. Cuando vino el prefecto a buscarlos sólo encontró un trozo de tapera y la selva que envolvía todo. El ruido de insectos y guacamayos era el sonido de una sinfonía intermitente de vida en esa jungla.

             

           

MARTHIN LUTHER KING

 


Luces y sombras en tu morada

Hombre de palabras y de acciones

No violencia

Camino silencioso a la libertad

Amor fraterno.

Grito sin expresión de pánico

Alarido de labios apretados

Caminante de huellas fantasmales

Que atormentaron los prejuicios.

Un estallido de garganta herida

Sale una mariposa de color de sangre

Lame el viento la palabra “Freedon”

Dios en tus manos vacías y dormidas

Dios en la conciencia de los otros hombres

Dios perdonando el oscuro intento de tu muerte

 

Hombre sin sombras. Luminaria en la tierra.

Caído. Desterrado al silencio. Muerto.

El hombre con nombre de rebelde cristiano,

Vive en la memoria de un pueblo que espera

Libertad, libres, libertos y librados.

Negritud asombrada con estirpe de reyes

Que se asoma en la tierra violada.

JUDITH

             Habían llegado los soldados. La calle era un doloroso espectro de gente en fila que se arrastraba con los pequeños bultos que les permitían los infantes del ejército. Los gritos asustaban más que sus cuerpos jóvenes y maltratados. De ambos lados, los que como fantasmas ambulaban con la mirada perdida y los que los arreaban como ganado.

            Yo había salido de la oficina donde mi patrón me mandó a llevar papeles muy importantes, cuando me crucé con una mujer, cuya mirada desesperada, arrastraba una carriola en la que una bebé indiferente se adormecía. La estrella amarilla pegada en su raída ropita de fieltro, me acerqué. Un grito me dejó casi paralizada. Pero no era para mí. Se había caído una anciana. Aproveché y cogí a la niña, mientras la madre dejaba en mis manos un pequeño bulto con algo desconocido en ese momento. La mujer no tenía lágrimas, pero suspiró y me rogó. “Se la dejo, es suya ahora, gracias”.

            De pronto era una madre. Los pocos metros que caminé envolviendo la beba, fueron kilómetros en mis latidos locos de terror. Si me habían visto, yo sería una más en las largas colas de los sentenciados. Me escabullí por calles oscuras y grises. Las ventanas cerradas, las puertas rotas, acribilladas. Negocios apedreados y mutilados por los vándalos.

            Llegué a mi barrio, único barrio católico dentro de la zona. Más al norte están los barrios protestantes con sus templos cerrados. Nosotros participamos en las noches de algunas ceremonias, siempre escondiéndonos por las dudas que también nos atacaran.

            Me llamo María de la Misericordia. Soy sobrina del párroco español que hace más de veinte años fue trasladado desde España a Alemania. Me dicen Mani desde muy pequeña. ¿Nunca supe bien porqué!

            De repente al ingresar la vecina me miró raro, pero yo apoyé mis dedos, que tiritaban, sobre mis labios y entré cerrando la puerta de ingreso con tres llaves y cierres. Nos mueve el terror. Lo primero que hice fue calentar agua para bañar a la creatura. Eso la sedó y se durmió. Debía tener mucha hambre porque buscaba sorber sus dedos. Arranqué la estrella amarilla de su ropa, que metí en la salamandra y quemé, la escondí,  la famosa estrellita, en una hendija  que rasgué en la parte interna de la pata de la mesa de luz. Detrás de dicha estrella habían bordado el nombre de la creatura: Judith Bergman. Y la fecha de nacimiento: 18 de febrero de 1933. Entonces tenía nueve meses y medio. El frío había despoblado aun más las lúgubres calles del barrio. Comí un trozo de pan de centeno y media patata. Cada día tenía que cuidar más la comida que se nos restringía para la guerra. Esa noche dormí apenas.

 

Varias veces vinieron por el barrio buscado gente que se pudiera esconder. Una mañana, me despertaron a las patadas sobre la puerta, que gracias a Dios era fuerte. Abrí, cubriéndome con una colcha, que tomé de la sala, y me enfrenté a dos oficiales de la Gestapo, que me empujaron y comenzaron a revisar todo. Mi niña dormía y despertó llorando, la levante en brazos y acurruqué en mi pecho. Me sentaron y comenzaron a pregurtame miles de datos: ¿De quién es esta niña? ¿Cómo la había concebido si no tenía marido?... Yo avergonzándome, más por mentir que por lo que les dije, me planté y les expresé: “Hace unos meses, más ni quiero recordar la fecha, regresaba de mi trabajo y alguien me tomó de atrás, me tapó boca y ojos, me arrastró tras unos trastos y me violó”. Nueve meses después nació Dulce María, mi hija del dolor. Soy católica y jamás mataría un bebé antes de nacer. No le vi jamás el rostro al maldito que me hizo esto, pero acá soy feliz con mi hija a pesar de no saber quién fue su padre. Dulce María buscaba mi seno, como si supiera que tenía que demostrar que era mi hija. Los hombres miraron toda la casa, vieron las imágenes de Cristo y María Inmaculada, sólo uno se cuadró frente a ellos, los otros se rieron y le dijeron improperios en su idioma de cuartel. Me dieron una cartilla especial y me dieron la orden de ir todos los meses a mostrar al médico del cuartel general, a la niña. Yo me hice la señal de la cruz y la pequeña intentó imitarme, cosa que les causo mucha risa. A mí, paz.

 

Las bombas comenzaron a acercarse, por lo que nos trasladaron a la campiña. Nos instalamos por la organización de nuestra parroquia en una granja donde de ser secretaria me convertí en trabajadora de la tierra. ¡Pero no nos faltaba tanta comida y podía alimentar a mi pequeña niña! Aprendió rápido a rezar oraciones católicas. Ya me encargaría yo a su tiempo de decirle que y quién era, enseñarle los ritos y su historia, la de su pueblo. ¡Ahora no podía ya que le enseñé que era muy malo mentir y que no eran agradables las niñas y niños que preguntaban todo el día el famoso: ¿Y por qué?!

En la campiña era más fácil, pero muchos seres que huían robaban nuestras patatas y animales de granja, tuvimos que hacerles sus nidos dentro de la casa que era una verdadera fortaleza medieval. De piedra y rollizos que difícilmente se podían romper sin herramientas muy fuertes. Sólo una bomba o un obús podían agujerearla.

Un día cayó cerca de nuestra granja un avión enemigo. O amigo. En ese momento ya no sabíamos qué sucedía en nuestro mundo que estaba patas para arribas. Escuchamos de hornos para humanos. No les creíamos, después supimos tristemente que era verdad.

Una noche escuchamos que avanzaban tanques. Eran los que venían a “salvarnos”.

Por las dudas, yo escondí bien los papeles reales de Dulce María y me aferré a la pata de la mesa de luz donde tenía escondida la “estrella con su nombre y fecha de nacimiento”.

Eran americanos, según el piloto, que había caído cerca de nuestra vivienda, que hablaba inglés y alemán, nos pudo explicar  varios temas de estos sucesos.

Me ofrecieron llevarme a la ciudad, siempre con la niña. Como intérprete con los soldados prisioneros que no habían logrado escapar. ¡Pobres, eran niños de catorce y quince años!

Pasé unos meses muy laboriosos, que me dieron como regalo poder ir a vivir a los Estados Unidos de América como exiliada. ¡Acepté! Huí del horror de las verdades que se sucedieron.

Cuando Dulce María llegó a New York, entregué los verdaderos papeles que me diera su madre en ese bultito mínimo al recoger la pequeña.  Ahora se llamaba Judth Bergman. Tenía seis años y la llevé a un templo de su religión, la presenté como una heroína, pidiendo le enseñaran quién era realmente. Todos lloraban, yo también. Ella se aferraba a mi cuello y ellos entendieron que no podían separarla de mí.

Pasaron los años, ella me cuida ahora que tengo 75 años. Se casó con un buen hombre judío, que tuvo la paciencia de enseñarle a ser una verdadera judía. Tuvo cinco hijos y a una de las niñas, le puso mi nombre  aunque tuvo que discutir mucho con muchos que no la entendían, era una forma de agradecer mi amor. Cada noche viene a mi lecho, me da de comer en la boca, porque sufro una parálisis en las manos por tanto trabajar y luego de besar mi frente, como yo hacía cuando ella era pequeña, me arropa y deja una pequeña luz encendida por si la necesito. Aaron su esposo se da una vueltita por mi habitación y me espía, pero yo me hago la dormida. No puedo dormir pensando la vida que nos tocó vivir y el sufrimiento de millones de personas que por defender una Fe, murieron y mueren sin sentido. Armenios, Musulmanes, Tutsis, Utus, cristianos, gitanos, asiáticos y sacerdotes de religiones del mundo que considero, mientras miro por el ventanal las estrellas, que son santos sin estar en los altares de ningún lugar de la tierra.

EN LA TRASTIENDA

 

            El mercadillo estaba repleto de vendedores y transito de comerciantes que a viva voz intentaban atraer  compradores. Los vegetales brillantes y las aves colgaban como flores vivas de colores de los tenderetes. El perfume fuerte, mezcla de mil especies, merodeaba por entre las alfombras y vestidos de mujeres y niños.

            De un pequeño portal, salía una música fuerte que aturdía y rompía los oídos de los caminantes. Azedinne se cubrió el rostro y tras el velo buscó con desesperación a ese hermoso joven que le había ofertado un collar de turquesas en la feria del mes pasado.

            Su padre no le había permitido regresar y le dio varias monedas a su hermano Abdhul para que la acompañara a la Medina. Éste por dinero era capaz de ir hasta a la tienda de ropa del centro más caro de la ciudad. El minarete comenzó a llamar a la oración y todo quedó quieto. Los hombres de rodillas con la frente al piso, rezaban las azuras del Corán y las mujeres de bruces como verdaderas esclavas del Venerado. La mayoría sabía de memoria el libro sagrado, pero por ser mujeres no podían rezar a viva voz como los hombres.

            Un extranjero, las miraba asombrado. Azedinne le escuchó decir que parecían flores negras gigantes postradas en las piedras. Pronto todo se volvió a mover, los hombres caminaron a las tiendas, los ancianos a sentarse en los portales rezando con su rosario de cuentas infinitas y las mujeres como pájaros oscuros comprando con la ayuda de sus hermanos o hijos varones.

            Ella, caminó despacio observando con sus ojos que transparentaban dulzura. Ojos negros de azabache luminoso, se llenaron de tristeza cuando lo vio. Estaba en la  trastienda de un negocio tomado de la mano con una joven extranjera. Su corazón se desmembró. Salió corriendo y su velo voló por el aire. Un susurro de temor y el manotazo del hermano la pusieron en alerta rápido. El muchacho salió tras ella, la alcanzó y le pasó el velo. Mientras la miraba con una forma amorosa y bella. ¿Qué hacía esa extranjera en la tienda?

             Abdhul la sentó en una silla y le ayudó a componerse, para eso era un “hombre” de trece años. Mientras le prometía que averiguaría sobre el joven vendedor. ¡Claro que por un billete!

            Durante los días de la semana,  Abdhul, se entretuvo en la Medina haciendo preguntas sobre el joyero. ¿Es casado? ¿La tienda es de él? ¿Y la extranjera? Toda clase de interrogantes que los mayores comenzaron a preocuparse porque no era bueno que un muchacho averiguara tanto. Todos comentaban sobre su hermana, que había cometido el pecado de hacer volar su velo. Él, avergonzado daba mil explicaciones.

            Su madre comenzó a sospechar. Le quería sonsacar el tan interesante apuro que había adquirido de ir al mercadillo de la Medina. Pero él, serio, solo contestaba que andaba buscando un ajedrez especial. ¡Que Alá, lo perdone! Mentía descaradamente.

            Un amigo del padre apareció por la casa de los chicos. Venía como “casamentero” a preguntar por Azedinne. Y el padre, inocente le pidió una visita de los padres del muchacho.

            Arreglaron la boda. Y dicen que ha quedado en la historia del mercadillo el vuelo del velo de Azedinne al que le han agregado mil fantasías de amor.

DE CACERÍA

 

            Lucio, Marcos, Leonardo y Jorge, decidieron hacer un viaje al sur de la Pampa para hacer un fin de semana cazando. ¿Por primera vez las esposas aceptaban que fueran juntos en la casa rodante de Marcos! Ellos no sabían que ellas tenían planes propios. Usarían ese fin de semana sin esposos para ir  de compras, a la peluquería y comer en algún restaurante de moda. Todos ganaban, ellos no tener que despertarse temprano para ir a sus trabajos y ellas hacer esas cosas de “mujeres” que ciertamente molestaban  a los maridos.

            En la camioneta se acomodaron con tantas cosas que parecía que iban a dar la vuelta al mundo. Rosita, les había preparado sus codiciadas tortitas con chicharrón y las puso en una caja de galletas, que cuando quisieron acordar quedaba la mitad. ¿Eran tan ricas! Partieron bien temprano al llegar a Desaguadero, no advirtieron que en la otra cabina venían los “nuevos” esos que había invitado Leonardo y que no conocían de antes de esa expedición. Lucas pidió que lo cambiaran con el otro grupo para ir chequeando qué tal eran.

            Charló un rato y cuando andaban ya por el campo traviesa, por una de esas rutas de pura tierra, uno de los que viajaban sacó un revolver y disparó a una liebre que corría como libre, no más. ¿Buen susto y bronca se llevó Lucas, tenían por costumbre no llevar armas con balas en la cabina! Puramente por precaución.

            “Las armas las carga el Demonio y la descargan los tontos” decían en cada cacería.

CANDELARIA

 


Odio, Candelaria sentía un odio inevitable, incontrolable. Era una espina clavada en su corazón de mulata. Su vergüenza la dejaba sin palabras cuando tenía que ocuparse de las niñas. Los Lastra eran ese tipo de familia antigua que recibían a las huérfanas para darles un techo, comida y algo de trabajo. Bueno, mucho, muchísimo trabajo. La mayor era una chica callada y triste, pero en su mirada había un desprecio visible hacia las servidoras. Se llamaba Sofía.

La segunda era parlanchina y juguetona, pero educada por una madre muy permisiva, era caprichosa y vivaz, se llamaba Belinda. Y todo el día molestaba con preguntas tontas a las pobres muchachas que ayudaban en la casa. Y la más pequeña, Suspiro, era dulce y sencilla, pero sus hermanas eran verdaderos gendarmes para que no se encariñara con el personal de la casa.

Candelaria, tenía un hermoso cabello ondulado que ataba en una enorme trenza que caía sobre su piel morena en la espalda. Siempre usaba la ropa que le dejaban las niñas, descalza, sus pies de piel gruesa se había acostumbrado a deslizarse sin que la escucharan por las habitaciones de la casa. Odiaba a las tres, porque le hablaban de fantasmas, de demonios que impedían que durmiera tranquila. Odiaba a la madre, porque nunca le permitía ir a ver a su única familia. Su abuela Hersilia, vieja de color que trabajó años en la casa del boticario del pueblo. Ya casi ciega, la habían dejado vivir en la parte trasera de la casa del boticario, un solterón agudo y lleno de melindres que asustaba a la gente con sus espejuelos de oro y su gran bigote cano.

Candelaria tenía que sufrir con las picardías de las muchachas de la casa. Los Lastra eran gente respetada y seca, pero siempre le recargaban de tareas los días que ella podía salir a ver a su anciana abuela.

Odiaba a don Plácido… el patrón, porque cuando nadie lo miraba perdía sus dedos de aguja entre los muslos dorados de la Candelaria. El hombre, la perseguía por los pasillos y corredores de la casa y le tocaba los senos pequeñitos, desde que se hizo una adolescente y cambió su cuerpo de nena en mujercita. ¿Por qué no le hacía eso a sus hijas? Hasta que un día lo vio. Tocaba a la Sofía. Le levantaba la pollerita del vestido amarillo y perdía sus garfios entre la piel nívea de la chica. Y otra vez lo vio con Belinda que la había sentado en sus piernas cuando se hamacaba en el patio bajo las glicinas y enredaderas. ¡No dijo nada! Solo miró y se dio cuenta que disfrutaba ver que el don Plácido era un rufián como el lechero, que manoseaba a la cocinera. Le dio pena por la Suspiro. Era la más buena. La madre o se hacía la tonta o era ciega.

Y ella se quedó callada hasta que una noche entró el patrón a su habitación en calzones y quiso agarrarla. El grito que pegó se escuchó hasta en el gallinero. Salió todo el mundo a ver qué pasaba y la vieron que de un mordiscón le había arrancado un pedazo de carne al hombre. La entrepierna sangraba y el no sabía si llorar o taparse.

Esa noche la patrona le dio con el cinturón una docena de guascazos. A ella, que era la ofendida. Las chicas la escupieron y se mofaron por no haberse callado. Se vistió como pudo, sacó un pequeño atado de ropa y salió despacito rumbo a lo del boticario. Amanecía. Esperó en el zaguán hasta que abrieran. Entró, ya era otro día.

Ese día, doña Hersilia y el boticario, la recogieron como a un perrito perdido. Cuando le preguntaron qué había pasado, no dijo nada. ¿Quién le iba a creer a la mulata que los Lastra eran así?

 

 

UN AMOR IMPOSIBLE


PARECE QUE LA LUNA HA DESPERTADO DE SU SIESTA. SAYUNG CHIN. COREA

 

      Macarena despertó sorprendida cuando sintió ruidos extraños en la calle. Era como un silbido de barco o sirena de una fábrica cercana. Se asomó al ventanal y sólo vio un auto que araba con los neumáticos el cemento de la calle. Volvió al lecho y se acurrucó en su edredón. Era pleno invierno y si bien no había nevado aún, pronto se cubrirían los tejados, autos y jardines de nieve. Aletargada, sintió la tibieza de “Chispa” su gata. Ronroneaba y lamía su frente para demostrarle su amor incondicional. ¡Era su único amor! Su ex novio la dejó el verano anterior y se fue a trabajar a otro continente. Ella quedó con la utopía del regreso, pidiéndole perdón… pero nunca llegó; ni él, ni el perdón.

      Miró el reloj y era muy temprano para comenzar el día. El amanecer había moreteado las nubes como algodón apaleado. Sonrió cuando la gata bajó lánguida de la cama. Deslizó su pereza hacia la cocina y desapareció tras la puerta entre cerrada. Macarena haciendo un enorme esfuerzo se estiró para ir a la ducha. El agua caliente la animó. Su “cueva” estaba tibia como nido y se sintió agradecida a sus jefes, que le permitían mandar las investigaciones de negocio por Internet. También agradeció a la vida y a su Dios que le había permitido estudiar una carrera interesante y liberal.

      No ganaba mucho, pero lo que tenía en el banco le permitía vivir bastante bien, sin grandes alardes ni presunciones. Estaba tranquila. Su madre en una ciudad cercana solía venir los fines de semana y salían al cine o al teatro, luego a cenar en algún rincón donde no hubiera tantos comensales que interrumpieran su camaradería. ¡Desde que vino a la ciudad, comenzó a tener mejor trato y comprensión con ella! Antes discutían y solían decir cosas hirientes, por el pasado. Ahora eso había quedado atrás. Sola y sosegada, hacía su vida.

      Salió de la ducha, se secó el cabello con un aparato ruidoso y cuando caminaba hacia el dormitorio, escuchó el timbreo del aparato de la planta baja. Miró por la ventana, envuelta en la bata, y vio un coche de techo azul con letras blancas en la calle. Eran policías. Atendió por el fono de la cocina. Pedían hablar con las personas del edificio. Ella les dijo que debían esperar y que se identificaran dejando por le visor su identidad. Se vistió sin apuro y se maquilló levemente. Luego, hizo una oración pidiendo ayuda a sus ángeles guardianes y aceptó que subieran al departamento.

      “Chispa” se adelantó a olisquear a los que habían ingresado. Uno era un hombre obeso, calvo y de buen talante, sonreía y el otro, joven alto, inquieto y nervioso. Usaba anteojos oscuros a causa de la luz que entraba por el ventanal. La gata, se subió a los brazos del sillón donde se había sentado el varón mayor. Éste comenzó a hacerle mimos a Chispa, que ronroneaba feliz. Sonó el timbre y al abrir, apareció una mujer de mediana edad, muy seria y se precipitó dentro como si alguien la hubiera invitado. Se presentó a Macarena como la oficial inspectora Olivera. Advirtió que los otros dos nunca habían dicho su nombre.

      ¡Disculpen, pero sus nombres? Nunca han dicho sus nombres. La mujer hizo un gesto amable y ellos dieron su cargo: Inspector Correa y subinspector Forneri. ¡Bien qué necesitan! Olivera se adelantó insinuando que seguro la joven había escuchado o visto algo esa madrugada. Rotundamente No. Yo dormía hasta que los ruidos que hacía el portero me despertaron, más, había entrado a ducharme cuando logré oír un insistente sonido en la cocina del pequeño conserje eléctrico que tiene el edificio. Mintió. No quería complicarse en quién sabe que cosa ocurriera en su vecindario.

      Se miraron extrañados los tres policías. ¿No escuchó los disparos? ¿Han matado a dos personas casi en la puerta del edificio y usted dormía? ¡Qué extraño! Su vecino del departamento abajo sintió incluso, la huída de un automóvil. Y Macarena comenzó a mirarlos cual si fueran extraterrestres. ¡No, yo cuando duermo, duermo! Chispa, saltó y trató de subir al regazo de Olivera que con un gesto áspero la sacó. ¡Perdón, odio a los gatos! El atento Forneri, se acercó y tomó a Chispa con afecto y le hizo unas caricias. Macarena sonrió; le cayó bien ese muchacho. Él, se sacó los anteojos y ella se quedó muda, es un decir, al ver los ojos verdes del hombre. Bueno, bueno, creo que entre sueños escuché un silbido o una sirena, un ruido que no me llamó mucho la atención. Luego seguí durmiendo, no se qué hora era.

      ¡AH, bueno, algo es algo! Su vecino dice que eran más o menos las cuatro de la mañana. Que no había salido el sol todavía y Macarena recordó el poema: “Parece que la luna ha despertado de su siesta”, que había leído esa noche en un libro de poesía antigua coreana. Recordó el color violeta-malva en las nubes. Ahora había comenzado una suave nevisca. ¡Sí, puede ser! Pero nunca me asomé ni salí de mi lecho. Nada puedo decir. Olivera la miró con desdén. ¿Usted señorita…no trabaja?

      Mi nombre es Macarena Robles. Y trabajó en una empresa de Noruega. Mis jefes reciben por Internet mis investigaciones y me depositan en el banco Noruego, sucursal capital mi sueldo. Puedo darle mi clave si es tan importante. Forneri, carraspeó y se la pidió. La otra mujer se quedó sorprendida. ¿Para qué quiere este chico la clave? Pero no dijo nada.

 

 

      Salieron y al asomarse vio una camioneta que llevaba unos cuerpos. Chispa se había encaramado a su espalda. Desde abajo, Forneri la saludo con la mano. Ella se quedó espiando. Nada le dio la impresión que había conocido al que sería el amor de su vida.

       A la semana apareció en la pantalla de su computadora, un mensaje de Forneri. Se llamaba Pablo y le contaba algunos entretelones del hecho. Eran una pareja que tenían un romance prohibido y el marido despechado había tomado cartas en el asunto, matando a ambos. Macarena, buscó en los periódicos por Google y conoció toda la controvertida intriga del “affaire”. Dos días después  se presentó el joven y la invitó a salir. La llevó a un resto donde la calidad del lugar le encantó. Comió poco, como siempre y hablaron hasta que el chef los echó. Salieron bajo una nevada copiosa. Llegaron al departamento y ella lo invitó, pero él, declinó el convite. ¡Ya habrá tiempo!

 

NO QUERÍA VOLVER

  

   Apenas se apagó la lámpara salia el hombre. Detrás quedaba una semi forma de sombras casi fantasmales que se movían como sonámbulos. Se hizo un silencio, roto de pronto por el chirrido agónico del tren que se  acercaba. A tras luz, la silueta del recién salido parecían espantajos deshilachados.

   El callejón parecía despertar de grillos y ranas que apareaban la tarde en agonía.

   Un chiquillo escuálido salió corriendo de la casa tras el hombre. Llamaba a gritos.

El hombre, sordo, continuaba su camino. Logró alcanzarlo. Se trepó a sus brazos apretó sus piernas alrededor de la cintura  y  lo  rodeo de besos. La mujer  parada a la distancia abrió los brazos en cruz. Su imagen quedó cincelada en bruma y carne. Él, lentamente regresó. El niño estaba tibio de sonrisas. La mujer contuvo  una lágrima de fuego, sabia que al regresar él, su vida volvería a ser una carga de roca incandescente. Entró, prendió la lámpara. Estiro un mantel a cuadros y distribuyo tres  platos sobre la mesa.

jueves, 16 de mayo de 2024

LA NEGRA

 


                                         La vieja y deslucida casona de adobones, entre los parrales encastrados  escondía un secreto. Nadie sabía cuándo ni cómo se había muerto la Negra. Un día habían llegado unos hombres con unos policías y envuelto en un mantel a cuadros verde y blanco se llevaron lo que todos presumían era su cuerpo. En el fogón carcomido y grasiento dejaron unos papeles dañineros con muchos sellos y se fueron cerrando las puertas con una cadena y un candado tapujero. Una hoja de papel escrita a máquina quedó pegoteada allí con un engrudo pastoso, en el medio de las puertas como sellando un pacto mudo de no entrometerse. El "choco", el gran amigo de los solitarios se quedó varios días allí aquerenciado sin comprender nada, como la gente de las otras fincas. Un día se fue y como todos se fue desdibujando la imagen de la muchacha retozonas y alegre. En esa poquedad de presencia humana comenzó a crecer chipica donde antes había lechuga, zapallo y zanahorias. Los parrales quedaron tan cargados de colgajos de uva seca, que de a poco se fueron cortando los sostenes alambrados y cayéndose en la tierra reseca y ocre quedó hecho un estropicio la otrora heredad abundosa. Y el silencio comenzó junto a las sombras a ponerle un color distinto al que fuera un vergel cultivado y frutal. Un viento zonda tiró abajo un almendruco con el que hacía el dulce más rico que existiera. Cayó un rayo en el nogal y el pequeño incendió provocó un susto pasajero. Nadie se atrevía a pasar la tranquera por miedo a los milicos y a la autoridá como decía don Carmelo... ¿quién sabe qué pueden hacerle a uno?

                        Llegó el otoño y las hojas de los álamos del carril y del ancho callejón cubrieron con su crujiente chisporroteo de ocres y aguaitadoras hojas costumbreras, el adormecido chacrerío del Algarrobal.

                        Un calorcito siestero hacía más suave los primeros fríos que alejaron a los cosecheros y acampujaron a los aporcadores y chimangotes que vuelteaban buscando changas. Los buenos podadores llegaban más tarde con tijeras y sus espaldas de cartón y barro. Sus manos artesanas no se movían de balde, ¡ellos sabían...! y una poda buena era una buena cosecha. La casa de la Negra, emponchada de soledad, fue refugio de garreros y mirones que aguaitaban para acercarse algún fogón con arrope, con humita y carbonada de la buena.

                        La casa de la finada estaba tan destartalada cuando se fueron, que parecía un amañado estropicio. Después se quedó quieta; parecía una catedral de yeso y sal, nostalgiada de cacareos de gallinas cluecas, de chillidos y gritos casi humanos del grasoso engorde para el carneo de julio y el resoplido mañero de la yegua " Pintada", que arrastraba los trebejos laboriosos de la finca. La casa estaba muda. Muda la faja amarillenta de la puerta que nunca se había abierto por miedo a la autoridad.

                         Y el frío que acercaba el invierno compañero de los muertos. Pasó el tiempo y nadie merodeó el caserón siniestro. ¡Pero...comenzó un rumor que se hizo sospechoso a mujeraje..." La difunta se ha devuelto a la casa abandonada...", "La Negra está aposentada pidiendo responso en el rancho ruinoso..."; y el comentario crecía como espuma olorosa de puchero, como el olor penetrante del dulce de alcayota en la paila de cobre que chispea al sarmiento, como la preñez ansiada de la viña en primavera...!

            ¡Y entonces...un día...!

                        La siesta recalentaba lindo los sesos y los chicos jugaban a la payana junto al zanjón aquella tarde de verano; un coche pasó levantando mucho polvo y dejando cegatones a los "culillos", que chapaleaban en el agua marrón como si aprovecharan un mar sereno y limpio que nunca conocerían ; entre tirada y tirada, los carozos de durazno, de damasco y de ciruela, frotados, lustrosos y mágicos volaban entre los dedos ágiles y febriles, eran mejor que las piedras...y la "vieja" no protestaría por romper los bolsillos de los desgastados pantaloncitos, con las piedras. El automóvil disminuyó la velocidad y se detuvo enfrente de la casona destartalada. Unos hombres bajaron del auto y merodearon con interés delante del derruido portal. Sacaron algunas fotos. Los chicos curiosos se acercaron al brillante "fordcito" y con las manos mugrientas y el aliento húmedo comenzaron a lustrar los cromados. Como fieras los comenzaron a echar y los mocosos ni lerdos ni perezosos, los apedrearon con todo lo que encontraron a mano. Volaron insultos a piedras, amenazas a cascotes, gritos y una lluvia de carozos de lustrado lujo infantil. Esos se fueron rápido decían a coro y atropellando las palabras los chiquilines. ¿Quiénes serían esos puebleros curiosos?

                        Los eternos rastreadores de ambiciosos milagros para robar la pobre gente indefensa, ya miraban los posibles manoseos de los creyeros.

 

                                   Pasó un tiempo y todo quedó en la simple anécdota. Para "Patrón Santiago" con un frío de nieve maliciosa y necesaria, la Arminda y la Felipa que iban a la procesión por el callejón de la alameda abajo, vieron que la ventana de la que fuera la sala de la "difunta" estaba abierta, se miraron sorprendidas y se santiguaron. Con unas montoneras olorosas de cementerio otoñal y vejez en la mano, llegaron hasta la parada del colectivo, tenían que llegar al centro, no fuera que el "santito" se fuera a enojar y se moviera la tierra como un tembladeral ya bastante conocido. Cuando subieron y se apretujaron entre sudores, toses y charlas ajenas dentro del micro, las viejas las miraron con mal humor y los hombres con desprecio, "chupa cirios", pensaron muchos, "santas mujeres" pensaron otros y ellas sólo pensaban en la ventana de "la Negra". La iglesia de "San Nicolás" estaba una preciosura de candiles y sotanas, resplandecían las lámparas doradas y un olor penetrante de incienso malograba el de cuerpos, ahogos y sebo, perfumes baratos, transpiración y miserias escondidas. ¡Rezos, muchos rezos, palabrería inútil para algunos funcionarios que acudían por orden del comité o de un superior "mojigato"!. ¡Ellas no, ellas creían en el Santo...y pensaban en la Negra!                       

                        De regreso era tarde, ya el sol había comenzado a patinar de colores rojizos y morados hasta las mismas aguas turbias y se apresaron una junto a la otra buscando calor, cobijo y bravura...de mujeres simples. Los pies desacostumbrados a los zapatos parecían aguijoneados por millones de alfileres, tenían los pies hinchados como sapos y les dolía la riñonada de caminar sobre el baldoserío de la Alameda. Querían llegar pronto y acomodarse en sus humildes camas para descansar de tanto trajín callejero, ajeno a sus vidas sencillas. Cuando atravesaron la calle y enfrentaron el callejón oscuro frente al portón del caserón semiderruido, asombradas vieron con fijeza que una frágil luz amarillenta se filtraba por los postigones casi abiertos. Corrieron a los tropezones. ¿La "Perichona", el "Ánima de la Difunta" o el mismo "Mandinga"? ¡El terror cubrió los rostros y aprisionó el alma sumisa de las mujeres! .Se separaron y entraron casi mudas a sus hogares. Los rosarios de cuentas bendecidas una y mil veces, parecían agua fresca del manantial montañero, como pasaban entre los dedos sudorosos y agarrotados por el miedo y las duras faenas de la tierra.

                                   A la medianoche una lechucita comenzó con su silbido característico frente a las ventanas de ambas mujeres. Mensaje de ánima. ¡La difunta quiere algo!, ¡Misa, seguro! El amanecer las encontró con el mate dulce y unas sopaipillas grasientas y camotes asados al rescoldo, desgranando avemarías y padrenuestros. Don Carmelo llegó como a las ocho para podar el parral de la Arminda y después del primer "amargo" comenzó la extraña cháchara comadrera.                                                     

            - ¡Buenas compadre!- ¿cómo le anda?- dijo estirando la mano.

            - Con achaques de viejo comadre, los mesmos de siempre y ¿qué me cuenta? -y se sentó en un banco de totora en la orilla del fogón secándose la frente con un pañuelo de color incierto.            

            - ¡La Negra, Carmelo; la Negra nos quiere decir algo...cosa de preguntarle no más!- dijo con un gesto de santiguarse- Mire, hay que llamar al compadre Sacarías que es de "Ver" en las tripas de las aves. Es hombre "santo" tiene los "dones y es curandero"; seguro que él podrá limpiar la casa. Y le pasó un mate.

            _ Doña Arminda... ¿cómo va a pensar que después de tanto tiempo, un dijunto va a presentarse y a mandinguear a los amigos?-dijo el viejo atragantándose con la comida- ¿Acaso no sería un atropello de la despojada?

            -Yo de la Negra no quiero hablar. Me malicio que el ánima desatendida y en pena, anda entre los frutales y el higueral del callejón -dijo acercando un diligente mate con sopaipilla crujiente de grasa pella.

            - No estará en sosiego en todavía - dijo chupando ansioso el mate dulzón que rechifló entre sus labios.

            - ¡Válgame Dios compadre..., válgame Dios, que dende hace casi un año las ánimas peregrinan por el callejón de los Sosa. ¿No vio las luces malas a la oración, si un caso?- secándose la frente con el mugroso delantal señaló la puerta y se persignó.

            - ¿Luces malas?- dijo haciéndo "Cruz-diablo" con las manos callosas y labriegas.

            - ¡Mismo digo, mismo dicen los que saben!, compadre...- el calor le daba un tono rubicundo a la cara morena.

            - ¡Tal vez la Perichona o la "Difunta Correa!  Esas sí son de mentas y de apariciones costumbrosas, comadre.

            - Yo le repito la mujer nos necesita.- y juntando varias velas y unas estampas de santos se encaminó hacia la casa en cuestión, dejando al hombre con el baqueteo. Al llegar a la puerta sintió un tirón que casi la empuja a la acequia, y señalando a la ventana comenzó con los rezos mientras tartamudeaba del susto. De pronto una figura levemente luminosa se recortó en los restos de vidrios mugrientos. Arminda salió corriendo sin volverse a mirar. A la hora del Ángelus y cuando ya la tarde se entrometía impiadosa, entre humo de olivo bendito de Domingo de Ramos, de la Semana Santa pasada, que crepitaba en el brasero y unas gotas de agua bendita, se prometió ir a ver de nuevo, pero esta vez buscaría compañía de gente amiga, no fuera que le pasara algo...y así una procesión de cinco vecinas comenzaron la extraña caminata. Nada más llegar y verse de frente con "la muerta", vestida con un hábito de carmelita descalza.

                        Cuando medio espantadas, se atrevieron a hablarle, desapareció entre los ruinosos adobes, dejando un enorme perfume de nardos. La Arminda envalentonada entró en la casa. Sobre el antiguo mesón encontró una carta, amarilla y sucia de tierra pero donde se podía leer aún :" mañana me voy a vivir con el Benito Suárez, no vuelvo más...y me lleva con él para casorearme...y en el piso caído como al descuido el diario "Los Andes" que aún anunciaba un trágico accidente : ESTA MADRUGADA MURIÓ EL GRAN CANTOR  BENITO SUÁREZ, dejará una esposa y cinco niños huérfanos de padre.

            Sobre la mesa un frasco de veneno vacío era el mudo mensaje de la Negra.¡ Pucha si necesitaba Misas la difunta!

EL TESTIMONIO...UN ESPECTRO AZULVERDOSO


                        El camino a la estancia estaba bordeado de sauces que en primavera parecían bailarinas entre gasas verde claras y tules amarillos verdosos. El aire fresco y la suave brisa permitían que la capelina de Candelaria flotara como una nube llena de rosas color ciclamen pálido junto al estrafalario sombrero de tío Cresencio, gorro de cuero con antiparras de mica y baquelita, que tras sus bigotes agudos engominados y sus ojos grises parecía un extraterrestre en viaje hacia el futuro. La campanilla que hacía vibrar frenéticamente ante el más pequeño de los inconvenientes, me lograron crear un clima de suspenso y horror por esos traslados a la casona antigua de los queridos " Hildeberando Ralbo", familia tradicional y muy respetada por aquellos tiempos. ¡Mi familia!

                        Al ingresar por el camino de grava y plátanos, la primera imagen fue decepcionante ya que la casa estaba muy abandonada y semi destruida. Una balaustrada de mármol que recordaba mejores épocas apareció cubierta de enredaderas, hiedra y ficus que rompían toda las hermosas columnas y los postigones caían desde sus goznes sobre sí mismos como capas de madera marchitas. No quedaba casi nada sin estropearse. Moho y telas de arañas aparecían entre los sillones abandonados a su suerte en las terrazas de granito rojo. ¡Era una pena enorme ver todo ese antiguo lujo así castigado por eternas rencillas entre la familia, hoy en bancarrota.

                        Candelaria se tiró prácticamente del viejo auto, y corrió con la enorme llave en su mano hasta pararse frente a la pesada puerta de roble del frente donde la cabeza de un león de bronce sostenía una aldaba rota. Puso la llave en su lugar y la hizo girar. Con dificultad y chirriando se abrió la cerradura. Empujó la hoja de la puerta y abrió dando paso a una luz natural que hacía mucho no penetraba en el recibidor. Un pútrido olor a rancio y tierra le golpeó la frágil nariz. Sin esperar al tío siguió hasta una de las ventanas y corrió los pesados cortinados, que cayeron rotundos por podridos y húmedos. Una nube de polvo lo llenó todo. Cuando se asentó vieron el inmenso retrato de la tía Ismelda, que los observaba en posición de matrona tiránica y posesiva. Así, habitación por habitación, fueron despejando los trastos y ayornando con luz natural y aire puro para hacer respirable la bella pero triste casa de los abuelos.

                        Esa noche comieron unos emparedados en el mirador cerca del que fuera el lago y hoy se presentaba como un barro seco y agrietado. No sabían donde dormir. Al fin decidieron acostarse en la enorme cama de Tío Tancredo, que tenía unas sábanas que habían protegido el recatado acolchado de damasco griego. Vestidos e incómodos pasaron una noche casi sin pegar los ojos. Al comenzar el día, un sonido de pájaros y grillos le dio un aspecto más confortable al lugar. Decidieron buscar a los viejos criados para que los ayudaran con la limpieza y la puesta en marcha de la casa.

                        Así volvió a ser lo que fue, es decir, casi fue...porque todas las tardes alrededor de las nueve comenzaba a circular un murmullo que iba cobrando la figura voluptuosa de una bella mujer azul verdosa, de consistencia efímera e intocable, ya que se desvanecía al más leve roce humano. No sólo la vimos nosotros sino los ancianos ayudantes y cuidadores. Ellos no reconocían a esa bella dama y nos intrigó tanto la presencia que buscamos por todos los rincones algo que nos comunicara su historia. Nada ayudó y así quedó como una leyenda más a las viejas historias de la casa.

                        Han pasado muchos años, yo ya estoy muy avejentado y me acuerdo a mí mismo en la ventana, observando lo que no es, lo que no existe, ni existió... ¿o sí vivió allí la bella espectral mujer azul verdosa de nuestra mansión? Me siento junto a mi amada Candelaria que desgrana romances y poesías llenas de amor por la vida junto a nuestros fantasmas y su memoria.

                                              

LA CASA AMARILLA

 


 

Montserrat buscaba una casa para comprar. Había llegado a esa ciudad invitada por la universidad para dar cátedra y asumir una beca. Leyendo un periódico de dos semanas pasadas, encontró un aviso en la que ponderaban una propiedad en un sitio que no quedaba tan lejos de la ciudad, ni tan cerca de los ruidos.

Pidió al teléfono que estaba anotado en el papel, que le diera una cita. ¡Sintió un suspiro del otro lado de la línea! La verdad que no le llamó la atención.

El jueves a las diez la espero dijo la voz del otro lado del auricular. Si llega usted primero, le ruego me espere unos minutos, ahora vivo en pleno campo y como debe haber notado, el tránsito es un verdadero caos.

Se vistió con unos zapatos deportivos y ropa suelta por si tenía que subir escaleras o bajar hasta un sótano. Enroscó su largo cabello color azulado en un primoroso rodete y se sacó las pocas joyas de valor que solía usar, por las dudas. ¡Hay tantos embusteros!

Tomó un taxi y diez minutos tarde llegó a la puerta de la casa. Le llamó la atención la pintura amarilla de la pared del frente. Las ventanas blancas y las rejas de un suave color ambarino. Un hombre mayor, de buena postura esperaba en la puerta. Con un bastón de fina caña de India y larga barba blanca, que se apoyaba en el pecho de su limpia camisa color celeste. Saco y pantalón negro. Sombrero de panamá. Anteojos con armazón de oro, muy al estilo de John Lenon.

La sonrisa le agradó. Montserrat descendió y despidió al chofer. El hombre se adelantó y le ofreció una pulcra mano de dedos finos propios de un filósofo o de un letrado.

Señora mi nombre es Paulo Merino y soy el dueño de esta casa. Hizo una breve inclinación de cabeza y se sacó el sombrero y la condujo derecho hacia la puerta de ingreso. La abrió con una de esas llaves de hierro antiguas, cuyo ojo parecía observarla.

Prendió una luz y luego se acercó a la ventana y abrió la celosía para que ingresara la luz natural. La casa está recién pintada, todo blanco ecepto el frente que como habrá observado es color amarillo. El color que amaba mi difunta esposa.

¡Así supo que el caballero era viudo! Fue deslizándose por los pisos helados de baldosas rojas, que a pesar de una leve capa de polvo ambiental, brillaban. Una a una las habitaciones que no tenían armarios ni placares, se fueron abriendo como flores de azucenas entre los pasillos. Llegaron a una cocina amplia y recién remodelada. Luego le mostró el sanitario que si bien era antiguo, estaba en perfecto estado de uso y limpio.

Abrió una puerta hacia el exterior y un jardín lleno de enredaderas florecidas despertaron la envidia de los cuadros de un impresionista. Violetas, naranjas, fucsias y verdes, envolvían una a una las paredes del pequeño parque.

¡Y bien, dijo, Montserrat: ¿Cuánto cuesta esta casa? Me puede usted decir!

Si la paga de contado puedo aceptar una oferta. ¡Tal vez cien mil dólares o…diga usted un precio! Montserrat pegó un brinco, le pareció muy elevado el precio, la casa es antigua... Dijo y el caballero sonrió. Sí, pero será su paraíso.

Déjeme pensar. ¿Me puede esperar unos días? Yo tengo que ver si junto algo de ese dinero que no es poco. Sí. La esperaré.

Salieron juntos y ambos tomaron diferentes caminos en taxis. Ella volteó para mirar la casa y le pareció que el amarillo le alegraba la vida. ¡Veremos!

Llamó a su padre y a su hermano quienes se apresuraron a confirmarle que le enviarían para completar lo que ella ofrecería por la casa. Con ochenticinco mil dólares creo que podré comprarla.

Así llegó a un acuerdo. Compró y con una diferencia que le quedó compró algunos muebles y utensilios indispensables.

Los vecinos eran muy amables. La saludaban con ceremonia y le preguntaban, cuando la veían si todo estaba bien. Ella respondía con una sonrisa que todo era perfecto. Hasta que una noche, cuando el sol se recostó sobre la vereda y desapareció la luz, comenzó a escuchar un susurro de voces y llantos. Luego, palabras y nombres de mujeres y hombres. En las paredes se fueron dibujando ciertos signos que no interpretaba y que le dejaron una enorme curiosidad.

Una mañana a la pregunta de su vecino, el carpintero, Montserrat le contó y él, sonriendo le dijo: ¿No se preocupe! Ya pasará. Y siguió hacia la parada del autobús. Pero en el frente de la casa comenzó a notarse un cartel en color ambarino que decía: “Acá puede usted despedir a sus seres queridos”.

Fue a la casa de la vereda de enfrente y golpeó una aldaba. Salió una mujer entrada en años. ¿Sí, qué necesita? ¿Puede usted decirme qué tiene que ver ese cartel que aparece y desaparece del frente de mi casa y qué son las voces que escucho? ¡AY, hija, usted ha comprado esa casa que fue una funeraria! Allí han velado a cientos de personas, hasta que murió el dueño, el caballero que la esperó para vendérsela a usted. ¿Y qué hizo con los dólares que le pagué? Seguro que están enterrados en su jardín, dijo la mujer y se dio vuelta entrando en su casa a través de la puerta cerrada. Montserrat corrió y vio que en un rincón del breve parquecillo había un montículo de tierra revuelta. Escarbó y allí en una caja, estaba su dinero envuelto en una hermosa caja de plástico amarillo.

 

 

 

DESTIERRO...

 


Transita sin volverte sobre la orilla inmolante de la aurora

 

No te vuelvas a mirar atrás, avanza.

 

Una incrédula palabra y destrozada, serás de piedra o sal,

 

con imágenes de hielo, de "Cellinni" en bronce.

 

No está ya la "Lola Mora" para esculpirte en mármoles de gloria.

 

Estarás tan sola en el desierto como la mujer de Lot.

 

¡Escapa ahora, que aún hay tiempo !

 

Tardío tu pesar de espanto y cielo,

 

rasgada la túnica del territorio oscuro

 

verás amanecer  y un tenue matiz dorado

 

recubrirá  el horror desplazado en ese continente

 

de la muerte.

 

Profetiza del sol y de la luna,

 

te debes refugiar en el futuro para sobrevivir

 

en el silvestre campo donde duermen los fantasmas

 

del ayer, del hoy y del mañana.

 

Ahora desplázate ligera sin volverte a mirar...

 

serás gaviota o nube o mirlo o canción lejana.

 

Nunca jamás estatua de curiosa hechura.

 

Los cinceles duermen herrumbrados.

 

Huyeron los milagros.

 

Vete.

 

LA SOSPECHA

 


 

            Cuando Edison llegó al rancho “Albores Azules”, llovía a baldazos. La perspectiva visual era nula, las ruedas de la chata levantaban chorros de barro azuloso y pequeños guijarros que golpeaban los muros de la casa. Por la ventana, tras el visillo, un rostro sorprendido se asomó, para desaparecer rápido y apagar las luces. El silencio quebrado por el chubasco, penetraba el amplio patio.

            Dos enormes perros negros corrieron gruñendo, para que el intruso regresara por donde había llegado. Edison, se negaba. Descendió con dificultad, su pierna ortopédica, con humedad se ponía artrítica y su corazón galopaba por el esfuerzo. No regresaría a “Paradisso”. Un sonido agudo despejó el camino de los mastines. Ellos, agacharon la testuz y se mantuvieron en espera del mandato que solía provenir del interior de la casa.

            Golpeó con el puño la puerta. Nadie contestó. Un insulto grosero y un escupetazo, cayó en las piedras acuosas. Rodeó la casa y en la puerta trasera, donde se atisbaba una luz, llamó con un gruñido. ¡Soy Edison Duarte, carajo, abran! Los perros lo habían seguido atentos y dispuestos a luchar. Su pelaje negro y húmedo, los colmillos afilados y las orejas enhiestas, mostraban su estirpe guerrera.

            Se escuchó un paso cansino acompañado por un golpeteo de bastón. Era Úrsula.

Quien con un rostro desfigurado por la ira, luego de putearlo, le abrió la puerta y dejó el espacio mínimo para mostrarse y hablar. ¿No ves, imbécil, que diluvia?  ¿Qué te trae a esta casa? Mientras dijo eso, lanzó un salivazo marrón por el espacio entre dos dientes rotos, carcomidos por el tabaco. Cayó a los pies del hombre. No se movió. Esperó un instante y tras la vieja, apareció Lucila. El alboroto que se hizo, fue grande. La vieja enojada se hizo a un lado y el hombre ingresó, dejando una huella de agua y barro en el piso impecable de la cocina.

            El fuego de las hornallas, entibiaron el cuerpo aterido. Lucila, lo abrazó y el perfume de limón de su cabellera, le llenó el alma de sensaciones maravillosas. ¡Hacía mucho que no la veía! Desde que Virginia había muerto, no podía entrar en la casa.

            Se sentó en la banqueta junto a la puerta, cerca de los olores calientes de los fuegos. El apio, la cebolla y el aroma de la carne, le despertaron recuerdos que había soterrado hacía tiempo. La muchacha estaba hermosa. Había un rubor virginal en sus mejillas y estaba alta y delgada, pero vio en sus ojos una luz inescrutable y triste. Ojeras azuladas rodeaban sus largas pestañas y sus manos, de blancura increíble, estaban abrumadas de pequeñas grietas. Úrsula, se interpuso con su cuerpo enorme y dispuso que se tenía que ir. Pero Lucila, rogó que se quedara un rato. Él, consintió y le pidió hablar a solas, cosa que la mujer no permitió.

            ¡Pues bien, sepan, que he recibido un informe de alguacil del pueblo con una grave denuncia sobre la muerte de tu madre! Un grito se escabulló de la garganta de la anciana. ¡Salga de esta casa! No me iré hasta saber qué ha pasado acá. ¡Salga, maldito intruso! Soy el padre de Lucila y usted no es nadie para echarme.

            ¿Dime pequeña, qué siente tu corazón sobre lo que se habla en el pueblo? Todos los rincones de Branden Stone está murmurando sobre el tema. Yo, había salido de la vida de tu madre cuando eras muy pequeña, esta mujer, maldita, no se qué le metía en la cabeza la dulce Virginia. Dijo, el alguacil, que cuando la encontraron tenía puesto un vestido que yo le traje de la ciudad para un baile de la iglesia…y que se había cortado el cabello con la tijera de esquilar ovejas. Ella, señalando a Úrsula, no me dejó acercar y siempre dijo que era mi culpa, pero, dime preciosa; ¿cómo pudo ser mi culpa si no me podía acercar por la ira de esta bruja?

            No alcanzó a ver que tras él, venía un palo enorme que lo dejó inconciente. La sangre manaba por su cabeza. Lucila, con los ojos alucinados salió corriendo hacia su dormitorio, se escondió bajo la cama y se limpió las salpicaduras rojas y untuosas de la cara y el cuerpo. Sintió los rituales sonidos que hacía la anciana cada vez que tenía un cadáver cerca. El cuerpo arrastrado hasta el sótano y el cieno cubriendo el cuerpo aun palpitante de su padre.