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miércoles, 10 de septiembre de 2025

2038, UN AÑO DESPUÉS

             

            Dejo los dibujos y el guión sobre el escritorio de mi trabajo y comienzo a leer los mensajes de texto que recibo a diario. Un sofoco de papeles llena mi mesa. Detrás, en los estantes la colección de historietas de los años 1920, 1930, 1940, hasta la fecha, son el mismísimo collar de diamantes y perlas que regresan a la vida, no sólo a sus autores, dibujantes y guionistas, sino a los personajes como “Alvar Mayor” y tantos otros que me inspiran.

Estoy produciendo un personaje nuevo, con dibujos hiperrealistas.

            Son pocos los creadores cuyas viñetas no estudié y que conozco como el contorno de la cintura de mi amada Gaby. Puedo relatar y diseñar a Trillo o Brecchia como una tabla de multiplicar, pienso mientras abro uno a uno los mensajes en mi pantalla táctil. Hay una invitación  que despierta mi atención. Me tienta con palabras interesantes. Es de un tal Arthur Mc. Harrynthon. Tiene historietas de Oesterheld, inéditas, dice. Otra de Wood editada en Edimburgo en el siglo pasado. He aceptado una cita en Agoterre y Selteviño, en el café de “Los Argonautas”. Hacia allá me dirijo.

            Miro el reloj y tomo un taxi hasta estación Carapallo. Allí, me meto en la estación de trenes. El andén está vacío. Me siento en una banqueta de acero. Una pantalla gigante sirve de distracción con propaganda política de las nuevas élite. Cierro los párpados. Instalo en mi interior un mundo de viñetas para la nueva tanda en la revista “El Innegable Rufián”.

            Llega la máquina y al tañido agudo de un gong se abren las puertas. Subo. Me siento. No hay otro pasajero. Arranca y el silbido aletarga mi mente. Coloco en la ranura del GPS., la tarjeta con la dirección a la que asisto. La máquina me la devuelve marcada. No podré usarla nuevamente Un sonido musical, anuncia la próxima detención del tren. Se abren las portezuelas e ingresan varios hombres de unos veinte a treinta años. Altos, delgados, vestidos de traje de fibra micro elástica gris, camisa celeste, corbata  azul con rayas plateadas que monitorean sus movimientos. Todos peinados y afeitados igual. Parecen clones de un humano del siglo XX. En su teléfono móvil comienzan a escribir mensajes. ¿Qué dirán éstos? En sus oídos, mínimos micrófonos, le agregan, tal vez, noticias, música u órdenes del dictador.

No me miran y eso me permite observarlos. Extraigo sutil una libreta electrónica dibujo sus movimientos: exactos, febriles. El convoy apresta su  movimiento con un sonido diferente.

Tras un trecho corto se detiene en otro punto de la ruta, ingresan féminas jóvenes. Todas vestidas con trajes de fibra adhesiva activadora de código numérico de Dignidad Vital, con diferente estructura molecular a las ya usadas en el otro nivel de superficie. Botas altas, abrigos de paño de fibra óptico-termo variable  y un bolso de tamaño regulable. Como tocadas por un instrumento invisible, abren el bolso y comienzan a extraer una pantalla de cristal de cuarzo espejada. Con una mano la sostienen y con un tubo, de una crema coloreada, la van esparciendo por el rostro, dándoles aspecto humano. Luego se aplican un tornasol con brillo de diferentes tonos iridiscente en los párpados. Los ojos adquieren el tono del polvo desparramado. Un lápiz óptico láser delinea el contorno de las órbitas aumentando la profundidad de la visión para ver en 3D, luego con otro artilugio extraño arquean las pestañas. Un pequeño cilindro con tono rojo les devuelve forma y color, a lo que parece ser su boca.     

Están maquilladas igual a las mujeres de mis historietas y dibujos que transitan mi pantalla. ¡Pero a medida que ellas van logrando esa transformación casi humana los robot-masculinos tornan pálidos y demacrados desdibujando su atuendo!

En la próxima parada, elevándose de sus asientos, se apretujan en la puerta y descienden apurados, desaparecen.

El tren continúa y me dispongo a salir en la estación donde debo encontrarme con el desconocido, pero una de las mujeres que está sentada allí, pone un pie y me hace caer de bruces. Todas se agazapan sobre mí. Me tocan, me palpan y me muestran sus bragas fosforescentes. Nunca pensé que pasaría por esta situación. Me arañan, incluso quieren desvestirme. Tironeo y puedo desprenderme de sus manos.

Prácticamente me largo del coche de un salto antes que cierren la puerta y continúe el convoy. El ruido del tren se extingue en la profundidad de la tierra. Las luces me indican por dónde debo ascender a la superficie. Un zorro-policía-verde se acerca y me da una insignia. “Usted es un héroe”, me dice. “Logró evitar ser usado como semental por la manada del Tercer Grado Infra Terreno”. Sólo atino a seguir, agradeciendo el lazo amarillo, que se pega en la pechera de mi traje. ¿Será un signo de supervivencia?

            Al salir a la calle, veo el famoso café de “Los Argonautas”. Sonriente un hombre muy anciano de larga barba cana, me muestra detrás del vidrio del escaparate, unos amarillentos álbumes. Corro, y en cuanto entro, comprendo que estoy en una de las oficinas del Dictador. Me esperaban. Caí en una trampa, pienso.

            Ahora estoy en un asilo en la campiña. El edificio es una vieja fábrica de productos lácteos que han reciclado. Hay perfume a leche y desinfectante. Un personaje por habitáculo. No hablo con nadie. Nadie habla acá. Se sienten quejas y llantos. Yo no me lamento, porque ponen en mi mesa papel y lapiceras de color y puedo dibujar y crear. Cada noche desaparecen mis viñetas y trabajos. No puedo seguir el hilo secuencial como antes hacía. Día a día empiezo un trabajo nuevo, distinto. La soledad me exaspera. Soy un ser lúdico y social. Espero, siempre espero, que entre alguien y hable conmigo. Quiero contar que soy… era, un gran historietista. ¿Ahora qué soy?

            En mi otro escritorio, el de antes que sucediera esto, están las pruebas de mi trabajo. Nunca podré hacer conocer a la verdadera gente del futuro que hay un mundo hermoso, diferente, donde se puede pensar y mostrar lo que es la Libertad de Crear.

            En el asilo donde me guardan, hago a hurtadillas como un Conde de Montecristo, las historietas que espero algún siglo aparezcan y demuestren lo que ha sido capaz un hombre de ADN humano. En ellas cuento que fui indiferente a las mujeres del tren. ¿Cómo será el mundo lejos de esta celda en los años transcurridos? ¿Existirán los laboratorios genéticos? ¿Me habrán clonado? ¿Seré el Clon de un Historietista?

           

    

             

 

 

EN LA VIEJA CASONA DE SAN COSTANZO


 

            Había una marcada oposición entre Yolanda y el padre. Ambos sentían aversión por la sociedad, pero mientras el hombre amaba el dinero, la fama y el poder; Yolanda sólo quería ingresar a un convento como Carmelita Descalza. Escapar a su realidad. Del horror.

            Las discusiones cotidianas penetraban como púas en cada acto que acontecía. Un bocado era ácido, un bocado era veneno. Cada gota de líquido que se bebía en la comida cotidiana era un trago amargo. Lágrimas se mezclaban con el vino y con la leche.

            Yolanda, obligada a tomar por esposo a un pomposo joven de la casa lejana, sólo lograba agregar una fortuna al apellido de su padre. Apellido pálido de honor y credibilidad familiar. Ella, sollozaba en los rincones del helado caserón. Llegado el tiempo de la boda, su nodriza rebuscando en los arcones, que aportó la madre de la joven mujer, encontró tres cosas singulares: el traje de bodas, un cuaderno de notas y una caja azul con cerradura hecha por orfebre y sin la llave maestra para abrirlo. Todo oculto en los desvanes del alto, bajo la mansarda del ala norte. Los tules, encajes y sedas de un amarillento cobrizo, parecían hacerse eco del desprecio a los sentimientos que representaban a los ojos de los hombres. Allí sólo importaban las propiedades aportadas a la joven novia., que pasarían a poder del padre.  La pequeña figura de Yolanda enfundada en ese vestido era un sueño inédito en la memoria del padre. Un respingo malicioso en su mirada fue la respuesta a la apariencia fantasmal de su hija.

            La ceremonia fue modesta, junto a los criados, que ya ancianos llorisqueaban viendo a “su” niña así, fueron los inapreciables testigos de la infamia, como siempre. Los familiares del novio, eran una extraña manifestación de mal gusto y torpeza social. ¡Nuevos ricos! Gente que había logrado fortunas con las plantaciones de café, algodón y tabaco en América. Esclavistas, que arrastraban a pobres africanos de sus costas a trabajar como animales en las tierras extrañas. Nada más lejano que los sueños de Yolanda. Cuando vio al muchacho que sería su marido, le tranquilizó la mirada limpia en unos ojos negros sin escondrijos. Él, aportaba dinero, ella un apellido conocido para los bancos de Londres y América del Norte, donde enormes cultivos llenaban de oro las arcas de los avaros.

            Hicieron un trato amable. Su vida transcurriría como si fueran hermanos hasta conocerse. Todo oculto a sus progenitores. Compraron una propiedad cercana a la casa paterna de Yolanda. Estanislao, cumplía ampliamente con la palabra de dejarla hacer tareas caseras y llevar alivio a los desposeídos de la zona, a pesar que era mal visto por los padres de ambos. Así se fueron haciendo amigos. Compartían largas pláticas y ensoñaciones frente a la chimenea o a los viejos robles en las noches cálidas de verano. Pasó un tiempo en que se descubrieron y se amaron como todos esperaban. Nació un pequeño que llamaron Godofredo y luego una niña que llamaron Célica. Transcurrió un tiempo y la muerte traspiró cerca de ambas familia entre los mayores que creyeron se habían cumplido todos sus anhelos. Era un tiempo de espera para la pareja.

            Así, ya dueños de sus deseos, viajaron hacia las plantaciones de América y descubrieron que la crueldad del hombre es mayor a lo imaginable. Hambre, golpes y enfermedad abrazaba a los trabajadores, muchos de los cuales habían muerto por el maltrato y los sacrificios físicos y mentales. Una guerra se avecinaba. Estanislao y Yolanda decidieron darle la “libertad” a su gente, pero no era fácil para aquellos la subsistencia y casi todos se quedaron. La hacienda crecía de otro modo. Habían cobrado muchos enemigos que no tardaron en crear verdaderos caos en las plantaciones. Quemaron la cosecha y mataron a los infelices.

            Una noche, frente a una descarga de proyectiles que atravesaban el plantío, Estanislao salió con su arma a defender a su gente y recibió una descarga de trabuco, muriendo en el acto. Huyeron los misteriosos homicidas. Yolanda lejos de amedrentarse, luego de enterrar a su querido amigo, continuó con la vida. Célica, ya adolescente ayudaba a su madre, que rápidamente envejeció por la pena. Una noche discutieron por la necesidad de Yolanda de dar amor a los desposeídos. Célica no comprendía a su madre. Las palabras hirientes dejaron débil a la mujer. –¡ Tú y tu manía de regalar el esfuerzo de mi padre… nadie en plena guerra te da nada, ya no queda alimento en las alacenas y el campo está arrasado. Eres injusta con nosotros, eres indiferente y egoísta. Tu sola esperas ser reconocida como si fueras un ángel, pero eres pérfida y malgastas nuestro futuro…!-  gritó Célica en la cena. Yolanda se llevó la mano al pecho y cayó desgarrada de dolor sobre el plato de comida. Su cabello gris, mimó el trozó de pastel que comía. Godofredo corrió y transportó a la madre al lecho. Allí suplicó a su ayudante le trajera la caja azul. De entre su corpiño extrajo una pequeña llave. Se la entregó a los hijos.

            Célica y su hermano buscaron auxilio en un médico, que llegó presuroso, pero tarde. Pasaron las ceremonias y los días. Luego, en un descanso abrieron la famosa caja azul. Allí junto al cuaderno donde explicaba el horror de la vida que había vivido su abuela, estaba la verdadera historia de Yolanda. Juntos lloraron. Abrazados los hermanos comprendieron… y se prometieron vivir de acuerdo a ese sueño de sus padres.

-          ¡ Godofredo,  después de haber abierto la caja azul, pude perdonarlo todo!.”- nadie que soportara tanta humillación y horror en su vida pudo ser tan buena. – ¡Mira acá está el extraño aparato con que el abuelo torturaba a la abuela y a mamá!.- muestra Godofredo. Un momento de doloroso silencio se produce entre ambos. El horror se marca en sus rostros. Afuera se agitan las flores de magnolia que tanto amaban sus padres, impregnando de perfume el salón.

¿ POR QUÉ EXISTE EL VERDE OSCURO?

 


 

Cuando el sol se arrepiente de su brillo aparece el color de la nostalgia

 

se destraba el cerrojo mojado de la luna y se desplaza un gorrión por mi ventana

entonces aparece

como un desterrado       el verde oscuro

inclinando las ramas de mi sueño

a la altura del mástil de la nave que atraviesa mi verano

sortilegio que espera

las manos milenarias en sus colores

 

una tarde cualquiera regresa el verde claro

no entiendo su nostalgia

ni pretendo los labios en mi frente que adornen mi lecho en la mañana

no puedo reprocharle al alegría

prefiero el verde oscuro y lo proclamo

es que a veces

una pequeña estrella me recuerda que su nombre

puede ser la esperanza

 

UNA INSÓLITA SOLUCIÓN

 

            Desde el automóvil alquilado, Ivanna, observa el frente del caserón. Bello lugar. El coche de su amado Rafael, es el aguijón que se le clava en los ojos. Allí está detenido desde las diez horas, y no se ve movimientos en el interior. Se le nubla la vista que tiene incrustada en los ventanales y el gran portal, por donde espera verlo salir.

            Ya es la hora en que los árboles comienzan a transformarse en matorrales, verde oscuro o negro, cuando comienzan unas leves luces a asomarse por los vidrios. Se abre el portón de hierro y aparece un pequeño coche deportivo. Antes, en el vestíbulo, Ivanna observa asombrada, como su marido, besa apasionadamente a un atlético joven moreno.

            Un estilete invisible le atraviesa la garganta reseca. En su retina se incrusta la imagen. Luego parte el coche de Rafael, rumbo a la ciudad. Suena en su cartera el celular. Amor, me voy a demorar unos veinte o treinta minutos, acá en el club. Siempre que no me llamen por teléfono unos clientes. Te amo, espérame para cenar. Y ella lo sigue, para verlo ingresar en el club. Se detiene y espera. Lo ve salir bañado y cambiado de ropa. Un estilo informal que traía y sale con el típico traje de oficina. Los ojos de la mujer, tienen un raro color resinoso. Se aleja apurada por la autopista y corta camino por calles extrañas para llegar antes que él, a la casa.

            Intenta tranquilizarse. No sabe cómo actuar. No debe demostrar sentimientos. ¡Comprende por qué causa no quiere tener hijos! Su reloj biológico ya está en rojo y él, siempre inventa pretextos para evitar la paternidad. Resiste pensar en “su” hombre en brazos de otro, si fuera mujer, su alma no estaría tan destrozada. Cuando siente la llave en la puerta de entrada, se ve reflejada en el gran espejo de su dormitorio y una extraña pátina se desliza por sus ojos, en forma inoportuna cual párpado transparente. Se refleja nuevamente su piel tersa y su cabello corto tiene un suave reflejo verdoso. ¡Es mi imaginación! Mi odio me hace ver cosas insólitas, piensa. Desciende por las enormes escaleras de mármol y se desliza como una sombra. Él, en el comedor ha tomado un vaso de güisqui y tintinea el hielo festivo en el cristal. Le acerca uno igual y la besa ligeramente en los labios. Ella retira precipitadamente la boca. Que siente levemente dura. Su lengua parece de plástico. Se aleja hacia la mesa donde la mucama ha preparado la cena. En silencio, se sientan y comienzan a comer. Un breve comentario sobre la exquisita carne a la provenzal, al buen vino boyarda y al clima. Luego se instala una pared invisible entre ambos. Cuando están por finalizar y se acerca la joven mucama, se miran sorprendidos por el rugido de una moto que ingresa en el camino a la casa. Rafael, salta en la silla y se precipita al palier de ingreso. La alfombra persa sabotea los pasos y la voz en cuello de ambos hombres, es un siseo terroso que llega apagado a oídos de Ivanna. ¿Qué haces acá? Te he dicho que aquí jamás vengas. Vete. Mi esposa …El ingreso inopinado de la mujer transforma la situación. Lame con su mirada extrañada el cuerpo y rostro de su enemigo. Una cara infantil, rubicunda de ira y sospechosa de venganza, se detiene en ambos rostros. ¿Quién viene a visitarnos a esta hora? ¿Acaso lo invitaste a cenar y no sabía nadie nada? Pase. Tome un aperitivo con nosotros, dice ligera para conocer la causa de ese exabrupto.

            Rafael, palidece y apenas puede balbucear palabras. Mi compañero de tenis, el joven Belisario Verón. ¿Te acuerdas que yo te comentaba, querida de un nuevo socio al que hay que temer por lo bien que juega? Bueno ha venido y me encantaría saber qué lo trae a esta hora.

            No vengo como socio a jugar tenis, sino a buscarte para ir a “Soho Gay”. No es tu fuerte mentir. Cambiate que nos esperan para el nuevo show. Y te retiras de nuestra casa que crees que estás haciendo, atrevete a molestar a mi señora. Sal ya mismo. De ninguna manera. Tú, refinada estúpida, debes saber que hemos estado todo el día juntos en un lecho de amor. Te engaña. Es mi amante. Déjalo ir. Sé inteligente por una vez y comprende que yo he ganado esta contienda. Eres un verdadero cretino. ¿Qué necesidad tienes de insultar en mi casa a esta pobre mujer?

            Atónita, Ivanna y la mucama, miran a la pareja. Salen y el estruendo del escape rompe el trágico silencio de las gargantas de las mujeres. Sorprendidas, se alejan para reponerse del momento sufrido. La mucama, toma su ropa y sale, dejando la llave sobre el mármol rosado de una cómoda, en el ingreso a la casa. No atina ni a saludar. Su mente tiembla. No comprende nada. Su patrón es… no puede ser. La señora tan fina y bella… eran tan felices, o lo parecían. En la soledad del barrio pasa junto a los guardias de seguridad como aislada del mundo.

            La joven ama, despechada, comienza a recorrer cada rincón de su bello dormitorio. Abre el vestidor y con una navaja corta y deshilacha la ropa de su ex marido. Su vientre es un volcán en erupción. No llora. Tiemble de ira y sueña diferentes venganzas. De pronto se mira frente al espejo de su vestidor. Allí, observa que sus ojos, tienen un extraño proceso de cambio. El iris, se alarga verticalmente. Una suave membrana cubre su globo ocular en forma de párpado extra. Su rostro, totalmente endurecido por la furia, se va cambiando y la nariz, se eleva achatándose sobre una faz angulosa. La lengua es larga y se mueve a latigazos con una incisión en medio. Una serpiente envidiaría su lengua. La piel va tornándose escamada y verdosa. Mira sus manos y las ve atrofiadas en garras con afiladas púas negras. Se encorva. Crece una inesperada cola con espinas de colores que se elevan hasta la cabeza donde el hermoso cabello ya se ha transformado en aguijones venenosos. Se desliza sobre su vientre húmedo y frío. Siente un grito interior que la empuja hacia el parque. Sale por el enorme ventanal. Sale en búsqueda de un apareamiento para desovar sus crías.

            Sobre el brillante piso de mármol blanco quedan derrotados, un par de zapatos de tacones rojos, un vestido de seda negro y un collar de perlas con broche de zafiros.

           

SOMBRAS EN EL CORDEL

 


            El viento juega con la silueta en la terraza antigua. Un rumor agiganta las sombras. Llovizna y el cordel sostiene gotas de agua, pequeños diamantes que reflejan tu ausencia. ¿Dónde estarás ahora? La pregunta juega con la camiseta que envolvió tu cuerpo, mi hombre amado. Nadie responde. Sombras. Soledad. Una ausencia que se agiganta en la tarde cuando el candado de silencio atrapa tu recuerdo. Presiento que otro dolor aterrador despertó en tu pecho. Allí estará peleando mi fantasma,  tu atenazado cuerpo acoplado a los golpes y horrores de esa cueva en la que seguramente estás metido. El perfume de jabón y lavandina atraviesa la terraza donde busco en cada prenda tu presencia. Se expande el perfume de la nostalgia celeste que se agranda en tu alejamiento. ¿Volverás algún día? El cordel solitario acuna broches. ¿Qué broches de metal atenazarán tu piel quebrada y gironeada? Ya, hasta faltan tus risas colgadas al viento. Los broches parecen tus hombros apelando a ser hombre en mi esperanza. ¿Volverás? Serás tan sólo un recuerdo en mis noches solitarias. Apoyaré mi rostro en la almohada para percibir el perfume de nostalgia. Ayer llamó un “hombre”, buscándote por tu apodo, no era sino otro de esos malvados que persiguen aún tu persona. Ellos buscan más sobre ti, saben que me atormenta no saber dónde estás y qué te ha sucedido Sabes, presienten, muy en el interior que tú eres el verdadero arquitecto de mi suerte, el que le devolvió el sentido a nuestra vida. Esa vida que buscábamos entre la suciedad de una sociedad hipócrita y malvada. Yo sabré esperarte. Mi corazón abrumado construirá un nuevo nido para acunarte. No sos más el niño que se transformó en el hombre capaz de predicar y luchar por una idea diferente. ¿Maduran los duraznos en invierno sin el calor de unos brazos que  protejan? Yo esperaré con mi silencio retratando sonrisas en la calle, cocinando bollitos de anís y nueces, caminando sobre los parques descalza sobre el césped. La lluvia volvió sobre el cordel y sólo queda una camiseta que vuela llevándote mis esperanzas.

                ¡ Golpean a la puerta con sus armas, son acaso quienes vienen a buscarme?

LA LARGA HISTORIA DE LA FAMILIA NATUBA, ESCLAVOS QUE LLEGARON A AMÉRICA HACE TANTO TIEMPO QUE SE PERDIÓ EN LAS CRÓNICAS ESCRITAS.

 

1-

            Ya está lista. La lavé. La peiné. La envolví en su manta de paño con los colores que dispuso el anciano Isai Natuba. Eso fue hace como cien años. Nadie lo conoció. Ahora, todos piensan que nunca existió. Pero todos nos movemos al ritmo, que desde su fantasmagoría, él, imprime en nuestras vidas. Ya la pueden exponer para el canto y las ceremonias. Ella es

            Amarinda Bella, la mujer mejor cuidada en la ciudad, después de la primera dama, que vive en una casa alejada de su pueblo. Acaba de morir, sin embargo, una extraordinaria mujer. Mi abuela. Amarinda Natuba.

 Hablar de la legítima esposa del “Señor” Don Felisardo Lastenes Gómez Romero, eterno presidente de la República es imposible. Nadie la ve desde hace muchísimo tiempo. Es como un fantasma de tanto no ser vista, es como si sólo por nombrarla tuviera existencia real. En verdad de la dama nadie sabe nada. Nadie conoce el nombre de la señora presidente. Sólo anda por ahí una foto que según dicen es de mil novecientos treinta y tres. ¿Quién sabe? Tal vez sea cierto y existe. Ella era una hermosa actriz de cine en Paravará. Pero nadie habla de eso. El pueblo se calla. Yo también. Esa otra es la “Desconocida”. Ésta, mi abuela, era la novia visible del caballero. Pero todos miraban hacia el costado cuando el “jefe” la sacaba a pasear con su largo cabello negro cayéndole sobre los claros senos opulentos y sudorosos. En el auto rojo que brillaba al sol o a la luz de la luna llena, sobresalían los ojos de la mujer más codiciada de la región.

            La mortaja la hizo la señorita Libia. Le acerqué el antiguo dibujo trazado con mano ágil de Isai Natuba, que amarillea en el aparador de caoba y palisandro. Lo trajo en uno de sus viajes, según contaba Amarinda. Costó encontrar esos colores brillantes, la textura en los paños y telas. Lograr, en pocas horas, bordados con todos los signos que están escritos en un idioma que ninguno de esta enorme familia entiende. Debe ser algún lenguaje esotérico. Isai Natuba era negro y su sangre, dicen, era más fuerte que la de un buey. La señorita Libia, sabe muchas cosas, pero sólo bordó cuidando en cada puntada, no distorsionar el mensaje. Si llegaba completo, ellos, los ancestros recibirán sin ninguna duda a la querida y bella Amarinda. Los espíritus son como los ángeles, se conocen entre ellos. Nosotros apenas vislumbramos a quien está frente a nosotros. Ellos en el otro espacio, el de los muertos, se miran y saben hasta el nombre y de dónde viene ese difunto. Por eso hay que ponérselo todo. Hasta los zarcillos de piedras de coral azul que usaba en el día que el caballero la robó. La sábana que guardaba con su sangre. Las trenzas que le cortó esa madrugada y los calzones de lienzo, amarillentos, por los años transcurridos. Además de la mortaja que bordó la señorita Libia, todo debe ser ubicado junto a ella.

            Ya llegaron varios llorones. Traen flores de jazmines y jacarandá. Van formando corolas entre cruzadas. Por todos los rincones hay jofainas con agua clara bendecida por el “viejo barbudo” vestido de blanco que nos mira con extrañeza. Y nosotros a él. Pero cada uno en lo suyo. Él con su Dios y nosotros con nuestros mandatos familiares. No hay discusión.

            Un mestizo acaba de entrar con una enorme corona en forma de corazón, hecha con diamelas, en nombre del dictador. Toda la gente, espantada, se hace humo. Yo y el “viejo barbudo”, nos quedamos aquí, quietos, mudos. Agradezco con dos palabras o una, tal vez, el miedo no me deja recordar. El anciano, comienza a echar agua bendita y a ahumar con incienso a la muerta. Amarinda, se hubiera levantado para tirar por el alcantarillado esa blonda del dictador. Pero no puede. Yo no me atrevo y el monje tampoco. Ya fue preso muchas veces por hablar de las cosas malas que sabe del dictador. Lo apalearon. Casi lo matan, si no fuera por el mestizaje de los barrios pobres, ya estaría como muchos perdido en la selva.

            Suena la campana de ingreso a la hora del estado de “sitio” como dicen. Ya nadie puede andar por la calle, aunque sea un festejo de mortal en camino al infierno o al paraíso. Ahora nos quedaremos solas. Amarinda y yo, su nieta.

 

2-

            Este barco apesta y  la oscuridad me impide ver a los que han atado a mi cadena y a pesar de ello, distingo a los que por las diferentes lenguas hablan  Se quejan y pienso que si una vez al día nos dan agua en un balde de madera con olor y sabor a podrido me alcanza o cuando me tiran pan enmohecido me da nausea otras, a veces, me  sabe a cuzcuz a miel y a mango y otras es hiel y sangre y miedo y estos infelices les debe parecer pescado o manjares diferente a los nuestros Ellos parecen chinos o birmanos aunque nunca los he visto con luz y no puedo comunicarme El olor a mierda nos igualó enseguida porque no nos sacan a cagar afuera como se debe hacer con un hombre, soy un sometido que capturaron cerca del río Hago mi suciedad acá debajo de mis pies y tengo rabia Al principio olía a jengibre y ajo A madera y grasa y ahora el olor es el mismo a orín y mierda No me muevo para no tener desgarros en los tobillos donde tengo las argollas de hierro y las cadenas Los palos en que me ataron me hacen sufrir porque apenas entré me golpearon brutalmente. Caí replegado sobre mi vientre Herido Soy un hombre jefe y tengo mando allá en mi tierra Sólo abrieron un poco cuando entró un grupo de chinos o coreanos  pero no sé porque fue después de navegar un largo tiempo entre marejadas enormes y bravías

            Dormito cuando me sacudo con el traqueteo del barco y ya nadie solloza suplicando ayuda Yo tampoco nadie me escucha ni escucha a este puñado de muertos vivos y eso que hay mujeres Entiendo que debe haber hembras y niños por el llanto y los gimoteos Ayer sentimos que paraba el motor y que navegábamos en silencio porque debemos estar cerca de algún puerto o algún barco de bandera que debe haber avistado el nuestro Seguro es pirata como nos dijo el jefe Matamo Ombatu  que este navío debe estar con cuidando y nosotros también cuando uno sale de la aldea yo me alejé detrás de una cebra y me olvidé de lo que me dijo el jefe y mi padre cuando me iniciaron en la ceremonia de adulto y sentí el ruido de la caída de carpas y velas a las que ya estoy acostumbrándome y han  recuperado cuerdas y cadenas de amarre y se escuchan voces de otros hombres aunque lejanas y como bajo un trapo o el agua porque deben tener miedo que los ataque alguien como ellos atacaron en la orilla del río en la cacería en donde me encontraba con Ume Tomana tratando de emboscar una vieja presa para agregar al fogón en la aldea y ahora han abierto una de las puertas  y  entra un aire salobre y sano de mar limpio que me recuerda la vida en mi tierra y oigo gritos y también insultos en  idiomas que no entiendo como no entiendo qué hago acá todo lleno de gusanos y mierda pero siento palmas que golpean los infelices que ayudan al gran jefe del barco que entra con un hombre rubio alto y vestido con un trapo claro un látigo y trapos blancos que brillan como telas de araña en el frente de la panza y sobre la barriga magra y seca lleva una faja azul roja y blanca que se enrosca  y lleva apretado con sus dedos afilado llenos de sortijas de oro un pañuelo sobre la nariz ¡claro que  no puede respirar en ese ambiente de muerte y excrementos y sopesa  los músculos mustios de varios hombre y toca los senos y caderas de algunas mujeres y arranca tres niñas de los brazos de sus madres que gritan y yo sólo no puedo ni moverme para ayudarlas y reciben un latigazo en la cara después sale y oigo gritos en varios dialectos y he visto gente de mi raza de raza bantú de ojos pequeños y vientres abultados por parásitos y hambre y he visto mujeres semi desnudas atadas a hombres que casi ciegos les restriegan un miembro viril muerto para ver si aun respiran y uno que habla algo de bantú dice Macao y yo digo Pemba pero tengo la piel negra muy negra y él tiene la piel amarillenta casi verde como sus ojos aureolados de un salitre lagrimoso que me da miedo no será un fantasma pero es joven y pequeño de estatura pero bien fuerte se nota que ha sido  alimentado por su tribu y sus músculos han liberado empeño en las tareas aunque ahora ya las haya olvidado así escondido como estamos y no lo han visto y  por fin sale el blanco y cierran y en un par de interminables horas que han pasado el barco vuelve a navegar pero el aire se ha renovado un poco y han tirado agua hasta limpiar un tanto el sepulcro en el que viajamos a la nada.  

            Arrastrando las cadenas se acerca a mí y en su lenguaje gutural que no escuché nunca en mi aldea me trata de hacer comprender quien es ¿quiénes somos? ¿acaso aquí pertenecemos a alguien o algo? se ilumina una pequeña brecha en la madera y vislumbro la luna que brilla en la noche y sueño con la libertad y siento un estruendo y yo que soy un viejo pescador de mi isla sé que han chocado con arrecifes y es nuestra esperanza única  que esta madera podrida se desintegre y podamos salir para siempre de la tumba en la que estamos o tal vez vayamos a otra tumba la de la muerte pero a la libertad porque la muerte es otra clase de libertad.  

            Los golpes fuertes de madera astillada que oímos y los corales filosos han quebrado el casco podrido y en la brecha entra agua con espuma que duele en nuestras heridas y gritamos todos porque estamos atados y como no tenemos fuerzas y estamos tan doloridos tendremos una muerte segura pero se quiebra uno de los sostenes y nos deja medianamente sueltos y la chirona se agranda y me arrastra una ola junto a una pequeña mujer amarilla pero por influencia de los demonios que debe atraer su largo cabello negro se enreda en las astillas entonces me grita porque  debe sentir un gran dolor pero yo la tironeo y logro sacar mis piernas por el drenaje recién abierto y entro en un mundo oscuro y helado que  cubre mi cuerpo y mi mente se recalienta pensando en ese puñado de hombres y mujeres que arrastro con mis argollas y cadenas y siento apretada a mi piel que se abraza la hembra salvaje y que clava sus uñas afiladas en la piel de mi brazo que pierde sangre a borbotones entonces pienso en los peces que comen carne humana y no puedo detenerme por lo que nado mucho y me dejo llevar por el recuerdo de mis buenas pescas de ostras en Pemba y así es donde subo a la superficie y veo a los hombres que se dejan caer por todos lados desde el trinquete a la popa y desde el carajo hasta la cabina del jefe maldito y hay un amasijo de gente de todos los colores y sus gritos suenan a tambores de guerra porque es la Muerte que atrapa a  todos yo  apuesto que quieren huir de la Muerte por terror a los demonios.

            Mi compañera de miserias sigue como una anguila mi escape y el pequeño chino y una mujer de mi raza a la que está atado nos siguen y  dejan escapar de sus brazos un bebé y también huyen pero saben que el bebé flotará y lo matarán los arpones de los villanos que sobrevivan porque son brujos del infierno y hay que seguir nadando y alejarme hacia donde me lleve la corriente pero quiero separarme de los ladrones que han caído como cucarachas al agua y yo que estoy tan flaco pierdo una de la argollas de hierro que me sujetan a la cadena y me deshago de la otra y la mujer me estira sus pálidas manos plumosas y débiles para que la atrape del cabello y sigo sin espiar más porque no me detiene nadie y veo la luna que me  permite alejar y atrás de mí a otros que desgraciados aun no se han  sacado las grampas de hierro los miro como se hunden en la marejada igual sigo aunque la sal me quema yo sigo alejándome y se alejan cada vez más los que iban tras de mi cuerpo pienso que parecemos dos delfines fantasmas con linaje de estatuas de azabache y seda que huyen hacia una negra oscuridad pero agotado me dejo llevar por la corriente y cada tramo estoy más apartado de la maldad de los piratas y mi amiga la luna se va escondiendo entre los altos riscos y me invita a desentrañar una huída hacia sitios más seguros y yo siento el filo de los corales en mis piernas doloridas y hay un sinfín de peces que lamen mis heridas y picotean y succionan el líquido que sale de las entrañas de músculos y vísceras.

            Ahora tocamos con los pies la arena y hemos llegado al punto de la playa por eso corro y me sigue la extraña joven le escondo mi cuerpo entre las malezas pero se esconde junto a mí tiritando me avergüenza porque está desnuda y aterrada pienso como se siente sola y cuidadosamente nos alejamos internándonos en una extraña jungla de árboles sumergidos donde el griterío de los monos en la noche nos alienta a seguir hacia lo más profundo de los palmares que son parecidos a mi aldea pero nos caemos varias veces y estamos muy doloridos con los cuerpos heridos y muertos de frío por lo que cada pierna y brazo busca un breve descanso que creo no vamos a lograr si queremos escapar vivos por ahora de los malvados y veo en la penumbra una enorme gruta en la muralla de roca que nos enfrenta desde la playa y allí nos protegeremos por un tiempo breve no sea que cualquier rastro de sangre o marca de pisada pueda ser un enemigo que nos traiga al infierno de nuevo.

            Rendidos caemos sobre la arena seca y fría.

 

3-

            La Ñusta Kunty se acerca a la cabaña con una cesta repleta de frutos de mar y su contorneo atrae la mirada del negro. Una pollera de colores vistosos, su camiseta de fina lana de vicuña y sus trenzas, atadas por mil pompones de colores, atraviesan el mercado con aleteo de aretes y collares de conchillas brillantes. Isai Natuba sonríe con la blancura alborotada de sus dientes. La piel reluce al sol. Esa mujer que habla con los espíritus, es el sueño de Pemba. Ella, sabedora de sus encantos revolotea sus pollerones, frente a la mirada de los hombres y el odio de las mujeres. Fuma su cachimba con mezcla de tabaco y hojas de coca, la planta sagrada de los Incas. Callada la pequeña Ming Li, observa como siempre con una mirada de sometimiento. Sigue a su benefactor todo el tiempo. Callada cuida sus heridas y sus sueños. Ofrece su exiguo cuerpo al hombre, que desprecia con un corto manotazo en el trasero inexistente.

            Ñusta Kunty, la hechicera del pueblo, sabe que el moreno la codicia. Se lo dicen sus caracolas de colores iridiscentes  y sus runas. También las estrellas y el grito del pájaro burlador. Ella es la única que puede fraguar un amorío o deshacerlo con sus travesuras. Yuyos y animales que sirven para pócimas. Ungüentos con grasa de yacaré e iguanas, sirven para destrabar el sexo dormido de los hombres y mujeres. Curandera de almas y de cuerpos, Ñusta Kunty, desea abrazar el cuerpo fibroso del hombre silencioso que la sigue por el matorral y la espía cuando ingresa desnuda en la cascada del mítico manglar. Atrás, siempre la extravagante muchacha china. Muda, mira y observa el deseo contenido del liberto. A veces llora. Aprendió algunas palabras de ese extraño lenguaje de las mujeres kollas. Sabe que ese país, a dónde los llevó el naufragio y la huída, se llama Perú y tiene un mundo antiguo de historia infinita como su Macao lejano. Sabe pedir algunas frutas por su nombre. El chupe de pescado, el ña`Pancha picante y la olla de cocido cuzqueño. Tiene un miedo instintivo, que Isai Natuba la expulse de su lado. Duerme a los pies de la hamaca, en la estera que le ha dado el hombrote. Él, hace ceremonias religiosas en las noches de luna. Baila y canta con voz profunda y enajenada en algunas tardes de tinieblas. Son dos extraños que se unen para poder sobrevivir en esa jungla de desconocidos. ¿Enemigos? Quién sabe. Las piedras raras se hacen edificios perfectos. Hay templos de una religión de hombres vestidos de blanco, barbas grises y aliento a muerte. Llevan un símbolo trágico en sus cuellos flacos. Le dicen “curas” y los niños los persiguen jugando. Ellos no se dan vuelta a golpearlos, como hacen los chamanes. Los ignoran, como a ella. Sólo les dan unos pequeños palitos de azúcar cocido que reciben alegres y el griterío acorta la distancia que le ponen los grandes. Los ancianos los odian. Se les nota en el rostro crispado por los surcos de la piel reseca por el sol caliente.

            Ñusta Kunty, le regala a la muchacha, un pendiente con un pájaro cincelado en plata. Es un poderoso talismán para que se enferme y se muera. Ming Li, sin saber, lo acepta y le hace una guirnalda de flores blancas perfumadas para devolver la atención, como las que le ofrendaba a sus dioses lejanos. La hechicera se enoja por eso, un momento tal vez, y luego, decide hacer un amarre poderoso para el Moreno. Se lo entrega a la mujer para que lo coloque en el lecho del hombre. La mujercita, le pone el ritual bajo la estera al africano, ignorando que es un amuleto de amor. Pero éste, se despierta sudoroso y afiebrado. La bruja no es tan poderosa como cree. Los dioses de él, lo protegen aún, de mordidas de serpientes y arañas ponzoñosas. ¡Y de mujeres malvadas! En lugar de prenderse al malsano abrazo de la Ñusta, se amarra al cuerpo frágil de Ming Li y en insensato extravío la toma para saciar su sed de hembra.

            Inmutable, se despierta junto al cuerpo moreno que elude palabras. Pasa el tiempo y su instinto le dice que hay un niño en su vientre. Le acerca la mano al pequeño bulto que se mueve y crece. Isai Natuba, sorprendido sale corriendo hacia el mar y libra su cuerpo al agua que lo seduce con el frío, de ese océano helado, en el que han llegado después del naufragio. Ahí llama a sus dioses ancestrales. Llora. ¿Qué clase de ser vendrá de ese vientre pequeño de piel casi verde? Una mezcla hechizada de ave y humano.

            Ming Li, busca una india que se llama Charuma para que rompa cualquier embrujo. Esa extravagante curandera, le hace encontrar el camino y le entrega poderosos amuletos entre los que hay un manto tejido con maestría de artesana y dibujos que atraparían a la Muerte y la llevaría a un espacio de paz y regreso a sus ancestros en la aldea, a la que cada uno pertenece en caso de mala parición. Además evitaría cualquier enfermedad del “Mal de ojos” y otras dañosas artes de Brujería. Rituales antiguos y profusos del anciano sacerdote Inca le dan cierta seguridad. Sin embargo cuando llega el tiempo de parir, algo se interpone con su naturaleza e Isai Natuba busca ayuda en el hospital que tienen los blancos. El “cura” les brinda todo con delicadeza conquistando al padre novato. Nace un pequeño niño de tez chocolate y ojos rasgados. Un exótico bebé que atrae la mirada de todos. Lo llama Josué. Un nombre raro como el mismo niño. Al rato, nace una niña. Su piel de color amarillo claro sostiene unos enormes ojos negros. Se llamará Amarinda, dice el padre, con machismo incrustado en la sangre.

            Así crecen los niños, felices. Ñusta Kunty, les hace un sortilegio con mal de ojos y maldiciones; y como no se atreven a contar y temen tanto su influencia, deciden por esa causa, escapar hacia un país vecino. No es la primera vez que salvan sus vidas de la maldad de los demonios ajenos. El “cura” blanco los ayuda a cruzar la frontera y llegan a Bolivia. Allí, un sacerdote Jesuita, le enseña a Isai Natuba, un sin fin de remedios para curar el cuerpo y lo instruye en medicina nativa. El anciano, solicita que lo acompañe a su nuevo destino, un país donde según dicen los blancos, sobra el pan y la miel, como dice la Biblia. Parten nuevamente como eternos fugitivos. Ming Li, Josué y Amarinda, lo siguen entre cerros y montañas heladas, valles calurosos y ríos bravíos, el antiguo pescador africano vuelve a buscar la libertad. Ahora es un hábil boticario y médico lego.

            Pasa algunos años curando enfermos, asistiendo partos y ayudando a criar niños, Isai Natuba comienza a sentir que las fuerzas no le acompañan. Ming Li, busca en sus viejas recetas ayuda, pero no encuentra antídoto a los maleficios de los viejos brujos kollas. ¿Son tan poderosos? El anciano cura la sermonea, pero pueden más los terrores y la ignorancia. Además los calendarios han surtido efectos suculentos en sus cuerpos.

            Antes de dormirse a la luz de la luna, Isai canta a sus dioses atávicos y dibuja en un paño blanco una suerte de rituales extraños. Ming Li los guarda con cuidadoso esmero. Un día ella también se dormirá en los brazos de Josué, que se transforma en sacerdote cristiano; y es él, quien la envuelve en mantas que recibió en su peregrinar por las tierras atávicas de Perú.  Luego, parte para África. Viaja a Pemba.

            Amarinda Natuba, es la que hereda el mandato lejano de Macao y Pemba, sus ancestros. La mujer más linda. Médica y farmacéutica anciana,  que cura el cuerpo y el alma de su gente desde hace tantos años. La que transmitió su sangre y sus rituales mágicos a hijos y nietos. Ahora ya lejos transita el camino hacia el silencio. El pueblo la llora y gime por perder su madre ancestral.

La amada del dictador, amante esquiva de todo un pueblo. Mi abuela, hoy está dormida en la sala.  

           

viernes, 5 de septiembre de 2025

MALIK JAIDUR

  

El viento caliente y húmedo arrasó con la plantación de caña de azúcar. Las vacas pastaban pisoteando lo que nunca llegó a ser una buena cosecha. Los altos ficus y palmeras caídas unas y amarradas entre sí otras, parecían una catedral desvencijada.  El gran templo de piedra estaba atestado de mujeres y niños. Allí en ese olvidado poblado de india, no había refugio seguro donde esperar el paso del siniestro. Parecía que Khandwa sufría la Apocalipsis ingresada por los blancos. El olor fétido de los animales muertos y del lodo contaminaba la región. Malik caminó hacia el río Narmanda pero los caminos estaban desdibujados y había hombres y mujeres que peregrinaban en busca de agua y comida. Arrastraban en carretones sus pocas posesiones, algunos animales atados a las varas del vehículo y a los ancianos y niños sobre los hombros de los más fuertes o sobre los bártulos.

Se hizo la noche y el aullido de los simios y de algún felino engrosaban su terror que ocultaba por dignidad. Se detuvo bajo un árbol, pero los insectos le herían la piel, despiadados. Siguió caminando. Su prometida había quedado con la familia en los desechos de la aldea. Era tan pequeña, sus ocho años, le impedían traerla consigo. El dios Brahma debía estar muy enojado con su pueblo, ya que no era el tiempo de monzones. Los demonios estarían acechando. Buscó refugio en una cueva entre piedras y plantas caídas. Se quedó dormido. Lo despertó un extraño ruido. Se restregó los ojos y luego de hacer una oración a los dioses, derramó un resto de arroz de su bolsa para tranquilizar a los espíritus, luego colocó un puñado en la escudilla y le agregó especias, con algo de agua que consiguió entre las piedras ablandó su bocado. Esa, que estaba tan seca, apenas pudo tragar eso que parecía comida. Salió del minúsculo espacio y siguió un sendero entre ramas y cañas desplomadas. El ruido que escuchaba se iba haciendo cada vez más fuerte y de repente entre los matorrales vio un gigantesco monstruo que echaba humos y vapor. Malik Jaidur nunca había visto una locomotora del ferrocarril. Desde el techo un sin fin de hombres le gritaron que subiera. Le ayudaron a trepar y el joven campesino subió buscando una aventura, no se imaginó una vida tan difícil.

Cuando el tren llegó a Pakistán, se transformó en un “paria” ya que allí no conocía a nadie, no hablaba esa lengua y nadie lo recibió con el afecto que recibía en su aldea. Pero… encontró a otros indúes que le enseñaron a fabricar canastos de fibras vegetales. Ahora el joven era un emigrante tratando de sobrevivir para regresar a su antigua vida. Y soñaba cada día y cada noche que ese tren que lo trajo lo llevaría de nuevo a su querida aldea para casarse como estaba prometido.

 

 

ESPERANZA CUMPLIDA

 

                                                                                      “Cuando en medio del dolor y las dificultades no se                                                                                                                     pierden la esperanza y se tiene constancia                                                                                                                       en el bien, se acerca a Dios”                                                                                                                                                               JUAN PABLO II

La ermita era todo lo que había quedado de la estancia “La Cumbrera de la Laguna”. Cuando comenzó la sequía y se fue muriendo lentamente la zona, uno a uno se fueron yendo los hombres y los animales. Los sembradíos apachurrados parecían coirones y los árboles se secaron dejando esqueletos retorcidos como espectros. De las casas de adobe quedaban algunos restos desmembrados y hasta los molinos y pozos se desaguaron dejando unos terrones afiebrados de barro ennegrecido. Si corría viento el páramo desdibujaba en fantasmas las osamentas de quebracho y aguaribay sostenidos por la porfía de la vida. Allí parecía todo muerto. No, Sabino el “viejo” estaba. Era el único que se atrevió a quedarse. Su tapera de barro y cañizo apretaba los deseos de seguir viviendo. A él, dejaron en custodia la ermita. Su llave de hierro oxidada y grande chirriaba cuando todos se fueron, y siguió por meses y años. Cada vez más lento, cada vez más flaco, cada vez más ciego. Arrastraba los pies con una especie de muletas que le servían de apoyo. Una Semana Santa se llegó un cura nuevo, por orden del obispo tenía que ver qué quedaba de la ermita, donación de la familia Sayanca – Godoy Sosa.

El pobre novato no cabía en sí del asombro. Sabino lo acompañó como pudo acarreando su debilidad entre el bramido de sus pulmones secos. Abrió la puerta y fue como ingresar al paraíso. En el altar un fresco de la Sagrada Familia pintado por quién sabe qué artista le besó el rostro al cura. Sabino se inclinó sonriendo y le mostró cómo había escondido por si un acaso, las reliquias que dejaron los dueños. Una custodia de plata, un cáliz dorado incrustado en piedras y una cruz que parecía de oro. El tiempo detenido en el tiempo. Nada parecía haber sido tocado. Un sillón de terciopelo azul, sólo tenía una pátina dorada de polvo blanquecino traído por el aire del secano. El padrecito Gaudencio, que así se llamaba el joven, trató de abrazar al viejo, pero con gesto recio, éste lo rechazó. ¡No es de hombres andar a los apretones! Y menos con un pollerudo, se dijo el Sabino.

Salieron de la ermita, cerraron antes que se escondiera el sol y vinieran las ánimas desde quién sabe dónde. El anciano le ofreció unos mates, que era lo único que tenía. Y se sentaron sobre unos tacones de viejos sauces cortados hacía años y servían de muebles en el rancho. El viento entraba por todos los agujeros que tenía la tapera y el humo con su olor de cenizas envolvía todo. Los mates le supieron a veneno, al cura, pero pensó que debía ser caritativo y acompañarlo. El hombre le dijo que eran los yuyos que le ponía a la yerba para alargarla, ya que una vez cada tres meses aparecía un paisano y le traía harina y grasa, yerba y azúcar, algunas velas y algo de aguardiente.

Ya entrada la noche cuando el monje quiso irse, Sabino le ofreció un jergón y allí se echó vestido. Se sacó sólo la sotana y el cuello de plástico para poder dormir algo, cosa que le costó bastante ya que no estaba tranquilo al oír aullido de animales y el ruido del viento.

Al amanecer salió a refrescarse y no encontró al viejo, luego de un titubeo, se refrescó con un poco de agua que encontró en un tacho. Era salada y de color beige, pero no había otra. Caminó hasta un pequeño habitáculo y allí encerrado en la tierra vio gallinas y pollos. Entre huecos desperdigados unos conejos mustios intentaban escapar de los picotazos que le propinaban las aves. Sintió el ruido rastrero de un hombre, era Sabino que se acercaba. Le traía unos huevos de patos silvestres.

¡Son de la laguna! Bueno de lo que queda del humedal. Y se puso a cascarlos en una lata y revolver con una varilla de romero salvaje. Yo no me voy hasta que no vuelva el tren a pasar por allá. No me puedo morir sin verlo de nuevo. Mi Tata, me trajo acá para que le ayudara en el trabajo de los rieles, sabe… y se fue muriendo, él y el tren.  Ahora ya no viene nadie por acá. Ni hay escuela, ni dispensario, ni gente. Hablaba solo para explicar su estoico cuidar de la ermita y del lugar. 

El sacerdote miró el reloj y se despidió prometiendo pronta visita. Vendré con algunos seminaristas y le vamos a ayudar con lo que necesite.

No venga. Si no viene el tren, no vale la pena. Yo estaré siempre acá como ese quebracho viejo. Mi Tata me dijo que nací en noviembre, creo que el 26, pero ya ni me acuerdo en qué año. Y le aseguro que nadie me hará morir si no vuelve el tren. ¡Ni “mandinga” con perdón, padre!

El ruido de un motor que se acercaba los distrajo. Sabino le apretó la mano, la rústica forma de crear un vínculo con el otro, que había aprendido de sus mayores. Un apretón de mano era una promesa a cumplir.

Una lágrima rodó por el rostro barbado del joven y se fue con la cabeza gacha. ¡Era imposible que volviera el tren!

Cerca del 26 de noviembre armó un atado con ropa y víveres. Invitó a cuatro seminaristas y en el jeep del curato, se fueron rumbo a la ermita. Al llegar vieron a Sabino parado mirando fijo al paso del tren. Con un gesto inquieto el anciano los recibió. Sin jolgorio. Los muchachos se sorprendieron del estado de abandono del viejo.

La vista larga puesta en el frente. Arrastrándose cada vez más con los pies desnudos de calzado. Armaron un tablón y le pusieron un mantel, una jarra con vino tinto y un buen guiso de lentejas. Comieron, charlaron entre ellos, ya que Sabino sólo los contemplaba. Luego de una pequeña heladera de camping sacaron una torta. ¿Qué es eso? Preguntó el anciano. Vamos pruebe la torta. Le pasó el dedo y se lo llevó a la boca. El sabor dulce le hizo cambiar la cara. ¡Nunca tuve una de estas cosas en mi larga vida! y pasaba feliz los dedos por la crema. Le cantaron el “cumpleaños feliz” y a lo lejos… muy a la distancia, se oyó el ruido metálico de un tren que pasaba por los viejos rieles.

Sabino, el “viejo”, el cuidador de la ermita lloró por primera vez en muchos años. La sagrada Familia había hecho el milagro.

 

 

UN TREN Y UN DESTINO INCIERTO

 

            Samuel se cubrió la cabeza, como lo hacía desde niño, sólo que esta vez se puso sobre la “quipá”, que se deslizaba por la calva, un sombrero de fieltro gris. Usó la capa negra para cubrirse los hombros. Su lánguido cuerpo muy cansado atropellaba al tiempo frío. Una fina manifestación de gotas caía sobre la ciudad. Tenía que salir. Sacó la máquina de escribir, del lugar elegido donde la guardaba, para esperarlo. Un piso almohadillado de baldosas sucias era el anaquel donde él, dejaba todo lo que esperaba arreglo. Nada se extraviaba a sus ojillos miopes. –“¡Saúl, con manos mágicas, arreglará como lo hizo siempre! ¡Amigo desde que llegué a este austero cobijo! ¡Tengo la urgencia de contactar a Mischa, debo enviarle estas ideas!-

 Salió y tras él un chillido metálico y hueco, afrentó a los goznes herrumbrosos con la calle. Tocó la “mezuzà”, besó ceremonioso sus dedos y recordó a su madre. No olvidaba los gestos que le enseñara en la niñez. -“Ritos sagrados, de los que hoy los jóvenes descreen o avergüenzan”-.

La calle era una fragua apagada, húmeda y quieta. A la izquierda la estación lo esperaba indiferente. Unos chiquillos, bajo un toldo deshilachado, jugaban al truco. El tiempo apremiaba. Quiso correr, pero no pudo, trotó entonces y se recortó una figura tragicómica en la vereda umbrosa. Risotadas juveniles y burlescas palabrotas se le adosaron a la capa. Las arrastró hasta el andén al que llegó justo a tiempo para trepar al carromato que lo acercaría al centro. Atrás, la casa, quedó envuelta en una maraña de glicinas muertas, abandonada, como un cementerio de recuerdos.

Un estallido ínfimo de un “chicle” le hizo dar un salto. Sosteniendo el sombrero se cruzó de un lugar a otro, para alejarse de los intrusos. Se arrebujó en la capa. Confundido, observó a su compañero de viaje. Apretados, malolientes e indiferentes, todos regresaban de sus labores. Un pertinaz malhumor abrazaba a la gente. ¡Esa era su ciudad!

Tal vez recordó otro viaje allá en Polonia. Unos rayos de sol aparecieron entre nubes y edificios que ocultaban su escuálida belleza. Esas figuras ahí, parecían enemigos mudos, que no lo sobornarían con mentiras. Apartó la vista y aprovechó que una mujer obesa, con un niño dormido en brazos, abandonó una butaca y se desplomó en ella. Cerró un instante los ojos. Tal vez se quedó dormido. El tren se detuvo. Miró el reloj que colgaba de su chaleco. “¡Las once y cuarto!” El barrio donde vive Saúl se acerca. Amigo.

 La estación Medrano muestra sus “azulejos pintados” con chorreaduras de óxido y humedad. “Mejor bajo acá. ¿O en Pasteur?, y, camino”. Tomó con esfuerzo la decisión y alcanzó la puerta. Seguro con la Olivetti en su mano izquierda, como un escudo de armas genealógicas, caminó, lentamente por el barrio. Allí estaba rodeado de gente como él.

Distraído primero, sorprendido después. No reconocía nada. No llegaba nunca. Nadie, de esas figuras le era familiar. Miró el cartelillo con el nombre de la calle. Era el correcto. Nada. Se detuvo y tocó a un joven que leía la “Toràt”, sus largos “peiots” caían tras la frente repitiendo dos chorros rojizos de seda brillante. Jugaba el muchacho con ellos. Lo miró curioso, ese anciano parecía recortado de una vieja fotografía. Preguntó por su amigo. Sorpresa en los ojos verdes del chico. Un hombre mayor se acerca al grupo y pregunta nuevamente.

            ¡Saúl Kats...! Inquieto el viejo le observa. “Murió hace cinco años. Sus sobrinos vinieron de lejos, vendieron todo, derrumbaron la vivienda, el negocio. ¡No quedó nada, nada, nadie! Ahora construyeron ese edificio”. Dio un grito apagado. Su corazón parecía escapar del cuerpo que derribado interiormente tremolaba.

Salió caminando rápido sin rumbo fijo. Murmuró unas palabras ininteligibles para el joven. Tomó una vereda cualquiera, equivocada, jamás llegaría a su casa de regreso. Escapar, eso es, escapar de esa locura. No comprendía. –“Si tomamos el té con cuatro cucharadas de azúcar, en el viejo bar. En la misma mesa de siempre, él, me acercó la silla, abrió la puerta de vidrio y espejo. Pensó en el espejo..., ¿se había reflejado? Recordamos los tiempos donde no teníamos  nada. Ni té, ni pan, ni azúcar, ni esperanzas. No percibía la verdad, ahora. ¿Saúl Kats muerto?”- Siguió hasta Pueyrredón o ¿era Medrano? Llegó a las vías. –“Hablamos horas en el café, había poca gente, es cierto. ¿Había gente? No. Estábamos solos. Si habían saludado a algunos conocidos. A León, Marcos, ah, Sara Brosnik. ¡Sara Brosnik...tan joven? ¡No puede ser! ¡Todo esto no ha ocurrido!”-

Caminaba solitario por el terraplén, comenzó a pensar en su vida. Subió distraído al andén que olía a aceite agrio y metales oxidados. Evitó la escalera eléctrica. –“¡Estas cosas modernas ya no son para mi, hombre, tanto sufrimiento!”- Sube a un tren. De pronto está en estación La Lucila. ¿Está, acaso, perdido? Baja del coche y sale a la calle y lo abrazan los hombres indiferentes con su mirada curiosa y despectiva.

Miró el número 7 de la casa en la calle Guido. Era allí. Tocó el timbre. Recordaba ese antiguo pórtico sólido que se incrustaba en su memoria juvenil. Un hombre alto y elegante, envuelto en una bata de seda bordó, abrió la puerta. No era Saúl. Pero el rostro era igual. Tal vez, su hermano había viajado desde lejos, era un mellizo, un gemelo. ¡Saúl su amigo perdido!

El hombre lo saludaba con vehemencia. Lo abrazaba afectivo. Le hablaba. ¡Mi querido Samuel...te estaba esperando! Dio un paso atrás, inventó una excusa, salió corriendo hacia la estación del metro. La multitud lo apuraba. Lo empujaba. Él, parecía detenido en el tiempo, no sabía por qué. -“¡Qué está pasando? ¿Quién era ese hombre de la calle Guido que me estaba esperando? Saúl Kats está muerto... ¿muerto?”-

 

Vocabulario:

Mezuzá: objeto religioso de la ortodoxia Hebrea, que se coloca en la puerta. Contiene un trozo de la Sagrada Torá.

Torá: Libro de Las Sagradas Escrituras. Biblia o palabras de la revelación a los profetas. En la Sinagoga son rollos escritos en hebreo.

Peiots: largos mechones de cabello que se enroscan en las orejas. No se corta ese cabello desde el nacimiento.

Quipá o kipá: sombrero que usan los judíos para identificarse como tal y para ingresar en los templos o sinagogas.

 

EL REGALO

  

                                                       “El EIS o ISIS, es como un virus que se introduce en la sociedad sin                   piedad” París 13/11/15.

 

           

Buscaba que regalarle a ese hombre que había conocido en el trayecto desde Turín a Milán. Su atención para ayudarla a subir el equipaje la dejó asombrada. ¡Un caballero!

Mientras se ubicaba en la cabina, frente a ella una familia de refugiados de Bangladesh comían “pita” con verduras y carne perfumada con mil especias. El hombre mayor fumaba sin entender el cartel que, escrito en italiano e inglés, prohibía fumar. Comenzó a toser y la profunda mirada del fumador, la traspasó. Las mujeres la observaron con desprecio, ya que usaba un pantaloncillo corto y estrecho. En realidad había engrosado en el viaje tanto comer pasta o comida “chatarra”. Rebuscó en la mochila y encontró un pañuelo con los colores de la bandera de Francia. Se adelantó por el pasillo y se acercó al “hombre” para dárselo. Éste la evitó haciéndole un ademán desdeñoso que la sorprendió. Ya los parlantes anunciaban la llegada a Milán, dejó sobre el asiento el Regalo y se alejó.

El estallido fue brutal. Cuando los socorristas buscaron entre los restos retorcidos del vagón a los muertos y heridos, encontraron el pañuelo con los colores de Francia manchados con restos de piel oscura de la familia de Bangladesh y un trozo de un pantaloncillo de mujer con algo de piel blanca y joven. El “caballeroso” hombre, era un terrorista inmolado.

 

UN HOMBRE BUSCADO SIN DENUEDO

  

                        Gregorio salió del departamento 3 de planta baja y fue a buscar un cable para arreglar el timbre. Encontró a Kiki en una posición extraña. No lo veía desde hacía algún tiempo. Pensó que había pasado más de un mes. Con los brazos apretándose las piernas encogidas sobre la alfombra, algo gastada del palier. Miró el ascensor y se preguntó por qué no había subido al 7º A. Recordó que ayer su mujer le comentó que el casillero de correspondencia de Tai, el del séptimo, estaba repleto. Nunca lo veían pero era tan metódico que le llamaba la atención ese detalle. En ese momento apareció la doctora del 8, para pedir que le avisara al del 7º A que cerrara los ventanales. El golpeteo de noche no la dejaba dormir. Salió sin mirar siquiera al muchacho en el piso. Gregorio sorprendido no quiso interrogar mucho a Kiki sobre Tai. Eran pareja desde hacía varios meses y el joven entraba y salía a su antojo del edificio. Tenía llaves. Cuando quiso subir al ascensor, el pequeño travestido lo miró desolado. Tenía aun el rimel corrido, se había acomodado la larga cabellera con un elástico y su cara desfigurada por un tremendo golpe. Sintió piedad por ese ser casi marginal. Volvió sobre sus pies, se agachó y encaró al joven. ¿ Qué pasaba que no ingresaba en el departamento de su “amigo?” Si tenía temor, él, lo podía acompañar. Sabía la “bondad” del viejo bribón, eso se lo guardó para sí.  Si Había visto cómo lo golpeaba al desdichado Kiki. El desventurado con sollozos le explicó que había intentado todo pero que no podía entrar; la llave estaba puesta por dentro y nadie respondía.  No tenía fuerza y además tenía un terrible miedo de encontrar a su amigo muerto o ¿quién sabe? Gregorio suspiró: ¡Por Dios, problemas en puerta! Llamó a la policía y esperó.

            Cuando llegó el inspector Fernández, sólo se fijó en Kiki a quien pidió su nombre, dirección, trabajo y un sin fin de datos lógicos. El infeliz sollozaba como un imbécil. Llegó Cárdenas y se sumó al grupo. Con rapidez  lograron ingresar en el vetusto departamento 7º, mas... ¡Oh, sorpresa! El silencio, el orden y la sobria belleza de los ambientes dejaron a los dos hombres callados. Revisaron cada rincón sin encontrar nada. Ni un cuerpo, ni una nota, ni tan siquiera una pista que indicara lo sucedido con el dueño de casa. Cárdenas abrió los placares y comprobó, con la ayuda de Kiki, que toda la ropa y los enseres de higiene que usaba el “hombre” estaban en su lugar. El televisor encendido en blanco, el video detenido y sólo abierta la puerta ventana del salón. Los cortinados se movían suavemente con el aire que necesariamente entraba a esa altura del edificio.  Ese ruido era el que molestaba a la vecina. Pero allí no había nadie. Ni siquiera un vaso abandonado o un objeto fuera de lugar.

            Esa noche se quedaron merodeando por los cafetines gay de la zona. No sacaron ningún dato excepto invitaciones para tomar una copa de dos o tres “galanes”. Al día siguiente casi se desmayan cuando vieron aparecer a Kiki, vestido de hombre. Era bien parecido y su infinita tristeza marcada en el rostro aniñado. Él, quería mucho a su padrino. Los hombres se miraron y comenzaron a desentrañar algunas historias.  La correspondencia acumulada les dio alguna pauta de los negocios del desaparecido.

Dueño de varios departamentos, casas y campos, tenía un ingreso superior a lo imaginado. Rastrearon sus datos y descubrieron que era descendiente de una familia muy importante de la ganadería y política de cierta provincia. El silencio rodeaba su vida. Siempre separado de aquellos, a los que podría importunar su condición y apetitos sexuales. Nadie sabía de él desde hacía tiempo y la mayoría de sus familiares trataron de desaparecer muy rápido de las oficinas policiales, antes de ser señalados como parientes. Nada se aclaraba y Kiki, ya instalado era observado en forma permanente por alguien de la oficina. El caso era desafortunado.

Una mañana Gregorio necesitó limpiar el hueco del ascensor y descubrió un enorme cuchillo ensangrentado. La sangre estaba seca pero aun sus marcas mostraban la ferocidad del uso. Llamó a Fernández y éste tomó el objeto con los cuidados propios de su experiencia. Comenzó el trayecto a la deducción. Allí aparecieron las dudas… ¿Quién mató? ¿A quién?  Todo el círculo de investigaciones está interesado en descubrir el cuerpo. Han pasado los meses y no hay señales. Y, si no hay cuerpo, no hay delito. El único que llora es Kiki y Gregorio, continúa guardando la correspondencia del “hombre”.

                                     

 

LOS AMANTES


 

                     Había dejado de llover. Leandro entró al comedor y comprendió que había llegado demasiado tarde. Se oía  la cascada de los desagües desagotando agónicos el canal de la azotea sobre el pequeño patio interior. Estaba solo. Unas sombras se alargaban en los mosaicos mojados. Dejó el paraguas húmedo como pena, apoyado en la silla. Se quitó la bufanda y los guantes que hacían juego con el hilo de sangre que se diluía en el torrente hacia la pequeña rejilla de la terraza. Lo vio allí caído. Solo, quieto. La cabeza destrozada  contra las frías baldosas. ¿Por qué a él? ¿Por qué en su traga luz? ¿Por qué ese hombre que llenaba de sueños sus largas tardes grises de domingo?

                     Ahora que era  primavera, él le dejaba ese regalo entre sus plantas. Cortó una flor de una maseta. Se la puso en la mano y fue al teléfono. Marcó el número que él, un día le dejara. Se sentó y lloró. Quedó solo. La noche  cubría la ventana como cortina de pena.

                     Lo miró a los ojos, quería escrudiñar su alma... quería saber si aun su amante lo odiaba. Te extrañaba, pensó. Pero no esperaba que me hicieras algo así, tan desatinado. Todos se enterarán que éramos amantes. Se reirán de ambos, sin piedad.

¿Quién llenará mi alcoba con perfume de almizcle y romero en las siestas de verano?

Llegó la ambulancia y llamaron a la policía. No podía explicar lo sucedido. El cuerpo de Luciano masacrado. Los vecinos vinieron a mirar y se admiraban de lo limpio que estaba todo. Las plantas del traga luz perfumando el pasillo y los departamentos cercanos.

Leandro demostró que no había estado en casa. No había un arma ni huellas por ningún lugar. Nadie había escuchado gritos ni peleas. ¡Son tan discretos estos chicos! Raro, muy raro. La puerta no estaba rota ni las ventanas. Se llevaron a Luciano envuelto en una sábana blanca con el monograma que bordó la tía Felicitas. Parecía un duende.

La policía  rebuscaba algo… para inculparlo. Él, estaba anonadado. Les mostró cada rincón, cada resquicio, cada escondite de la casa. Nada. No encontraron nada.

Se fueron sospechando que había algo escondido.

Desde el altillo de la casa de al lado, una ráfaga mostró un rasguño de sangre en la pared. Se movió alguien en la ventana. Era un muchacho hermoso que lo miraba con odio. Leandro cerró la puerta y corrió la cortina. Supo que había sido él. El intruso. Mañana lo denunciaría.

Al amanecer salió rumbo a la calle y no vio el arma.

CRECENCIA

 

Desde pequeña estuvo como ausente. Era delgada, y frágil de salud, pero con una alegría indescriptible. ¡Era la alegría del hogar!.se dormía cantando y luego de leer un libro que conocía de memoria, ya que era el único que tenían en su hogar; se dormía como un pájaro al anochecer.

Sus siete hermanos la molestaban con su simple sonrisa permanente. ¡Es muy tonta, madre! ¡Es una niña medio perdida en la luna! Y mil chismes sobre su pequeña figura. Crecencia era la mano hábil que ayudaba a su madre en todo. Se afanaba en la batea lavando las camisas de su padre y hermanos. Aplastaba sobre la mesa de madera de laurel con fuerza la masa para las tartas y panes.

De pequeña aprendió a tejer y coser. Sus zurcidos eran invisibles. Sus bordados parecían pinturas. Pero llegó un día que comenzó una gripe traída de no se sabe dónde que apretó las gargantas y pulmones de niños y grandes. Uno a uno, fueron llevados de la casa en carros hasta el único hospital que había a varios kilómetros de la granja.

Primero se fue Abigail, luego Pastora, siguió su madre, después el padre. Quedaban Felipe y Bernardo, que la fueron dejando sola en la casa solitaria. Ya no cantaba ni reía. Sacó fuerzas de su debilidad. Empapó pañuelos y delantales, dejó de leer el libro... total, lo conocía de memoria.

Recordaba las tareas como se las enseñó su madre: en mayo encluecan las gallinas, ponlas bajo el fogón al tibio calor de las cenizas, en julio comienza a recortar los pequeños retoños de frutos para que no se caigan por poco espacio, merma el agua de los castaños... y ella como un soldado, cumplía con las tareas. Llegaba agotada a la cama, allí lloraba hasta quedar dormida.

Se hizo una mujer vigorosa, grande y solitaria. No sabía de bailes ni de paseos. Un día, Crecencia, recibió la visita de un forastero que le ofreció comprar la chacra con animales y plantas. Le ofreció un buen precio y ella ya cansada aceptó. Y se fue a una ciudad lejos de su zona. Compró un departamento en un segundo piso frente a una plaza del pueblo. Desde allí, veía pasar la gente que iba a su trabajo o las salas de cine. Un día se animó, compró un boleto y entró a ver un filme. Se quedó extasiada: ¡Lo que el viento se llevó!. Lloró toda la película y prometió nunca más volver... ya que había sufrido mucho para seguir viendo sufrir a otros. ¡Extrañaba su granja!

Mi nombre es Rosalba, soy vecina de una señora mayor que veo poco. Ella cunado sale me mira y sonríe como si fuera un niño. Está tan sola y tan gastada como las losas del parque viejo. Camina con un bastón de ébano que tiene un pequeño pomo de plata gastada como ella. Pero, siempre se detiene en los restaurantes y lee los menús que invitan al convite .sus gafas relumbran con el sol o se opacan con la lluvia. Sigue siempre de largo hasta próximo restaurante y lee. Sigue. Le y sigue de largo. A veces regresa con un pequeño atado de acelgas o zanahorias y un trozo de queso. Otras, trae un pastelillo barato de carne porcina o pollo. Cada día más delgada y débil. Pero es tan amable. Pregunta por Porfirio mi gato callejero. Le cuento alguna anécdota de los desastres que hace y sonríe con su boca desdentada.

Hace varios días que no la veo. No ha salido de su departamento. Me acerco y golpeo. Nadie contesta. Bueno habrá salido a ver a su familia, me digo para reconfortarme. Pero pasa un día y otro y llamo a un sereno que cuida la manzana. ¿No ha visto a Crecencia la dama del segundo piso 8? ¡Y el hombre sube el hombro como diciendo y yo qué sé! Llamemos a la policía. Acepto. Viene un patrullero. Golpean fuerte, y con un gran puñetazo rompen la puerta.

¡Crecencia duerme en su lecho desde hace muchos días! ¡Su sonrisa desdentada y sutil, nos dice que ya está un paraíso entre nubes de ensueño rodeada de su enorme familia que hace mucho la espera!