miércoles, 19 de noviembre de 2025

EL NIÑO QUE NO CREÍA EN DIOS


                        NARRACIÓN INDIA MUY ANTIGUA, ANÓNIMA. ADAPTACIÓN.

 

            Babany era un niño listo. Su padre un buen guerrero que estaba en campaña en la frontera. Su dulce madre trataba de educarlo con el amor al Dios y había sido bautizado como sikh  en un hermoso Amrit en el templo. Y respetando a sus ancestros.

            El niño sólo veía que sus compañeros de  escuela eran muy afortunados y tenían todo lo que querían. Él, sólo poseía: el kesha (pelo largo y recogido); Kangha (peine); Kara (pulsera de acero); Kachha (pantalones cortos) y Kirpan (espada pequeña casi sin filo).

            El aprendía todos los himnos sagrados y los recitaba pero con desgano y siempre protestando para su interior. El quería un automóvil o moto ruidosa y que se entremezclara por las calles alborotadas de la ciudad, una radio para escuchar música bien estrepitosa y juguetes que veía en las ferias.

            La madre preocupada le pidió más dinero al padre, pero éste no tenía sino lo justo para mantener la familia bien sin grandes derroches. Entonces la sufrida mujer le dijo: Mira hijo mío debes hacer algunos sacrificios y Dios te dará lo que quieres.

            El muchacho comenzó a ir todos los días, después de la escuela, al templo. Ayudó a limpiar las escalinatas, el alcantarillado que llevaba el agua a la fuente, las persianas de  mármol y mil cosas hizo para que ese dios lo ayudase. Pero como no creía en Él, siempre protestaba. Un día muy enojado pensó: ¡Voy a molestarlo, lo haré ver que soy malo, él, verá que puedo ser rudo y malvado…y allí pasó lo inesperado.

            Mientras pasaba un candelabro con fuego por la imagen del dios, éste le habló: Babany…tu ira me demuestra que ya crees que Yo Soy y ahora sí, quiero que sepas que siendo reconocido puedo darte aquello que tu corazón infantil anhela. Pero recuerda que no son las cosas materiales las que te harán feliz, sino que cuando medites al amanecer en mi nombre y en Mí, cuando te explayes en el Señor noche y día, así no padecerás penas y desgracias, porque sólo Yo Soy el que Soy. Cuando regreses a un gurudwara (templo) se prudente y recita las palabras sagradas. Come con placer el “karah parshad” (alimento de mantequilla, sémola y azúcar). Ve y dile a tu madre que crees en Mí.

            El pequeño regresó pensativo y alegre; y en su hogar estaba su padre que había regresado de la frontera y llegó con una hermosa moto color most

¿QUÉ ROSTRO TIENE DIOS, PARA TI?


                               DE UN RELATO ANTIGUO DE LA INDIA, ADAPTACIÓN. ANÓNIMO.

 

            El palacio resplandecía con la puesta del sol. En las aguas tranquilas del estanque saltaban alegres las ranas y los pequeños peces. El perfume de las flores, alegraban la tarde, que calurosa, se iba apagando en dorados calientes. Detrás los cortinados de lino fino, humedecidos para atraer el fresco del sur, un rumor de tamboriles y flautas, acompañaban la charla de los hombres. En un rincón el escribiente, sabio maestro de árabe y sánscrito esperaba que su “señor” le hablara. Él, copiaba en un libro los diálogos de jugoso contenido de aquellos mercaderes y aristócratas llegados de lejanos lugares.

            Comenzó una discusión sesuda y alterada. ¿Por qué los gentiles adoraban a imágenes humanas de dioses? ¿Por qué esos hombres llegados de occidente traían un Hombre Crucificado al que rendían honor y devoción? ¡Dios no tienen rostro y nadie lo ha visto jamás! Entonces ¿cómo pueden poner imágenes con formas humanas o de animales?

            La discusión subía de uno en uno la voz. Unos protestaban, otros buscaban un cierto “supuesto” que le pusiera mesura a las palabras de los más sorprendidos o enojados.

            Llamó el “señor” al escriba y conociendo su erudición le pidió una opinión.

            Éste, llamó a un servidor que se apuró a secundarlo: - Trae el retrato pintado del padre de nuestro Amo.- dijo. Así corrió el joven y lo puso frente a todos, en especial al amo. – Escúpelo. Le ordenó.- un grito de horror atravesó la terraza. Los músicos dejaron de sonar sus instrumentos. El mundo se detuvo.

            -¡No, nunca haría eso!- y salió corriendo para entrar en las zonas alejadas. ¡Hazlo tú, que eres su sobrino!- y este muchacho espantado se echó atrás. El maestro tomó el cuadro y con una copa de agua, mojó el cuadro. El dibujo comenzó a nublarse. Mojó más y se fue derritiendo el rostro del anciano Rey hasta casi borrarse. Y preguntó a la concurrencia:- ¿Dónde está el Rey? ¿Dónde su cuerpo y su Alma sagrada?

            Todos lo miraron y en silencio murmuraron… ya no está allí. Se ha borrado.

¡Claro, este cuadro es sólo una imagen inventada con pintura, no es el Rey, su padre, Gran Señor! Así son las imágenes que han traído los Gentiles, puro espejismo. Nadie puede conocer a Dios, pueden pensarlo, sentirlo, amarlo, obedecerlo y hasta agraviarlo.           ¡Pero el verdadero Dios está en cada corazón del hombre! Por eso es que no deben preocuparse por las figuras de cualquier dios que se les muestre, el Verdadero, el Único Dios está en nosotros y sólo se conoce en nuestras acciones.

            Una vez que terminó de hablar se retiró a su rincón y el silencio envolvió el grupo que meditaba las sabias palabras del consejero. Una joven esclava ingresó con una fuente de dulces y cada uno en silencio tomó uno y saboreando la miel y el dátil, trató de eludir la verdad de lo expresado. Cada uno pensaba en sus acciones… inconfesables, otros en sus deseos sorprendentes y lujuria. Pocos fueron los que sonrieron recordando momentos felices de amor verdadero a su Dios interior.

MEDIANOCHE


            La calle se había poblado de ruidos extraños. Un racimo de nubes parecía esconder la figura mezquina de la muerte. Acechaba en cada oscuro rincón del arrabal. Retumbaba el taconeo de una mujer que buscaba un retazo de piel para conseguir comida. Un compadrito, un obrero, un pibe. Nada. Nadie.

            Su larga cabellera negra apenas cubría la desnudez de su hambreado cuerpo anonadado.

            Se detuvo un coche, azul, brillante y altanero. Lentamente fue descubriendo el rostro de un hombre cuya mirada lasciva inquietó su figura recorriéndola como despellejando cada trozo del cuerpo.

            La luz de la cantina colmó de colores el breve vestido de la “hembra”. Un rumor  de bandoneón, violín y piano se destrabó entre los vidrios mugrientos y abrazó el cuerpo de la “mina”. Un tango de Cadícamo apretó la garganta reseca de un forastero que pasaba y la miró con pena.

            Una seña. Subió al auto y partieron con el calor húmedo de la calle del bajo. El puerto olía a bacalao podrido y a ratas merodeando los resumideros. Sonaba un tango dentro de automóvil, se detuvo y se bajaron y ahí con el solo alumbrar de un farol ahumado y amarillo, bailó un tango con el influjo demoníaco del fuego de ese “macho”. Bailaron hasta que la luna se aburrió de alumbrarlos y el farol se quedó ciego. La dejó en la esquina. Ella miró la hora en el campanario del puerto. El reloj, nunca había movido las agujas. Era la medianoche y ella siguió esperando que alguien la llevara para ganar unos “morlacos” y pudiera comer algún puchero.

 

 

 

ESPECTROS

 

Un silencio pérfido predispone al miedo. Se revuelve en la rústica cava pétrea un gelatinoso cuerpo deforme. La soledad atrapa incluso al observador inadvertido que fisgonea en la oscuridad de la fosa. Emerge lentamente el cuerpo fantasmal de una mujer. Su larga cabellera negra tiene mágicos fulgores estelares.  Puebla de formas bellas el lugar.  Comienza una danza espectral sin música. La joven se contornea bajo el influjo de una  rítmica melodía que nace entre las rocas de estalactitas de sales minerales. Una ninfa... de las cuevas ha vuelto a la vida. Se ha desplazado entre el vapor y yace, junto a un enorme cardón en el límite del desierto. ¡La piel aterciopelada de un tenue color ambarino de los nativos inventa un rito de amor!

                   La insatisfacción de mi virilidad adormecida me aprieta el lugar donde aun está el hueco de mi perdida costilla primigenia. Existo como un hombre perpetuo. ¡Entonces  miro la piel y escarbo en  búsqueda de reflejos de un espíritu, de un alma inmortal de esa mujer!  Me acerco y trato de tocar su rostro, anguloso y mórbido como fruta madura, donde unos profundos ojos negrísimos me insinúan una lucha de ancestros transgresores. Es astuta, lo sé. Mi mano se alarga.  Se desplaza la imagen en el intento. No existe. Se diluye como blasfemia en  la nada.  Tiemblo al repetir mi acción y trémulas mis manos atrapan sólo una red de sonidos brillantes, innecesarios, inventados en mi propia soledad. Entonces escapo y el calor del sol me hace regresar a una pequeña sombra. Estoy junto a un antiguo árbol que semeja una catedral de filigrana de madera perfumada. En él, anidan aves ruidosas. Rodeado de malezas y de espinas, mi cuerpo se desploma. Miro mi perfil, en el polvo del camino,  apenas dibujado entre los matorrales. He caído en una trampa. La sed y el hambre estrangulan mi cuerpo herido por la necia actitud de los "otros".

                        Me estiro tratando de aferrarme a una fruta que pende de la rama de un  aguaribay. Me retracto. No es una fruta real, sólo existe en mi imaginación. Un keú grita con sonido  estridente y migra hacia el sur. ¿O es hacia el norte? Ya no importa el rumbo sino que oriente mi flaqueza hacia un territorio fértil. Una vega llena de frutales o  de maíz jugoso.                  Hurgo en mi repertorio  de vegetales ansiados. Un fruto de cardón, dulzón y tibio..., una patata de agua, humilde, que me devuelva la serenidad. Tal vez muera acá en medio del desierto, en medio del reflejo obsceno,  incendio estelar,  ojo de fuego. El  sol asesino.

                          ¡El Sol, dios generador de los padres atávicos! ¡Los atapamas, los tonocotés, los omaguacas, los capayanes...! Se está extinguiendo un hijo del desierto.  Nos estamos extinguiendo. Nuestra raza y leyendas. ¿Dónde están los dioses ancestrales... y dónde ese nuevo Dios de los cristianos?

                          Me voy perdiendo en una nube espesa. Ahí veo una " suy-i con puri " * y es la callosa mano atezada de mi madre. Esas manos que en el mortero de algarrobo molía diariamente el seco grano amarillo de la catedral celestial, verde espada que remonta la tierra agostada del secano en  aras rituales. La madre nutricia era, en la puna y el yermo de Sanagasta y Yacampis. ¡Pero el agua de las palmas se pierde entre los dedos en el polvo y se transforma en piedras! Comienzo a transitar por un laberinto de luces y de estrellas lejanas. No volveré a tocar a mi madre. Está muerta, igual que casi toda la tribu. Un extraño mal los atacó y no pudo el " brujo"  ahuyentar el maligno.

            Un tiempo infinito transcurre para que " Sima - Hoy-ri " ** vuelva a la realidad. La saeta de fuego ya palidece y comienza a tenderse como una sábana violeta el atardecer sobre las tolas y chañares, sobre los churquis y las queñoas. Las cigarras, los bumbules trepanadores y los millones de insectos ruidosos empiezan su ronda nocturna en busca de agua y frescor. Así se inicia su peregrinar hacia la quebrada. El frío avanza como un enemigo ansiado, sabe que con su camiseta de lana de vicuña, ahorrará calor del día solar. Sus "ursutas”,  son fuertes y aguantan hasta las espinas gruesas de algunos cactus y añaguas. Se yergue con dificultad y continú

            ¡Debo atravesar este páramo y buscar a los blancos! Los hombres buenos me ayudarán.- piensa.  Pero el cuerpo cada vez más pesado y las piernas más dolientes, impiden el esfuerzo.

            De pronto un ruido estridente atraviesa el cerebro del hombre. Se despierta en otro espacio... fisgonea en busca de señales  claras. ¿Dónde estoy...?- se pregunta.  Tiene el cuerpo desnudo entre las sábanas enroscadas  sobre las piernas musculosas y ahora sabe que está en un lugar  conocido. ¡Este calor... intruso y grimoso!- masculla enojado.

                    Mira con desesperación el reloj electrónico y descubre que está muerto.- ¡Tenía que ser hoy, justo hoy que tengo la entrevista con los periodistas de casi todos los medios!  Trata de desmadejar las colchas y  ropas para liberarse y corre a la ducha- . Se ha cortado nuevamente la corriente eléctrica. El pequeño pueblo es así. Las celosías esconden el verdadero clima de ese día. No hay ni un resquicio de frescor, no hay refrigeración, ni ventilador, por falta de mucha previsión y total desgano, reconoce rezongando. Se desenlaza, los músculos doloridos protestan y le estalla la cabeza. Se yergue, trata de llegar hasta la pequeña bañera. Abre el viejísimo grifo y una desinflada cinta de agua que agoniza, se desparrama hasta desaparecer. ¡Tampoco hay agua! Tiene ganas de gritar. Vuelve el sueño  en flashes alternados. Tendrá  que apurarse. Toma una toalla y la empapa con agua colonia y refriega el cuerpo sudado. El pelo está pegoteado y la piel, como si le hubiesen untado  mermelada. Se restriega el cabello y el rostro. Tiene la barba crecida.  Parece que  miles de insectos lo hubiesen aguijoneado. ¡Qué asco! Una camisa blanca... ¿dónde está mi camisa blanca? Busca entre la ropa desperdigada entre sus papeles y  fotografías.- ¡Ah... gracias a Dios...!- Se calza un viejo pantalón de lona y la camisa que resplandece en la semipenumbra del cuartucho. Unas zapatillas serán la  solución a los pies que le  duelen...- ¿Por qué me duelen tanto los pies?- piensa. Se mira y sus pies están llenos de pequeñas heridas y cortes.- ¡No puede ser si yo no he ido a ningún lugar desde hace días!- Regresan las imágenes del sueño. Sobre una mesa hachuelada están los instrumentos musicales indígenas.  Algunas quenas y caramillos hechos en huesos de guanacos y llamas,  unos restos de alfarería nativa. Los descubrimientos transformarán su nombre y su prestigio... ¡Qué maravilloso yacimiento arqueológico de la raza perdida! Sale del dormitorio y se siente extraño. Son tantos los reporteros que lo agobian. Los luces de cámaras y  videos con sus   impertinencias... Siente  deseos de huir. Se siente atrapado.

                           - ¿Es verdad que ha encontrado una ciudad perdida de la región apatama?- le dispara como un dardo una joven hermosísima. Tiene la cabellera recogida y le caen hilillos de sudor por el cuello perdiéndose  en  unos  pechos opulentos. Se distrae.

                            - ¿Acaso podrá explicar con su hallazgo el principio de la civilización incaica?- pregunta con una risita estúpida  otro reportero.  ¡Es verdaderamente insufrible la algarabía! Nadie presta atención; sólo están allí para tener algo para cobrarle a los periódicos importantes. Los medios pagan muy bien una noticia de temas científicos que pocos leen realmente.

                           - Perdón aún no puedo darles muchas respuestas concretas. He descubierto, sí, un importante pueblo precolombino en el desierto de... ( lo interrumpen para poder sacar fotos con mejores imágenes).- ¡ Señores gracias por venir... pero les prometo un detallado informe muy pronto! ¡Tal vez nunca!-  vuelve a considerar. Están desilusionados, lo miran con cierto desprecio. Los periodistas salen murmurando algunos improperios, pero no los escucha. En realidad no le importa. Intenta regresar a la habitación. Hace un poco tiempo que retornó la electricidad y ya hay agua en los escuálidos grifos; pero alguien lo detiene. La mujer que le  hacía preguntas en el salón lo ha seguido por el  pasillo. La mira. Su cuerpo y rostro lo  dejan  perplejo. Es casual pero una ilusoria imagen del sueño lo  golpea. ¿La mujer es una  quimera o  un  fantasma?

                            - Mañana acometeré una empresa difícil, si le interesa el tema de mis descubrimientos puede venir. No será sencillo y tiene millones de inconvenientes. ¡Es su decisión, salimos con mis ayudantes a las cuatro de la mañana! ¡Adiós!- dice y la deja sin hablar.

ANTONIA, LA COSTURERA


            ¡No hay luz suficiente! Siempre es baja la electricidad que manda la cooperativa. Tengo siete vestidos para coser y aquí apenas se puede distinguir por donde pasa la Sínger. No importa qué tan temprano salte de la cama, siempre llega esta hora y no veo bien.

Antonia habla sola, las paredes son un eco perpetuo de su soledad y trabajo. Tiene su gastado precioso alfiletero en la muñeca. Sus manos enrojecidas por coser y bordar telas finas, encajes, tules y aplicar lentejuelas y estrás en los vestidos de fiesta o bodas. Encorvada sobre la máquina, su pie se mueve al ritmo de un bolero que en la vieja radio suena desde la repisa del taller.

Sola. Soltera y sin mucho tiempo para darse el lujo de salir de paseo o de bailes. Se fue quedando sola. Primero el padre, obrero afanado en la fábrica de galletitas del pueblo vecino. Después su madre. Verdadera hada de la costura, hacía maravillas con cualquier tela, que le trajeran y salían prendas hermosas. Finalmente su hermano, algo desordenado para vivir, según las comadres del lugar, porque se fue a estudiar afuera, a la ciudad y nunca logró traer un título.

Su gran compañía era una gata ciega que trajo el "Pocho", el perro que de viejo hubo que dormirlo. Le puso Mimí, pero la gata era perezosa y zalamera. Salía por las noches y se ubicaba en el aljibe y ronroneaba hasta que Antonia, cansada se dormía. Un día llego preñada y tuvo cinco gatitos, uno más feo que el otro. Nada finos, como sería el gato "maula" que la hizo madre. ¡A la gata! Ella nunca sería madre. Pero... la vida tiene sus bemoles.

Una tarde de esas que estaba terminando el vestido de una quinceañera, tocaron el llamador y se levantó refunfuñando. ¡Esta no es hora de venir a buscar una prenda! Dijo fuerte para que la escucharan desde afuera. Al abrir se encontró con un hombre calvo, obeso y rubicundo; de la mano llevaba una niña de unos cinco a seis años. Sujeta como un animalito, la niña miraba horrorizada a la buena modista.

- Antonia, soy el padre de esta nena. Su madre se fue con un guitarrista del grupo "Sonata Azul de Chicago" y hoy vinieron los policías a decir que el muy hijoiputa, la mató.

- ¿Y yo qué tengo que ver? - dijo asustada mirando a ambos. - Mi casa es... es pequeña y de niños no se nada. Además usted puede y debe hacerse cargo, es un deber moral y...- se quedó callada cuando vio al hombrote llorando como un niño perdido. - ¡Bueno, pase, veremos qué puedo hacer!- y se hizo a un lado. Ambos ingresaron y Mimí con sus crías se subieron rápidamente a las piernas de la chiquilla.

- Antonia, su padre fue mi amigo y me vivía hablando de su bondad y su amor por las criaturas del mundo. Si no se queda con usted, tendré que llevarla al orfanato lejos de aquí y sufrirá mucho, como usted sabe, esos lugares son horribles.

- ¿Cómo te llamas? ¿Y cuantos años tiene, va a la escuela, duerme bien, es sana? - una catarata de preguntas se llenaron de pronto en el diálogo.

- Me dicen Corina y mi nombre es Corina Lucrecia... - agolpa nombres la pequeña, alegre de jugar con los gatitos.- ¿Son todos tuyos? - me encanta jugar con estas bolitas de pelo.

- Bueno son hijos de Mimí, mi gata. Y tendré que regalar algunos, sin pensar mucho ya que no puedo tener tantos animalitos en casa. - los miró y descubrió que ya no se veían tan feos, habían crecido y estaban con más pelo gris o blanco con manchas de colores. Dice la veterinaria, Rosaura, acá en el barrio, que los gatos que tienen pelos de variados colores son hembras... nenas, y los de pelo de un solo color son machitos, es decir nenes. ¿Te gustan? - dijo aligerando el diálogo.

- Sí, los adoro. ¿Viviré aquí contigo?- les daré de comer y los limpiaré. - y se acercó colgándose del cuello de Antonia. Ella sintió un estremecimiento. Hacía años que nadie le hacía un cariño tan noble y natural de afecto.

- Mi nombre es Ramón Juárez. Y seguro su papá le habló de mí. Yo trabajaba en la máquina sobadora de la masa y él, en la cortadora de galletas. ¿Supo que cerraron? Ahora tengo que viajar tres horas para llegar a Luro, para trabajar en una fábrica de pan, que es lo que sé hacer desde chico. Y honestamente no puedo viajar todos los días para llegar al trabajo, he alquilado allá una pieza y no me aceptan a la nena.- se secó el sudor que resbalaba por el rostro.

- Bueno, no he compartido nunca mi vida con niños, pero creo que me entenderé bien con ella si es obediente y se porta bien. - la miró y vio unos ojos llenos de amor. -Déjemela. ¿Corina te quieres quedar conmigo, hasta que tu padre lo disponga? - temblaba un poco por la responsabilidad.

- ¡Sí, se que me querrás y nos querremos mucho! Mira cómo Mimí me está queriendo. Tú, también. - se irguió, saltó de la silla y se colgó del cuello de Antonia.

-Vamos, te mostraré donde está tu dormitorio. Allí vivía mi hermano. Él, se tuvo que ir lejos. Ahora será tu rincón familiar.- adelantó el paso y la llevó con su pequeño bolso y la mochila al lugar limpio pero solitario de su hermano.

El padre las siguió para conocer el lugar dónde su niña viviría. No dijo que había algo más. Lo calló. No podía decir, ni pronunciar esa palabra. Salió abrazando con fervor a la pequeña y un apretón de manos que terminó en un abrazo con Antonia. Dejó sobre una mesilla un sobre y sin mirar para atrás, caminó rápido por la calle. Ya caía el sol y las sombras cooperaban con las sombras de su vida.

EL MAESTRO

 

Yo lo esperaba en un sillón, y él apareció desde alguna                         

 parte y se sentó a callarse una larga hora y media”.

 

 

En la calle jugueteaba el sol de otoño con las hojas que fabricaron un tapiz dorado. El viento helado hería mi rostro. Busqué con detenimiento el número que me había dado la empleada por teléfono. Una doméstica que, con asombro, dijo: “La espera el domingo a las diecisiete, es casi un milagro que quiera recibirla”.

No cabía en mí de nervios. Mis labios temblaban, piernas y manos tremolaban. Aferraba una carpeta como si fuera un salvavidas del Titanic. Unos adolescentes de la cuadra miraron burlones cuando me detuve en la puerta. ¿Sabían quién vivía allí y pensarían que, sin duda, me echarían?

Me quedé un minuto observando la casa. Era antigua, de la época del 20 o del 30. Muy cuidada. El enorme balcón tenía una reja de hierro forjado a mano y desde un decorado macetón de cerámica esmaltada en colores mediterráneos, surgía una enredadera de flores. Estaba deshojada y sin un solo capullo. El otoño había hecho la tarea con dignidad. Igual, todo se veía impecable. La puerta de madera encerada, despedía un perfume exquisito y lucía la aldaba de bronce con orgullo.

Toqué timbre. Tardó apenas unos segundos en aparecer. Pensé que iba a abrir la mucama. Pero, frente a mí, estaba él. Con el rostro pálido y una grave sonrisa algo irónica ante mi sorpresa. El maestro. Me recibía en persona. Temblé. Pasamos a un salón alucinante. Señaló un sillón de pana azul oscuro. Me senté. Todo olía a viejo y un cierto aliento a humedad envolvía la estancia. Desapareció mascullando algo sobre el té y quedé momentáneamente sola.

            Examiné con cuidado. La sala era hermosa. Una enorme alfombra azul con pequeñas flores en color rosa y verde, variaban en guirnaldas. El tapete mullía las pisadas. Un gato negro sentado sobre el piano de cola abría un ojo cuando yo movía un papel o hacía un leve ruido. Dormitaba, pero estaba alerta. ¡Era magnífico el felino!

El sol entraba por las ventanas que tamizaban la luz, por los vitreaux, los rayos calientes aún secreteaban con la tarde. Seguramente daban a un patio interior. Un enorme retrato de mi admirado profesor, firmado por Alonso, presidía la pared contraria a la desmedida biblioteca, que abarrotada de libros, jugueteaba con mi curiosidad. ¿Qué no leería ese gran hombre de letras? Creí ver títulos de gente muy criticada. Me confundió la idea. ¿Podría ser que él tuviera criterios diferentes a los docentes de mi facultad? Sí, me intrigó saber.

Me fui tranquilizando. Apareció desde alguna parte. Dejó una bandeja con un termo de plástico verde manzana. Dos tazas de té de porcelana; una con flores y otra con un caballo de salto, ambas pintadas en suaves colores. Seguro que eran inglesas, antiguas y de sus antepasados, como las del programa de televisión que ve la abuela. Unas cucharitas de plata y la azucarera de cristal tallado, que brilló feliz con los últimos rayos de sol, acompañaban la cortesía.

Se sentó a callarse una larga hora y media, mientras saboreaba el té. En realidad preparó varias veces la infusión como una geisha. Lo observaba en silencio, respetando sus tiempos. El gato ronroneó apenas entró en la sala mi poeta admirado.  El maestro se acercó a un viejo tocadiscos y elevó la casi imperceptible música. No sabía si era Mozart o Beethoven. Soy poco conocedora de los músicos antiguos. Desde ya, que me gustan Charly y Madonna que son de mi generación.

Luego, sonriendo, preguntó: ¿Porqué una chica de tu edad quiere hablar con un hombre como yo? Quedé sorprendida. ¿No era yo la que tenía que hacer las preguntas? Pero, rápida, le dije mi nombre y edad:

—Azul, me llamo Azul, y tengo veinte recién cumplidos. Lo admiro y necesito hacer una tesina, por eso lo elegí—.  Sonrió.

Azul, tu nombre es un “pavo real que engarzó el sol de primavera en las pestañas”. ¡Tenés la edad de los suspiros! —sentenció, riendo, por mi alegría. Comencé a reír a carcajadas. (Tengo una risa contagiosa) Me acordé de todas las chanzas que me han hecho por causa de mi nombre en la escuela, en el club, en la facultad, en cada encuentro con mi gente.

—¡Sólo la belleza de un estero en verano puede envidiarte el nombre, déjate ser río, cielo o pañuelo al aire!

Comprendí; ¿Por qué yo, estaba allí, junto al hombre que después de Neruda, había cambiado mi visión de la vida?

—¿Puedo hacerle una pregunta señor?

Me pasó otra taza de té y me acercó la azucarera que recibí como a un trofeo de los dioses.

—¿Desde cuándo escribe?

Me miró y, después de una prolongada pausa, contestó:

¡Desde que amanecí una tarde de invierno sin el chupete! No quiero entrar en mi memoria, en el tiempo. Me hiere saber que han pasado tantos inviernos ya. La palabra, pequeña, sangra en mí desde antes de antes. Soy un inmigrante del silencio, llegué al papel de la mano de mi abuela. ¿Tienes abuelos, Azul?”

Comencé a relatarle de cómo mi abuelo Roque, contaba historias de su tierra europea agreste y guerrera, para entretenerme, mientras mamá planchaba.

El maestro, callado, asentía con gozo. Detenía el relato y agregaba: “¿Y entonces?”. Me volvía a embarcar en leyendas y mitos que el abuelo había trasvasado a mi corazón de niña. El poeta acotaba algún nombre o me corregía el lugar o las fechas. Flameaba la bandera de los hombres célebres que hicieron la patria chica de mis ancestros. El profesor festejaba cada una de mis palabras.

Azul. eres un pozo de agua de manantial, que tiene la gente de ese pueblo. Tu abuelo debe estar orgulloso de ti, no te pierdas nada de todo eso. ¡Escríbelo!.

—Profesor, quiero que usted cuente ahora... —pedí.

—Te has ganado un premio —dijo, mirándome con dulzura.

Trajo desde un armario una copa de cristal y se sirvió un vino ámbar, con perfume a fruta. Ya el sol se iba enterrando en la pared frente a la ventana.

 —Nací a la orilla de un río oscuro y ruidoso, con olor desagradable. Los sauces lamían el agua cuando estaba manso pero cuando se enfurecía derrotaba ramas que se desgajaban en la crecida, río abajo. Fui criado, mal criado, por mi abuela materna en una vieja bodega en el campo. Mis padres me dejaron cuando era muy pequeñito. Ellos fueron los exiliados de la pobreza. En ese tiempo el vino era de muy mala calidad y no se pagaba bien.

Como era delicado de salud y muy enfermizo, me mandaron tarde a la escuela. Pisé un aula con casi nueve años. Pero ya había aprendido mucho. De la naturaleza conocía el nombre de cada planta, cada animal, cada lugar; en fin todo lo que me rodeaba. Acariciaba con palabras cada objeto y mi primer cuaderno y lápiz, me lo dio la mejor docente, la primera. Enseguida descubrió que era un chico diferente, un loco de la palabra. Me enredaba en ellas con el caudal que me regalara mi abuela a puñados. Aprendí rápidamente. Tenía sed y hambre de nuevas palabras.

 Ella, la maestra, me prestó sus libros, que devoré. Cuando cumplí los once años, ya le había sacado “varios cuerpos” a mis compañeros. Mi clase, los niños, claro, me odiaban. Era el que escribía todo. A escondidas, la señorita Lilian mandó mis poemas a un amigo de la capital, que era un conocido profesor de letras de mi provincia. Y se armó un gran revuelo: “Ha nacido un gran poeta”, expresó aquel hombre y llegaron a verme como a un bicho raro.

            —¿Era usted, profesor?

          Reía con gusto. El gato se desperezó, elevó su lomo, erizó los pelos brillantes, curvó la espalda y saltó a sus piernas. No quería perderse ese momento de euforia del amo. Ronroneaba feliz.

“¡Yo profesor!  Pará, pará, paraaaá.  ¿Sabés, Azul, que nunca fui a una facultad. Soy apenas maestro nacional. De campo. Orgulloso estoy de serlo. Los agrandados de la capital creen que si no tenés un montón de diplomas —yo les digo- “cartones firmados ilegibles”— no podés ser un poeta. Es puro orgullo, insensatez, estupidez y locura. Pero no es importante para mí.

Azul, mi pequeña, aprenderás con dolor que se puede ser muy capaz y sabio sin atravesar por el aburrimiento de “ciertos claustros universitarios”. Abre las alas, muchacha.

Se hizo un profundo silencio. Acariciaba al gato, luego supe que se llamaba Mefisto. Tomé otra taza de té en largos sorbos. Repasé con la mirada la habitación. Él se irguió y salió sin más, un momento. Afuera el sol se iba desdibujando en cárdenos sobre los muros, escapando al claroscuro escondite lejano en el oeste. Cambiaba el clima. Ya la música había enmudecido.

 El felino ahora estaba sobre mis pies y afilaba las uñas en mi bota nueva de gamuza marrón. No me atrevía a sacudir el pie. Era “su” gato. Pasaron unos minutos interminables y al ingresar, trajo un brasero de bronce encendido. Otra botella de vino, esta vez era tinto, que descorchó. Se sirvió en una copa distinta.

El perfume de la madera quemada me recordó la infancia; me acordé de la casa de mi madrina Flora, donde nos juntaba a todos los chicos a pelar castañas, con los pies cerca del borde del brasero de hierro. Cerré los ojos y aspiré profundamente. Él se detuvo y colocó un disco. Es Vivaldi, dijo, y se ubicó en el sillón. Tomó la copa. Me ofreció té. Le agradecí.  No quiero más.

Siguió callado.

—Bien maestro, ¿cuénteme, se casó alguna vez?  ¿Tuvo hijos?

Una enorme sombra envolvió su cuerpo. El rostro se transformó y dejó caer a Mefisto del regazo. Imaginé esa era “la” metida de pata; pero ya estaba hecha.

—¡Ay, chiquilla, creo que tu flecha dio en mi corazón! Sangra.    

Esperé sus tiempos.

—Me casé muy joven, muy joven. Apenas había salido del colegio normal. Creía que siendo maestro tenía las puertas del universo abiertas. Ella era una niña linda y buena. Nos amábamos. Sí, como dos pájaros libres. Así nació nuestro hijo. ¡Era un niño diferente,  retrasado mental. Mi mujer no soportó el dolor. En esa época no se los trataba como ahora. No había nada para ayudarlo y la ciencia estaba muy atrasada. Un día la encontré flotando en el río con el niño atado a su pecho. Estaban blancos como rayos de luna. Seguí solo hasta casi los cuarenta que apareció un viento tibio con forma de mujer. Era de una ciudad del sur. Me dio una hija. Se llama Cielo y vive en el extranjero. No la veo...

Hizo un silencio que respeté. El gato saltó de nuevo a su regazo.

—Después ella, mi mujer, como vino se fue y de nuevo estoy solo.

Penetró en un abismo taciturno que duró un rato largo. Su mundo interior se pobló de fantasmas que, ingenua, había despertado. Interrumpí su recogimiento:

—¿Qué premio le han dado por sus últimas obras? —se distrajo del sufrimiento. El gato le lamía las manos—.Tengo entendido que viajará pronto a Italia para recibirlo.

—Niña, niña, los premios son como las medallas para un combatiente. Tienen tinta roja en lugar de sangre. Cada premio ha dejado cadáveres en su camino. ¡Cuánta injusticia encierran los premios! Sabés, Azul, ¿Cuántos grandes poetas han muerto sin que nadie leyera su creación? Tantos han sido conocidos cuando yacían bajo una lápida. Olvidados... ¡Bueno, pero con tus veinte años mereces una respuesta! Sí, me dan un “Honoris Causa Magister” en Florencia, en la Academia de Letras. Viajo mañana a las veinte y treinta por Alitalia.

Pegué un salto.

—Me voy, maestro, así puede completar sus tareas antes del viaje. ¿Lo puedo visitar de vez en cuando? —le pedí, casi le rogué, con todo mi cuerpo y alma.

—Sí, Azul acá te espero. Avísame el día antes. Como tú, debe ser mi hija Cielo. Es como tener un Cielo Azul vaya la perogrullada. ¡A mi edad! Juego con las palabras de los nombres.

 

Me puse el abrigo y despidiéndome con un sonoro beso en la mejilla, para él inesperado. Salí corriendo hacia la calle. No quería perder el colectivo que me llevaba a casa en Laferriere. Con la mano en alto me decía adiós parado sobre el escalón en la puerta. Mefisto, en su hombro, movía la cola agitada y feliz. Yo ronroneaba de satisfacción.                      

 

            El accidente de Alitalia, me dejó sin hálito. Me lloré todo. Mamá no me podía entender. Siempre lo recordaré sentado con una copa de vino o el té, en aquél sillón de terciopelo oscuro.           

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ALEJANDRA PIZARNIK


                                                         Lo que decimos no siempre se parece a nosotros.

 

            En esa noche

            Calmó la sed el arenal de su fuego

            que ardía al gélido latido de la espera.

            Con sus silentes bramidos y susurros

            Ella dijo en pocas palabras…muero

            recogió como estandarte mudo un papel,

            una calle solitaria entre piedras. Y gritó

            atropellando los murales con roja tinta.

            Sangre de aquella heroína dolorida y quieta.

            Una noche, apagó el cigarrillo.

            Cerró el cuaderno de lágrimas y poemas.

            Encendió una estrella y apagó una lámpara

            Se derrumbó en la silla y quedó muy quieta.

            Se había ido por el camino de la nada

            Donde su duende aun juega con tristes poesías.

            Alejandra durmió sobre su pena. Su luz

            quedó titilando entre los libros. Viva está ella.

            Dolorosa y mística, su desaliento duele apenas

            por una fracción de cielo sin estrellas.