martes, 9 de diciembre de 2025

LA ESTACIÓN ES UNA PLAYA DESIERTA DONDE SUENAN SILBATOS DE TRENES QUE SALEN Y NUNCA REGRESAN

 

 

            Siempre soñaba con viajar. Entraba en las bibliotecas del pueblo y ya sabían que pedía libros de países lejanos, de ciudades extranjeras. Ubaldina soñaba con trenes y barcos y aviones. Pero nunca había salido del pequeño barrio junto a la cancha donde trabajaba su padre. Ella ensoñaba con pasear por plazas antiguas, castillos y viejas catedrales. Su madre se reía y la obligaba a que le contara por dónde estaba paseando ese día o a qué lugar tomaría el próximo tren para escapar a sitios de leyenda.

            La hermana y el hermano, la atormentaban con chanzas y preguntas. Se ingeniaban conocer algún lugar donde hubiera playas o bosques para decirle como debía ir. Ella a veces lloraba y se refugiaba en la biblioteca de la escuela. Allí, siempre encontraba alguien que la apreciaba o le pedía algún dato para un examen o una tarea escolar. Con ternura, la bibliotecaria, la miraba devorar los mapas y las imágenes de los libros una y cien veces leídos.

            Pasó la escuela primaria con excelentes notas y la directora de la escuela llamó a sus padres y les rogó que le permitieran seguir estudiando. La madre no quería y el padre dudaba. Si la ponía a trabajar en algún negocio cercano ayudaría con la casa. Ambos decidieron dejarla un para de años en el ciclo superior. Allí fue el gozo total. Sus profesores se asombraban de la facilidad y conocimientos que tenía del mundo, de los lugares más inhóspitos conocía flora, fauna e historia. Hasta sus compañeros le consultaban temas que ellos ignoraban.

            Su profesor de geografía un día le preguntó de dónde tenía tanto amor por su materia. Ella dijo: Mi sueño es tomar un tren, llegar a lugares lejanos, conocer playas, bosques y la sabana africana, el desierto, los colosos del Himalaya y viajar, viajar, viajar.

            Pasó lo imprevisto. Saliendo del colegio, un tranvía la atropelló y quedó muy delicada. Entró en un estado de inconciencia. Le tenían que inyectar oxígeno, alimentarla por zonda y no pudo despertar.

Sus hermanos comprendieron que si le leían de lugares lejanos donde ella quería conocer, tal vez mejorar.

            No sabían que su mente divagaba por estaciones de trenes, oía silbato de barcos y trepaba a trenes que no regresaban nunca a ese lecho del hospital. Ubaldina nunca despertó y su familia piensa que se fue en un tren a un lugar muy extraño donde podía ver cada uno de los castillos, catedrales y plazas del mundo. Un día su corazón se detuvo, y por fin voló no sabemos hacia dónde.

EMBOSCADA

 


            Lusius Kingueil se asomó a un ventanal para observar desde allí la calle. Un manto cárdeno alfombraba el horizonte. Avanzaban negros nubarrones a espaldas de los edificios. Gigantes herrumbrosos que desafiaban el tiempo. Acomodó el capote. Sus viejos guantes de lana verdosos huían en pequeños plumones en motas de hilillos de lana que deshacían vuelta a vuelta el tejido. Bajó la vista y la posó sobre las enormes pilas de papeles que había escrito. Sus dedos aun estaban teñidos por el azulado líquido que usaba para asentar cada paso de su jefe. Se puso el sombrero y cerrando los postigos, dejó en penumbra la habitación. Un suave fulgor subía desde el taller donde los hombres trabajaban con los telares.

            Eran como muñecos que tenían un ritmo casi perfecto. De ahí, salían paños para los contratos que había firmado el dueño con el gobierno. Se acercaba una guerra. Los colores habían cambiado, ya no eran luminosos. Un ensombrecido hilado marcaba el mundo infernal que se precipitaría sobre la gente del pueblo. Julius bajó los peldaños con cuidado, estaban gastados y secos, la madera se quejaba bajo sus botines y el barandal estaba flojo. Había estado sentado once horas, tenía el cuello dolorido. En la puerta de salida sintió la voz del jefe que lo llamaba. Cerró los ojos y apretó la mandíbula. ¡No, otra vez no!

            Lo miró de frente y el viejo, con los ojos enrojecidos por el calor de las máquinas, le hizo un guiño. ¡Sorpresa! ¿Qué necesita, señor Douglas? Le alcanzó unos billetes y unos peniques. Hoy, Julius, me ha completado el trabajo de un mes y deseo que lleve su paga a la señora Kingueil. Inesperadamente, el viejo, se había transformado. Agradeció y saludando, se colocó el sombrero y abrió ala puerta.

            Fuera de la fábrica el olor que traía el viento desde el barracón, llegó a dolerle en el pecho. Olor a muerte, a podredumbre, a pescado hediondo. Agachó su cabeza, reconcentrado y caminó por el veredín de piedras, hasta cruzar el bulevar. Allí pasaban los coches y cambió el olor. Ahora era el de los desperdicios de los caballos y perros de los transeúntes y vendedores. En el bolsillo del chaleco aprisionaba los peniques, los billetes, los escondió bajo la faja de sus pantalones, en un pequeño saco que le cosiera su mujer. A veces había escuchado que algún bravucón se hacía el borracho para atropellar a los caminantes y robarlos hábilmente.

            Subió a la vereda por donde jugaban unos muchachos con una rueda metálica. Tropezó apenas con una niña, que acurrucada por el frío, se había protegido bajo una alcantarilla. Le tendió una mano. Flaca, amarillenta y sucia. Su carita de dolor, lo conmovió. Sacó medio chelín y se lo puso en la palma, y advirtió que tenía una fea herida. Julius, supo que estaba frente a una pobre desamparada. Comenzó a llover. La creatura se encogió bajo unos trapos viejos y cartones que le servían de cobijo. Nuestro hombre, pensó en su hogar, en el perfume a sopa de cebollas y pescado, en el calor del fogón y sin calcular el tiempo, ni las consecuencias, de un tirón sacó a la niña, la envolvió en su capa y siguió el camino. Nadie lo había observado.

            Cuando abrió la puerta de su casa, su amada esposa Melania, vio que traía un bulto bajo sus brazos. ¿Qué traes ahí? La pregunta quedó en un sonido extraño al mostrar a la chiquilla. ¡Me traes una vagabunda! Pero su corazón de mujer, sobrepasó a su miedo. La tomó como a un pajarillo mojado. La niña temblaba. Miedo, dolor, hambre y soledad. Julius besó en la frente a sus hijos que se acercaron a mirar a la pequeña. ¿Cómo se llama? ¿Dónde la encontraste? ¿La compraste? Cada uno preguntaba algo. Él, les pidió silencio y les contó así: Hoy es mi día de suerte. Terminé el trabajo para mi jefe y me pagó el dinero que me debía; cuando regresaba me encontré con esta avecita perdida y no quise que durmiera en una alcantarilla que con la tormenta, pronto se llenaría de agua y se ahogaría.

            Melania se acercó, la tomó nuevamente y la llevó a la tina. Mientras la bañaba, la pequeña no habló. Pero la madraza vio que había sido severamente castigada. Tenía zonas cárdenas por todo el cuerpo y heridas que mal cicatrizadas hablaban de abusos increíbles. Con un paño, secó el cuerpo y le puso ropa de sus muchachos, le ató como pudo el cabello que tenía muy revuelto y cuando la mostró a los expectantes ojos, vieron una hermosa criatura de ojos color almendra, rubia y pálida. ¡Esa noche comió como hacía mucho no comía y se quedó dormida en la silla.

            Melania y Julius, se abrazaron y acariciaron a sus hijos. ¡Se quedará si ella quiere! Mañana, después que despierte le preguntaremos su nombre. Por ahora, todos a dormir. Julius, escondió los billetes y se fue a su cama. Quedó dormido de inmediato. La tormenta pasó y al despertar, la niña no estaba, los billetes de Julius y Melania, tampoco.

 

 

POR EL RÍO THAILANDÉS

 

UN VI

                    Abordamos la balsa que remontaba el río  Tkwait. Luego de una jornada de visita histórica a lo que fuera el famoso centro de detención y torturas de los soldados americanos en mano de los japoneses. Estaba cansada y me sentí un tanto apartada del grupo de chinos que me acompañaban. Usaba ropa inadecuada. El invierno tailandés con su humedad y temperatura de casi 32 grados. Yo con una pollera kilt de lana inglesa y una blusa de mangas largas, arremangadas, trataba de disfrutar de esa maravilla. El río calmo y suave, nos alejaba del famoso puente hacia la selva, el sol se ponía. Era esa hora de amarillos, anaranjados y rojos. Una suave brisa me atraía las risas de gente alegre, mujeres, niños y hombres, que a la orilla se bañaban casi desnudos en el río. Se recortaban árboles gigantescos. Todo era como en una sordina. Las palas de los remos chasqueaban en el agua. Cuando una balsa con motor pasaba, levantaba olas de agua dorada, por el sol poniente un millar de pájaros volaban, perdiéndose en la espesura.

                     Llegamos a un embarcadero muy primitivo. Me invitaron a bajar. Con ayuda de unos brazos morenos, un joven nativo, descalzo y con un turbante en la cabeza de colores estridentes, me regaló una sonrisa de dientes blancos en su piel morena y me coloco orquídeas pequeñas en el cuello, como collar.

                     Atravesé un patio donde unos chimpancés jugaban sin inmutarse. Era el patio de un templo budista.

                     Mis amigos chinos rápido subieron una escalera estrecha y muy  empinada. Todos eran budistas. Yo comencé a subir lentamente. Me sentía cansada pero tan excitada y feliz, que aun me parece sentir el olor de las orquídeas de mi pecho. Como me detenía cada diez escalones, a los pocos segundos una monja budista joven, con su frágil figura y cabeza rapada, estaba a mi lado. Nos separaba una baranda de metal y un millón de palabras. Nos unía la paz, la   emoción, la expectativa. Me quería dar animo lo hizo. Transpuse  los 150 escalones y ¡Oh! Maravilla....allí frente a mi estaba el buda. Ella extrajo los celebres papelitos de oro y tomando mis manos, los deposito, para que yo, honrara al santo. Lloré de amor. Allí estaba frente a la cueva. Me indicó que ingresa y en el techo.... miles de murciélagos colgaban como cristales de antracita. Ellas, las monjas, mantenían el lugar impecable. Me hizo agachar en una pequeña hendidura de la cueva, que a fuerza de pasar gente durante siglos, parecía pulida como espejo. No me animé y sólo atiné a honrar al Buda. Luego regresé al lugar donde sonrientes me esperaban mis amigos. En mi corazón nunca voy a olvidar ese momento de infinita belleza.

 

EL VIAJE


Caminando por la Medina de Tetuán, la mujer se apoyó en un árbol que frente a sí, le permitió sostenerse. Se sintió mareada.

Cuando bajó del avión, el hombre que la esperaba con un pequeño cartel con su nombre le habló en el idioma del lugar que no entendía. Luego de guardar su breve equipaje, la invitó a subir a un auto antiguo y le indicaba que la llevaría a un hotel. Dio varias vueltas que le dieron la triste idea que la estaba timando.

Le rogó detuviera el coche y él, sin oírla siguió por una larga avenida coronada de hermosas palmeras. Finalmente se detuvo en una plazoleta frente a un hotelucho de mala muerte. Cuando bajó, le dejó diez euros y él, salió volando llevándose sus pertenencias. ¡La habían estafado!

El recepcionista hablaba bien francés y así pudo hacerse entender. Le llamó a un policía y llegaron dos muchachos amables que no hablaban sino árabe. Igual puso la queja.

A la mañana siguiente un teléfono fijo sonó en la triste habitación, las colegas de la universidad se habían enterado de su problema y la iban a buscar con una persona de seguridad.

Comenzó a llover. No tenía ropa, sólo en su mochila lo indispensable para higienizarse y gracias a Dios llevaba con ella en su ropa interior un sobre de tela con el dinero que le quedaba.

A las dos horas llegaron sus conocidas y la abrazaron. Ya sabían que la policía había detenido al chofer y le devolverían algunas prendas que no pudo vender el deshonesto hombre.

Se fue más tranquila con sus conocidas y sintió la hospitalidad de esa gente hermosa de la universidad.

Al ingresar al hospedaje que había elegido desde su tierra sintió un placer y alegría inmensa. Allí comió frutas y se duchó, durmiendo para reponerse del mal rato.

En las aulas donde debía dar sus charlas de antropología, había un murmullo de estudiantes que se habían enterado el suceso del transporte y se deshacían en atenciones. Escucharon su charla y luego de mostrar toda la investigación con fotos y diagramas, la sala se llenó de aplausos. Se alegró.

Al día siguiente, una joven alumna la invitó a conocer la Medina. –Así puede comprarse algunas prendas que le falten.- y salieron en un pequeño autobús hacia la ciudad celeste y blanca.

La belleza de la antigüedad la transformó. Logró por un momento hacerle olvidar el mal trago del día de su llegada.

Caminó por entre las callecitas de intrincadas volteretas, con sus piedras desgastadas por el ir y venir de cientos de seres humanos en el tiempo. Los vendedores con sus atuendos típicos la asustaban un poco, porque le recordaban al hombre.

La joven Zaira, la invitó a tomar un té, que saboreó con gusto. Era diferente a todos los té que había tomado antes. Comió unas dulzuras sin pensar que su cuerpo no estaba acostumbrado a esos sabores de especias tan distintas. Cuando se despidieron, la joven la dejó junto a un taxi con la extrema delicadeza de indicarle en idioma local a dónde debían llevarla.

Caminó unos pasos por la calle de la Medina y se sintió mal. Sus piernas no le respondían. ¡Otra vez no! Se dijo. Se apoyó en un árbol y cayó desm

MÁS VALE PÁJARO EN MANO QUE CIEN VOLANDO


 

            Agapito siguió a la yegua madrina con la tropilla chusca. Tenía que aceptar, cabeza gacha, con las órdenes de misia Eleuteria, su patrona.

            Desde que don Juan Leoncio murió, esa mujer se había estropeado la sesera. Pedía, exigía y ordenaba cosas cada vez más locas. El peón sabía que era más práctico ir a la feria del agro a comprar un padrillo y dos o tres yeguas como “Aurorita”, la madrina que ya vieja y mañosa  no tenía potrillos y pateaba cuando los chúcaros la querían “cubrir” pero no le podía discutir, ella creía saber todo.

            El potrero sur estaba atestado de potros ordinarios, de poco valor que nadie quería. Con sus coces, rompían los alambrados y el potrero era un asco. Una tormenta de truenos y refucilos, los espantó tanto que corrieron dislocados en todas direcciones, cayéndose algunos y quebrados sus patas otros. Luego fueron cayendo en el barranco del río que venía borracho de aguas turbias. Era como fuego húmedo y lodo. Los animales se alejaban como cadáveres de la Apocalipsis. Así había dicho el padre cura en la capilla hacía un tiempo. Así es el demonio, como el río cuando está bravío y ciego. Arrasa con todo.  Y fue así, no quedó nada, o sí, la yegua madrina que herida y enlodada se arrastró hasta el alto llamando con relincho a los pocos caballos y potrillos que sobrevivieron.  

 

 

“DEL VINO Y DE LA VIÑA”: “SANGRE DEL AGUA”

 

Bautista camina de prisa, quiere llegar antes que se termine el horario del transporte de la tarde. No desea caer en la noche a la casona. Hace un repaso mental de todos los temas que tiene que concluir en la ciudad. El trajinar en las veredas es increíble para un hombre de la tierra. Sus ojos curiosos se mueven a un ritmo ágil y frenético. Pasa junto a un escaparate y se detiene. Absorto pone su vista intrusa en una imagen. Tras el cristal, una foto antigua, en colores desvaídos y sepias, lo golpea en su intimidad. ¡Ese es el abuelo Fortunato! Alguien lo empuja sin disculparse y firme sobre sus pies le sale un breve y feo ¡Eh, infeliz, no empuje! Mira, sin distraerse, detalladamente el retrato. Los ojos son los típicos semicerrados del viejo, las manos, ásperas por el trabajo duro, un traje desgastado y barato con la camisa raída y un corbatín ajeno a su costumbre.

¡Me olvidé la hora! Sos un aturdido Bautista Grassetti. Dejaste pasar el autobús que tenías que tomar. ¡Ahora pasarás unas horas dando vueltas en este loquero absurdo que es la ciudad!

El hombre ingresa en la tienda. Mira las ofertas, pero sólo quiere preguntar por la foto de la vidriera. Una regordeta mujer arrebolada, se le acerca con una desagradable sonrisa esforzada. ¡No le gusta vender! ¿Qué necesita joven? Mueve las manos de uñas largas y rojas con esmalte desprolijo. Acá tiene vinos de bodegas pequeñas que no tienen mucha propaganda.

Perdone señora, me puede decir: ¿Esa foto que está en el escaparate, dónde la encontraron? La mujer revolea los ojazos maquillados de verde y negro y sonríe. Es el tío abuelo de mi suegro. Eso me han dicho. La han hecho grande y usaron un sistema nuevo para mejorar la imagen. ¿Por qué?

 

 

lunes, 8 de diciembre de 2025

BUSCANDO LUZ

 

Invítame a recorrer la senda de la noche

Allí donde se pierde el sacrificio y el olvido

Donde mengua el sonido de las hojas del álamo

Y caen las sempiternas lágrimas desde la piel marchita.

 

Invítame a socorrer las aguas del río que se despeña

En la tierra pedregosa del lecho. Consuela al sol.

Mérito del atropello de una tarde de viento cálido

Que mengua con el deshielo la nieve de los riscos.

 

Un avatar me intriga por su misterio antiguo,

Y llega mi pecho en sombra con latido de espuma

Buscando al demiurgo en el intrincado libro

Con un idioma de ignota comprensión de vida.

 

Busco entrar en la noble presencia de la luz

Quiero estrechar los lazos de un arcángel ciego

Amamantando el ave abandonado en el nido

Que grazna entre los sauces que aguardan la mañana.

 

¡Cuánto misterio encuentro en las páginas blancas!

Las letras bailotean entre mis ojos fríos. Quietos.

Invítame a escarbar en el mensaje oculto.

Descubrir con destreza las llagas y heridas escondidas.