viernes, 21 de noviembre de 2025

UN HOMBRE DE BLANCO

 

Desde muy pequeño escapaba de la cabaña para sentarse en un tronco cerca de las vías. Horas perdidas jugando con un palito molestando a las hormigas o a los insectos que merodeaban por allí. Era como un tambor: piernas muy finitas, panza muy abultada, pecho chiquito y brazos como cañas de agua. El pelo desordenado y piojoso, le daba vuelta por la cabezota de ojos negros y brillantes como gemas.

Esperaba horas y horas sentado en un tronco de palma semi podrido que arrastraron entre varios muchachos de la barraca grande. Los otros se habían cansado de su juego. Está loco se decían y le hacían morisquetas y burlas. Él, soñaba y esperaba que pasara el tren que no tenía idea de dónde venía ni adonde iba. Pasaba como una flecha y dejaba un ruido que a Mihlo le encantaba. Además, de vez en cuando le caía una botella vacía de color ámbar, una moneda que entre las cortinas arrojaba una señora que usaba un sombrero como de pájaro.

Una vez pasó un poco lento y un hombre de barba blanquecina le alcanzó algo… cuando lo olió, el perfume de carne asada lo ensoñó. El no conocía un sándwich y el hombre se lo dio a él.

El maquinista lo había visto en cada viaje a Diamantina, y le había llamado la atención ver ese chico con forma de animalito humano sentado allí esperando su paso. El convoy  tenía un horario laxo, podía pasar un poco más lento frente a esos ojos desorbitados que seguían la ruta de hierro como a un fantasma precioso de ensueño.

Mihlo tenía como ocho o nueve años, pero era tan flaco, tan mal nutrido que parecía de seis o siete. Ahora tenía sentido quedarse a esperar el tren.

Algunos pasajeros ya lo conocían de ver su figura desdichada siempre allí, esperando, esperando.

Don Joao se comprometió a llevarle siempre algo… en especial algo para comer. El niño devoraba la carne o el pollo asado. Olía un rato el pan hasta que el vagón desaparecía de su vista como un enorme carretón negro a la distancia.

Pasó un par de meses y un día el tren casi se detuvo. Descendió junto al chico un hombre de ropa blanca y barba larga de un gris ralo. Llevaba un par de anteojos sobre una nariz ganchuda y sus labios finos se perdían entre los pelos del bigote. Mihlo se asustó, se escondió detrás un matorral y entonces Joao lo llamó para darle el pan con carne. Fue superior al miedo y salió tomó la comida y el hombre con suave acento le habló en un extraño idioma: portugués. Mihlo sólo hablaba con ruidos guturales un tipo de lenguaje indígena del sertao. El “hombre” se acercó y le miró el vientre, del que sobresalía un enorme ombligo y comprendió que no solo era desnutrido, sino que tenía un enjambre de gusanos en sus intestinos. Le hizo un mimo del que Mihlo nunca había recibido.

El tren partió y el chico corrió hasta la hamaca donde su padre dormía bajo el efecto de una “cachaça infame” y el humo de la pipa con ciertas hierbas somníferas. Lo zamarreó. Apenas el hombre lo miró y le tiró una tremenda patada. El dolor lo dejó mareado. Vomitó el sándwich y de entre sus nalgas salió un jugo amarronado con cientos de lombrices rosado oscuro. Fue un alivio. Ya no sentía ese movimiento que le revoloteaba en su panza y no lo dejaba en paz. Una de las mujeres se acercó y lo gritó. ¡Vete a limpiar, cochino! De su espalda colgaba un trapo con un bebé llorón que dormitaba entre hipo y gruñido. 

Mihlo corrió y se metió en el río, que era la fuente de agua. De allí bebían, se lavaban, se usaba como manantial de vida. No sabían que estaba tan contaminada, que era causa de muertes prematuras y enfermedades. Río arriba había minas de oro y gemas que los patrones “gringos” arrancaban de la tierra. Todos los desechos bajaban hacia el río grande y de allí al mar. Pero nadie controlaba.

Pasó un breve tiempo y una tarde el tren se detuvo. Bajó el hombre de blanco con dos mujeres vestidas con ropas largas y cubrían su cabeza con un paño negro y blanco. En la cintura llevaban un hilo de cuentas de madera y una rara, para Mihlo, imagen de dos palitos cruzados. El chico desconfiado no quiso acercarse. El atrevido barbado, comenzó a caminar entre la maleza, el griterío de los macacos no lo asustó, las monjas se juntaron y casi se atropellaban para no perderse del guía. El muchacho, caminó más rápido y los superó, se detuvo y no los dejó pasar para que no vieran donde estaba la barraca y las cabañas con la gente.

¡Pero los chicos al verlo corrieron y lo abrumaron estirando las manos pidiendo comida!

Un anciano o así les pareció a ellos, se acercó con un machete en la mano izquierda, ya que no tenía la mano derecha. Su rostro surcado con un enorme tajo, dejó a los viajeros un tanto desorientados. Este hablaba un poco de portugués, mezclado con el dialecto de la tribu. El nativo entendió que esas personas no quedarían por mucho tiempo, que habían bajado del tren por el chico que siempre estaba en el tronco esperando y que estarían entre ellos hasta que volviera a pasar la máquina. Mostró el permiso del gobierno para darles unas píldoras y hacerles unos análisis, a los cuales sin entender qué era eso, todos se negaron, menos Mihlo que aceptó, para demostrar que él, era valiente y que sus amigos del ferrocarril eran muy buenos. Todos lo miraron con ojos desorbitados. En especial las mujeres.

Al día siguiente, el muchachito, despachó cientos de lombrices, gusanos y huevos de otros insectos que vivían en sus intestinos, una larga “tenia saginata” salió con dificultad de su cuerpito enclenque. Las monjas le dieron de comer una exquisita sopa de vegetales y gallina y le enseñó que todas esas porquerías que había defecado era producto del agua contaminada. Se acercaron, curiosas, las mujeres y algunos hombres. Vieron como hervía el agua y le agregaban unas gotas de cloro.   

Mihlo se transformó en el héroe de la tribu.

Pasaron los meses y se fueron curando todos los habitantes que tomaron las famosas píldoras del hombre de blanco, que resultó ser un médico de Bahía dos Rey que viajaba a las minas a controlar a los minales, obreros embrutecidos por la dura vida que tenían.

 

ANA FRANK

 

      

 

            RASGUÑÓ LAS PAREDES DEL ALTILLO

            SURGIERON SÓLO ESTRELLAS AMARILLAS.        

 

RASGUÑÓ LA PIEL DE MARGO Y DE SU MADRE

 

SURGIERON BLANCAS VIOLETAS PERFUMADAS.

 

RASGUÑÓ LA PIEL DE “PETER” EN UN ABRAZO TIERNO

SURGIERON MARIPOSAS DE COLORES QUE ESCAPARON

 

RASGUÑÓ LAS TABLAS DEL VEHÍCULO

SURGIERON GOTAS DE SANGRE Y LAMENTOS…

 

RASGUÑÓ LAS PAREDES DEL HORNO CREMATORIO

SURGIERON LÁMINAS DE PLATA EN EL AIRE DE BERGEN BERGE

 

REGRESÓ SU PADRE AL TIEMPO DE LOS CAMPOS

SURGIÓ UN CUADERNO CON TU NOMBRE… ANA.

TRABAJANDO EN LAS VÍAS


 

El punto rojo del cigarrillo se destacaba en la oscuridad. El vapor que salía de la locomotora parecía un fantasma socorriendo a los vivos. Sólo un muerto, puede dar esa sensación de humareda vaporosa y frágil.

Los chirridos de las ruedas sobre los rieles aquejaban los oídos, a pesar de ya haber perdido casi toda la capacidad de escuchar de los hombres de ese rincón de los trenes.

Con tanto humo seguían fumando para apaciguar la soledad. El miedo de perder un miembro cuando se movía un vagón o se caía una de las pesadas ruedas o ejes del tren, que arreglaban. No se podían distraer. Para evitar la muerte o quedar como el Ramón Oviedo, en una silla que le fabricaron los compañeros en los talleres.

El olor del cigarro los concentraba en su mundo. Los trenes.

Deoclesio se limpió con estopa la grasa y sacudió el pantalón con tanta fuerza que sin darse cuenta dejó manchas de sangre en su trasero. Tenía agrietadas las palmas por el duro esfuerzo. No sentía dolor. Era como una queja de su cuerpo eso de andar dejando huellas rojas en la ropa. Un día alguien al pasar le comentó que parecían flores las manchas. ¡Qué coraje! Flores… esos pedacitos de piel que se iban quedando dormidos en los rieles o en las herramientas.

Un sacudón lo sacó del embrujo, en el mismo instante comprendió que se había distraído y pudo ser “finado”. Y, ¿qué le pasaría a la Aurelia si el se marchaba como el vapor del tren? ¡Nada! O tal vez un poco más de miseria. Ya estamos acostumbrados.

El Florencio le pegó un grito, que apenas sobresalió del chasquido de los fuelles del viejo mamotreto que estaban reparando.

-¡Deoclesio, pase una pinza y la “francesa” que dejó en el banco del taller!- y se escabulló entre los maderos de la factoría haciendo un mutis con los alborotados sonidos que ya le atormentaban. Tomó las herramientas y miró con ganas la puerta de salida. Le faltaba como una hora para que sonara el silbato de final de trabajo.

- Acá tiene, masculló no la pierda como la semana pasada que después hay que pagarla.

El movimiento de los fierros les contagió una breve euforia. ¡Eran los mejores! Sacaban trenes de esas chatarras destruidas con herrumbre y carbón.

El agudo sonido de la sirena los reconfortó. Dejaron la máquina y guardaron las piezas y útiles para no tener que pagar de su magro salario. Pero Deoclesio no vio la maniobra de su compañero que escondía una de los instrumentos de más valor.

Al llegar a su casita, pequeña pero cuidada con esmero por su mujer, dejó su ropa de trabajo y dándose un baño, se acomodó en el sillón que desvencijado se adaptaba a su cuerpo. Tomó unos mates y escuchó unos tangos en la radio. Luego llegaron los hijos del centro donde trabajaban y cenaron; después, ellos, se fueron a terminar el colegio en la escuela parroquial. ¡Si no tienen un título, serán siempre como su padre, un obrero que gana poco y “labura” mucho!

Se quedó dormido en el sillón. Lo despertó una sirena aguda, no era la de la fábrica. Incendio en el conventillo de la vereda del sur. Salió para ver si podía ayudar, no le permitieron acercarse. Clavó la vista en el fuego y supo que el tren a vapor iba a desaparecer. Como no lo había pensado antes. ¿Qué trabajo haría él, si se terminaba el ferrocarril a carbón? Miró la alta columna de humo negro y suspiró. ¡Dios no permitas que se cierre el taller!

Pasaron unos años y sus hijos con su título a cuestas ya se fueron yendo a vivir  su vida y con la clausura de los trenes a vapor, lo jubilaron. Ya no tenía que pelear con la grasa, ni el carbón ni el hollín, ahora podía conocer otra zona de su ciudad, ir con su “vieja” al cine de barrio y sentarse a tomar un café en el Bar “Los Nombres del Amor” que estaba enfrente de la estación de trenes eléctricos. Descubrió que su compañero había robado tantas herramientas que se había organizado un taller de reparación de autos y de puro “macho” le colgó en la puerta una noche, un cartel que decía: ¡Ladrón…! Y se armó un gran revuelo y él, lo disfrutó cuando llegó en un auto de la policía esposado. ¡”Chorro”! Tuvimos que pagar con nuestro sueldo las cosas que te “afanaste”. Y se fue riendo porque el Florencio lloraba cuando se lo llevaron a la comisaría.

Al final él, era el héroe de esa historia, se acomodó la medalla de oro, que le dieron por los cuarenta años al servicio de los ferrocarriles y que tenía su nombre: Deoclesio Martínez, por su labor honesta. Miró el reloj que le regaló su jefe y que nunca soñó tener. Era la hora de dormir una buena siesta.

 

 

 

SALEM, OTRO INFIERNO


 

Sabía que mi pueblo era parecido a todos los pueblos. Nunca creí que era        

un segundo Salem, donde quemaron a las mujeres diciendo que eran brujas.

            Una mañana apareció por el pueblo un predicador con un carromato que remedaba un enorme tren. Era un vehículo antiguo, muy cuidado. Sus colores eran férreos en la parte de adelante y más atrás era de muchos colores con flores que decoraban un paraíso desmarriado y falso. Una imagen de Adam y Eva sólo vestidos con hojas de color verde desvaído y una enorme serpiente de color roja que parecía querer comerse a ambos.

Con un alta voz llamaba con tono meloso la atención de los pocos habitantes que transitaban por la calle principal. Algunos parados en los portales o apoyados en las barandillas de los negocios, miraban atónitos.

Mi padre salió de la oficina en la que recibía agobiantes cables telegráficos que le iban dictando el valor de suba o baja del maíz, la cebada o el trigo; tropezó con el cajón del escritorio en el apuro y desparramó los papeles que hora por hora iban llegando de la bolsa de Comercio de la Capital. También cayó su cuaderno de cuentas y volcó el tintero con sus largas piernas al sentir urgencia de ver lo que yo, con mi curiosidad de niña de nueve años ya estaba curioseando entre el polvo y el ruido. Otros chiquilines seguían al carromato gritando y haciendo toda clase de morisquetas. Cada vez más sucios de tierra y interés caminábamos haciendo una suerte de murga para remedar los apocalípticos mensajes que vociferaba el hombre.

Papá me llamó ahuecando las manos como una bocina. A pesar del ruido su voz me sobresaltó y regresé a au lado. Me zamarreó y colocó su mano, enorme, en el hombro para que yo no me alejara.

El sonido se fue alejando y papá sorprendió a los pocos vecinos que pasaba cerca cuando escucharon su orden:- vete rápido al molino y trae a tu tío Zacarías. Corre- me dijo- lo necesito con urgencia.

Salí corriendo en dirección contraria a la caricatura de tren piadoso. Llegué con la ropa empapada de sudor y polvo. Mi cabello parecía un nido de pájaros desarreglado y enredado. Mi tío Zacarías salió cuando lo llamé y quedó boquiabierto ya que no entendía lo que en el apuro le decía. Me dio a beber un té frío y me volvió a preguntar

Así supo que debía ir al pueblo. Sacó la calesa y subiéndome de un brazo partimos por el camino. Llegamos y ya no se escuchaba el altavoz del casi-tren.

Papá se encerró con Zacarías y luego de unos minutos salió cerrando con llave la oficina. Fueron a la policía. Yo los seguí por temor a estar sola, ya que mi mamá había muerto cuando nací y vivía solo con papá. Al entrar, me dejaron sentada afuera pero siendo tan curiosa los seguí sin que me vieran. Zacarías fue el primero que habló: - Ese hombre que ha llegado al pueblo es un delincuente. Deben arrestarlo, ponerlo entre rejas.

Yo no entendía nada. ¿Cómo sabían ellos quién era el reverendo?  Mi papá comenzó a decir que en nueve años atrás llegó a nuestro pueblo y robó a las tres chicas más lindas y buenas del lugar. Se las llevó a la ciudad donde se les perdió el paradero. El comisario escribía con cara de pocos amigos. ¡Y lo peor, es que llegó mi novia embarazada de uno de los secretarios del seudo pastor y cuando nació la niña, falleció!

El horror me paralizó. ¿Era esa la historia de mi madre? Es un truhán, un embaucador y un ladrón, Me imaginé que mi hermoso pueblo iba a ser un nuevo Salem y que en lugar de quemar brujas, iban a quemar un remedo de tren con imágenes del paraíso con Adam y Eva incluidos. Cuando salieron con los policías yo escapé llorando y el tío y papá intuyeron que había escuchado todo.

Cuando fueron a arrestar al forastero se llevaron una enorme sorpresa. El nuevo dueño era un árabe que vendía Biblias pueblo por pueblo y no aquel que se robara a las muchachas. Ahora con setenta años, recuerdo el dolor de quien me crió con amor de padre y cuando subo a un tren, me sonrío recordando aquel episodio.                             

  

           

MALIK JAIDUR


 

El viento caliente y húmedo arrasó con la plantación de caña de azúcar. Las vacas pastaban pisoteando lo que nunca llegó a ser una buena cosecha. Los altos ficus y palmeras caídas unas y amarradas entre sí otras, parecían una catedral desvencijada.  El gran templo de piedra estaba atestado de mujeres y niños. Allí en ese olvidado poblado de india, no había refugio seguro donde esperar el paso del siniestro. Parecía que Khandwa sufría la Apocalipsis ingresada por los blancos. El olor fétido de los animales muertos y del lodo contaminaba la región. Malik caminó hacia el río Narmanda pero los caminos estaban desdibujados y había hombres y mujeres que peregrinaban en busca de agua y comida. Arrastraban en carretones sus pocas posesiones, algunos animales atados a las varas del vehículo y a los ancianos y niños sobre los hombros de los más fuertes o sobre los bártulos.

Se hizo la noche y el aullido de los simios y de algún felino engrosaban su terror que ocultaba por dignidad. Se detuvo bajo un árbol, pero los insectos le herían la piel, despiadados. Siguió caminando. Su prometida había quedado con la familia en los desechos de la aldea. Era tan pequeña, sus ocho años, le impedían traerla consigo. El dios Brahma debía estar muy enojado con su pueblo, ya que no era el tiempo de monzones. Los demonios estarían acechando. Buscó refugio en una cueva entre piedras y plantas caídas. Se quedó dormido. Lo despertó un extraño ruido. Se restregó los ojos y luego de hacer una oración a los dioses, derramó un resto de arroz de su bolsa para tranquilizar a los espíritus, luego colocó un puñado en la escudilla y le agregó especias, con algo de agua que consiguió entre las piedras ablandó su bocado. Esa, que estaba tan seca, apenas pudo tragar eso que parecía comida. Salió del minúsculo espacio y siguió un sendero entre ramas y cañas desplomadas. El ruido que escuchaba se iba haciendo cada vez más fuerte y de repente entre los matorrales vio un gigantesco monstruo que echaba humos y vapor. Malik Jaidur nunca había visto una locomotora del ferrocarril. Desde el techo un sin fin de hombres le gritaron que subiera. Le ayudaron a trepar y el joven campesino subió buscando una aventura, no se imaginó una vida tan difícil.

Cuando el tren llegó a Pakistán, se transformó en un “paria” ya que allí no conocía a nadie, no hablaba esa lengua y nadie lo recibió con el afecto que recibía en su aldea. Pero… encontró a otros indúes que le enseñaron a fabricar canastos de fibras vegetales. Ahora el joven era un emigrante tratando de sobrevivir para regresar a su antigua vida. Y soñaba cada día y cada noche que ese tren que lo trajo lo llevaría de nuevo a su querida aldea para casarse como estaba prometido.

 

 

22—

ESPERANZA CUMPLIDA

 


                                                                                      “Cuando en medio del dolor y las dificultades no se                                                                                                                     pierden la esperanza y se tiene constancia                                                                                                                       en el bien, se acerca a Dios”                                                                                                                                                               JUAN PABLO II

La ermita era todo lo que había quedado de la estancia “La Cumbrera de la Laguna”. Cuando comenzó la sequía y se fue muriendo lentamente la zona, uno a uno se fueron yendo los hombres y los animales. Los sembradíos apachurrados parecían coirones y los árboles se secaron dejando esqueletos retorcidos como espectros. De las casas de adobe quedaban algunos restos desmembrados y hasta los molinos y pozos se desaguaron dejando unos terrones afiebrados de barro ennegrecido. Si corría viento el páramo desdibujaba en fantasmas las osamentas de quebracho y aguaribay sostenidos por la porfía de la vida. Allí parecía todo muerto. No, Sabino el “viejo” estaba. Era el único que se atrevió a quedarse. Su tapera de barro y cañizo apretaba los deseos de seguir viviendo. A él, dejaron en custodia la ermita. Su llave de hierro oxidada y grande chirriaba cuando todos se fueron, y siguió por meses y años. Cada vez más lento, cada vez más flaco, cada vez más ciego. Arrastraba los pies con una especie de muletas que le servían de apoyo. Una Semana Santa se llegó un cura nuevo, por orden del obispo tenía que ver qué quedaba de la ermita, donación de la familia Sayanca – Godoy Sosa.

El pobre novato no cabía en sí del asombro. Sabino lo acompañó como pudo acarreando su debilidad entre el bramido de sus pulmones secos. Abrió la puerta y fue como ingresar al paraíso. En el altar un fresco de la Sagrada Familia pintado por quién sabe qué artista le besó el rostro al cura. Sabino se inclinó sonriendo y le mostró cómo había escondido por si un acaso, las reliquias que dejaron los dueños. Una custodia de plata, un cáliz dorado incrustado en piedras y una cruz que parecía de oro. El tiempo detenido en el tiempo. Nada parecía haber sido tocado. Un sillón de terciopelo azul, sólo tenía una pátina dorada de polvo blanquecino traído por el aire del secano. El padrecito Gaudencio, que así se llamaba el joven, trató de abrazar al viejo, pero con gesto recio, éste lo rechazó. ¡No es de hombres andar a los apretones! Y menos con un pollerudo, se dijo el Sabino.

Salieron de la ermita, cerraron antes que se escondiera el sol y vinieran las ánimas desde quién sabe dónde. El anciano le ofreció unos mates, que era lo único que tenía. Y se sentaron sobre unos tacones de viejos sauces cortados hacía años y servían de muebles en el rancho. El viento entraba por todos los agujeros que tenía la tapera y el humo con su olor de cenizas envolvía todo. Los mates le supieron a veneno, al cura, pero pensó que debía ser caritativo y acompañarlo. El hombre le dijo que eran los yuyos que le ponía a la yerba para alargarla, ya que una vez cada tres meses aparecía un paisano y le traía harina y grasa, yerba y azúcar, algunas velas y algo de aguardiente.

Ya entrada la noche cuando el monje quiso irse, Sabino le ofreció un jergón y allí se echó vestido. Se sacó sólo la sotana y el cuello de plástico para poder dormir algo, cosa que le costó bastante ya que no estaba tranquilo al oír aullido de animales y el ruido del viento.

Al amanecer salió a refrescarse y no encontró al viejo, luego de un titubeo, se refrescó con un poco de agua que encontró en un tacho. Era salada y de color beige, pero no había otra. Caminó hasta un pequeño habitáculo y allí encerrado en la tierra vio gallinas y pollos. Entre huecos desperdigados unos conejos mustios intentaban escapar de los picotazos que le propinaban las aves. Sintió el ruido rastrero de un hombre, era Sabino que se acercaba. Le traía unos huevos de patos silvestres.

¡Son de la laguna! Bueno de lo que queda del humedal. Y se puso a cascarlos en una lata y revolver con una varilla de romero salvaje. Yo no me voy hasta que no vuelva el tren a pasar por allá. No me puedo morir sin verlo de nuevo. Mi Tata, me trajo acá para que le ayudara en el trabajo de los rieles, sabe… y se fue muriendo, él y el tren.  Ahora ya no viene nadie por acá. Ni hay escuela, ni dispensario, ni gente. Hablaba solo para explicar su estoico cuidar de la ermita y del lugar. 

El sacerdote miró el reloj y se despidió prometiendo pronta visita. Vendré con algunos seminaristas y le vamos a ayudar con lo que necesite.

No venga. Si no viene el tren, no vale la pena. Yo estaré siempre acá como ese quebracho viejo. Mi Tata me dijo que nací en noviembre, creo que el 26, pero ya ni me acuerdo en qué año. Y le aseguro que nadie me hará morir si no vuelve el tren. ¡Ni “mandinga” con perdón, padre!

El ruido de un motor que se acercaba los distrajo. Sabino le apretó la mano, la rústica forma de crear un vínculo con el otro, que había aprendido de sus mayores. Un apretón de mano era una promesa a cumplir.

Una lágrima rodó por el rostro barbado del joven y se fue con la cabeza gacha. ¡Era imposible que volviera el tren!

Cerca del 26 de noviembre armó un atado con ropa y víveres. Invitó a cuatro seminaristas y en el jeep del curato, se fueron rumbo a la ermita. Al llegar vieron a Sabino parado mirando fijo al paso del tren. Con un gesto inquieto el anciano los recibió. Sin jolgorio. Los muchachos se sorprendieron del estado de abandono del viejo.

La vista larga puesta en el frente. Arrastrándose cada vez más con los pies desnudos de calzado. Armaron un tablón y le pusieron un mantel, una jarra con vino tinto y un buen guiso de lentejas. Comieron, charlaron entre ellos, ya que Sabino sólo los contemplaba. Luego de una pequeña heladera de camping sacaron una torta. ¿Qué es eso? Preguntó el anciano. Vamos pruebe la torta. Le pasó el dedo y se lo llevó a la boca. El sabor dulce le hizo cambiar la cara. ¡Nunca tuve una de estas cosas en mi larga vida! y pasaba feliz los dedos por la crema. Le cantaron el “cumpleaños feliz” y a lo lejos… muy a la distancia, se oyó el ruido metálico de un tren que pasaba por los viejos rieles.

Sabino, el “viejo”, el cuidador de la ermita lloró por primera vez en muchos años. La sagrada Familia había hecho el milagro.

 

 

 

miércoles, 19 de noviembre de 2025

EL NIÑO QUE NO CREÍA EN DIOS


                        NARRACIÓN INDIA MUY ANTIGUA, ANÓNIMA. ADAPTACIÓN.

 

            Babany era un niño listo. Su padre un buen guerrero que estaba en campaña en la frontera. Su dulce madre trataba de educarlo con el amor al Dios y había sido bautizado como sikh  en un hermoso Amrit en el templo. Y respetando a sus ancestros.

            El niño sólo veía que sus compañeros de  escuela eran muy afortunados y tenían todo lo que querían. Él, sólo poseía: el kesha (pelo largo y recogido); Kangha (peine); Kara (pulsera de acero); Kachha (pantalones cortos) y Kirpan (espada pequeña casi sin filo).

            El aprendía todos los himnos sagrados y los recitaba pero con desgano y siempre protestando para su interior. El quería un automóvil o moto ruidosa y que se entremezclara por las calles alborotadas de la ciudad, una radio para escuchar música bien estrepitosa y juguetes que veía en las ferias.

            La madre preocupada le pidió más dinero al padre, pero éste no tenía sino lo justo para mantener la familia bien sin grandes derroches. Entonces la sufrida mujer le dijo: Mira hijo mío debes hacer algunos sacrificios y Dios te dará lo que quieres.

            El muchacho comenzó a ir todos los días, después de la escuela, al templo. Ayudó a limpiar las escalinatas, el alcantarillado que llevaba el agua a la fuente, las persianas de  mármol y mil cosas hizo para que ese dios lo ayudase. Pero como no creía en Él, siempre protestaba. Un día muy enojado pensó: ¡Voy a molestarlo, lo haré ver que soy malo, él, verá que puedo ser rudo y malvado…y allí pasó lo inesperado.

            Mientras pasaba un candelabro con fuego por la imagen del dios, éste le habló: Babany…tu ira me demuestra que ya crees que Yo Soy y ahora sí, quiero que sepas que siendo reconocido puedo darte aquello que tu corazón infantil anhela. Pero recuerda que no son las cosas materiales las que te harán feliz, sino que cuando medites al amanecer en mi nombre y en Mí, cuando te explayes en el Señor noche y día, así no padecerás penas y desgracias, porque sólo Yo Soy el que Soy. Cuando regreses a un gurudwara (templo) se prudente y recita las palabras sagradas. Come con placer el “karah parshad” (alimento de mantequilla, sémola y azúcar). Ve y dile a tu madre que crees en Mí.

            El pequeño regresó pensativo y alegre; y en su hogar estaba su padre que había regresado de la frontera y llegó con una hermosa moto color most