martes, 25 de noviembre de 2025

ELODIA

  

¿Te acordás Elvira el cuerpo de Elodia cuando cumplió los diez y seis? Parecía esas figuritas que fotografiaban en las revistas de época, Para Tí, Damas y Damitas y tantas otras que esperábamos con suspiros en los días de verano cuando no podíamos ir al río en las siestas. ¿Dónde quedó el jolgorio de sus piernas movedizas? Le gustaba ir al baile los viernes a la tardecita cuando bajaba el calor y aparecían los "moscardones", como decía papá. Él siempre serio y sin ganas de perdernos. Los chicos del pueblo que dejaban el tractor o los caballos, para ir al baile, peinados con gomina, pañuelo al cuello, se acercaban a nosotras... ¡También cómo no iba a estar atento con siete hijas mujeres y un solo varón que apenas podía montar un petizo!

Elodia parecía que con sus ojos grises, cuando no le gustaba el mozo, lo cortaba con un cordón de plata y un aire gélido, hacía arreciar una llovizna de de palabras sueltas, torpes, del muchacho que se retiraba con la cabeza gacha.

Si era uno de esos más despiertos, esos con olor a lavanda y a Glostora, ella decía: ¡Huele a incienso! Casi era un monje blanco y bello o un ángel que bailaba con sus manos frías de miedo y sudadas por la emoción. ¡No hay futuro! Es un pajarraco. Es un bicho agorero y yo, que miraba sus piernas juguetonas, me metía en aguas sonrientes de un río de una vida inexistente. Feliz, llena de historias de amor.

Ahora, pienso que Elodia era una aventurera en una época donde nosotras, sus seis hermanas atisbábamos su rostro como pintado en colores de arco iris. Hoy, la miré. Encontré su rostro en color cenizas en el espejo de su vida. Parece que un lago lleno de guijarros ha dejado su piel en un nido áspero y descolorido.

Me acuerdo cuando nos complotamos para que se fuera con el Ismael Segovia en el micro que partía a las diez de la carretera sur. ¡Estaba tan enamorada! Yo le puse en una pequeña maleta de la abuela, dos vestidos un camisón y abrigos. Los zapatos que llevaba eran de Mabel y la cartera de María Luisa. Era poco, pero le dimos los pocos billetes que habíamos ahorrado para la próxima kermés de la parroquia de San Eudoro. No llegaban a cien pesos y monedas. El Alcibíades, se acercó a nosotros y nos reprochó lo que hacíamos. ¡Ese tipo es malo, ya verán!

Teníamos los labios como de madera. La garganta seca y el miedo enroscado como yarará agazapada. Mis manos parecían de goma. Caminamos en la humedad del pasto, cuando partió el autobús y llorábamos de terror. ¿Y si era cierto? ¿Y si el Ismael era un cretino? Era verano, pero nos llegaba un frío de fuego con su capote helado y crepitando en las entrañas.  Papá casi nos pega. Mamá se desmayó y traviesa la vieja Delfa, dijo sin mirarnos, "¡Pendejas calentonas, no saben lo que han hecho"!

Las entrañas se habían encogido, estábamos trasmutadas de miedo. Y ella se había ido atravesando las cuchillas, lejos, trotando un mundo desconocido y espeso.

Pasó el tiempo. Llegó una carta escrita por Ismael en que avisaba que Elodia volvía a casa. Llegó sin decir palabras y se abrazó a mamá. Papá no le habló por varios meses. Ninguna de nosotros volvió al baile de los viernes. Las muchachas murmuraban y los mozos nos evitaban como si tuviéramos una enfermedad contagiosa. Elodia hablaba poco. Nada. En ese silencio dijo todo. El Alcíades no se había equivocado. Un día, él, vino a buscar a Mabel. Habló con papá y él, aceptó y se armó la boda. Se la llevó al campo donde cultivaba trigo y arroz. Después, vino un tal Bernardino, empleado del correo en Villa Los Dolores. Papá vio que era un buen hombre y se vivió una hermosa boda. En ese baile conocí a Enrique. Con él, me casé y tengo cinco hijos varones. Como dice mamá... ¡Dichosa hija, no pasarás por lo que tu padre y yo pasamos ese tiempo! Pobres viejos. Yo imagino cómo habrán sufrido. María Luisa se fue del pueblo a Santa Fe. Allí estudió y entró como profesora en una escuela religiosa. Luego de varios años profesó y se hizo monja. De vez en cuando escribe de lugares lejanos donde la mandan a cuidar niños abandonados o ancianos enfermos.

La casa sigue igual. Seca, descolorida y mustia. Elodia cuida de mamá y papá, que ya le perdonó su desatino. Dicen que Ismael, volvió a buscarla y que ella lo recibió con la escopeta cargada de municiones para cazar patos en los arrozales. Salió como una rata maloliente.

Un día apareció un auto negro, con tres hombres grises. Muy serios preguntaron por ella. Mi papá, la llamó. Ella al verlos se puso muy pálida y comenzó a temblar. Pidieron hablar en privado. Y mamá abrió el antiguo escritorio de papá que lleno de libros y carpetas, estaba detenido en el tiempo.

Elodia, de pie y ellos tomaron asiento como si fueran dueños del espacio. "Esto es un pedido del Juez Sabino León Castro. Debe declarar sobre los hechos del tiempo en que estuvo cumpliendo en la penitenciaría de "Corrales", su culpa." La oreja de mamá pegada a la puerta dejó un rastro al caer al suelo. Salió uno de los hombres y la ayudó a salir, la sentó en una silla y la amonestó por su osadía. Mamá lloraba. ¿Mi hermana presa? Ninguno de la familia sabía. ¡Tantos años sin decir una palabra y ahora enterarnos así!

Varias horas estuvieron hablando, un verdadero enjambre de dudas. ¿Qué habría pasado en la vida de esa mujer? La declaración fue lenta y ella sufría. Nosotros, que llegamos una a una... esperábamos saber algo. El silencio era de una tumba. a las horas salieron pisando fuerte y con el rostro ceniciento nos dejaron con una consigna durísima: "Si hablan sobre lo sucedido aquí, ella regresará a la cárcel".

Salió mi hermana y su cara había envejecido mil años, parecía una brasa de hielo o una roca volcánica. Rojos los ojos que parecían inyectados en sangre y su boca una línea cerrada y oscura, donde no había palabras.

¡No me pregunten nada. Sigan con su vida y hagan silencio! Y se fue caminando con la cabeza gacha a la cocina. Dicen los que nos conocen que parecíamos un hormiguero destruido. Cada uno volvió a su hogar sin abrir la boca. Nuestra cabeza era un ovillo de hilo enredado de preguntas sin respuestas.

 Alcibíades nos reunió y delante de Elodia contó: "Familia querida, yo sabía que su hermana había matado a dos hombres. Fue en defensa propia, pero igual tuvo veinte años que pagar la pena que le impusieron". Ella comenzó a llorar quedito. "Sabía que el tal Ismael, era un pájaro de cuentas. Y estaba relacionado con gente muy peligrosa. Sin querer, supe que ella estaba en un burdel de otra ciudad y que en una riña, se interpuso entre unos mafiosos y el "guapo Ismael" Y sacó un arma y bajó a dos de los delincuentes. El marido la culpó. Pero su vida fue un infierno. En el penal, en una riña con otras mujeres hubo otra pelea y le dieron un puntazo, ella se defendió y eso significó cuatro años más de horror. Ya saben cuánto sufrió por irse con el famoso Ismael..." Todos en silencio la miramos y uno a uno la fuimos abrazando. ¡Pobre mujer!

Las piernas de mi hermana Elodia, son hoy, un áspero soporte de piel lacio, cae en cascadas finitas entre sus várices azules. ¡Pensar que yo adoraba sus piernas movedizas! Su figura de estrella de cine y su andar cadencioso y orgulloso. Nunca pudo casarse o hacer otra vida, estaba marcada por una sociedad pueblerina y sonsa que no perdona los errores. Mañana, Elodia, cumple cincuenta años y entre todos le vamos a hacer una fiesta. Lo merece. Mi hermano que entró al ejército y vive en el sur, le compró un hermoso vestido de gasa y con flores celestes y amarillas, como a ella le gusta. Yo le saqué una foto de la revista que guarda en su mesa de luz. Mi amiga Inés se fue a la ciudad y le compró unas sandalias muy "monas" de color chocolate. Ella ni se imagina... hemos invitado a muchos amigos y entre los grandes y los chicos somos más de sesenta. Papá hizo prepara la comida en un restaurante de un amigo. ¡Por fin vivirá un momento de alegría! Eso esperamos todos.

Anoche, después que se fue el último invitado, me senté junto a mi querida hermana y le pedí perdón... por no haber sido astuta y evitar que se fuera con ese monstruo que la hacía vender su cuerpo al mejor postor. Lloró como nunca la vi llorar. Pero me perdonó. ¡Vos no sabías nada! Que papá y mamá nunca se enteren.

Ahora puedo dormir en paz.  Se ha perdonado y a nosotros también.

 

UN MENSAJE BAJO LA PUERTA


                                           “Si vives...que vivas, si ríes... que rías, si lloras...que llores; si estás muriendo que mueras.”

 

Viejo, ya te serví, comé que se te enfría. Cuando llegué de la peluquería, encontré debajo de la puerta este mensaje. Lo recogí y pienso que es de alguien que me conoce bien, ¿sabés?, debe ser de la Pochola, la señora de la vuelta. Esa que tira las cartas y anda con las pirámides. ¿Raro que no esté firmado, porque ella es simpática? Eh, Remo, mirá... ¡eso sí que es falta, y a ¿doce minutos del primer tiempo?, si no le sacan amarilla seguro que el árbitro está comprado! Como te contaba primero pensé que era una de esas cadenas latosas que te prometen desgracias y sino las entregás a varias personas, te suceden en pocos días. ¡Más desgracias para mí! Si mi vida es una desgracia. Cuando abrí el sobre que estaba a mi nombre y leí lo que decía, me quedé perpleja. Mirá como le patea el tobillo el número cinco. ¡Pobre pibe, capaz que lo quiebra! Es alguien que me conoce mucho y sabe algo que aún no te he dicho. ¡Pero comé que se enfría y después protestás!

Si me miraras un minuto capaz que sabrías que hace ocho días que me hicieron el estudio. Fue ese día que manché de sangre la cama. Ese día tuve que ir a cobrarle la pensión a tu mamá y me dolía. El estudio es feo y doloroso. Volví en el colectivo y casi me desmayo. ¡Otra vez falta, pero si están adelantados! ¿Cómo no cobra el árbitro? Me extrajeron una muestra pequeña del cuello del  útero, era para analizar. No protestés, ya sé que estás comiendo y te impresiona, pero en algún momento te lo tengo que decir.

Otra vez el teléfono, seguro que es la Marta que me va a dar la charla sobre el hijo que dejó la facultad y se fue con una “chiruza”, me tiene cansada no habla de otra cosa. ¿Cómo si a los hijos uno les pudiera decir qué tienen que hacer con su vida? Mejor no contesto. Yo hoy no estoy para nadie, no quiero que me interrumpan.

            ¿Pero escuchame! Bueno, me miraste... ¡Gooolllllllllll! Uno a cero. Bien, te decía… gracias por mirarme. Sí, estoy llorando. Estoy llorando porque todavía estoy viva. ¿Sabés lo que eso significa? Que tengo ganas de hacer millones de cosas. Sí, ir al cine a ver la película italiana, al teatro a verlo a Darín, comprarme alguna chuchería sin mirar cuánto nos queda de sueldo para el resto del mes. ¿Viste la chilena que hizo el Tuti? Es un buen jugador el colombiano ese. Además, siempre me queda una esperanza. Tal vez con suerte salga airosa de todo esto, no hay que perder la esperanza, eso me dijo el médico.

            ¿No te sorprendió que ya no quiero ver más el noticioso, ni leo el diario...? y bueno, claro, si sólo hablan de tragedias, huracanes, guerras inútiles y muerte. ¡Cómo si yo no tuviera una parte de todo eso adentro mío! Ahora, eh, Remo, escuchame de una vez, ya va a empezar el segundo tiempo, ya viste el gol. Te decía, que ahora, quiero reírme con Landriscina, Pinti, Franchella; quiero reírme con mi panza que crece, y de mis arrugas que ya no le interesan a nadie. Reírme de mí, que soy una mina súper despistada. Reírme. Reírme. Sí, estoy llorando. No te asombrés porque ahora estoy llorando. ¡Me siento tan sola y desamparada ¡ ¡Mirá qué tiro, está más que fuera de tiempo, el colombiano ese tiene un tiro de esquina que mata! Pienso, eh, Remo, que no he podido hacer ciento de cosas que soñé desde chica. Cantar en un bar como la Serra Lima, actuar en un teatro, pero no como cuando iba a la escuela, en un teatro de verdad con Héctor Alterio o con Alfredo Alcón o con Marrale; en una obra fuerte de esas que dejan al público de pie o llorando o simplemente mudo. ¡Otra vez tarjeta amarilla para el Chueco González, pero está comprado, el réferi está comprado! Vez, Remo, lloro otra vez. No sé por qué esta manía nueva que me hace llorar. Pero lo hago por todos los amaneceres que no vi en Mar del Plata cuando iba con mis padres por el sindicato en los cincuenta y pico, o por los bailes en los que no terminé besándome con un chico como Laport o Delón; por las alhajas que soñé y nunca pude comprar o el soñado viaje a Italia que ya no haré. ¿Pero, no piensan salir del área contraria esos? Sí, lloro... y ¿Qué? ¿Acaso no tengo derecho a llorar por este futuro? Ya lloré mucho en el pasado, siempre supe lo de tu “noviazgo” con la secretaria del señor Pensotti. Sí no protestés. Yo sé que eso fue y ya no es, pero dolió. Justo cuando la nena se recibía y vos no tenías plata para el viaje de egresada, ni para el vestido, ni para nada. ¡Claro el “señor” salía de farra con la “cosa” esa! Era más linda que yo y más joven, bien que te sacó la plata y después te dejó. ¿Eso no fue mano? Eso es claramente un penal. Pasame el pañuelo, gracias, tu pañuelo está deshilachado. ¿No era de tu papá este pañuelo? Está gastado, como yo. Ya traigo el costurero y lo remiendo. Sí, yo tengo varias cosas que arreglar y remendar. ¿Remo, te dije que me estoy muriendo? ¿Sabés que la biopsia dice: “Cáncer de útero en etapa terminal”? Por eso la que tiró la carta debajo de la puerta me conoce bien. Es alguien que se preocupa por mí. ¡Gooooolllllllllll! Dos a cero. Bien, bien, esos son los muchachos. Remo, pasame la sal. He perdido hasta la mano para cocinar ¿por qué será, no?

UNA INFANCIA LEJANA

 

Acompáñame           niño invisible

Acompáñame

Para seguir soñando  a pesar de la niñez

En cada tarde sombría       sola       me encontré

en un santuario sin Cristo

a pesar de eso    soñé

 

viajé por mares de espuma

volé por cielos poblados de grandes nubes plomizas

dancé en prados de trigos    amarillos y maduros

a pesar de eso      soñé

 

caminé por la regiones desérticas de la vida

un rostro siempre delante

un rostro y una sonrisa

era un amigo invisible  que me tenía cautiva

a pesar de eso soñé

 

el rocío      me regalaba     melodías y sonidos

en nochecitas sin luna           jugaba a las escondidas

oculta entre las estrellas

con todo eso                mi simple sueño soñé

 

con él   subí a los bajeles que navegaban en las terribles tormentas

blandía una cimitarra de chocolate y poemas

en un desierto de sábanas

y un jardín de caramelo

 

 

su rostro siempre cambiaba

sus palabras susurradas eran paz para mi guerra

sus ojos eran burbujas tornasoladas y bellas

su sonrisa era canela

y yo seguía soñando       de la tierra       despegados mis dos pies

 

se fue yendo despacito por la vereda del tiempo

¡oh!, yo lo dejé olvidado en el baúl del silencio

¡cuánto hizo por mi alma! ¿cómo me permití perderlo?

En las noches tormentosas  creo que vuelve y lo quiero

lo quiero junto a mi lecho

para ahuyentar muchos miedos...

LA VOZ DE JOAQ

 

            Imagínate ver a la Joaquina en los corrales con las chivas mansas, ordeñando sus ubres rebosantes de caliente leche espumosa. Cantando coplas, mientras las manos diestras aprietan las tetillas y cae el dulce jugo en un balde para hacer quesillo. Imagínate, Ramiro, el balido urgente de tanta cría hambrienta. La Joaquina conoce a cada cabra por su nombre y a sus crías las va bautizando cuando nacen y ella les corta el cordón ayudando a la hembra en parición. Es hermoso ver el techo del rancho con la cumbrera a pleno de pértigas donde cuelgan las pequeñas formas de queso de color ámbar que se desembarazan de la grasa fina. Es un lujo del campo, Ramiro, acercarse y oler ese aroma a vida. Hay horas en el día que se penetra de aromas ancestrales. Algunas veces la Joaquina canta o llama con un silbido a las cabras que vienen a su lado. ¡Claro que la reconocen! Si es como su familia ese puñado de pequeñas bestias cálidas y de piel suave, con pellejas de variados tonos del blanco al marrón oscuro o negro. Ella, la pastora, nunca tuvo hijos. Pero vos Ramiro verás cuando llegues que ellas son sus hijas. Nunca ha venido a la ciudad, la Joaquina nunca salió de su rancho. Mañana cuando vayas, y le digas..., si no se muere, quedará violeta del asombro. Estará inmóvil del espanto. Sé dulce y tierno cuando se lo digas. Nunca salió del rancho, nunca vino a la ciudad y no sabe cómo es la vida fuera de ese allí. Venir a morirse ahora el patrón Don Braulio. Los hijastros vender el campo, ¿qué vamos  a hacer con ella? Morirá de pena.

            El ruido del auto de Ramiro despierta el balido de las cabras. Sale Joaquina a recibir al primo que viene de la ciudad. Él nunca se imaginó encontrar a tan hermosa mujer en medio de la tierra árida e inhóspita de la sierra. No la conoce. Es tan bella y tan ingenua como las flores del cardón que aprieta en su rústico vestido. Su cabello largo, suelto al viento, la envuelve como una mata de “barba del diablo” de color del trigo. El calor la apura y encierra rápido los animales entre los palos corraleros y las pircas que aun sobreviven a los viejos nativos de la zona. Prende un farol de vieja data y se entretiene en el fogón con un puchero. Saca una botella de leche fresca y corta rodajas de pan casero, jamón y choclos hervidos, que son el alimento, comen con el zumbido de los jejenes y las chicharras, cantando junto a los grillos entre los jarillales del patio. Apenas hablan. Ella llora en silencio. ¿Qué hará con la “Preciosa”, la “Blanquita”, la “Rubia” y la... una a una va nombrando sus cabras. Se desparrama un poncho de tristeza junto con el sol que dormita entre los quebrachales.

            Amanece calmo. Joaquina está lista. Abre los corrales para que las amigas pasten por su cuenta. Ya vendrán los nuevos dueños. Se lleva varios quesos y muy poco de sus pertenencias. ¡Tiene tan poquito y necesita tan poco ! Sus ponchos hilados con la lana de la“ Redondita” y del “Terco”. Sube muda, al coche, y van dejando huella de polvo seco y blanquecino mientras se alejan del rancho.

            Llegan a la casa del centro. Le aturden los ruidos y el movimiento histérico de toda esa gente que va y viene sin rumbo seguro. La dejan en su cuarto. Se mira por verse en un espejo y descubre que ha envejecido diez años en un solo día. Llora la Joaquina.

            Pasan unos días. No va a ningún lado atolondrada por las estridencias que siente a través de los muros. Una mañana cuando Ramiro, Jimena y el niño, comen en la cocina sienten un extraño ruido. ¡Sorpresa! La buena muchacha en su angustia ha roto el tabique con lo que encontró a mano, un viejo tenedor de alpaca. Quiere buscar del otro lado los rostros amigos, su nueva familia, que asombrada la observa y comprende.   Jimena se incorpora y la abraza. No es fácil consolar a Joaquina, pero su cariño alimentará la certeza de que no está en el mismo infierno como ella cree.

viernes, 21 de noviembre de 2025

UN HOMBRE DE BLANCO

 

Desde muy pequeño escapaba de la cabaña para sentarse en un tronco cerca de las vías. Horas perdidas jugando con un palito molestando a las hormigas o a los insectos que merodeaban por allí. Era como un tambor: piernas muy finitas, panza muy abultada, pecho chiquito y brazos como cañas de agua. El pelo desordenado y piojoso, le daba vuelta por la cabezota de ojos negros y brillantes como gemas.

Esperaba horas y horas sentado en un tronco de palma semi podrido que arrastraron entre varios muchachos de la barraca grande. Los otros se habían cansado de su juego. Está loco se decían y le hacían morisquetas y burlas. Él, soñaba y esperaba que pasara el tren que no tenía idea de dónde venía ni adonde iba. Pasaba como una flecha y dejaba un ruido que a Mihlo le encantaba. Además, de vez en cuando le caía una botella vacía de color ámbar, una moneda que entre las cortinas arrojaba una señora que usaba un sombrero como de pájaro.

Una vez pasó un poco lento y un hombre de barba blanquecina le alcanzó algo… cuando lo olió, el perfume de carne asada lo ensoñó. El no conocía un sándwich y el hombre se lo dio a él.

El maquinista lo había visto en cada viaje a Diamantina, y le había llamado la atención ver ese chico con forma de animalito humano sentado allí esperando su paso. El convoy  tenía un horario laxo, podía pasar un poco más lento frente a esos ojos desorbitados que seguían la ruta de hierro como a un fantasma precioso de ensueño.

Mihlo tenía como ocho o nueve años, pero era tan flaco, tan mal nutrido que parecía de seis o siete. Ahora tenía sentido quedarse a esperar el tren.

Algunos pasajeros ya lo conocían de ver su figura desdichada siempre allí, esperando, esperando.

Don Joao se comprometió a llevarle siempre algo… en especial algo para comer. El niño devoraba la carne o el pollo asado. Olía un rato el pan hasta que el vagón desaparecía de su vista como un enorme carretón negro a la distancia.

Pasó un par de meses y un día el tren casi se detuvo. Descendió junto al chico un hombre de ropa blanca y barba larga de un gris ralo. Llevaba un par de anteojos sobre una nariz ganchuda y sus labios finos se perdían entre los pelos del bigote. Mihlo se asustó, se escondió detrás un matorral y entonces Joao lo llamó para darle el pan con carne. Fue superior al miedo y salió tomó la comida y el hombre con suave acento le habló en un extraño idioma: portugués. Mihlo sólo hablaba con ruidos guturales un tipo de lenguaje indígena del sertao. El “hombre” se acercó y le miró el vientre, del que sobresalía un enorme ombligo y comprendió que no solo era desnutrido, sino que tenía un enjambre de gusanos en sus intestinos. Le hizo un mimo del que Mihlo nunca había recibido.

El tren partió y el chico corrió hasta la hamaca donde su padre dormía bajo el efecto de una “cachaça infame” y el humo de la pipa con ciertas hierbas somníferas. Lo zamarreó. Apenas el hombre lo miró y le tiró una tremenda patada. El dolor lo dejó mareado. Vomitó el sándwich y de entre sus nalgas salió un jugo amarronado con cientos de lombrices rosado oscuro. Fue un alivio. Ya no sentía ese movimiento que le revoloteaba en su panza y no lo dejaba en paz. Una de las mujeres se acercó y lo gritó. ¡Vete a limpiar, cochino! De su espalda colgaba un trapo con un bebé llorón que dormitaba entre hipo y gruñido. 

Mihlo corrió y se metió en el río, que era la fuente de agua. De allí bebían, se lavaban, se usaba como manantial de vida. No sabían que estaba tan contaminada, que era causa de muertes prematuras y enfermedades. Río arriba había minas de oro y gemas que los patrones “gringos” arrancaban de la tierra. Todos los desechos bajaban hacia el río grande y de allí al mar. Pero nadie controlaba.

Pasó un breve tiempo y una tarde el tren se detuvo. Bajó el hombre de blanco con dos mujeres vestidas con ropas largas y cubrían su cabeza con un paño negro y blanco. En la cintura llevaban un hilo de cuentas de madera y una rara, para Mihlo, imagen de dos palitos cruzados. El chico desconfiado no quiso acercarse. El atrevido barbado, comenzó a caminar entre la maleza, el griterío de los macacos no lo asustó, las monjas se juntaron y casi se atropellaban para no perderse del guía. El muchacho, caminó más rápido y los superó, se detuvo y no los dejó pasar para que no vieran donde estaba la barraca y las cabañas con la gente.

¡Pero los chicos al verlo corrieron y lo abrumaron estirando las manos pidiendo comida!

Un anciano o así les pareció a ellos, se acercó con un machete en la mano izquierda, ya que no tenía la mano derecha. Su rostro surcado con un enorme tajo, dejó a los viajeros un tanto desorientados. Este hablaba un poco de portugués, mezclado con el dialecto de la tribu. El nativo entendió que esas personas no quedarían por mucho tiempo, que habían bajado del tren por el chico que siempre estaba en el tronco esperando y que estarían entre ellos hasta que volviera a pasar la máquina. Mostró el permiso del gobierno para darles unas píldoras y hacerles unos análisis, a los cuales sin entender qué era eso, todos se negaron, menos Mihlo que aceptó, para demostrar que él, era valiente y que sus amigos del ferrocarril eran muy buenos. Todos lo miraron con ojos desorbitados. En especial las mujeres.

Al día siguiente, el muchachito, despachó cientos de lombrices, gusanos y huevos de otros insectos que vivían en sus intestinos, una larga “tenia saginata” salió con dificultad de su cuerpito enclenque. Las monjas le dieron de comer una exquisita sopa de vegetales y gallina y le enseñó que todas esas porquerías que había defecado era producto del agua contaminada. Se acercaron, curiosas, las mujeres y algunos hombres. Vieron como hervía el agua y le agregaban unas gotas de cloro.   

Mihlo se transformó en el héroe de la tribu.

Pasaron los meses y se fueron curando todos los habitantes que tomaron las famosas píldoras del hombre de blanco, que resultó ser un médico de Bahía dos Rey que viajaba a las minas a controlar a los minales, obreros embrutecidos por la dura vida que tenían.

 

ANA FRANK

 

      

 

            RASGUÑÓ LAS PAREDES DEL ALTILLO

            SURGIERON SÓLO ESTRELLAS AMARILLAS.        

 

RASGUÑÓ LA PIEL DE MARGO Y DE SU MADRE

 

SURGIERON BLANCAS VIOLETAS PERFUMADAS.

 

RASGUÑÓ LA PIEL DE “PETER” EN UN ABRAZO TIERNO

SURGIERON MARIPOSAS DE COLORES QUE ESCAPARON

 

RASGUÑÓ LAS TABLAS DEL VEHÍCULO

SURGIERON GOTAS DE SANGRE Y LAMENTOS…

 

RASGUÑÓ LAS PAREDES DEL HORNO CREMATORIO

SURGIERON LÁMINAS DE PLATA EN EL AIRE DE BERGEN BERGE

 

REGRESÓ SU PADRE AL TIEMPO DE LOS CAMPOS

SURGIÓ UN CUADERNO CON TU NOMBRE… ANA.

TRABAJANDO EN LAS VÍAS


 

El punto rojo del cigarrillo se destacaba en la oscuridad. El vapor que salía de la locomotora parecía un fantasma socorriendo a los vivos. Sólo un muerto, puede dar esa sensación de humareda vaporosa y frágil.

Los chirridos de las ruedas sobre los rieles aquejaban los oídos, a pesar de ya haber perdido casi toda la capacidad de escuchar de los hombres de ese rincón de los trenes.

Con tanto humo seguían fumando para apaciguar la soledad. El miedo de perder un miembro cuando se movía un vagón o se caía una de las pesadas ruedas o ejes del tren, que arreglaban. No se podían distraer. Para evitar la muerte o quedar como el Ramón Oviedo, en una silla que le fabricaron los compañeros en los talleres.

El olor del cigarro los concentraba en su mundo. Los trenes.

Deoclesio se limpió con estopa la grasa y sacudió el pantalón con tanta fuerza que sin darse cuenta dejó manchas de sangre en su trasero. Tenía agrietadas las palmas por el duro esfuerzo. No sentía dolor. Era como una queja de su cuerpo eso de andar dejando huellas rojas en la ropa. Un día alguien al pasar le comentó que parecían flores las manchas. ¡Qué coraje! Flores… esos pedacitos de piel que se iban quedando dormidos en los rieles o en las herramientas.

Un sacudón lo sacó del embrujo, en el mismo instante comprendió que se había distraído y pudo ser “finado”. Y, ¿qué le pasaría a la Aurelia si el se marchaba como el vapor del tren? ¡Nada! O tal vez un poco más de miseria. Ya estamos acostumbrados.

El Florencio le pegó un grito, que apenas sobresalió del chasquido de los fuelles del viejo mamotreto que estaban reparando.

-¡Deoclesio, pase una pinza y la “francesa” que dejó en el banco del taller!- y se escabulló entre los maderos de la factoría haciendo un mutis con los alborotados sonidos que ya le atormentaban. Tomó las herramientas y miró con ganas la puerta de salida. Le faltaba como una hora para que sonara el silbato de final de trabajo.

- Acá tiene, masculló no la pierda como la semana pasada que después hay que pagarla.

El movimiento de los fierros les contagió una breve euforia. ¡Eran los mejores! Sacaban trenes de esas chatarras destruidas con herrumbre y carbón.

El agudo sonido de la sirena los reconfortó. Dejaron la máquina y guardaron las piezas y útiles para no tener que pagar de su magro salario. Pero Deoclesio no vio la maniobra de su compañero que escondía una de los instrumentos de más valor.

Al llegar a su casita, pequeña pero cuidada con esmero por su mujer, dejó su ropa de trabajo y dándose un baño, se acomodó en el sillón que desvencijado se adaptaba a su cuerpo. Tomó unos mates y escuchó unos tangos en la radio. Luego llegaron los hijos del centro donde trabajaban y cenaron; después, ellos, se fueron a terminar el colegio en la escuela parroquial. ¡Si no tienen un título, serán siempre como su padre, un obrero que gana poco y “labura” mucho!

Se quedó dormido en el sillón. Lo despertó una sirena aguda, no era la de la fábrica. Incendio en el conventillo de la vereda del sur. Salió para ver si podía ayudar, no le permitieron acercarse. Clavó la vista en el fuego y supo que el tren a vapor iba a desaparecer. Como no lo había pensado antes. ¿Qué trabajo haría él, si se terminaba el ferrocarril a carbón? Miró la alta columna de humo negro y suspiró. ¡Dios no permitas que se cierre el taller!

Pasaron unos años y sus hijos con su título a cuestas ya se fueron yendo a vivir  su vida y con la clausura de los trenes a vapor, lo jubilaron. Ya no tenía que pelear con la grasa, ni el carbón ni el hollín, ahora podía conocer otra zona de su ciudad, ir con su “vieja” al cine de barrio y sentarse a tomar un café en el Bar “Los Nombres del Amor” que estaba enfrente de la estación de trenes eléctricos. Descubrió que su compañero había robado tantas herramientas que se había organizado un taller de reparación de autos y de puro “macho” le colgó en la puerta una noche, un cartel que decía: ¡Ladrón…! Y se armó un gran revuelo y él, lo disfrutó cuando llegó en un auto de la policía esposado. ¡”Chorro”! Tuvimos que pagar con nuestro sueldo las cosas que te “afanaste”. Y se fue riendo porque el Florencio lloraba cuando se lo llevaron a la comisaría.

Al final él, era el héroe de esa historia, se acomodó la medalla de oro, que le dieron por los cuarenta años al servicio de los ferrocarriles y que tenía su nombre: Deoclesio Martínez, por su labor honesta. Miró el reloj que le regaló su jefe y que nunca soñó tener. Era la hora de dormir una buena siesta.