viernes, 4 de julio de 2025

“DEL VINO Y DE LA VIÑA”: “SANGRE DEL AGUA”

  

Bautista camina de prisa, quiere llegar antes que se termine el horario del transporte de la tarde. No desea caer en la noche a la casona. Hace un repaso mental de todos los temas que tiene que concluir en la ciudad. El trajinar en las veredas es increíble para un hombre de la tierra. Sus ojos curiosos se mueven a un ritmo ágil y frenético. Pasa junto a un escaparate y se detiene. Absorto pone su vista intrusa en una imagen. Tras el cristal, una foto antigua, en colores desvaídos y sepias, lo golpea en su intimidad. ¡Ese es el abuelo Fortunato! Alguien lo empuja sin disculparse y firme sobre sus pies le sale un breve y feo ¡Eh, infeliz, no empuje! Mira, sin distraerse, detalladamente el retrato. Los ojos son los típicos semicerrados del viejo, las manos, ásperas por el trabajo duro, un traje desgastado y barato con la camisa raída y un corbatín ajeno a su costumbre.

¡Me olvidé la hora! Sos un aturdido Bautista Grassetti. Dejaste pasar el autobús que tenías que tomar. ¡Ahora pasarás unas horas dando vueltas en este loquero absurdo que es la ciudad!

El hombre ingresa en la tienda. Mira las ofertas, pero sólo quiere preguntar por la foto de la vidriera. Una regordeta mujer arrebolada, se le acerca con una desagradable sonrisa esforzada. ¡No le gusta vender! ¿Qué necesita joven? Mueve las manos de uñas largas y rojas con esmalte desprolijo. Acá tiene vinos de bodegas pequeñas que no tienen mucha propaganda.

Perdone señora, me puede decir: ¿Esa foto que está en el escaparate, dónde la encontraron? La mujer revolea los ojazos maquillados de verde y negro y sonríe. Es el tío abuelo de mi suegro. Eso me han dicho. La han hecho grande y usaron un sistema nuevo para mejorar la imagen. ¿Por qué?

 

DERRUMBE

 

 

Diomedes llegó con la bicicleta desbarrando el camino. El boliche de ¡Griego! Parecía un tornado entre el humo y el olor al vino bravo de uva chinche. Sudaba el muchacho con la frente empapada y la ropa pegada a los flacos brazos cubiertos por una camisa vieja. Dejó su destartalada máquina sobre el soporte de hierro herrumbrado y torcido que servía en la angosta vereda. Salió como huyendo y entró con un ruido usual en el boliche.

En la sombra junto a la mesa de piedra, descansaba el Tobías. Callado y embarcado en su constante mutismo. No miró al recién llegado. Este, se acercó y con la fuerza que traía, le dio un manotazo sobre la espalda corva. Un mechón plateado, cayó sobre los hombros del hombre. Levantó la cabeza y le propinó un salivazo sobre el rostro hediondo y húmedo de sudor. Sacó el facón del cinto y de no mediar el griego, le asesta un cuchillazo. Diomedes, trastabilló y soportó el empujón del bravo.

¡Sepa viejo hijoiputa, que lo quiero matar! Ayer mismo se marchó la Hilaria, por su única culpa. Harta de sus golpes y de sus furias. La pobre ya no tenía lágrimas para derramar. Y usted, le seguía.

TRIBULACIÓN

  

            Se permitió un suspiro. Miró por la ventana y solo supo que estaba en medio de un mundo nada mágico ni bello. Era un día cualquiera de un año maldito. Su pequeño hijo había contraído una enfermedad nerviosa. Era el encierro. Afuera, nadie. Cada uno vivía su soledad como una mochila de acero. Desde el primer día, encontraba los alimentos en una caja en el portal de su casa. Ya no podía ir al trabajo. Su esposa tampoco. Él, en la noche debía dejar un papel indicando lo que necesitaban: comoda, medicinas o herramientas. Nunca vieron como llegaban lo solicitado hasta su puerta. Estaba vedado mirar. Pero…

            Un pájaro se detuvo en la rama de un jacarandá, y cantó con un bello trinar de mil colores. Era como un arco iris, como un jardín con claveles y rosas. Maravilla.

            El pequeño, dejó su lecho y se asomó a la ventana. La abrió y dejó caer un puñado de migas de galletas. El pájaro voló y picoteó con alegría. El niño comenzó un nuevo día. Su corazón se desplazó al plumaje brillante y al mínimo cuerpo del ave.

            Cada día, esperaba al pajarito y dejaba migajas de comida. Él, volvía. Su cuerpo se vistió de plumas más bellas y llamativas. Y el hijo, vio un brillo precioso en los ojos de su padre. La madre comenzó a soñar, cantaba canciones amorosas.

            La tribulación se transformó en sonrisas y cantos con trinar de aves y del muchachito que abandonó su cama y comenzó a jugar como antes de esa peste maligna que amedrentó a todo el mundo. Ahí, estaba la mano de un ser extraordinario que devolvió la vida con un aletear de ave a una familia.

EL RELOJ DEL JARDÍN


 

                                                               Un hombre edifica dos sueños, un reloj y un jardín, para lograrlo trabaja hasta la hora sin regreso.

 

               Don Rufino había llegado de su terruño lejano en un barco que transportaba mercaderías del oriente. Abarrotado de cajones, bultos y fardos inciertos; se tenía que acurrucar en los espacios mínimos de la panza de la nave. El olor nauseabundo que latigaba los infiernos oscuros adormecía su vientre que mareado se deshacía en las barandas del puente. El baño era un retrete transgresor de las buenas costumbres. Había ratas y chinches que se pavoneaban entre los barriles, y la mugre que merodeaba cada rincón del paquebote.

              Su compañero era Oscar, quien en el pueblo había cometido dos actos inenarrables por osados y malignos. Él escapaba de la comandancia que lo había buscado con afán, sin saber que ya estaba encerrado entre los montones de materiales que llevaba el barco. Arribaban a los puertos que rodean el mar del Japón, pero no se atrevían a descender. No tenían buenos papeles que los defendieran y esperaban llegar a un puerto de esos que esconden “piratas y “apátridas”. Muchos lugares estaban poblados por irregulares de las fuerzas armadas de países que fueron beligerantes y que no querían regresar a sus tierras por fechorías cometidas y deudas múltiples con la sociedad.

En una tormenta borrascosa y triste, Rufino, comenzó a soñar. Sentía que su vida iba a cobrar sentido cuando creara una familia, una casa con ventanas amplias por donde ingresara el aire puro y sano del mundo, suelo habitable y generoso en donde pudiera hacer posible la actividad que más amaba: trabajar.

Oscar tomó la decisión de abandonarlos en una isla pequeña, donde un truhán más, no se notaría. Y el compañero de la aventura, sintió que se elevaba el ancla de su destino. Lo saludo con un abrazo, le regaló unas monedas de plata que traía y lo despidió sin demostrar lo feliz que se sentía. Ancho el corazón y la esperanza ancha.

Llegaron a un puerto donde el olor a sal y algas, profetizaba una vida. Y bajó su ancla. Con su bulto al hombro y su mano adelantada, saludó a sus compañeros de travesía. Despedida sin mayores ruidos. Rufino, amagó al puesto del sereno guardia y entró como forastero hambriento. Pidió asilo. La mirada penetrante del vigía, descubrió al hombre, cuyo interior no escondía maldad, sino una enorme pena.

Le tendió un papel con varios sellos y lo dejó pasar. Un aroma de calles habitadas, con sabor a guisos y pucheros, despertó su asombro. ¡La tierra prometía!

Caminó con esperanza silbando una canción en la memoria de los ancestros dejados atrás, y se mezcló con parroquianos que laboriosos, iban y venían con sacos llenos de frutos de la tierra. Entró en una fonda y pidió un trozo de pan. Lo miraron asombrados cuando puso una moneda de plata sobre la madera desnuda del boliche. Vino un mozo con una hogaza del más perfumado pan que sintiera en meses. Un tazón de carne y alubias en brebaje celestial, para su hambre. Comió en silencio,                                                      

                                                                                                              

Pronto preguntó por un albergue, ya que hotel era muy caro, pensó. Le indicaron uno a pocas calles. Era una casa antigua y amable. Y pasó la mejor noche que soñara. Durmió con el corazón puesto en la ventana desde donde se podía ver el pueblo. era un lugar hermoso.

GOTAS DE SANGRE

 

 

Una gota de sangre cae sobre el papel en la mesa. Cae y se desparrama en la tinta que se distrae en colores rojo, índigo, morado, azul... silencio. Otra cae tras la primera y se agranda la mancha coronando con puntas aguzadas que señalan el borde de la mesa.

Roque no puede defenderse de demonio artero y de la pena. Nada queda allí, frente a los ventanales. Nada.

Roque labriego. Roque mutilado, espantado. Ese que había sembrado en la tierra hendida con la hoja fálica del arado. Cada semilla un milagro repetido. Él, había roturado con ahínco en las noches heladas, bajo el sol sediento e impotente frente a sus manos mágicas de labrador. Campesino al fin, abonó luego lo que la tierra comenzaba a romper en verde. Primero fue la planta, luego la flor que maduraba en frutos pequeñitos y brillantes. Tiempo, necesitaba tiempo. Este le era esquivo.

Caen una a una las gotas de sangre y ya no es sino un charco coagulándose. Sigue el silencio acomodando penas a la sombra. Rojo, todo rojo como ese amanecer que despuntó en tomates y ajíes del verde manto del plantío. Maduros los frutos galopando en la cresta de una ola verdosa. El empresario de la envasadora, se acercó con una propuesta insólita. Roque oyó alborozado la propuesta. ¡Compraban todo para el día después del carnaval! Casi cerrado el trato, se dieron la mano como en los viejos tiempos. Dejaron en palabras suspendidas por la venta sin papeles.

Una cena caliente lo esperaba en esa mesa. Pan crocante y vino tinto; que agregó alegría a la propuesta. Su familia escuchó fascinada el relato de la transacción. Favorable por su esperanza de pagar las deudas con el banco, la veterinaria y el almacén de ramos generales. Cuando llegaron a los postres, sacó un papel y lapicera y una pluma con tinta. Comenzó a calcular y las cuentas daban un resultado satisfactorio. El fruto del trabajo prometía un maravilloso futuro.

Con una canción en el corazón y una sonrisa que mariposeaba en su rostro, se fue a dormir. Una noche sin desvelos.

Roque no había mirado hacia la gran ventana que daba al sur. El cielo azul grifado en diamantes vivos, se cubría lentamente con un manto blanco de nubes pesadas y premonitorias. Pérfidas y silenciosas, imitando el movimiento felino de un gris enorme; reventaron su vientre espasmódico y comenzó a caer un millón de redondas piedras de hielo. Eran enormes. El sueño profundo no le permitió a Roque penetrar el ruido agresivo del granizo.

Y ahora, ya se oye el gorgoteo de la garganta de Roque. Sus manos caen a los lados del cuerpo laxas. ¿La cabeza? Cae hacia atrás en la silla. El sol se distiende en la distancia y envuelve un rosa violeta incendiando con su lava, las barbas de los "Cúmulus Nimbus" sobre el campo. Perdida la mirada extraviada en el páramo incendiado del ocaso. El labriego ha despertado y sus ojos atónitos se abren a la desgarrada impotencia de la tormenta. Un rictus de espanto en su boca. Desfigurado, emite un sonido de dolor.

No había quedado nada. Estricta la tormenta trituró prolijamente todo un trabajo   y los frutos de la labor esforzada. Nada, nada. Adiós al sueño vegetal. Caminó lentamente hacia la escopeta, la tomó y se sentó frente a la mesa donde en tinta había escrito en un papel las cuentas. Se reía, a carcajadas. ¡Pobre Roque y su esperanza!

 

 

miércoles, 2 de julio de 2025

EVELIO GAUNA

 


 

            El horizonte desplegaba una sábana azulgrana de tristes augurios. Sobre la tierra reseca, no se veía ni una brizna vegetal. Cuarteaba el que fuera un lecho de riacho. Los animales buscaban desesperados agua. Ese día el sol despertaba un sonido de raíces resquebrajadas y muertas. A lo lejos se veía un reverbero desalentador de humedad bailoteando en el pajonal seco. Era solo un delirio. ¿Cuánto hacía que no caía una lluvia en “Bajo Floreal” y su breve arroyo? Meses. Cada día amanecía más seco y la canícula más atrapante.

            Evelio salía por el viejo surco que atravesaba el arroyo con una pala y un cubo para buscar un poco de agua barrosa y salada. La ponía en una pila para decantar la arena y cieno y gota a gota aclaraba el líquido escaso. Su perro lo seguía con la lengua áspera y seca. Agobiado trotaba tras del hombre buscando un alimento capturado por la sed. Muerto. Sorbía huesos y sangre como un juego de magos y fantasmas. Cuidaba de no tropezar con una raíz o un cuerpo agusanado. El líquido era más valioso que el oro.

            A lo lejos comenzó a vislumbrar nubes como ponchos del maligno. Oscuras y tenebrosas. ¿Lloverá ahora? Regresó al rancho. Cerró con tiestos gruesos las tablas que servían de celosías. Y esperó en su camastro. El mastín agazapado se echó a los pies husmeando hacia el sur. Los animales saben, dijo Evelio. Y sin sentirlo se quedó dormido. Un rayó de luz lo despertó. Si caía un “rejucilo”, se quemaba todo el pajonal. 

            Se detuvo junto a la puerta y espió por una hendija. Una lluvia frenética caía sobre los campos y el arroyo comenzó a borbotear. Traía toda clase de objetos: ramas, huesos, animales carcomidos, piedras y algunas alimañas.

            Un golpe del agua, derribó la pared que siendo de adobe, se desgranaba con el furioso vendaval. Quedó perfilado entre truenos y luces. El ruido ensordecedor lo contrajo al piso, y se aferró a uno de los palos que bien hincado en la tierra, sostuvo su cuerpo enjuto. Vio como su fiel amigo, desesperaba contra las aguas turbias que lo llevaban rumbo a la muerte.

            No llueve nunca, pensó, y cuando llueve se lleva todo. Hasta mi historia. Sintió el frío del agua que entraba por cada resquicio del techo. Tiritaba. Y por primera vez, supo que había perdido la esperanza, estaba llorando. Sus lágrimas que desde niño había olvidado, corrían como un arroyo entre los surcos de la piel rústica y dura de su rostro. Cerró los ojos y pensó en su madre. Ella lo recibiría cuando esto se olvidara. Pero estaba muerta hacía muchos años, cuando era pequeño. Una yarará se abrió paso entre los trastos y se enroscó en su pierna. Supo. Ese era el instante final. Agarró el cuchillo que siempre llevaba en el cinto y le clavó la punta entre los ojos. La infame cayó y la correntada la sacó por un agujero como a su buen compañero, su perro. El piquete apenas había dejado una mínima puntada en la piel que por reseca no pudo atravesar.

            Despertó sediento, aferrado a los pocos palos que se habían salvado de la tempestad. El agua ya pasaba clara en el arroyo y a su lado, mojado y lastimado, estaba su amigo, el “Chueco”. Que lamía sus heridas con amor infinito. La fiebre lo hacía temblar. Pero un rayo de esperanza, le trajo a la memoria el primer vendaval de su niñez.

            Se paró para sacarse el barro que cubría partes de su cuerpo y miró a lo lejos, como buscando con qué haría de nuevo el rancho. Le flaqueaban las fuerzas, cayó y se quedó dormido. El quejido suave de su compañero, lo dejó perplejo. ¿Qué te pasa Chueco? Y vio que tenía un herida abierta en la panza. Se paró como pudo. Buscó entre los restos de las cosas caídas y desparramadas, una aguja y un hilo y como pudo, cosió el cuero abierto. Le echó un poco de caña y ni un ladrido, ni una queja, salió de sus fauces. Lentamente comenzó a prepara un refugio para ambos.

            ¿Evelio Gauna; estás vivo? Escucho detrás de los pajonales. Venían a buscarlo los gendarmes, sus vecinos. Acá, en medio de este barrial, vivo. Y un abrazo de amigos, de hombres fuertes, conjugó un estilo de vida en las tierras bravías.

LAURENCIO

 


 

Laurencio quedó aterido en el áspero piso de la celda. Los ojos cubiertos por un trapo roñoso. El olor penetrante a gasoil, no impedía que lo marearan otros perfumes: orines antiguos y mierda. Su ropa era un guiñapo de fibras mezcladas con sangre y vómito. ¡Su vómito, producto de los golpes y el miedo!

Escuchó el deslizar de un cerrojo que carraspeaba de espanto. Entró un personaje anónimo. Hasta el momento no había hablado con nadie. Éste, habló.

-¿Laurencio Sottille? No podía pronunciar un sí. Su mandíbula temblaba y realizó un esfuerzo para asentir con la cabeza.

Apenas audible su voz, suplicó saber dónde y porqué estaba allí.

-tu padre tiene lo que nosotros queremos. Mucha guita.-

Sintió un frío letal apoyado en un trozo de piel helada. Tiritaba. La humedad oscura de la mazmorra, indicaba que sería su tumba.

-hemos pedido una cantidad justa por tu puta vida, pendejo.

Llorando en silencio y forcejeando con unas ligaduras de plástico que le oprimían las muñecas y los pies. Le había robado el “Rolex” y las zapatillas italianas. ¿Su padre… tan ocupado en los negocios lo ayudaría? Pensó en su madre. Estaría desesperada. Su nana también, su noviecita ayer les había mencionado a unos amigos que conoció en un “Boliche” de moda. ¿No habrá hablado demasiado?

El tipo salió. Se oyó una discusión y unos gritos. De pronto se abrió la puerta y una cachetada de “Chanel Nº 5, le revolvió el estómago. Logró, con dificultad y mucha pericia arrancarse lo que le impedía ver. Allí, parada estaba la secretaria de su padre. Comprendió que era la amante del viejo. Supo que ya no tenía chance de seguir vivo.