Nunca supe cómo llegué a las manos
de mi dueña. Ella es una doncella de catorce años y vive en una casona en Rue
Saint Michel. Ayuda a Madame Regine de Garigny en la recepción de sus
amistades, cuando a las tardes se reúnen para leer a los poetas.
De unas manos, que ni recuerdo,
pasé a ser el bien más preciado de Cristinne. Y me escondió en un pañuelo que
encontró olvidado en el sillón de terciopelo gris del salón una noche al
despejar la sala. Como un amuleto, me dejó en el cajón de sus enaguas. La pobre
muchacha ha llegado del interior, de la Provenza, un otoño en que París parece
languidecer con las calles y los Campos Eliseos, están bastante despoblados. En
algunas zonas se ven personas que hacen fuego con pedazos de maderas que juntan
de los barrios altos y se calientan, los pies descalzos o mal cubiertos, con
botas viejas y rotas.
Cristinne, sale con madame al
mercado a comprar quesos y verduras, algunas chuletas y vino. El coche las
espera rodeado de chiquillos que mendigan unas monedas y pan. Madame Regine suele
repartir generosamente pan y algunas monedas de baja valía.
Al ingresar en la casa, se saca el
sombrero y le pide a la jovencita que caliente agua para sumergirse en la
enorme bañera de latón. Pone perfume de violetas y con jabón de malva tiene que
ayudarle a sacar el olor fuerte que trae del mercado. Son momentos en que mi
dueña sueña. Piensa en todo lo que puede hacer con un Luís de oro.
Han pasado los años, Cristinne, se
casó y dejó París, me llevó consigo en su pequeño bolso, pero en la carretera a
España, los asaltó un grupo de hambrientos y yo caí en manos de unos truhanes.
¡Qué horror! Cuando me vieron un hombre sucio y con un solo ojo, me mordió y
dio un grito de júbilo. Yo creí morir, siquiera me derritiera como las velas de
sebo que usan para iluminar sus magras cuevas. Nunca más veré a mi niña.
Siempre perfumada y bondadosa. ¡Era su más preciosa joya! Y estos malhechores,
me manosean con sus dedos llenos de ajo y tierra. Creo que hay uno, que tiene
un diente de oro, que va a matar al que me mordió la primera vez, porque le leo
la mirada de avaricia cuando el mugroso me expone a los ojos de unas pobres
mujeres infelices cargadas de chiquillos enfermos y hambreados. Sucedió. Lo
acuchilló por la espalda y me arrebató de un braguero inmundo que tenía el
difunto. Me besó. ¡Qué asco! Su boca parece una cripta donde yacen cien muertos
pudriéndose. Me escondió en su bota, que a decir verdad le robó al esposo de mi
querida Cristinne. Pero el olor nauseabundo es de sus calcetines viejos y rotos
por donde emergen dedos llenos de ampollas y sangre seca.
Este monstruo viaja con dos
landreros que se solapan en los recodos y asaltan los coches de gente decente
como uno. Si encuentran otras parientas mías, dan gritos que retumban en los
bosques donde se esconden. Yo, me caí en un cruce de caminos de las botas del
ladrón y lo perdí de vista. Quedé allí, enterrada en un colchón de hojas y
barro por bastantes años.
Aparecí en un siglo que por los
sucesos es por lo menos cien años después. Una máquina muy ruidosa, me despertó
removiendo árboles en el bosque. Cuando vio, quien la usaba, algo tan brillante entre las raíces de un
viejo árbol soltó un grito: ¡Alto!
Buscaron y rebuscaron por más,
pero, yo soy una sola. Mi nuevo dueño es un tipo rudo, mal hablado y hosco. He
visto unos carros muy ruidosos que no llevan caballos. Parecen animales
metálicos con un motor. Escuché que le dicen automóviles, pero son muy
primitivos, ya verán más tarde por qué. Me llevó en una bolsa pegada a la tela
de su chaqueta en dónde había una sarta de cosas: una navaja, unos papeles, un
peine, monedas que ni se asemejan a mí.
Cuando se hizo noche, se alejó en
un aparato parecido a dos ruedas con unos caños que supe es una bicicleta.
Llegó a una humilde vivienda de las afueras y entró como un tropero,
vociferando que había encontrado algo “precioso”. ¡A mí! Una mujer lánguida
casi desnuda, sin peluca ni faldas amplias, lo cazó de un brazo y le exigió que
me mostrara. Ella tendió su mano y ahí, quedé yo, sola, triste y preocupada. ¡Esa
mujer no tiene la ropa adecuada como mi ama anterior!
Algo extraño pasó. Me dejaron
escondida debajo de una losa del suelo en una habitación junto a una chimenea a
carbón. Y desde allí solo escuchaba las peleas de esos dos seres que parecían
rugirse. Pasó un tiempo corto y llegaron unos pequeños, por las voces diría con
mi poca experiencia que eran como siete. Hablaban con unas palabras que yo no
había escuchado nunca. Era un argot novedoso y tardé un tiempo en descifrar lo
que significaba. Los muchachos y jovencitas venían de un mercado cercano en el
que mi descubridor vendía madera y plantas o hierbas medicinales. ¡Eran puras
mentiras! Las plantas no curaban a nadie, pero traían jugosas monedas que un
día juntaron conmigo. Gran error. Una de las chiquillas, una noche hurtó
varias, entre ellas a mí, y me llevó a un bar donde un muchachote la embriagó,
la amancebó y por supuesto le quitó su dinero, luego, supe por oídas, que
apareció en un callejón con la cabeza aplastada. El indigno varón, fue puesto
en un barco como prisionero y lo llevaron hasta una isla, en medio del
Mediterráneo. Lo despojaron de su bolsa y yo fui a parar a un cofre muy paquete
del capitán del bote. Así luego de unas cuantas detenciones en puertos del oeste
de Europa, se hizo a la mar, con un pequeño grupo de marineros y siguió hasta la Isla de Asunción. ¡Qué clima
hermoso! Allí pasé de mano en mano por compras y ventas varias y fui regalado a
una verdadera dama.
Con Sully Kinleroyt permanecí un
tiempo largo. Me hizo incrustar en una pendiente que bailoteaba entre sus senos
jóvenes y tibios. ¡Era, yo, una atracción a los ojos avaros de muchos: hombres
y mujeres!
Mi adorada Sully envejeció. Un día me regaló a
la más bonita de sus sobrinas. Anny, quien me guardó entre varias joyas que
recibió de sus mayores.
Pasó mucho tiempo para que yo
entrara en el continente americano. Viví en Brasil, luego pasé a Paraguay y
terminé en Buenos Aires. ¡Una enorme ciudad del sur! Por todo lo que me ha sucedido me defino como
un sobreviviente.
En esa gigante ciudad ya había
entrado el siglo veinte. Tenía calles enormes, pampas enormes y era un país
enorme. No puedo recordar cuándo me entregaron en un Lugar donde prestaban
dinero cuando dejaban objetos: Algo como: Monte Pío. Junté paciencia en una
vidriera oscura y oscura. Hasta que vino un inmigrante libanés y se prendó de
mí. Era un comerciante inteligente y creativo.
Viajaba haciendo negocios por todo
ese enorme territorio que parecía tenerlo Todo: trigo, arroz, ganado vacuno y
equino, petróleo, un mar gigantesco y gente que hablaba español y mezclaba con
palabras de los distintos idiomas de sus exiliados del mundo.
De él, he oído de dos guerras de
las que me salvé en Europa y de otras en oriente. Pero ya soy un poco más finita,
más pequeña, por el eterno desgaste al que me he visto torturada. ¡Es mi
dignidad por ser de oro!
En una zona montañosa donde Amín,
mi dueño, se enfermó con un enorme bulto en una muela; me tuvo que entregar a
un “dentista”; en mis épocas pasadas se les decía “saca muelas” y lo hacían los
barberos. Pero ahora he visto, cuando le pasó conmigo varias libras esterlinas
de oro, un papel recortado en un marco de madera, un certificado de este señor
de bata blanca; que indica que es Cirujano Dentista. Me miró con curiosidad y
se puso a hablar de historia, mi historia. ¡Bueno, de la época en que me
acuñaron allá en Francia! El entusiasmo del hombre, el otro con la boca
abierta, lo escuchaba embelezado. ¡Siempre los dentistas los tienen con la boca
abierta!
Gracias a ese caballero, un erudito
en historia, me enteré de cientos de cosas inventadas y creadas entre que me
acuñaron y hoy. ¿Saben que han encontrado un remedio para la viruela, la peste
negra y hasta hay un descubrimiento que cura la “tisis”, la lepra, la sífilis y
tantos males que llevaban a la pobre gente a las fosas? Yo no lo conocía. Es un
milagro. El libanés quedó encantado con el orador. Le pidió si quería que le
enviara clientes y por supuesto, dijo que sí.
Cuando el comerciante dejó el lugar
sin su muela y su flemón y con unas monedas valiosas menos, el doctor ingresó
en su hogar y llamó a su esposa y le mostró mi cuerpo. Ella, le pidió, que la
quería guardar. Él, la quería vender para comprar herramientas para su
consultorio; ganó la mujer. Así, viví un tiempo en una pulsera de oro que tenía
como dije mi dueña. Me amaba. No era avara, era una persona llena de amor por
las cosas bellas.
Un día que salió a festejar un
aniversario de bodas, entraron dos cacos y me arrebataron del cajón donde estaba
guardada. Y junto a otras chucherías bonitas me llevaron a un sótano donde me
hicieron lo peor que le puede pasar a un ser especial como yo: me derritieron y
me juntaron con otras joyas para no ser detectados por la policía. Los muy
ignorantes, no sabían que tenían una “Inmensa Historia” frente a sus narices.
Todavía mi ex familia me llora. Yo,
no puedo decirles donde estoy, no lo sé.