miércoles, 2 de julio de 2025

EVELIO GAUNA

 


 

            El horizonte desplegaba una sábana azulgrana de tristes augurios. Sobre la tierra reseca, no se veía ni una brizna vegetal. Cuarteaba el que fuera un lecho de riacho. Los animales buscaban desesperados agua. Ese día el sol despertaba un sonido de raíces resquebrajadas y muertas. A lo lejos se veía un reverbero desalentador de humedad bailoteando en el pajonal seco. Era solo un delirio. ¿Cuánto hacía que no caía una lluvia en “Bajo Floreal” y su breve arroyo? Meses. Cada día amanecía más seco y la canícula más atrapante.

            Evelio salía por el viejo surco que atravesaba el arroyo con una pala y un cubo para buscar un poco de agua barrosa y salada. La ponía en una pila para decantar la arena y cieno y gota a gota aclaraba el líquido escaso. Su perro lo seguía con la lengua áspera y seca. Agobiado trotaba tras del hombre buscando un alimento capturado por la sed. Muerto. Sorbía huesos y sangre como un juego de magos y fantasmas. Cuidaba de no tropezar con una raíz o un cuerpo agusanado. El líquido era más valioso que el oro.

            A lo lejos comenzó a vislumbrar nubes como ponchos del maligno. Oscuras y tenebrosas. ¿Lloverá ahora? Regresó al rancho. Cerró con tiestos gruesos las tablas que servían de celosías. Y esperó en su camastro. El mastín agazapado se echó a los pies husmeando hacia el sur. Los animales saben, dijo Evelio. Y sin sentirlo se quedó dormido. Un rayó de luz lo despertó. Si caía un “rejucilo”, se quemaba todo el pajonal. 

            Se detuvo junto a la puerta y espió por una hendija. Una lluvia frenética caía sobre los campos y el arroyo comenzó a borbotear. Traía toda clase de objetos: ramas, huesos, animales carcomidos, piedras y algunas alimañas.

            Un golpe del agua, derribó la pared que siendo de adobe, se desgranaba con el furioso vendaval. Quedó perfilado entre truenos y luces. El ruido ensordecedor lo contrajo al piso, y se aferró a uno de los palos que bien hincado en la tierra, sostuvo su cuerpo enjuto. Vio como su fiel amigo, desesperaba contra las aguas turbias que lo llevaban rumbo a la muerte.

            No llueve nunca, pensó, y cuando llueve se lleva todo. Hasta mi historia. Sintió el frío del agua que entraba por cada resquicio del techo. Tiritaba. Y por primera vez, supo que había perdido la esperanza, estaba llorando. Sus lágrimas que desde niño había olvidado, corrían como un arroyo entre los surcos de la piel rústica y dura de su rostro. Cerró los ojos y pensó en su madre. Ella lo recibiría cuando esto se olvidara. Pero estaba muerta hacía muchos años, cuando era pequeño. Una yarará se abrió paso entre los trastos y se enroscó en su pierna. Supo. Ese era el instante final. Agarró el cuchillo que siempre llevaba en el cinto y le clavó la punta entre los ojos. La infame cayó y la correntada la sacó por un agujero como a su buen compañero, su perro. El piquete apenas había dejado una mínima puntada en la piel que por reseca no pudo atravesar.

            Despertó sediento, aferrado a los pocos palos que se habían salvado de la tempestad. El agua ya pasaba clara en el arroyo y a su lado, mojado y lastimado, estaba su amigo, el “Chueco”. Que lamía sus heridas con amor infinito. La fiebre lo hacía temblar. Pero un rayo de esperanza, le trajo a la memoria el primer vendaval de su niñez.

            Se paró para sacarse el barro que cubría partes de su cuerpo y miró a lo lejos, como buscando con qué haría de nuevo el rancho. Le flaqueaban las fuerzas, cayó y se quedó dormido. El quejido suave de su compañero, lo dejó perplejo. ¿Qué te pasa Chueco? Y vio que tenía un herida abierta en la panza. Se paró como pudo. Buscó entre los restos de las cosas caídas y desparramadas, una aguja y un hilo y como pudo, cosió el cuero abierto. Le echó un poco de caña y ni un ladrido, ni una queja, salió de sus fauces. Lentamente comenzó a prepara un refugio para ambos.

            ¿Evelio Gauna; estás vivo? Escucho detrás de los pajonales. Venían a buscarlo los gendarmes, sus vecinos. Acá, en medio de este barrial, vivo. Y un abrazo de amigos, de hombres fuertes, conjugó un estilo de vida en las tierras bravías.

LAURENCIO

 


 

Laurencio quedó aterido en el áspero piso de la celda. Los ojos cubiertos por un trapo roñoso. El olor penetrante a gasoil, no impedía que lo marearan otros perfumes: orines antiguos y mierda. Su ropa era un guiñapo de fibras mezcladas con sangre y vómito. ¡Su vómito, producto de los golpes y el miedo!

Escuchó el deslizar de un cerrojo que carraspeaba de espanto. Entró un personaje anónimo. Hasta el momento no había hablado con nadie. Éste, habló.

-¿Laurencio Sottille? No podía pronunciar un sí. Su mandíbula temblaba y realizó un esfuerzo para asentir con la cabeza.

Apenas audible su voz, suplicó saber dónde y porqué estaba allí.

-tu padre tiene lo que nosotros queremos. Mucha guita.-

Sintió un frío letal apoyado en un trozo de piel helada. Tiritaba. La humedad oscura de la mazmorra, indicaba que sería su tumba.

-hemos pedido una cantidad justa por tu puta vida, pendejo.

Llorando en silencio y forcejeando con unas ligaduras de plástico que le oprimían las muñecas y los pies. Le había robado el “Rolex” y las zapatillas italianas. ¿Su padre… tan ocupado en los negocios lo ayudaría? Pensó en su madre. Estaría desesperada. Su nana también, su noviecita ayer les había mencionado a unos amigos que conoció en un “Boliche” de moda. ¿No habrá hablado demasiado?

El tipo salió. Se oyó una discusión y unos gritos. De pronto se abrió la puerta y una cachetada de “Chanel Nº 5, le revolvió el estómago. Logró, con dificultad y mucha pericia arrancarse lo que le impedía ver. Allí, parada estaba la secretaria de su padre. Comprendió que era la amante del viejo. Supo que ya no tenía chance de seguir vivo.

 

 

 

 

LA FAMILIA DE JOHANNS

 

 

La niebla lamía sus pisadas de botines viejos, heredados. Su padre, regresaba del obraje con las manos secas y el corazón alegre. El perfume de la olla se percibía desde el contrafrente de la casona. Era un día de fiesta. Era su día. Una noche llena de luz y esperanza escrita en la frente de su hija. Luna llena. Fragancia de albahaca y estofado de gallina.

Ingrid esperaba sentada en una silla frente al fuego. Esa mañana había regresado Erna de la casa grande con ropa usada pero limpia. Feliz de traer una gallina, pan de trigo y patatas. La muchacha encontró a sus hermanos como los había imaginado. Altos, desgarbados y rústicos. ¡Pero tan buenos como cuando eran chicos!

Ellos, cuidaban y ordeñaban a “Mimí”, la vaca con su nuevo ternero. Segaban el centeno y cosechaban los frutos de manzanos y perales. Otto, tenía una conejera con hermosos gazapos blancos. Y Kurt cuidaba las gallinas y el cerdo, que engordaba con esmero. Érica, la pequeña, hilaba como su madre lana de las ovejas del patrón de la casa grande.

Eran felices. Se sentaban junto a la mesa a cantar después de la cena. Hasta que el viejo reloj del templo llamaba a la oración de la noche. Se contaban historias y leyendas. Luego cada uno a su lecho, para despertar al alba.

Todo era silencio entonces hasta el canto de los gallos. El salto era de enérgico despliegue, cada uno a su tarea. ¡Pero vino la guerra!

Los muchachos debieron marchar, las mujeres redoblaron el trabajo hasta la requisa del gobierno, que se llevó chancho, conejos y pollos. Escondieron la harina y la cerveza casera que fabricaba Johanns. Se llevaron la mula y al patrón las ovejas. Hubo que destejer y retejer las medias, los chalecos y las mantas.

El carbón y la leña no alcanzaban. El frío comenzó a invadir la casa y huyeron hasta los pájaros de los pinares. Entonces, las muchachas usaban los botines heredados, remendados por las hábiles manos de la madre.

Siempre esperando al padre y los muchachos. Tardaron varios meses, muchos. Algunos regresaron. Y volvieron a calentar la casa con lo que quedaba de sillas, cajones y muebles de la casa. Ingrid, se ingenió para llenar las ollas con exquisitos aromas que buscaba en el bosque. Regresó Johanns con las manos llenas de medallas de honor. Sus valientes hijos, no regresaron ese invierno. Otto, vino abrazando a un soldado herido y a su hermano sin piernas. Igual, se sentaron junto a la mesa y cantaron hasta que el silencio los doblegó en cansancio. Ya el reloj del templo estaba callado. Y el patrón no venía. Erna buscó a la esposa, que enferma y triste, estaba sola en la enorme vivienda.

La dama, solitaria lloraba y sonreía, alternativamente. Pero estaba muda. No comía. Erna le daba pequeños bocados. Bebía algo de cerveza casera y miraba asombrada a esas mujeres y hombres valientes que la cuidaban como a un niño. Érica, le sobaba las manos para calentarlas y los pies para que cobraran un color vivo.

El amor de esa gente le devolvió la vida. Una mañana cuando el sol asomaba, apareció el patrón y se abrazó a Johanns. Había perdido todo. Había recobrado todo. Esa familia tenía un tesoro increíble. Esperanza y amor verdadero.

SINFONÍA DE AMOR

 


 

Descargó se en mí boca asombrada

la perfecta geometría de una estrella,

en los labios húmedos de risas

una gota de rocío brilló en su colosal arquitectura

de promesas.

Sonó el panal de no me olvides

con la rígida ternura del encuentro.

Tocó mi blanda caja de hábitos y ritos

donde se esconde mi quizás, tal vez, mañana.

dejó allí el perenne diamante pequeñito

que trasladó su ingenuo color,

de ayeres olvidados.

Nadie podrá robarme el sonido de ese instante.

Allí estará siempre componiendo

la sinfonía potente de saberme amada

en todo tiempo por un Dios que murió para salvarme.

JUAN MANUEL


 

            Por su porte, lo miraban todas las muchachas y algunos muchachos. Pero aun era un púber. Trajinaba calles vendiendo frutas de la chacra de sus abuelos paternos a quienes le debía su educación. Su padre le era una especie de fantasma imaginado perpetuamente porque nunca regresó de un viaje por las islas del sur. La amarillenta fotografía que tenía de él, se estaba desdibujando con el tiempo y la humedad de la casa.

            De su madre, solo escuchaba chismes malintencionados de las vecinas y del cuchichear de sus abuelos. Le parecía que era una vampiresa de esas de las novelas que escuchaba su abuela por la radio. Pero nadie le decía la verdad. No sabía ni siquiera cómo se llamaba y si vivía en ese pueblo.

            Soñaba despierto. Pensaba que sería un torero como el “Piquín” o el “Muletilla”; pero ya a su edad no lo aceptarían en ningún ruedo. A veces iba con el abuelo a los toros. Miraba azorado el valor de esos muchachos que enfrentaban los toros en la arena.

            Un día, una mujer de mediana edad, se acercó y quiso hablar con el viejo, pero este se hizo a un lado y lo tironeó de la camisa bruscamente. ¡Vamos, salgamos de aquí que hay un demonio cerca! Y se lo quedó mirando mientras la mujer le decía dos o tres mezquindades.

            Esa noche escuchó clarito una discusión entre ellos, sus abuelos. ¡Que no dejaste hablarle al niño! No, mujer, si casi me insulta. ¿Pero él la vio bien de cerca? Bueno había mucha gente alrededor, puede que no la viera muy bien. Y el murmullo se fue sofocando como él, pues comprendió que algo importante tenía esa mujer con los abuelos y su persona.

            De camino al mercadillo, un sábado, se cruzó con ella. Se la quedó mirando y se imaginó que podía ser su madre. ¿Cómo le hablo? Pensó, pero siguió rápido su camino, no fuera que sus abuelos se enteraran y se armara un lío.

            Juan Manuel cumplía los dieciséis años y vino de la aldea de Portezuelo un tío, que era su padrino. Le traía un traje de tela gris oscura. Un regalo inesperado para ese chico que tenía poco y nada propio. El padrino era hermano de su padre. Y le habló muchas historias de cuando eran niños. Se fue tarde, casi al anochecer.

            ¡Mira Juan Manuel, parece que se viene una buena… la mili está muy alborotada y el general Franco, está dispuesto a enfrentarse con los rojos! Y de golpe sintió orgullo de sus ideas. ¡Quiero ir a la mili, abuelo! Tú, niño, ni pensarlo. Dicen que se viene la guerra y ni te imaginas lo que se sufre con ella. ¡Es un monstruo que no dispara con justicia, sino con odio y venganza!

            Ese domingo se puso el traje que le regaló el padrino y decidió ir a la iglesia del pueblo. Que lo vieran las muchachas. Que creyeran que era un hombre y que su pecho, ya no enfrentaría a un toro, sino a un soldado o cien o miles.

            Juan Manuel, estás muy guapo. Este muchacho es un milord en persona. Un majo. Un mozo de orfebrería. Y una y otra comparación que no entendía. Se sintió enorme, sabio e inteligente. Se sintió un elegido.

            Pocos días después, comenzaron las riñas en el pueblo. Ya no había esa amabilidad que era su fuente de alegría. Los vecinos peleaban, se decían vulgaridades y hasta se comenzaron a pegar con herramientas de labranza. Aparecieron camiones con hombres de otros pueblos y después del ejército. Los primeros tiros, eran oídos sin preocupación, hasta que al salir a la calle vieron al cura muerto con un balazo en las sienes. Otro día en la noche, se sintieron disparos más fuertes y cayeron don Paco y Lisandro. ¡Eran rojos, dijeron!

            Juan Manuel, ya no se sentía un chiquillo, era un hombre dispuesto a luchar. Pero una mañana que salió para llevar las naranjas, vio muchos muertos en las calles y él, no quería participar de esa locura. Caminó por la orilla del río y vio más caídos. Más sangre y de pronto, una mano de mujer lo sujetó con fuerza. ¡Vete niño! Era la mujer del encuentro. ¿Y a usted quién le dio vela en este entierro? ¡Soy tu madre, y te ruego que vuelvas con tus abuelos y se escondan y guarden toda la comida!

            La mujer llevaba una escopeta y un brazalete de paño rojo. ¡Esa era su madre! Y le quería evitar un desastre. Juan Manuel no alcanzó a preguntarle el nombre cuando un balazo le entró en las tripas. La mujer se agachó sollozando. Amor mío, te quiero con toda mi alma. Y cerró los ojos del niño que se creía un héroe de verdad.

EL TREN DE LA MUERTE

 


 

            El Milton, perdió la changa. Todo fue por culpa del Nahuel, ese hijoìputa que le robó el bagayo. Todo lo tenía para chanquear. Tirado en la tapera que se construyó con lo que juntaba de las obras en construcción de los barrios del centro. Chapas, maderas, caños y mil trebejos que le fueron llenando la piecita como para vivir. Encontró ropa, muebles, hasta un “cagadero” nuevito de color rosado. ¡Hay que ver lo que la gente tira!

            Esa mañana no tenía ni para armarse un “faso” y no tenía ganas de levantarse del colchón. Pero sintió ruidos y dio un salto, alguien andaba por ahí cerca. El “Tuco” y el “Cachito” ladraban con rabia. Se puso el buzo y un pantalón, sacó la “faca” y salió.

            Afuera estaba la Yésica, tratando de llevarse unos palos que había juntado para el fogón. ¿Qué querés? Pedime, si no te voy a negar nada. Tengo al Brayan con fiebre y me malicio que está con gripe. Llevate lo que necesités, no me robés…

            La vio salir con una brazada de maderas, de esas que juntaba en la carretela de los mercaditos y fruterías. Eran cajones y cajones, que desarmaba y luego de atar en paquetes, apilaba en el fondo del terreno. Por allí se había metido, mientras dormía, el Nahuel y después de golpearlo, le arrancó el morral con sus herramientas.

            Tenía muy flaco al caballo que compró un día que en un basural encontró una caja con varios fajos de dinero. Fue a don Sixto y le compró un pingo, algo entrado en años, pero que le era fiel como los perros. Lo chiflaba y venía despacito al trote cansado a buscar las verduras que le regalaban en las verdulerías de la entrada de la Villa. Lo llamó “Chueco”, pero un día se dio cuenta que era yegua. ¡Soy tan bruto! Es hembra. Pero eso no hizo que trabajara menos, sólo que al poco tiempo tuvo un potrillo. Era precioso, de piel suave y brillante, color blanco con manchas negras. Le puso “Manchita” y ese sí, era macho.

            Una mañana hacía como siete u ocho meses, aparecieron unos camiones con obreros por medio del camino de la Villa. Los reunieron y les dieron una charla de la que entendió poco y nada. Sí, que iban a pasar unos rieles del ferrocarril por ese tramo entre las casuchas. Que una vez por mes pasaría un tren por ahí. Que no los sacarían porque el gobierno no quería líos y que eran tierras del estado y no aceptaban quejas o levantaban los ranchos.

            Milton, recibió un dinero para achicar su terreno, con eso compró una carretela mejor, más nueva y con ruedas buenas. “Chueco”, resoplaba y tiraba con menos esfuerzo. Podía ir más lejos, hasta los pagos de los Lujanes. Allí, sí encontraba muchas cosas buenas, que amontonaba bajo su techo. Ladrillos, hierros varios, picaportes y puertas. Un día encontró una heladera, se bajó del carro y la miró bien, tenía una enorme abolladura en la puerta, pero parecía nueva por dentro. Con esfuerzo la subió. Iba pensando cómo la arreglaría.

            El día que llegó a su pieza y encontró a la Yésica llorando como perro apaleado, supo que se había muerto Brayan. Por primera vez, se animó y la abrazó. Estaba muy triste y comprendió que esa mujercita no era una “turra”, era un ser muy infeliz. La hizo entrar, trajo a la bebota, la Wanda. ¿Qué te pasó? ¿Acaso no lo llevaste a la salita?vení, comé algo. Calentó agua en el fogón y le preparó unos fedeos, le puso el último chorrito de aceite que tenía y le puso un plato hondo para ambas. ¡Comé y dale a tu hija!

            Ese día se quedó dormida en el colchón junto a niña. Cada vez que se acercaba veía que dormida y todo, lloraba. ¡Pobre piba! ¿Cuántos años puede tener? Si es casi una niña. ¿Cuál será su historia? Se tiró sobre un montón de cartones y se durmió.

            Lo despertaron unos ruidos infernales. Los camiones y máquinas, estaban trazando el camino de los rieles. Salió, se lavó con agua de un tacho que tenía afuera. Miró y vio una máquina enorme que iba limpiando el suelo y atrás iban quedando durmientes de cemento y cada tanto caía de un aparato de la máquina un riel de cada lado. ¡Estaba asombrado! La máquina se detuvo unos momentos y vio que bajaba un chino del costado. Le pidió agua. No le entendió, el otro le señaló el tacho y sin empacho se agachó y metiendo un jarro se bebió el líquido de un trago, se secó la frente y la boca con la mango y lo saludó. No le entendió. Pero se dio cuenta que ese mundo era el nuevo que venía. Menos trabajo para la gente como él, y más máquinas en su lugar. ¡Y eran de otro lugar! ¡Carajo! ¡Mierda! Nos quedamos hasta sin changas ahora.

            La Yésica apareció con Wanda en brazos. Miró asombrada, la nena lloraba como si la estuvieran matando. ¡Milton, gracias! Me voy a mi casa. Se fue callada. No pasaron más de diez minutos y vino llorando a los gritos… ¡Me robaron todo! ¡Hasta las chapas de los techos, no me queda nada! Y se tiró a los brazos de un Milton que asustado y grotesco, no sabía qué hacer.

            Buscó dónde se podía quedar, pero la pobreza era un No perpetuo. Entonces, la dejó que se quedara. Dormía en el suelo, hasta que encontró un colchón en un barrio del centro y lo trajo. Ella se amancebó y cuidó de los cacharros y pocos bienes del Milton. Una noche de verano, el calor los abrasó y abrazó. Dejó el colchón pequeño para la Wanda y se hizo un ovillo con la Yésica. ¡Bueno, para que les voy a contar… ahora son una familia feliz! Él consiguió hacer unas changas importantes y comenzó a levantar una casita humilde pero estable, de material. Ella cocinaba bastante bien. Para el otoño serán cuatro.

UNA MONEDA DE ORO DE LUÍS XV

 

 

Nunca supe cómo llegué a las manos de mi dueña. Ella es una doncella de catorce años y vive en una casona en Rue Saint Michel. Ayuda a Madame Regine de Garigny en la recepción de sus amistades, cuando a las tardes se reúnen para leer a los poetas.

De unas manos, que ni recuerdo, pasé a ser el bien más preciado de Cristinne. Y me escondió en un pañuelo que encontró olvidado en el sillón de terciopelo gris del salón una noche al despejar la sala. Como un amuleto, me dejó en el cajón de sus enaguas. La pobre muchacha ha llegado del interior, de la Provenza, un otoño en que París parece languidecer con las calles y los Campos Eliseos, están bastante despoblados. En algunas zonas se ven personas que hacen fuego con pedazos de maderas que juntan de los barrios altos y se calientan, los pies descalzos o mal cubiertos, con botas viejas y rotas.

Cristinne, sale con madame al mercado a comprar quesos y verduras, algunas chuletas y vino. El coche las espera rodeado de chiquillos que mendigan unas monedas y pan. Madame Regine suele repartir generosamente pan y algunas monedas de baja valía.

Al ingresar en la casa, se saca el sombrero y le pide a la jovencita que caliente agua para sumergirse en la enorme bañera de latón. Pone perfume de violetas y con jabón de malva tiene que ayudarle a sacar el olor fuerte que trae del mercado. Son momentos en que mi dueña sueña. Piensa en todo lo que puede hacer con un Luís de oro.

Han pasado los años, Cristinne, se casó y dejó París, me llevó consigo en su pequeño bolso, pero en la carretera a España, los asaltó un grupo de hambrientos y yo caí en manos de unos truhanes. ¡Qué horror! Cuando me vieron un hombre sucio y con un solo ojo, me mordió y dio un grito de júbilo. Yo creí morir, siquiera me derritiera como las velas de sebo que usan para iluminar sus magras cuevas. Nunca más veré a mi niña. Siempre perfumada y bondadosa. ¡Era su más preciosa joya! Y estos malhechores, me manosean con sus dedos llenos de ajo y tierra. Creo que hay uno, que tiene un diente de oro, que va a matar al que me mordió la primera vez, porque le leo la mirada de avaricia cuando el mugroso me expone a los ojos de unas pobres mujeres infelices cargadas de chiquillos enfermos y hambreados. Sucedió. Lo acuchilló por la espalda y me arrebató de un braguero inmundo que tenía el difunto. Me besó. ¡Qué asco! Su boca parece una cripta donde yacen cien muertos pudriéndose. Me escondió en su bota, que a decir verdad le robó al esposo de mi querida Cristinne. Pero el olor nauseabundo es de sus calcetines viejos y rotos por donde emergen dedos llenos de ampollas y sangre seca.

Este monstruo viaja con dos landreros que se solapan en los recodos y asaltan los coches de gente decente como uno. Si encuentran otras parientas mías, dan gritos que retumban en los bosques donde se esconden. Yo, me caí en un cruce de caminos de las botas del ladrón y lo perdí de vista. Quedé allí, enterrada en un colchón de hojas y barro por bastantes años.

Aparecí en un siglo que por los sucesos es por lo menos cien años después. Una máquina muy ruidosa, me despertó removiendo árboles en el bosque. Cuando vio, quien la usaba,  algo tan brillante entre las raíces de un viejo árbol soltó un grito: ¡Alto!

Buscaron y rebuscaron por más, pero, yo soy una sola. Mi nuevo dueño es un tipo rudo, mal hablado y hosco. He visto unos carros muy ruidosos que no llevan caballos. Parecen animales metálicos con un motor. Escuché que le dicen automóviles, pero son muy primitivos, ya verán más tarde por qué. Me llevó en una bolsa pegada a la tela de su chaqueta en dónde había una sarta de cosas: una navaja, unos papeles, un peine, monedas que ni se asemejan a mí.

Cuando se hizo noche, se alejó en un aparato parecido a dos ruedas con unos caños que supe es una bicicleta. Llegó a una humilde vivienda de las afueras y entró como un tropero, vociferando que había encontrado algo “precioso”. ¡A mí! Una mujer lánguida casi desnuda, sin peluca ni faldas amplias, lo cazó de un brazo y le exigió que me mostrara. Ella tendió su mano y ahí, quedé yo, sola, triste y preocupada. ¡Esa mujer no tiene la ropa adecuada como mi ama anterior!

Algo extraño pasó. Me dejaron escondida debajo de una losa del suelo en una habitación junto a una chimenea a carbón. Y desde allí solo escuchaba las peleas de esos dos seres que parecían rugirse. Pasó un tiempo corto y llegaron unos pequeños, por las voces diría con mi poca experiencia que eran como siete. Hablaban con unas palabras que yo no había escuchado nunca. Era un argot novedoso y tardé un tiempo en descifrar lo que significaba. Los muchachos y jovencitas venían de un mercado cercano en el que mi descubridor vendía madera y plantas o hierbas medicinales. ¡Eran puras mentiras! Las plantas no curaban a nadie, pero traían jugosas monedas que un día juntaron conmigo. Gran error. Una de las chiquillas, una noche hurtó varias, entre ellas a mí, y me llevó a un bar donde un muchachote la embriagó, la amancebó y por supuesto le quitó su dinero, luego, supe por oídas, que apareció en un callejón con la cabeza aplastada. El indigno varón, fue puesto en un barco como prisionero y lo llevaron hasta una isla, en medio del Mediterráneo. Lo despojaron de su bolsa y yo fui a parar a un cofre muy paquete del capitán del bote. Así luego de unas cuantas detenciones en puertos del oeste de Europa, se hizo a la mar, con un pequeño grupo de marineros y siguió hasta la Isla de Asunción. ¡Qué clima hermoso! Allí pasé de mano en mano por compras y ventas varias y fui regalado a una verdadera dama.

Con Sully Kinleroyt permanecí un tiempo largo. Me hizo incrustar en una pendiente que bailoteaba entre sus senos jóvenes y tibios. ¡Era, yo, una atracción a los ojos avaros de muchos: hombres y mujeres!

 Mi adorada Sully envejeció. Un día me regaló a la más bonita de sus sobrinas. Anny, quien me guardó entre varias joyas que recibió de sus mayores.

Pasó mucho tiempo para que yo entrara en el continente americano. Viví en Brasil, luego pasé a Paraguay y terminé en Buenos Aires. ¡Una enorme ciudad del sur!  Por todo lo que me ha sucedido me defino como un sobreviviente.

En esa gigante ciudad ya había entrado el siglo veinte. Tenía calles enormes, pampas enormes y era un país enorme. No puedo recordar cuándo me entregaron en un Lugar donde prestaban dinero cuando dejaban objetos: Algo como: Monte Pío. Junté paciencia en una vidriera oscura y oscura. Hasta que vino un inmigrante libanés y se prendó de mí. Era un comerciante inteligente y creativo.

Viajaba haciendo negocios por todo ese enorme territorio que parecía tenerlo Todo: trigo, arroz, ganado vacuno y equino, petróleo, un mar gigantesco y gente que hablaba español y mezclaba con palabras de los distintos idiomas de sus exiliados del mundo.

De él, he oído de dos guerras de las que me salvé en Europa y de otras en oriente. Pero ya soy un poco más finita, más pequeña, por el eterno desgaste al que me he visto torturada. ¡Es mi dignidad por ser de oro!

En una zona montañosa donde Amín, mi dueño, se enfermó con un enorme bulto en una muela; me tuvo que entregar a un “dentista”; en mis épocas pasadas se les decía “saca muelas” y lo hacían los barberos. Pero ahora he visto, cuando le pasó conmigo varias libras esterlinas de oro, un papel recortado en un marco de madera, un certificado de este señor de bata blanca; que indica que es Cirujano Dentista. Me miró con curiosidad y se puso a hablar de historia, mi historia. ¡Bueno, de la época en que me acuñaron allá en Francia! El entusiasmo del hombre, el otro con la boca abierta, lo escuchaba embelezado. ¡Siempre los dentistas los tienen con la boca abierta!

Gracias a ese caballero, un erudito en historia, me enteré de cientos de cosas inventadas y creadas entre que me acuñaron y hoy. ¿Saben que han encontrado un remedio para la viruela, la peste negra y hasta hay un descubrimiento que cura la “tisis”, la lepra, la sífilis y tantos males que llevaban a la pobre gente a las fosas? Yo no lo conocía. Es un milagro. El libanés quedó encantado con el orador. Le pidió si quería que le enviara clientes y por supuesto, dijo que sí.

Cuando el comerciante dejó el lugar sin su muela y su flemón y con unas monedas valiosas menos, el doctor ingresó en su hogar y llamó a su esposa y le mostró mi cuerpo. Ella, le pidió, que la quería guardar. Él, la quería vender para comprar herramientas para su consultorio; ganó la mujer. Así, viví un tiempo en una pulsera de oro que tenía como dije mi dueña. Me amaba. No era avara, era una persona llena de amor por las cosas bellas.

Un día que salió a festejar un aniversario de bodas, entraron dos cacos y me arrebataron del cajón donde estaba guardada. Y junto a otras chucherías bonitas me llevaron a un sótano donde me hicieron lo peor que le puede pasar a un ser especial como yo: me derritieron y me juntaron con otras joyas para no ser detectados por la policía. Los muy ignorantes, no sabían que tenían una “Inmensa Historia” frente a sus narices.

Todavía mi ex familia me llora. Yo, no puedo decirles donde estoy, no lo sé.

 

HOMBRE DE MARRÓN


Creo que corría el año cincuenta y seis o cincuenta y siete, yo era una niña de alrededor siete u ocho años. En casa se respiraban unos aromas extraños, con silencios sospechosos y miradas sutiles. Mis hermanos y yo, parecíamos extraterrestres. Nadie nos decía qué sucedía.

Mis padres escuchaban encerrados una radio y luego se sentaban y rezaban juntos. ¡Algo estaba pasando, pero los pequeños no participábamos de los hechos!

Mi casa era un tanto grande, con varios dormitorios y el comedor separado del estar. Nuestra zona escolar tenía un espacio para cada uno según el estudio que transitara y así, ninguno se tenía que tropezar con el hermano. Así mamá y papá controlaban nuestras tareas y para que no discutiéramos por algún elemento escolar que se perdía. Pero en esos días el clima familiar era muy misterioso.

Se dio licencia a la secretaria de papá y a la ayuda de mamá en los quehaceres domésticos. ¡No era la época en que había vacaciones! Igual, nos arreglamos bastante bien porque todos en casa colaborábamos cunado no había personal de ayuda. Yo, por ser mujer debía ayudar el doble que mis hermanos. ¡Gracias a Dios hoy no es así y los varones tienen que compartir las tareas por igual, ya que la mujer trabaja fuera de la casa de la misma manera que los hombres! A veces tenemos más exigencias que ellos.

Una tarde, papá la llamó a mamá y le pidió que nos arreglara que venía una persona a cenar y probablemente (después nos enteramos) se quedaría unos días a vivir entre nosotros.

Nos hicieron bañar y lavar el cabello. Mis hermanos perezosos trataban de evitar esa rutina diaria y dejaban a veces un par de días sin la necesaria higiene impuesta por mis padres. Me pusieron un vestido que usaba los domingos para ir a misa y luego a la casa de mis abuelos a almorzar. Cosa que me extrañó. Igualmente mis hermanos usaron ropas domingueras. Mamá había cocinado unos pollos al horno con guarnición de verduras y una entrada de tomates rellenos, sopa de zapallo y de postre un flan de dulce de leche. ¿En día de semana? Era bien extraño y mis hermanos estaban felices… de cualquier manera, algo misterioso sucedía.

A la hora de la cena, papá salió del escritorio acompañado. Lo invitó a ingresar al comedor principal. Y allí parado conocí a un hombre pequeño de tamaño vestido con un traje marrón, un poncho de vicuña color canela y zapatos lustrados de cuero negro. Usaba un sombrero de fieltro marrón tipo chambergo, que se sacó y sostuvo en las manos nerviosamente hasta que todos nosotros lo saludamos. Su piel cetrina y una incipiente calvicie, me hizo recordar una foto que había visto hacía unas semanas en el periódico, que religiosamente leía mi papá y que nosotros hacíamos fila para recortar los temas útiles para la escuela.

¡Yo lo había visto antes! Y sí, era un sufrido político enemistado con el gobierno de turno al que luego supe, habían torturado un grupo de “malvados” en un galpón olvidado de la capital de mi país. De grande supe que parte de la tortura había sido tan cruel, que cercenaros sus testículos entre otras salvajadas que le propinaron. Papá que era muy cristiano lo había protegido a pesar de que podían descubrirlo y tomarse una violenta venganza con él, pero papá y mamá, con caridad lo escondieron unos días hasta que pudiera salir a Chile por el paso cordillerano. Por razones obvias no voy a decir su nombre.

Era muy callado, su garganta estaba muy lastimada y vi sus manos arrugadas y con serias cicatrices. Luego mamá nos dijo que se las habían quemado. Habló de algo llamado “picana eléctrica” que dolorosamente después supe que era muy usada por mafiosos y hampones. Y a veces por policías inescrupulosos. ¡Dios los perdone!

Cuando cierro los ojos me parece ver a ese hombrecito de triste mirada, pelo ralo y manos tortuosas, mirando con cierto desafío a las sombras. ¡Cuánto habrá sufrido! Hoy ya mayor, pienso que la presencia en mi casa fue un ejemplo de mi familia por defender la justicia. El amor a los desposeídos y perseguidos injustamente.

Suelo soñar con su figura, allí parado junto a un bello cuadro laqueado que había hecho en su tierna juventud mi madre. Sombrero que seguramente usaba de escusa para no mostrar el temblor del miedo, del horror y la tristeza.

 

SU SOMBRERO DE PANAMÁ

 


 

Era breve, silencioso y astuto. Miraba de soslayo y con frecuencia murmuraba palabras irreproducibles. Nadie sabía de dónde había llegado. Deambulaba por las calles sedientas de la Villa. Su figura reproducía en la memoria de los ancianos, el recuerdo de un vecino que había ido a trabajar a otro país, lejos, tal vez tanto, que nunca se supo nada de él.

Siempre con un sombrero panamá que parecía haber pasado siglos en la cabeza de cien hombres. Una larga gabardina de color negro despintada, zapatones de piel, como esos que se ven en las películas del veinte. ¡Era un hombre vencido por el tiempo! Se depositaba como un arbusto frente a la fachada de la casa principal, mirando con ojos perdidos el horizonte inexistente. Ya la ciudad había invadido cada trozo de terreno, altos edificios de pisos rodeaban la casa antigua que lentamente el tiempo iba devorando.

Don Nazario, el sastre, un día se acercó y se sentó junto a él. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas y a qué te dedicas? Y lo miró de frente, como miran los hombres de bien. Se produjo un silencio y giró la cabeza hacia la casa, se sacó el sombrero y le dijo:- Me llamo Oliverio soy el hijo de Plácido Valera. Mi padre murió en uno de sus interminables viajes alrededor del mundo. Y vine a saber. Vivo de algunas promesas de amor que le dejó a mi madre. Vea, esta es una...- Y sacó de su bolsillo un bello collar de perlas color gris con un precioso broche de oro.

El hombre se estremeció al ver la joya. ¿No serás un ladrón? Preguntó asustado. - Puede ser que lo sea o no, según como lo crea la gente común y simple. He robado un par de panes y unos ojos hermosos a una muchacha de uno de mis viajes. ¡También robé sus besos! Así era mi padre. Así me echaron a este mundo incomprensible y mustio.

Don Nazario, se levantó y lo enfrentó. No sabía bien si denunciarlo, creer o dejarlo ahí, como a un fantasma desdichado. ¿Qué quieres que haga por ti? Conozco a todos en este pueblo, ya no es una Villa pequeña como cuando vivía tu padre, hoy es una ciudad, pequeña pero de gente buena y complicada. Todos te tienen miedo, nadie se atrevía a acercarse.

-¿Cómo han dejado que la casa se destruyera así? - la pregunta sorprendió al sastre. Era hermosa, mi padre solía sentarse junto al fuego en la playa de mi tierra y nos platicaba sobre lo hermosa que era. Y contaba su historia, por lo que tuvo que huir.

-¡Nunca supimos porqué se fue tu padre y de esa casa no queda nadie! Todos están en el camposanto de la zona sur, junto a la carretera.- se volvió a sentar. - ¿Acaso tu padre la conocía? Nunca se lo vio entrar en ella. Allí vivía una niña. Tatiana era cuidada como una pieza de alabastro por los ogros familiares. Su padre, el dueño del molino, que fue el que se auto erigió gobernante del lugar, era un león afiebrado y rugiente; la madre, una estela de seda que bailaba al son de sus rugidos. Estaba el tío Flavio, un cachafaz que se aprovechaba del dinero del viejo, jugador empedernido y rompe familias; y la abuela que parecía un alma en pena que murió sin pena ni gloria, como todos.

- ¿Y la tal Tatiana? ¿Qué fue de su vida? - De ella hablaba mi padre, como de una estrella, un sol o una luna de plenilunio. ¡Era, según él, una belleza y buena como un durazno maduro!- dijo mirándole a los ojos sorprendidos de don Nazario.

- Ella, se quedó encerrada, fue quedándose sola y una mañana, la encontraron flotando en el río Talasio. Fría y azul como la noche. Está con todos ellos en el mismo lugar que te nombré. Puedes ir a ver la placa que le hizo el pueblo. ¡Pobre muchacha! De joven era linda y muy buena. Nunca se casó ni tuvo hijos. Por eso está la casa así, como sus vidas, innecesarias y tristes. Consumidas por el abandono y la tristeza. Nadie se ha atrevido a entrar, desde aquél día.

Oliverio, le dio la mano y se fue caminando por una calle desierta hacia el sur. Quería ver todo lo que este buen hombre le había dicho. Su paso era más firme que antes, se irguió y se acomodó el panamá con aire de seguridad. ¡Adiós, murmuró al retirarse!

El sastre apresuró el paso y se acercó a la comandancia. Relató la historia. Habló del muchacho que representaba más edad, tal vez, de la que realmente tenía. Un suspiro de tranquilidad los sorprendió, cuando el comandante, le dijo: - Le entregaré las llaves de la casa, él debe ser el único que puede entrar. Seguro que el padre, fue el intruso que visitaba en las madrugadas a la muchacha esa.

A lo lejos, se sintió la voz de una mujer. Era Mafalda, que venía corriendo por la vereda. - ¡He visto a un fantasma en el cementerio! ¡El hombre del sombrero es igual a mi padre! - la mujer inevitablemente sintió terror al ver a Oliverio.

- ¡Tranquila, es el hijo de Plácido Valera! - Es de carne y huesos. Y no puede ser tu padre... su padre, tu padre. ¿Me entiendes?

- No, sólo entiendo que en mi cómoda, tengo una foto del hombre que amó mi difunta madre, que huyó hace mucho tiempo. - Lloraba.

Los presentes que habían oído la historia del extraño de sombrero panamá, se miraron cómplices. Tatiana, la madre de Mafalda, el tal Plácido Valera eran todos amantes en silencio de ese pueblo hipócrita y maldito. Había que buscar en algún punto la verdadera historia de esa Villa hoy ciudad moderna.