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lunes, 17 de febrero de 2020

EL SECRETO




            Estaba parada con mi cofia de encaje, mi delantal de lino almidonado, blanco todo como el mármol de la estatua que preside la estancia desde donde el viejo, mira con un extraño aparato las estrellas por la noche.  Siempre está insomne. Siempre me mira con ojos agudos. Su enorme sillón de terciopelo azul algo gastado en donde hunde su cuerpo afilado, es como una madriguera. Apenas me muevo sus amoratadas manos artríticas se aferran a mi pollera o al delantal. Es imposible liberarme. Deseo un resquicio para huir.  Sí, estaba parada en ese momento en que entró la vieja ama con su orinal impecable, separó la tapa y lo colocó en el cajón bajo el sillón. Yo no quería ni mirar ni respirar. El hombre sonreía mirando mi cara roja por el pudor y el asco. Oí caer el orín cantarino en la porcelana llena de flores de lis, pintadas a mano. El olor ácido penetró en mis pulmones. Luego el olor que me inundó hasta el cerebro me indicó que “monsieur” había descargado sus flacas tripas.       La mujer, su ama, llamó al ayudante, un antiguo empleado. El hombre vino arrastrando su pierna dura por la inflamación, tomó al amo y lo higienizó. Yo salí aprovechando la oportunidad. Saqué los excrementos y los dejé junto a la puerta de la habitación.
             Huí, prácticamente, hacia el jardín. Era la hora del crepúsculo  en que la casa parece más solitaria aun. Un grito agónico atravesó la casa del amo. Corrí al instante, sabía que me reclamaba. Allí estaba mi señor. Su boca desdentada sonreía a la nada. Sus ojillos con esa perpetua chispa de picardía me buscaban en la puerta. Me asomé. Me tendió sus brazos sarmentosos, donde la piel flácida caía como cortinaje viejo... Yo no soportaba su continua búsqueda entre mis polleras. Me quería tocar. Me deseaba como se desea un bocadillo frágil y sabroso. Me ponía enagua tras enagua, un calzón largo y grueso; medias de algodón altas que sujetaba con cintas que apretaba tanto que casi cortaban el flujo de mi sangre joven. Así le impedía llegar a mis nalgas. Creo que si hubiera podido me hubiera tocado hasta el fondo tibio de mi sexo. Me acerqué. No tanto como para que me perdiera sus dedos afilados en mis oscuros secretos de mujer. Tenía sólo catorce años y el miedo me paralizaba. Su risita aguda era un tormento. Lo odiaba y le temía. Necesitaba el empleo que me daba, era indispensable.
 Te prometo... sí, te prometo una fortuna si te sacas toda la ropa frente a mí... – dijo ese día. Yo me negué. Llamó al ama de llaves y le ordenó una pluma y papel. Se reía en su extravío. Luego estuvo un rato escribiendo. Yo no sé leer. Mi infancia fue dura. Las calles fueron mi cuna. Siempre trabajé. Ahora que tenía ese empleo, me sentía glorificada. Me llamó y pretendió que leyera. Le dije que no podía. Se encolerizó. Estrelló el frasco de tinta en el pavimento manchando la alfombra. Luego leyó con voz entrecortada: - Yo, Gastón de Yournette, maese corregidor del municipio de Saint Pierre Sur- Mer, lego a...
- ¿Cuál es tu nombre...ma petite...?- me preguntó titubeando. Yo creía que él conocía mi nombre. Me sorprendí tanto que le respondí. - Mi nombre monsieur es Clementine Reinal, creo que ese era el apellido de mi madre.- le expresé con temor. Me envió a buscar otro frasco con tinta. Siguió escribiendo el billete. Se agotó en el trabajo. Resoplaba y jadeaba. Su viejísimo corazón estaba medio muerto. El esfuerzo lo hizo desmayar unos instantes. Luego intentó leer...” lego a Clementine Reinal, la suma de 20.000 monedas de oro.... Pero después de tachar, volvió a leer. No, dijo, 50.000 monedas de oro, si cumple con mi pedido. En el año de 1814, y puso su sello con el lacre que chisporroteó en la lamparilla.”        
            -¿Y qué desea pedir u ordenar, además, su señoría?- pregunté desconfiada.
             -Que te quedes desnuda frente a mí hasta el final...hasta el momento de mi muerte, que está muy cerca.- dijo mirándome con astucia.
Me pareció un viejo zorro herido frente a su presa. Su ralo pelo blanco se desplomaba sobre los hombros de su paletó de cachemira negro y le prestaba un aspecto de brujo, mago o demonio. No respondí de inmediato. Me dediqué a ablandar sus cojines y almohadas de plumas mientras por mi mente febril cruzaban imágenes, sensaciones y deseos.
Entró a las 19,45 hs. en punto, como todos los días, el médico. Apenas me miró. Revisó a su señoría. Lo auscultó ceremonioso. Su pulmón silbaba cada vez que el aire nuevo invadía los oscuros alvéolos me dijo el galeno. Sufría a cada instante. Le miró los orines que guardaran en un frasco de cristal. Se quedó pensativo. El señor de Yournette observaba alternativamente el rostro del doctor y el mío. Me miraba con avidez y a él con desinterés. El papel que escribiera sobresalía del bolsillo del viejo. Lo acariciaba con impudor. Yo imaginaba cómo sería mi vida con todo ese dinero...Sonreí. Él sorprendió mi sonrisa y supo íntimamente que yo había aceptado.
            -¿Cómo está su señoría? ¿Acaso tendremos que preparar la casa de verano para que no sufra el frío húmedo de la región?- inquirió el ama que entraba en ese momento con una escudilla de caldo humeante. El médico nos miró con dolor y muy molesto por la insolencia de ella, repuso:- La casa de verano...creo que este año quedará cerrada. No es prudente mover a su señoría en este momento.- Continuó escribiendo una nota para el boticario.
            -¿Cuánto tiempo viviré? – exclamó mi amo. - ¿Llegaré a mañana? – dijo sin inmutarse y su mirada me penetró y persiguió por la habitación en semipenumbra. Encendí otra lámpara. Esperé. La mirada del ama de llaves se paseaba de un rostro al otro, con sorpresa. El anciano doctor se sentó junto a monsieur algo confuso y tomándole la mano dijo:- Mi amigo, la cuerda del reloj se está terminando...puede usted disponer..., bueno yo llamaría a un sacerdote, si así lo prefiere...- y quedó silencioso esperando una respuesta o reacción que no llegó. Luego de estrechar al anciano salió taciturno sin volverse.
El viejo me apresó la pollera y me dio el papel. - ¡Guárdalo! Será todo tuyo si cumples con mi último deseo... como ves me muero y quiero hacerlo mirando un bello cuerpo joven junto al mío. Llamó a su ayudante. Se hizo trasladar al lecho. Se acomodó y apoyó su cabeza cenicienta en los cojines que yo acomodara. - ¡Que vengan todos!- ordenó con cierta urgencia. Llegaron uno a uno los servidores. A cada cual le fue entregando joyas, papeles valiosos, dinero y objetos personales. Él nunca había tenido hijos y su mujer había muerto hacía muchísimos años.-“¡Ahora salgan todos!  ¡Me quedaré solamente con Clementine. Cuando ella los llame ya podrán disponer de mí.  Y recuerden no quiero sotanas por aquí. Yo igual estaré en la “Gloire ”!
                        Los hombres y mujeres salieron silenciosos y tristes. Apenas murmuraban entre ellos.
Ya a solas en aquella habitación silenciosa; yo, comencé a desprender los cordones de mi corsé. Luego fueron cayendo una a una mis enaguas como cáscara de fruta madura. Cuando mis muslos  mi pubis virginal y mis senos quedaron frente a él, comenzó a sonreír con una extraña alegría. Me quedé quieta. Sentía que mi piel frágil se encrespaba, un escalofrío imperceptible me ponía sonrosados los pezones erectos.  Seguramente mi rostro tornaba del rojo vivo al blanco. Sentía vergüenza y en lo más profundo el placer de saberme dueña de una pequeña fortuna El anciano gesticulaba apenas. Murmuraba palabras inconexas. Trataba de acariciarme y yo me alejaba con pequeños pasos.  Reía y se babeaba. Sus manos se estiraban tratando de poseer lo que tanto había deseado en ese tiempo. No pudo. Pronto se durmió. Hablaba entre dormido con mi figura que se helaba a pesar de la leña crepitante. Yo también soñaba.
Nunca despertó. Pasó una semana. Aparecieron como cinco parientes que se acomodaron en la gran casa. Cada uno pretendía ser el dueño de todas las tierras, casas de alquiler y hacienda del hombre. Cuando yo indiqué que tenía que cobrar su donación; se rieron hasta el delirio. Yo me quedé callada. Salí de la casa con la idea de buscar a un licenciado en leyes que me ayudase. Que hubiera permanecido desnuda frente al viejo, era un secreto que sólo conocía el ama y el ayudante del señor. Los servidores eran mi único testimonio. Los intrusos no sabían por qué yo pretendía cobrar el dinero. Con ese hecho clandestino, callado por seguridad, yo tenía algo más, que a veces ocultaba en el zapato viejo y otras en el bolsillo de aquella chaqueta poblada de agujeros que me dieran del amo. Era el pasaporte a mi futuro. Con ello tendría una vida digna de ser vivida. Me reivindicaría de los múltiples sufrimientos. Compraría una casa de campo, un carruaje, podría tener esas alhajas de oro y granate que vi en un escaparate de la ciudad hacía tiempo, vestidos de seda y encajes,  lograría tener hasta un puñado de sirvientes. Sería factible mezclarme con gente distinta a la que acostumbro a frecuentar...
  Llegué con un abogado y mi papel a la vieja casa. Nadie creía que eso fuera legítimo. No querían darme mi parte. Yo, en forma silenciosa y firme seguí peleando. Mandaron mis papeles a la capital. El técnico grafólogo cobró demasiado, pero probó ante el juez, que el papel era un legado auténtico.                                             
                   Monsieur : señor
Ma petit : mi pequeña
Gloire : gloria

miércoles, 6 de noviembre de 2019

HAN LLEGADO.



             Las “ursutas” tejen huellas fatigadas en la holladura. Un silbido desaguado escapa por la mandíbula desdentada del pequeño hombre que corre hacia su aldea. Su mente está nublada por la falta de oxígeno. No alcanza con su “cuyico”, agrega hojas de coca a las que se maceran en su boca. Un hilito verdoso escapa por sus labios agitados. Ásperas, sus manos, tratan de guardar en la “guayaca” el papel que recogió en el mercado. Ya está a la vista del caserío. Los adobes fuertes resisten el frío y el calor de la puna. Sangran sus pies cinabrios. Su piel y su rancho son iguales. Fuertes y toscos como la tierra que los “gringos” quieren quitarles.
            Kispe Mamaní, ha visto a lo lejos ya, la columna de humo. Los rumores de las máquinas que fueron a espiar los iniciados, cada amanecer los ruidos son más furibundos. Se acerca a la casa del Bacilio Condorí. El anciano, tenido por jefe, lo espera con su ceguera prudente junto a la pirca que separa cada casa habitación. Una turbamulta de perros hambrientos y ladradores, lo secundan. En la mano un cigarrillo de tabaco fibroso armado con miel, hace su intento de transmitir una fingida serenidad que escapa de sus humores de jauría arisca. Ni una mujer está por ahí, todas han bajado a los mercados para diligenciar sus tejidos y arropes de tuna, los quesos de cabra y el patay sabroso. No son buenos los tiempos. Un asesor del gobierno vino, hace como seis meses a convencerlos que las nuevas tierras que ofrece el gobierno son mejores que éstas. Pero ellos, hace muchos siglos que habitan esa zona austera del altiplano. Sus antepasados aimará y coya, cazaron y plantaron en la aridez de los valles y los huincas, los fueron corriendo hacia el alto. ¡ Otra vez no! Nadie quiere moverse, pero el humo es cada vez más denso y pasan por la carretera, vieja huella inca, un arrastre de camiones y grúas, con gringos rudos que hablan difícil. Ni Kispe ni Bacilio les entienden. Vinieron a comprar gallinas y ponchos de vicuña. Nada se llevaron. Las mujeres escondieron todo y se fueron cabreados como bribones greñudos.
            Kispe se sienta en la costra noble del terreno que sostiene a Bacilio Condorí. –Han llegado.- y en sus ojos abatidos una luz de odio destella empeños.
-                     ¿Qué manda, Bacilio? Lo que encomiende haremos.- y un distintivo de sugerente actividad clausura cualquier diálogo de paz.
-                     ¿Cuántos son? ¿Quién los acompaña? ¿Hay gendarmes o la polecía? Diga, hombre- satura el humo del cigarro casero la voz carcomida por la vida.
-          Son muchos y armados como el mesmo diablo. – y se seca el sudor que ultraja las carcomidas grietas de la piel oscura. –Los gringos son como cuarenta y tienen rifles.
-          Entonces no se hace nada, como siempre nos sacarán en caravana de cadáveres hasta el camposanto de los crestianos. No dejaremos que ganen con sus mañas. Un coya más o menos al gobernio no le hace. Haiga que contemplar como talan para hacer papeles. Mesmo como para plantar los granos. Nuestros padres incas llorarán su selva y nojotros que ni de letras ni de papeles conocemos, poco a poco nos enquedamos sin selva.
-          Bacilio y si se va con los señores del pueblo y les pide... , tal vez se apiaden, la selva también es dellos. La Pacha Mama, ahorita debe estar muy cabriada. –el silencio montaraz se aproxima a los hombres.
-          Ajá, tal vez. – las hilachas de luz cobijan los cuerpos mientras el humo penetra con su ardiente olor agrio los pulmones.
Los resplandores rojianaranjados derraman fatídicos las alas sobre la tierra. Arden los antiguos bosques de quebracho y van desbastando la otrora fauna y flora del noroeste puneño. ¿Allí sembrarán los gringos? Sólo muerte, sólo muerte.
Kispe Mamaní, pertrecha su mula para bajar al poblado. Una amontonamiento de viejos papeles envueltos en tela hilada en fina trama de vicuña, es el tesoro que guarda entre su saco de industria China. Se lo compró la Doralisa en el mercado. Allí estará el maistro para que lo acompañe. El es el que escribe lo que los hombres piensan en papeles con figuritas de colores que adornan las palabras. Con desenvoltura el maistro le habla a los jefes del gobierno. ¡Tal vez logre que lo escuchen!
Muy  a la hora de los insolentes colores del alba, cuando apenas se mueven las aves pregonando a Inti, sale con su carguero. Fluye por el risco cerca del río que de grana va tiñendo el agua. -“Si su Merced quiere dilatar al gringo que manda a quemar el bosque, si su Merced se apiada de los animales que se están cremando, si su Merced tiene misericordia con el pueblo coya... otros niños, más tiempo en el tiempo, lograrán ser grandes”- divaga en la quietud  del amanecer. El humo ha cambiado el color y es agrio y sombrío. Crepita en el silencio de los matorrales. El Kispe Mamaní recibe un balazo en la espalda. No cae, se arrastra. La mula se detiene y rebuzna. Aprieta los papeles que esconde entre su carne herida y sangrante. Sale de entre la maleza un sucio operario, lo sube al mular y le pega un chasquido con chicote de cuero trenzado. Corre el animal, herido su costado, llevando la fúnebre carga.
                        Casi al mediodía, en la plaza se arremolinan los hombres junto al animal que ha acercado su carga. En el atrio de la gobernación, el maestro extrae del cuerpo frío los papeles. Escrito con tinta muy negra, rubrica su Merced: -“Estos hombres libres son dueños de todo el valle”- Manchados de sangre están los sellos que tienen más de cuatrocientos años.
                        De un camión sale un hombre extraño cargando unas armas muy fieras. La gente retrocede y esconde, el miedo les inmoviliza y la pobreza es invariable.

                         En la República Argentina, Bolivia, Brasil, Perú, Ecuador se queman diariamente ciento de bosques para plantar soja y otros cereales. Los viejos habitantes de la zona cercados por la codicia van entregando en silencio sus tierras milenarias. Queman los leños sin piedad, siendo necesarios para los poblanos. Ni siquiera se usa para fabricar papel. Desde los aviones se pueden observar los grandes círculos de fuego que avanzan y el humo contaminante. La capa de Ozono, es cada día más débil.
             VOCABULARIO:
Ursutas: ojotas de cuero trenzado, calzado típico de los aimará y coyas de Noroeste de América del Sur.
Cuyico: hojas de planta de “Coca” que mastican permanentemente para soportar el Hambre y las alturas en la misma zona.
Guayaca: bolsa o monedero hecho con fibras vegetales, que usan los nativos, para guardar objetos.
Patay: torta que se hace con las semillas del algarrobo, árbol de América. Dulce y muy nutritiva.
Huincas: palabra “mapuche” que se usa para nombrar al hombre blanco.
Mesmo, gobernio, haiga, nojotros, enquedamos, dellos, cabriadas, maistro,: son  el sociolecto de los nativos que no hablan bien castellano-español.
Pacha Mama: madre Tierra. Venerada por los indígenas desde los principios de la historia.
Inti: Dios Sol de los Incas y Aimará.
Puneño: habitante de la Puna de Atacama.
Pirca. Paredes de piedras armadas con exactitud, para separar los corrales, las casas y para evitar que los guanacos, vicuñas y alpacas, como luego vacunos y equinos, se dispersaran por las laderas de la montaña.