lunes, 5 de diciembre de 2016

VIEJAS LÁGRIMAS

Esas mis viejas lágrimas latentes se descuelgan por la piel
Son mis heridas las que manan desde el centro de mi universo
gentil y sin medida se malcrían en las arrugas pálidas del viento.
Siento la descarnada distracción de las palabras que en mi pecho enhebra
una carga de tristeza que recibí una siesta de invierno
un lunes  lejano siendo frágil
cuando no conocía la verdad inesperada
traición  de palabras impensadas  con caricias codiciosas
de mi alma. Viejas lágrimas, las mías.


VIEJO MANUEL



            En la oscuridad brilló el cerillo con luz roja hasta perderse en sombras de humo azul. Estaba apretado contra el muro de piedra, como cobijándose de un chubasco inexistente. Envuelto en la noche sólo se oye el rumor de algún paso lejano en los corredores solitarios.
            Ya no era Manuel el que miraba interrogando las sombras, era otro. Encendió otro cerillo y paneó alrededor con admiración y sorpresa. No había nadie. Otras veces había guardias que lo jaqueaban con sus batas blancas y ojos cetrinos. Ahora buscaba a Violeta que seguro no estaba tuberculosa y viviría para cantar o a Lucía para evocar la escena de locura o Julieta cantando en el balcón para él. ¡No puedo! Han pasado las doce y el carillón del parque no ha sonado como todos los días.
            La luz titila en su mano temblorosa. Se agazapa escondiéndose de sus perseguidores. Tiene puesta la capa de la obra que interpretó hace muchos años. “Hamlet”. Se desliza por el pasillo y abre una puerta con protesta de metal. Ingresa y la mirada perdida desplaza una visión fantasmal por la habitación. En un lecho duerme un hombre tapado con un hilachento cobertor blanco que desentona con el gris que los envuelve. Manuel se acerca, le tiembla el pulso cuando toca la frente húmeda del yacente, éste se mueve y alarga una mano vendada buscando algo. “Tartufo” acá tienes tu pan. Tal vez el alimento que no te han traído hoy, te creen moribundo. Te han olvidado en la espera. El viejo le entrega un bollo que escondió entre sus ropas y sale casi como un alma en pena.
            El hospicio es frío y oscuro. Todos son forasteros de tiempo, que están allí por designio del destino, no es una penitenciaría pero lo parece. La soledad envuelve a cada interno. Forzados a ser nada por un descuido de su familias están esperando la libertad final. ¿Todos son desperdicios humanos? No poseen nada y eso atrae la soledad y la desidia del mundo indiferente.
            Acorralados, detenidos en una nada de estratégica espera; buscan la escapada última. Son simples cosas, son los “viejos” que van declinando en el espacio y el pasar de los calendarios y relojes.
            Dulce muerte que llega siempre a tiempo en primavera. Es paradójico pero mueren siempre en primavera. Manuel, otrora gran tenor, canta cuando puede y escondido en un armario tras la puerta de un salón, para que no le den esas medicinas que él escupe cuando sale la matrona de las llaves, a su encuentro. Es el cancerbero de la honorable sede de gerontes olvidados. Siempre de blanco inmaculado el uniforme, sin arrugas y afeites que la transformen en humano. Su nombre es Dorotea, pero nadie la llama así. Señora Tremon a secas. El médico del Estado viene dos veces por semana y sólo asiste a los que presentan dolencias fatales. Moribundos silentes. Revisa apenas a los a que están exánimes. Deja junto al camastro, con una cinta con goma sobre la cabecera, un papel con el nombre de algún calmante u otro remedio que nunca llegará a tiempo. No los toca, no los ausculta, no los ve. Sólo se detiene en los que ya son un despojo. Tiene que correr a otro nosocomio y tiene 60 turnos dados por otra enfermera inhóspita.
            En la mañana del jueves quince de diciembre Manuel despierta con un suave cosquilleo en la espalda. Tiene una pequeña saliente en los omóplatos. Pasan los días y cuando canta “Trovatore” o “Cosí fan Tutte” le crece y al pasar varias semanas, la señora Tremon trae al doctor, está preocupada. Ha visto que en la espalda del viejo Manuel hay pequeñas plumas de color ambarino, que pasan a ser un objeto indeseable en la institución. ¡Son un hermoso par de alas, dice el doctor sin pestañear! Si bien no es común, en los viejos artistas soñadores puede suceder que le crezcan alas.

            Los corredores se han iluminado y ya no hace tanto frío. Es verano. Manuel emprende un primer vuelo por el patio. Luego ensancha el horizonte y desaparece como Ícaro volando hacia el sol, cantando, siempre cantando una ópera de su repertorio. 

UN CUENTO CON RECUERDOS

RECUERDOS DE LA INFANCIA.

            Se descolgó del tranvía con el diario jugueteando bajo el brazo. Miró a derecha e izquierda. Sólo vio el cartel desdibujado, del almacén “El Progreso”. Cerrado. Todo alrededor moribundo. Los árboles agonizando. Las veredas rotas. Las casas quietas. Volvió para asirse del barral del transporte, pero éste doblaba la esquina en huída fervorosa.
            Parado. Recorrió con la mirada las pocas viviendas amortajadas por la soledad. Comenzó a caminar por Morín Navarro, hacia el sur. Un aire gélido le descolgó el sombrero que rodó por los adoquines junto al recuerdo.
            Observó la otrora magnífica casa de Lucinda. La hiedra invadía todo. La bella reja española, orgullo de la familia de la niña, se quebraba por el moho. Un fuerte olor a orín de gato le cacheteó la evocación. Se detuvo un instante frente a la puerta e ingresó al territorio de sus imágenes perdidas.
            Allí jugaban a la rayuela con Tato y el Colorado. Allí la vio por primera vez. Junto a la reja. Tenía, un vestido celeste, trenzas gruesas y zapatos negros brillantes. Hoy se que eran guillerminas de charol. El pelo me pareció, entonces, como una cortina de luz solar. Era una primavera cálida. Mis pasos se dispararon y caí junto al cielo de la rayuela. Ella era el cielo. Se fue corriendo y se perdió tras el cancel vidriado de su casa.
            Tenía once o doce años. Era como un pedacito del paraíso. Las canicas se transformaron en un bulto desubicado en mi pantaloncito corto. El trompo me clavó su ponzoña allí en el corazón, que comenzaba a sacudir catorce años. Pasaba todos los días para tratar de verla. Un día me atreví y le puse en la ventana, en la preciosa reja, una hoja que arranqué de un libro de mi hermana. Era un verso de Pablo Neruda. Me costó una pelea con mi hermana y una penitencia de mamá. Papá no dijo nada, sólo me miró de otro modo.
            Pasó un mes antes que me atreviera a hablarle. Ella, con una sonrisa pícara, me regaló un jazmín. Lo estrujé contra mi corazón, bajo mi almohada lo encontró mamá, que asombrada me preguntó mil cosas. Por pudor no le conté. Conocí su nombre por el Colorado. Lo repetí mil veces. Lo escribí en papeles, en el pupitre, en mi mano. Lo besé. Lo mordí. Lo busqué en diccionarios de nombres para saber el significado. Loco de amor, con mi adolescencia empujando.
            Llegó la fiesta de la Virgen y mi tía me obligó a acompañarla al templo. ¡Oh, sorpresa, allí estaba con un vestido de ángel, con alas de color blanco! Desde ese día fui un católico angelical. Rondaba por la iglesia, y así logré que me hablara. La pasadita, era mi deporte preferido. Los pibes de esa barriada eran todos iguales. Ella me daba una flor, yo un poema copiado de algún libro, que furtivo robaba a mamá o a mi hermana.
           
            El timbre del tranvía que se acercaba, lo despertó de la nostalgia. Ahora no conocía a nadie. Cada casa parecía un monumento a la soledad. Al silencio. No se rindió. Se acercó a la esquina del café “Los Primos”. La vidriera empastada de grasitud y de tiempo, lo invitó a pasar. En la penumbra de tango triste, gardeleaba historias como la suya, una radio. Pidió café. El anciano que se acercó penetró su memoria y recordó su nombre. –“¿Vos no sos el Chino López?”- se sentó a horcajadas en una silla. La mesa destartalada ofreció una queja. Lo miró como queriendo desnudar el alma. Soy yo, pensó y usted es Don Rubio. Atinó a alargarle una mano en señal de reconocimiento. El viejo lo abrazó. ¡Cuánto tiempo! Treinta años y muy malos para mí. Revolvió el café en el pocillo cuarteado. Espantó moscas que intentaban apoderarse de todo. ¿Qué tiempos? Ya no queda nadie, de la gente de esa época.
            El anciano, con una servilleta, muestrario de variedad de tiempo y menú, sacudió las moscas y espantó el recuerdo.- ¿Don Rubio, qué pasó en mi ausencia?- cuénteme hombre, por favor. –No puedo, el corazón, pibe, me falla cuando hablo. Sabés, me falla. Me hicieron tres bypass. Pasaron tantas cosas. La muerte de mi mujer, luego se llevaron a mi hija. Desapareció. Mi hermano se volvió a España. Y del barrio se fue yendo la gente y la que vino, puros “cabecitas negras”, como decía el General. Y, ¿Vos? ¿Qué fue de tu vida?- Gardel comenzó a apagarse. La luz se quedó dormida junto con el recuerdo. Y el fantasma de la memoria se instaló allí, en el café.
           




ARTE.. UNA FORMA DE REPRESENTAR LA HISTORIA?

EL GRECO... CRISTO PORTANDO LA CRUZ EN JERUSALEM.


UN RETRATO DE MUJER DE LA ETAPA IMPRESIONISTA

¿RUBENS? UNA BELLA MUCHACHA DE LA CALLE PINTADA PARA MOSTRAR LA VIDA EN UN MOMENTO DE LA HISTORIA.

POEMA 018


SI ME NOMBRAN.

Si me nombran soy mujer doliente
locuaz, aventurera y poderosa

cuando me miran, pasando junto a mí,
recuerdo la juventud perdida entre la hoja inestable
de un viejo almanaque.
Foto en blanco y negro. Quimera.

Cuando escucho esa canción lejana desgranando nostalgia
siento que me llaman voces inexistentes.
Si me nombran vuelvo por un tú al futuro
me entrego a un pasado muy lejano
y no encuentro a nadie que responda.

Si me nombran
son las voces de los muertos que desgarran su tristeza

las que escucho en el viento.

POEMA

PUEDES HUIR...

puedes huir hacia el encaje de escombros
como un ave rapaz en celo
puedes huir, dejando el aro enmohecido de un reloj
sin tiempo
allí en la estepa dorada    sarta de caras de una luna
cuyo reflejo muestra apenas una lágrima
derritiendo un grito

puedes huir     te digo
como una presa derrumbada entre escoria de sueños
limadura de piedras afiladas
lenguas de ofidios zigzagueantes
que atraviesen la carne agujereada
allí, donde no quepa ni el odio
ni un sueño


Sí, puedes huir
por favor

no dejes huellas.

POEMA DE AYER

¿En qué crepúsculo estás?
Escudriño mi destino sin sorpresa.
Acaricio el rostro del niño entre las manos.
Pasearán marfil tus dedos mientras suena
el Claro de Luna o El Choclo
con la fuerza vital gastando el piano.
Estarás levitando en la comarca celeste
de ángeles o entre viñas fértiles que esperan el vino nuevo
Tal vez, estarás caminando o flotando sobre trigales maduros
en el final del terraplén que te llevaba un tren a Las Parejas.
Allí tus inquietudes de quinceañera soberbia  y mimada
entre la risa fácil de la muchachada del veinte.
Capelina y tacones con tafetán a lunares.
El andén atiborrado de gente que paseaba
esperando ver llegar a los de la ciudad vital, la de otro siglo.

¿Adónde estarás madre? Qué inconfundible el recuerdo de tu risa.
¿Qué habrá quedado de tu amor entrañable a la belleza,
a lo grandioso del barroco,  a la madera con perfume a cedro,
al oro filigranado en una laca inflamada de coral y nácar?
 Artista sin prestigio por ser mujer, en un tiempo
irremediable de misoginia y desprecio. Fémina feroz. Inimitable.
¿Adónde y cómo estarán tus manos? Hábiles contrincantes de la pereza.
Hacedora incansable. Incomprendida por todos. Por mí también.
Torpes palabras hoy tratan de abrazarte en la inexplicable soledad
donde yaces dormida. Me desprecio.

Tu carne ha consumado un amorío con los huesos del amor
que están en las tinieblas. ¿Cómo logras integrarte al amasijo de barro
y piel bajo la tierra?