lunes, 9 de enero de 2017

DIGNIDAD DE MUJER



            “Con cada sonrisa que desparramo, planto una flor con color de esperanza”

            La guerra había amenazado con su furia a un pueblo pequeño. Desde la altura del minarete de la mezquita se podía ver el humo que se desprendía de las casas quemadas y arrasadas. Ságar, un campesino oraba con mayor fortaleza esperando que ese horror terminara. Pensaba en su mujer, la joven Narine y en sus hijos, que aun eran pequeños, pero que seguro se llevarían si llegaba el ejército a buscar hombres. Él, ciego de nacimiento, solía dar gracias a Alá su Dios, por haberle evitado tener que ir a matar hermanos.
            Cada amanecer escuchaba más cerca el ruido espantoso de los cañones. Cada tanto oía que se acercaba alguien y escondía a su familia en un pozo profundo que había en la casucha y que tapaba con extremo cuidado con una raída alfombra de oración.
            No cocinaba con especias para evitar curiosos. Hervía agua del pozo y allí ponía un puñado de arroz  con algunas legumbres. Nada que pudiera ser codiciado por seres malignos. Su primer llamado a orar era antes del amanecer y aprovechaba para oír con mucho cuidado los ruidos de alrededor de la casucha, luego buscaba una de las pocas cabras que le quedaba y le extraía leche para hacer cuajada y quesillo. Finalmente cuando sentía el canto de ese pájaro tan misterioso que le avisaba la salida del sol regresaba a fabricar cestas de mimbre.
            Una tarde cuando estaba orando sintió ruidos sordos y supo que llegaban. Como pudo hizo lo que debía esconder a su familia y seguir orando. Un golpe derribó la endeble puerta y entraron. Sintió el frío de un arma en su espalda. Siguió rezando las aleyas que murmuraba desde niño. Lo golpearon hasta desfallecer pero no hizo nada. Alá, el misericordioso, le exigía ser muy astuto. Revolvieron cada rincón, cada cesto, cada trasto. Le arrancaron lo poco que tenía para comer y luego le dispararon sin que el impacto le hiciera más daño de lo esperado. Quedó vivo, medio muerto, pero había logrado ocultar a su familia.
            Se fueron gritando y enarbolando armas que disparaban al aire. Cuando el silencio cubrió la casa, como pudo sacó la alfombra y abrió. Su amada mujer había logrado  mantener la calma y anegada en lágrimas le hizo tocar con sus ásperas manos el cadáver de su pequeño al que un proyectil que había perforado el piso arrebató la pequeña vida. Se abrazaron  Ságar y Narine, ella lo limpió, le cubrió con cenizas las heridas y al oscurecer en el profundo silencio enterraron al bello Jarub de 4 años. Ella se armó de fuerza y acompañó en su dolor al resto de su familia, en especial a su esposo ciego.
            Cada vez que sus hijos la miraban, su dulce sonrisa, era un mensaje mudo de amor y esperanza.

 Los valientes campesinos de Siria, siguen defendiendo la paz y el amor que necesita cada ser para sobrevivir.


jueves, 5 de enero de 2017

FOTOS PARA SOÑAR.

CON CON, CHILE, UNA PUESTA DE SOL EN EL OCÉANO PACÍFICO EL 31 DE DICIEMBRE DE 2016 



EL ROSAL "MARÍA CALAS" FLORECIDO JUNTO A LAS PEONÍAS BLANCA QUE HEREDÉ DE MI ABUELO ANGIULINNO.


MI PRUNUS EN FLORACIÓN EN POTRERILLOS ESTA PRIMAVERA.

HOMBRE SIN NOMBRE PROPIO.



Llovía. Llovía como si el cielo quisiera desgajarse en lágrimas. La habitación era de pobre a miserable, pero Virtudes Maidana vino igual para ayudar en el parto. El viento se entrometía por cada agujero del rancho desnudando la pobreza. En el catre, casi desfallecida, la “Tuca” gemía en un charco de aguas y orines sangrientos. La tapó con un poncho y se sentó sobre el vientre para que pudiera expulsar al hijo. Un grito eterno y fatal escapó junto con un chorro de sangre y niño. Así nació el infortunado.   
  Flaco, embadurnado de grasa placentaria y mierda de la parturienta. La nueva madre tenía apenas trece años y el chico, pesado a ojo por la Virtudes, había cargado unos cuatro kilos o un poco más. Desgarrada y desfalleciente, quedó sobre el colchón de chala con perfume a desamparo. La Tuca era la que atendía el boliche y el patrón le dijo:- ¡Si serás mencha, así no se hacen los hijos! – y la agarró sobre el mesón donde vendía la bebida y se despachó hasta que no le quedó un poco de semilla sin arrojar en el hueco húmedo y destrozado de la infeliz. Salió sonriente y le tiró unos billetes “para que te comprés un vestido nuevo y lavate bien, no vaya que se te note”.
La Tuca muda, sin lágrimas, se secó los mocos con lo que le quedaba de la pollera y se tocó “la peluda” donde le salía sangre y un jugo viscoso con olor a lejía. Se tapó con un mantel que guardaba Don Yumma en un arcón en espera por si venía alguien de afuera, de la ciudad o un personaje de la política, como le contaron que a veces sucedía en época de elecciones, se acercaban a comer y beber hasta caer borrachos al piso. Salió en silencio hasta la covacha que le servía de habitación. Se tiró al camastro desvencijado y se dejó morir por el palpitar alocado de su cuerpo herido. Esa noche murió su alma. Esa noche murió el deseo de vivir por el dolor agudo que le dejó el patrón. Inmundo. Olor a animal de corral usado. Podrido. Cobarde.  
Al otro día la echó. Le dijo no se cuántas palabrotas que no entendió y la golpeó con el rebenque. Y ella tomó lo poco que tenía. Nada en realidad y se fue sin rumbo por el callejón de tierra. Caminó hasta que el dolor y el hambre la anotició que aún estaba viva. Se acercó a la chacra de los Hidalgo para pedir ayuda. Allí, la vieja Evarista apenas la vio se dio cuenta qué había pasado. Tenía años como para de una ojeada ver lo que otros no veían. Le dio asilo y la acomodó en su rancho. Su vida no había sido distinta y no se dijo una sola palabra del suceso a nadie.
Don Yumma, cuando recibió la visita del comisario por el boliche, le insinuó que la Tuca se había escapado con el “Chineño”, un vago que andaba por ahí y el astuto policía con una mirada de aguilucho le respondió, que “por casualidad había aparecido ahogado, el tal “Chineño”a orillas del remanso del arroyo El Junal hacía una semana y que de la Tuca, no había ni un petate”. El embustero meneó la cabeza y sólo hizo ruidos incomprensibles. Igual, la Tuca no era importante y nadie movería un dedo por una pendeja así.
Todo quedó en aguas sucias de pueblo endiablado y promiscuo. Así llegó la menta que en lo de los Hidalgo había una gorrona preñada y que la Evarista la cuidaba.
Y llegó la lluvia y el ingrato nacimiento del niño. La Virtudes lo envolvió en un trozo de sábana limpia y se lo dio al Nicasio Ochoa, su hombre. Él, buscó entre sus papeles un librito y dictaminó que como era el día seis de enero, se llamaría como estaba escrito: Ador. De los Reyes. Preguntó el apellido de la Tuca. Nadie lo conocía. Ella ya no podía hablar su corazón se debilitaba y el calor de su cuerpo huía tal como las nubes se iban abriendo para entreverar rayos de sol entre las cañas del techo. Así quedó como nombre Ador, de los Reyes, como apellido.
La Evarista se llevó al muchacho y con leche de cabra y burra lo alimentó. Pero sus noventa y tantos la llevaron bajo tierra como a la Tuca, que quedó debajo del sauce  a orillas del molino harinero de los Arredondo. Ador tenía cinco años y a nadie que se hiciera cargo de él.
El cura párroco de La Anunciación de María lo asiló unos meses, pero comenzaron las tilingadas de “que es hijo de él y lo tenía escondido” y “que le gustan los mimos de niños más de la cuenta” o “¿Quién sabe si no es una encarnación del Maldito?” y mil supercherías propias de ignorantes por lo que se apuró a buscar una familia que lo cuidara.
Fue a dar con unos recién llegados de Italia. Unos Friulanos de gustos sobrios y trabajadores que no tenían nada más que siete hijos. Lo recibieron con el mismo amor que a los propios. Don Giácomo y doña Giulia, lo quisieron. Buscaron darle una educación esmerada mandando a todos los varones a la escuela y a las nenas no sólo a la escuela sino que aprendieron piano, violín y corte y confección.
Ador, era feliz. Un día se cruzó con Don Yumma y éste lo tomó de la ropa, con una mirada inquisidora penetró en sus ojos oscuros y moros y le dijo: “Te parecés a tu madre pero tenés los ojos de un beduino”. Ador salió corriendo y abrazando a Giulia le contó asustado lo que el bolichero le había dicho. Esa noche, Giácomo le propuso a Giulia vender la chacra y emigrar a Santa Fe. Muy pronto se marcharon, dejando un recuerdo grato a quienes los conociera y  un sobre que al momento de subir al tren le acercó Virtudes Maidana. Era la historia de Ador de los Reyes.
Pasó el tiempo y como buenos inmigrantes llenaron la casa de títulos universitarios. Ador, les regaló uno que decía: Médico.
Ese día la madre del corazón puso en sus manos el sobre de papel amarillento, algo engrasado por las manos de la vieja partera y el tiempo transcurrido. Una nube de congoja llenó el pecho del muchacho, que se propuso volver al pueblo que lo engendró.
Llegó una tarde de enero. Llovía como si el cielo apasionado devolviera la memoria en lágrimas su ofuscación. Truenos y viento helaba  erizando la piel. Dejó su coche a la puerta del boliche, caminó lentamente hacia el mismo mostrador donde fue engendrado y allí en una antigua y destartalada hamaca encontró al viejo. Ciego y riscoso, olfateó en la penumbra y dijo: “Te esperaba”.
Ador se aproximó confundido. En principio con un odio descomunal que lo había hecho pensar en matarlo, luego, cuando observó ese lamentable personaje desgreñado, sucio y degradado por las úlceras de la diabetes, se conmovió y sólo atinó a decirle: ¿Por qué lo hizo?
Don Yumma, sin aflicción sonrió y en un suspiro apenas audible murmuró… ¡La carne joven me enceguecía, endemoniaba sin escrúpulos mi cuerpo y una fuerza poderosa poseía mis manos! Nunca pensé que tendría un hijo. Eso era para la gente buena. Yo no lo merecía. Y el día que te vi., supe que lo eras. Que había engendrado un hijo. Te aguardé sin esperanza. Ahora puedo morir tranquilo y le alargó una caja de plata con incrustaciones de nácar. Acá tienes tu herencia.
Ador recibió con un sentimiento de rechazo la caja del viejo que cayó rotundo al piso. Al dejar la caja para sostener al moribundo una lluvia de monedas de oro cubrió el suelo. Bajo el vientre del anciano una alfombra de joyas preciosas sirvió de pomposo refugio al cuerpo consumido. Las nubes oscurecieron aún con mayor espesura la tarde y unos rayos fortuitos iluminaron al muchacho que sobrio trató de mitigar su ánimo. Salió sin tocar nada. Buscó a un vecino y le pidió ayuda. Pronto se llenó de gente que observaban al andrajoso Yumma rodeado de una enrome fortuna, y, solo.
Estaba tan solo que ni todo el desierto de donde había emigrado quisiera recibirlo en su seno. Solo con su estupor y espanto de fantoche de demonio. Obsceno en su soledad de ignominia y abusador de niñas desgraciadas.

Ador de los Reyes salió cerrando la puerta sin volverse atrás.

POEMA XXVIII


Era el silencio que apretaba los labios y
sabíamos los dos
qué pasaba junto a nuestra casa
con los sueños huyendo sin destino
y nuestras manos  despertaron ocupadas de soledad
sin guijarros de turquesa  o malaquita.

Sabíamos que las violetas estaban mustias.

Su perfume era la huella del pálido amor que nos ataba
en racimos de uvas frescas.

El vino caía en los toneles con perfume todavía.
Tú, aún lo sabes. Bebo vino tinto en copa de plata
sobre tu pecho pálido      cada mañana
gota a gota, en cada lágrima de besos
perdidos entre sombras
esperas
con mis labios trepando la piel de tu silencio
de tu ira y desamor que perfuma nuestra alacena
donde sostengo el cántaro de la esperanza
los sueños
la añoranza.  



XXV

HOY ESTUVE ALLÍ

Era igual y diferente a la que vive en mi memoria

Las paredes parecen más estrechas, como abrazando

mi inexistente cintura, ya perdida entre pañales y llanto.

Blanca al sol que relumbra entre las piedras.

Silenciosa. Sin escusa de presencia amorosa. Olvidada.

Un espíritu atraviesa las paredes tranquilas.

Tal vez, un duende juega en los cajones de cedro.

Tal vez un fantasma se ríe en las habitaciones vacías.

Tal vez sea la presencia cuidadora que esconde

su mirada chispeante y distinguida. Caminé sus mármoles,

Abrí sus puertas y todo describía silencio y soledad.

Hoy esperé un susurro de esa risa contagiosa de otrora,

no la hubo. Está vacía. Transformada en extraña,

casa nuestra, nido- amparo, de nuestras esperanzas.

Las rejas dormían, somnolientas se veían las puertas

Hoy estuve allí y espero no tener que volver.

Esa fue la casa enclavada en lo que fuera la tierra

herencia de mis ancestros paternos. Es tiempo. Olvido.





LOS EVERGLADES Y SU GENTE

EN LOS EVERGLADES DE MIAMI CON EL CACIQUE "PERMALINKTO" DE LA TRIBU OCEOLA QUE NOS OFRECIÓ GENEROSAMENTE SU COMPAÑÍA PARA VER EL TERRITORIO QUE LES HA QUEDADO DE SU ANTIGUA RAZA.



ASÍ ES EL AGUA QUE FLUYE ENTRE LA VEGETACIÓN Y LOS ANIMALES SALVAJES DE LOS EVERGLADES. UN ESPACIO MÁGICO.

EL PROFESOR DE ECOLOGÍA QUE CUIDA LA FAUNA DE LOS EVERGLADES Y DE LA ZONA NATURAL QUE RESTA EN MIAMI: LUIS SUAREZ QUIEN ES CURADOR CON SU ESPOSA DAYAMY RODRIGUÉZ DEL MUSEUM OF NATURAL SCIENCE &HISTORY. PRESIDENTE DE INTERNATIONAL MUSEUM FEDERATION; PILAR VELEZ PRESIDENTE DE "MILIBROHISPANO" Y EL CACIQUE PERMALINKTO DE LA TRIBU OCEOLA Y UN ESCRITOR DE EIDE.

CUENTO CORTO

EN LOS ESCOMBROS.

Caían uno a uno los ladrillos seculares. Un polvo agrio atrapaba la poca saliva que quedaba en la triste garganta cerrada del obrero. Era uno de esos inmigrantes atormentados por el hambre. Era un hombre solo. Pobre. Hombre sin esperanza, casi. Soltó el pico y acomodó un ridículo sombrero en su cabeza. Amoratadas manos duras sobaron el pescuezo secando el sudor. Se escupió esas manos embarrándolas. O no. Se refregó y continuó con su obra. Pensaba en el tiempo que le quedaba para el crepúsculo. A esa hora, las siete u ocho, regresaba a su habitación compartida con otros parias como él. Una línea más de ladrillos y llegaría hasta el piso. Había sido hermosa esa vivienda añeja. ¿Por qué la demolían ¿ Aun sirve, pensó? Yo no tengo casa y ellos destruyen ésta tan hermosa. Su boca siempre cerrada no admitía una réplica. Había visto poco al arquitecto. Lo contrató apurado. Estaba siempre apurado. Por las rendijas de puertas viejas, despintadas, lo espiaban ojos invisibles. Él sabía. A veces se entreabría una celosía gastada y percibía  una presencia humana. Nunca vio a nadie en realidad. El calor era sofocante. El polvo penetraba en sus más íntimos orificios. Estaba solo. Siguió mecánicamente con el pico, rompe que te rompe. Su mente se fue como ave migratoria a un territorio ajeno. Se fue lejos. Sólo quería que el sol se disparara hacia el poniente.
El hierro dio un golpe agudo. Chispeó en una losa de granito. Se detuvo. Se alejó un instante y se prendió a la botella de agua. Estaba tibia. Gorgoteó en su garganta reseca. Sintió alivio. También asco. Estaba muy caliente su agua. Quizá en otra región la gente fuera más solidaria. Allí eran de arena, escurridizos, secos, muertos. Se sentó bajo un árbol que daba una sombra enorme. El verde era un paraíso de frescor impensado. Ya hacía tiempo no sentía dolor en sus músculos agarrotados. Cerró los ojos un minuto. Sintió un perfume a madera de nogal. No supo de dónde provenía. Se quedó quieto, allí, sin siquiera atinar un suspiro. Cuando se incorporó necesitó un esfuerzo inusual para volver al pico.
La losa estaba allí, con una inscripción, apenas perceptible. Tal vez no debía tocarla. Pensó en esperar al patrón. Y dejó ese rincón para luego.
Sintió que mil ojos invisibles lo observaban. Se sentían los metales herrumbrados mordiendo en las fallebas de ventanas y puertas. No vio a nadie. Ellos estaban, seguro ellos estaban, aunque no se mostraban nunca. Buscó otro ángulo de la vieja casa. Comenzó a demoler la chimenea. Era bella, recubierta de mayólicas pintadas. Un magnífico escudo labrado en bronce; y pintado. No alcanzaba a leer lo que decía.  Tomó la decisión de no romper las bellas piezas. Con una pequeña azuela comenzó a hurgar en el pegamento que las incrustaba en la chimenea. El tizne saltaba entre los colores frescos y caía como lluvia imperceptible. Era sorprendente con la facilidad que podía desprender los pequeños cuadraditos. Fue haciendo un atadillo y los escondió entre los montones de escombros. Sintió que a medida que se desprendían iba apareciendo una madera noble de color claro. Alguien, en algún momento de su historia, había escondido en ese lugar algún secreto.
Raspó y descubrió un agujero. Estaba realmente alterado. Eran ya dos cosas extrañas para un solo día. Se quedó quieto. Apoyó el pico y la azuela contra la losa de granito y automáticamente comenzó a su alrededor un raro movimiento. Se deslizaban haciendo un mágico ruido sordo. Hipnotizado comenzó a mirar el hoyo profundo. Al abrirse totalmente, se vio un muñeco hecho en paño de lana, crines, ojos de cristal y de apariencia humana varonil. Tenía un afilado estilete de acero toledano atravesando el frágil cuerpo. Parecía la imagen de un enano. Pero con forzada dificultad lo tomó sacándolo del insólito escondrijo. Lo acomodaba en un rincón cuando comenzó a ver que gente de todas las edades comenzaba a caminar por pórticos, aceras y calle. Como autómatas todos convergían en el amplio habitáculo. ¿Eran espectros o curiosos? Él, no entendía nada. Era muy ignorante. Además el terror lo petrificaba.
La tarde se estaba acostando sobre la construcción desmantelada. El jornalero sudoroso se afanaba entre ese sin fin de ojos acuosos. Buscaba un lugar por dónde huir. Ya no hacía el calor sofocante de la tarde, pero sintió igual la fiebre que le secaba la garganta agostada. Salió disparado.
La noche cubrió el edificio. Una figura fantasmagórica atravesó el portal derruido y se agachó en el frío pavimento antiguo. Se deslizó por el oscuro agujero y desapareció en las sombras. Un helado viento comenzó a mover las hojas del árbol y algunas ramas débiles comenzaron a quebrarse en una danza sutil. Nada hacía prever los sucesos que luego acontecieron.
Al regresar el día y aportar la canícula  lujuriosa de enero, el obrero destapó su miserable rectángulo personal en la demolición. No encontró nada. No estaban las tejuelas, ni las mayólicas, ni el pico, ni la azuela. Nadie aparecía en el desmedrado edificio desmantelado. Se acercó a la cavidad pétrea y allí hecho un ovillo encontró al arquitecto con un estilete atravesado en la garganta. Su mirada extraviada en un punto alejado. La mano en un gesto infantil de pánico. Ni una gota de sangre. Ni un grito en la noche. Nada. Su traje de estricto corte inglés, su reloj de oro, su blanca camisa de seda y sus zapatos impecables. En la mano que estaba bajo su cuerpo, una moneda antigua con el noble emblema de la familia. En el augusto escudo un lema en latín: Verum moritura sumus.
El hombrecillo atrapó desconfiado sus ínfimas posesiones y salió corriendo en la calle empedrada.