SIGLO XVII
A lo lejos, tras un sendero desdibujado por el abandono, se veía el enorme edificio de lo que fuera un maravilloso templo gótico. En la niebla, que perpetua, se acomodaba entre sus agujas de cemento y piedra, silbaba el viento con furia. Del campanario, habían sido robadas todas las campanas, en una revuelta de hombres del norte, que eran verdaderos patanes.
Los árboles que bordeaban el camino aturdían la poca luz que podía brillar entre los vidrios de los ventanales. Altos y aguzados parecían manos en oración contemplativa. Después de la última rebelión, un magistrado, había echado fuera a todos los monjes extranjeros y sólo había quedado don Gilbert Smith, un auténtico y rústico nativo de la zona. Su familia lo impulsó por hambre y desesperación a entrar en el convento y allí, reconoció que le gustaba esa vida recoleta y solitaria.
Las hambrunas provocaban muertes y pestes y el enorme convento servía para cobijar a los enfermos y moribundos. Sin el grupo de monjes del continente europeo, era difícil hacer la tarea que le exigían los "señores". Don Gilbert, socorrió a cuantos pudo, pero le faltaba comida e instrucción para curar a los pobres que día a día llegaban a las puertas en busca de ayuda.
La madre del magistrado, doña Elizabeth venía en su carreta, con lo que lograba conseguir en esa tierra inhóspita y helada. Alguien le daba un conejo, otro unos huevos y un trozo de carne de carnero, otros un saco de harina o cebada. El cantinero unas pintas de cerveza o wisky, que aliviaban los dolores de heridas y amputaciones, que hacía el barbero con ayuda de don Gilbert. Nada era suficiente. Consiguió unos hombres de la comarca que vinieran a socorrer al convento. Ya tenía el templo repleto de mujeres y niños. En el otro lado de la abadía, en el antiguo granero, los hombres.
El cólera comenzó a hacer su trabajo y mermaron los enfermos. En la zona detrás del edificio se abrió una enorme tumba y allí dejaban los que iban cerrando sus labios a los lamentos. La matrona del pueblo, no tenía trabajo. Los niños se perdían antes de los nueve meses, por la hambruna.
El magistrado aceptó a dos clérigos que llegaron en una barcaza desde Italia. Y con algunos refuerzos de comida y fármacos, que elaboraban con vegetación de la zona, lograron soportar y superar ese tiempo maldito. Temprano, muy temprano, se oían los rezos y plegarias. Si hubieran venido unos meses antes, tal vez, no habría mermado la población.
Pasado cierto tiempo, todo volvió lentamente a la normalidad. Los pocos campesinos con las mujeres y niños, fueron levantando los derrumbados cobertizos y habitaciones de piedra y barro.
La lluvia y el calor, hizo milagros. Creció el trigo y la cebada, la gente pudo cosechar frutos y verduras y la vida resucitó como un Cristo inesperado. Las mujeres murmuraban que eran los monjes italianos, los que habían logrado ese prodigio. Por lo que se acercaron a limpiar, restaurar y mejorar el templo y el convento. ¡Y el tiempo puso ese manto de paz y olvido de las tragedias vividas!
SIGLO XIX
La guerra era parte de la triste historia humana. Y ese lugar, tan apartado de los centros del reino, tuvo que prestar a sus mejores hijos para el frente. Nuevamente, se vieron asediados por gente desalmada, ladrones, desesperados y heridos que habían perdido hasta la memoria. Pero ya el nuevo "prete", era un hombre que conocía de las miserias humanas que arreciaban con las guerras. Había vivido una de muy pequeño y ahora, esta era increíblemente dura. Sin embargo en medio del un bosque umbroso, se escondía la antigua abadía con sus galerías, repletas de soldados. Faltaba todo.
En las cercanías, habitaban familias que se escondían de la rapiña de los extranjeros y soldados. Especialmente se querían llevar la comida, por lo que escondían en sitios inimaginables los regalos de la naturaleza.
En la casa del magistrado, nieto de doña Elizabeth, se guardaban los pocos valores de la antigua abadía. Algunos vasos religiosos y reliquias de hombres "santos y mártires" que murieron por esas comarcas.
Era difícil someter a los soldados y extranjeros que huían de los campos de batalla. Todos buscaban lo mismo: comida, bebida, cigarrillos y muchachas jóvenes para la diversión natural de los hombres. No había leyes que cubrieran a nadie, ya que cada uno defendía sus derechos con más sadismo que bondad. Había muchas diferentes monedas y algunos intercambiaban cosas que habían robado de sus compañeros en los campos.
Unos aviones sobrevolaban sobre la zona, arrojando material bélico o panfletos con fotos de soldados buscados. Nadie recogía esos papeles por miedo. Parecía que nunca iba a llegar la ansiada paz. Un obús cayó al lado del templo, se desplomó un costado, dejando abierto como una enorme boca dolorida su interior. Fue justo a los días que llegó la noticia que se había terminado el conflicto, pero las huellas eran siniestras.
AHORA...
Una sombra se deslizaba en la niebla. Era el sacristán que había recuperado los objetos sagrados para los rituales de la abadía. La casa del magistrado ahora estaba en ruinas, ya que no dejó de sufrir los avatares de la guerra. En la noche, la gente se movía como extraños fantasmas. Nadie quería mostrarse a pleno día, traficando con objetos recuperado de los escombros. La vida lentamente se iba transformando en algo normal. ¿Normal?
En las noches brumosas, entre los enormes paredones de la abadía, un sinnúmero de extraños sonidos y movimientos que desaparecían al acercarse un ser humano. En el rústico cementerio parecía que flotaban seres inquietos pero volátiles. El sacristán, de repente se enfrentó con una figura encapuchada y oscura. Se detuvo y preguntó: ¿Quién vive? Una voz ceremoniosa y seca se escuchó diciendo: "Soy Gilbert Smith, quien vivió en esta abadía hace varios siglos... Buen hombre, debajo del altar... hay un enorme tesoro de otro tiempo, búscalo y llévaselo al nuevo párroco. Así podrán restaurar el templo, mi casa y casa de Dios".
El sacristán temblaba. El Tal Gilbert Smith se había esfumado en la niebla y sólo se oía un suave sonido del órgano del templo, que hacía siglos estaba mudo... Corrió aterrado. Llegó sin aliento a la abadía e ingresó por la pequeña puerta de atrás. Un mastín adormilado se puso alerta. No era común a esas horas que apareciera el sacristán.
Corrió por los pasillos hasta llegar a la puerta donde se hospedaban los nuevos hombres de Dios, pero estos roncaban ya que pronto despertarían para rezar los maitenes. Se detuvo. ¿Y si no digo nada, busco y me guardo el tesoro? Un viento helado le traspasó la cabeza. Es él, el fantasma. Esperaré la luz del día para hablar con ellos. Los nuevos sacerdotes eran cinco. El de mayor jerarquía era un español de pocas palabras y serio. ¿Le creería? Los otros, de diferentes regiones del mundo podían ser más susceptibles a estos temas, ya que la sociedad estaba patas para arriba en otros lugares. Se inclinó por hablar primero con un sacerdote de origen mexicano.
¡Claro, es un alma que
busca la paz! No tengas miedo, ¿Qué te solicitó? No, me habló de algo
escondido en el ara. En mi país, se hacen muchas ceremonias para los
difuntos, rezaremos por él. Mira Jonathan, en la hora de ocaso, iremos al lugar
donde está su tumba y rezaremos juntos con nuestros hermanos, por su alma. Así,
descansará
El sacristán enmudeció, sabía que tenía un secreto valioso. Pensó en su familia, que había perdido todo en la guerra; pero nuevamente un aire helado le sacudió la cabeza. ¿Qué habrá en el altar? ¿Será oro?
Desde el interior del templo, el sonido suave y armonioso, despertó la curiosidad de Jonathan y subió la enorme escalera de caracol al coro. Allí, no había nadie. El órgano, estaba tapado con un enorme paño verde y lleno de tierra y telas de arañas. Bajó, trajo estropajos y plumeros. Atrás lo seguía el cura con el que había hablado.
¿Usted también escuchó el órgano? Desde hace años está tapado y sin alguien que lo ejecute, deben haberlo comido las termitas o las lauchas. Hablaba y hablaba, el sacristán, mientras sacaba polvo y mugre. El otro pasaba y repasaba las cuentas de un rosario de madera brilloso de tanto orar. Su curiosidad era suficiente para que Jonathan se sintiera más seguro.
Destapó el instrumento, que apareció con una belleza inesperada. Sus enormes tubos de metal aun brillaban y las clavijas y teclas parecían recién elaboradas por manos sabias. Sacó polvo, telas de arácnidos y no encontró nada fuera de su belleza impoluta. Ambos se admiraban de ese instrumento. ¿Cómo se había mantenido tan cuidado a través de los años, con guerras incluidas? Descendieron la escalera que crujía a sus pasos. Las sandalias del sacerdote parecían alas deslizándose en los peldaños, los botines del sacristán eran los que hacían ruido en la madera seca.
Llegaron al piso y fueron directo al altar. Se acercaron por detrás para mirar los posibles huecos o trampas que pudieran haber dejado en la época del padre Gilbert... no vieron sino tierra, algunos escombros de la guerra que no se habían despejado y telas de arañas. Igualmente, se fueron sin decir palabras a la sala donde estaban por comenzar a comer. La presencia del sacristán sorprendió al abad y le hizo una seña para que lo esperara. Salió y lo invitó a su escritorio. Jonathan, relató todo lo sucedido.
En silencio, el sacerdote esperó el relato y comenzó a hacer preguntas que éste, fue dando sin respiro y con la simpleza que le era característica. ¡Bien, haremos una inspección y de acuerdo a lo que refieres tú, llamaré al Arzobispo para que nos de su permiso de remover debajo del altar. Antes no podemos hacer nada!
Salieron en silencio, pero esta vez, se escuchaba el sonido glorioso del órgano por los helados y umbrosos pasillos de la abadía, ya restaurada. Un escalofrío recorrió la piel de ambos hombres, que no hablaron. Los otros que esperaban asombrados tenían los ojos puestos en la figura del abad. Este nada les dijo. ¡Debemos redoblar nuestra oración y sacrificios, alguien que murió en esta abadía nos necesita! Y sacó un breviario y comenzó con antiguas oraciones en latín.
Pasados los días, llegó el permiso. Raudo el sacristán comenzó a transportar herramientas para perforar debajo del altar. Mientras lo hacía, siempre un cura o un ayudante lo acompañaba. Era una tarea delicada, ya que no se permitían romper el altar.
Después de horadar varios días, llegaron a una losa de mármol negro. Llamaron al abad y en su presencia comenzaron a romperla. El sacristán y los obreros, sudaban por la labor y por el miedo. Crujían las herramientas y los brazos se ponían pesados como plomo helado. Finalmente despejaron el lugar y encontraron unos escalones de piedra horadados en la roca. Invitaron al abad a descender, éste con algo de temor, comenzó, con una linterna en mano, a observar el recinto. Era una especie de habitáculo con hornacinas abiertas en la roca y en cada una un bulto envuelto en antiguas telas rústicas y fuertes como lonas. El "prete" se detuvo, llamó al sacristán. Ven Jonathan... ayúdame con la linterna. Bajó temblando, el aire frío le tocaba la nuca. Pero estando allí sintió un perfume de moho y polvo, típico de la región donde habitaban. ¿Qué hay?
Sacaron uno de los bultos con sumo cuidado. Lo llevaron en procesión hasta la oficina del templo. Allí, estaba en pie, el arzobispo que había arribado esa madrugada.
Cuando intentó deshacer el bulto, sólo encontró un antiguo
libro de oraciones en papel que se disolvía con el aire... cuando todo quedó
hecho polvo; apareció una llave muy añosa que debía servir para abrir algún
arcón, puerta o... había que comenzar a investigar. La decepción de los allí
expectantes personajes, se hicieron
Todavía en las noches se oye el órgano deslizando "Magníficat" y música celestial. Jonathan renunció a la sacristía. Sueña con los bultos que están debajo del altar.
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