sábado, 9 de agosto de 2025

EL AMA ME ENTREGA A LOS SACERDOTES


   

    Me demoro limpiando la peluca de mi señora. Ella descansa en el lecho de juncos. Un sacerdote – médico viene a traer en un alfanje un ungüento de almizcle y leche de búfala para el dolor de su cara. Yo me inclino, tengo miedo que la diosa Anubis me deje sin habla. Soy una esclava que encontró mi ama en el soco de Menfis. Allí, pequeñita como era me habían abandonado en una cesta de papiros. Ella me trajo río arriba por el Nilo sagrado y me enseñó todo lo que sé.

    El Señor magnánimo, el Gran Ra, me está adornando el cabello con sus colores de oro. Mi señora dice que algún dios o un sacerdote, tendrá que hacer algo conmigo. Soy diferente. Al nacer tenía alas en mi espalda y fueron creciendo tal que ahora debo volar en lugar de caminar. Por las tardes cuando el gran señor Amón Ra, se extingue en el desierto vago por las altas columnas de los templos bajo la atenta mirada de los sacerdotes que me odian. No quieren una mujer con alas. Yo palpo y masajeo  poco a mi señora. Ella dice que cuando paso mis manos suaves por sus carnes azuladas, propias de los nubios, siente que el aire se enrarece. Soy una esclava servicial. Con sólo mirar al desierto levanto una nube de arena y enseguida aparecen ibis y largas colas de cocodrilos que vuelan. Llegan a la orilla del río y se quedan ofrendando lotos y rosas a mi ama. La diosa Hathor,  siempre se las arregla para que yo no pueda acercarme a los hombres. Ella es muy celosa y los brujos del templo la incitan contra mí. En el templete del dios Osiris, he hecho miles de ofrendas. Incluso he viajado hasta la orilla del mar para llevar ofrendas. Cuando pasaba en la tarde volando, los camellos salían trotando y se perdían tras los altos médanos. Las caravanas se quedaban desorganizadas y los mercaderes aterrados miraban mis alas y caían postrados ante mi presencia, pero yo los tranquilizaba sacando con mis manos agua de unas piedras y dejando un nuevo pozo con líquido para ellos. Entonces no comprendo por qué  el sacerdote- médico me quiere encerrar en una pequeña pirámide para que se cure mi señora. Si ella me deja, le saco esa muela que tiene enferma y seguro que se cura y su cara vuelve a ser la más bella de todo Tebas y por qué no, de todo Egipto.

    El aire de la tumba se está enrareciendo. Mis alas se están desplumando. Caen una a una las hermosas plumas color celeste plateado que las cubren. Cuando abran dentro de varios siglos este lugar, no comprenderán qué clase de gente enterró viva a una mujer alada. Luego dirán que fui una especie de diosa como Maat a la que pintan en todos los dinteles de los templos.

 

JUDITH

 

            Habían llegado los soldados. La calle era un doloroso espectro de gente en fila que se arrastraba con los pequeños bultos que les permitían los infantes del ejército. Los gritos asustaban más que sus cuerpos jóvenes y maltratados. De ambos lados, los que como fantasmas ambulaban con la mirada perdida y los que los arreaban como ganado.

            Yo había salido de la oficina donde mi patrón me mandó a llevar papeles muy importantes, cuando me crucé con una mujer, cuya mirada desesperada, arrastraba una carriola en la que una bebé indiferente se adormecía. La estrella amarilla pegada en su raída ropita de fieltro, me acerqué. Un grito me dejó casi paralizada. Pero no era para mí. Se había caído una anciana. Aproveché y cogí a la niña, mientras la madre dejaba en mis manos un pequeño bulto con algo desconocido en ese momento. La mujer no tenía lágrimas, pero suspiró y me rogó. “Se la dejo, es suya ahora, gracias”.

            De pronto era una madre. Los pocos metros que caminé envolviendo la beba, fueron kilómetros en mis latidos locos de terror. Si me habían visto, yo sería una más en las largas colas de los sentenciados. Me escabullí por calles oscuras y grises. Las ventanas cerradas, las puertas rotas, acribilladas. Negocios apedreados y mutilados por los vándalos.

            Llegué a mi barrio, único barrio católico dentro de la zona. Más al norte están los barrios protestantes con sus templos cerrados. Nosotros participamos en las noches de algunas ceremonias, siempre escondiéndonos por las dudas que también nos atacaran.

            Me llamo María de la Misericordia. Soy sobrina del párroco español que hace más de veinte años fue trasladado desde España a Alemania. Me dicen Mani desde muy pequeña. ¿Nunca supe bien porqué!

            De repente al ingresar la vecina me miró raro, pero yo apoyé mis dedos, que tiritaban, sobre mis labios y entré cerrando la puerta de ingreso con tres llaves y cierres. Nos mueve el terror. Lo primero que hice fue calentar agua para bañar a la creatura. Eso la sedó y se durmió. Debía tener mucha hambre porque buscaba sorber sus dedos. Arranqué la estrella amarilla de su ropa, que metí en la salamandra y quemé, la escondí,  la famosa estrellita, en una hendija  que rasgué en la parte interna de la pata de la mesa de luz. Detrás de dicha estrella habían bordado el nombre de la creatura: Judith Bergman. Y la fecha de nacimiento: 18 de febrero de 1933. Entonces tenía nueve meses y medio. El frío había despoblado aun más las lúgubres calles del barrio. Comí un trozo de pan de centeno y media patata. Cada día tenía que cuidar más la comida que se nos restringía para la guerra. Esa noche dormí apenas.

 

Varias veces vinieron por el barrio buscado gente que se pudiera esconder. Una mañana, me despertaron a las patadas sobre la puerta, que gracias a Dios era fuerte. Abrí, cubriéndome con una colcha, que tomé de la sala, y me enfrenté a dos oficiales de la Gestapo, que me empujaron y comenzaron a revisar todo. Mi niña dormía y despertó llorando, la levante en brazos y acurruqué en mi pecho. Me sentaron y comenzaron a pregurtame miles de datos: ¿De quién es esta niña? ¿Cómo la había concebido si no tenía marido?... Yo avergonzándome, más por mentir que por lo que les dije, me planté y les expresé: “Hace unos meses, más ni quiero recordar la fecha, regresaba de mi trabajo y alguien me tomó de atrás, me tapó boca y ojos, me arrastró tras unos trastos y me violó”. Nueve meses después nació Dulce María, mi hija del dolor. Soy católica y jamás mataría un bebé antes de nacer. No le vi jamás el rostro al maldito que me hizo esto, pero acá soy feliz con mi hija a pesar de no saber quién fue su padre. Dulce María buscaba mi seno, como si supiera que tenía que demostrar que era mi hija. Los hombres miraron toda la casa, vieron las imágenes de Cristo y María Inmaculada, sólo uno se cuadró frente a ellos, los otros se rieron y le dijeron improperios en su idioma de cuartel. Me dieron una cartilla especial y me dieron la orden de ir todos los meses a mostrar al médico del cuartel general, a la niña. Yo me hice la señal de la cruz y la pequeña intentó imitarme, cosa que les causo mucha risa. A mí, paz.

 

Las bombas comenzaron a acercarse, por lo que nos trasladaron a la campiña. Nos instalamos por la organización de nuestra parroquia en una granja donde de ser secretaria me convertí en trabajadora de la tierra. ¡Pero no nos faltaba tanta comida y podía alimentar a mi pequeña niña! Aprendió rápido a rezar oraciones católicas. Ya me encargaría yo a su tiempo de decirle que y quién era, enseñarle los ritos y su historia, la de su pueblo. ¡Ahora no podía ya que le enseñé que era muy malo mentir y que no eran agradables las niñas y niños que preguntaban todo el día el famoso: ¿Y por qué?!

En la campiña era más fácil, pero muchos seres que huían robaban nuestras patatas y animales de granja, tuvimos que hacerles sus nidos dentro de la casa que era una verdadera fortaleza medieval. De piedra y rollizos que difícilmente se podían romper sin herramientas muy fuertes. Sólo una bomba o un obús podían agujerearla.

Un día cayó cerca de nuestra granja un avión enemigo. O amigo. En ese momento ya no sabíamos qué sucedía en nuestro mundo que estaba patas para arribas. Escuchamos de hornos para humanos. No les creíamos, después supimos tristemente que era verdad.

Una noche escuchamos que avanzaban tanques. Eran los que venían a “salvarnos”.

Por las dudas, yo escondí bien los papeles reales de Dulce María y me aferré a la pata de la mesa de luz donde tenía escondida la “estrella con su nombre y fecha de nacimiento”.

Eran americanos, según el piloto, que había caído cerca de nuestra vivienda, que hablaba inglés y alemán, nos pudo explicar  varios temas de estos sucesos.

Me ofrecieron llevarme a la ciudad, siempre con la niña. Como intérprete con los soldados prisioneros que no habían logrado escapar. ¡Pobres, eran niños de catorce y quince años!

Pasé unos meses muy laboriosos, que me dieron como regalo poder ir a vivir a los Estados Unidos de América como exiliada. ¡Acepté! Huí del horror de las verdades que se sucedieron.

Cuando Dulce María llegó a New York, entregué los verdaderos papeles que me diera su madre en ese bultito mínimo al recoger la pequeña.  Ahora se llamaba Judth Bergman. Tenía seis años y la llevé a un templo de su religión, la presenté como una heroína, pidiendo le enseñaran quién era realmente. Todos lloraban, yo también. Ella se aferraba a mi cuello y ellos entendieron que no podían separarla de mí.

Pasaron los años, ella me cuida ahora que tengo 75 años. Se casó con un buen hombre judío, que tuvo la paciencia de enseñarle a ser una verdadera judía. Tuvo cinco hijos y a una de las niñas, le puso mi nombre  aunque tuvo que discutir mucho con muchos que no la entendían, era una forma de agradecer mi amor. Cada noche viene a mi lecho, me da de comer en la boca, porque sufro una parálisis en las manos por tanto trabajar y luego de besar mi frente, como yo hacía cuando ella era pequeña, me arropa y deja una pequeña luz encendida por si la necesito. Aaron su esposo se da una vueltita por mi habitación y me espía, pero yo me hago la dormida. No puedo dormir pensando la vida que nos tocó vivir y el sufrimiento de millones de personas que por defender una Fe, murieron y mueren sin sentido. Armenios, Musulmanes, Tutsis, Utus, cristianos, gitanos, asiáticos y sacerdotes de religiones del mundo que considero, mientras miro por el ventanal las estrellas, que son santos sin estar en los altares de ningún lugar de la tierra.

TERRIBLE TORMENTA

                      

               Cortar las tormentas de granizo en una finca, entre parrales prietos de uva, cerca de la vendimia...

 

            Isolina caminó chancleteando por las baldosas frías de la galería, su delantal de amasar estaba húmedo todavía. El vientre abultado de sus trece partos era una honorable cumbrecita de piel cubierta y enrojecida por el trabajo duro de la tierra.

            Miró a la montaña y vio las nubes grises que anunciaban tormenta. Llamó al Ramón. Estaba en el galpón disponiendo las paseras. Si se mojan los orejones, este año no tenemos la entrada segura de don Jiménez. Son unos buenos pesos que nos paga el hombre. Provee a Santa Fe y a Corrientes.

            Los truenos y refucilos atraviesan el horizonte. Comienza un viento frío. Trae hielo. Granizo. Isolina llora. Busca el santo de palo que le dejó su madre. Tanto trabajo y de pronto se puede ir como el aire.

            Se golpean los postigos y las puertas. La gata “Tizne” y la “Coquita”, perra si raza pura, se achican bajo el camastro en la habitación de los dos. Ellos saben. Se esconden.

            Relincha “Astilla” y cocea sobre la tierra del patio. Guardada la jardinera, los aperos y azadas, hay que proteger algunos almácigos.    

UN MISTERIO DEVELADO

           

            Entró en la oficina y un viento helado se coló junto a su gabardina azul. Parecía un ayudante de avión de pasajeros. Pero era el “nuevo”. Me entregó una carpeta con sus papeles. El membrete decía Camilo Cruz, “Despachante de Aduanas de Primera”. El cabello cortado al ras. Y cuando se sacó los guantes, pude ver sus manos, delgadas y azuladas. Sus dedos entintados con el color de los sellos que viviríamos poniendo en cada expediente. Como buen profesional, llegaba a la oficina temprano, a la hora en que yo, ya había cumplido mi horario. A él, le tocaba el nocturno. Yo regresaba a casa, donde mi hijo Mario me esperaba bañado, con la tarea hecha y despidiendo a su querida Clarisa, que lo cuidaba cuando yo trabajaba. Aclaro que mi “querido esposo” se había escapado de la región con una bailarina que conoció en el casino.

            Todo andaba muy bien, el puerto era un entrar y salir de barcos cargados de mil materiales y objetos que partían para el mundo. Al tiempo, habrían pasado unos catorce meses, mi compañero comenzó a traer, un portafolio de cuero negro, que no dejaba nunca a mano de nadie. Parecía un comisionado del Estado en Guerra. Lo miraba de soslayo y él, se ponía muy nervioso.

            De la pensión se mudó al hotel cinco estrellas, único en la zona portuaria y se alejaba cada día más de los empleados comunes y antiguos del puerto y de la delegación de la aduana. Yo me sentía curiosa. ¿Qué tanto podía cobrar él, más que yo, que había trabajado veinticinco años en ese lugar?

            Ese verano vino a visitarlo una hermana de la capital y me invitaron a cenar en el famoso hotel. El chef era famoso y algunos parroquianos eran verdaderos comerciantes del mundo mágico de las Bolsas de los Países Ricos. Lo raro que él, portaba su famoso portafolio que ya no era de cuero, era de aluminio o un metal semejante. Lo ponía entre las piernas y sostenía con una pequeña cadena su manija. La gente extrañada lo miraba. Yo pensé: “Creerán que tiene secretos de Estado y es un doble espía”. Luego, apartaban la mirada por temor a mostrarse curiosos y vigilantes. Me moría por saber qué cosa tan extraordinaria llevaba en ese maletín.

            Pasó el tiempo y ya hasta lo llevaba al retrete, al bar, a la cantina… en fin no se desprendía de eso que colgaba de su muñeca entintada de los sellos que a diario golpeábamos sobre los papeles.

            ¡Un día no pude más y lo interrogué! ¿Qué llevas allí, Camilo Cruz? ¿Qué es tan importante, dime? Hemos trabajado varios años juntos en este lugar y nunca entiendo para qué te complicas la existencia por un maletín… y bien, ya sabes que soy gente de confianza, puedes incluso ir al baño y dejármelo y te lo cuido. ¡Ese día me lo entregó! Temblaba. ¡Cuídalo entre tus piernas, que de paso, te digo, son hermosas! Yo no supe si reír o llorar. Lo esperé con él, entre los tobillos mientras ponía en orden papeles de un nuevo barco que había ingresado a puerto desde Rotterdam.

            Cuando salió, atribulado, secándose las manos, me dijo: ¡Amiga, si quieres saber que tiene mi portafolio, aquí tienes la llave, ábrelo! Así lo hice. Ante mis ojos el brillo de docenas de lingotes de oro, brillaron como el sol al medio día. Me quedé muda. Él, sonrió, puso llave al valijín y me dijo: En casa tengo mucho más. Es lo que me gano en esta cueva de ladrones cuando me obligan a pasar mercadería de contrabando.

            Yo, casi me desmayo. Tantos años trabajando con total honradez y a él, le habían llenado la vida de lingotes de oro. ¡Qué injusticia!

            Tuve que denunciarlo y al mes me trasladaron a una oficina en un lugar remoto, donde mi pequeño hijo, ni escuela tenía. Él, Camilo Cruz siguió como jefe en el puesto que yo había sido forzada a abandonar. La que portaba ahora una cruz, era yo por ingenua.

EL HOMBRE ASOMADO A LA VENTANA

  

            Lo observó asomado, la primera noche. Nunca lo había visto, pero supo de inmediato quién era. Fino, elegante, silencioso. No pronunció una sola palabra. Ni un gesto. La pequeña barba negra sobre el mentón hendido, aguzada la mirada y la sonrisa. ¿Cómo le hablaría? ¿En qué idioma?

El sudor pringoso se deslizaba por el cuerpo, apenas cubierto con la camisa que le dieron tan pronto llegó. Le quitaron todo. Absolutamente todo lo que traía. Pasó por un agujero que servía de ventanilla para recoger el nuevo ajuar. Manos anónimas de un extraño le entregaron el uniforme. El frío le calaba los huesos. Ingresó al profundo hueco del sub-mundo en el que viviría hasta el día, la hora y el año. Estaba escrito y lleno de sellos en un edicto judicial. Era devastador. Más tarde, sintió que, la mirada de él, recorría su cuerpo aún firme, joven, vital. Se estremeció. Edad indefinida. Moreno y alto. De traje negro. Impecable. Tenía un aspecto varonil y seductor. Dejaba una libre hendija abierta a los pensamientos lujuriosos. Provocaba deseo. Pasión.

Desapareció tras un sutil ruido. Afiebradas las otras, tras las rejas, jadeaban.

Se recostó en el desvencijado camastro y comenzó a jugar con la imaginación. Deliraba gozosa. Subía a la cumbre agónica de su mente afiebrada. ¡Ese ser viril la espiaba, despertaba el instinto que la había arrastrado hasta esa infame mazmorra!

Recordó el otro cuerpo, azote astillado por el vino, droga y sexo. Hombre. Macho. ¡Fue su hombre!

Se quedó dormida y voló al mundo del cual la habían arrancado. Cayó en un hoyo de aguas bravas —arremolinadas, rugientes como ella— que le arrebataba la ropa y la mordía. Soñó con extraños de ojos glaucos, añiles, rojos, negros y manos. Miles de manos que trataban de atraparla. Despertó con el corazón latiendo truenos. Eran cientos de timbales en acción. Al erguirse, cayó su camisa empapada en sangre, su espalda atravesada por un encaje de arácnidos calientes.

Una mujer gritó, urgiéndola a vestirse. Salió apresurada, empujada por las otras, que masticaban odios y rencores. Sin embargo, sentía un gozo indefinido que le arrimaba un suspiro al rostro iluminado, apacible. Se fue acomodando a los relojes impuestos, a la ira.

Cada noche se asomaba él, con su mirada instigándole al delirio. Ronroneaba placeres en la soledad de su cubil. Estaba allí, siempre que el pensamiento lo atraía y aparecía en el resquicio de un rincón o suspendido en el alfeizar, abandonado en la litera crepitante de pasiones. Bello, envolvente con su helada piel sedosa, cautivando, con su voz de salmodia, la carne ardiente de muchacha.

Él le recordó entre placer y sufrimiento, sus viejos afanes de ramera. El masculino retozo del tipo que amó con locura desbordando pasión, y que la traicionó con otro macho, imberbe.

Le mostró el cuchillo —caliente aún la sangre— con el que lo remató en la cama. Le contó al oído, el final de la historia de su padre, a quien empujó cuando estaba alcoholizado por el puente del río más bravo de su pueblo. Le mostró al viejo, tratando de poseerla por la fuerza, cuando tenía apenas ocho años.

Mientras tanto, ahora, con los labios le acariciaba la nuca frágil, sudorosa. Armonizaba así desdicha con lujuria. Entonces odió otra vez. Sintió mucho odio.

Una noche, encendieron una luz potente. Llegaron a buscarla. Eran cuatro. La arrastraron hacia el baño. Gritó. Nadie acudió a ayudarla. Llamó urgente, mientras continuaron con la faena, dentro del retrete hediondo. Ya agonizaba. Elevó la mirada y allí lo vio, un hermoso hombre complaciente asomado a la ventana.

Era él. “¡Lucifer —murmuró casi sin fuerzas—, ayúdame! Él estiró nuevamente la mano y la tomó gozoso.

 

 

 

ZONA EN PENUMBRA

 

 

AYER

Agito el pañuelo haciendo señas. Nadie, aparentemente, me ve. Los enormes abedules cubren con las hojas la visión de la casa. O bien, la indiferencia y el temor, impiden acercarse a los misericordiosos.

Comenzó el fuego hace veinte minutos. Una densa humareda se eleva entre el follaje. Pero ni el griterío de los loros y graznidos de los cuervos, atraen a nadie. El camino tiene una curva allí y quienes transitan no pueden dejar de aminorar la velocidad. Saben que seguro se estrellarán contra una pared de piedra. A pesar de eso, me parece que pasan acelerando.

Miss Leyla Doguerty yace laxa en su silla de ruedas. Junto al pilar pétreo donde dejan la escasísima correspondencia. Alguna vez, el buen Johan la acerca hasta la misma casa, y de paso, toma un balón de oscuro ale, que preparamos. Pero, hoy nadie se detiene. Nadie.

Hace tiempo que se retiró y no actúa. Su huída al campo reafirma la idea de la densa personalidad de la mujer.

Ha sido un año fatal. Malas lluvias. Mala cosecha. No consigo gente para trabajar el valle. Todos han viajado a la gran ciudad, en busca de libras fáciles. Incluso, miss Georgina Hustlei, nuestra enfermera, siempre empeñada en hablar de manera maligna contra la capital, partió ayer al amanecer.

Nosotras imposible. Miss Leyla, no tiene salud en la campiña. Creo que menos aún la tendría trasponiendo el límite de tierra laboreada hacia Londres. Envolverse en la vorágine del tránsito. Hemos quedado solas, los vehículos atraviesan el pueblo por la carretera rumbo a los condados vecinos. Nadie se detiene.

Ayer, el prefecto me comunicó que las tuberías se saturarían por la falta de consumidores. Abrí los grifos desparramando el agua por el terreno, incluso, al poco ganado que nos queda, lo dejé vagando por los campos en medio del lodazal.

 Observo a mi señora y la veo desorbitada. El pánico marca su rostro. Jamás deja de mirar el fuego que lo consume todo. Estamos solas.

Se ha enrarecido el aire. Un rumor de cristales rotos se congrega cerca de la enorme casa. Siento el gemido insidioso de los galgos. Tironean la escasa tela de las polleras de mi ama, que en llamas, se dispone a abrasarse. Sigo haciendo señas y me voy disgregando en cenizas que vuelan junto a los pajonales levemente inmóviles. He traspasado el tiempo. Alguien viene. Se detiene un automóvil. El conductor. con esfuerzo, trata de alejar el fuego. Ya se consumen el joven y su hermoso auto.

Hemos entrado en una enorme zona de penumbra. Pero de entre los escasos residuos, emerge una Miss Leyla Dogherty, juvenil y robusta. Camina contra el aire desentonando con la furia del fuego, que se va desvaneciendo en el poniente.

 

 

 

 HOY

 

Las bocinas dejan insomnes a los pocos transeúntes de Central Park. La puesta de sol preña de intermitentes trozos de penumbra las calles. En derredor comienzan a perfilarse los vagabundos, alcohólicos y desamparados, que buscan un retazo de espacio para dormir. Husmean en los bolsones de basura para ver si encuentran algo.

 Los dealer venden sus drogas a los cada vez más resueltos consumidores, mientras algunas patrullas tratan de aliviar avenidas y pasajes de lacras callejeras.

 Un automóvil se detiene en 5ª y Landfort, y se acercan dos muchachotes encapuchados, calzados con zapatillas brillantes y generosas. Una mano, enguantada y aturdida, extiende un billete de diez dólares a uno de ellos y atrapa un indecente botín. El vehículo escapa. Es una ráfaga de fuego negro que brilla con la extraña luz de neón.

 Leyla Dogherty, enfundada en un escotado vestido negro, aspira una línea. Su manager la observa con mirada vacua. Sabe que cantará como nunca. Su voz, con ese raro tono burilado, es capaz de trastornar a la inconfundible concurrencia grifada del club Ninna. Son las horas voraces de la noche. Allí se arreglan los suculentos negocios sucios, y no tan sucios, de New York.

Leyla se desplaza con los altos tacones envuelta en una malla de piedras engarzadas sobre la piel desnuda. Alta, delgadísima por su adicción y rubia hiriente, esconde una mirada insinuante y lejana. Oculta un secreto. Habla poco o nada. Tiene eternas horas insomnes, por las que camina descalza sobre el frío mármol del departamento. Nadie sabe de dónde vino, ni qué hará.

Su público delira cuando comienza a cantar. Música casi desconocida con letras que huyen a extraños espacios de tiempo. Pero, ha comenzado a sentir el mismo dolor de antaño. El síndrome comienza a invadir sus músculos como entonces.

El perfume de los cuerpos reunidos en el salón del club, penetra en las fosas nasales de Leyla. Sangran sus pequeños capilares rotos por el uso del polvo blanco. Kevin, el pianista, le alcanza un rectángulo de papel absorbente y se sostiene con sus largas manos transparentes, donde venas azuladas escurren la sangre enferma. Sigue, lánguida, cantando esos lejanos recuerdos musicales.

El silencio se interrumpe por el zumbido de una necia que se ha emborrachado y está llena de narcóticos. Hace silencio. Nunca permite que le impidan su actuación con el respeto que merece. Un aplauso insinúa que deben apoyar su voz. Abandona el escenario. Arrastra su breve cola negra centelleante de azabaches y piedras, pero se nota que tiene alguna dificultad. No está erguida y segura.

Robin Keathon, su manager, la toma de un brazo y masculla en su oído una palabrota. No puede ser que destruya su carrera con un capricho o por la droga. Ella se suelta y acomete hacia el camarín. Es Leyla Dogherty. La única. Los aplausos caracolean tras la mujer, que se pierde entre las sombras. Allí, puede dar rienda suelta a su verdad. No conspira, sabe que tiene un tiempo, sólo un breve tiempo, y cantará en una silla de ruedas. Aún huele el fuego de una época perdida en su misterioso pasado.

En el sosiego que la envuelve, descorcha una botella de vino burbujeante; un exquisito champagne francés. Bebe. La copa cae de su mano cuando en el espejo ve reflejada la imagen de la amable mujer que la cuidaba y que se disolvió en la tormenta hecha cenizas. Tú, Mery, ¿qué tramas? Acaso vienes a buscar venganza. Desaparece la imagen en el azogue y Leyla llora. Después de años puede llorar a esa mujer perdida. Robin Keathon le acerca una línea y ella, de una palmada, la destierra de la mesilla. No quiere ese sostén mercadeando su vida. No habla. Él la empuja hacia la puerta de salida y, subiéndola al auto con un envión, la desfigura en el cuero del Mercedes.

Te odio. No soy tu prisionera. No te debo nada.

No le responde y ríe, ríe a carcajadas. Le aplasta una mano en el rostro. Vuelve a sangrar la nariz. La magnífica cantante es un guiñapo humano. Él enciende un habano. Ella se arroja sobre el hombre y comienza el fuego. La combustión es rápida.

 El chofer trata de evitar que se propaguen las llamas. Trata de escapar, pero Leyla ha cerrado herméticamente las puertas y crepitan entre los aullidos agigantados de dos perros que esperan a la orilla de la calle. Son dos galgos. Esperan a su ama.

Ella sale por la puertecita y camina mientras el coche estalla. Entrará en esa margen inexplicable de sombra y penumbras. El chofer se deshace detrás, en cenizas y, una brisa lo dispersa por los jardines.

 Adiós, querido Terry, pronto nos volveremos a encontrar —murmura. Y sigue por la calle solitaria.

Mañana los diarios hablarán de la extraña muerte de la artista del año, Leyla Dogherty. Los encargados de investigar se estremecerán al no encontrar huellas de su cuerpo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VIEJO SEVERINO, CAPADOR


 

            El mister es alto, rubicundo, bebedor de whisky y viajero constante. Cuando recaló en Rodeo de los Alerces, se enamoró del lugar. La tierra fértil, los árboles coposos y el rumor de ramaje y hojas, transformaron su naturaleza tranquila y flemática. Se enardeció la sangre antigua de celtas e ingleses.

Los hielos eternos descendiendo con fuerza en el verano, creando un paraíso deseable para quien dejó una isla tan gélida y nubosa. Los ojos agua de cielo, calcados de las nubes, se enrojecen mirando la cordillera. No desea olvidarse del espumoso río blanco que descarga burbujas en los sedientos terrenos donde pastorean los animales lanudos y berreantes. Los viejos ovejeros, pastores natos, arreando los vientres de cabras y ovejas cargadas de futuro ganado, ladrando con su rito de cuidadores cánidos.

            Mister Brian Foster, volcó su haber en comprar el rincón edénico. Pero no podía hacer solo lo que nunca hizo. Allá, cerca de Londres, era un oficinista que conocía de seguros y de valores. Corría con su equipo de PC de oficina en oficina. A los bancos y las cámaras de negocios.

Ya no disfrutaba de un paseo por Piccadilly o por la zona de Chelsea; de Oxford Street o Kensington. Sólo trabajar y subir a los ferrocarriles para regresar a su departamento de soltero en West End. ¡No era vida esa! No podía sentarse en un pub a beber un Ale hasta que sonara la campana.

Menos aún, con sus cuarenta y tres años de vida recorridos en escuelas académicas y el privilegio de asistir a la universidad más exigente de Inglaterra. Últimamente, le preocupaba el crecimiento de la inmigración oriental musulmana y africana, que había transformado el rostro de las calles tranquilas en verdaderos aglomerados de gente extraña y desconfiable.

Londres ya no era el de su juventud, por eso, cuando conoció esa maravilla, dejó un fax en su oficina pidiendo un año de jubileo, que arrendaran su departamento, usaran su cartera de clientes. Él intentaría vivir una aventura sin igual en un lugar perdido entre ríos y montañas en el sur del Sur.

Foster tenía aversión por la idea de los atentados, ya fueran de los Separatistas Irlandeses, el IRA. o por los seguidores de Bin Laden. Si existía un vergel de paz en la tierra, él estaría allí al llegar el fin del mundo. Había leído en la revista del avión que lo trajo a este lejano lugar que un gurú hindú declaraba seriamente el fin de la era de Piscis y el ingreso en la era de Aries y eso significaba cambios mortales para el planeta.

 Además, solía soñar con los viejos relatos de su madre sobre los bombardeos de la Segunda Guerra y quería estar bien lejos de  ese horror.

            El terreno que adquirió estaba cerca de un glaciar cuyo color cambiaba según el arco iris. Horas sentado bajo un sauce o un pinar, mirando el cielo. Comenzó a conocer cada estrella de las constelaciones de la Vía Láctea. Tanto había leído esa leyenda griega de la leche materna de la diosa que formara la Vía Láctea y ahora la tenía allí. Casi la podía tocar con las puntas de los dedos.

 Disfrutando ese fantástico cielo conoció a Severino. Hombre parco de tez morena, achinado con crines negras e hirsutas. El conocedor del campo, de animales y naturaleza. Era perfecto para ser su ayudante. Lo contrató de inmediato. Cada uno en un idioma de silencio se comunicó con el otro a su manera. Se fue creando una dependencia que haría historia en la región.

            Severino no tenía edad. Ni viejo ni joven, con experiencia de capar y esquilar. Curaba bicheras y quebraduras de los animales heridos. Cazador sagaz, sabía cuándo salir a buscar un animal para comer, sin molestar a la diosa tierra. Odiaba las trampas. Decía que un buen cazador tenía que mirar de frente su presa para que le perdonara la desgracia mortal de la cacería. Pero creía que había un espacio en el más allá donde habitarían aquéllas que mantenían vivo al hombre.

            El trabajador es magro, robusto, con rostro adusto, pero fiel y seguro de conocer el manejo del campo con verdaderos corrales con majadas de ovejas y cabras. Los brazos fuertes, robustos los músculos y huesos concretos. La mirada penetrante atraviesa la espesura con insistencia para atrapar objetos en el aire, captar en el olor del viento la presencia de algún depredador de las manadas.

Vestido con un verdadero chiripá y poncho, usa polainas para evitar la mordedura de reptiles venenosos, espinas gruesas o piedras afiladas, que se desprenden como pedernales de la ladera arisca de la sierra.

Un güincha pampa sostiene el sombrero aludo con barbijo de cordón, para que el permanente viento no le robe su cobertura contra el sol o la lluvia, que suele azotar la zona. Vive junto al canal que brota en la naciente, manantial de agua dulce como la miel de avispa silvestre.

Su rancho, de adobe pisoteado con junco y totora, con paja brava y barro, contiene una breve historia de silencio. Su vida de hijo de nadie lo atraviesa. El techo rústico y primitivo como Severino, protege las noches arrachadas de nieve o sol. Allí en su soledad de macho, suele en ciertos días del año, prenderse a la caña o al vino tinto con sedimentos de tinajas caseras. Una buena borrachera que anestesia el dolor de ausencias innombradas.

Tizne y carbón hecho con los semilleros de pinos y ramas de árboles caídos, cuyos troncos podridos por el tiempo sostienen su follaje ácido que cae en lluvia perezosa para acolchar la tierra sin hierba.

Severino se crispa cuando alguien llega y alude a su condición de hombre solo. El Gringo, como le dicen al mister, comiendo a veces un asado de capón cuchillo en mano, lo acompaña sin palabras. Juntos, ensimismados, miran correr las nubes y la vida con sus pájaros sedientos de espacio y libertad.

No queda un solo animal sin esquilar o capar, para que la carne sea más suave, y su sabor prepotente de bicho salvaje, se inmiscuya en los hoteles de lujo, de la mano de un chef, maridado con un vino fuerte, un Borgoña o un Malbec.

            La lana de los corriedale, todos los días, viaja en carromatos hasta el puerto de Chile. La llevan a las hilanderías más cotizadas de Europa. Y el mister con Severino sigue la huella desconocida del futuro, esperando el fin del mundo en el Fin del Mundo. Al sur del sur, en esta lejana tierra que fuera hábitat de la gente nativa hoy llamada “mapuche” y que recobra su lugar en el concierto de países del planeta llamado Tierra.


VARIAS HISTORIAS EXTREMAS


 

            Cuando Fernández se presentó, se hizo silencio. El silencio no era lo que dominaba el lugar. Haryhé Sayshe había llegado sin previo aviso. Era un joven extraño. Callado. Frío y poco expresivo. Moreno, barbudo y vestido con ropa muy rústica, había logrado una beca en nuestra facultad, por intermedio de una organización de antropología y protección del medio ambiente en la investigación de ruinas.

Sus profesores eran eruditos en Arqueología. El hallazgo de piezas antiguas que pudieran demostrar algunas ideas sobre el pasado lejano lo transformaban en humano. Teorías tan remotas que nadie tendría la posibilidad de tener una postura a favor, o en contra.

 Fernández lo presentó sin muchas vueltas. Era como mostrar un objeto prehistórico, un raro objeto de observación. Fernández, tartamudeando, habló sobre la habilidad de Haryhé Sayshe que había conquistado cada pequeño espacio de las excavaciones. La mina donde trabajaba en la vieja región del valle de un río seco en las afueras del Kapadocia. Lugar sagrado de la antigüedad. Husmeando en las dendritas entre escombros y materias multiformes y de biología dudosa, había elevado a sus maestros ciertas hipótesis dignas de develar.

            Su pasión nació en la adolescencia, jugando en un descampado encontró un yacimiento del siglo IV AC con un sinfín de objetos de cerámica, monedas y algunas armas herrumbradas por el orín de los años. Eso lo hizo descubrir un mundo increíble. El pasado. Su magia. La belleza del ayer.

Haryhé Sayshe, un hurgador a partir de cualquier sitio donde se pudiera hallar algo con historia propia. Especial. Arqueólogo cuyo mundo cambió en un instante.

Cuando llegó a la facultad, los compañeros lo miraron con curiosidad. En la televisión mostraban a hombres como él, que participaban de atentados terroristas.

Algunas alumnas, lo miraron con temor. Otras lo imaginaron  desnudo en su lecho. Así son las muchachas ahora, dijo un compañero con desparpajo, siempre piensan en abordar a los machos, porque este tiene toda la pinta del macho. ¡Si las conozco yo! ¡Tiene pinta de malo! Nadie se distraiga de lo importante, él, viene a hablar de su descubrimiento, expresó otra.

El arqueólogo se ubicó entre la inquietante algarabía de estudiantes. Miraba asombrado como se trataban varones y mujeres, ya que en su tierra eso es tabú. No podía comprender las chanzas y picardías que se hacían. Apostó a los hombres, pero notó con sorpresa el desdén a la investigación de campo, Cosa diferente eran las mujeres que dedicaban tiempo y estudio a cada materia.

Comenzó a desmenuzar el tema de cómo descubrió el lugar en su caminar por las ruinas de la ciudad del siglo III AC. El despejar con dificultad de entre los metros y metros de escombros y tierra, una casa de varias habitaciones de rocas, apiladas solidamente en forma redonda construyendo una especie de laberinto con pasadizos y aberturas para el ingreso de aire y luz.

Empezó a hablar y notó que dos alumnas estaban seriamente interesadas. Anotaban minuciosamente sus palabras, que afloraban con dificultad idiomática. A veces, le ayudaban con un término o agregaban ideas para complementar su tarea. Le gustó. Había despertado atracción sobre su estudio.

 Allí creía que había vivido el rey Lintorio de Sidón. La alfarería de las capas superiores databa de tres siglos posteriores. Pero, había encontrado artefactos y armas arcaicas, en la que el Carbono 14 indicaba rastros de épocas más remotas. El tiempo había pasado en el claustro y ya se debían retirar. El grupo comenzó a inquietarse y fue un alumno el que recordó al expositor la hora y el fin de la jornada. Salieron como siempre con bullicio y alegría.

Haryhé Sayshe, se despidió y agradeció a cada uno dándole la mano, menos a las jóvenes que no comprendían esa actitud del profesor. La charla de las mujeres se prolongó en la cafetería.

En el buffet bebían cerveza y Fernet con Cola, sin miramiento alguno. Brindaban varones y mujeres sin descaro. Cuando las muchachas vieron al estudioso, parado en la calle sin saber qué hacer, detuvieron el auto y lo invitaron a subir. Desconcertado, les agradeció pero no aceptó. Comenzó a caminar, hasta que un alumno del curso superior se detuvo y lo llevó hasta el hotel.

Pasado el período semestral, ya sabían tanto de ese yacimiento que parecían expertos. Haryhé estaba feliz. Su tesis sería presentada como un trabajo de equipo en USA, en Princeton y su popularidad entre los estudiantes había llenado todas las expectativas de la facultad. Pero algo salió mal.

A las cinco de la mañana del trece de abril desde las radios y televisión, anunciaban un atentado terrorista en las cercanías de Princeton. Haryhé Sayshe no podía ingresar en USA, su condición de musulmán devoto se lo impedía. Le habían quitado la visa y lo deportaban a su país. ¡Podía ser un terrorista camuflado!

Indignados, los estudiantes presentaron una carta documento en la embajada, juntaron firmas e iniciaron una huelga de hambre. Sólo las chicas lograron pasar nueve días en ayuno por la protesta, los varones apenas cinco. Nada se logró.

El arqueólogo regresó a su país, dejando expresa promesa de volver.  Una verdadera utopía.

Fue grande la sorpresa de los estudiantes al ver a su querido profesor en las pantallas de TV hablando mal de su estadía en esa facultad. No comprendían nada.

Los e-mails, que enviaban desde su país contradecían las expresiones publicadas. Una foto que apareció en el diario “Hemisferio Sur” mostraba a un Heryhé Sayshe barbudo por demás, con ojos hinchados y golpeado, con otro nombre. Era un terrorista confeso.

Pasó un semestre. Nadie hablaba del arqueólogo.

El asombro fue mayúsculo cuando apareció afeitado, sonriente y feliz en la facultad.

—¡Ah, el de la foto es mi hermano mellizo! Está por cumplirse con la pena de muerte dentro de unos días. ¿Saben, encontré entre las ruinas, una joya de valor incalculable? Una daga de cobre de por lo menos el siglo II AC —y continuó hablando de sus hallazgos. Inmutable, siguió con su tarea. Parecía no tener sentimientos.

Todos vieron por CNN el ahorcamiento del mellizo de su profesor. Nadie se atrevió a decir una sola palabra al respecto.

            ¿Todos los científicos serán iguales?, se preguntan en los corredores de la universidad.