miércoles, 1 de octubre de 2025

UNA MUÑECA PARA SUSI

 


            Pienso en mi infancia y recuerdo cuando veía a las compañeras cuyos padres estaban en muy buena posición económica y nosotros soñábamos con tener alguno de esos juguetes que tenían.

            La escuela, dicen, es niveladora social. Yo no lo creo. Había algunos chicos que llegaban en auto y otros caminaban cuadras y cuadras para llegar al edificio donde se cursaba la primaria.

            Mi papá era obrero en una chacra, mi mamá no sabía leer ni escribir y mi hermano, me llevaba de la mano por la banquina hasta el asfalto casi a la rastra, para entrar antes que sonara la campana. Nos colgaban del cuello las zapatillas. Antes de una cuadra nos lavábamos los pies en la acequia y nos calzábamos y así nos duraban más las zapatillas que de tan baratas, se desflecaban enseguida.

            Nacho, mi hermano era muy estudioso, traía una buena libreta y como papá apenas sabía firmar por las dudas nos daba una palmada en la cola por si acaso venía algo mal. ¡Que la Susi, te ayude cuando termine con el cuaderno! Y allá iba yo a recoger los huevos al gallinero, en pata, como para entrar con mis zapatillas. Estaba lleno el gallinero de caca de los bichos. Me picoteaban los pies y los tenía llenos de sangre, mamá me ponía un té de yuyos para sacarme el dolor, era amargo y de olor hediondo, pero me hacía bien porque enseguida se hacía una cascarita oscura.

            Me costaba mucho hacer las cuentas, Nacho me llevaba debajo de una higuera y con piedritas me hacía hacer las cuentas. Lo quería mucho al Nacho.

            Para cuando cumplí los nueve años, él ya salía de primaria y lo llamaron al papá y la directora le dijo que ella lo iba a inscribir en la secundaria del pueblo porque el alumno era ejemplar. ¡Pobre Nacho! Papá dijo NO. Él trabajará en la chacra y me ayudará y así termino la brillante carrera de mi hermano, plantando ajos con las manos llenas de ampollas y cosechando uva en vendimia para otros patrones.

            Un día la mamá me llevó al cementerio en micro. Cuando bajamos en una calle muy llena de negocios y autos, entró a comprar en una mercería unos hilos de coser y al salir, al ladito vi una muñeca.

            Era una muñeca hermosa, con vestido azul y cabello rubio. La boquita apenas abierta y las manitos sonrosadas. Me quedé dura, parada y sin respirar. Mamá me dio un tirón. ¡Vamos que cierran el cementerio! Y caminé mirando atrás. Me enamoré perdidamente de la muñeca.

            Regresamos tarde y papá y Nacho estaban preocupados, creyeron que nos habíamos perdido. Mi mamá llevaba en la mano bien apretado el monedero y un papel donde mi hermano le puso el número de los micros que teníamos que tomar.

            En la noche me levanté despacito y lo desperté a Nacho, para lo cual tuve que levantar la cortina que separaba nuestra cama de la de mis papás y la de él. Nuestra casa tenía una sola habitación separada con cortinas las camas de mis papás y las nuestras.

            Como un gato me acerqué a mi hermano: ¡Nacho! ¡Nachito, despertate!

            ¡Qué te pasa Susi? Y levantó la cabeza con dificultad, qué pasa. Hoy vi la muñeca más hermosa que nadie puede imaginarse. Estaba en la vidriera al lado de la mercería donde mamá compró. Tenés que ir a verla. ¡Hasta mañana Susi, tengo que ir a podar en lo de don Vásquez!

            Me deslicé y me acosté y soñé. Soñé que vestía y peinaba la muñeca. Soñé todos los días desde esa tarde. Y hablé hasta cansar a todos.

            Le pregunté a mi maestra cuánto podría costar esa muñeca. Ella me miró y sentí que muy adentro de ella sentía pena por mi pregunta. Debe ser cara, me dijo. Unos cuantos jornales de tu papá.

            Me fui callada a mirar como jugaban al elástico unas niñas de otro grado. ¿Cómo puedo hacer para ganar el jornal de mi papá? Cuando volví a casa, le pregunté a Nacho. Él se rió. Sos zonza vos. ¿Cómo vas a changuear si no tenés edad ni para ir sola al centro?

            Me escondí en el gallinero y lloré y lloré hasta que me quedé dormida. Nacho me llevó en brazos a la cama y me dio un beso en la frente que recibí medio soñando.

            Una tarde Nacho desapareció. Mamá preocupada fue a los vecinos y preguntó si lo habían visto. Nadie dijo nada, si lo vieron subir al micro, pero no le contaron porque lo querían y papá le daría unos buenos azotes.

            Al anochecer lo vi llegar por la calle de tierra con un bulto debajo del brazo. Parecía un linyera. Papá lo agarró apenas entró y le arrancó el fardito… ¡Era la muñeca!

            ¿Quién te ha dado esto? Yo la compré. ¡Mentira, la robaste! No, es para Susi…y yo junté plata. ¡Recién vino don Vásquez a decirme que era mi hijo el que había robado una muñeca en el negocio del centro! No te da vergüenza, que un hijo mío ande cuatrereando muñecas por ahí! ¿Dónde viste alguna vez que robara algo tu madre o yo? Papá perdone mi acción, pero dejé todo lo que gané haciendo changas y no alcanzaba. Vaya y devuelve la cosa esa. Y se viene conmigo a lo de don Vásquez a pedir disculpas al patrón. No, grité, yo quiero la muñeca. Y me cayó el rebenque de papá en la espalda. Por tu culpa tu hermano es un ladrón, vos también venís conmigo.

            No solo devolvimos la muñeca y pedimos perdón, sino que por muchos meses, mi hermano no pudo sentarse bien de los rebencazos que le dieron.

            Ahora con los años que tengo recuerdo la pesadilla que fue devolver la preciosa muñeca, pero mi hermano, siempre se ríe cuando cuenta que casi se va a la comisaría por robar una muñeca para Susi. Es decir para mí.

 

 

 

COMO UN CUENTO DE AMOR

 

 

            Le nació la sonrisa como un granado nuevo. Era un ave solitaria, un espejismo hecho joven. Moreno, poco agraciado y ágil, servía para acompañar a su padre en las tareas más simples.

            No era despierto como su hermano mayor y la mirada limpia mostraba su paz interior. Buscaba el rincón más pequeño para encerrase en las siestas y descansar en las noches. Siempre vestido con la ropa de otros, zapatos usados, tiradores para evitar que se cayeran sus pantalones y una gorra de fieltro apelmazada lo distinguía en la plaza o el mercado. Debajo de los bultos, llevaba una pequeña flauta que hacía sonar en el atardecer cuando lograba terminar su interminable trabajo en la chacra familiar.

            Solía acompañarlo un perro. Callejero y sin raza conocida. Fiel como el más fiel. Como era él. En los veranos calientes, se metía en el arroyo a refrescar la piel que se quemaba con el sol perdulario del medio día. Su nombre, buscado en el almanaque le resultaba raro y apenas lo pronunciaba, no sabía escribir ni leer. Jotamario era y nadie lo llamaba así. Le decían Mario o Jota. Sólo el abuelo, campesino laborioso y paciente lo quería y de él, aprendió todo lo bueno de la vida, del campo, de los animales. Le cortaba el cabello y las uñas, le lavaba los pies en una palangana y cuando fue creciendo le enseñó a criar cerdos y gallinas, a plantar verduras y legumbres. A estirar los cueros y juntar los huevos en los nidos de aves para poder hacerse una buena sartenada al fuego.

Es apenas un niño grande. Un gigante enano. Un campesino pobre sin luces ni relumbre.

            Un día, Jotamario lo encontró dormido. Lo abrazó y se quedó dos días con el cuerpo frío entre los brazos calientes por la triste fiebre del olvido. Supo que la vida se iba caminando despacio por la vereda estrecha de los días. Su padre se lo arrebató con presteza, le dio una palmada y le entregó un reloj que roto y sin valor alguno, el chico amaba de su abuelo.

            Creció, con el pasar de los años, comenzó a ser imprescindible en la chacra. Y el padre viejo, lo tomó de apoyo. Murió su perro y trajo otro, parecido y feo, leal y compañero.

            Esa mañana la vio en el mercadillo, era una muchacha morena de ojos grandes y limpios. Ella le sonrió como un amanecer de verano y se olvidó de decirle el nombre. La siguió con la mirada dulce de un duende que cosquilleaba en su pecho. Su padre descubrió en la sonrisa que una estrella había destellado en sus ojos. Sin mediar palabras se acercó a la tiendita donde vendían jamones, su padre y su abuela. Preguntó su nombre y si era soltera. Inquieto bajó la vista y tropezó con los pies de la muchacha.          Eran pequeños y rústicos. El padre aceptó que se vieran y Jotamario le regaló una flor. Lobelia aceptó el presente y entonces como en los cuentos que una vez le contara su madre, sonrió como un granado recién florecido esa primavera.

¿QUÉ QUERÉS CON ESE LORO?


            Escuchó la frenada de la chata del “Mingo”. Siempre terminaba el recorrido a las cuatro de la mañana. ¿Qué había sucedido ese día, si apenas se oyeron las once campanadas de la iglesia de La Merced?  La Tona no tiene reloj, pero sabe por el sonido metálico de la parroquia cada hora, media hora y cuarto, que pasa el tiempo y tiene que terminar el alto de planchado para los patrones. ¡Algo pasó!

            El griterío de los vecinos alertan que hay un conventillo quemándose a dos cuadras. La Tona se persigna y eso que ella no es muy religiosa. Cree en Dios, en la Pilarica y algún santo pero toda esa cháchara de misas y romerías no le gustan. Allá en su patria, mataron muchos curas y monjas los “rojos” y muchos se lo merecían, otros no. Las viejas que cuidaba los enfermos y rezaban en los funerales, no eran tan malas como otras que corrían a los chicos cuando pedían “medallitas o estampas de santos”.    Siempre con esa de que no tenían ni un duro…y cuando abrían las iglesias había unas copas de oro o de plata llena de brillo. Su padre era un demonio hablando de ellos y blasfemaba. Su madre, pobre, siempre de rodillas le rogaba que no lo hiciera, que le mandaría un accidente o alguna maldad, el demonio. Pero él, no creía en eso. Hasta que un día golpearon a la puerta de la casa y le dispararon dejándolo sobre un charco de sangre muy oscura que se desparramó por las piedras de la callejuela donde vivían.

            Su madre se quedó viuda con diez hijos y mucha hambre. No le hicieron nada, vino Don Antonio, el patrón y se hizo cargo de su padre y de nosotros por unos meses, mientras conseguía sacarnos del pueblo. Así llegaron a la América. Allá se quedó Toñito, Andrés y Picurri. Las mujeres a Buenos Aires, a un conventillo y a trabajar de lo que viniera.

            Ahora se escuchaban las sirenas y los frenéticos silbatos de la policía, no podían con el fuego que se estaba extendiendo hacia el sur.

            Sintió el ruido de los tachos con agua y arena y al Mingo ayudando. Trajo una familia de rusos que se habían quedado sin nada, los trajo con lo puesto. Y la pena me achicharró el corazón. Me acordé de mi pobre madre cuando comenzó con la tos y la sangre. Escupía sangre. Hasta que la internaron y al poco tiempo murió. El médico me dijo que era por tisis y que esa “santa mujer” se había consumido casi sin comer para que nosotras comiéramos algo. Así fue que crecimos flacas y pálidas como los fantasmas, pero cuando conocí a Mingo, que trabajaba en la Feria Grande, comenzamos a comer bien y algunas de mis hermanas, engordaron tanto que hubo que coser ropa para ellas. ¡Qué porquería? Si, una marranería, porque no le conseguí novio a Dolores ni a Jacinta. Mingo que es un padre para nosotras, las puso a trabajar en unas casas muy grandes del norte de la capital y con cama y todo. Allí comenzaron a adelgazar y se pusieron mejor. En verdad que no eran feas. Dolores se casó con el lechero y la Jacinta sigue solterona, pero esa me parece que anda en algo raro con el hijo del patrón.

            Un alfeñique que la lleva a las milongas a bailar “tango” y ella contenta. Se viste con una ropa muy impúdica. ¡Si la viera mi madre, le daría de golpes…! La oyeran cantar… sabe todas las letras y se para como la Tita Merelo.

¿Me pregunto qué voy a hacer con esta gente? Abren esos ojos de cielo como si me los fuera a comer. Mejor les doy de cenar y un buen puchero les calma esa mirada de terror.             Mingo trae un cura de La Merced y él, me promete que los va a ayudar. Hay almas buenas, dice. Los mira comer y se le frunce el seño, claro, tenían un hambre como cuando estábamos en la aldea. Luego les habla en un idioma que yo, ni pá.

Salen con él. Y yo le doy unos billetes, pocos, son mi paga de la ropa que lavé ayer, para algo servirá. Me besa la mano, el hombre de ojos tristes y la mujer también intenta, pero yo la escondo y les digo chau. Lléveselos señor cura. ¿Adónde los lleva?

            Los manda por tren a San Juan una provincia del interior y me cuenta que es parecida a mi tierra. ¡Qué dicha! No hay como la tierra de una, pero el Mingo quiere vivir acá. El trabajo y sus amigos están en esta zona de conventillos. Escucho en la radio un tango. ¿Qué querés con ese loro? Y me doy cuenta que los que se fueron con el cura se dejaron olvidada la jaula con el loro… y ahora entiendo que canta igualito que mi hermana, la Jacinta.

EL TEJEDOR

     

      La alegría era su identidad. Cada día bajaba al mercadillo con una sonrisa contagiosa y opulenta. Nada le impedía tener es humor de niño grande.

      Se levantaba con el sol naciente y se sentaba en una terraza pequeña que sobresalía en el frente de la vieja casa. Las piedras imitaban los colores del arcoiris y del sol que comenzaba morado y terminaba plateado, pasando como sus tejidos por los amarillos, naranjas y rojos. Era feliz. Cantaba esas antiguas canciones de su pueblo y despertaba a los pájaros que revoloteaban buscando las migajas de pan que le dejaba caer como una lluvia de sueños.

      En la aldea lo miraban extrañados. ¿Qué hace tan feliz al “gitanillo”? ¿Estará enamorado? ¿Será que ha ganado la Loto? ¡Algo esconde!

      Sus tejidos eran de una belleza tan extraordinaria, que de otras aldeas y ciudades venían a la feria a comprar sus telas. Su madre ya anciana teñía los hilos con una vieja receta de su abuela. Era su secreto. Tonino, la conocía y rogaba que su madrecita no faltara nunca.

      Un día en el mercado, vio a la joven más linda que jamás creyera su Dios le hubiera mostrado al mundo. Era una moza pequeña de estatura, cuerpo perfecto y suave en el andar. Reía cunado su ama le decía al oído alguna palabra o algún mozalbete le tiraba un piropo o le diera una flor. Él, tomó un clavel y se plantó delante. – ¡Tome usted ángel de Dios, que si pudiera le daría la mejor tela por mí tejida! Los ojos pardos, doraron el rostro de Tonino que quedó enamorado al instante.

      -Sal de acá, muchacho, -dijo el ama- que esta niña es la flor más apreciada de mi pueblo. Vete.

      Quedó el tejedor asombrado ante tanta hermosura. La siguió con la vista mientras se iba calle arriba hacia la ermita. Hasta allí la siguió, dejando sus preciosos tejidos sobre la mesa. Un vecino pícaro le escondió las telas. Y cuando regresó, estaba tan embobado que sólo optó por reír con la chanza de su amigo.

      Soñó con la niña y la buscó por todos los rincones cercanos a su aldea. Y, una mañana, pasado un tiempo, la vio llegar del brazo de un caballero mustio y sombrío. Levantó la vista justo cuando la joven muchacha le señalaba un hermoso tejido de color cereza. El hombre sacó su bolsa y pasándole una moneda de plata le dijo:- ¡Tómala hija, es tuya!- con ella puedes hacerte un vestido. Tonino, tomó una faja de un verde brillante y le agregó como regalo. La dulce sonrisa dejó al muchacho mudo. Torpe, como cabra de campo, no le habló y la bella siguió su camino.

      La alegría del tejedor del valle de Las Vertientes crece en la espera del regreso de la mozuela que el adora en escondidas. No sabe que la niña pronto ingresará a un convento de Carmelitas Descalzas.

      Un día vinieron unas religiosas y le encargaron tejidos blancos como la espuma del mar y nieve de las montañas. Metros y metros tejió. Nunca supo que eran para hacer el hábito de las jóvenes novicias. Cuando las vio pasar en procesión hacia el convento no reconoció a su amada. Y sigue esperando con una canción de amor mientras teje y teje cada mañana.

 

LAS JOYAS

 


La exposición de joyas antiguas y cajas de música alemanas del siglo XVII,XVIII y XIX, había logrado un enorme despliegue de interesados. Coleccionistas, comerciantes, policías y vigilantes privados rondaban el lugar. También ladrones de “guante blanco”, ladronzuelos y rateros.

Kitty y Franco habían viajado en diferentes medios de transporte, a horas dispares. Él, alquiló una casa antigua en las afueras de Recchè, la ciudad de las grandes subastas de arte del sur. Venían de Filipinas, por donde por “casualidad” habían “adquirido” unas piezas de 500 A.C. y donde se perdió el gran diamante “Mariposa” de 68, 47 Kilates, en un extraño color amarillo humo.

Olivia Colinner reconoció a kitty cuando pasó frente a una ventana de la casona. Ignoraban la mujer la reconocería. Había pasado once años en la misma celda. Ambas con prontuario frondoso por robo de importantes joyerías y subastas. Después fue captada por un inspector del centro de Investigación para este tipo de estafadores de alto nivel. Y necesariamente tuvo que transformar su imagen.

Una peluca azul, lentes de contacto verde jade, unas horas de cama solar y un traje de origen francés Coco Chanel, la mutó en una dama exótica y distante. Ahora debía entrar en el predio cuando más gente se aglomeraba.

Mientras tanto los centinelas contratados estaban parados estratégicamente. Con el rostro inexpresivo, con la mano sosteniendo el arma reglamentaria, con un dejo de serenidad, pasó el control. Observaba a la concurrencia. ¡Nunca se sabe cuando aparece el demonio!

Renzo Racco está nervioso, alerta, ha escuchado rumores en la calle, en el hall del hotel y en el restaurante del “Olimpo”, que merodean indeseables. La rutina no puede adueñarse de su vida que en general es tranquila.

La exposición de objetos tan valiosos lo ha puesto nervioso. Sus compañeros no creen que ocurra nada serio. Renzo, está convencido que la calma es artificial.

De repente, desde el techo se desprende Kitty con un arma láser, comenzó a caer sobre la vitrina del gran diamante “Mariposa”, pero… allí la esperaba Olivia que con el apoyo de Renzo, la arrancaron de allí, la esposaron y desaparecieron hacia la “Central” de INTERPOL.

Inexplicablemente, el diamante y varias joyas de máximo valor desaparecieron de los escaparates.

RÍO BERMELLÓN


                                   “Una vez que la esperanza entra en tu sangre, nunca la abandona.”Autor desconocido.

 

 

            El despertar de la selva es una fiesta de rumores y colores de arco iris. Los árboles se estremecen con la algarabía de insectos y pájaros. Pechitos colorados, blancos y naranja, revolotean en el remanso de la aguas del arroyo La Tuca.

            Una vez o dos al año, cuando comienza el invierno se despojan las plantas de alas y parloteo de cotorras parlanchinas. Cuando vienen las lluvias y crece el río se lleva los nidos de los ánades y patos silvestres. Es el tiempo en que los hombres juntan las cachas y huyen hasta el terraplén de la ruta.

            Se ven las lanchas de prefectura buscando algún rezagado o una anciana que no puede andar por los arrebatos del agua que trae todo tipo de arrastre: árboles, animales, trozos de ranchos… hasta se ha visto chapas del algún galpón derribado en su furia.

            En tiempo de bonanza, es una gloria. El pasto alto atrae al bichaje que engorda para la seca. El maíz, el arroz, la soja y el girasol, crece con la libertad de la abundancia.

            A veces en el camalotal, baja una yarará o una coral. Por eso hay trampas para no despistarse. Allá en medio de la tierra se eleva un rancho.

            Parece un tacurú en medio de la tierra apelmazada, del erial que rodea las paredes de caña y barro. Un ombú le da sombra como al descuido y levanta esa sombra que tanto anhela la calurosa faena de todos los días.

            Al amanecer un gallo se despierta y con el rocío se eleva una niebla dulce que moja despacito la piel de las vacas y ovejas. Con ellos se despiertan Simón y la Petrona. Los chicos aun duermen hasta que el sol calienta a un poco la mañana.

            Viene el tiempo de ubres y espumosa leche tibia. De agua en el tizne de una sufrida pava renegrida. Los niños se despiertan y la cháchara inocente envuelve la tabla de la mesa. El Simón de trote al cuartel del sur y la Petrona a la prisa. Ya viene el carretón para llevarlos al pueblo. La maestra espera y no hay que desperdiciar sus palabras y cuentos. A lo lejos, se escucha el griterío, vienen en remolino de distintos tamaños y voces a destajo. Van a la escuela.

            Más tarde recoge los huevos de los nidos, hay conejitos nuevos y una cabra ha parido. Limpia la tierra con la escoba húmeda y los pisos se quejan. Lava la ropa en el arroyo y son alas de palomas colgadas en los hilos. Es la vida de nuestros campesinos en la inmensa tierra que Dios nos ha dado. Son la esperanza de una vida mejor en nuestra patria. Son una alegría para el futuro.

            Cuando llega la noche y se enciende el cielo de un color violeta, una lámpara deja una luz diseminar paz y memoria para el descanso.

            Si el cielo en cierne descontrola esa serenidad… y desgarra en rayos y truenos su orden milenario, viene la ira y el Río Bermellón rompe el pacto de amor con sus hijos, mañana se iniciará una embestida bestial rompiendo todo.

            Simón y la Patrona, sacan la pala grande, hacen con las cenizas la Cruz Bendita y ahuyentan la tormenta como le enseñó el abuelo. Echan sal al aire y hojas de laurel. Se arrodillan y rezan como niños pequeños, oraciones antiguas de sus ancestros.

            La esperanza los guía. Los guía un sueño. 

EXTRAÑO AMANTE

 

             Sentado en la oficina pasaba su día tan igual a todos los días desde que entró en la compañía. Su título, le abrió enormes puertas laborales, pero su carácter ceñudo y seco, no le permitía platicar con sus colegas. Él era el nuevo jefe de construcción. Lacónico y trabajador, estricto y serio hasta lo crispante.

            Desde chico fue el punto de burla de los compañeros de la escuela. Su padre, obrero en los ferrocarriles, tenía la manía de llevarlo hasta la puerta de la escuela tomado de la mono. Esos lo hacía el típico niño o joven que servía para molestar. Eso lo llevó a enfrascarse en los estudios y gracias a su abuela, que era medio despistada, aprendió de libros antiguos muchos temas y escritos valiosos que le permitieron superar a la mayoría de sus compañeros. Tanto que lo pasaron de grados a puestos superiores y salió de primaria con once años.

            Ingresó con un alto puntaje en la mejor escuela de educación media de su ciudad. Allí brilló y era un alumno cuyos profesores pedían para que colaborara cuando algún muchacho se quedaba atrás.

            Sus gafas gruesas le daban un aire adusto, parecía mayor a los años que tenía. Su timidez, egregia y total, le hacía balbucear cuando una alumna de su edad se acercaba para pedirle ayuda. Evitaba salir fuera de sus tareas normales: bibliotecas, charlas de profesores eméritos y a veces, con su abuela que insistía, iba al cine o al teatro. Nunca aceptó que le encantaba.

            La música era la que lo despojaba de su mutismo interior y se encerraba en la habitación para escuchar radio o siendo más grande un tocadiscos que compró a escondidas. La muerte de la abuela, lo puso más cerrado. Cada vez hablaba menos y los padres, comenzaron a ignorarlo por no comprenderlo.

            Una mañana conoció a una alumna de literatura inglesa, que lo dejó perplejo. Su corazón latía cuando se cruzaba en los pasillos de la facultad. Era una joven muy bella. Simpática y siempre estaba rodeada por otras chicas y jóvenes con los que hablaban de arte. Él, desde lejos, la observaba dejando su imaginación volar.

            Estaba enamorado. Nunca podría acercarse a ella. Era su secreto más doloroso y hermoso.

            A través de su curiosidad innata, logró saber el número de teléfono de ella. Conoció su nombre: Mónica Raffo. Supo que tenía veinte años y que vivía en un paquete barrio de la zona más encantadora de la ciudad. Ella manejaba una motoneta y siempre vestía un Jean con blusas de colores claros. El cabello, larguísimo, le coronaba la espalda hasta más debajo de las nalgas. Muchas veces lo tenía enroscado en una especie de pirámide sobre la cabeza, atravesada por un lápiz de grafito.

            Nunca se acercó para hablarle y permanentemente evitaba pasar a su lado. Pero… un día de tormenta, tomó el teléfono y sin decir su nombre la llamó y hablaron un largo tiempo. Supo que le gustaba la música de jazz, hacer viajes cortos a lugares inhóspitos, amaba la literatura inglesa y a  Shakespeare, al que buscaba asistir cuando daban una de sus obras en el teatro de la ciudad o ciudades vecinas. Cuando colgó, ella no sabía quién le había hablado, tan entusiasmada estaba de encontrar un joven que supiera tanto de sus gustos. No tuvo miedo.

            Ingenua, esperaba sus llamadas. Él, con su persistente orden, todos los jueves a las ocho en punto le hacía un llamado. Y hablaban como viejos conocidos. Nunca se habían visto… eso creía Mónica.  Pasaron los meses y él, le dijo que se iba a tomar un trabajo en otra ciudad y que le escribiría. Así lo hizo. Largas cartas donde hablaban de mil cosas. Ella un día le pidió una cita. Él, le dio un extenso motivo por lo cual no podía momentáneamente verla. Muchas veces estaban sentados en distintas filas y butacas del teatro, pero nunca se acercaba para que lo conociera. Ella, supo que había comenzado un romance inédito. Lo amaba. Su corazón esperaba con ansiedad sus llamados o cartas.

            Pasaron cinco años. El nombramiento como gerente socio de la empresa le aseguró un lugar en la sociedad en donde los que antes lo molestaban con sus burlas; hoy le debían obedecer en las obras. Para Mónica su amado se llamaba Alfredo. En realidad se llamaba Eudoro García. Y salía en los diarios con ese nombre, ella nunca podía suponer quién era en realidad ese misterioso enamorado que no había visto nunca.

            Una amiga le presentó a un abogado simpático y charlatán que pronto la encaró con flores y besos robados. Ella extrañaba a su ignoto amante. Y aceptó salir con Lisandro Aguirre, y Eudoro los vio y se desató en ira. Corrió hasta donde la pudo alcanzar.

            Llegó hasta la casa de Mónica que  regresó sin saber su destino. De frente con un cuchillo le clavó en el corazón; surgiendo la sangre como un enorme crisantemo bermejo. Con el fuego que arrasó con furia, el cuerpo crepitó la sangre, laca tórrida en un crimen de pasión, venganza y odio. Ella cayó murmurando el nombre de su adorado Alfredo.

 

ESOS FANTASMAS

  

            Aurentia, olvídate. ¡Sí, olvídate! Nunca podrás regresar a la tierra de tus ancestros. Deja de soñar, mujer.

            Cuando se fue destruyendo la casa de Orellanos, en el sótano, como un ancla perdida, encontraron un baúl muy viejo. Estaba bien conservado para los años que parecía tener en ese oscuro rincón, entre cientos de trastos olvidados. Cuando lograron abrirlo, muchas cosas se transformaron en cenizas, otras estaban buenas.

            La casa de Orellanos era un alcázar construido con ladrillos y lágrimas de amor. El amor prohibido de tu abuela por el señor Tiburcio Olveira Castell. Ella escondía su pasión bajo el velo de la tristeza y la música cuando en la pianola soterraba su ira y celo. ¡Un escándalo si proclamaba su amor! La señora de Oliveira, se sentaba cerca de su esposo y tomaba su chocolate tibio con bizcochos cuando ella la miraba y sonreía como si no supiera que los sudores eran por esos ardores que la enlazaban. La casa era enorme y en el jardín, junto a la glorieta, las flores y helechos escondían su furor apasionado. ¡Pobre tu abuela! La casaron a los trece años con su tío de cuarenta y tantos, sin haberlo visto nunca. Por poder ante escribano y cura.

            Llegó el papel de la boda por vapor a la ciudad dos meses después y ella lloró sobre su lecho siete días. Nadie le podía hacer que comiera, hasta que llamaron al doctor Aurelio Oliveira Castell, hermano del vecino. Así lo conoció. Apenas se lo presentaron en una tertulia la flecha del amor le hincó el corazón. Amó al hermano de quien la hizo aceptar al marido anciano que llegó a los meses desde aquellas tierras lejanas.

            ¡Y la pobre tuvo nueve hijos! Sin amor y murieron siendo niños con una extraña enfermedad, que según dijo el doctor Aurelio, era causada por ser tío y sobrina. ¡Cosas de esa época! Tu madre sobrevivió… porque, dicen que era hija del señor Tiburcio. Comentarios de fogones y envidias.

            Bien en ese viaje dicen que llegó el arcón que encontraron en el destrozo que realizaron los operarios. ¿Conocías esa historia?

            Habían extraviado ese enorme arcón. Seguro que vino de allá, de la tierra lejana y mítica de ellos. ¿Tal vez ni recordaron qué venía en él? La ropa, muy bonita se fue deshilando como un hielo con el calor del sol, los alamares dorados y las peinetas, estaban tan duras que se quebraban apenas los ojos se posaban en ellas. Eran un mito, una mágica ilusión. Unas botas de cuero roídas por ratas o polillas se desfiguraron como la bruma en las mañanas del campo.

            Un cofre, que milagrosamente estaba íntegro y sus pinturas se podían ver con colores de magnolias y rosas amarillas, fue el gran hallazgo. Costó abrirlo. En el joyero, había un guardapelo impecable, como recién guardado. Una pequeña trenza con cintas desvaídas de color violeta, se enroscaba entre las florecitas que se deshicieron con el aire. Allí estaba la clave de la historia. ¡De tu historia, Aurentia!

            Recuerdo que el tío Ortuliano la escondió por varias generaciones, a tu historia, claro. Igual, se transformó en el sueño de los misterios y todos protagonizamos alguna fantasía con ello. Todo imaginario. Ese cofre nos permitió vivir una fábula distinta, emocionante, mágica. La tía Eufrasia, decía que era de una hija perdida en medio de una tormenta en los mares del sur. El tío, Ortuliano le agregaba pequeñas pistas a cada pregunta que le hacíamos nosotras.

            Cuando murió y desapareció la arqueta, quedamos un tiempo confundidos. Al principio se habló en cada cena o tertulia, hasta que se fue esfumando como el vapor de una fogata en la madrugada. Muchas inquietudes se desvanecieron con el tránsito del tío Ortuliano. Su amada compañera, perdió todo la esperanza de vivir y hasta se quedó calva. Ya no tocaba el clave que habían traído desde Francia cuando llegaron a la casa, varios años atrás.  

            Aurentia, deja de soñar. No podrás ir. Eres tan distinta a todos nosotros, que te evitarán si pones un pie en la tierra de ellos. Entonces los misterios nos acosaban. Luana, tu hermanastra, se quedó soltera esperando conocer y recibir la herencia o el cofre con su verdadera historia.

            Creyó, la muy necia, que cada hombre que se acercaba y pedía su mano y sus placeres, lo hacía por el valor de lo que creíamos había encerrado allí.

            Ya vieja, medio ciega, hablaba sola, creemos que con sus fantasmas personales. Ella los veía y corría por las galerías de la casa hablando y riendo. Siempre desnuda, cubierta solo por su larga cabellera negra que se pintaba de gris a blanco. Su piel agrietada y flácida. Su cara ambarina y seca. Sus manos arcillosas y artríticas se abrazaban a los arcones de la sala. Tú, no. Seguiste pensando en un regreso para buscar una verdad incómoda. Te tumbabas en el pasto húmedo mientras los insectos bebían de tus ojos negros que habían perdido el brillo.

            Mi querida Aurentia, nadie sabe quién es la dueña de la trenza del cofre. Tal vez fue la amante de tu padre que atravesó los mares en espacios infinitos como bufón burlesco. ¡Y tu madre, la hermosa Francine, escapó de la hacienda con un soldado que le prometió ser reina! Reina de qué, nadie lo supo ni sabe. Yo me quedé a cuidarlas. Y viví esperando que la fortuna nos trajera un cofre con la verdadera historia.

            ¿Te imaginas, Aurentia, en un pueblo de negros tú, tan blanca y bella, buscando la crónica de todos los sucesos de entonces? Quédate tranquila, mi niña, no podrás regresar. Ese es tu destino, no encontrar fantasmas. Sólo buenos relatos que presumo son sueños.