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sábado, 2 de julio de 2022

NO LAS QUEMES

 


 

Resurrección conoció a Paco en la puerta de la ermita de San Cucufato. Él, ya la había visto en la feria del domingo de San Blas, y la vio tan “maja” que se prendó de sus lindos ojos negros y como bailaba la sardanas junto a unos tíos y mozas del pueblo.

Su vecina, la Consuelo fue la que los presentó y acompañó al Paco para hablar con la madre de resurrección. El padre, había marchado a Bilbao a un trabajo de ciudad. Regresaría en el verano para las cosechas.

Breve fue el noviazgo y hermoso el casamiento. Paco tenía una pequeña casa heredada de su abuelo paterno en Molino das Rey y allá se fueron a vivir. En esos tiempos había mucho campo para arar y sembrar. Y la muchacha, trabajaba a la par de su enamorado. Ese año comenzaron a sonar voces de guerra. Había gente que no quería al rey y buscaban el alzamiento con banderas de muerte. Se enfrentaron entre hermanos, padres e hijos, pueblos contra pueblos. ¡Y había mucho sufrimiento! Para colmos la muchacha, quedó embarazada y Paco, salió a luchar sin saber muy bien a quién quería más y a quién quería menos. Era una guerra de otros. Pero un fusil, lo obligó a dejar sola a su amada.

Nació Paloma. Una morenita de ojos pardos que miraban asustados cada soplo del viento en el erial. El campo sin los fuertes brazos de Paco, estaba yermo. No quedaba casi nada. Habían incendiado la ermita de San Cucufato y prohibida hacer la feria en el día de San Blas. Pero las mujeres sin obedecer a los revolucionarios, se juntaban en escondidas a rezar el rosario a la virgen de Montserrat. Que desde la montaña, observaba a los poblanos.

Corría la voz que la quisieron quemar e inexplicablemente, no pudieron. ¡Eso fue la señal para las mozas, que siguieron con sus letanías en escondidas! Crecía Paloma, con la ayuda de su abuela que vino a vivir con Resurrección. Plantaron tomates y patatas, zapallos y consiguieron unas ponedoras entre las mujeres, que en verdad, muchas no sabían el porqué de esa guerra tan cruel e inútil. El rey había escapado con su familia de España y las noticias para esa gente llegaban tarde y mal. Casi todos no sabían leer ni escribir o apenas lo hacían. De boca en boca se pasaban palabras nuevas. Pero fueron suavizando el dolor por necesidad.

Pasaron tres años y llegó al pueblo un mozo de cuadra, era guapo y apenas conoció a Resurrección, se apersonó a la casa con un pretexto y la “romereó”. Ella al principio lo evitaba, pero él, consiguió conquistarla por medio de ser tierno con Paloma.

Un día habló con el padre de la muchacha, que había regresado muy herido de la contienda. Ya no podía ir a Bilbao a trabajar y apenas ayudaba en la tierra. Al viejo le vino bien este hombre joven y se apresuró a convencer a la hija que lo aceptara. Y dos meses después, se casaron entre las ruinas de la ermita. Algunos vecinos comenzaron a restaurar la capilla, que por antigua y necesaria para bautismos y casorios, era un hito en el pueblo.

Pasó un tiempo, y nació Pilar. Otra hermosa niña de ojos celestes como los de su padre. Alegre y siempre cariñosa. Paloma, sintió celos. Unos besos y unos coscorrones de vez en cuando no le hacían mal, decía. Fueron creciendo las hermanas. Asaron de ser una familia de campesinos a ser una familia de pueblo, ya que el Gaspar, por ser mozo de cuadra, tuvo que vivir más cerca de la plaza y del ayuntamiento.

Las niñas ya tenían diez y trece años y los abuelos habían quedado en las afueras de Molino das Rey, en el camposanto. Cuando desarmaron la vieja casa de piedra, encontraron en un baúl siete muñecas de hermosa losa antigua. Resurrección se las dio a las niñas que pelearon horas por poseer cada una la que quería la otra. Gaspar al regreso de su tarea, entregó como un juez imparcial a cada una la que a él, le pareció mejor.

En la escuela las niñas, no hablaban de otra cosa que de sus muñecas. Todas las mocitas querían ver las famosas muñecas. Era el sueño de cada una y de todas. Inventaban juegos y tareas para ir a la casa de sus compañeras, era sólo querer verlas e irse.

Ambas seguían discutiendo por las que tenía la otra. Un día, Paloma, decidió hacer algo definitivo… Tomó las que le gustaban a Pilar y las llevó junto al hórreo puso leña seca y cuando tuvo un buen fuego comenzó a quemarlas. Salió corriendo su madre. Paloma ¿Qué haces, no las quemes? Eran de tu abuela. Y logró salvar unas cuantas.

Hoy Paloma y Pilar han vendido las que quedaron sin fuego en el valor de un auto recién salido de fábrica y de alta categoría. ¿Qué hubieran comprado si no hubiese carbonizado las otras? Ahora, grandes y muy hermanadas, se consuelan por aquella idea de quemar sus muñecas.

 

HÓRREO AJENO


 

Don Gregorio llegó de Málaga con un pequeño maletín y una bolsa con algunas ropas viejas y gastadas. Lo de mayor valor era su cáliz y su patena. Se la había entregado un monseñor anciano que ya no podía con su artritis y su ceguera.

La capilla estaba en ruinas. Alrededor, tumbas viejas desmembradas y rotas. El panorama era desastroso. El viento envolvía la flora silvestre que crecía por doquier. Volaban algunos pájaros por el resto del campanario y los nidos parecían verdaderos hervideros de paja y plumas. El cura, se sentó en una roca, cuando la miró, se dio cuenta que era el resto de una lápida. “¡A la amada Esperanza!” y no supo si llorar o reír. Le esperaba un trabajo inmenso.

Ingresó por una puerta destartalada que daba al refectorio. Los techos tenían algunas luces, por allí volaron dulces palomas como espíritus fantasmales. Sacudió con su bufanda una mesa y una silla. Volteó a buscar otra habitación y vio un candado. Esa entrada seguro daba a la única habitación de la capilla. ¡La casa parroquial, le habían dicho, está un poco abandonada! El último pastor, falleció hace treinta años. No se pudo enviar a nadie. Buscó y rebuscó la llave, debajo de una losa, la encontró. Abrió con dificultad, pero… ¡OH, sorpresa, todo estaba allí intacto, limpio y bueno! Una pátina de polvo y algunas telarañas cubrían las sillas y otros muebles.

Encendió la salamandra y el calor comenzó a suspirar por entre las frías paredes. Encontró la ventana tras unas cortinas pesadas descoloridas. Las descorrió y entró un rayo de sol, tenue y libre sobre la habitación y vio el más bello rostro de Jesús, en Buen Pastor pintado sobre tela, que no imaginó nunca encontrar allí.

Sacó de entre sus petates un trozo de pan y queso manchego. Sacó agua de un grifo rezongón que dejó escabullir agua oscura hasta que límpida como la mirada del Cristo, le salvó la garganta del sabor amargo de esa dura soledad.

Comió rezando unas letanías y caminó hasta un lecho, que se quejó cuando quiso apoyarse en él. Sacudió la colcha y volaron mil pequeñas estrellitas de polvo. Se tiró y quedó dormido.

Un golpe sordo lo despertó. Alguien había llamado a la puerta o a la ventana. Somnoliento, apretando sus ojos lagañosos y doloridos, se dispuso a ver quien era. Un mozo de unos veintitantos años estaba parado allí con una enorme sonrisa. ¡Soy Orestes Segovia, su vecino! Bienvenido a nuestro pueblo. Lo hemos esperado tanto, pero ya está acá y le ofrecemos ayuda.

Don Gregorio, se puso las gafas y acomodó el hábito que lo esperaba en una silla. Se ajustó el rosario en el cinto y abrió. ¡Bienvenido tú, muchacho! Un apretón de manos y detrás un par de mozalbetes con herramientas varias se apresuraron a saludarlo. El ruido espantó a un perro vagabundo que se había acercado. ¡De quién es ese pillo? ¡Pues suyo si lo quiere! Y sin pensarlo mucho, el padre lo aceptó, tendría un ayudante extra con las probables alimañas.

La tarea de reconstruir la ruinosa capilla fue ardua. No se hace en dos días lo que se abandona en treinta años. Lentamente fue acercándose la gente. Las campanas, una vez vueltas a colocar en su lugar, sonaban con el viento o cuando el hombre de Dios, se colgaba para llamar a misa. Primero vinieron las viejas, curiosas para ver a su nuevo cura. Luego se fue pasando la voz: ¡Es un poco pachorrudo, pero parece bueno! Es algo viejo. Es sereno y habla bien. Y cada parroquiano daba su impronta según les parecía.

La Teófila, viuda del comisario, que tenía un buen gallinero, le trajo varias, con un gallo para que pudiera comer. Pues comenzó la envidia: Eleuterio le trajo un cochinillo para que criara. Doritila y Fidel, un par de conejos que pronto se reprodujeron tanto que comenzó a regalarlos. Así fue creciendo la comunidad y la parroquia.

Para Semana Santa armaron un Vía Crucis con pompas y campanillas. Flores de las casas y no faltó quien quisiera prestar a su muchacho para que representara al Cristo. Don Gregorio, tuvo que ponerse firme. ¡Eso aquí, no se hace! Ya arreglada la iglesia y el cementerio junto a ella, comenzó el pastor a caminar el pueblo. Vio lindos campos sembrados y pequeñas parcelas de frutales. Y se enamoró un hórreo que tenía un vecino cercano al ferrocarril. Comenzó a preguntar, qué quién lo hizo, qué si era difícil, qué si puedo hacerlo… y Orestes le propuso ayudarle. ¡Haremos el mejor! Y así fue que buscó un espacio cerca de su casa parroquial, limpiaron de árboles y plantíos innecesarios. Y comenzaron a levantar las columnas bien fuertes, con sus buenos moldes voladizos para evitar las alimañas, y lo hicieron tan bello y tan grande que parecía ajeno. De otro lugar, de otro dueño. Don Gregorio, se sentó a contemplar la obra y secándose el sudor, dijo: ¡Será para historia de este pueblo!  Y así fue nomás