martes, 2 de noviembre de 2021

EL LETRADO

  

            Alejandro había pasado por la universidad sin pena ni gloria. Un alumno del montón que había conseguido el título de Licenciado en Leyes por astuto y persistente.

            Era bastante parco, miedoso y tartamudeaba cuando se ponía nervioso. No quiero contar cuando estaba frente a una mesa de exámenes, con tres o cuatro profesores de esos que te miran como si el que tienen adelante es una cucaracha. ¡Y hay que  pisarla! Pero sin embargo lo logró. Con sus miedos y prejuicios cumplió secretamente el anhelo de Bettiana, su eterna enamorada que creyó que con el famoso diploma se venía el casamiento. Se equivocó. Alejandro envalentonado, se marchó a un pueblo del interior para ser el “doctor en Leyes” y hacer política.

            Había comprado un auto usado y alquiló una casita donde colgó un cartel que anunciaba su condición de Abogado especialista en toda clase de temas. Llovieron pequeños productores que el banco regional quería rematar, algunos vendedores que pasaban por ahí y dejaban hijos producto de adulterio y que les obligaban las mujeres a pagar su cuota de alimentos y problemas de arrendatarios y dueños que se entreveraban en deudas eternas para cobrar. Todo dependía de si había buenas cosechas o si la siembra era escasa o mala. Ni hablar de los campos anegados y los vientres de los animales nulos.

            De vez en cuando recibía una carta de Bettiana que le reclamaba la promesa hecha el día que se recibieron en el secundario: “Lo primero que hago si me recibo es casarme con vos y llevarte a Europa de luna de miel”. Ni loco la traía a ese pueblo de morondanga. Y llevarla a viajar. ¿Con qué? Si la mitad de los trabajos que hacía se lo pagaban con un cordero o con un cheque que no lograba cobrar por meses. ¡Comer comía bien, ya que por ser un “ilustre” en el pueblo, lo invitaban a todos los acontecimientos del lugar: casamientos, bautismos y fiestas familiares! Se hizo amigo del médico, otro zopenco como él, que no daba a basto con la clientela.

            Y un día ocurrió. Vino al estudio una mujer que rompía las paredes… era casada y quería el divorcio. Allí, en el mismo sillón de cuero verde, se puso a llorar mientras mostraba unas piernas dignas de una modelo. Rubia, (teñida) con labios gruesos y con mohines de niña que lo dejaron patas para arriba. Unas “gomas” que marcaban hoyuelos en la blusa y la pollera corta que al sentarse, mostraba el muslo gozoso. Cayó rendido a sus pies, prometiéndole que en un corto tiempo era divorciada. Ella le aclaró que no tenía como pagarle y él, generoso, le dijo: Querida ya veremos, dejemos eso para más adelante. Y así fue ella se divorció y pagó. En el modesto hotel del pueblo le pagó con unos amores inolvidables.

            Ella, se quedó con un campo de trece mil hectáreas y de pronto Alejandro, abogado, dejó el estudio y se dedicó a trabajar el campo. Dicen que Bettiana sigue esperando. Y él es un rico hacendado con miles de pesos en el banco. ¡Ah, el zopenco, hizo algo parecido, se casó con la prima de la mujer y tiene otro campo lindero en el que cría ganado Holando-Argentino que exporta al exterior.

            ¡Hay que tener cuidado con los letrados!

           

jueves, 28 de octubre de 2021

"DEL LIBRO: HISTORIA D E TRENES Y HOMBRES"

 

1-      EL MILAGRO

                            “Recuerda la hora más oscura es la que precede a la aurora” Shakti Gawain

                                                                                                       

            Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre, Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano “puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban algunos paisanos.

            Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua “Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.

            Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.

            Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y la Santita de los Caminos que lo ayudaran. Descendió del estribo y se quedó helado. Un niño ennegrecido por el alquitrán, el aceite y la tierra reptaba entre las vías. Seguro el tren le pasaría por encima.

            ¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.

¿Cómo puede ser que naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me hiciera el milagro?

            Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando pasaba le tocaba el silbato como saludo.

            Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo con respeto.

 

 

UNA ARAÑA EN SU ROPA

             Le gustaba leer en el baño. Llenaba de periódicos, revistas y libros el pequeño receptáculo llamado baño. La casa era grande, pero el otro, el enorme, tenía ducha, jacuzzi, placares para ropa blanca, un enorme espejo que espiaba al que lo usaba y acechaba cada minuto al ingenuo que se acomodaba en el inodoro. ¡Horrible ojo del escándalo para la intimidad!

            El otro, el pequeño, quedaba junto a un breve jardín poco frecuentado por la familia, sólo a veces, él, salía a fumar en escondidas un cigarrillo que apestaba el aire y lo delataba con la chismosa de la casa, Camila, la vieja niñera.

            Allí, en ese mundo tenía su pequeño reino. Gozaba de intimidad y leía a gusto, mientras despoblaba sus tripas sin vergüenza. ¡Nunca imaginó lo que ocurriría una tarde calurosa de verano! Entró al recinto como el rey de la comarca. Se desvistió colgando de la hermosa forma de bronce que servía de percha: pantalones, camisa y hasta se dio el gusto de sacarse zapatos y quedarse en calcetines y bajarse el calzoncillo hasta quedar casi desnudo. Éste, el blanco interior, se balanceaba entre sus pantorrillas que ya lucían bellas venitas azuladas. Era un objeto inmaculado. Tomó el diario del domingo y fue tranquilamente leyendo los artículos que no había aprovechado ese día con la familia en pleno de “pasta” de la abuela. Tardó como una hora y media, hacía rato que despojó de sus desechos.

            Cuando dejó el periódico y se agachó para lavarse…quedó estupefacto. Una enorme araña negra se balanceaba en su íntimo calzoncillo blanco. Tenía patas peludas y con sus ocho ojos, lo miraba ignorando el próximo movimiento que la dejaría fuera del sublime momento que vivía. ¡Pobre araña!

            Comenzó a gritar. ¡Camila, Rosalba, Julio! Nadie acudía y él, horrorizado, se imaginaba que el astuto arácnido, se acercaría a sus partes pudendas y le mordería ahí, justo en la piel más suave y tersa que tiene el hombre…su escroto o su pene que se iba achicando hasta casi desaparecer en su vientre. ¡Camila, Rosalba, Julio! Que alguien venga… o me muero. Y apareció la vieja, con ganas de matarlo. ¿Qué te pasa Humberto? Miró y se quedó con la boca abierta. ¡Ah, no, esa porquería no me va a dejar a mi muchacho enfermo! Y salió corriendo en busca de algo.

            El baño, parecía cada vez más pequeño, más lóbrego, más peligroso. Él, miraba como la horrorosa se movía lenta en la nívea prenda. ¡Ya vuelvo! Había dicho Camila que lo crió de niño. Y regresó con un palo. Y el miedo se agigantó. Me vas a pegar un palo. ¡Déjame a mí! Y con un mandoble de artista de circo arrancó el calzoncillo de los tobillos de Humberto. La araña rodó por el suelo envuelta en parte de la prenda, pretendiendo salvar su negra y peluda existencia. El golpe fue perfecto. La muerte rápida y la risa de Camila tronó en el baño que de pronto pareció Versalles.

            ¡Por fin la araña estaba inerte! Y Humberto sin su prenda interior, con calcetines a rayas de colores, parecía un huérfano en la calle de los barrios más pobres de Calcuta.

LLEVÓ EL AMOR AL MAR

 Con la mirada perdida en la orilla del mar, Isabella, buscaba un recuerdo de aquel día en el que vio por primera vez la nave. El viento arremolinaba el cabello en su rostro, abrazaba con su larga falda el cuerpo y su pañoleta de gasa era un torbellino de suave color ambarino que trataba de acercarse a las olas.

El bravo oleaje mutaba el color del agua, la sal se prendía como alfileres de hielo en la piel. Espera larga y tediosa para los forasteros, pero quienes la conocían sabían que invierno o verano, con tormenta o calma ella estaría allí, parada mirando el horizonte.

Sus ojos estaban enrojecidos  por el aire fresco que agobiaba desde el horizonte. Las manos traficaban oraciones y plegarias al oleaje. Su amor viajaba en las alas de una nube, de una gaviota, de un rayo castigando la esperanza. Estaba mustia, estaba acerada, estaba tan mujer desperdigada en pensamientos que languidecían en su mente que enarbolaba sueños, cada día, cada primavera o en otoño.

Isabella, peregrinaba desde su casa de piedras heredada de sus ancestros hasta la costa. Allí lo vio, él, la buscó con la mirada penetrante de los dioses paganos. La tuvo. El amor engendró un delirio de piel y besos, bajo la luz de la luna llena o el caliente viento que llegaba del sur, de África.

El sonido del vapor tuvo el sortilegio inesperado de la despedida. Una columna de humo se fue alejando por el agua verde dejando una vereda de espuma. Ella se paró en la escollera hasta perder de vista el bulto negro de la nave. Su dios pagano regresaría a su lecho florecido de amor. Allí, donde se guardaba el calor inoportuno de la pasión compartida.

Él, no volvía. Su rostro se fue desencajando y su cabello blanquecino, se perfiló bajo el velo del tiempo. Pero, una mañana, cuando llegó al puerto, lo vio. Era él. No la reconoció. Pasó a su lado sonriente enredado en la cintura de una niña morena de ojos de trigo. Ella, en silencio, volvió a su casa, cerró la celosía y guardó las sábanas bordadas que acariciaron sus cuerpos. Isabella comprendió, que su amor se había ido entre las marejadas de un mar bravío e insolente: el tiempo. 

 

LA PIEL DE UN HERMANO


 

                                                         LA HERMANA DE MARCELO, MIRÁNDOLO ALLÍ EN LA CUNETA DIJO:

                                                                                                     NO TUVISTE HERMANO NI TAN SIQUIERA LIMPIA LA PIEL.

 

                Lo peor que le pudo pasar a Petronila, fue nacer con la piel tan oscura. Los ojos de un estridente color negro y rulos en su bello cabello descolorido. No era rubio, no era castaño, no era negro. De pequeña no sintió el peso de su figura, pero de grande, es decir cuando comenzó a ir al colegio, los chicos le preguntaban si estaba quemada por un incendio o si el sol se había enojado con ella.

            Nada que pudiera decirles, servía para evitar las burlas y chismes. Porque hay que reconocer que los pequeños, repetían historias que escuchaban en sus casas cuando por las tardes de calor se  sentaban bajo los “castañolas” para beber te frío. Allí se hablaba y comadreaba siempre como si la vida de todos los que habitaban ese paraíso fuera un motivo importante en la historia de la humanidad.

            Cuando nació el hermano, al que bautizaron Marcelo, lo primero que miraron fue el color de la piel. Y era de un pálido rosa viejo, con algunas manchitas o pecas más oscuras, pero el cabello definitivo era castaño oscuro con reflejos dorados. Petronila, lloró toda la noche. Miraba por la ventana el cielo y le parecía que la luna se reía de su pena.

            Fue creciendo con una belleza que trastornaba a cada madre envidiosa, lo que atrajo una especie de producción de tráfico con manos santas y aprendices de curanderas. Cintas rojas envolvían la cuna, luego los tobillos y hasta llegaron a colgarle un diente de tigre del cuello, para espantar el mal de ojo. Eso no evitó que creciera cada día más lindo, inteligente y con una sonrisa que atrapaba estrellas.

            Las muchachas se acercaban a Petronila, sólo para poder hablar de su hermano. Incluso algunas le regalaban gatitos o cotorras, para que le entregara papeles con cartas de amor. Cuando cumplió diecisiete años, Marcelo era el chico más codiciado de todo el pueblo.

            Como era buen alumno consiguió una beca y se fue a una ciudad cercana para hacer su nueva etapa de técnico agrario. Y allí, se dio cuenta que la vida no era tan fácil como siempre le fue presentada. Extrañaba mucho a su familia y a Petronila, a quien llamó para que lo acompañara en la ciudad. Ella pudo estudiar enfermería y conoció a personas buenas que no la miraban por su piel, sino por su bondad y predisposición para el aprendizaje. Su tono de piel combinaba muy bien con el traje que usaba en el sanatorio donde hacía las prácticas y un compañero se enamoró de ella. Y le pidió que se casaran para la primavera. Los padres estaban felices y Marcelo se puso furioso. Los celos no le permitían disfrutar de la alegría de su hermana.

            Una noche que salió con varios estudiantes, bebió demasiado. Se puso a pelear con unos pandilleros que terminaron dándole un botellazo en la cabeza. Cayó mal herido. Luego lo levantaron entre varios y lo tiraron en una cuneta. Allí lo encontró Petronila y Julián, su prometido en plena madrugada. Nada se pudo hacer, estaba muerto. Y ella con los ojos llenos de lágrimas sólo atinó a decir: ¡No tuviste hermano ni tan siquiera limpia la piel! Ahora qué me dirá mamá… todo es culpa mía, seguro. Y sintió los brazos amorosos de Julián que la protegían del dolor.

 

 

 

 

viernes, 22 de octubre de 2021

EL HOMBRE DEL BASTÓN


Amanecía en “Las Compuertas”, campo si los había, pletórico de sembradíos. El trigo en paños se movía como la cabellera rubia de una doncella, los girasoles, abrazaban el sol con un esfuerzo supremo de convertirse en ese inmenso disco de fuego, alabando al demiurgo, el maíz estiraba sus verdes brazos hacia el infinito con sus penachos dorados que inseminaban los granos de los maíces.

El ladrido de los dogos, alteraban el suave sonido de las aves. Unas nubes rosadas se almacenaban sobre los eucaliptos al oeste. Entre la vegetación, sobresalía la casa. Antigua y dura. Las piedras con musgo empobrecían las viejas paredes despintadas y la cal sólo se enseñoreaba en las zonas altas. Los ventanales distraían la mirada de los que se atrevían a llegar hasta el portón de hierro en la entrada. Atadas con cadenas, se retorcían los postigotes rotos por las tormentas.

Un parterre de flores amarillas, apretaban sus pétalos dorados, confiando en la orilla de la escalera la entrada. La puerta, despintada había sido verde. Una aldaba de bronce, con la figura de un extraño duende o demonio, servía de anzuelo para llamar a los habitantes de ese caserón avejentado.

Celmira, se asomó, cuando los animales comenzaron a desgarrar sonidos agudos. Una sombra se deslizaba sobre los pastos duros del camino. Un sombrero negro, ocupaba el cuerpo de un alguien atrevido y ajeno. La capa soportaba el torso desgarbado del personaje y un bastón sobresalía a cada tranco que revoleaba para sacarse de encima los perrazos.

¿Quién vive? Gritó la mujer, secándose en el delantal las manos húmedas de miedo. Deténgase o disparo. Los animales dejaron de ladrar y zigzaguearon alrededor del cuerpo mustio y desgarbado. Ella, abrió la ventana con cuidado. Apenas asomó el rostro y el perfume del tabaco fino y a humedad del susodicho, le dio en la nariz.

Mi nombre es Plácido Villoria. Vengo desde el Cortijo de Andrada. Me envía don Lezica. Quiero hablar con usted o con su padre.

Celmira, sintió un escalofrío. ¿No sabía Lezica que su padre yacía en un lecho perdido, sin conocer a nadie, ni siquiera a ella? Cerró la ventana y pidió licencia para acomodarse un poco. En realidad, buscó el viejo revolver de Francisco y lo escondió bajo su delantal de cocina. Abrió lentamente la puerta. Lo miró de frente. Unos ojos negros se clavaron punzantes en su rostro. Hable conmigo, mi padre duerme y no lo voy a despertar por un desconocido. Hizo un ademán y la rodearon los mastines.

¿Puedo pasar?- dijo el desconocido. ¡De ninguna manera! Acá no entra nadie sin mi consentimiento o el de mi capataz. Francisco ha ido a comprar herraduras y un barril al pueblo. Regresará más tarde. ¿Qué necesita?

Disculpe mi atrevimiento, pero, don Lezica y su tío Andrada, me pidieron que viniera a por la cosecha del trigo. Quieren comprarla y yo se las voy a llevar al molino de Ahumada. Quieren que me diga un precio a pagar por todo el grano.

Celmira, se acomodó contra la pared, necesitaba aire. ¿Cuánto podría pedir por semejante cantidad de trigo? Se restregó las manos. El hombre clavó sus ojos de ascuas en los dedos deformados por el trabajo duro que veía en ellas. Lo voy a pensar. Esperaré que venga mi capataz y haré números con mi padre.

Plácido Villoria sonrió, le brilló un diente forrado en oro en una boca austera de otros dientes. Si quiere lo esperamos. O despierte a su padre y él, podrá decirme cuánto quiere. Sacudió el bastón sobre el lomo de un animal que se acercaba mucho. ¡Ey, no me muerdas tunante!

Sal de ahí, Ulises, el señor te tiene miedo. Y el animal bajó las orejas pero el brillo de los pelos marrones, erizados, reflejaba su astucia y atención. ¡Dije que no pasa nadie a esta casa!

A lo lejos una nube de polvo se acercaba. Era Francisco que regresaba antes de lo previsto. Llegó con los caballos sudados y sedientos. Al apearse, mostró el trabuco en su cintura. ¿Qué anda buscando el caballero? Doña Celmira, vaya adentro que yo me arreglo con este señor.

Ulises, se sentó entre ambos gruñendo. Celmira, ingresó, pero quedó con las orejas pegadas a la ranura de la puerta. Desconfiaba de ese hombre. Difícil que Lezica y Andrada, no supieran que su padre tenía demencia senil. Ellos, si bien hacía tiempo no venían por el campo, sabían por los obreros, que el dueño de Las Compuertas, ya no sabía ni que su hija era ella. Quien lo cuidaba, le daba de comer en la boca y lo afeitaba. Difícil era bañarlo. Y el médico venía una vez por mes a revisarlo, darle algún remedio o tizana para que no tosiera tanto. De golpe sintió un estampido.

Abrió la puerta y Ulises, saltó sobre el bandido. Le asió con sus colmillos la mano y evitó que detonara otro balazo a Francisco. Éste, yacía bajo un charco de sangre. Un calor agrio le atravesó el cuello a la mujer y un grito salió apenas de su garganta herida.

La empujó y con el bastón le hincó un afilado puntazo en el pecho. Ulises, cayó herido también, y se vinieron los demás animales y desgarraron al asesino.

La noche se desparramaba sobre la escena cuando llegó un desorientado Lezica, herido pero vivo. Él, no había logrado desatarse antes, para avisarles a sus vecinos que ese matrero les venía a robar.

Cuando abrió la puerta de la habitación del viejo, éste, lo miró y dijo: Lezica, ayude a mi Celmira y a Francisco. Algo malo ha pasado. Yo nunca he podido. Y se volvió a perder en su universo de olvidos

EL COMPADRITO

             Nació como según se dice: en cuna de oro. Su padre estanciero, su madre con apellidos para hacer un legajo real. Un bebé de portada de revista de moda. Sexto hijo de una pareja despareja y sombría, pero que aparentaba felicidad. Los tres primeros eran unas niñas que no tenían el glamour que se esperaba de esa gente. Los dos varones que vinieron después, mellizos, eran morenos, de ojos negros y tan diferentes al padre que se murmuró que no eran del patrón, sino del chofer. Tenían una berlina que los llevaba a la iglesia o a la ciudad. Siempre acompañados por la nana, una matrona rubicunda y alegre que le cantaba canciones en francés.

            Lo bautizaron Luciano Rigoberto Cosme, por abuelos y parientes muy queridos. Y aprendió a caminar pronto, más ligero que sus hermanos. Ágil y picaresco siempre haciendo travesuras que eran ocultadas por el resto de los hermanos. Una tarde de tormenta un rayo cayó cerca del camino, el caballo se descalabró y cayeron en un barranco. Dos de sus hermanas: Federica y Leticia quedaron en estado de coma. No hubo terapia que ayudara a las niñas y con el dolor incrustado en el corazón de la familia las dejaron en el camposanto de Laguna Larga. A tres kilómetros de la casa familiar.

            Pasó el tiempo y los muchachos fueron internados en un colegio LaSalle y Amancia la hermana de ocho años, fue a las Clarisas. Quedó él, el niño más mimado de la familia. Con el Jardinero, aprendió a cazar, a pescar y a galopar por los campos de trigo y cebada de la estancia. También don Antenor, le enseñó a capar y marcar el ganado. Para el muchacho todo era un deporte.

            Creció hablando un francés pasable, porque la nana insistió en enseñarle su lengua nativa. Su madre le hablaba en inglés y el padre, como buen hijo de castellanos, le obligaba a usar el español a la perfección.

            Nadie habló de llevarlo a la ciudad a un colegio para su formación y sólo aprendió con esmero de la enorme biblioteca de sus padres. Era muy inteligente y curioso. El día que su padre compró un Ford, estalló en gritos de alegría y ya nadie pudo impedir que trepara al vehículo y aprendiera a manejarlo. Volaba por los caminos polvorientos. Desarmaba parte por parte el automóvil y lo armaba como a un simple rompecabezas. ¡Es un genio! Se decían en la casa. Pero salía con el asiento lleno de armas y volvía con animales sangrando, colgados de los hierros del coche.

            La cocinera se molestaba porque debía limpiar y despostar los bichos. Luego cocinarlos con recetas que le daba la nana. La madre lo llamaba Rigoberto, por una discusión que había tenido con su abuelo de quien el muchacho había recibido el nombre de Luciano.

            Cuando pasó el tiempo, ya mozo, su figura era la de una estampa de buen artista plástico. Alto, bien formado, de ojos claros como su padre y siempre tostada la piel por el sol que recibía entre los campos de girasol y maíz. A veces iba a buscar a sus hermanos y los veía pálidos y descontentos, llenos de remilgos por la exigida escuela y sus maestros. Pero él, sólo pensaba en grandes aventuras.

            Su padre le regaló un campo y él, supo hacerlo trabajar y acrecentar sus bienes. No sería abogado como uno de los hermanos, Rufino, ni cura como Alcides pero su vida sería recordada por siempre. Él, sería un héroe.

            Aprendió a volar unos armatostes de metal, lona encerada y madera. El motor echaba humos como horno de pobre y el ruido era del mismo infierno del Dante. Voló solo y acompañado por su amigo Waldemar. Pasaron del globo al aeroplano como pájaros sedientos. Eran jóvenes y arriesgados. Llegó a Francia y París lo recibió con su bohemia y pasión. Amó a varias mujeres, probó todo. Hasta un día que le llegó un telegrama diciendo que su padre y su madre habían muerto y se lo necesitaba en América. Laguna Larga era su lugar y su mundo pequeño pero asombroso. ¡Y regresó! Ya tenía cuarenta años. De sus hermanos poco sabía. Su hermana se había casado con truhán que le robó hasta la memoria. Tenía siete hijos y deudas hasta en la cocina. Cuando la vio, casi cae desmayado. Delgada y pálida, su cutis otrora arrebolado era color ceniza verdosa, sus manos que parecían ángeles en el teclado del piano estaban llenas de cayos y ampollas. ¡Un horror!

            Resolvió la vida de Amancia, que cambió. La de sus hijos también. Pero, ella le hizo comprender que tenía que formar una familia. Buscó entre las muchachas casaderas a la más inteligente y de buen humor, no quería un limón agrio a su lado. La encontró en Virginia Del carril y Orregio. Una dama, que hablaba francés, inglés y pintaba como había visto a grandes artistas en París.

            Siguió cazando pero junto a su amigo Waldemar, atravesaban la sabana africana o asiática buscando piezas de alto valor entre los hombres acostumbrados a ese deporte. Mientras ellos viajaban, Virginia y Amancia, manejaban los campos y disfrutaban en reuniones con personas pensantes. Hasta que vino una revolución y quedaron dentro de un pequeño círculo que se ocultaba para tratar de reponer la Justicia y el orden.

            Les confiscaron las haciendas y los vehículos. Se salvó el avión porque Luciano Rigoberto lo había llevado a África. No pudo regresar por dos largos años. Su país ya restablecido el parlamento, le había devuelto sus bienes. Cuando regresaban una tormenta los atrapó en pleno mar, debieron aterrizar en una pequeña isla y allí, esperar un tiempo de bonanza. Al aterrizar en Laguna Larga comprendió la verdad, se acercaba un hombre bello, tan hermoso como fuera él, a sus años y supo que había envejecido.

            Un abrazo enorme los unió y una promesa selló sus corazones. No venía un héroe, venía un hombre maduro que ya perfilaba los setenta años. Virginia, con la cabellera gris, le entregó dos cartas. Una de su hermano abogado que exigía la herencia que le correspondía y una de su hermano que ya era obispo, que pedía entregara su parte a los pobres de África. Y así, el muchacho arrogante y veleidoso se arrebujó en un sillón junto a su perro y su esposa, para pasar el resto de su vida como un hombre común típico de un tiempo lejano.