lunes, 7 de marzo de 2022

¿ADÓNDE VOLÓ UBALDINA?

 

LA ESTACIÓN ES UNA PLAYA DESIERTA DONDE SUENAN SILBATOS DE TRENES QUE SALEN Y NUNCA REGRESAN

 

 

           Siempre soñaba con viajar. Entraba en las bibliotecas del pueblo y ya sabían que pedía libros de países lejanos, de ciudades extranjeras. Ubaldina soñaba con trenes y barcos y aviones. Pero nunca había salido del pequeño barrio junto a la cancha donde trabajaba su padre. Ella ensoñaba con pasear por plazas antiguas, castillos y viejas catedrales. Su madre se reía y la obligaba a que le contara por dónde estaba paseando ese día o a qué lugar tomaría el próximo tren para escapar a sitios de leyenda.

            La hermana y el hermano, la atormentaban con chanzas y preguntas. Se ingeniaban conocer algún lugar donde hubiera playas o bosques para decirle como debía ir. Ella a veces lloraba y se refugiaba en la biblioteca de la escuela. Allí, siempre encontraba alguien que la apreciaba o le pedía algún dato para un examen o una tarea escolar. Con ternura, la bibliotecaria, la miraba devorar los mapas y las imágenes de los libros una y cien veces leídos.

            Pasó la escuela primaria con excelentes notas y la directora de la escuela llamó a sus padres y les rogó que le permitieran seguir estudiando. La madre no quería y el padre dudaba. Si la ponía a trabajar en algún negocio cercano ayudaría con la casa. Ambos decidieron dejarla un para de años en el ciclo superior. Allí fue el gozo total. Sus profesores se asombraban de la facilidad y conocimientos que tenía del mundo, de los lugares más inhóspitos conocía flora, fauna e historia. Hasta sus compañeros le consultaban temas que ellos ignoraban.

            Su profesor de geografía un día le preguntó de dónde tenía tanto amor por su materia. Ella dijo: Mi sueño es tomar un tren, llegar a lugares lejanos, conocer playas, bosques y la sabana africana, el desierto, los colosos del Himalaya y viajar, viajar, viajar.

            Pasó lo imprevisto. Saliendo del colegio, un tranvía la atropelló y quedó muy delicada. Entró en un estado de inconciencia. Le tenían que inyectar oxígeno, alimentarla por zonda y no pudo despertar.

Sus hermanos comprendieron que si le leían de lugares lejanos donde ella quería conocer, tal vez mejorar.

            No sabían que su mente divagaba por estaciones de trenes, oía silbato de barcos y trepaba a trenes que no regresaban nunca a ese lecho del hospital. Ubaldina nunca despertó y su familia piensa que se fue en un tren a un lugar muy extraño donde podía ver cada uno de los castillos, catedrales y plazas del mundo. Un día su corazón se detuvo, y por fin voló no sabemos hacia dónde.

sábado, 5 de marzo de 2022

CARLOS SE CANSÓ DE IR SIEMPRE AL CENTRO

 

             Hace frío y no quiero moverme. Con cinco grados bajo cero, no quiero ni siquiera levantarme. Abro un ojo. Y veo el reloj de la pared frente a mí. Siento un temblor que me penetra y sube desde los pies hasta el cráneo. Odio, odié y odiaré siempre al invierno. Lo detesté desde chico, cuando a mamá se le ocurrió que debía ir a la escuela en la mañana. Protesté, me tiré al suelo y me revolqué por el lodo del jardín, con el mejor berrinche que pude inventar. Esos derretían el corazón del abuelo. Nada sucedió. Me inscribieron en ese horrible colegio en el turno mañana.

             Adiós al chocolate con vainillas al calor de las mantas escocesas de la abuela, adiós a los arrumacos de mi perra “Colita” y a las pantuflas por el salón donde leía el diario la familia. La única que protestó, fue Renata, mi niñera. Ella debía despertarme y lograr que me vistiera, me lavara los dientes y me peinara con “Glostora”. Así pasó el tiempo. Me fui acostumbrando. Pero al llegar el verano, más o menos uno se sentía mejor. No nevaba ni helaba el cuello bajo el capote de lana. ¡Pero en invierno! Se me corrían las lágrimas sin pena y los mocos se escabullían hasta el pecho y allí se congelaban. Debía parecer esos matungos de pueblo, que reparten la leche y de los belfos se les cae la baba. Así, eran nuestros inviernos. ¡Un horror inolvidable! Ahí se enganchó el odio al frío y al invierno.

  Miro el reloj. Mi ojo se desarma bizqueando hacia la puerta. A mis años, tengo noventa, soy el más antiguo del geriátrico y no me ayudan. Entra Fermín con su bata verde y en la mano, el manto con que me cubren. Es de lana cachemir que trajo mi nieta Margarita. Me van a preguntar lo mismo de siempre: ¿Carlos quiere dar una vuelta por el centro? Y yo bizqueo más. Grito. ¡No quiero! Nunca más me lo digan. Odio el invierno, odio el frío, odio el centro. Odio estar acá. Pero no oyen. Hace un tiempo que hablo en silencio. Tuve un ataque cerebral. Ahora le dicen A.C.V., pero yo entiendo. Soy el mismo Carlos que compraba hacienda y vendía cereales en Rosario. El mismo que buscaba las mujeres regordetas para pellizcarles las colas sonrosadas y abrazaba su yegüa “Dulcinea” y cabalgaba por el campo en primavera. El mismo que se echaba a nadar en el viejo río que atraviesa la estancia de mis antepasados. Me escapaba en tren a Rosario o Córdoba, o iba a los bailes en el ferrocarril San Martín sin pagar pasando de vagón en vagón. ¡Era tan picaflor y loco!”

            ¡Bueno abuelo Carlos, a ventilarse un poco! Dice el idiota de Fermín y me alza en sus enormes brazos y me sienta en ese armatoste de silla, fría y triste. Se me corre una lágrima en mi ojo. Él, me seca la lágrima con pudor de hijo y murmura al oído de una médica joven y bonita: “¡Parece que Carlos se cansa de ir al centro! Lástima que no puede hablar. Y me llevan igual y odio el frío.

 

EL VIOLINISTA

  

            Ingresó por el portal de cristal y no podía ver su rostro. El sol desde atrás le esbozaba un contorno enorme. Oscuro y manifiesto su cuerpo de anciano corpulento. Así conocí a Aaron Goldman. Se desparramó en la silla del café con un chirrido de madera y niebla. Su pipa humeaba y no se sacó el sombrero como es la costumbre en el “”Florencia”, antiguo y promiscuo bar del barrio.

            Por atrás se escuchaba el ataque feroz a las bolas de billar y el murmullo de los parroquianos que taladraban las mesillas con sus dedos añosos. Todos tomaban una bebida caliente. Vino áspero, dulce y con canela, costumbre de otros tiempos que no pierden. La ropa desteñida, pantalones gastados y sucios, sacos con brillo que gritaban épocas de gloria. Aaron con su enorme barba blanca y los bigotes amarillos por el tabaco rubio de la pipa siempre encendida, parecía el patriarca de la Biblia. Me impresionaron las manos. Luego supe que había sido un gran músico en su país y que al subir al “Tren de la Muerte” sólo llevaba su violín. Se lo quitaron, pero eso, igual le salvó la vida. Sí, tenía que ser un músico de primera para tocar en el “campo”.

            Me miró y sus ojos celestes taladraron mi cuerpo, yo una mujer ingenua de veinticuatro años, no tenía idea de su historia. Quedó sólo él, de una enorme familia. Cuando subió al tren, me dijo cuando habló conmigo, besó a su madre y a su hermana, sabiendo que iba para no regresar. Pero lo salvó la música. Era flaco, hambriento y estúpido, me dijo; lloraba de noche porque tenía miedo. Un día el “capo” me señaló de entre los de la orquestita y me llevó a la oficina. Temblaba. Me comunicó que mi mamá había muerto de tuberculosis y mi hermana de tifus. ¿Sabes qué me preguntó? Si mi hermana era música como yo. ¡Claro dije, era pianista y ya tocaba en la orquesta de mi ciudad…! Qué pena, yo no la pude salvar, ella no llevaba el piano entre sus pertenencias y se rió a carcajadas. ¡Y no pude llorar! Luego vomité. Ahora ya estoy viejo. No recuerdo la cara de ese hombre… y tampoco la de mi mamá ni la de mi hermana.

            ¿Don Aaron cuándo tocará para nosotros? Qué inocente. Cuando regresó del “campo” en un tren ruso y llegó a un refugio, le hicieron trabajar con piedras y escombros hasta que sus dedos se deformaron. Nunca más pudo ni quiso tocar el violín. Su bella música que lo salvó de la muerte era un recuerdo doloroso en la memoria de su alma. Sin embargo cambia su rostro y se dulcifica cuando escucha que el “Gringuito Remo” tocar una pieza en su violín ordinario y rústico. Y el bar se llena del fantasma de aquel tiempo de los Campos de Riga.

 

UN VINO DE BUENA CEPA

 

                            “En el vinagre está todo el mal humor del vino”: Ramón Gómez de la Serna.

 

                Octavia Solanillas era viuda. Tres años usó un luto riguroso por el difunto esposo. Don Tiburcio De Los Monteverdes y Matera, era el dueño de los viñedos mejor cuidados de todo “Cuesta del Águila”. Sus cepas de uvas eran el lujo de la comarca.

                Octavia, se casó con Tiburcio apenas cumplió dieciséis años y él, regresó de la milicia. Ambos eran unos “cachorros” juguetones que de no ser por el padre del muchacho, no habría trabajado con el ahínco que le fue inculcando con amor a las viñas, su progenitor. Ella era una jovencita que despertaba el asombro por su candidez y belleza. Rubia y de piel blanquísima, debía usar unos enormes sombreros cuando atravesaba los caminos entre las vides. Él, era un mozo bravo de carácter, tierno como niño con Octavia y duro con los mozalbetes que ayudaba en las hileras.

                Del matrimonio nacieron ocho hermoso niños. Tres mujeres y cinco varones. A medida que pasaban los años, el cuerpo de Octavia fue cambiando, su humor también y tuvo que luchar con una casa permanentemente llena de servidumbre que buscaba un duro para vivir, pero que traían varios problemas de convivencia. La mujer que le ayudaba con los hijos, era muy pueril e ignorante, por lo que les hablaba a los niños de fantasmas y aparecidos, de seres inexistentes que ella creía ver y conocer, que aterrorizaba a los más pequeños. Sin embargo era muy hábil para vestirlos, bañarlos y darles de comer. Era rubicunda, gruesa de caderas, ancha de espaldas y su piel enrojecida por el sol.

                Octavia, lamentó el día que se fue. Estaba embarazada y esperaba su propio hijo de uno de los “chabales” que le merodeaban siempre al anochecer. La mujer que la reemplazó era diferente. Fría, áspera y de voz chillona. Los chicos le tenían miedo. Se llamaba Gabina y era de una comarca vecina. Seca, silenciosa y observadora, no opinaba, hacía. Nunca preguntaba si estaba bien o mal lo que les enseñaba a los muchachos. El mayor ya tenía catorce años cuando murió su padre. Y sintió la obligación de sustituirlo en los viñedos.

                Las niñas eran muy dóciles, no así Fermín el segundo de los varones, que odiaba hacer tareas de campo y soñaba con huir de la casa. ¡Quiero ir a la “mili” para no estar encerrado en este lugar de cerdos y olor a mosto! Grandes discusiones con su hermano y su madre, que envuelta en un dolor inexplicable, solo se ocupaba de monitorear el crecimiento de las niñas. Otro problema con Gabina que se interponía a mimos y “bobadas” que según la mujer, harían que nunca fueran mujeres dignas de casarse y tener una familia.

                En Cuesta del Águila, había un par de terratenientes que querían adosar los viñedos a sus plantaciones. Miraban con ansiedad los pasos a seguir de ese grupo tan cerrado de la familia. Trataban de acercarse a la viuda, para ofrecerle un compromiso y atesorar más viñedos. Ella, no se daba por aludida. Un día tras varios intentos, logró un vecino que aceptara asistir a una reunión de empresarios foráneos. No sabía que en eso había una trampa.

                Le presentaron a un alto ejecutivo de una gran cadena de hoteles que compraban vino para hoteles de Europa. Tenía un carácter fuerte y displicente. Parecía no estar muy interesado en nada. Pero por su fuero íntimo, era obsesivo y despiadado. Lo quería todo. Octavia Solanillas, aun de luto, era muy apetecible. Apenas había cumplido los cuarenta y un años, ese verano. Y su piel estaba radiante, fresca aun y sus cabellos de un largo asombroso, reflejaban los rayos dorados del sol. Él, la quiso para sí. Con sus ocho hijos y por supuesto con todos sus viñedos y bodega.

                Se refugió en un hotel lujoso de la ciudad, pero con su automóvil levantaba el polvo de los caminos atravesando los campos. Venía muy seguido a la finca y siempre traía algún dulce para los más pequeños. Se hizo habitué e imprescindible para Rafael y Fermín. Sus acertados consejos siempre se adelantaban a sus preguntas y necesidades juveniles. Felicitas, lo adoraba. Para su cumpleaños de catorce le trajo un enorme regalo en una caja de color rosas con lazos de organdí blanco y dorado. Ella estaba fascinada. Él, la comenzó a mirar más que a su madre, quien se había quitado el luto y lucía hermosa.

                ¡Pero la jovencita era una joya digna de la mirada astuta y avariciosa del hombre! El, tenía alrededor de cuarenta y ocho años y disimulaba unas canas incipientes. Octavia no había advertido las lisonjas y murmullos que le provocaban rubor a Felicitas. Gabina sí. Lo seguía como un águila, poniendo el oído alerta. ¡Ese hombre no le gustaba! Era provocador y astuto.

                Esa semana

EL MILAGRO

                             “Recuerda la hora más oscura es la que precede a la aurora” Shakti Gawain

                                                                                                       

            Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre, Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano “puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban algunos paisanos.

            Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua “Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.

            Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.

            Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y la Santita de los Caminos que lo ayudaran. Descendió del estribo y se quedó helado. Un niño ennegrecido por el alquitrán, el aceite y la tierra reptaba entre las vías. Seguro el tren le pasaría por encima.

            ¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.

¿Cómo puede ser que naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me hiciera el milagro?

            Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando pasaba le tocaba el silbato como saludo.

            Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo con respeto.

UNA PLUMA DE MI MANO

 

Pude dispersar una gardenia en costras de cenizas

Pude invertir el óvalo celeste en la mirada

Tal vez un episodio desparrame perfume a lilas

Tal vez me adhiera a la pared de la conciencia postrada

en un laberinto donde Afrodita se desmembre

Escribiré el amor puritano y sentencioso de mi infancia

Declamaré el dolor de la utopía.

La pluma de mi mano dibujará una estrella en el horizonte

Dejaré una pupila observando la noche

Las sábanas frías y solitarias me buscarán dormida.

Yaceré de lado junto al brocal de la luna.

UNA CIUDAD EN FUGA

 

                                               En la sombra del aire regresó desdibujando el dolor de tu ausencia.

 

                Entré en el único bar del barrio. Me senté escondido en la silla más apartada. El dueño que esperaba que llegara el ayudante, se acercó para hacer posible tomar el pedido. La seña era simbólica: Un café chico.

            Entraron dos hombres trajeados como los que ofrecen libros educativos en los colegios. Luego aparecieron un par de alborotados jóvenes que llamaban por celular a ignotas amigas. ¡Todo ruido y carcajadas!

                Miraba el reloj con angustia. Tenía el boleto para viajar en pocas horas y no era fácil conseguir un taxi a esa hora. Ella no llegaba. ¡Malditas mujeres, con eso de vestirse, maquillarse y dar vueltas y vueltas, nunca cumplen con los horarios!

            Pero ella no es así, nunca lo fue. Es raro, pensé. Llegó el pibe que trabajaba de mozo. Estaba pálido y despeinado. ¿Sabe, Braulio, ha escuchado las noticias? Ponga el televisor, hay unas noticias terribles.

            ¡Vos por no llegar a tiempo, siempre tenés novedades para distraerme! Ponete la chaqueta y el delantal y pasá por las mesas a levantar los pedidos que faltan.

            No, jefe, prenda la Tele. Ya va a ver. Hay un verdadero lío en todos lados.

            Lo miré asombrado y lo llamé. ¿Pibe qué noticias? Estoy esperando a mi novia y ni viene, algún accidente o… ni me digas.

            No amigo, han llenado las calles de policías y gendarmes. Unos extranjeros que vinieron en un crucero han ingresado con una enfermedad que mata. Hay un escándalo, patrullas, ambulancias y hasta los bomberos. No permiten pasar para nada hacia este lugar. Parece que tienen un “virus venenoso” y súper contagioso. Dicen que han muerto como setenta personas en el barco. ¡Vamos Braulio, prenda la tele y verá!

            Me quedé temblando junto a la mesa. Los tipos sorprendidos, se acercaron para escuchar y los jóvenes se quedaron mudos.

            Ahora cuando llegue, qué voy a hacer. ¿La dejo con estos problemas? Ahí, viene un policía. Trae un barbijo y guantes de látex…

            ¡Señores, no pueden estar acá! ¡Regresen a sus hogares y no salgan si no quieren morir! Es una orden del presidente. Nadie entra o sale de la ciudad sin autorización del jefe de sanidad del gobierno.

            Salí corriendo, tomé el primer taxi que pasó. No me quería llevar a casa. Todo era un caos. Cuando llegué a casa, vi en la puerta una ambulancia. Se la llevaban a ella. Ahora estoy perdido, ni viajo y no puedo estar con ella. Mi amor. Te voy a extrañar tanto. ¿Cómo viviré tu ausencia?