lunes, 1 de mayo de 2023

EL ATENTADO TERRORISTA


 

¿Dios duerme en silencio?

 

De la mano de una enfermera, la mujer camina en el pavimento brillante del neurosiquiátrico donde descansa. Escucha a Mozart y Vivaldi con el fervor de una colosal melómana. La fantasía de ser distinta, de estar viva con su libro de poesía entre las manos, dedicado a Diego; un amor inexistente, la transforma. Afuera, nadie puede comprender lo que ocurrió con esa muchacha simple y alegre que un día se detuvo justo a pasos de un estallido que la cubrió de sangre. Leticia, la profesora de música de la escuela para débiles mentales, quedó aniquilada.

           

¡Dios, que duerme en silencio, no escuchó el estallido!

 

Quien no vivió esa época no podría comprender el horror que siente Leticia por el momento que le tocó sufrir. Verdadero asco al ver los rostros en la pantalla iluminada. Recordar la sangre. Recordar el humo y el fuego. La poca gente que se atrevió y corrió entre los escombros. No olvidará nunca el olor nauseabundo. ¡El olor a crematorio! A mortaja, sin tela blanca, envolviendo un cuerpo.

Siente náuseas cada vez que cierra los ojos y pasa la película interior de aquel suceso que le penetró, sin autorización, en los músculos y el alma. 

De los árboles, recordaba, caían hojas y restos de carne chamuscada. También cabello de color negro y algún mechón blanquecino. ¡Un dedo! Un trozo incierto de cartón o un resto de género que como banderín de feria, bailoteaba con la brisa.

¡Junto a su pie izquierdo, aterrizó una mano! Era de hombre. ¡Joven, por el color y tersura de la piel! No tenía sortija. Uñas cortas y cuidadas. Una mano. Un sueño muerto como un pañuelo herido en la borrasca callejera.

Nadie puede entender a Leticia, cuando camina por esa calle, ahora, tranquila y quieta, sin escombros en su memoria. Su mente está paralizada en ese barullo de inquietud y odio. Trata de evitar el camino pero un fantasma la obliga. ¡Tiene que regresar! Se detiene en el mismo lugar donde encontró un trozo de quebranto y miseria.

Se desplomó un libro que tenía el nombre de su dueño escrito en tinta verde. Datado en fecha cercana al destino adverso. Voló a los pies como proyectil alado. Dedicado con el fervor de amor y el desconcierto de un enamorado de sólo quince años. Una rosa muerta entre las hojas. Un nombre. Diego. ¿Cómo habrá sido el Diego apasionado y al que amaba así, con la dulce inocencia de la adolescencia una niña?

Inmóvil en el empedrado callejero su corazón tembló y recorrió cada hendija entre los adoquines antes enrojecidos por la sangre. No queda nada y está todo en su memoria. Es como si allí aquietare en un instante la vida hecha pedazos.

Mira el árbol y reconoce el resto de balcón aún humeante en sus retinas. Ruina descolorida, muerta como la muchachita que vio al día siguiente en la foto de Clarín. La sonrisa se le prendió como broche de cristal en el pecho desgarrado. ¡Era tan pequeña! Apenas una niña cuya inocencia quedó desparramada entre los árboles marchitos.

 

Dios duerme en silencio.

 

Leticia, escarba en sus recuerdos, escudriña entre las paredes queriendo rescatar lo absurdo del atentado. ¿Qué es una bomba de plástico? ¿Qué tiene que ver una niña con la muerte? Y la mano, ¿a quién pertenecía la mano aniquilada que cayó a sus pies haciendo unas piruetas de arlequín enloquecido?

 Esa mañana le añadió noche a su mirada. La transportó a la trastienda de los sueños. Dejó de ser joven para siempre. Recogió el libro y lo abrazó como si fuera la cabeza de un dios en extravío. Amaneció en el portal del miedo.

Todavía guarda entre las páginas el recorte del periódico y cree soñar con un Diego que encanece poco a poco. Una novia sin velo que camina en las sombras con una rosa seca entre los dedos finos que envejecen. La mañana del atentado era tan incrédula como salvaje los que hicieron el holocausto efímero de dos enamorados. Y ella una invitada encubierta.

Como espectador se ocultó el sol esa mañana. Arremetieron los pájaros descontrolados al estallar un tronío. Una mujer gritaba y se desgarraba la camisa de seda amarilla. Un borracho rompió su botella de vino contra el pavimento ensangrentado. Un peatón se dejó caer en el cordón de la vereda observando de lejos la película inconcebible del ataque. Una lágrima gris le desbordaba el rostro.

 Nadie pudo hacer nada para ayudar a Romeo-Diego y a Julieta-Niña, sin nombre conocido para Leticia.

Ulularon las ambulancias y los patrulleros. Los empujó un indecoroso personaje que descendió de un vehículo con las luces multicolores del espanto. Acordonaron la calle. Huimos, los que allí participamos de la historia como gente común. Una inapropiada muerte. Insólita e inesperada.

Nadie que no vivió la época de espanto puede entender a Leticia. Cada día un atentado. Una mentira arrinconada en un café, en el cine, en la vidriera de un almacén cualquiera. Y bombas que estallan sin freno. En cualquier lugar de la ciudad. A cualquier hora. Despertando los instintos a flor de piel de la muerte. Una guerra solapada y temible, para la gente como Leticia. El peligro latente. La inocencia rota. Incontrolable. Blasfema.

 En el televisor del hospicio, una horda de periodistas como estadistas, hablan del pasado. Crascitan sobre una era de vivencias, fingiendo que no existen causas para el dolor. Simulando heroísmo de un puñado de impostores de la verdad y los sueños. La muerte y el poder que ejerce en los hombres comunes, en las mujeres frágiles y en la juventud noble, cuyo consuelo es creer sin fingimiento.

Cada día se revelan en lugares ignotos atentados como el que vivió Leticia en una calle cualquiera. Vías férreas que explotan descarrilando furgones con obreros lejanos. Autos-bombas en ferias, en mezquitas de Oriente Medio o la India. Edificios enormes que caen bajo el chorro de gasolina hirviente, con ejecutivos inexpertos que se lanzan al vacío desde las torres en llamas.

Leticia canta. Leticia llora. Leticia recita los versos de amor de un Diego que quedó enamorado de una niña de quince años, en un balcón de Buenos Aires, que explotó en una mañana lejana. Nadie puede entender su tristeza.

           

Dios duerme en silencio.


 

CAFÉ TORTONI


 

Entré a un paraíso

Entré al Tortoni

En cada mesa presentí a un poeta.

¡Allí parece que “Manucho Mujica Lainez” escribe!

¡En aquella mesa está Borges!

No creo que ronden por acá tantos poetas.

Fantasmas que sonríen a mi paso…

¡Sueño con la poesía de la Storni,

Sólo sueño con una sinfonía de palabras bellas!

Tal vez el murmullo se eleva buscándolos a “ellos”.

Los poetas de entonces, los inolvidables,

Los genios que involucran la palabra a la vida callejera.

Al tiempo inexorable, que huye.

El Tortoni, se adormece a la madrugada

Y los espíritus vuelven a rodear las mesas

Y sobre el mármol de las viejas tablas

En un papel en blanco, con pluma cucharita y tinta,

Escriben sueños, tangos y las historias tristes

Del Buenos Aires antiguo y musical.

Entré como una espía. Entré al Tortoni.

ACARICIÓ EL ROSTRO DE DIOS


 

Liliana caminó por el adoquinado, conforme. Había conseguido ingresar en el ámbito del teatro más prestigioso como actriz protagónica. Sus pies cansados por los ensayos ya no le dolían. Era feliz. Su maestro Roberto Mantovardi apostó por su capacidad. No será fácil, le había dicho, pero verás cómo cada día, si te lo propones, tu tarea será más y más valorada.

Recordó el día en que la madre iba a la fábrica de botellas para envasar vino donde trabajaba. Quiero ser actriz. Lloró. En realidad lloraron juntas. Sabían que se alejaría para siempre del pequeño pueblo, pero que el futuro era de la querida Liliana.

            La mujer, único sostén de familia, consiguió que el capataz hiciera los arreglos y llegaron a la capital, con sólo un sueño. Lograr que la muchacha entrara en la academia de arte dramático.

Delgada, ínfima en su contextura, pálida y sutil, parecía un ave desplegando sus pequeños brazos como alas débiles para echar a volar. Con el rostro picado por la varicela parecía un ratoncito perdido. No era bonita pero tenía el don de trasmutar en mil personas diferentes. Poseía una voz clara y matizada. Algo rebelde, o trágica, frente a la realidad del rol.

Tuvo una maestra, la primera. La recibió mal, se llamaba Nadia. Era tan severa que las alumnas sentían que las despreciaba. La otra, una diva, era Ana Glolievich, antiguamente primera actriz del Teatro Comedia. Era el espejo más exitoso a quien emular.

Liliana sudó. Sollozó. Gritó. Sus pies destrozados por cantidad de horas parada ensayando una escena. Las piernas entumecidas de repetir cada acción mil veces, con un parlamento, dando entrada a los compañeros en los diálogos, hasta que se encalleció su músculo visceral, bajo la ropa de algodón se endureció con el esfuerzo. Los órganos fueron fustigados para lograr de Liliana, una actriz al estilo de grandes comediantes del país.

         Llegó el examen final y, Luis Beltrami, la eligió junto a tres aspirantes. Creyó que tocaba el cielo, o la cara de Dios, con las manos. Inmutable, el maestro la hacía llegar a la máxima mortificación con su grito marcando el ritmo de la tragedia o la comedia elegida, golpeando las tablas en el teatrino y la espalda para que adoptaran la postura correcta. Había sido señalada para la prueba. Allí estaba frente a Carlos Ahumada, maquillada y vestida con un traje de ninfa, tratando de conseguir el primer puesto en la compañía. ¡La obra que tenían que representar era tan moderna! Tomadas de la mano las jóvenes esperaron el resultado de la prueba. Quedó en segundo lugar, en el papel de suplente de la primera actriz.

Se sentía feliz. Corrió a buscar una forma de comunicarse con su madre. Por el adoquinado primero caminó, luego voló. Fue tan fuerte el golpe que le propinó el viejo camión del ejército que saltó por los aires. El chofer sólo atinó a comentar:

—Alguien dijo que las mujeres y las mariposas se parecen bastante. ¿No lo creen? ¿Vieron cómo levantó vuelo? ¡Parecía querer tocar el rostro de Dios con sus pequeñas manos!  —y siguió su ruta para cumplir con la entrega de las armas y explosivos que llevaba al cuartel. Era una Orden Superior. No podía detenerse.


ESA CASA QUE ESCONDÍA


 

Hoy cumplo cuarenta años. Me siento en el sillón del living con una copa de vino bueno. Tomo el álbum de fotos de la mesilla y comienzo a recordar la extraña historia: “La de nuestra casa”.

   Todo empezó cuando pidió una bicicleta a los Reyes Magos. La de color amarillo con pedales de goma y freno. Esa mañana, al saltar de la cama, la vio junto a los zapatitos que había lustrado la tarde anterior. En un cartón, con letras grandes, color rojo, su nombre. Estaba contenta y pidió a Jacinta, su amiguita de la cuadra, que le ayudara a manejar la bici. Tendría que usar pantalones y zapatillas para tener más seguridad. ¡Era un primor!

    Jugaría con su vecina Serena y Jacinta cada día, hasta que comenzaran las clases. En vacaciones se gastarían las gomas yendo y viniendo por la plaza o la vereda. Luego, la guardaría en el garaje cuando se fuese a dormir.

 La noche del veinticuatro de febrero la guardó como siempre y, al otro día, no la encontró. Toda la familia, incluida la abuela Serafina que protestó hasta el cansancio, buscó la bicicleta. Por la casa se revisó en cuanto lugar pudo estar, pero no la recuperaron. ¡Esa fue la primera vez!

Después se perdieron: tijeras, libros, fotografías con portarretrato incluido, hasta el tejido de la tía Evarista. A veces aparecían algunas en el garaje, otras, entre la bolsa de papas o de cebollas. En una ocasión, hallaron la mañanita de la abuela en medio del gallinero. Pero la bicicleta no apareció hasta esa vez… que Lori, buscando su bufanda, entre cajas de trastos viejos, se topó con el cuadro amarillo y el manubrio. Nadie pudo explicarse cómo habían estado allí tanto tiempo y no los habían visto. ¿Y el resto? Fueron dando con el asiento y los pedales distribuidos por toda la casa.

  En verdad, Lori, ese día del cumpleaños descubrió que había gastado casi veinticinco años de su vida, buscando cosas perdidas en esa bendita casa.

  La abuela ya no estaba y, sin embargo, cosas suyas afloraban como por arte de magia en el comedor, la alacena… y la tía Evarista, había partido hacía como siete años al más allá y se tropezaron con los tejidos o alguna peineta en lugares impensados. Otras veces, en la heladera, surgía un libro que se había esfumado hacía diez años. O, en el botinero, advertían un paquete de manteca desaparecido después de doce meses y, lo más extraordinario, intacto como si lo acabaran de guardar.

    Lori bebió con gusto el vino y comenzó a retar la casa. Cualquier hijo de vecino podría pensar que, en lugar de tomar una copa de tinto, había tomado una botella completa. Pero la que descorchó ya no lucía en la mesa. No la buscó. ¿Para qué? Sabía que no la vería por un tiempo.

    Prometió en voz alta no preocuparse nunca más cosas desaparecidas. Discutió a viva voz con las paredes. Y la casa comenzó a crujir, se movió molesta, igualito que un temblor de tierra. Protestó rechinando por su decisión de no indagar ni afligirse.

    De pronto, brotó detrás del televisor la botella de Borgoña, en la alfombra una pulsera de lapislázuli que extravió en agosto, el florerito de cristal de tía Evarista en el sofá y varios objetos de los que había olvidado su existencia.

    Sonó el timbre de calle. Entró Javier sorprendido. ¡Traía la pañoleta rosada que le tejió la abuela Serafina en el embarazo de Rosita y que buscó y rebuscó durante dieciocho años! La encontró en el picaporte de la puerta cancel. “¡Esta vivienda está endemoniada, parece una adolescente ensañada con nuestra familia! Vamos a venderla”. Expresó Javier mientras se sacaba la chaqueta, tirándose en el sillón.

 ¡La casa tiene una vitalidad burlona; es escondedora y pierde a propósito cosas queridas! Se pelea, en esta circunstancia, con la cumpleañera que está enojada y tomó la decisión de no hacerse mala sangre con las extravagancias que sufre. ¿La casa al fin ha sido domada?


LOS BUTACONES INUSABLES

 


            Uno tras otra las butacas del teatro se alineaban despobladas. Un resplandor sutil, conjugaba soledad con silencio. Había rumores lejanos. Voces que era imposible decodificar, ruidos de golpeteo de zapatillas de punta, que las novatas sufrían sangrando. Cada tarde solían acercarse sumisas, para suspirar frente a la boca del plató.

¡Ringa, no te sientes allí! ¡Esa es la butaca de Fedora Stenka! Recuerda sus largas piernas hábiles para desentrañar los pasos más difíciles que inventaba el maestro Romanensky. La piel de sus manos, como alas de aves en vuelo hacia occidente, atravesaba el aire soltando trinos plateados. Palabra prohibida. Libertad. Eso la llevó, gracias a una delatora, a Teblinka, a las minas de carbón donde se fue apagando en un dolor mezquino, negro, azulado. No era rebelde, sí algo extraña para esa época difícil.

Mi memoria la sigue en “El Lago de los Cisnes” vestida de negro junto al príncipe enamorado. Me parece sentir aún el aullido de la gente cuando se agachó a saludar. Hasta el recién nombrado Comisario del Partido se paró para aplaudirlos. Pero a ella, le mandó luego, un ramo de rosas rojas que devolvió rabiosa. Dicen que en Teblinka solía bailar entre la nieve. La adoraban, pero los pulmones le jugaron una mala pasada.

¡Ringa, no te sientes en esa butaca! ¡Esa es la que usa Svetlana Ronsya, ese monstruo sagrado que logró sostenerse varios segundos en el aire! Si pones un tanto de atención, verás que le ganó en ardor a Ninjinsky. Fue un dios pagano en el escenario bailando Tchaikosky. Muy rudo y lejano, su voz casi era desconocida. Pero, cometió el error de criticar al consejo en la etapa de academia, y eso que llegó casi siendo un niño desde la ciudad más pequeña de Ucrania. Logró abrir de boca a los grandes maestros. No cerró la suya.

Su cuerpo parecía engendrado por el gran Fidias o Leonardo Da Vinci. Envuelto en las mallas sus músculos eran cables de acero y seda. Saltaba hasta tocar las nubes con sus dedos y los pies desnudos se transformaban en espadas de alabastro. Svetlana era un chico muy solitario. Triste, diría yo. Cada movimiento fuera del teatro parecían pasos de un gallo de riña. El pelo casi blanco, ¡tan rubio era!, le caía sobre la frente cuando caminaba pensando en lo que haría en el próximo ensayo. Era un Fauno erguido frente a la multitud ruidosa. Lástima que habló. Fue torpe lo que dijo y pasó derecho hasta la estepa helada de Siberia. Se lo comió el vodka. Fue un pájaro herido de muerte. ¡Por eso no te sientes en su silla!

            ¿Ringa, te quieres sentar ahora en la butaca de Ninna Shoronskaya? Eres demente. La frente sudada entre bambalinas, hacía sufrir a los maestros, hasta llegar al éxtasis en medio de “Giselle”. Todos creían que se desmayaría antes de mover un pie, y sabes, la llevaron a países de occidente.

A su regreso cometió el pecado de relatar cómo se vivía en otros lugares fuera de nuestra patria. Sirvió a la causa a expensas de su salud y terminó en un hospital de alienados en Stalingrado. Cuenta su madre que, en las noches de pleno invierno, se desnudaba y bailaba bajo la luz pálida de las farolas de los patios helados.

La pobre mujer ingresaba haciéndose pasar por demente y le fregaba el cuerpo con vodka o vino que conseguía en el mercado negro. Pero no logró sobrevivir. Tenía sólo veinte años cuando partió al paraíso. Ese que ella nombraba creyendo que volvería si viajaba danzando por los teatros del planeta.

 No quieras sentarte en esta fila. Tu lugar es atrás. En la tercer hilera y en la butaca número trece. Esa es la tuya, cuando regreses del Archipiélago Gulasch. Ahora deja que los viejos fantasmas del teatro disfruten mirando “El Quijote de la Mancha”, lo interpreta un muchacho hermoso, se llama Nureyev y hace poquísimo tiempo regresó de Italia. Él pudo conocer otro mundo, mas el HIV lo regresó a casa.

            Sabes, Ringa, me encantó cómo desplegaste los brazos cuando bailaste “Copellia”. Tu cuerpo parecía de porcelana y tus ojos de cielo turquesa.

¿Por qué te animaste a ir a esa manifestación contra la nueva enfermedad? ¿Acaso tú, como mujer, creías que te podía afectar? Siempre los jóvenes proclamando desprecio por la vida que impone el estado, nunca va a cambiar nada, así son las cosas. Cuando en el 17 yo salí a la calle me dieron tantos palos que nunca más pude bailar en el Bolshoy y tú pretendes arreglar esto ahora. No, querida es imposible.

La ingenuidad ha llenado este teatro de fantasmas. Ven siéntate ahora en la butaca que te corresponde. Otros están en fila y esperan su turno. Todos jóvenes y crédulos. Tal vez algo mejore un día, pero falta tiempo aún. ¿No lo sabes? Ringa ven, siéntate junto a mí y cuéntame qué fue de ti en esa tundra helada. No puedo calentarte las manos, ponte estos mitones verdes.  

 

Los nombres de artistas son imaginarios, exceptuando el de Ninjinsky y Nureyev.


 

EL AMOR INCREÍBLE

 

           Solange no se llama Solange. Se llama Rosa María. Nació pobre, pero hermosa. La madre la preparó para ser una mujer dominante y con poder.

 Así vivió desde pequeña. Cuando cumplió la edad de presumir, la mandó a casa de una tía lejana, muy adinerada, de la capital.

            Luego, esa pariente la refinó, le enseñó inglés y francés y la presentó en sociedad. Pasó a ser la muchacha más amada y odiada del ambiente. Los jóvenes se acercaban para conquistarla, apenas la veían. Las otras jóvenes de élite no podían competir con ella.

 

            Bella, la mujer descendió del avión. Sus largas y bellas piernas se contorneaban sobre la alfombra roja y los tacones de aguja, hacían piruetas para evitar una caída sobre el breve camino. La brisa insufrible batía el ala del sombrero que sostenía con gracia entre sus dedos finísimos de uñas esmaltadas. La envolvía un velo de gasa que cubría el pantalón de seda tai. Sin un gesto que mostrara, de modo alguno, el disgusto que le producía ese vientecillo que le quitaba exquisitez, siguió recorriendo el corto espacio que la separaba de la sala VIP.

Era una reina. Era Solange que llegaba para encontrarse con el marido. Él había concretado ya, unos días antes los negocios, por los que ingresaban miles de dólares en sus cuentas bancarias.

            Un apuesto guardaespaldas traía consigo el abrigo, su bolso de mano y los documentos. Nunca hacía trámites de inmigración. Siempre tenía al secretario o al custodio de turno, para que le prestara asistencia. Tomaba un refresco o café según, el clima del lugar y la hora en la que la atrapaba el viaje.

 Un coche esperaba para entrar en la ciudad donde se alojaría por unos días. Su amado Gastón, la aguardaba en el hall del hotel que había elegido. Siempre optaba por una suite cinco estrellas.

            Los vidrios polarizados, no le permitieron ver que atravesaba una zona mísera y vulgar. Luego de varios minutos de carretera, ingresaron en un parador. Esta vez no era muy lujoso, sino una especie de cabaña cerca de un lago artificial. Enormes árboles de roble, pinos y sauces, se mecían entre los cerros que armaban una corona vegetal, protegiéndolos de la vista de extraños. Bien ambientado, el pequeño refugio, semejaba una cabaña del Tirol. Pero estaba en Sudamérica y en el país.

            Solange abrazó del cuello a Gastón, quien pudo sostenerla sin antes quejarse de su excesiva demostración de afecto. Frente al personal de servicio era inapropiado. En silencio, se compuso y le expresó que extrañaba su presencia ya que, después de la ausencia, había tenido varios compromisos que le produjeron angustia y el psiquiatra le había aconsejado el encuentro en ese rincón. Gastón sonrió y le hizo un mimo extra. Al retirarse el guardaespaldas, la tomó en brazos y la llevó hasta un sillón junto a la chimenea y fue sacándole la ropa. El cuerpo estilizado y frágil, de piel clarísima, quedó de un ampuloso color rojizo frente al crepitar del fuego. Con el ardiente solaz del amor se durmieron abrazados.

            Breves paseos por los alrededores le hicieron disfrutar un clima inesperado. Fresco, pero con un sol radiante, el aire le dejaba la tez seca. Para Solange, según su estilista, era malísimo, por lo que Gastón, contrató a un grupo de masajistas y personal especializado en cuidar a su mujercita.  Llegaron con un gran bullicio y alegría, pero pronto el celoso mutismo de Solange los hizo aquietar.

            Cada mañana se bañaban en la piscina de agua termal, más tarde venía un desayuno preparado por la dietista y una larga caminata, que dejaba a la pareja predispuesta al diálogo. Así comenzaron algunas discusiones propias de un matrimonio que tiene poco para hacer y mucho para disfrutar.

Gastón sentado en la terraza, que se extendía frente al lago, permanecía ratos en silencio. Hablaba por celular cuando su mujer estaba distraída. Luego, inventaba alguna excusa y salía en el Porche rumbo al pequeño poblado con minúsculos pretextos. Siempre volvía con un regalo, chucherías, ya que el lugar era bastante olvidado y apático.

Solange sentía que algo andaba mal. Llegó una nueva terapeuta y sus masajes fueron originales. Llenaba la bañera de mosto o vino blanco y tinto. Le hacía permanecer media hora inmersa en esa pasta viscosa.

 Después, con las manos enguantadas en fino látex, comenzaba a masajear desde los dedos de los pies hasta la cabeza y se detenía en el cuello. Con suaves movimientos y presiones hacía su tarea. Agregaba una charla amable sobre temas que despejaban la mente de Solange.

 Al tercer día, la hermosa Solange, comenzó a sentir mareos. Cada tarde un sopor doloroso le daba espasmos en piernas y brazos. Perdió el apetito y al ingerir alimentos sentía nauseas. Al quinto día, tenía una visión deficiente y se mareaba. Gastón preocupado le sugirió ir al pueblito por un médico. Solange se negó y prefirió que el galeno se acercara al hotel.

Llegó un hombre mayor, con signos de ser alcohólico y cuya traza impactó negativamente en la enferma. Lo despidieron sin más y decidieron completar los días que quedaban de descanso, pero hicieron regresar a la capital a todos los empleados contratados. Sólo quedó la terapeuta, por las dudas que Solange no se sintiera bien. Así, cada día, cuando salía de su baño de vino y mosto, su cuerpo estaba más y más dolorido y su mente confusa.

            Tan mal la veía el joven guardaespaldas, que comenzó a preocuparse. Trató de hablar con Gastón quien, sonriendo agradecido, le explicó que debía ser por algún alimento que había consumido en mal estado; o por el clima. Débil, la muchacha, ponía mucho empeño en hacer de la estadía algo agradable y feliz. Cada vez se sentía peor.                    

Una mañana, al séptimo día, al tratar de erguirse de su lecho, cayó sin conocimiento. La mujer que la vestía y le hacía masajes, la levantó en vilo y la trasladó a la terraza. Allí el aire puro y el sol, le dieron un poco de fuerza, Solange pidió el teléfono y por primera vez en años, habló con su anciana mamá. Ésta sorprendida, al escuchar la voz casi imperceptible de la hija, se desesperó. ¡Su reina estaba enferma!

   Hablaron mucho. Hablaron todo. Casi fue un encuentro de hermanas. La madre le pidió que observara cuanto ocurría a su alrededor. Le sugirió que su esposo podía estar haciendo algo dañino. Solange rió a carcajadas. ¡Gastón la adoraba!

Hacía unos días, le había regalado un auto flamante de marca afamada, había tomado dos seguros altísimos, para cubrirla ante cualquier contingencia, que le permitirían vivir siempre como lo que era, una reina.

Si llegaba a sucederle algo, Gastón, también cobraría una pequeña fortuna. Y además había invertido, para ella, en dos cuadros de un pintor llamado Kandinsky, famoso en New York.

A su joyero ya no tenía nada interesante para comprarle y hasta había ido a Italia, para que adquiriera la indumentaria de invierno en Módena, a un nuevo creativo que hacía furor en París en el mundillo de la moda.

La madre quedó en silencio y le recomendó que se cuidara. Ambas dijeron todo el amor que guardaban y Solange se despidió, prometiéndole que, cuando regresara a la capital, la buscaría para compartir un viaje a Madrid.

            Esa tarde, después del baño de mosto y vino, sintió un ardor enorme que le penetraba la piel, se desmayó y entró en coma. Tenía los labios de suave color morado, los ojos de tono rojizo. La piel verdosa le daba el aspecto de un fantasma. A las dieciocho y treinta, tuvo un estertor y su corazón se detuvo.

            Gastón le entregó a la mujer de los masajes, un cheque por doscientos mil euros y dispuso que la llevaran incinerada a la capital.

 Los restos de vino y el mosto en la bañera, fueron limpiados escrupulosamente por la masajista.

 

 

 

 

 

RAMÓN GARRIDO


 

            El despertar después de una tormenta no es grato. El hombre encogido por el chubasco, sacó una mano por una ventana que piadosa había quedado entera. No llovía. Había un sin fin de charcos y árboles caídos sobre la tierra empapada. El techo roto en ciertos lugares, parecían la garganta gigante de un ofidio. Vio enroscada una yarará en una de las cabreadas del techo. El gato, se había asilado en un rincón lejos del animal que glotón la miraba haciéndose la distraída.

            Sobre el fogón una suave luz, mitigaba la soledad. El carbón no se había mojado y un manotón de aire avivó el fuego. Puso un cacharro para calentar agua. El mate. ¿Dónde diablos quedó el mate? Sacó un viejo trabuco y le dio un tiro a la bicha. Que cayó como plomo sobre el piso de tierra. Más tarde se ocuparía.

            Salió despacio al patio o lo que él, llamaba patio. Un trozo de tierra sin las plantas que trepaban y se deslizaban como lagartijas por doquier. Ese era su rincón. A lo lejos se escuchaban algunos truenos. Era el despertar del cielo a una nueva tormenta quién sabe donde. Pensó en su canoa. ¿Se la habría llevado el río. El espinel que colgaba de un árbol, estaría aun a la orilla cambiante de ese bravo torrente marrón rojizo de agua que bajaba del norte.

            Caminó chapaleando en el cieno. La bombacha húmeda salpicada de barro le anunciaba el desastre. Sin embargo allí dada vuelta en boya estaba su canoa. Unos guacamayos ruidosos se espantaron de los árboles que estaban junto a esa parte del río. Todo era nuevo. Otra yarará se escabulló entre los enormes pastizales

            Peces muertos colgaban del espinel. Anclada la mirada en la bravura de la corriente le pareció que había un “alguien que lo veía”. ¡El mismito demonio, debe ser! Y corrió hacia el rancho. El agua ya estaba hirviendo. Encontró el mate y la bombilla entre varios trebejos. Sacó un poco de yerba y cebó con unos granos de azucar de miel de campo. Sacó una galleta, que parecía masa muerta por el agua y el frío. Armó un cigarro con la fina hoja de tabaco y miel. Encendió con un tizón y chupó con rabia.

            ¡Mierda de tormenta que se lleva la vida toda de las orillas! Sintió un rumor de cañas rotas y ramas en la parte de afuera del rancho. Espió con temor. Un chancho salvaje merodeaba. Atrás vio el brillo de las pupilas de un jaguar. Gritaron los monos que se hamacaban en la arboleda. Sacó el facón y el machete. Pero llegó tarde. Ganó el jaguar. Entre las frondas dejó el rastro de sangre caliente del puerco.

            Regresó a la tapera, eso dejó el temporal. Una tapera. Trabajó todo el día. Dejó listo cada hueco que había dejado el chubasco. Comió un poco de carne asada a la llama y se tiró en el camastro. El gato se acurrucó en su cuerpo y se quedó dormido.

            Ramón Garrido, despertó acalambrado. Otro amanecer de furia. Esta vez humana. Entró un varón con el rostro contraído de ira. Quiso pelear con él, no pudo. Cayó sobre el piso de tierra con una herida fiera en la espalda, provocada por una zarpa de bestia. Lo subió como pudo a su espalda y lo llevó a la canoa. La dio vuelta y echó el cuerpo. Salió río abajo en busca de ayuda. Cuando llegó al pequeño puerto de la aldea cercana, lo auxilió un compadre.

            Lo dejó ahí. Regresó a la casa en medio de la selva. Él, no podía abandonar su tierra. Era su heredad y su vida. Ramón Garrido era un hombre de palabra. El mundo de los pueblerinos no le iba a quitar el sueño.