jueves, 11 de mayo de 2023

LA ENVIDIA


                        Cuando llegó a la dirección que le diera Micaela, se recortó la figura escultural de Guillermina, que contra el enorme paredón del cementerio pareció un pájaro derrotado. Una lágrima de desencanto se desprendió de sus bellos ojos dejando un surco en el suave maquillaje sofisticado. Cerró los puños y con dolor comprendió el error, haber confiado.

Pecosa, de cabello castaño oscuro y ojos verdes, Guillermina era una nena de esas que en el barrio todos miraban. Tenía una sonrisa alegre y jugaba con destreza. Su padre tenía un negocio de comestibles. Su madre era una mujer simple. Adoraban a esa hija que había llegado casi cuando las esperanzas de amor se pierden.

                        Un día cruzó el farmacéutico y tomándola de la mano la invitó a jugar con su pequeña. Fue un encuentro feliz. Se hicieron inseparables. Micaela era hábil en el piano, con los patines, declamando y era muy hermosa. Juntas hacían las tareas escolares, aprendieron a jugar tenis, hacían gimnasia y disfrutaban de todo lo que el mundo de los adolescentes les llenaba la vida. Comenzaron a salir de compras y a bailar las matinés con los chicos de la escuela. Se enamoraban y dejaban de “amar” con el mismo ritmo de todas las muchachas de su edad.

                        El primer concierto de Micaela fue un éxito y su figura de niña frágil le atrajo un puñado de cargosos admiradores almibarados, que ella despendía con una chispa de superioridad. Guillermina la admiraba. Veía sus pequeñas manos jugar en el teclado y soñaba con tener la misma habilidad, pero no estaba dotada para la música. Se terminó su adolescencia con sólo dos diferencias: Guillermina había crecido y estaba altísima, su figura se destacaba por la perfección de sus medidas y Micaela quedó con su cuerpo casi infantil, sin curvas y de estatura normal. Los chicos del barrio le hacían toda clase de burlas pero ellas no hacían caso a los torpes compañeros. Las largas piernas torneadas, la cintura fina, los senos graciosos y la belleza atigrada de la primer muchacha era un suplicio inconfesado para la otra. Nada hacía parecer que Micaela sufriera. Pero la madre, que observaba, se preguntaba cuándo comenzarían los problemas.

                        Ingresar a la universidad les dio un respiro. Se trasladaron a la capital, alquilaron un pequeño departamento y cada una comenzó la carrera elegida. Micaela además continuó sus clases de piano en el conservatorio nacional con maestros de prestigio internacional. Mientras estudiaban no tenían tiempo para arreglarse, sí para sentirse acompañadas en ese mundo insólito de la gran ciudad. En sus ratos libres, Guillermina completaba sus clases de idiomas extranjeros e hizo un curso de modelo a sugerencia de otras compañeras de la facultad. Cada día estaba más hermosa.

                        Ambas recibieron su título con honores. Eran ganadoras en todo...pero, Micaela veía celosa, cómo su amiga atraía la mirada de los hombres que a ella le interesaban.

                        Regresaron esas vacaciones a su pueblo que las recibió con ardor y sorpresa. Eran un orgullo para todos. Así fue que el día que se llamó a un casting de animadoras para el canal de TV. de la pequeña ciudad, Micaela le dio a su amiga del alma, una dirección equivocada y ella apareció en el programa mostrando todas sus habilidades. Es lógico saber cómo murió esa amistad.

 

                                                          

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TOTA Y VICTORIO

 

Eran una pareja muy exquisita. Él, un dedicado médico que investigaba el cáncer, enfermedad que había irrumpido en el hermoso rostro de su amada Tota, esposa que era la mujer más bella de la facultad. Intentó cuanto tratamiento le compartían sus colegas del país y del exterior. Logró sacarle el tumor y matar, esas crueles células malignas, que desfigurarían a su querida esposa.

 Ella, era brillante, estudiosa y frágil, pero con un enorme sentido de la voluntad, logró superar esa marca que desfiguraba su mejilla izquierda. El radio, le había dejado un volcán de piel oscura en la cara. En los años de la escuela secundaria, había sido la reina de los estudiantes, por su rara belleza y gracejo. Sus amigos disimulaban la expresión de pena que les daba ver el rostro.

Supo que por los tratamientos jamás podría engendrar un niño y Victorio, jamás le hizo ningún reproche. Pero su soledad los llevó a tomar una decisión, tomar unas cátedras en una provincia a mil kilómetros de la capital. La universidad en dicho lugar era muy prestigiosa y no significaba bajar de nivel académico. Sólo, que estaban muy solos.

Se instalaron en una bella casa en un barrio de casas de buen gusto y buena fama. Sus vecinos eran discretos y amables. El hecho de tener su rostro tan marcado, hacía que los niños y algunas personas incultas la miraran demasiado. Comenzó a usar un sombrero con un velo que le tapaba parte de la cara. Cada vestido que le mandaba madame Turnó, traía el famoso velo. La mucama preparaba la ropa cada mañana para que su señora saliera en el coche a pasear por los amplios parques y paseos de la ciudad.

En la facultad, Victorio, conoció a varios colegas. Eran callados y algo sensibles. Lo consideraban un ser de otro planeta. Sabían que él, había estudiado muchísimo y les extrañaba que en lugar de quedarse en la gran capital, enseñando a los alumnos más adelantados, hubiera aceptado vivir en la provincia.

Pronto supieron la verdad y algunos, se retrotrajeron sin explicaciones excepto un par de colegas, interesados en hacerse amigo y ayudarlo.

Acá comienza otra etapa. La que viví yo, hija de uno de esos médicos. Una noche fueron invitados a mi hogar. Mamá se dedicó a preparar unos manjares que sabía iban a gustarles. Papá eligió vinos y un buen champagne francés. Nos vistieron como muñecas de vidriera. ¡Venía el gran profesor Victorio Traquei y su esposa¡ yo tenía once años y esperaba los chicos para invitarlos a jugar. No había hijos. Pero fue una noche inolvidable. Ni nos dimos cuenta que Tota tenía una enorme marca en la cara, era tan amorosa, graciosa y él, tan chistoso que nos moríamos de risa.

A partir de esa noche, ciertos domingos y feriados en su casa o en la nuestra había un almuerzo o cena y luego jugábamos a mil competencias de memoria y palabras, cartas y fichas… fue tan hermoso ese tiempo, que ha quedado en mi memoria grabado.

Un día vinieron a cenar y les contaron a papá que a él, lo necesitaban en la universidad en Boston. Y se fueron. Por un tiempo escribieron cartas que se fueron espaciando hasta que nunca más supimos de ellos. Seguro que la vida los llevó por caminos más interesantes que una familia de provincia.

jueves, 4 de mayo de 2023

UNA CÓLERA MORTAL


            La esquina de Montevideo y Mitre, dejaba apenas un salpicadero embaldosado entre la gente que se agolpaba, iba y venía, entraba y salía de las oficinas. El clima del juzgado de Menores despedía olor a ira, dolor, gritos y caras amargadas e irascibles. El viento helado, afuera, desflecaba hojarasca sobre la multitud ansiosa. Me detuve a mirar, busqué con la mirada ausente la figura de la madre de mis hijos, quién oficiaba ahora de tutora. De pronto sentí un puñetazo en la espalda. Me volví para enfrentar a quien me ofendía sin pudor. El rostro colérico de mi ex mujer, que profería sonidos desarticulados, me dejó perplejo. La desconozco, pensé, pero luego mirándola vi muy adentro de sus ojos inyectados en sangre a la que un día me dejó sin aliento. Tenía dieciocho años y la conocí en la plaza Carlos Pelegrini cuando aprendía a bailar el tango. Era de una belleza exquisita. Femenina, locuaz, inteligente y juguetona. Me enamoré sin recato. Estaba, como decían mis amigos “chiflado”, “embrujado” y así me fue.

            Tuve un romance maravilloso. Sin escrúpulos la tomé y la amé descaradamente. Consecuentemente, quedó embarazada. En esa época no sabíamos cuidarnos y cuando supe me volví loco... de miedo, angustia y vergüenza. Sí, yo provenía de una familia muy estructurada y mis padres me sacarían a puntapiés si yo les confesaba mi error. Así a los diecinueve años decidí casarme. Sin carrera, poco estudio y menos conocimientos de la vida salí de mi casa para emprender una vida que yo creí maravillosa. Fue un infierno.

Allí estaba ella, herida y con un rostro descarnado de mejillas arreboladas, labios morados y con su antiguo y bello cabello castaño totalmente despeinado, teñido de colorado pero, con varias líneas de color en las raíces, que mostraban su descuido. ¿Por qué estaba así? Yo todos los meses le pasaba una buena suma de dinero para gastos, dejé mi casita que tanto nos costó comprar para que la disfrutara con mis hijos. Ellos, los cuatro, todos varones, recibían una buena educación en una escuela privada de buen nombre. ¿Qué tenía esta mujer en su alma, que la ponía fuera de sí? Nunca la desamparé, ni dejé de ver a mis hijos y la ayudé tanto como pude, ahora con cuarenta cinco años, ella representaba dos mil. Su ira iba creciendo en tanto pasaban los minutos. Me volvió a golpear, esta vez, intentó golpearme el rostro pero yo, con mi mano firme, le contuve la suya y evité quedar marcado.

            El secretario del juzgado, miraba indiferente por el cristal, con un sello marcaba expedientes, casi sin mirarlos. Su displicencia me sorprendía, pero imaginé, por un instante que para él, ver una pareja a los golpes sería cosa permanente. Traté de tranquilizar a  Melisa, quien iba creciendo en impostura. Su piel estaba enrojecida, sudorosa y las manos; esas manos que besé tantas veces en mis noches de ensoñación, parecían las garras de un animal en pugna para desmembrar un enemigo. El enemigo era yo, su ex amante y adorado esposo hasta que la muerte nos separar. ¿Qué nos separó? ¿Qué destruyó ese clima de dulzura que nos envolvía y que llenó nuestro hogar en un lugar de tibieza sin igual?

            Melisa está tratando de decirme algo, no puede articular, de su boca, que besé hasta la saciedad, salían sonidos guturales, inconexos y comencé a sentir un zumbido en las sienes. Recordé la píldora que me dio el médico, la saqué de mi bolsillo superior y la deposité bajo la lengua. Entonces comenzó a reír con carcajadas histéricas. ¡Dios quiera que te mueras ya mismo! – dijo, y se le entendió muy bien. Junto a mí, en la vereda superior que rodea la planta alta del juzgado, un anciano me observaba con ojos compasivos. Junto a él, un niño pequeño jugaba con unas viejas gafas sin vidrio. Era gente muy humilde, se notaba por su calzado, pero limpia y prolija. Respetuoso el hombre intentaba distraer al pequeño para que no participara en forma inesperada de la contienda que estaba viviendo.

            Salió de pronto, el secretario del juzgado y nos hizo pasar entre una multitud de personas que se agolpaban frente a los escritorios rebosantes de expedientes. Vociferantes cada uno intentaba sobresalir para ser el primero en ser atendido. Así pasé por entre la gente sudorosa. Melisa no podía casi caminar por su iracundia. El hombre seguía con real indiferencia el diálogo desarticulado de mi ex mujer, quien agredía con palabras dignas de un boxeador de quinta categoría ... , ella mi Melisa, ahora parecía una tigresa envenenada. El hombre abrió la puerta del despacho del juez, quien estaba inmerso en una cantidad abarrotada de papeles con olor a hongos y polvo. Sus ojos de color azul, estaban enrojecidos por tanta lectura de palabras infernales. Levantó la mirada y nos enfocó, pasándose la lengua por los labios y la mano derecha por un mechón de cabello despeinado que caía indisciplinado sobre su frente me dirigió la palabra. Su voz grave y calmada, parecía que llegaba desde otro mundo, ese mundo que yo había perdido sin saber cuándo ni por qué. Señor Bermúdez, lo hemos citado porque su hijo le ha puesto la denuncia por maltrato y abuso deshonesto. Creí morir. Mi cabeza era en ese momento un aquelarre donde mil monstruos se movían como serpientes mortíferas. ¿Yo,  Eusebio Bermúdez, maltratador y abusador de mi propio hijo?  Se desplomaba mi vida en un instante. El secretario se paró y me trajo un vaso con agua, el joven observaba mi estupor e incredulidad. ¡Mi Darío, mi pequeño adorado Darío había creado en su mente juvenil semejante historia! Quise sentarme las piernas no respondían a mi mente que febril buscaba una explicación a semejante patraña.

            -Señor, Juez, me deja perplejo, yo sólo he velado desde el minuto que supe que iba a tener un hijo, por el bienestar y por ..., no me salían las palabras. Una luz roja me atravesaba la vista y caí desmayado. Las sienes eran tambores retumbando el seco sonido que aun podía despedir mi corazón. El Juez y el secretario me sostenían con fuerza. Melisa, lloraba y se reía histérica. Me golpeaba a pesar de los cuerpos de ambos hombres que intentaban detenerla. De entre sus ropas extrajo una navaja y me hizo varios tajos en las manos que yo impunemente ponía frente al rostro, única herramienta de trabajo ya que soy modelo publicitario,  vivo de mi cuerpo y mi cara, por lo que ella desesperadamente trataba de herir y destruir. Una paloma se posó en el alféizar de la ventana del juzgado y trataba de ingresar a la oficina. Su pico ligero y tenaz hacía una tic tac que me fue devolviendo a la realidad. La sangre me corría por las manos y sin darme cuenta me había pasado por la frente dejándola entinta en rojo. El secretario llamó a un policía que entró y tomando las muñecas de Melisa, le colocó unas esposas aceradas y temibles. Ella gritaba incoherencias y yo no podía responder porque las lágrimas y el dolor agudo de las heridas me hacían temblar.

-          Señor Juez, juro y puedo demostrar que nunca hice nada contra ninguno de mis hijos. Los he amado y protegido tanto como he podido, creo que esta pobre mujer está totalmente loca. Llame a mi hijo y pregúntele si miento.

-          Haga pasar al muchacho... y traiga a la asesora de menores.

-          Mi Darío nunca sería capaz de mentir, dije, mirando a los ojos de mi muchacho.

-          Señor Juez, este hombre no es mi padre. Mi madre me ha confesado, que ella se embarazó de su hermano y lo engañó a Eusebio Bermúdez, para evitar el oprobio que le causaría la situación. Mi padre, mi verdadero padre, mi tío, me ha violado desde que tengo ocho años, castigándome con golpizas terribles. Deje en paz a este hombre. A quien deben poner preso a es a mi tío.

El secretario se  sostuvo en el escritorio, unas gotas de sudor helado le corrían por el rostro. Mis manos ensangrentadas tomaron las que me acercaba mi Darío, ese hijo que crié sin conocer la terrible experiencia de una familia enferma, la de mi ex mujer. El Juez, cerró cauteloso el expediente y se paró, le temblaban ostensiblemente las piernas. Él, que veía permanentes problemas se había visto sorprendido por una historia más de un mundo enfermo y maligno.

            Me abrazó y me dijo: - Llévese a sus hijos, ya tomaremos las medidas que sean necesarias, a partir de hoy usted tiene la patria potestad, su mujer queda detenida y será observada por un grupo de sicólogos y siquiatras. Buenos días.

            El secretario nos hizo salir, afuera los abogados y otra gente hervía en sus propios infiernos. Tomamos la calle Montevideo hacia el oeste para llegar al Pasaje Israel, donde tengo mi pequeño departamento. Mañana, tengo muchos trámites que hacer. ¿Dónde estarán los otros niños? Les habrá pasado lo mismo que a Darío?

UN ÓLEO ANTIGUO


 

Hermenegildo Gueraldez Paxoa bajó por el río en el “Homero”, por pedido de la familia Romero Santos. La nao era un falucho desvencijado. Ruidoso y pobre. Cuando arribó al muelle del Rosario, lo esperaba una volanta. El cochero, hombre de pocas palabras, tomó su bolso y sus petates. Chasqueando el látigo partió hacia la estancia. Tras unas horas de silencio, roto por el jolgorio de las aves, vio la arboleda y los techos. La casa era grande. Lo esperaba la gobernanta con un mensaje de sus patrones. Regresarían en dos días de Asunción.

La cena opípara, le fue servida en la habitación. Pronto se despeñó la noche y el sueño entró como un fugitivo en su espíritu. Se durmió.

Tras la corta espera, arribó la familia. El padre comerciante en ganado era próspero y alegre. Doña Saturnina, la esposa, en el rictus, mostraba ser quien llevaba las riendas y el coraje. Cinco muchachos y tres niñas, revoloteaban entre la algarabía de perros cazadores. Su tarea, dijo la señora, será retratar a mi esposo y a las niñas.

Comenzó con Don Augusto. Cada sesión fue descubriendo el carácter bondadoso y suave, que transformó su óleo lentamente. Siempre dibujaba en escorzos duros rostros de caballeros enérgicos. Pasaban a la historia como rígidos y sobrios.

                Con ese hombre fue imposible. Sus ojos destilaban amparo. Una luz de ternura penetraba su piel y sus pupilas. Ni hablar cuando entraba Clementina, la hija menor. Una cofradía de sol inundaba la cara. Don Augusto, escribía en sus ratos de ocio. ¡Un poeta! Saturnina, despreciaba su verba y rezongaba. Igual, las niñas se encargaban de escuchar las largas odas que recitaba con voz engolada el padre. Los muchachos, se dormían, jugaban a las cartas y peleaban sobre quién seguiría manejando la estancia.

Hermenegildo comenzó a participar de las comidas de las noches junto a la chimenea y, de largas caminatas, invitado por Don Augusto. Supo así, cómo había concebido la compraventa de animales traídos desde Holanda y mestizados. De carne noble, se salaba en el puesto junto al muelle del río. Salía en barcos hacia Europa, teniendo varios compradores y destinos inciertos para él. Su esposa, llevaba los libros y recibía a los banqueros que traían libras esterlinas y otras monedas que cambiaba por oro.

El retrato estuvo listo y cuando lo pudieron ver, un suspiro amoroso, salió de cada boca. ¡Ese era el padre, el mejor hombre, el muy amado por sus hijos! Sobre la pared del salón, quedó enmarcado en oro y plata. Una luz especial, iluminó la pintura.

Le tocó primero a Guillermina, que con sus dieciséis años, ya era una mujer para los padres. No aceptaban aún su crecimiento. De cabellos oscuros y ojos celestes, tenía asegurado una boda excelente. Era fuerte. Lectora incansable de obras clásicas y poco amante de labores manuales. La retrató sentada frente a la ventana, con un libro en el regazo. Luego le tocó a Josefina. Chiquilla por demás callada y triste. De cabello cobrizo, ojos pardos y tez pálida, insinuaba su semblante que dejaría el mundo en cualquier recodo del camino. Con la Biblia en la mano y un gato a sus pies, dejó claro que había entrado en un desfiladero de silencio. El cuadro, tal vez, fue el mejor logrado. Luces y sombras que declamaban abandono del mundano vivir.

Clementina fue la última y la que creó un círculo de fiesta. Era una niña, adolescente tierna. Trece años. Su melena castaña, alborotada y libre, escapaba en rulos por la nuca y la frente. Mirada gris con chispas que le brotaban de la profunda alegría de ser amada. Su padre no podía evitar el solaz de su presencia. Rica en imaginación y charlatana, corregía las odas y poemas, que él, repetía sin tregua. Su imagen, cambiante como ella, le costó al pintor mayor dedicación que con el trabajo de las otras hermanas. Se movía constante, cambiaba el peinado, su ropa difería. Nunca quieta. Casi fue un bosquejo. Pero Hermenegildo Gueraldez Paxoa se enamoró perdidamente de esa niña. Sus veinticuatro años y su pobreza no le daban chance para pedir la mano.

Igual habló con Don Augusto que, con sorpresa, llamó a su mujer. Ésta, casi desmayada, se sentó en el sillón del escritorio, tartamudeó un sinfín de palabras huecas. Que es la más pequeña. Que no sabe nada de la vida. Que esperamos algo diferente para ella. Es nuestra compañía. Regresó solo y sin siquiera una promesa. El falucho que lo repatrió, vibraba como su triste corazón. La madera podrida y el olor nauseabundo del río, le mordió el alma y se prometió volver con poder, dinero y oro. Clementina sería suya.

Al llegar a su tierra, pintó un óleo hermoso, perfecto. Lo llevó a la casa del gobernador, a quien pidió una suma interesante. Las libras tintinearon contentas en su bolsa. Comenzó una carrera contra el reloj. Pero nunca llegaba a la suma pretendida para tan ansiado viaje. Pasó un año, dos y el tiempo fue trocando su esperanza en miedo. ¿Lo esperaría?

 Su vuelta fue en un velero nuevo. Cuando llegó a la casona, encontró un revuelo de lamento y tristeza. ¿Será Clementina? No. Doña Saturnina dejaba su lecho para partir al camposanto. Guillermina, exhibía un embarazo avanzado, junto a un joven atildado y flaco. Josefina, con hábitos de Carmelita Descalza, rezaba rosario tras rosario; seca y siempre gris. Mientras su amada, sostenía al anciano y sus brazos serenos, contagiaban seguridad y ternura.

Los ojos recobraron vida al mirar a Hermenegildo. Sonrió a pesar de la pena. El luto congenió con el tiempo de recomponer la casa. El viudo sorprendido por la muerte impensada, se aprestó a mudar de jefe. Clementina se hizo cargo de todo.

Llegó la boda de su hija predilecta, sin mayor inconveniente para él, que ya envejecido, aceptó a Hermenegildo con cariño. Pronto llegaron niños que llenaron la casa de risas y juegos infantiles. El padre pintó bellos cuadros de cada uno, llenando las paredes con alegres caritas.

Los hermanos emigraron a estudiar a países lejanos, donde formaron su familia. Sólo alguna esquela de vez en cuando los hacía presente. Algún daguerrotipo, luego fotos. Pero nunca volvieron.

Una mañana, cuando Clementina se acercó a besar a su padre, notó que acechaba la dama de sombras. Descorrió las cortinas. Abrió la ventana para que entrara aire y sol. Sintió el leve suspiro final. Cerró los ojos amados del anciano. Partió éste, junto a su adorada esposa hacia el espacio de la verdad y duda.

Para tenerlo cerca, colocó el retrato de Don Augusto, que pintara su esposo, en el comedor. Notó al momento que de los labios de la pintura partía una miríada de mariposas. Volaron con la brisa, igual que aquellos viejos poemas recitados.

¡Por lo menos eso nos han relatado de generación en generación! Y debe ser verdad porque siempre hay que abrir las ventanas para que salgan al jardín decena de mariposas.   

 

UNIENDO LOS OPUESTOS, DESAFÍO DEL TIEMPO


 

                        No es fácil ser músico, pero es hermoso. La vida transcurre de otra manera. Un concierto aquí, una serenata por allá, un compromiso sin sueldo y la necesidad de ganarle a cada artista un lugar. Es como encontrar una estrella en la constelación con tu nombre, ser dueño de un árbo, vaya, no sé, ser músico te pone frente a la gente como a alguien medio extraño, especial, alegre. ¡Aunque a veces seas más trágico que Mahbeth! Yo soy optimista por naturaleza, me decía Ernesto, mi amigo saxofonista. Yo también, le dije, pero no es tan fácil, cuando tenés que pagar las cuentas y no tenés ni un cobre.

            Mi historia es bonita. Desde chico me gustó interpretar música criolla en guitarra. Me extasiaba escuchando a mi padre y tíos, bajo un sauce en las tardes de verano, allá en el sur de mi provincia, cuando cantaban entre vino y vino, chacareras y tonadas. Aprendí bien, en la universidad. Papá no quería que fuese de esos músicos improvisados y noctámbulos, sino un señor. Así, logré mi título universitario en composición e intérprete de varios instrumentos. He vivido un sinnúmero de anécdotas. Y ahora les contaré una tan especial como una canción de amor.

           

            En un viaje que hicimos con un grupo de amigos músicos, para un festival de esos que en el verano, te devuelven la fe en la gente; nos detuvimos en un pueblito perdido en el campo. Teníamos sed y hambre. El boliche, parecía recortado de una lámina de Molina Campos. Reja separando al hombre de los paisanos. Botellas de ginebra barata y vino tinto en tetra; moscas y naipes grasientos que brillaban sobre mesitas de madera de álamo ennegrecidas con humo y tierra. Mugre, mucha mugre. De unos piolines caían unos salames grises, viejos y secos. Un queso bajo una campana de vidrio ordinario y vasos facetados de todo laya. Ninguno igual. Los parroquianos, verdaderos hombres de campo, puesteros cuyas manos endurecidas de pialar ganado cimarrón, de alambrar campos inhóspitos a pura mano y abrir pozos en medio de los pedregales con pala y pico. Ropa gastada y antigua. Alpargatas deformadas en sus pies callosos y con nudos artríticos. Sombrero infaltable y el cuchillo, en la cintura, por si acaso.

            Nos sentamos en una de las mesillas y pedimos bebidas cola. Nos miraron con desprecio y ofuscado el gringo, nos sirvió un vaso de vino tinto a cada uno. Cuando vieron las guitarras se vinieron como abejas al polen. Despacito se fueron arrimando y con gestos serios y poco expresivos algunos preguntaron en voz baja nuestro nombre. Otros nuestro destino. Alguno, si queríamos gastar unas cuerdas para ellos y se armó la guitarreada. Como a las siete de la tarde cayó un tal Garrido. Ramón Garrido. Puestero de lejos del boliche. Se acodó en el mesón detrás del enrejado y pidió una ginebra. Atento, escuchó una cueca y volteándose, pidió un trago para los convidados. Esos éramos nosotros. Relumbraba el cuchillo en la cintura. Los otros hombres comenzaron a despejar y salir hacia sus caballos; tomando el camino que los llevaba a sus puestos de regreso. Seguimos tocando zambas, tonadas y gatos.

            Se fue acercando la hora de ir al Festival y cuando ya el vino nos hacía cabriolas en la panza, nos despedíamos de Ramón Garrido. El puestero, tomó a mi amigo Baldomero Vargas, gran percusionista en el bombo legüero, y le ofreció, como  regalo,  su cuchillo. Mi amigo no sabía qué hacer. Se negaba y el hombre iba juntando bronca. El “Cholo” Pereda, el otro compañero guitarrista, le dijo por lo bajo, que le aceptara y Baldomero le recibió el cuchillo. A cambio le entregó su “querido” pañuelo del cuello, que un amigo le trajo de Medio Oriente.

            Quedamos invitados a su casa para el día siguiente cuando se terminaba el festival. Así, después de recorrer con el jeep sesenta kilómetros de camino difícil y cerril, llegamos a un rancho de barro y caña. Esa era su casa. Entramos a la gran habitación, donde dormían dos pequeños. Luego aparecieron de a uno otros cinco niños, con caritas curiosas y curtidas. Ramón, nos llevó bajo un enorme aguaribay y en un tablón, vimos el generoso banquete que había preparado. Un chivo crocante sacado recién por su mujer, que estaba embarazada de entre siete u ocho meses de preñez, de las brasas. Jamón de ñandú, charque, guiso de liebre, queso de cerdo hecho por las manos hacendosas de su mujer, y un sin fin de verduras cocidas a las brasas. Vino tinto patero.

            Sacamos bombo y guitarras y serenata va serenata viene se pasó la tarde. Teníamos que regresar a nuestra ciudad. Mañana todos teníamos que continuar con la vida loca de la capital. Baldomero, le prometió volver en cuanto pudiera. Lo miramos serios, porque para Ramón, sería un agravio si no lo hacíamos. Yo, sinceramente ni soñaba regresar a ese puesto lejano. Entonces el “Cholo” dijo… tal vez, en semana Santa nos vemos. Nos tomó la palabra y comenzó a decir todo lo que nos esperaría. Chivito, cerdo, y un sin fin de manjares.

            Al subir al jeep, Baldomero dijo. Yo, no vuelvo, tengo que ir a Córdoba a tocar para Semana Santa. Yo, tampoco, toco para las españolas del ballet de San Juan. Y cada uno recordó sus compromisos.

            La mano de Dios, no sólo ataja penales. En Semana Santa, cambiaron todos los planes por razones múltiples y nos contrataron en el sur, para un congreso de médicos locales. Viajamos. Por la mañana del Jueves, estábamos sentados bajo un sauce llorón descansando de tantas fatigas, cuando a lo lejos, vimos una polvareda. Un jinete se acercaba a nosotros. Cuando ya lo visualizamos, era Ramón Garrido. Venía a nuestro encuentro desde su puesto; traía entre sus brazos, envuelto en el pañuelo de oriente su nuevo hijo. –“Acá le traigo al ahijado.” – y le extendió el cuerpecito moreno al Baldomero, que lloraba como un niño emocionado.

EL OLVIDO


 

            El viaje fue repentino, había recibido un telegrama urgente desde Costa Larga, y debía ir pronto. Se despertó tempranísimo. Esa noche había buscado su valija, la desempolvó y puso la ropa indispensable, ya que no tenía muchos días de permiso en el trabajo. Nada sofisticado, ya que por el tipo de telegrama, era muy sospechoso el apuro para que viajara y ya sabía que cuando las noticias llegan así nunca son buenas nuevas. Pesó en un accidente, una enfermedad y hasta en una muerte repentina de Pablo. No llamaría a sus padres, sería motivo para un revuelo y todos querrían viajar. Buscó los documentos y los puso en la mochila junto al dinero que consiguió sacar del cajero.

            Se bañó y lavó el cabello y sin siquiera secarlo, se vistió. Ya había llegado el taxi y le tocaba bocina. Bajó por las escaleras, su maleta no pesaba, además en esa línea aérea no permitían mucho peso. Subió al vehículo y el hombre que la había buscado salió presto al aeropuerto.

            Descendió y con la mochila y la valija, corrió hasta la puerta de ingreso. Ésta se abrió sola y sintió que alguien la tomaba del brazo con fuerza. Se volteó y el rostro de Mauricio, su compañero de oficina le sorprendió. -¿A vos también te han llamado de urgencia?- dijo asustado. –Sí, por eso viajo.- ¡Qué extraño!

            Hicieron una larga fila y entregaron su equipaje y los documentos. Ya podían pasar por el armatoste donde los registraban por si llevaban algún artefacto. Desde el once de setiembre en las Torres Gemelas, habían tomado medidas extremas de control. Ella sonó con las diez o mil chicharras del aparatejo. Es que olvidó sacarse el reloj y las pulseras como los anillos que siempre usaba. Él, pasó sin pena ni gloria y la dejó atrás sin sentimiento de culpa. ¡Dichosos los hombres que no usan adornos!

            Detrás de Andrea un muchacho no tan joven sonó y sonó con diez mil chicharras. Y lo comenzaron a revisar y quedó atrás. En el salón de espera no encontraba un lugar donde ubicarse y no quiso estar cerca de Mauricio.

            Cuando subió al avión, tras pasar por el largo pasillo y la manga del mismo, la esperaba una azafata sonriente con el cabello desaliñado y con cara de muy cansada. ¡Pobre! Pensar que de joven había soñado con ser azafata y ahora que las veía cuando viajaba, se daba cuenta lo difícil y cansador que era ese oficio. Se acomodó junto al pasillo en el doce C, pero… un energúmeno moreno y con cara de pocos amigos, la hizo correr y se sentó en ese mismo lugar.

            Vino un ayudante y les pidió el ticket y sonriendo le pidió disculpas al hombrote por haberse equivocado, ya que el de ella era el C y le de él, era el B. igual Andrea con su mejor humor le dijo:- Está bien, no lo moleste al señor, yo se lo cambio. Y el tipo gruñó un :¡Gracias! Que parecía un azote.

            Luego de escuchar la ceremonia de donde están las mascarillas que caerán sobre los pasajeros si pasa “algo” y bla, bla, bla; ella se quedó ensimismada mirando una revista que sacó de la solapa de su asiento. Allí vio unos hermosos parajes isleños y hoteles de lujo. Ella nunca podría ir a un lugar así, pensó.

            Cuando llegaron a destino Mauricio le ofreció compartir el taxi y ella aceptó. No llevaba mucho dinero. Llegaron al departamento de Pablo, este volaba de fiebre y estaba solo, tiritaba, tambaleando abrió la puerta y se tiró en un sillón. ¡Gracias por venir, amigos! Creo que de esta no salgo. Me han contagiado la Malaria.

            Mauricio se derrumbó, Andrea fue directo al refrigerador y sacó hielo y envolviendo en toallas sus pedazos, cubrió el cuerpo y la frente de Pablo. Cuando fue a sacar de la mochila sus lentes, se dio cuenta que la había dejado olvidada en el aeropuerto.

            ¿Qué hago?- pensó en voz alta. Mauricio por miedo a contagiarse, se ofreció a buscarla. Y allá fue. Taxi en camino le preguntó si esa enfermedad se contagiaba fácilmente. El tipo se largó a reír.- ¡No, señor! Y siguió dando una clase magistral sobre la enfermedad. ¡Por suerte encontró la bolsa y regresó más tranquilo! Llegó un médico y le dio un serie de medicamentos que lo aliviaron muchísimo. Pero sentenció: -¡Deberá lidiar con esta enfermedad durante mucho tiempo!

            Lo divertido fue la charla en la que se enfrascaron Mauricio y el doctor sobre la Malaria; gracias a mi olvido. Mi compañero había aprendido mucho del chofer del taxi y quería demostrarnos toda su sapiencia.

lunes, 1 de mayo de 2023

EL BERRETÍN DEL “GALLO” LEIVA EN EL REÑIDERO

 


 

            Diga, Don —dice el Enano, mirándose en el espejo de agua de los charcos en la calle—. Diga la verdad, anímese de una vez.

          Su rostro surcado por una antigua cicatriz de facón malevo, le regala una expresión oscura. Oscura como el alma. No atina a quitarse el chambergo para evitar la mirada aviesa de las minas. Son curiosas las mujeres y él les tiene ojeriza. ¡Claro, si siempre se tenía que subir al tablao del cabaret o a la barra del bar donde se deslizaban las copas de Fernet, de vino tinto o de grapa, para mirar y que lo vieran! Nació normal. Nunca creció más del metro. 

Su padrastro le gritaba palabrotas cuando era apenas un gurrumín de seis o siete años. Lo hubiera matado, al infeliz, si hubiera alcanzado el tamaño suficiente. “¡Ya va a crecer!”, decía la madre. “Crecer. ¿Cuándo, cómo? ¡Destino de hijo “chimbo”!, masculló el padrastro. Nadie creyó en el futuro. Tampoco quiso irse con un circo de mala muerte que pasó por Avellaneda, justo, justo cuando cumplió quince años. “Si se une a la tropa, le damos casa en un carromato, sueldo, comida y la ropa para que ayude al Minguito, el payaso”. No quiso. No podía aceptar ser un idiota jugando a ser el hazmerreír de todos. Después sucedió eso.

 

            “¡Dele, si el Jefe sabe, tal vez haya otra oportunidad! Si vos hablás, digo, Disculpe Don, tal vez si habla la cosa se aclare y el Jefe acepte. Nunca vienen mal los morlacos de una nueva riña. La cana está untada por su mano generosa”. La voz aflautada llena de risa el ancho rostro hostil. Es burlesco. De mentón pronunciado y robusto como todo él. Piernas tan cortas y gruesas, que se bambolea al caminar.

            Con saltitos de gorrión herido sobre los adoquines húmedos es el modo de atraer la mirada del hombre. Leiva duda. Ese Enano sin nombre no es tipo de fiar. No le gusta su modo. Es un truhán. Algo le huele mal.

Duda y desconfía. Los ojos se achican para poder observar cada gesto, cada pequeña señal imperceptible para otros, pero no para él, acostumbrado a tratar con esos rufianes. Todos perros de cuenta con prontuario. Hábiles y abusivos. Eso son, mafiosos de pacotilla. Él conoce a otra gente maleva, pero malevos de verdad. Tipos que arrastran su historia de burdel y garito. De traficante y contrabando entre las dos orillas del Plata. Río lleno de fabulosas historias.

Río que desliza la sangre de tanto fulano vendido al fangal de la ciudad. ¡Tan bello! Ese río que algunas veces atravesó hacia Montevideo, para apaciguar memorias.

Leiva conoce el lugar exacto donde está enterrado el tal Rearte, junto a los gallos de riña. No se imaginan el sitio.

            ¡Cante, Don! Diga que el dueño del reñidero está donde está y tal vez nos perdonen la vida”. La cintura, apretada de sudor oloroso a miedo, le ofrece un retortijón de tripas. “¡Vamos, usted sabe!”.

           Recordó...

La llovizna comenzó a torturar los cortos huesos del alfeñique. El vapor que se levantó de las piedras envolvió a los hombres apretujados. Una luz agazapada desdibujó los cuerpos que se avecinaron bajo el alero del galpón del Jefe. Un olor a pluma mojada y el griterío de los bichos comenzó a trepar por las paredes del sucucho. Los gallos de riña han llegado de Montevideo en jaulas prolijamente custodiadas. Ese galpón fue un frigorífico inglés, ahora es un aguantadero del patrón. Ya se armó el círculo con los ponchos de obreros que vienen a jugarse la quincena en la pelea.

El tufo a tabaco negro, a sudor, hediondo a macho y a mugre; mitiga el olor del plumerío húmedo de los animales. Están con los picos adornados con metal o atados con ligaduras de cuero. La cabeza tapada, para que ciegos, ataquen sin piedad. El batifondo impone un tiempo de espera. Un injurioso tiempo negro.

            El Enano ingresa al reñidero. Lo hace como si fuera un gigante, un rey, un triunfador. Ha logrado el consentimiento del Jefe para manejar la riña. Un tipazo, el Don. Dueño de medio Montevideo. Eso se murmura aunque no está comprobado. El empresario aceptó el entrevero por diez mil pesos fuertes.

            En medio del rugir de los hombres se produce una señal conocida. Causa un silencio feroz, y la pequeña figura empinada en el elevado taburete de madera reluciente, les habla:

       —¡Hoy pueden apostar, la suerte está echada. Don Leiva, pone diez mil pesos fuertes a sus gallos de Uruguay!   

      Desciende y atrapa billetes en sus robustas manos regordetas. La cicatriz brilla con la tenue luz que proporciona un farolito sobre el círculo vital.

        Entra un tal Rearte, custodiado por un puñado de holgazanes violentos. Viene derechito hacia el Enano, pero una mano lo detiene. Don Leiva, le muestra su cintura, donde brilla el facón. Señalando al mequetrefe le indica que allí hay mucha guita. Igual pone mucha mosca contra las aves del otro. La puja es a muerte.

      Comienzan a soltar los animales, que ebrios de odio, se tiran picotazos a los ojos. Empieza, la arena del reñidero, a cubrirse con sangre negruzca. Entre los espolonazos, que en cada salto se dan los pequeños demonios plumados y el sordo sonido de las gargantas ebrias de codicia escondida, no advierten que una atroz tormenta comienza a azotar los techos metálicos con un silbido confuso.

   La noche avanza en un tráfico de risotadas y dinero que pasa de mano en mano. Van cayendo los más débiles. Los gallitos menos famosos. Plumas. La negra nevisca azulada queda danzando una melancolía agónica. Desde las pequeñas gargantas de las aves que boquean en la tierra ya no sale sonido alguno. Heridas, muy heridas, agonizan. Va ganando Rearte. Sin escrúpulo llegan otras. Son rivales de colores tornasol. De pronto, se abre la puerta y se dibuja a contra luz, la figura del Jefe. A su espalda, la lluvia cubre las pisadas.

            Corto y ancho. Con los ojos pequeños rodeados de bolsas rojizas y magulladas por el alcohol. Los labios son finas cuerdas apretadas, la nariz afilada cae sobre los breves bigotes con un gancho agudo y húmedo, que gotea sin vergüenza. Grasoso, su pelo desmechado, es un penacho abundante y dislocado, semejante a plumas, elevado hacia atrás por el unto de Glostora. Es una cresta negra y aguda que desconcierta a quien osa mirarlo de frente.

 Tiene las manos de dedos agarrotados y articulaciones artríticas. Están enfundadas en cabritilla negra. Son armas letales. Se saca parsimoniosamente los guantes. Las uñas largas, cubiertas por cápsulas de oro, refulgen con la tenue luz.

Detrás una feligresía mafiosa, a la que impone fuerza con la simple presencia, retrocede. De un salto, el Enano, baja del alto taburete. Servil, se acerca al Jefe y le muestra el chambergo donde ha estirado cada billete de la apuesta. Ni mira. El Jefe no pierde el tiempo en pequeñeces. Camina con la displicencia propia de los poderosos.

            Hace un ademán y sacan de sus jaulas los mejores. Los campeones.

Sus pequeñas cabecitas cubiertas con un ínfimo capuchón de terciopelo rojo. Parados en tierra, con sus garras aguzadas, espolones cubiertos con regatones de plata que brillan en tiniebla y humo, que lo envuelve todo, se agitan. Apenas le arrancan sus mascarillas de terciopelo, ya despabilados, se enfrentan. Un extraño cloqueo furioso y una pirueta sincrónica de dos gallitos quiebran la infortunada tranquilidad, cuando las uñas de metal abren el cuello desplumado de los animales. Una masa sanguinolenta cae revuelta en la arena.

¡Ha perdido los mejores ejemplares! Y la plata. El Jefe saca su cuchillo y, sin más, lo clava en la frente de Rearte. La punta y el filo continúan su camino destrozando el cerebro. Cae de rodillas, apenas sostenido por uno de sus secuaces. En una suave oleada de sangre se desliza el cuerpo flácido. De inmediato, cada hombre sale en completa mudez.

El Jefe toma tranquilamente los billetes, lamiendo su mirada burlona, a los atónitos jugadores oponentes. Se acomoda el chambergo. Sale pausado y se sube en el automóvil que lo espera. Desaparece por donde vino.

Huyendo de lo que allí se avecina, los obreros, cautelosos, escapan por entre las aberturas de las paredes. La noche tormentosa envuelve a cada uno con una bruma en capa de bondad. Se obliga silencio a los testigos. Nadie vio nada.

           

Apenas despunta el día el galpón está limpio. Nada muestra lo sucedido. El sol calienta las chapas y adentro de la zahúrda, se vende parte de la cosecha de patatas que, en varios carros, ha entrado desde las cuatro de la mañana. Se han desembarazado de gallos y despojos. Un auto policial da una vuelta por los alrededores sin mayor convulsión. Es seguro, los mandaderos de Rearte han hablado.

 Acá no pasa nada. La calle transitada como siempre. El tranvía, indiferente, hace sonar su timbre avisando a los chiquilines que se tiran delante de la parrilla para susto de los transeúntes. Las mujeres compran magros pucheros. Los muchachos siguen con juegos de la vagancia. Nadie vigila los movimientos por un pacto gregario. Todo es terror al Jefe. A sus secuaces.

            El Enano, ahora vestido de paisano, se ha acodado en la puerta y observa astuto a cada tipo que camina por allí. El paisaje es de una bella estampa familiar.

           

            Llega un furgón de la comisaría del oeste. No es la gente sobornada por su patrón. Son de otro cuartel. Apremian. Obligan a mostrar las papeletas. Dar nombres y domicilios. Preguntan por Leiva y por el Jefe. Hablan de Rearte y de sus importantes contactos con los diputados. Revisan palmo a palmo cada rincón del cuchitril, sin encontrar nada. Nada. Ni sombra de sangre. Ni olor a gallo, ni a humanos avinagrados por la ira.

            De pronto aparecen dos coches negros con cuatro fulanos bien trajeados, zapatos de charol lustroso, sombrero de fino tope. Descienden y caminan ansiosos por el lugar. Uno se para junto al Enano, que indiferente, secunda a los carreros. Disimula su miedo. Anota ágil, cada pila de bolsa que descargan.

Los diputados esgrimen sus fueros opulentos. Son los que dominan el otro lado de la ciudad. Parecen sabuesos. Con pasos felinos atraviesan tratando de tropezar con algún indicio de Rearte. El suceso es una trampa mortal. Nada. Nadie. Todo está en su lugar. Inocente, un gato se lava la pelambre negra sobre el taburete del Enano. Se acercan con suavidad deslizando al chaparro un sobre. Queda en la mano reducida. Hacen un gesto y salen. No se vuelven a mirar.

            Cuando logra sobreponerse a la sorpresa, abre la nota. Encuentra mucho dinero. ¡Nunca volverá a ver tanto en su vida! En silencio guarda bajo el poncho el unto. Pero conoce bien al Jefe. Ni soñar la traición. Hombre muerto seré. Pero siempre hay un pero y se pone a imaginar. Deja pasar los días. Le manda un mensaje a Don Leiva. Quiere hablar con él.

            Al principio el Gallo Leiva se resiste. Tiene miedo. Es buen consejero el terror. Pero se afloja lentamente. Sueña con rehacer su puñado de gallitos bravíos. Hay mucha guita de por medio. Hay poder.

            El berretín de don Leiva son los gallos de riña y le hicieron una mala jugada. Perdió a sus mejores emplumados de pelea con los uruguayitos. Aprieta el facón a la espalda, se cubre con una gabardina enorme. Se sube al tranvía que va para el oeste.

            Cuando pasa por Valentín Alsina, desde la ventanilla, ve pasar un cortejo fúnebre y se toca los güevos como le enseñó su abuela.  ¡”Trae suerte muchacho. ¡Aleja la mufa!”. Pero un frío letal le atraviesa la espalda.

 Nunca traicionó a nadie y es muy macho para eso, pero tiene entre ceja y ceja, la mala racha de esa noche. Agranda el odio. Los gallos. Sus adorados gallitos. Y ese hijo de mil putas que le hizo esa cabronada. Tiene que hacer algo y él lo va a hacer.

            Suena la campanilla y se detiene el bondi, dejándole el espacio mínimo para descender en la avenida donde viven los bacanes. Camina apurado las dos calles que lo separan de la casona del Diputado. La magnífica mansión es enorme. Tiene rejas españolas. Un parque parecido al de un rey. Dos hombres custodian una enorme puerta con herraje dorado. Igual, detrás de esos ventanales no ve a nadie. Se esconde y observa. Algo le comienza a subir por las piernas como una hiedra venenosa, el miedo helado, se enrosca en sus pantorrillas. Sube y sube. El corazón está por estallar. Ve el auto negro. Él conoce bien el nuevo Mercury negro. Está apoyado en el brillo espejado un chofer.

 De pronto, lo inexplicable. Él conoce bien al Rengo Millán. Es cómplice del Jefe. Pero es a quien ve salir, restregándose las manos, junto al Enano” que corre tras de él asustado y arisco. Suben rápido al espléndido automóvil que se aleja.

 Luego, aparece un furgón con el escudo de la gobernación. Descienden dos hombres vestidos con traje oscuro. Parecen empleados de funeraria. Se toca otra vez. Abren la portezuela de atrás y sacan siete jaulas con gallos de riña. El Gallo Leiva comprende.  No va a caer en la trampa. Su berretín se va desdibujando en un frío que lo ahoga.

            Sale el diputado sin siquiera amagar pararse; sus hombres de confianza miran hacia todos lados. Lo cuidan. No le teme a nadie. ¡Así son los negocios!

Leiva se achica tras el gran plátano que se descascara como él.  Se cubre bien con el piloto y camina rápido desandando la calle que atraviesa urgido por el terror. Se aleja. En otra avenida paralela, que le parece eterna, sube casi sin aliento a un taxi. No se detiene. ¡Cuánto más lejos mejor! “¡Al puerto, a la Boca!”. Allí están sus amigos.

Llega y se baja sin aliento. Corre por la dársena empedrada. El Cholo Quisque lo ve tan desalentado que sin preguntar siquiera, pone en marcha el motor de su lanchón herrumbrado y apunta la proa a Montevideo. El agua negra del Río de la Plata, lo esconde con un vapor sediento de misterio. Allá en la otra orilla estará un tiempo tranquilo. ¿Tranquilo? Tal vez en la otra orilla logre estar por un tiempo sin el pesar que lo ahoga.

Una ráfaga helada le vuela el chambergo. El rostro ceniciento está deformado y en silencio. Flota un minuto el sombrero en los remolinos del río y se pierde en la bravura del agua.

Puta con el enano de mierda. ¡Cholo, traeme un vino tinto para no pensar!

Bebe en silencio.