martes, 11 de junio de 2024

UNA VIDA DE ACTOR

  

            Nació en un hogar muy pobre. Su madre, enferma de los nervios lo dejó abandonado junto al padre. Lo crió como pudo, buscando encontrar a su amada.

            De pequeño hizo tareas de adulto. Cocinó y ayudó en el pequeño negocio de su “Tata” con tristeza de niño viejo. Creció muy bello. Era un chico que atraía la vista de mujeres y hombres.

            Su padre nunca dejó de buscar a la mujer que en vida enterró su cariño junto al cuerpo de un hijo que murió de viruela. La búsqueda fue inútil. Envejeció siendo joven con el sueño prendido en la solapa como enorme escarapela de miedo. Él, acompañó al anciano, hasta que buscó huir para encontrar su futuro y abrazar los sueños. ¡Ser actor!

            Entró como un simple extra en una empresa de esas que buscan caras nuevas. Era hermoso e inteligente, las actrices peleaban por ser su compañero de rol.

            Cada mañana se presentaba a un nuevo estudio de televisión o cine para mostrarse como una pieza de vitrina. Él, sostenía que el día, ese día, iba a llegar. Y una tarde mientras comía un sándwich que le había comprado una amiga de academia, se sentó cerca en una mesa poco frecuentada, un hombre de gris. El sombrero, le cubría gran parte del rostro; lentes de carey, gruesos y oscuros le daban una ridícula mirada de cíclope. Ojos gigantes bajo el vidrio de espesor sorprendente. Encendió un cigarro y levantó la mano al mozo que le trajo una taza humeante de café con leche.

            Cuando ya su comida se estaba terminando y su hambre no se había acabado, el tipo se volvió y le clavó la vista. ¡Era un fantoche! Pero Aroldo, no sabía quién era y algo, le ingresó en el pecho. Lo conocía de algún lado. ¿Pero de dónde?

            El mozo se acercó sonriendo y le dejó junto al platillo, una tarjeta. ¡Era el famoso director de radio, televisión y cine Waldemar Furlong! Dejó la silla, que casi se estrella en el piso, pero que con rápido movimiento evitó que cayera. ¡Señor Furlong, usted…! Le hizo una seña de espanto. Murmuró un insulto y exclamó: “Lo veo mañana en mi despacho”.

            Ese día alquiló un traje formal y zapatos negros. Se acicaló para la entrevista y partió al suburbio donde estaba la famosa oficina. Era en una zona alejada del ruido. Caminó despacio tratando de detener su corazón que como un timbal, arreciaba en su interior con la paz que le era su mejor aliado. Una discreta puerta en un más escondido edificio tenía el número del cartoncillo que le entregara el mítico Furlong. Un murmullo de voces contuvo sus expectativas. Escuchó pasos y una figura femenina abrió una mirilla de mediano tamaño. Aroldo mostró la tarjeta y se abrió la puerta con cuidado. La joven, una muchacha sin ninguna gracia, abrió corriendo una serie de cerrojos que sonaron a hierros herrumbrados, lo invitó a ingresar.

            Subió por una estrecha escalera, cuando la joven se hizo a un lado, un espacio maravilloso lo dejó enmudecido. ¡Pocos muebles, muchos cuadros de pintores famosos y música que invadía el enorme ambiente! Le señaló un asiento y salió por una puerta lateral. A él, le temblaban las rodillas. Esperó un tiempo que le pareció larguísimo, pero mirando su reloj, fueron menos de veinte minutos. Apareció Furlong, parecía otra persona. Descalzo, con una camiseta de algodón azul, pantalón de denín y sin gafas. El cabello le caía sobre los hombros, parecía una mantilla plateada. Sonrió y le tendió la mano. El saludo breve y a la charla amena de un hombre de mundo que quería saber de ese muchacho hermoso.

            Luego de un verdadero interrogatorio, le entregó dos libros con guiones y lo despidió sin antes darle un pequeño golpe en la espalda. ¡Léelos y cuando termines, cuanto antes, regresa! Y apareció la muchacha, descalza y arreglada de tal forma que parecía otra persona. ¡Muy interesante y hasta bonita! -¡Mi hija, Abril, mi secretaria y ayudante! – y salió por la escalera corriendo con los libros apretados a su cuerpo, dejando atrás una esperanza.

            Esa noche no durmió, apenas un emparedado y una soda y leyó, con entusiasmo y fervor. Una novela de vidas intrincadas, con sabor a odios y amores heroicos. Ese fue el que le produjo mayor interés, al otro, lo dejó sobre la mesilla y se durmió. Soñó sin conocer cuál sería el papel que le tocaría interpretar.

            Al día siguiente siguió con el otro trabajo. Un policial, donde tres agentes de un país en guerra debían sacar a una familia entre bombas, atentados con misiles y cohetes. Se sintió agotado de solo pensar cuál sería su papel interpretaría, si el del chofer o el joven valeroso que conseguía el cometido esperado por la potencia enemiga. Llamó al celular de Furlong y éste, lo invitó a cenar la noche siguiente.

            Esta vez, fue vestido con su ropa. Y se sintió más cómodo. Lo esperó con un pastel de carne y batatas en salsa de vino Cabernet. Esa noche hablaron sobre cine. Y supo que desde ese día se llamaría Wilians Wolney y pasaba a ser el actor principal de las dos obras. Supo que lo había visto actuar en obritas de poca importancia en teatros a la “gorra” y comprendió, el maestro, que tenía sangre de “actor”.

            Comenzó a estudiar. Noche y día sin descanso, le permitió hacer dieta y gimnasia para el rol del policía; más tarde haría de amante de una mujer mayor dueña de una empresa que termina matando a su marido. ¡Unos papeles interesantes, ya que no se asemejaban en nada!

            El cine era diferente al teatro. Se hacían tomas irregulares, unas veces eran de noche y otras de mañana, en lugares preparados para una guerra irreal, con escombros y estallidos, y, a la tarde nadado en una piscina en una mansión con la actriz mayor. La joven Abril, era como una sombra. Siempre cerca pero lejana, su presencia era la de un fantasma de carne y huesos, que aparecía cunado su padre hacía una pequeña seña y rápidamente salía sin ser notada. Algunas noches, salía a tomar una cerveza, junto al balcón, con los auriculares y leyendo a la luz de una lámpara de luz muy fuerte.

            Llegó la noche del estreno. Las marquesinas brillaban con los nombres de los actores y actrices. Aroldo- Wilians era una potencia. Su rostro se dibujaba como un cuadro del setecientos. La alfombra roja y el flash de cien periodistas lo dejaron impactado. Furlong y Abril, junto a los otros actores y actrices, con ropas que deslumbraban. Pero todas las miradas eran para su bello rostro. ¡Era el dios pagano del Olimpo del cine!

            Las películas fueron un éxito. Cuando salió, mil manos querían tocarlo, acariciarlo y bocas se acercaban buscando besar al asombrado Wilians. Allí, supo que su vida había cambiado. Definitivamente. Ya no sería el anónimo desconocido. Aun así, saludaba afable y sonriente. La vida le devolvía una catarata de piedad por los años tristes y de enormes sacrificios.

            Pasó el tiempo filmando, asistiendo a los canales de televisión, posando para los fotógrafos como modelo y firmando autógrafos, con un nombre de “arlequín” prestado.

Se permitió todo, menos ser necio. Como ganó buen dinero, compró una propiedad austera pero segura y de calidad. Era “La Cara” del siglo. Pero la casa solitaria se fue quedando vacía. Tuvo dos perros que lo esperaban con amor, más, tuvo mucho miedo a enamorarse y pasar por lo que había sufrido su padre.

            Muchas bellas actrices lo buscaban para ser su pareja, él, se alejaba con el pretexto de un gran trabajo. En la noche, solía sentarse en la terraza con una cerveza y un libro, mientras leía un guión que le había mandado algún ansioso director de cine extranjero. Y una noche, se miró, reflejado en el cristal del ventanal y recordó la figura de Abril. Ella a esa hora, tal vez, estaba haciendo lo mismo. Entró y tomó el celular; ella le contestó. La invitó a cenar el día siguiente. Ella vino y nunca más se fue de su lado.

 

Y DE PRONTO LA HUMEDAD LEVANTA LAS CIUDADES


El calor agobiante desbarataba cada idea de Tatiana. Le hubiera gustado caminar por la senda preparada bajo los árboles umbrosos, o correr una maratón con su querido cachorro. No se podía. El calor, la humedad y el sol que parecía desprender lenguas de fuego sobre los pocos habitantes de la ciudad.

Tatiana, comenzó despertando esa mañana de domingo con la esperanza intacta de disfrutar cada minuto, cada hora hasta que se ocultara el sol. Pero hasta esa hora era imposible. Del pavimento parecía que brotaban hogueras invernales o de las antiguas cavernas del neolítico.

Se duchó, el agua fría le provocó un deleite inigualable. Esa noche casi de insomnio le había hecho soñar con un día maravilloso. Luego se preparó un café que refrescó con leche fría. Comió unas galletas, que le supieron a viejas y olvidadas. ¡Tengo que hacer compras! Mi heladera llora. Hay sólo agua, leche y alguna fruta achicharrada.

Siempre salía del trabajo a una hora en que los negocios cerraban. Ella quería ingresar y alguien se lo impedía... "Vuelva mañana". Siempre lo mismo. Mañana era salir corriendo a tomar el bus para llegar a la oficina y comenzar con los papeles de algún extraño que necesitaba, le resolvieran un problema. Su jefe, indiferente cuando ella le entregaba los trabajos, le agregaba otra montaña de expedientes. No conocía caras, ni personas, sólo sus problemas y ella trataba de ser fiel a sus convicciones. Servir a la gente.

Pero esa mañana de domingo, había soñado con volar, con salir del círculo vicioso de papeles y problemas ajenos. La humedad y el calor, le apretaban la garganta. Sacó la bicicleta y una bolsa mediana, montó y se fue al supermercado. Pudo entrar y ver las caras de los empleados que parecían robot de cera. Tomó un carrito y comenzó a pasar por entre las góndolas buscando alimentos que duraran en su alacena y en la heladera. Puso un enorme bolsón de comida para el cachorro. Alguna verdura fresca, embutidos, pan y huevos. Cuando fue a pagar, le revisaron la mercadería con un aparato que según vio en otros cliente chillaba si no estaba bien etiquetado. ¡Todo es mecánico ahora! En poco tiempo ya no habrá en estos sitios personas que te hablen. Pagó con su celular, una nueva forma de manejar el dinero. Otro trabajo que quedará en el olvido... el empleado de banco. Salió y buscó su bicicleta. No estaba, la habían robado. Enojada quiso ingresar para quejarse y no se lo permitieron. Entonces, caminó por la vereda caliente y húmeda como otro robot de la ciudad, tal vez, ella pronto se transformaría en uno de ellos.

Tatiana llegó a su departamento y encontró un grupo de personas que gritaban. Ella había olvidado dejar su cachorro atado y el animal, ladraba como un desaforado en la puerta. Se quejaron... Era el calor. Tal vez si les regalaba una de las frutas que compró se calmarían. Los vio como a otros robot, sin piedad vociferando. Les pidió disculpas y sólo un anciano le contestó. Era el único que le hablaba en el edificio. Le dio una manzana, ingresó al mono ambiente y se metió en la ducha. Era la única manera de sentirse humana.

 

 

jueves, 6 de junio de 2024

UNA ARAÑA EN SU ROPA

 

 

            Le gustaba leer en el baño. Llenaba de periódicos, revistas y libros el pequeño receptáculo llamado baño. La casa era grande, pero el otro, el enorme, tenía ducha, jacuzzi, placares para ropa blanca, un enorme espejo que espiaba al que lo usaba y acechaba cada minuto al ingenuo que se acomodaba en el inodoro. ¡Horrible ojo del escándalo para la intimidad!

            El otro, el pequeño, quedaba junto a un breve jardín poco frecuentado por la familia, sólo a veces, él, salía a fumar en escondidas un cigarrillo que apestaba el aire y lo delataba con la chismosa de la casa, Camila, la vieja niñera.

            Allí, en ese mundo tenía su pequeño reino. Gozaba de intimidad y leía a gusto, mientras despoblaba sus tripas sin vergüenza. ¡Nunca imaginó lo que ocurriría una tarde calurosa de verano! Entró al recinto como el rey de la comarca. Se desvistió colgando de la hermosa forma de bronce que servía de percha: pantalones, camisa y hasta se dio el gusto de sacarse zapatos y quedarse en calcetines y bajarse el calzoncillo hasta quedar casi desnudo. Éste, el blanco interior, se balanceaba entre sus pantorrillas que ya lucían bellas venitas azuladas. Era un objeto inmaculado. Tomó el diario del domingo y fue tranquilamente leyendo los artículos que no había aprovechado ese día con la familia en pleno de “pasta” de la abuela. Tardó como una hora y media, hacía rato que despojó de sus desechos.

            Cuando dejó el periódico y se agachó para lavarse…quedó estupefacto. Una enorme araña negra se balanceaba en su íntimo calzoncillo blanco. Tenía patas peludas y con sus ocho ojos, lo miraba ignorando el próximo movimiento que la dejaría fuera del sublime momento que vivía. ¡Pobre araña!

            Comenzó a gritar. ¡Camila, Rosalba, Julio! Nadie acudía y él, horrorizado, se imaginaba que el astuto arácnido, se acercaría a sus partes pudendas y le mordería ahí, justo en la piel más suave y tersa que tiene el hombre…su escroto o su pene que se iba achicando hasta casi desaparecer en su vientre. ¡Camila, Rosalba, Julio! Que alguien venga… o me muero. Y apareció la vieja, con ganas de matarlo. ¿Qué te pasa Humberto? Miró y se quedó con la boca abierta. ¡Ah, no, esa porquería no me va a dejar a mi muchacho enfermo! Y salió corriendo en busca de algo.

            El baño, parecía cada vez más pequeño, más lóbrego, más peligroso. Él, miraba como la horrorosa se movía lenta en la nívea prenda. ¡Ya vuelvo! Había dicho Camila que lo crió de niño. Y regresó con un palo. Y el miedo se agigantó. Me vas a pegar un palo. ¡Déjame a mí! Y con un mandoble de artista de circo arrancó el calzoncillo de los tobillos de Humberto. La araña rodó por el suelo envuelta en parte de la prenda, pretendiendo salvar su negra y peluda existencia. El golpe fue perfecto. La muerte rápida y la risa de Camila tronó en el baño que de pronto pareció Versalles.

            ¡Por fin la araña estaba inerte! Y Humberto sin su prenda interior, con calcetines a rayas de colores, parecía un huérfano en la calle de los barrios más pobres de Calcuta.

MARÍA, LA ESPOSA

 


            Reinaldo es un chico tan lindo que se paran en la calle frente a la carriola, para mirarlo. ¡Dicen: Parece un Jesús pequeñito! Y la madre se persigna por miedo al famoso pensamiento mágico del que hablan sus abuelas. ¡Lo van a “Ojear”! Cosa de comadres y vecinas sin trámites para hacer, excepto chismorrear.

            Rubio, de ojos celeste y piel muy blanca, como su mamá y su papá, sólo sonríe con dulzura y es tan, tan bueno que es un angelito que crece. ¡Y creció!

            En la escuela era el candidato perfecto para los actos escolares. Su memoria prodigiosa, le permitía recitar, hablar de lo que sus maestras le escribían y aun más, él mismo inventaba discursos preciosos a vistas y oídas de sus docentes. Cuando terminó la escuela primaria salió con el mejor promedio y medallas, fue abanderado y mejor compañero, porque realmente era generoso con todos los chicos.

            Su padre, un hombre sin cultura ni estudios, lo hizo dejar en primer año del colegio secundario y lo mandó a trabajar en una panadería. Allí, lo vieron tan inteligente y serio, que el dueño le enseñó a manejar sus vehículos y repartía todas las mañanas por la ciudad las mejores medialunas y panes de la ciudad. Pronto con su buena educación, logró la confianza de algunos hoteles de lujo y fue contratado para llevar a algunos “turistas” especiales por la ciudad en una “Buataré” de un patrón nuevo que se lo robó al panadero.

            Su padre lo obligaba a entregarle todo lo que ganaba y las jugosas propinas que recibía por su destacada atención a extranjeros. Nunca le dio un dinero para su bolsillo. ¡Eso lo transformó en un muchacho callado, tímido y triste!

            Le encantaba la música. Su madre en escondidas del padre, con sus ahorros domésticos compró una radio y aseguró haberla ganado en la “tómbola de la escuela”, para evitar la ira del su esposo.

            Éste era chofer profesional. Con el trabajo propio y del hijo, compró un automóvil hermoso. Era un Ford negro brillante, con asientos de cuero rojo, radio y todos los chiches de esa época: 1952.            

            Todos los viernes, sábados y domingos, participaba de transporte de novios a las bodas, cumpleaños de todo tipo: quince años, bodas de oro, de plata y mil actividades religiosas de todos los credos. De lunes a jueves el auto dormía en una cochera donde dormía debajo de unas mantas luego de ser lustrado y perfumado.

            Al poco tiempo compró otro de marca diferente; amplio y de color blanco, más delicado y lo usó para llevar turistas de hoteles famosos a personajes “importantes”. Paro ya tuvo que poner a su hijo en uno de los vehículos, porque casi todo el tiempo se superponían los acontecimientos sociales.

            Reinaldo era eficiente y carismático. Su silencio y escucha hacía que los clientes lo prefirieran a él, sobre la charlatanería y mal carácter del padre. Eso molestaba a su progenitor, pero como le entregaba todas las ganancias se callaban y no hacía sino ahorrar para tener mucho dinero en el banco.

            Reinaldo, se levantaba temprano, solía hacerle algún trabajo a su amigo el panadero, por lo que éste le daba un pequeño sueldo que él, juntaba sin decir nada. Así, un día se compró una motoneta Siambreta. Cuando el padre la vio le pegó con la fusta de un caballo de carrera que ya había probado su esposa en varias oportunidades y alguna vez su única hija. ¡Pero permitió que la conservara, siempre que sirviera para trabajar!

            Avaro y rústico, un día le dijo a su esposa: “Prepare una buena cantidad de ravioles caseros con un tuco de mejillones” ¿Para cuándo, preguntó Susana? ¡Para este domingo, que va a venir una familia amiga mía!

            Ese día la mujer y la hija trabajaron mucho. Lustraron los cubiertos de alpaca, heredados de la madre de Susana, la vajilla más fina inglesa, regalo de boda de los tíos de ella, las copas de cristal regalo de un amigo de los padres de Susi, y el mantel finamente bordado por Clarita, la hija que en las monjas donde había estudiado la escuela primaria, le habían enseñado a hacer delicias con hilos y telas. (Nunca le permitió seguir en secundaria y la puso con trece años a trabajar en la farmacia de la esquina)

            A las doce en punto llegaron. Don José Rosales, Josefina López de Rosales y su hija María. ¡Entraron pisando fuerte! Eran rústicos, vulgares y poco sociables. ¡Pero, como dijo Lucio, el dueño de casa… eran los futuros suegros! Sí, era para hacer una transacción social y comercial con los hijos. Reinaldo debía casarse con María, la hija de esos españoles, que tenían una hermosa casa y una muy jugosa cuenta en el mismo banco de Lucio, donde se conocieron.

            La chica menos agraciada del mundo se plantó frente a Reinaldo y le sonrió como un espantapájaros de paja. ¡Éste que había transportados muchachas hermosas, alegres y finas, sintió que su corazón se estrellaba contra un muro! Allí, se murió su espíritu alegre y juvenil

            Nunca jamás podría opinar sin ser golpeado ferozmente por su padre. ¡Era otra época! Finalmente organizaron la boda. La joven mujer se presentó en la iglesia vestida de blanco, sin una pequeña muestra de maquillaje, ni con un peinado especial para un día tan especial; y él, con un traje usado de su padre, de color oscuro, camisa impecable blanca y corbata, parecía un muñeco de fiesta.

            Reinaldo, era alto, rubio, de ojos de un celeste profundo, su bigote fino y su cabello bien peinado lo hacía distinguir entre los clientes que usaban los autos de su padre. En general, gente de mucho dinero y prestigio. ¡Por su educación y buenos modales, era muy apreciado y siempre llamado por jueces, altos gerentes de empresas y sus familias!

            De tarde con su motoneta llevaba correspondencia a empresas. Un día encontró un portafolio con cincuenta mil dólares, cuando llegó a casa de su padre, le interrogó cómo hacer para reintegrar al dueño ese dinero. El padre, avaro pero recto le dijo: ¡Pon un aviso en el diario avisando que tienes el portafolio y da el teléfono del bar del club, para que se comuniquen contigo! Pide una seña sobre los papeles que hay dentro del portafolio, así no te engañarán los carroñeros. El muchacho hizo lo que le aconsejó su padre.

            Pasados tres días apareció el verdadero propietario del dinero. Se encontraron en el club y el hombre cumplió con las consignas. Le regaló cien dólares y se fue. El dueño del bar del club relató a un amigo el hecho y al día siguiente supo que vendría un reportero del diario para hablar con él. La fama se hizo presente por un tiempo. Él, fue un héroe por varios meses. Mientras tanto su vida conyugal era un desastre. La muchacha, que cada día se vestía con ropa muy usada y no se arreglaba, le rogó no salir del lado de su madre y padre. Vivían en una casa con dos cocinas, dos baños, pero las alcobas pegadas cabecera de la cama de padres y de la pareja, por lo que siempre había un pretexto para no tener vida común con María. Reinaldo supo que no tendría un hijo el día que ella y sus padres le plantearon: ¡Mire, un niño significa mucho gasto, trabajo extra en la casa, y María tiene un problema de hormonas que ya sabe…no puede engendrar! La vida se desplomó de pronto. Lo habían engañado y nunca le comunicaron, antes de la boda, que ella era una mujer estéril. ¡Además evitaba el contacto con su marido de todas las formas inimaginables!

            Pasaron los años, los padres fueron dejando este mundo y partían al cementerio. Reinaldo era un enamorado de la lectura y de la música. Soñaba con tener una mujer que lo acompañara al teatro o al club, cosa que nunca logró. Una mañana cuando Reinaldo cumplió cincuenta y seis años, le dio un A.C.V. vivió unos meses y dejó este mundo. Lo lloraron sus clientes, sus conocidos de club y nosotros sus parientes que lo apreciábamos mucho. María no lloró ni en la despedida en el Campo Santo.

            Al año, fuimos con Juan Carlos y Florencia, mis hermanos a saludarla. ¡OH, sorpresa…vestida con la ropa de su “padre”, el cabello cortado como un soldado prusiano, y borceguíes! Era un hombre de la época de la segunda guerra mundial. Nos atendió con una sonrisa irónica y nos invitó a conocer su oficina. Allí descubrimos que era amante de la tecnología y de las más “interesantes” novedades sobre climatología del mundo. Tenía aparatos muy modernos para detectar todo tipo de factores ambientales de la atmósfera y sus tormentas. ¡Aun nos preguntamos si en realidad era un hombre en el cuerpo de una mujer! ¡O una mujer ocultándose en la figura de un hombre! ¡Eso sí, vivía encerrada como un monje dentro del caserón que escondía una historia de novela! Su verdadero yo.

           

           

LA BRÚJULA

 

Una brújula apunta a la nuca del sol.

El viento codicioso gasta la orilla de los arenales

con su lejano fuego helado y en las tinieblas yace

con una vena abierta y desgarrada, con espejos azules.

Sangre prieta y mutante la muerte. Conjuro de gaviotas negras.

Rocío y apremio del rosal en madrugada.

Se puede estar vivo y roto o trizado en mil escamas.

Pero esto de estar vacío y fuerte, en duelo permanente;

con la garganta sólida y la voz caliente.

La brújula se mueve enloquecida, gira.

El sol alimenta la marea y el despertar de las sirenas

náyades, delfines nos apremia. Hay una mariposa.

Un ave. La vida traspasa el umbral de los ciclones.

Estoy viva y desgarrada por la espera. Inquieta.

 

LILA

     

“Cae lentamente al estanque, donde los nenúfares le hacen bromas a las libélulas que copulan para continuar con la vida” Anónimo.

 

        La pequeña Lila va dejando esa edad, cuando no se ha vivido sino una niñez tranquila y festiva. Al cumplir los once años, su amada Edelmira, madre del corazón, comenzó a tener esa tos pertinaz y dolorosa, que la derrochaba sobre blancas sábanas y almohadones orlados de puntillas. Comía poco y dormía mucho. Su piel se transformó en un frágil alabastro suave, a veces ambarino, a veces por las fiebres y calenturas de un encendido color encarnado. Una fina pedrería de sudor, refrescaba su arrebol. Cual rocío matutino cada prenda que cubría su escuálido cuerpo humedecido, el satén y las sabanillas. El ralo cabello otrora dorado, era una mata selvática que desparramaba sombría, desdibujada y pajiza.

        Lila la veía como se iba deshaciendo día a día. Casi como una hoja transparente de seda, o de esas que se colocan entre las hojas de los libros y semejan un encaje ocre, simulando ser hoja, simulando ser un tul de finísima estructura. La amaba. Espiaba cada momento sus convulsiones que comenzaron a ser cada minuto más cercanas y terminaban con unas gotas de sangre. Los ojos hundidos y condecorados por medialunas violáceas.

        Su padre, Alcides Morelos, la había traído cuando Lila apenas daba unos pequeños pasos para caminar, y ella, le dio la mano y el amor de una madre inexistente. Nació del amor de ellos, un muchachito de cabello negro, ojos oscuros y rebelde. Creció jovial y dislocado. Reía y rompía cada regla, cada voto, cada reflexión que quisieron inculcarle, en la casa era infrecuente verlo sentado a la mesa, dormir a las horas apropiadas y en la escuela duró tan poco que apenas aprendió algunas letras y números del ábaco.

        Siempre el padre observaba a ese muchacho díscolo y mal aprendido, con desconfianza. Y sí, un día se escapó llevándose una jaca brava. Tenía apenas doce años. Lo trajo un juez, con un moretón en la mejilla y un brazo fracturado. Sin caballo y sin zapatos. El padre, pagó la deuda de los destrozos que había hecho en el pueblo y lo encerró una semana en la alcoba. Lila le llevaba en escondidas algunas confituras y limonada fresca.

        Salió más tranquilo, pero… lleno de ganas de vengarse. Edelmira murió. Su esposo, lloró sobre el cuerpo triste y el corazón vacío. Lila lloró a su lado y juntos la llevaron bajo el jacarandá que ella amaba.

        Cuando el muchacho cumplió quince años, su padre fue a buscar un cargamento del puerto y se quedó dos meses, esperando el barco. Cuando regresó encontró a Lila con el rostro sombrío. Callada y triste. Creyó que extrañaba a Edelmira. Pronto supo que la muchacha estaba embarazada. Su hermano, la empujó por la escalera y el niño murió sin nacer.

        Pasó un tiempo en que el padre trató de saber quién era el padre de aquel vástago. La niña callaba. Cada momento más taciturna y esquiva. Su hermanastro la miraba con dureza y presagio de golpizas. Ella cumplió quince años y el muchacho catorce. Lila le rogó a su padre que la dejara marchar de la casa a un convento. No era posible que la aceptaran si sabían del embarazo y pérdida. Se transformó en un fantasma en vida. Cada noche, encerrada en su alcoba, espiaba por una hendija cuando su hermano pasaba rondando por los pasillos como gato silenciero.

        El padre necesitó marchar nuevamente al puerto y cuando regresó, ella nuevamente estaba encinta. La duda ya no era duda, claramente era el muchacho el causante de ese destrato. Golpeada y arrastrando su pudor adormecido, llegó a término. Nació una hermosa niña. El muchacho, en la noche, la tomó cuando Lila dormía y la llevó al río y allí la arrojó sin el menor dolor.

        Los gritos despertaron la casa. ¿Dónde está la niña? ¿Adónde y quién me la ha quitado? La risa descontrolada del muchacho dejó a todos boquiabiertos. Un malvado demonio vengativo. Un truhán. Un asesino.

        Con quince años había sido capaz de abusar de su hermanastra y matar su hijo. El padre tomó la escopeta y sin pensarlo mucho, lo corrió por el campo y lo acribilló cayendo, este, sobre el trigo dorado que ya maduro, quedaba mojado por la sangre de quien fuera de su propia sangre.

        Dicen los lugareños que al día siguiente Lila flotaba en el estanque junto a las libélulas y flores de pétalos blancos.   

 

 

ENTREVISTA

                                                                                               “Es mejor poner el corazón a las palabras, que                                                                                                                       poner las palabras sin poner el corazón”

 

            ¡Aunque usted no me crea, yo lo vi con mis propios ojos! Estaba en el café de “La Puerta Del Sol” en Madrid y pasó cerca de mí. Vestía un impermeable azul gastado, un chambergo de fieltro negro con una cinta roja y zapatos de cuero, sucios y feos. ¡No parecía el hombre que yo conocí en Buenos Aires!

            Cuando salió del sur, parecía que se llevaba el mundo debajo del abrigo. Era un “Fifí” de esos que en la calle Alvear se paseaban como galanes de cine de los cincuenta. Alto, si, más o menos un metro ochenta y tantos, el cabello engominado que brillaba con el sol y la humedad a él, no se le notaba. ¡Era un perfecto ganador! Pero no.

            Mientras se mezclaba con algunos fulanos de la Suprema Corte o con diputados y senadores, era un “capo”. Hasta que cambió el gobierno y salió huyendo como rata. ¡Pobre!  

            Yo supe por amigos comunes que primero intentó ir a México, pero no le fue bien. Sus charlas y conferencias no estaban acorde con los intereses de aquel maravilloso pueblo, luego fue a Francia… menos y como no domina el idioma fue peor.

            Recuerdo cuando en el “Cervantes” se anunciaban sus charlas literarias. Eran un gentío que se agolpaba en las puertas para conseguir el mejor lugar para verlo, admirarlo y escuchar su nueva idea de lo que proponía en sus novelas. Vendía miles de libros. No se si era tan buen escritor pero su presencia hacía el resto. Ahora es un tipo común.

            Pensar que ni siquiera me dirigía la palabra cuando iba con el micrófono y ahora, cuando pasó se dio vuelta y se acercó con cara de afligido y me preguntó si yo, era yo. Es decir el mismo periodista que antes no era recibido. Le contesté que sí, que era yo y que lo estaba buscando para hacerle una entrevista. Se le cambió la cara, resplandeció como allá en la gran ciudad. No era cierto, pero cuando uno pone el corazón puede ayudar a dar ánimo.

            Le hice un reportaje que fue muy exitoso y ahora ya lo vieras, es otro. Me alegro porque cuando uno está en la mala, que te tiren un salvavidas es muy valioso. Ahora me despido y te digo, si te lo llegás a encontrar, como al pasar decile:- Ché, Osvaldo, el “Gordo Fernández” de la tele te anda buscando para hacerte una entrevista.- ¡Total, si vuelve no nos va a dar ni cinco de pelota!