jueves, 20 de abril de 2023

UN HOMBRE EDIFICA DOS SUEÑOS, UN RELOJ Y TRABAJAR HASTA LA HORA SIN REGRESO.

 


Ya no hay relojeros. Se puede decir que la industria ha terminado con los artesanos, los buenos artistas y orfebres. Caminé cuadras y cuadras buscando un relojero. Todos respondían que se habían ido, muerto o habían dejado de trabajar porque ya nadie usaba reloj. ¿Cómo pueden estar sin relojes? Yo tengo uno en cada habitación de mi hogar. Hasta tengo el antiguo reloj de mis abuelos que cada hora o media hora suena con su carillón avisando que el tiempo pasa.

Tampoco encuentro personas que arreglen artefactos. Compre, use y si se descompone, tire. Alguien lo reciclará, me dicen... para eso están los que en las sombras revuelven la basura y se llevan lo que pueden vender... ¡No me gusta! Esta forma moderna de desechar los objetos me duele. Cada cosa que he heredado tiene una historia, un recuerdo, una vida. Y pienso en mi vida.

¿Cuando esté cerca la "parca", me dejarán en un contenedor hospitalario para ver qué puede servir de este cuerpo que hoy palpita, sueña y ama?

Un hombre en un kiosco cerca de la catedral me dijo: "Conozco un relojero por la calle Belgrano, cerca de San Telmo, que todavía arregla y fabrica piezas de reloj". Casi le beso las manos. Me dirigí a esa zona, pregunté y una señora me miró con curiosidad y me indicó en dónde lo podía encontrar.

Seguí las indicaciones y llegué a una casa antigua, con una pátina de color ceniciento y rosa, la verja enredada con un jazmín de flores perfumadas. ¡Bello! Golpeé y al rato apareció un anciano. Alto, casi transparente, de ojos azules y mirada hermosa. ¿Es usted el relojero? Me miró con curiosidad. Sí, soy yo. ¿Qué necesita?

Arreglar el reloj que era de mi abuelo. Lo compró en mil novecientos apenas ingresó al país. Venía de Italia, anduvo perfecto hasta un mes atrás y no conseguía un relojero, dije. Abrió con desconfianza la reja. ¿A ver, qué trae?

Le mostré la pieza. Se quedó extasiado. ¡Es una joya, pase!

Cuando ingresé al taller, vi un mundo de relojes que estaban vivos, cada uno en hora, con sus piezas intactas. Parecía un museo. Me miró y señalando los relojes dijo: ¡Ya nadie los quiere! Se me corrieron las lágrimas por la cara sin vergüenza. Yo los amo, dije.

Me tomó el reloj y se colocó una lupa en un ojo y lo abrió. ¿Sabe, se ha metido una pequeña mota de polvo y pelusa? Pero no es grave. Este reloj tiene... 123 años, y está impecable. ¿Quiere venderlo? Yo sentí una puñalada en mi alma. No, lo amo. Era de mi abuelo.

Bueno lléveselo, alguien lo venderá cuando usted se muera. ¡Fue duro! Pero tenía razón. ¿Quién lo querría como yo en la poca familia que me sigue? Tal vez alguna de mis nietas soñadoras o el hijo de un primo que colecciona cosas antiguas... Por lo demás, ahí estará sobre mi cómoda y me acompañará hasta que cierren la casa con mi partida.

¿Qué será de nosotros cuando pase el tiempo y de aquellos objetos que nos acompañaron desde la niñez? Y los relojes siguen andando y el tiempo inexorablemente sigue su curso y cada día, cada año, nos vamos alejando de nuestra propia historia, junto a nuestros amigos que serán recuerdos en alguna vidriera o en un museo.

 

 

TANGO ROJO CAPITULO 2

 TANGO ROJO 

Cápitulo 2

                                                                Apenas empezamos a pagar la peor                                                                                                             condena que pueda infligírsele a un ser                                                                               humano: no saber cuándo tendrá fin su                                                                                     pena.”No hay silencio que no termine”                                                                                                                    Ingrid Betancourt.

 

 

            La calle no está transitada, pero no nota esos detalles, está muy apurada.

            Un coche blanco viene detrás con las luces altas encendidas encandilándola, y trata de sobrepasarla. Se corre. El auto se aproxima y con una brusca maniobra se le cruza. Del auto ve que bajan cuatros soldados ¿Qué extraño, un grupo tan uniformado en un coche blanco?

Se da cuenta que tienen puestas unas capuchas negras. Ágil, casi sin pensarlo, se saca el anillo de la abuela y lo esconde en el lugar secreto que tiene con Gabriel. El instinto le dice que es una emboscada. La tienen rodeada. Mira atrás por el espejo y ve que desde un pequeño auto le apuntan con una ametralladora.

Feroz un hombre vestido de soldado, encapuchado, le indica que salga del coche. Hablan con voces guturales, artificiales y con gestos ásperos y señas dan órdenes entre sí y a ella. Toma su cartera y desciende. Le ponen una capucha y le inmovilizan las manos. Le arrancan su bolso y siente risas y palabras obscenas. Roberto Carlos sigue cantando una canción de “Un millón de amigos”

 El Peugeot ha quedado abandonado en medio de la calle desierta. La empujan y tiran en el piso del vehículo que la trató de atropellar. Con voz distorsionada le indican que no se mueva. Le arrebatan la chaqueta y con ella le cubren más la cabeza. Una vos que cree es de hombre le indica que van a cambiar de vehículo. Una mano ruda la tironea y a la rastra la meten en una camioneta.

            En la cabina trasera de un vehículo que ella no ve y trata de presentir la dejan como un fardo inservible. Los ojos vendados y las manos atadas con un elemento como cable o algo parecido, ella no lo ve y de un puntapié la corren. Un metal le produce una herida en una pierna, es un objeto cortante. Le duele. Grita de dolor, pero no la escuchan bajo las telas que la cubren.

Las voces se pierden tras el ruido de una puerta, que se cierra. Cree que son unos cuatro terroristas. Tal vez son más. Sí, ya que venían otros en el auto pequeño. Tiene tanto miedo, que no puede controlarse y se orina. Interiormente se putea, soy una pendeja estúpida. Gabriel me previno y yo creí que no me iba a tocar, por ser yo. ¡Idiota, necia y pelotuda!

 

 Llora desconsoladamente. Piensa en el marido y en los chicos. ¡Pobre María Clara, que susto tendrá! ¿Por qué le tocó a ella que nunca se mete con nadie?

La camioneta, se mueve a mucha velocidad. Golpea contra los laterales del habitáculo. Pasan un paso a nivel. ¡Nadie notará que la llevan allí, ya se habrán encargado ellos, de que así sea! Piensa en su hermoso trajecito blanco y llora con más calma. Tal vez la maten, ¿de qué le servirá si la matan? Se siente ridícula y tonta. Preocuparse por la ropa cuando tiene sobre si un grupo de revolucionarios sanguinarios. De repente un trueno la distrae. Llueve torrencialmente y el agua, seguro borrará las huellas de ese viaje al infierno.

¿Cuánto tiempo pasa, no sabe! Así, aterrada, con las manos doliéndole, la cara tapada y ese fuerte raspón que le duele en la pierna, ha perdido la dimensión del tiempo. Hace un calor insoportable. La camioneta se detiene, luego de hacer una brusca maniobra hacia la izquierda. Delfina se golpea nuevamente  y peor. Cae sobre otro cuerpo. Pero está frío en inmóvil.   ¡Un muerto! Dios protégeme de esto, piensa y ora

            Alguien se ha bajado y habla con voz queda y altanera. No alcanza a entender. Vuelven a marchar por un camino muy desprolijo de tierra y pedregullo. Parece la huella, como cuando llueve en el campo, allá en “Cuesta Blanca”. Luego de andar un rato se detiene. Abren  la puerta y una voz de mujer la llama por su nombre.

            Ha dejado de llover. Y la humedad le cubre el cuerpo de una mezcla de sudor y miedo.

            . ¡Delfina, bajá perra, has llegado!

            - ¡Eh, Mara, cállate!

     - ¡Yo con esta infeliz no me callo!

           -  Mara es una orden del jefe. Ordenó que no le hablen.

             La empujan y obligan a salir del vehículo. Camina entre dos personas. No sabe si son hombres o mujeres. Una de ella se ríe y a media voz comenta…!Mirá, lo único que le faltó fue cagarse! ¿De dónde sacó sangre, esta infeliz?

- ¡El capitán ordenó que no hablen!

La meten por una pequeña puerta. Tropieza con un reborde y una mano impide que se caiga. Siente ruidos extraños a metal y madera. La llevan hasta un lugar y explican que debe bajar una escalera. Adelante nota que ha bajado alguien, comienza a descender lentamente. Detrás alguien viene. Le pisa una mano. Ella pega un pequeño grito.

 

- ¡Cállate, o…!

- ¡Silencio, compañera! - Oye los diálogos breves e histéricos.

-Te puedes delatar y nos pones a todos en peligro.

- No me importa, yo hago lo que se me antoja y más con esta loca de porquería.

-No digo yo, que eres una infeliz, capaz de entorpecer toda la tarea y estrategia. Cállate pues es una orden y basta. La organización tiene leyes. Tú, no puedes contrariar los manifiestos y órdenes. Hay un trabajo fino y estricto, donde cada cual debe cumplir su papel sin inmiscuirse con el enemigo ni los otros componentes. Si no serás sancionada y tú lo sabes muy bien. Leónidas lo pagó caro.

 

 

Llegan a un espacio fresco y con olor a cemento recién preparado. Parece el edificio de Lucy, su vecina cuando le ayudaron a mudarse. Alguien la toma del brazo y la sienta en el piso con extrema dureza. Le ponen la cartera vacía en la falda. Siente que se van alejando. Un suave y monótono ruido, semejante al motor de la heladera es lo único que escucha. Así se queda, dolorida y muerta de terror. Llora con sollozos cortos.

¡Siente, que ya no verá a sus hijos, ni a Gabriel! Pasa un tiempo largo, vuelve a sollozar. Se calma un poco. Cambia de posición las piernas que tiene adormecidas. ¡Quiere orinar nuevamente y no sabe qué hacer! Sigue el silencio. Nadie viene. Comienza a pensar en que si la dejan allí sola para siempre, se morirá de hambre. ¡Nadie saldrá nunca más de ella!

Tanto estudiar francés, inglés, ¡el maldito piano! ¿De qué le sirve ahora? Vuelve a llorar. Se calma. ¡Ya María Clara se habrá comunicado con su  esposo! Los chicos preguntarán por ella y no sabrán qué decirles. Siente un dolor terrible en la pierna herida. Tiene sed y hambre. La boca seca y agria, la lengua arde y se pega en el paladar. El estómago revuelto le recuerda la cena de anoche con la familia. Tiene nauseas. No puede vomitar.

¡Desde las ocho que no come nada! ¿Qué hora será ya? No sabe le arrancaron la alianza, el reloj, la cadena con la medalla de la Virgen de la Medalla Milagrosa y las pulseras de aniversarios. ¡Suerte que escondió el otro anillo!

            Escucha un ruido metálico y alguien entra. Le desatan las manos, pero siente que un arma está apoyada en su espalda. Le quitan la capucha y  queda  ciega por un instante. Luego comprende que hay dos personas junto a ella con capuchas negras.

               Curiosa mira el lugar donde pasó esas horas. Es una pequeña habitación de unos tres metros por tres. Tiene una escalera marinera que da a una claraboya de madera. Además hay una pequeña puerta metálica. Trata de erguirse. Observa y ve que tiene toda la pollera con sangre. Sabe que no es su menstruación. Es la herida de la pierna. Su presencia es patética. Tiene un taco roto. El cabello rubio despeinado. Tiene la cara sucia de llanto y tierra con pelusas, briznas de pasto y hojas. Trata de limpiársela con la chaqueta blanca. El más alto de los hombres, le muestra una lata de aceite Cocinero llena de agua en un rincón. Indecisa los mira. Ya en pie, da unos pasos. La detienen con una sola mano.

No le hablan. Se acerca y se lava. Mete la cabeza entera y bebe. El pelo chorrea y salpica. Se seca con un pedazo de toalla vieja, que le alcanza el más menudo de los hombres. No, parece ser mujer. Aunque tiene debajo del burdo uniforme formas de mujer tiene una actitud agresiva. Trata de serenarse.

- Por favor ¿qué sucederá conmigo? ¿Por qué estoy acá y porqué no me hablan?

  -  Cállese. Se le hará un juicio pronto, más rápido de lo que se imagina, susurra la guerrillera.

   - Yo no sé nada de lo que mi esposo hace. Se han equivocado conmigo.

              - Callate, acá nadie se equivoca nunca.

           - Dejala, que hable, ésta es una tilinga, llena de plata y nada en la cabeza.

            - La “Señora” puede acostarse. Aquí tiene una manta no es de armiño pero la calentará igual. Aunque nunca como los soldaditos con que se debe encamar.

            - ¿No puedo ir al baño?- dice sorprendida- ¡Yo no me acuesto con ningún soldado, sépalo!  Los guerrilleros se ríen.

            -  No tarada,  acá no hay baño. Allí en ese rincón tendrás tu baño.

             Delfina mira y ve, un cajón de los de embalar fruta con aserrín. Piensa en la gata de su hija Sol. Ella será igual un tipo de gata humana que ellos harán jugar un juego macabro. Sin querer sonríe. A veces a chicas fáciles les decía “gatas”.

Sabemos que no comés desde temprano. Pero ahora no tenemos nada. Después te traerán algo, será algún manjar del Molino. ¡Ja, ja, ja!                        

El relevo vendrá a las siete de la mañana. Tendrás que aguantar. Vamos que el “Capitán Toyo” espera.

 - No le hables tanto. Eres muy rebelde a las órdenes del jefe.

             Delfina mira como trepan y salen por la pequeña puerta. La cierran con llave y la dejan sola. Mira toda en detalle. Hay una especie de ventilador para extraer el aire. Allí está el ruido que escuchaba, aquel como motor de heladera antigua de la tía Alejandrina. Las paredes están recién hechas. El ladrillo y el cemento aún húmedos. Una bombilla de luz, encerrada entre alambres, ilumina débilmente la habitación. El suelo es de cemento y sólo hay una vieja silla.

            Allí esta la manta color rojo y negro a cuadros que pudo ser de un avión de línea. Roban de todo estos malditos. Así dejan la imagen del país en el extranjero, piensa. Tiene deshilada la orilla y algunos agujeros el trapo hilachiento que tuvo mejor historia. La cartera. La abre. Allí están alguno de sus tesoros: peine,  labial, maquillaje. Un pañuelo pequeño y uno de Gabriel. Los anteojos. La agenda y lapicera se la quitaron. La foto de los chicos y de Gabo, como le dice algunas veces, la han borroneado con labial, pero con la manta lo puede limpiar y ver sus caritas hermosas de niños queridos.

 El rosario de nácar roto en mil partes, un pequeño costurero para emergencias sin agujas, las sacaron también. Una lima de uñas destrozada, una tijerita quebrada en partes. Un tapón higiénico con barro, una braga que estaba limpia la han ensuciado con suciedad de perro o humana, no sabe. (Según María Clara, ella estaba chiflada porque siempre llevaba una braga limpia en la cartera) Un cepillo de dientes que le regalaron en “Hilton” de Brasil el otro verano. Una cortaplumas Suiza multiuso que compró en una feria desapareció en los bolsillos de alguno de los tipos que la tienen ahí. Horquillas, ligas para el pelo dejaron dos.

Un “Rasti” de recuerdo para llorar ausencias. Aspirinetas y aspirinas sueltas, que sucias, ella limpia con esmero por si las necesita. Las llaves de casa y del auto no están y han dejado tres figuritas de Luisito, esas que le quitó en misa el domingo pasado. Un caramelo de menta. Se saca la braga sucia y se va al cajón. Orina y se lava como puede. Se seca y no se pone la limpia, tendrá que esperar que se seque la otra que enjuagó.

Se da cuenta que deberá beber el agua que usó para higienizarse. ¡Soy estúpida y loca! ¡Delfina sos testaruda le decía su abuela! Recuerda cuando jugaban en el campo a lavar a lo india y con habilidad enjuagaban la ropa interior en el río de Cuesta Blanca. Las extiende entre las salientes del cemento de la pared. Se limpia la  herida y se tira al piso sobre la manta. Se saca las hebillas y se peina el largo cabello rubio. Lo heredó de su abuela Rosalba. Hace una trenza y se ata en la punta con una de esas bandas elásticas que siempre lleva en la cartera. Guarda todo y se recuesta. Luego de rezar la “Misericordia Divina” se queda dormida y sueña. Regresa a su infancia en la escuela de monjas y juega con sus compañeras. Es solo un sueño.

            Cuando se despierta alguien está abriendo la puerta de hierro. Entra un muchacho diferente a los otros. Tiene un pantalón de jean azul, una camisa celeste y un suéter azul y blanco, de muy buena calidad; calza mocasines finos. ¡Está limpio y usa una suave colonia inglesa!

            La capucha negra que lleva puesta le impide ver si es joven. Pero cuando le ve las manos, se da cuenta que no es tan joven. Son manos fuertes, pero bien cuidadas y limpias. Trae un jarro de loza con café y leche, un tibio pan crujiente. El olor le despierta el corazón, piensa todos los desayunos que he preparado desde que se casó. Se lo entregan y le hablan.

          - Buenos días. Tome

          - Buenos días, gracias. Tengo mucha hambre

          - Coma y serénese.

          - ¿Qué sucederá conmigo?

          -  No puedo hablarle.

          - Le ruego que me diga algo, soy madre de cuatro niños pequeños. Los mellizos apenas tienen dos años! ¡Le suplico, dígame algo!

           - No puedo decirle nada. Lo siento. No piense en los chicos… ¡Trate de pensar…en nada… nada!

- ¿Usted, podría pensar en nada, sabiendo que cuatro niños lo esperan? ¡Sol tiene apenas seis años, Luis cumplió cuatro el mes pasado y los mellizos aún no dejan los pañales! Yo me puedo volver loca.

- Cálmese. Con llorar no cambiará los planes. Acá imagine, todo está cuidadosamente meditado.  El jefe, la eligió a usted y seguirá punto por punto el plan propuesto.

- Entonces usted conoce mi futuro.

           - Yo no se nada. Hago mi parte y no pregunto.

            - Por lo menos tiene la caridad de hablarme, gracias.

            El hombre toma el jarro, que le entrega Delfina y se acerca al agua del rincón que está sucia. Mira la cara de la mujer que observa con asco el olor y color del agua. Debe hacer varios días que no se cambia por agua limpia y teme que se enferme la joven prisionera, cosa que exasperaría al comandante “Ramón”. Saca la lata y se la lleva en silencio. Luego regresa y le deja agua limpia.

            - No tengo que hacerlo, pero, no puede tomar esa agua sucia. Mire: Cuide el agua. Si viene otro a remplazarme, pueden pasar días sin que se la cambien.

            - Dígame una sola cosa… ¿Quiénes son ustedes?

- ¿Todavía no entendió quiénes la tienen? ¡Creí que usted era una mujer inteligente!

- Quise decirle: de ¿qué grupo guerrillero son?

- ¡Ya lo va a descubrir y no puedo hablarle! Vuelve a salir. Esta vez el silencio es total. Comienza a ordenar su manta y la pequeña habitación. Camina: son ocho pasos, tres, ocho y tres.  Saca el rosario que arregló con esmero y mientras reza, camina. Siente que le duele la pierna lastimada. Se mira, y nota la herida roja y caliente. Se está infectando. Sigue caminando y reza. “Rosa Mística” ¡Ora pro nobis! “Mater Inmaculata ¡Ora pro nobis” “Mater Dei” ¡Ora por nobis!

 

DE LA NOVELA TANGO ROJO

 TANGO ROJO

Capitulo 1

 “Para eso quiero la revolución, para desatar gigantes y potencias”  Solicitada Juan Pérez

 

   La hermosa ceremonia no comenzaba hasta que llegara el señor presidente con su comitiva. Siempre ocurría lo mismo, había que esperar. El tan soñado regreso del presidente electo, del destierro sacó a los viejos ocultos que seguían la doctrina. Su sonrisa era inconfundible. Sus manos, con manchas de color oscuro acongojaban a quienes deseaban la inmortalidad.

   Llegó con su nuevo traje en lugar del uniforme que lo hacía ver más imponente, pero los años habían hecho estragos en su salud. Su nueva compañera, varios pasos atrás, apoyada en un hombrecito gris, de aspecto zorruno que observaba con astucia a los presentes, catalogando a los reales adictos y a los hipócritas, sonreía sorprendida por la suma de caras desconocidas a las que literalmente temía. El secretario, como lo llamaban, hablaba al oído de la señora para susurrarle apellidos, grados o cargos que ostentaban algunos personajes que la saludaban.

Muchos habían viajado a la casa en su refugio del exterior para suplicar apoyo, llevar comentarios y como espías, pero siempre hubo un servicio de control para conocer quién era quién, en ese ir y venir de arrivistas. Había que cuidar al anciano jefe. Él, era el hombre.

                 Hacía calor y a pesar de los ventiladores que taladraban con ruidos dispares desde los techos, sólo removían el aire caliente y húmedo. El grupo de representantes del gobierno se apretujaba junto al gran escritorio, donde se firmaría el despacho de los nuevos subtenientes. Un verdadero enjambre de mozos con bandejas, hacían piruetas entre los asistentes para llevar jugos y refrescos, vino y champagne; otros con pequeños bocados deliciosos retrocedían frente a verdaderas emboscadas de manos que arrebataban hambrientas los minúsculos canapés. El murmullo apagaba la música que desde la galería exterior intentaba un grupo de músico serenar los ánimos.

                El plantón era inevitable y todos sabían que tendrían un largo y extraordinario día. La espera valía un millón de esperanzas.

                 Esa mañana, Delfina se había despertado muy temprano, no salía el sol y un suave resplandor movilizaba a los adultos en la casa. Ella y Gabriel, tenían listo el uniforme de gala y el traje, único blanco, que estaba dentro del protocolo que exigía ese acontecimiento para ella. Salieron hacia el Edificio del Comando, cuando asomaba un anillo rojo en el horizonte.

El edecán de turno, estaba sofocado por el grupo de fotógrafos y periodistas, que pujaban por tener la nota más próxima de la firma de los diplomas por el Hombre. Se acercaba el medio día y ya pasado el Te Deum, las fanfarrias, discursos y salutaciones, era imposible no sentir la canícula que no respetaba a nadie. El grupo mostraba un cierto cansancio y mal humor oculto para  aparentar estar felices. ¿Quién iba a ser tan descortés y darse a los ojos de la comunidad tal cual sentían? Hipócritas, mantenían una sonrisa amable y benigna. Eso era lo esperable por las circunstancias.

Atrás, en segundo plano, las esposas de ministros, militares, asesores y los padres del grupo de jóvenes graduados, se movían y murmuraban impresiones. El calor era insoportable. La humedad del día presagiaba una gran tormenta. Entre grupo de señoras, Delfina, parecía una flor marchita. Su hermoso trajecito de hilo blanco parecía un trapo viejo y ajado. Sacó de la cartera un almanaque y se dio aire. Recordó que dejó el abanico sobre el tocador y olvidó que siempre era necesario en esos acontecimientos.

Cada mujer observaba con discreción a las que tenía cerca. Miraban ropa y calzado, alhajas y peinados. Unas por curiosas, otras para copiar y otras por envidia. Hembras al fin, tendrían mucho para chismorrear entre amigas y familiares por unos cuántos días y semanas.

Delfina había dejado los chicos con María Clara, su hermana. Imaginó el ruido en casa, y el derroche de agua en las canillas. Sufrió pensando en los vecinos que sólo en la noche conseguían juntar en los tanques el precioso líquido. Cada año se construyen más viviendas y monobloques en esa zona, pero no agrandan las cañerías y atanores maestros, ni hay más agua potable disponible. Sufría cuando al querer bañar a los niños solo salía un hilo de fluido de los grifos. ¡Los chicos todavía no entienden que deben cuidarla! Pensaba sin oír otro de los discursos que expresaba un embajador de algún país que ella no conocía.

 ¡Pobre María  Clara, con sus veinte años y sin experiencia, los chicos la estarían volviendo loca! La gente aplaudía. Comenzaban a moverse. ¡La empujaron hacia un costado y quedó semi-sepultada entre dos señoras gordas que lloraban! Rezó pidiendo que se terminara rápido todo. Ese día, quería, llevar a los chicos a la quinta de su amiga Cecilia. María Clara y con sus cuatro niños y los seis de Cecilia, tomarían un poco de sol. ¡Pensar en la pileta de la quinta, en la frescura de los árboles y en un poco de tranquilidad, la llenaba de gozo! No exigía mucho la habían preparado para aceptar la vida como se presentase, pero siempre la mujer joven sueña y espera algo mejor.

 

Alguien la volvió a empujar y quedó junto a dos oficiales de marina, que la miraron con cierta ironía. ¡La próxima vez le diría a Gabriel que ella no lo acompañaba más a esas tediosas ceremonias! ¡Pero cómo no lo iba a acompañar, si él era tan bueno y siempre le daba los gustos!

            Cuando pudo se acercó al grupo de esposas de oficiales que ella conocía. La recibieron con algunas sonrisas y comentarios intrascendentes! Como siempre aburridas y preocupadas por no poder estar cumpliendo con alguna tarea familiar.

            ¡Pensar que ella era una chica culta y preparada! Siempre que se juntaban, terminaban hablando de lo mismo: Embarazos, partos, traslados y mudanzas.

            Cuando tenía trece años, viajó con su madre y hermanas a Europa. De acuerdo a la idea de su padre una joven debía tener una educación acabada y entre esas premisas, era imposible no hablar Inglés y Francés, viajar a Europa y tocar el piano.

                                                              Su estudio de piano, fue un suplicio. Odiaba a la Srta. Clotilde, que le pegaba en la espalda, cuando no se sentaba y ejecutaba bien. ¡Era un pequeño y duro golpe con una varilla de Sauce! Vieja loca y malvada, pensar que por ella no había aprendido nunca. Y ahora escuchaba a Richard Claydermann y moría por imitarlo.

            Le estaban preguntando por sus chicos. ¡Bien, creo, que los dejé bien estoy segura! ¡No sé ahora cómo estarán, son cuatro, alborotan y juegan! No podía soportar, ese calor húmedo y la gente que la apretaba y empujaba. Trató de localizar a Gabriel. Lo vio a lo lejos con otros oficiales de mayor rango. Intentó de acercarse, para decirle que quería irse. Cuando llegó junto a él, le estaban preguntando algo y no le prestó atención.

            Le tomó la mano y le susurró que se iba. Eran las quince treinta y minutos. Él, distraído, le entregó las llaves del coche. Le dio un ligero beso en la frente y siguió hablando con sus “superiores”.Delfina saludó a algunas señoras conocidas y salió al pasillo lateral. Allí había un grupo de soldados, que reían distraídamente. Les preguntó dónde estaba el baño y medio desorientados  le indicaron sin precisión. Siguió por otro pasillo casi desierto. Llegó a un recinto donde había una puerta, que no le dejó dudas. Entró, el baño. Estaba limpio, impecable. ¡Gracias a Dios! Y fresco.

            Orinó. Se quitó la chaqueta del traje y se refrescó. Se retocó el maquillaje y peinó;  Cuando miró la hora, se dio cuenta, que hacía desde las  ocho que estaba de pie. Tomó una aspirina. Eso le calmaría el dolor de pies. Sintió consternada que las sandalias de tacón le apretaban y había anulado con la mente el dolor. Salió al pasillo, y siguió buscando una salida del lugar hacia donde dejaron el coche.

            Cuando estaba en la calle, vio unas cabinas de teléfonos públicos. Buscó en su cartera y encontró fichas. Gracias a Dios, tenía la manía de  tener de todo en la cartera. Siempre se reían de su costumbre de tener cosas insólitas en la cartera pero la sacaban de apuros y ella, no era de las mujeres amigas de pedir ayuda y molestar.

            Educada con rigidez y sobriedad, sabía que tenía que salir sola del paso, en cualquier circunstancia. Marcó el número de teléfono de su casa. En medio de un griterío se escucho la voz de María Clara.

-¡Hola! ¡Chicos silencio que no escucho nada!

-María Clara, soy yo, Delfina, mirá prepará a los chicos que yo espero llegar en media hora y nos iremos a la quinta de Cecilia en el Tigre.

-Delfina, ha venido el mecánico del lavarropas ¿Qué hago?

-Decile que lo arregle, yo voy enseguida y le pago.

-¿Vienen con Gabriel? ¿Comieron algo?

-No, voy sola y no tengo deseo de comer, de todos modos, tomaré algo de jugo de naranja o leche, Cuando llegue. ¡Prepará sándwiches y fruta en una canasta!

-¡Te esperamos! ¿Llegarás alrededor de las dieciséis quince o más tarde?

-No más de las diecisiete. Besos a los chicos y que se porten bien!

El diálogo se cortó e inmediatamente, Delfina salió de allí a buscar el coche entre los autos estacionados. El Peugeot bordó brillaba al sol. Parece un horno. Abrió la puerta y trató de airearlo. Se sacó la chaqueta, pero se dio cuenta que le impediría quemarse con el asiento y se la colocó nuevamente. Puso el auto en marcha y esperó un rato como le indicaron Gabriel y el mecánico.

 Salió con dificultad, de entre ese cúmulo de coches estacionados. Junto con ella salieron otros coches. Enfiló por la amplia avenida. Colocó un cassette de Roberto Carlos. Buscó una calle lateral más fresca y arbolada. Con todas las ventanillas abiertas el coche estará menos caliente. Y se perdió por un enredo de caminos que rodeaban la zona.

No había ningún retén militar pero no le puso atención.

 

NIEVA EN LA DACHA

 


La nieve caía lenta y pregonaba un día levemente más benigno. Dejó de nevar y el sol se abrió solapado entre las nubes grises. Brillaba el suelo con un albo tan extremo que no podía mirar hacia el huerto. Una rama se desgajó con el peso de la nieve y cayó creando un caos ruidoso y móvil. Una malla de blancura hermosa voló por su derredor. Luego, comenzaron a caer trozos de nevazón tal que se fue acumulando alrededor de ciertos lugares.

Svetlana caminó sobre la breve alfombra y observó el camino. No podía ver el recodo por donde tenía que aparecer el caballo de Igor. Hacía una semana que salió a buscar a Natasha en la estación del norte.

Se sentó y siguió tejiendo. Cesó el ruido de caída de nieve. El viento se convirtió en una brisa apenas y breve calentaron los rayos solares. Pasó un tiempo huidizo y el samovar se enfriaba cuando sintió los cascabeles del noble “Tizón” por la huella del camino. Su sonido familiar trajo un grato cambio. Con Igor había seguridad y confianza ante los imprevistos.

La anciana acercó dos tazas de té caliente y revolvió el brasero bajo la mesa. Puso pequeños carboncillos en el samovar y agregó agua fresca para hacer más de ese delicioso té que trajera Natasha en su viaje anterior. Al ingresar en la casa un aire helado convirtió el ambiente en una escasa bendición. Luego se entibió y sacándose las capas y gorros, guantes y mantas, hablaron sobre el viaje y el trayecto, las novedades la ciudad y aconteceres de algunos vecinos y amigos.

Igor aseguró que la joven esposa esperaba un hijo. Que llegaría en verano y que estaba orgulloso de la fortaleza de la muchacha para afrontar ese viaje con el gélido invierno.

La figura de Natasha se deformaba con la presteza en que se derretía la nieve y aparecían los narcisos y comenzaban a verdecer los árboles.

Una madrugada de febrero nació Yerko. Era un bebé robusto que berreaba a todo pulmón para alegría de la abuela y padres. El cabello cubría todo con un estallido color rojizo y los ojos parecían las aguas calmas del lago, azul oscuro. Brillantes y profundos cuando se posaban en algo o alguien. Se alimentaba con desenvoltura y pasión. Era sano.

Fue creciendo con el amor de la abuela que disfrutaba de cuidarlo y enseñarle a vivir. Las historias fluían de su memoria hacia los ancestros y la mágica perspectiva de viejos cuentos de  su tierra.

La primera navidad fue extraña, el frío impidió a Igor salir en busca de alimentos para aliviar el clima gélido. La nieve tapaba ventanas y puertas, que enorme esfuerzo apaleaba cada mañana junto a su mujer. En un cobertizo “tizón” junto a las ovejas y a dos vacas, se entregaban un aliento vigoroso y vital. Poca pitanza quedaba y así Igor tentó ir a la aldea cercana a buscar  lo que escaseaba. Pasaban las horas y no regresó. Dos días después llegó Ivan, un aldeano con el hombre enfermo. La fiebre devoraba su natural fortaleza. Nada se pudo hacer en ese lugar lejano y duro.

La casa perdió la pujanza de los brazos del muchacho que con treinta años había logrado formar un hogar. Svetlana sabía lo que era perder al hombre, ella despidió a su esposo cuando fue a la guerra y nunca volvió. Una breve nota que trajo el comisario le anotició su muerte en combate.

Ambas mujeres no bajaron los brazos y lucharon para seguir adelante. Natasha, había quedado embarazada y así nació la pequeña Anusha. Nunca conoció a su padre, pero la vieja le hizo conocer a ese hijo que se llevó la nieve.

Yerko creció con las habilidades de un bravo campesino. Hachaba los enormes troncos, agregaba alimento a las vacas y ovejas y aprendió a montar. La vida no era fácil, pero con parquedad y alegría vendiendo lana y leche, quesos y mantas que tejían al telar las mujeres salieron adelante.

-          ¿Yerko, quieres comer un pan recién horneado y tocino?- le invitaba la anciana cada mañana antes que saliera a realizar las duras tareas de la dacha.

-          ¡Ni loco como eso, si no le agregas unos buenos huevos revueltos!- y reían porque la abuela guiñaba a la madre sabiendo que ya estaban en el plato.

-          ¿Y yo?- Nada para mí, claro el señor de la casa es el mimado de las dos.

-          Vamos que perderás esa cintura de abeja reina y no te casarás jamás, decían riendo a coro los tres.

-          No me interesa. Además con quién creen que viviendo acá me voy a casar.

-          Ya te llevaremos a la ciudad, o a la aldea. Allí conocerás a un hermoso “príncipe” que te abrazará y pedirá tu mano- se burlaba Yerko.

-          Me conformo con un campesino que sea como tú. Trabajador y bueno.

-          ¡Ja , ja, ja, qué crees que hay dos como tu hermano? – y así pasaban las semanas.

Llegó el invierno y Natasha salió en busca de un médico para Svetlana, que tenía una tos copiosa y dura. Cuando regresó la anciana deliraba y costaba hacerle comer o beber. Lucharon contra el frío y la edad. Sólo la esperanza de ver a los nietos formando una familia, logró sacar adelante a la abuela.

Pasaron cuatro años y ya al límite, Svetlana cerró su corazón para acompañar al viejo soldado. Yerko y Anusha, lloraron copiosamente, Natasha de la mano de su suegra, despidió a Igor para siempre. Juntos cuidarían de la pequeña familia. En el templo, donde se despedía a la abuela, Anusha conoció a un vecino que le trastornó el corazón y supo que la anciana se lo había mandado para que fuera su compañero.

Yerko, se quedó un tiempo con la madre. Cuando lo buscaron para ir a la guerra, Natasha, lo escondió en el bosque. No quiso repetir la historia de la suegra. Ahora, después de las nevadas, lo envió a la aldea, a la feria para que buscara una campesina que quisiera casarse con él. ¿Y vaya si la encontró! Una robusta y exuberante muchacha que lo amó hasta que fueron ancianos.

NO PERSIGAS SOMBRAS… ME DIJO

 

            Juan Nicolás Durán es un escritor poco conocido en la capital. Ha escrito muchos cuentos y poemas, pero nunca se atrevió a mostrar su trabajo. ¡No se tiene mucha fe!

            Tiene un corazón sensible y mucha imaginación; a veces es un peligro para la realidad de este mundo tan ingrato en el que la diversidad se ve muy transgredida y agredida. Pero sus amigos, que los tiene y son muy buenos, le ayudan a repartir en la plaza o en la escuela sus poemas o cuentos impresos en la computadora de la escuela.

            Este año que llegan a fin de ciclo, se irán a estudiar a otra provincia y se disgregarán porque algunos se van becados a otros países o a trabajar. Otros, los menos, seguirán en la facultad en la misma provincia en la que viven.

            Juan Nicolás, tiene a una cohorte de compañeras que lo siguen. Todas suspiran por él, claro, es “el poeta” y un halo de romanticismo  las deslumbra.

            Cuando el profesor de literatura leyó algunos poemas y cuentos, sonrió. Es malísimo, se dijo, pero puede llegar con esfuerzo a ser un poeta. Tiene madera para tallar. Y si lo ayudo tal vez lo logre.

            Lo primero que hizo fue llamarlo y decirle dos cosas: Juan Nicolás Durán… le aconsejo que lea mucho. En especial poesía de todos los clásicos y luego comience con los poetas “buenos” modernos, contemporáneos y también escriba sobre cosas que conoce. Hay que respetar al lector. Aunque sean pocos, ellos detectan enseguida el que miente o es un ignorante. ¿Sabe por qué? Si lo leen es porque leyeron antes a otros; el que nunca lee, no lo va a leer aunque usted le pida de rodillas… así es la vida.

            Y el muchacho se propuso crecer. Y creció. Las bibliotecarias de la zona cuando lo veían sonreían y le traían el alto de libros y sabían que ese día saldrían tarde del trabajo. Conoció a muchos clásicos: españoles, franceses, italianos y hasta rusos. Comenzó a distinguir a los poetas por su estilo y su vocabulario. Se propuso ser un gran poeta. ¡Y lo logró! Pero… como en toda historia real, encontró varias piedras en el camino.

            Los críticos no le hacían gran favor. Los editores eran sabuesos que sólo deseaban ganar con la venta de los libros, ellos no hacen concesiones.  Lo comenzaron a premiar dentro y fuera del país. Eso atrapó celos y envidia de otros que se creían mejores. Hablaban con desprecio de su trabajo, pero el apoyo de unos amigos lo ayudó a superar ese triste sentimiento: la Envidia.

 

            Conoció en una presentación de su cuarto libro a una muchacha espléndida. Culta y buena. Ciega, gran lectora en sistema Braile. Ella lo acompañó un trecho en su carrera pero su noviazgo se vio interrumpido por una beca que Juan ganó.

            Pasó un tiempo y fue declarado el mejor poeta del momento. La fama le llegó de la mano de un profesor de Harbar que luego de leer su mágico crecimiento le dijo: ¡Mi querido muchacho… le aconsejo que no persiga sombras, dedique el tiempo a seguir creando intuitivo pero novedoso. Me gusta su palabra y su silencio. Tiene mucho talento aprovéchelo!

            Al año siguiente fue un premio Internacional y propuesto para el Cervantes. Su nombre estaba en todos los medios, mas él, no se subió al podio de la soberbia. Su gran valor fue seguir soñando con las palabras y los sentimientos.

             

MÁS VALE PÁJARO EN MANO QUE CIEN VOLANDO


 

            Agapito siguió a la yegua madrina con la tropilla chusca. Tenía que aceptar, cabeza gacha, con las órdenes de misia Eleuteria, su patrona.

            Desde que don Juan Leoncio murió, esa mujer se había estropeado la sesera. Pedía, exigía y ordenaba cosas cada vez más locas. El peón sabía que era más práctico ir a la feria del agro a comprar un padrillo y dos o tres yeguas como “Aurorita”, la madrina que ya vieja y mañosa  no tenía potrillos y pateaba cuando los chúcaros la querían “cubrir” pero no le podía discutir, ella creía saber todo.

            El potrero sur estaba atestado de potros ordinarios, de poco valor que nadie quería. Con sus coces, rompían los alambrados y el potrero era un asco. Una tormenta de truenos y refucilos, los espantó tanto que corrieron dislocados en todas direcciones, cayéndose algunos y quebrados sus patas otros. Luego fueron cayendo en el barranco del río que venía borracho de aguas turbias. Era como fuego húmedo y lodo. Los animales se alejaban como cadáveres de la Apocalipsis. Así había dicho el padre cura en la capilla hacía un tiempo. Así es el demonio, como el río cuando está bravío y ciego. Arrasa con todo.  Y fue así, no quedó nada, o sí, la yegua madrina que herida y enlodada se arrastró hasta el alto llamando con relincho a los pocos caballos y potrillos que sobrevivieron.  

 

 

CORTAR LAS TORMENTAS


 

 

            Artemio echa a andar entre los parrales de verano. Las uvas están muy verdes todavía, hay que esperar para que maduren. Va con la azada al hombro con las manos arqueadas por el polvo de la tierra agreste de las montañas. La acequia cantarina trae poca agua y los sauces se hincan para adsorber el líquido que se encapricha ser ausente.

            Un año con poca lluvia. ¡Como siempre, el Zonda, arremete con furia de fuego sobre los viñedos!

            Las alpargatas levantan un talco terroso y prieto cuando camina Artemio. El sol se va ocultando tras unas nubes negras y amenazadoras. Tormenta. El miedo se arrebata a sonidos de campanas al viento. Granizo. La mirada desesperada se entromete en el fuego del latido austero del hombre del viñedo.

            Se enjuga la frente, que copia el aullido de las ráfagas de viento. Está desesperado. Un año, carpiendo, podando, atando y ahora que el verde se entremezcla con la vida, se viene la tormenta.

            La Justina viene al trote entre los surcos, cuidando de no caerse, que pierde la oportunidad de cambiar la historia. Trae una bolsa de sal y otra de cenizas. Trae esperanza de campesina laboriosa y con antiguas costumbres de los ancestros.

            Cuando cae el primer rayo, luego se siente un trueno que moviliza la tierra. Hace tanto que no escuchan ese sonido augural de la pobreza. Los perros aúllan en el caminito que ha dejado el hombre. Deja la azada apoyada en un álamo. Saca la pala ancha para hacer el rito. Se buscan y se encuentran entre truenos y relámpagos, entre un granizo seco y pequeño que puede triturar la vida.

            Ella, la Justina hace el espacio para comenzar la ceremonia. Él, acerca las cruces que lleva en la ancha faja de su vientre exiguo y recrean las “cruces de sal y ceniza” como lo hacían los abuelos. Rezan de rodillas entre los plantíos que se van mojando poco a poco y merman los granos de hielo que se transforman en lluvia copiosa y fértil.

            La acequia comienza a crecer y ellos empapados, se abrazan por haber logrado desembarullar la tormenta y salvar los frutos.

            En un par de semanas con sol y agua, habrá un misterioso crecer de los parrales y vendrán las uvas a brillar con su color de fiesta y vino futuro.

            La usanza antigua ha dado su amor y su constancia de frutecer sin miedo. El rito antiguo de alejar las tormentas con las cruces de sal y ceniza sigue vigente en la vida de los campesinos.