lunes, 25 de noviembre de 2024

LA BIBLIOTECARIA

 

            Buscaba unas cartas que según el profesor Ostugni, eran de un amigo de Urquiza. No le quedaban anaqueles ni bibliotecas sin revisar. Si no terminaba la tesina, no le daban la licenciatura y hoy sin ese papel no sos nada. Nadie. Ser Licenciado es más importante que ser doctor.

            La profesora Paloma Bianco, le había desplegado un índice de libros donde podía encontrar material, pero los inútiles empleados que como buenos burócratas estaban a cargo de los libros, nunca encontraban nada. Y cada vez lo trataban peor.

            Le quedaba la biblioteca del Senado. Ahí, le dijeron que debía haber cartas de esa época. ¡Por suerte había una joven inteligente que lo atendió y lo ayudó! Buscó en la computadora y se subió por una escalera móvil que iba y venía de anaquel en anaquel con libros súper antiguos.

            Acá está dijo ella, el libro que busca está acá. Sacó con sus guantes de algodón blanco un ejemplar forrado en cuero negro con letras doradas. Lo bajó con cuidado y lo depositó sobre un atril de madera. ¡Perdón, pero sin guantes no! Sabe que evitamos la contaminación para que se puedan mantener en condiciones. Y así ella sacó de un cajón un para de guantes y comenzaron a analizar el índice. Era glorioso lo que había en ese tomo. Él, comenzó a copiar con su letra minúscula y no terminaba nunca. Ella nerviosa miraba el reloj. Se le hacía tarde para ir a la facultad.

            Tuvo que salir e irse a casa. A la mañana siguiente, regresó. ¡Sorpresa la hermosa joven no estaba y el tomo tampoco!

            Walter pidió el libro de quejas. El tipo lo miró con odio. Recibió el libro ajado y viejo, como un féretro lo tiró sobre el mostrador, dejando una estela de polvo en el aire tal que parecían copos de nieve color amarillo, ocre y marrón, que volaban libres por el recinto. El ruido de su queja atrajo a varios empleados que juraron que en la biblioteca del senado Nunca había habido una joven empleada como bibliotecaria.

DESCONOCIDO, SU HIJO

  

            Era tan fuerte como un árbol de cedro. Rústica y firme. Llena de fuerza y ternura tal el nido azotado por el viento. Por eso caminó hasta el final del callejón donde encontró el cuerpo de su hijo. Estaba mal herido. Alguien había hincado un cuchillo en la espalda. Traicionando al joven que yacía allí, en un charco de sangre que se desgarraba en un último movimiento estertóreo.

            La luna se iba escondiendo lentamente tras nubes que amenazaban tormenta y comenzó a llover. Pía soltó un largo ruego. ¡Dónde está el maldito que arruinó su vida, quiero enfrentarme a ese demente! No sabía que mañana, sí, mañana comenzaba una nueva vida. Su cuerpo se limpiaría de la droga y comenzaría a ser el hijo que mamó en mis pechos, que jugó en mi cama durmiéndose con mi cabello entre sus manitas, que salió primero en la escuela de la mano de su Tata, que comió mis galletas y mis lágrimas. Tronaba. Arreciaba un frío viento sobre el asfalto elevando las gotas heladas de la lluvia que ahora era color granate con la sangre.

            Movió el cuerpo apenas. Una enorme luz, iluminó la escena y una mano dura la sacó un tirón del lado de su muchacho. Muerto. Arcadio Quiroga es el nombre de este bravucón que vendía “merca” a los chicos cerca de la escuela. Usted, su madre acaso ¿no sabía lo que le hacía a otras madres? ¿A otros chicos pequeños?

            Mi hijo no era ese muchacho que usted dice. Miente. Era amable y dulce. Soñador e inquieto. Amaba la música y el mar. Navegaba en el río con su padre. Era un hijo ejemplar.

            ¡Vamos señora! Su muchacho a fuerza de mimos y perdones, destruyó su vida y la de mucha gente joven. Embarazó a una niña, menor de edad que cayó en manos peores que las de él.

            Las lágrimas se iban confundiendo con la lluvia y la luz roja de un vehículo se alejaba hacia la zona donde la policía se haría cargo del cuerpo.

            Pía, se quedó parada bajo la lluvia, anonadada y caminó despacio hacia la casa que fría como una oquedad del averno, la esperaba. Su lecho, vacío junto al de su amado Arcadio, donde lo había cuidado tantos años desde niño. La esperanza huyó como un torrente del río de la vida que se escapó entre los truenos del amanecer brumoso.

martes, 12 de noviembre de 2024

EVELIO GAUNA

 

            El horizonte desplegaba una sábana azulgrana de tristes augurios. Sobre la tierra reseca, no se veía ni una brizna vegetal. Cuarteaba el que fuera un lecho de riacho. Los animales buscaban desesperados agua. Ese día el sol despertaba un sonido de raíces resquebrajadas y muertas. A lo lejos se veía un reverbero desalentador de humedad bailoteando en el pajonal seco. Era solo un delirio. ¿Cuánto hacía que no caía una lluvia en “Bajo Floreal” y su breve arroyo? Meses. Cada día amanecía más seco y la canícula más atrapante.

            Evelio salía por el viejo surco que atravesaba el arroyo con una pala y un cubo para buscar un poco de agua barrosa y salada. La ponía en una pila para decantar la arena y cieno y gota a gota aclaraba el líquido escaso. Su perro lo seguía con la lengua áspera y seca. Agobiado trotaba tras del hombre buscando un alimento capturado por la sed. Muerto. Sorbía huesos y sangre como un juego de magos y fantasmas. Cuidaba de no tropezar con una raíz o un cuerpo agusanado. El líquido era más valioso que el oro.

            A lo lejos comenzó a vislumbrar nubes como ponchos del maligno. Oscuras y tenebrosas. ¿Lloverá ahora? Regresó al rancho. Cerró con tiestos gruesos las tablas que servían de celosías. Y esperó en su camastro. El mastín agazapado se echó a los pies husmeando hacia el sur. Los animales saben, dijo Evelio. Y sin sentirlo se quedó dormido. Un rayó de luz lo despertó. Si caía un “rejucilo”, se quemaba todo el pajonal. 

            Se detuvo junto a la puerta y espió por una hendija. Una lluvia frenética caía sobre los campos y el arroyo comenzó a borbotear. Traía toda clase de objetos: ramas, huesos, animales carcomidos, piedras y algunas alimañas.

            Un golpe del agua, derribó la pared que siendo de adobe, se desgranaba con el furioso vendaval. Quedó perfilado entre truenos y luces. El ruido ensordecedor lo contrajo al piso, y se aferró a uno de los palos que bien hincado en la tierra, sostuvo su cuerpo enjuto. Vio como su fiel amigo, desesperaba contra las aguas turbias que lo llevaban rumbo a la muerte.

            No llueve nunca, pensó, y cuando llueve se lleva todo. Hasta mi historia. Sintió el frío del agua que entraba por cada resquicio del techo. Tiritaba. Y por primera vez, supo que había perdido la esperanza, estaba llorando. Sus lágrimas que desde niño había olvidado, corrían como un arroyo entre los surcos de la piel rústica y dura de su rostro. Cerró los ojos y pensó en su madre. Ella lo recibiría cuando esto se olvidara. Pero estaba muerta hacía muchos años, cuando era pequeño. Una yarará se abrió paso entre los trastos y se enroscó en su pierna. Supo. Ese era el instante final. Agarró el cuchillo que siempre llevaba en el cinto y le clavó la punta entre los ojos. La infame cayó y la correntada la sacó por un agujero como a su buen compañero, su perro. El piquete apenas había dejado una mínima puntada en la piel que por reseca no pudo atravesar.

            Despertó sediento, aferrado a los pocos palos que se habían salvado de la tempestad. El agua ya pasaba clara en el arroyo y a su lado, mojado y lastimado, estaba su amigo, el “Chueco”. Que lamía sus heridas con amor infinito. La fiebre lo hacía temblar. Pero un rayo de esperanza, le trajo a la memoria el primer vendaval de su niñez.

            Se paró para sacarse el barro que cubría partes de su cuerpo y miró a lo lejos, como buscando con qué haría de nuevo el rancho. Le flaqueaban las fuerzas, cayó y se quedó dormido. El quejido suave de su compañero, lo dejó perplejo. ¿Qué te pasa Chueco? Y vio que tenía un herida abierta en la panza. Se paró como pudo. Buscó entre los restos de las cosas caídas y desparramadas, una aguja y un hilo y como pudo, cosió el cuero abierto. Le echó un poco de caña y ni un ladrido, ni una queja, salió de sus fauces. Lentamente comenzó a prepara un refugio para ambos.

            ¿Evelio Gauna; estás vivo? Escucho detrás de los pajonales. Venían a buscarlo los gendarmes, sus vecinos. Acá, en medio de este barrial, vivo. Y un abrazo de amigos, de hombres fuertes, conjugó un estilo de vida en las tierras bravías.

LA COTIDIANA Y MONÓTONA VIVENCIA DE GENTE QUE NO TIENE TIEMPO PARA DETENERSE A SOÑAR


 

En el camino se avistaba un quitrín que brillaba con el sol que ya se iba tornando rojo en el horizonte. Los caballos negros también relucían por el sudor y el galope.

Elina se zarandeaba con los baches y saltos que debía soportar en el asiento. Un suave temor la envolvía. ¿Encontraría a la madrina Arcelia y al tío Bernardo?

Había salido de la hacienda durante los primeros rumores de la revolución, ellos la empujaron que viajara a la tierra de sus antepasados. Allá en la casa de piedra en la que vivieron sus abuelos paternos estaría a salvo. Partió muy joven, apenas con dieciséis años. Ahora ya había pasado los veinte y se sentía madura para atravesar todas las vicisitudes que le deparara el destino. A los lejos avistó la vieja casa con las altas chimeneas renegridas por los años. Los árboles estaban enormes y el camino desastroso, lleno de piedras y ramas caídas, que dejaran saltando el quitrín.

Cuando se vio muy cerca miró con amor la gruesa figura del tío, que miraba el reloj con los ojos tan cerca que comprendió que apenas veía. Atrás delgadísima su madrina y cinco perros reumáticos que afónicos ladraban como para hacer un coro de recepción. Los dejó cachorros y estaban viejos y desdentados. Los amó. A su historia no podía restarle esos recuerdos amorosos de la infancia.

Llegó, descendió del coche y apareció el anciano Alfonso arrastrando una pierna que tomó las riendas y recibió los bolsos con los pocos valores que traía. Elina, volvía a su tierra con muchas esperanzas. Su vida, allá lejos, había sido tranquila pero con su trabajo de institutriz; monótona y sin poder dedicarse a sus sueños.

De muchacha soñaba con ser actriz. ¡Imposible con la revolución!

Los abrazos y besos la dejaron mareada. Los perros le habían mordisqueado los tobillos con sus mandíbulas flojas y estaba impresionada; la habían reconocido.

Ingresaron a la gran recepción donde el hogar entibiaba las pedreras de paredes húmedas y añejas. Un olor penetrante y agrio a col hervido y a carne de conejo, llenó sus pulmones acostumbrados al salitre del mar, allá en su refugio.

Su madrina la miraba con arrobo y el tío sacaba sus viejos lentes y los limpiaba tratando de tener una visión más clara de su muchacha. Perezoso un gato blanco se acercó, la olfateó y se restregó en sus piernas cubiertas por medias de algodón indio.

Estaba cansada y hambrienta. La jovencita que traía una bandeja con comida y limonada, era una cara nueva en ese momento. ¡No la conozco, pero es igual a Clarita, la cocinera! Tomó de la mano de la niña la copa con líquido y bebió a fondo. Tomó un trozo de pastel con perfume a salvia y a tomillo. Era conejo desmenuzado y tierno. La chica la miraba asombrada. Era la nueva “señora” de la casa. Supo que se llamaba Carla y que era hija de Alfonso y Clara. Una doncella de cabello naranja que escapaba de la cofia con desorden, ojos de un celeste profundo como el agua del mar y arrebol en las mejillas llenas de pecas. ¡Hermosa!

Comenzaron los relatos vividos en la época de su ausencia, los soldados saqueando los gallineros y conejeras, matando los cerdos y ciervos del bosque para alimentarse.

Escondida estaba Carla en esa época, era pequeña pero en la gran casa no pudieron encontrarla. Se llevaron la platería y hasta los retratos de los antepasados. Quemaron muebles y libros, pero sobrevivimos, dijo el tío carraspeando.

Ahora hay que comenzar todo desde el principio. ¡Adiós a los sueños de Elina! Volvería todo a los antiguos ritos familiares, a restaurar cada rincón y cada cosa perdida. A la monótona vida de los ancianos que la salvaron de una guerra.

 

EL MUNDO SEDIENTO

 


 

Me agacharé en la ciénaga con las manos limpias

 

Regresaré del camino sin peces y sin flores.

 

Te habrás ido lejos.

 

Estarás perdiendo en la memoria mi nombre.

 

Las calles se bifurcarán en el bosque de pinos

 

Muchas bocas sedientas buscarán el sabor de las lágrimas.

 

Ya no estarás, ni estaré para saciarlas.

 

Será un adiós definitivo.

 

 

MARÍA, LA ESPOSA

 

            Reinaldo es un chico tan lindo que se paran en la calle frente a la carriola, para mirarlo. ¡Dicen: Parece un Jesús pequeñito! Y la madre se persigna por miedo al famoso pensamiento mágico del que hablan sus abuelas. ¡Lo van a “Ojear”! Cosa de comadres y vecinas sin trámites para hacer, excepto chismorrear.

            Rubio, de ojos celeste y piel muy blanca, como su mamá y su papá, sólo sonríe con dulzura y es tan, tan bueno que es un angelito que crece. ¡Y creció!

            En la escuela era el candidato perfecto para los actos escolares. Su memoria prodigiosa, le permitía recitar, hablar de lo que sus maestras le escribían y aun más, él mismo inventaba discursos preciosos a vistas y oídas de sus docentes. Cuando terminó la escuela primaria salió con el mejor promedio y medallas, fue abanderado y mejor compañero, porque realmente era generoso con todos los chicos.

            Su padre, un hombre sin cultura ni estudios, lo hizo dejar en primer año del colegio secundario y lo mandó a trabajar en una panadería. Allí, lo vieron tan inteligente y serio, que el dueño le enseñó a manejar sus vehículos y repartía todas las mañanas por la ciudad las mejores medialunas y panes de la ciudad. Pronto con su buena educación, logró la confianza de algunos hoteles de lujo y fue contratado para llevar a algunos “turistas” especiales por la ciudad en una “Buataré” de un patrón nuevo que se lo robó al panadero.

            Su padre lo obligaba a entregarle todo lo que ganaba y las jugosas propinas que recibía por su destacada atención a extranjeros. Nunca le dio un dinero para su bolsillo. ¡Eso lo transformó en un muchacho callado, tímido y triste!

            Le encantaba la música. Su madre en escondidas del padre, con sus ahorros domésticos compró una radio y aseguró haberla ganado en la “tómbola de la escuela”, para evitar la ira del su esposo.

            Éste era chofer profesional. Con el trabajo propio y del hijo, compró un automóvil hermoso. Era un Ford negro brillante, con asientos de cuero rojo, radio y todos los chiches de esa época: 1952.            

            Todos los viernes, sábados y domingos, participaba de transporte de novios a las bodas, cumpleaños de todo tipo: quince años, bodas de oro, de plata y mil actividades religiosas de todos los credos. De lunes a jueves el auto dormía en una cochera donde dormía debajo de unas mantas luego de ser lustrado y perfumado.

            Al poco tiempo compró otro de marca diferente; amplio y de color blanco, más delicado y lo usó para llevar turistas de hoteles famosos a personajes “importantes”. Paro ya tuvo que poner a su hijo en uno de los vehículos, porque casi todo el tiempo se superponían los acontecimientos sociales.

            Reinaldo era eficiente y carismático. Su silencio y escucha hacía que los clientes lo prefirieran a él, sobre la charlatanería y mal carácter del padre. Eso molestaba a su progenitor, pero como le entregaba todas las ganancias se callaban y no hacía sino ahorrar para tener mucho dinero en el banco.

            Reinaldo, se levantaba temprano, solía hacerle algún trabajo a su amigo el panadero, por lo que éste le daba un pequeño sueldo que él, juntaba sin decir nada. Así, un día se compró una motoneta Siambreta. Cuando el padre la vio le pegó con la fusta de un caballo de carrera que ya había probado su esposa en varias oportunidades y alguna vez su única hija. ¡Pero permitió que la conservara, siempre que sirviera para trabajar!

            Avaro y rústico, un día le dijo a su esposa: “Prepare una buena cantidad de ravioles caseros con un tuco de mejillones” ¿Para cuándo, preguntó Susana? ¡Para este domingo, que va a venir una familia amiga mía!

            Ese día la mujer y la hija trabajaron mucho. Lustraron los cubiertos de alpaca, heredados de la madre de Susana, la vajilla más fina inglesa, regalo de boda de los tíos de ella, las copas de cristal regalo de un amigo de los padres de Susi, y el mantel finamente bordado por Clarita, la hija que en las monjas donde había estudiado la escuela primaria, le habían enseñado a hacer delicias con hilos y telas. (Nunca le permitió seguir en secundaria y la puso con trece años a trabajar en la farmacia de la esquina)

            A las doce en punto llegaron. Don José Rosales, Josefina López de Rosales y su hija María. ¡Entraron pisando fuerte! Eran rústicos, vulgares y poco sociables. ¡Pero, como dijo Lucio, el dueño de casa… eran los futuros suegros! Sí, era para hacer una transacción social y comercial con los hijos. Reinaldo debía casarse con María, la hija de esos españoles, que tenían una hermosa casa y una muy jugosa cuenta en el mismo banco de Lucio, donde se conocieron.

            La chica menos agraciada del mundo se plantó frente a Reinaldo y le sonrió como un espantapájaros de paja. ¡Éste que había transportados muchachas hermosas, alegres y finas, sintió que su corazón se estrellaba contra un muro! Allí, se murió su espíritu alegre y juvenil

            Nunca jamás podría opinar sin ser golpeado ferozmente por su padre. ¡Era otra época! Finalmente organizaron la boda. La joven mujer se presentó en la iglesia vestida de blanco, sin una pequeña muestra de maquillaje, ni con un peinado especial para un día tan especial; y él, con un traje usado de su padre, de color oscuro, camisa impecable blanca y corbata, parecía un muñeco de fiesta.

            Reinaldo, era alto, rubio, de ojos de un celeste profundo, su bigote fino y su cabello bien peinado lo hacía distinguir entre los clientes que usaban los autos de su padre. En general, gente de mucho dinero y prestigio. ¡Por su educación y buenos modales, era muy apreciado y siempre llamado por jueces, altos gerentes de empresas y sus familias!

            De tarde con su motoneta llevaba correspondencia a empresas. Un día encontró un portafolio con cincuenta mil dólares, cuando llegó a casa de su padre, le interrogó cómo hacer para reintegrar al dueño ese dinero. El padre, avaro pero recto le dijo: ¡Pon un aviso en el diario avisando que tienes el portafolio y da el teléfono del bar del club, para que se comuniquen contigo! Pide una seña sobre los papeles que hay dentro del portafolio, así no te engañarán los carroñeros. El muchacho hizo lo que le aconsejó su padre.

            Pasados tres días apareció el verdadero propietario del dinero. Se encontraron en el club y el hombre cumplió con las consignas. Le regaló cien dólares y se fue. El dueño del bar del club relató a un amigo el hecho y al día siguiente supo que vendría un reportero del diario para hablar con él. La fama se hizo presente por un tiempo. Él, fue un héroe por varios meses. Mientras tanto su vida conyugal era un desastre. La muchacha, que cada día se vestía con ropa muy usada y no se arreglaba, le rogó no salir del lado de su madre y padre. Vivían en una casa con dos cocinas, dos baños, pero las alcobas pegadas cabecera de la cama de padres y de la pareja, por lo que siempre había un pretexto para no tener vida común con María. Reinaldo supo que no tendría un hijo el día que ella y sus padres le plantearon: ¡Mire, un niño significa mucho gasto, trabajo extra en la casa, y María tiene un problema de hormonas que ya sabe…no puede engendrar! La vida se desplomó de pronto. Lo habían engañado y nunca le comunicaron, antes de la boda, que ella era una mujer estéril. ¡Además evitaba el contacto con su marido de todas las formas inimaginables!

            Pasaron los años, los padres fueron dejando este mundo y partían al cementerio. Reinaldo era un enamorado de la lectura y de la música. Soñaba con tener una mujer que lo acompañara al teatro o al club, cosa que nunca logró. Una mañana cuando Reinaldo cumplió cincuenta y seis años, le dio un A.C.V. vivió unos meses y dejó este mundo. Lo lloraron sus clientes, sus conocidos de club y nosotros sus parientes que lo apreciábamos mucho. María no lloró ni en la despedida en el Campo Santo.

            Al año, fuimos con Juan Carlos y Florencia, mis hermanos a saludarla. ¡OH, sorpresa…vestida con la ropa de su “padre”, el cabello cortado como un soldado prusiano, y borceguíes! Era un hombre de la época de la segunda guerra mundial. Nos atendió con una sonrisa irónica y nos invitó a conocer su oficina. Allí descubrimos que era amante de la tecnología y de las más “interesantes” novedades sobre climatología del mundo. Tenía aparatos muy modernos para detectar todo tipo de factores ambientales de la atmósfera y sus tormentas. ¡Aun nos preguntamos si en realidad era un hombre en el cuerpo de una mujer! ¡O una mujer ocultándose en la figura de un hombre! ¡Eso sí, vivía encerrada como un monje dentro del caserón que escondía una historia de novela! Su verdadero yo.

           

           

 

UN MALVADO



 La casona era hermosa. La piscina de tamaño olímpico, envolvía el cuerpo de un puñado de bellas muchachas de figuras esculturales. Entre las palmeras un hombre de cuerpo hercúleo, fumaba un cigarro de puro tabaco hecho a mano. A su lado dos perros de porte marcial escoltaban al "jefe", mientras un frágil adolescente traía una bandeja con pequeños bocados de exquisitos manjares. El sol caía sobre los bellos cuerpos de las niñas. El mozo no levantaba la vista. Estaba prohibido mirar a las mujeres.

El sonido del motor de un vehículo, despertó la curiosidad del hombre. Un par de "asistentes", verdaderos gorilas, salieron con armas a franquear al jefe. Las chicas se enmudecieron, apenas se animaban a respirar. Y desde un enorme portón que se desperezó lentamente entre el palmar, ingresó un coche rojo, descapotado y ruidoso. Era un "amigo" que no había avisado que venía a visitar al hombre.

Cuando las muchachas lo vieron, creyeron ver un "aparecido"; era el mismísimo actor de la última serie de Neflix que habían estado disfrutando la noche anterior. Un ardor les levantó el ánimo. ¡Es Erwin Guzmán, el actor! Y un chasquido les hizo salir rápido del agua y entrar en una zona de la gran morada. No podían levantar la voz ni mirarlo. Estaba prohibido por el "jefe". Él, era dueño de sus vidas y de su futuro. Las había comprado en una subasta por Internet, a precios elevados. Eran desechables como que de vez en cuando alguna de ellas desaparecía y nadie se explicaba qué había sucedido. Tal vez, había cansado al patrón. Los cuidadores, las encerraron en un salón donde un enorme televisor las entretenía mientras el amo, hablaba con el famoso artista.

Tais, era de origen filipino. Era una joven verdaderamente bella cuyo cuerpo estaba a disposición del jefe. Era una muchacha que no hablaba. Siempre sonriente se expresaba con las manos y un instrumento musical desconocido en ese lugar. En las noches cálidas se oía el dulce sonido del instrumento y a veces llamaban a Zila para que bailara las hermosas danzas de su Tailandia lejana. El amo le había hecho traer de Bankog los adornos y el traje tradicional de las danzarinas de ese maravilloso país. Ella, había sido subastada con apenas diez años en un lugar escondido de la selva cerca de Burma.

La vida allí, parecía ser un paraíso; pero era un infierno temido por muchas madres de los lejanos territorios donde desaparecían las más bellas niñas. Y a veces los hermosos niños que también solían comprar ciertos varones de copiosas billeteras y depósitos bancarios. Kalil, el mesero era uno de esos infelices llegado de un país del antiguo Irán. No hablaba el idioma de su gente y aprendió en escondidas el de este país, pero nunca dijo que entendía todo lo que se hablaba. Era para el jefe, el perfecto robot, que con una rutina diaria, cumplía todos los deseos y necesidades del estómago del hombre sin la charlatanería de ciertos personajes que habitaban la enorme hacienda.

Su vida dependía de su inteligencia y habilidad para disimular no saber qué se decía frente a él. Era muy inteligente. Hábil y silencioso. Por lo que el amo nunca se cuidaba cuando venían los traficantes, altos funcionarios y gente que hacía jugosos y sucios negocios con él. El muchacho, estaba profundamente enamorado de Glenda, una pelirroja, comprada en un suburbio del Bronx a una madre adicta al crack. La niña llegó con doce años, apenas hablaba inglés y aprendió pronto los ritos de la manada: diversión y silencio.

El actor le ofrecía un negocio. Una película con la vida de su famosa madre, una antigua (no era tanto) actriz de Holywood; casada diez veces con actores, directores y hombres de dinero que la habían amado y usado para lograr el éxito en el cine.

El magnate, desconfiado y sutil, le preguntó cuánto quería de porcentaje. La risa retumbó en los dos mil metros de la casona. Aves y lagartijas huyeron de sus escondites con esas risotadas. Llamó a Kalil, que estaba a cierta distancia y le ordenó que le trajera un cóctel especial... el muchacho lo miró distraído y asintió. Un tremendo temblor le traspasó la espalda. Ese brebaje tenía una droga muy adictiva que a la larga mataba a los que la consumían, pero como siempre hizo lo que le ordenaba. Solamente que no puso ni la mitad de lo que generalmente debía. Total el actorcito saldría pronto ante una señal que les diera a sus "ayudantes". Cuidadosamente armó el trago, el color era exacto al que solía preparar, pero no incluía tanta droga, de lo contrario iba a suceder lo que unos meses atrás pasó con un comerciante que quiso aprovecharse del amo y se estrelló a pocos kilómetros de la hacienda. Ya vería qué le diría su jefe si el joven no se mataba tan pronto en el camino al aeropuerto.

Salió éste y sacando su hermosa Ferrari, se alejó con un mentiroso asentimiento del jefe. Esa noche el hombre maltrató a varias chicas. Uno de los ayudantes hablando con otro se refirió de modo furibundo. ¡Este hijo de puta es un Tirano! No sabía que Kalil sabía lo que decía. Todos creían que no entendía el idioma del lugar. El joven supo que algo iba a suceder. Y se alegró de adelantarse con su inocente frescura. Le acercó al jefe unos bocadillos de sabores exquisitos y un wysky en las rocas como siempre.

La luna se asomó entre las palmeras y entre las plantas se deslizó uno de los custodios. Tais tocaba el instrumento que dulcemente envolvían el calor del atardecer noche y Tais, danzaba descalza cerca del hombre. Dormido y roncando, no escucharon ni vieron la figura, casi invisible, vestido totalmente de negro del custodio. Un fogonazo y allí quedó el tirano, quieto enfriándose mientras la música y la danza marcaban un compás de armonía y belleza.

Kalil, se acercó a Glenda y en un perfecto inglés le dijo: "Debemos huir esta noche" y ella, tomándolo de la mano corrió tras los jardines rumbo a la libertad.