lunes, 28 de julio de 2025

EVARISTO PIZARRO

 

            La hemos perdido. Anoche se cortó el hilo de oxígeno que la mantenía viva. Respeten los tiempos por favor. Acá somos intermediarios de los sucesos. ¡Enseguida vuelvo!

            La sala quedó en silencio y en esa semipenumbra que apaga hasta la esperanza. El monitor hacía un suave murmullo de vida. Pero no. Ella, Pamela, ya había dejado de respirar, según decían los médicos. Las miradas que se daban, nos comprometía a quién sabe qué iban a solicitar. El accidente fue descabellado. Era una hábil ciclista, era excelente deportista y justo una semana antes de ir a los juegos olímpicos todo se vino a tierra.

            Dicen, los testigos, que ella iba por la vía correcta, que alguien salió de la nada y a una velocidad infernal, pasó en ese momento. Ella atravesaba una calle solitaria con su bicicleta. El ruido. Todos hablaron del ruido que produjo la chatarra en la cabeza de Pamela. Quedó dando vuelta la rueda de atrás y la de adelante había desaparecido. Estaba colgada en las ramas de un alto roble. Sonaba el celular, alguien le llamaba. Ella no podía contestar. En el suelo, en la tierra y el limo, un charco de sangre les hizo imaginar que estaba mal.

            Un acomedido llamó a la ambulancia. Llegó rápido. Se la llevaron y dejaron al inescrupuloso, detenido con un par de policías que andaban en bicicleta por la zona. La ingresaron en urgencias y en un santiamén la metieron en quirófano. ¡Estaba viva!

            El médico cardiólogo, famoso y respetado, llegó con su chaqueta blanca y su nombre bordado en azul sobre el pecho: Dr. Evaristo Pizarro. Cirujano, neurólogo y siquiatra. Pamela tenía suerte. Estaba en las mejores manos. Junto a su equipo le dieron noticias a la familia: “Se va a poner muy bien, después de la operación”. Confíen, ya verán.

            Pasaron horas, días y semanas. Operación tras cirugías, de cerebro, de pulmones, de tráquea. ¡Se necesitan dadores de sangre! Y un tropel de amigos y deportistas donaron el líquido de la vida. ¡Basta, ya no tienen que venir por ahora! Hay que esperar.

            Y esperamos. Con confianza y paz, sin dejar de hacer planes de futuro…Pamela saldría de esta. Si son el equipo mejor entrenado para estas lesiones…y ella tiene dieciocho años, seguro en unos meses, entrenará para las olimpiadas. Yo sigo creyendo.

            Lentamente fueron perdiendo la confianza. La esperanza bailoteaba sobre cada uno de nosotros. Pamela, la hermosa Pamela, saldrá adelante. Eso creíamos. La atiende Evaristo Pizarro…el mejor.

            Una noche, un novato enfermero, tocó sin querer una perilla del respirador. Se cortó el oxígeno y el cerebro de la dulce Pamela. Dejó ir su vida a los espacios celestes. Llegó sorprendido el médico de cabecera.  ¡No lo podía creer! ¡Él había fracasado!

            Regresó el frío galeno para preguntarles: ¿Quieren donar sus órganos? ¡Es tan joven y tan sana! Pero tiene muerte cerebral. Es como una planta. Ustedes le darán de comer por zonda rino-gástrica, la sacarán en una silla especial a tomar sol, le pondrán música que no oirá… ¿Qué dicen? Mamá lloraba, papá salió del lugar a zancadas, y yo, con mis catorce años, recordé las palabras de Pamela: “¡Si algún día me pasa algo, quiero que donen mis órganos!” Entonces me acerqué temblando y con un esfuerzo sobre humano les dije: “Sí, tenemos la confianza que vivirá en otras personas; donamos su precioso cuerpo”. Y me desmayé.

LA ANCIANA EUNICE


 

 

Caminaba sola. Eunice, por la calle solitaria soñaba con su infancia y los recuerdos. Armaba y desarmaba  guirnaldas amarillas con sus recuerdos. Cerró los ojos de impecable color tristeza. Entre su pecho y su pulso latía un suspiro de hojas secas y crujientes. Cada pisada que daba, pintaba marcas sobre la tierra enjoyadas en ocres, dorados y rojos. Su cuerpo se iba  transformando, transmutando en un retroceder de tiempo incontenible. Su cabello gris se alargaba en una sinfonía de ondas castañas y sedosas mientras se alisaba con dedos sarmentosos y los ojos pedían lentamente el color ceniciento; cobraban luz y vida. Volvió a ser niña. Pequeña Eunice con su vestido lacio, holgado, largo y el perfume a jazmines desolados. Eunice  recobrando la sonrisa y la melodía de las rondas.

Tras los álamos robustos que rondaban entre hojas de amarillos y bermejos, vio la figura frágil del hada del jardín de primavera. Tan sutil con su túnica de gasa y su corona de flores silvestres. Sonreía y la miraba con ojos de esmeralda. La tomó del lazo del delantal de organza y le colocó una coronita de flores silvestres que emergían de sus manos, de la nada. Todo olía a perfume de jazmines, a frescias, a violetas y voló un pájaro de cristal y miles de alas de mariposas la siguieron, perdiéndose en el humo gris de las chimeneas del puerto, que con el viento se transformaban en plumas rojas. Eunice se reía, rodeó el tronco del roble y del abeto, y allí, justo, justo allí, enfrentó al unicornio de color azafrán y plata. Los ojos de ágatas doradas la miraron un minuto, tan solo un instante y recobró la risa. Era muy raro el unicornio. El que ella poseía cuando niña era de  porcelana. Se lo dio la abuela antes de embarcar e irse. No la vio más. Su hermoso unicornio era de terciopelo tibio. Suave y alegre en su mirada triste. No hablaba. Los tomó a los dos... al hada del jardín y al unicornio y se sentó en la alfombra de plumas y hojarasca. La rodeó una tenue melodía de celestas y agua. Jugó a acariciarlos, a las antiguas rondas infantiles. Ya cansada se detuvo en medio del jardín de otoño. Se fue quedando quieta y una lágrima salió rodando lentamente de sus ojos cerrados.

Alguien que caminaba en la plaza al amanecer, encontró una anciana muerta en un banco de cemento. Rodeada de palomas, cubierta de hojas amarillas y en las manos jugaba con la brisa

una guirnalda de flores frescas perfumadas. En el regazo como un nido tibio unas pequeñas figuras.... un hada de cristal y un unicornio de porcelana.

 

JUAN MANUEL

 

            Por su porte, lo miraban todas las muchachas y algunos muchachos. Pero aun era un púber. Trajinaba calles vendiendo frutas de la chacra de sus abuelos paternos a quienes le debía su educación. Su padre le era una especie de fantasma imaginado perpetuamente porque nunca regresó de un viaje por las islas del sur. La amarillenta fotografía que tenía de él, se estaba desdibujando con el tiempo y la humedad de la casa.

            De su madre, solo escuchaba chismes malintencionados de las vecinas y del cuchichear de sus abuelos. Le parecía que era una vampiresa de esas de las novelas que escuchaba su abuela por la radio. Pero nadie le decía la verdad. No sabía ni siquiera cómo se llamaba y si vivía en ese pueblo.

            Soñaba despierto. Pensaba que sería un torero como el “Piquín” o el “Muletilla”; pero ya a su edad no lo aceptarían en ningún ruedo. A veces iba con el abuelo a los toros. Miraba azorado el valor de esos muchachos que enfrentaban los toros en la arena.

            Un día, una mujer de mediana edad, se acercó y quiso hablar con el viejo, pero este se hizo a un lado y lo tironeó de la camisa bruscamente. ¡Vamos, salgamos de aquí que hay un demonio cerca! Y se lo quedó mirando mientras la mujer le decía dos o tres mezquindades.

            Esa noche escuchó clarito una discusión entre ellos, sus abuelos. ¡Que no dejaste hablarle al niño! No, mujer, si casi me insulta. ¿Pero él la vio bien de cerca? Bueno había mucha gente alrededor, puede que no la viera muy bien. Y el murmullo se fue sofocando como él, pues comprendió que algo importante tenía esa mujer con los abuelos y su persona.

            De camino al mercadillo, un sábado, se cruzó con ella. Se la quedó mirando y se imaginó que podía ser su madre. ¿Cómo le hablo? Pensó, pero siguió rápido su camino, no fuera que sus abuelos se enteraran y se armara un lío.

            Juan Manuel cumplía los dieciséis años y vino de la aldea de Portezuelo un tío, que era su padrino. Le traía un traje de tela gris oscura. Un regalo inesperado para ese chico que tenía poco y nada propio. El padrino era hermano de su padre. Y le habló muchas historias de cuando eran niños. Se fue tarde, casi al anochecer.

            ¡Mira Juan Manuel, parece que se viene una buena… la mili está muy alborotada y el general Franco, está dispuesto a enfrentarse con los rojos! Y de golpe sintió orgullo de sus ideas. ¡Quiero ir a la mili, abuelo! Tú, niño, ni pensarlo. Dicen que se viene la guerra y ni te imaginas lo que se sufre con ella. ¡Es un monstruo que no dispara con justicia, sino con odio y venganza!

            Ese domingo se puso el traje que le regaló el padrino y decidió ir a la iglesia del pueblo. Que lo vieran las muchachas. Que creyeran que era un hombre y que su pecho, ya no enfrentaría a un toro, sino a un soldado o cien o miles.

            Juan Manuel, estás muy guapo. Este muchacho es un milord en persona. Un majo. Un mozo de orfebrería. Y una y otra comparación que no entendía. Se sintió enorme, sabio e inteligente. Se sintió un elegido.

            Pocos días después, comenzaron las riñas en el pueblo. Ya no había esa amabilidad que era su fuente de alegría. Los vecinos peleaban, se decían vulgaridades y hasta se comenzaron a pegar con herramientas de labranza. Aparecieron camiones con hombres de otros pueblos y después del ejército. Los primeros tiros, eran oídos sin preocupación, hasta que al salir a la calle vieron al cura muerto con un balazo en las sienes. Otro día en la noche, se sintieron disparos más fuertes y cayeron don Paco y Lisandro. ¡Eran rojos, dijeron!

            Juan Manuel, ya no se sentía un chiquillo, era un hombre dispuesto a luchar. Pero una mañana que salió para llevar las naranjas, vio muchos muertos en las calles y él, no quería participar de esa locura. Caminó por la orilla del río y vio más caídos. Más sangre y de pronto, una mano de mujer lo sujetó con fuerza. ¡Vete niño! Era la mujer del encuentro. ¿Y a usted quién le dio vela en este entierro? ¡Soy tu madre, y te ruego que vuelvas con tus abuelos y se escondan y guarden toda la comida!

            La mujer llevaba una escopeta y un brazalete de paño rojo. ¡Esa era su madre! Y le quería evitar un desastre. Juan Manuel no alcanzó a preguntarle el nombre cuando un balazo le entró en las tripas. La mujer se agachó sollozando. Amor mío, te quiero con toda mi alma. Y cerró los ojos del niño que se creía un héroe de verdad.


ENTREVISTA


                                                                                              “Es mejor poner el corazón a las palabras, que                                                                                                                       poner las palabras sin poner el corazón”

 

            ¡Aunque usted no me crea, yo lo vi con mis propios ojos! Estaba en el café de “La Puerta Del Sol” en Madrid y pasó cerca de mí. Vestía un impermeable azul gastado, un chambergo de fieltro negro con una cinta roja y zapatos de cuero, sucios y feos. ¡No parecía el hombre que yo conocí en Buenos Aires!

            Cuando salió del sur, parecía que se llevaba el mundo debajo del abrigo. Era un “Fifí” de esos que en la calle Alvear se paseaban como galanes de cine de los cincuenta. Alto, si, más o menos un metro ochenta y tantos, el cabello engominado que brillaba con el sol y la humedad a él, no se le notaba. ¡Era un perfecto ganador! Pero no.

            Mientras se mezclaba con algunos fulanos de la Suprema Corte o con diputados y senadores, era un “capo”. Hasta que cambió el gobierno y salió huyendo como rata. ¡Pobre!  

            Yo supe por amigos comunes que primero intentó ir a México, pero no le fue bien. Sus charlas y conferencias no estaban acorde con los intereses de aquel maravilloso pueblo, luego fue a Francia… menos y como no domina el idioma fue peor.

            Recuerdo cuando en el “Cervantes” se anunciaban sus charlas literarias. Eran un gentío que se agolpaba en las puertas para conseguir el mejor lugar para verlo, admirarlo y escuchar su nueva idea de lo que proponía en sus novelas. Vendía miles de libros. No se si era tan buen escritor pero su presencia hacía el resto. Ahora es un tipo común.

            Pensar que ni siquiera me dirigía la palabra cuando iba con el micrófono y ahora, cuando pasó se dio vuelta y se acercó con cara de afligido y me preguntó si yo, era yo. Es decir el mismo periodista que antes no era recibido. Le contesté que sí, que era yo y que lo estaba buscando para hacerle una entrevista. Se le cambió la cara, resplandeció como allá en la gran ciudad. No era cierto, pero cuando uno pone el corazón puede ayudar a dar ánimo.

            Le hice un reportaje que fue muy exitoso y ahora ya lo vieras, es otro. Me alegro porque cuando uno está en la mala, que te tiren un salvavidas es muy valioso. Ahora me despido y te digo, si te lo llegás a encontrar, como al pasar decile:- Ché, Osvaldo, el “Gordo Fernández” de la tele te anda buscando para hacerte una entrevista.- ¡Total, si vuelve no nos va a dar ni cinco de pelota!

INEXPLICABLE PRESENCIA

 

            Lautaro soñó con esa casa. Pasó cuando tomó un desvío por la carretera 131 y se dirigía a la antigua abadía de La Torre azul. Los frenos chirriaron cuando aplicó el pié en el pedal. Se detuvo y perplejo miró la casa que siempre veía en sus sueños recurrentes. Con mucho asombro vio el cartel que vociferaba: ¡SE VENDE! Se apeó y dio una vuelta por detrás de las rejas, que enmohecidas le daban un aire de casa abandonada y que envolvía una fronda de jazmines y rosales de flores blancas, pequeñas y perfumadas. Las ventanas enormes estaban en buen estado a simple vista. Y la balaustrada de color parduzco atiborrada de macetones con hortensias florecidas de tono rosa o azul.

            ¡Serás mía! Anotó en un papel el número que proporcionaba el cartel. Llamaré esta tarde cuando regrese de la reunión. Ascendió al vehículo y siguió viaje sin pensar en otra cosa que en la casa. Cuando llegó al hotel donde se hacía la convención, dio la charla bastante rápido. ¡Lautaro, te veo distraído! Le dijo el jefe. Se preguntó si les relataba lo sucedido o no y sólo comentó que estaba por emprender un negocio inmobiliario familiar. Los comentarios fueron como derrame de aceite. Cuando terminó el simposium Lautaro partió apurado, quería llegar a tiempo para llamar al intermediario. No quería perder la oportunidad.

            Le atendió una voz sofocada, de respiración dificultosa y áspera. Le dio cita para el día siguiente, a las nueve de la mañana en la propiedad. Él, llegó en tiempo. El otro lo hizo esperar unos cuantos minutos, casi dos horas. Por el sur llegó un auto antiguo y el chofer resultó ser una dama de más o menos setenta a ochenta años. Elegante y seria. Se presentó como la única dueña de esa casa. Sin herederos y con deseos de despojarse de la propiedad lo antes posible. Maritza Menéndez Cayo, venga, acompáñeme. Tomó una llave de bronce y haciendo gala de tenacidad, abrió la gran puerta. Ingresando a un espacio abierto, sin muebles ni cortinados. Destrabó una celosía y el sol entró como un chorro de fuego plateado.

            Los pisos eran un damero de maderas y mármol que brillaba, la escalera distribuía habitaciones y pasillos en el piso superior. Lo condujo en planta baja hasta las zonas de fuego donde no se veía ollas o utensilios caseros. Le mostró un receptáculo donde según dijo se podía almacenar comestibles o ropa blanca. Luego le señaló sin darle demasiada importancia una salida en el piso que ocultaba un sótano.

            En un salón de la derecha, que según la señora era la gran sala de la familia había unos hermosos cuadros. Eran pinturas al óleo y pasteles que habían quedado después de vender el resto de objetos. ¡Eran bellos y sensuales! Algunos representaban a dioses griegos, otros eran más actuales y al final, sobre una pared enorme se destacaba un gran cuadro con una pareja de jóvenes que representaban una boda.

            El precio era justo y le daba todas las garantías para pagar en el banco de la ciudad, frente a un escribano. La transacción se hizo sin problemas. Lautaro tenía un préstamo en dicha institución con prenda sobre la mansión. La dama, contenta, se alejó del recinto dejándole las llaves y un sobre cerrado con lacre que dijo, debería abrirlo siempre que se presentara cierta circunstancia.

            La mudanza fue compleja. Sus chicos tenían pereza de cambiar de casa, de escuela, de amigos y protestaron varios días. Maribel, su esposa estaba feliz. Así comenzó una vida distinta a la del departamento amplio, pero ruidoso del centro. El jardín era espléndido y se presentó un hombre mayor, José, que dijo haber cuidado el mismo durante toda su juventud. Conocía cada planta y cada rincón del parquecito.

            Pasado el verano, un otoño frío y ventoso comenzó a distraer el color de los árboles. La casa era algo fría. Y en las noches, comenzaron a sentir ciertos extraños ruidos que no podían descubrir de dónde provenían. Maribel, se quedaba despierta hasta altas horas de la noche leyendo junto a la chimenea hasta quedarse dormida. Despertaba con el murmullo de voces. No sabía de qué lugar salían. Iba a la habitación de los niños y estos dormían sin problemas cansados de los juegos y las tareas escolares. Lautaro, creía que era imaginación suya sentir pasos que subían del subsuelo hasta la cocina.

            En pleno invierno, cuando la nieve comenzó a cubrir el bello jardín a Lautaro, le apreció que una figura se movía desde el cuadro del salón, hasta el sótano. ¿Estoy mal de los nervios! Es el stress de los negocios. Y no le dio importancia.

            Una noche de tormenta, Maribel, con una lámpara en la mano, iluminó la figura de una bella muchacha que se había sentado en el escalón superior de la escalera. La miraba sorprendida. Un rayo iluminó el cuadro y ¡OH, sorpresa, la joven no estaba en la pintura! Se le cayó el farol y el ruido hizo que saltara la bella mujer y regresara al cuadro. Muda y llena de terror, se fue a la habitación a ver si los niños estaban bien. Ellos dormían. Lautaro, la encontró por el camino y cuando quiso hablar él, le tapó la boca y le señaló una extraña figura que se desplazaba por la escalera. ¡Era el joven del cuadro!

            Rápido fueron a buscar el sobre lacrado que les diera la dama. Lo abrieron con el corazón saltando entre sístoles y diástoles, enloquecidos. Allí había una carta relatando la historia de la pareja del retrato. Esa noche no durmieron, pero apreciaron saber que nunca les harían daño. Esos dos se habían amado tanto que aun salían para amarse en un mundo mágico de ultratumba.

 

EL HORÚTA

 

El agua subía distrayendo la costa  para derrumbar los camalotes isleños. El Horúta continuó empujando la jangada hacia el pueblo Tapí Purá. La ranchada se dormía en la superficie de las aguas que aleteaban como pájaros alertas. De vez en cuando se oía el grito del macaco aullador, agudo y sólido. Las mojadas cachas se apilaban en la mitad del madero, parecían el cadáver de la tapera.

Un chajá voló asentándose en el esqueleto de un ñandubay. Rápidamente se pobló de aves blancas y negras. De cuellos largos y afilados picos prestos a romper las valvas de los caracoles del río. Ojos ávidos de mirar pequeños peces y alevinos que poblarían las orillas con las aguas mansas. El Horúta se acordó del árbol del playón del pueblo que en navidad una “doñita” se porfiaba en adornar con chucherías brillantes y caramelos para los niños. Eso parecía ese armazón de palos desgajados y cubierto de pájaros. Pasó un lanchón de prefectura y levantó una lluvia de agua fría que le humedeció el miedo. No confiaba en los extraños, milicos, venidos desde quién sabe que lugar… solían quitarles los cueros y le propinaban rebencazos por cazar en el río o lagunas. Tenía recuerdos en las costillas.  Su odio antiguo le penetró el alma. Pensó en la Negra, china fuerte que le dio siete hijos desde que la trajo de Paysandú. A tiempo la mandó río abajo a casa de los Rosales con los críos. Ella tosía mucho y el Coté, tenía calentura en el cuerpo pequeño. Allá había una “dotora” hábil  que le sacaría el mal de ojos y cualquier maldad del cuerpo. La Virgen de Iratí le sacaría los demonios chicos y con la seca estarían buenos.

¡Cuando él era niño, necesitó la médica de Caá Guazú! Le dio algunos yuyos y le curó la gusanada de las tripas. Le enseñó a mamá vieja a cocer todo y el agua en especial, porque ya venía sucia por el río.

Los carpinchos, ahora, se amontonaban sobre los irupés y los chanchos del monte escapaban por las orillas cenagosas de la rivera. ¡Todo está patas para arriba, que carajo! El sol había desaparecido de las aguas tras los montes. Las ranas y sapos rompían el tibio ronroneo del agua contra la jangada y sus llamados de amor comenzaron a ponerlo nervioso.

Si no llego pronto, me cubre la noche y los yacarés salen de sus madrigueras… nuevamente sintió frío. No había luna, su amiga. De pronto chocó la pértiga con una roca y se quebró. Estaba en apuros. El urutaú gritó entre los árboles advirtiendo que ya había movimientos en el  oleaje. En el recodo vio que había una luz silenciosa y un hombre le hacía señas desde la otra orilla. Era el Ñato Leiva. Se sintió en la gloria. Abocinó los labios y gritó por ayuda. Entre los árboles vio que se acercaban varios compadres en un bote. La ayuda llegó en el momento justo en que un yacaré coleteaba junto a la jangada. Perdió unas cachas para asustar al bicho. Ya sabía cómo le molestarían los gritos de la Negra. No tenían casi nada y perdía ollas y jarros. Un rebencazo y se callaría, pero ella tenía siempre razón. Se secó con el dorso de la manga una lágrima que iracunda se metió en su cara. El chasquido de la cuerda que le tiró el Ñato era su salvación. La apretó entre las manos que ya sangraban por el esfuerzo. El abrazo llegó corto y fuerte. Remaron para la costa y allí, se encontró con la lancha de prefectura. Había un grupo de familias que comían alrededor de un fuego, asado que hacía mucho no comía él. Con el cuchillo en la mano, el prefecto le pasó un buen trozo de carne cocida. Comió en silencio. Desconfiado, puso la carne en un trozo de pan de grasa. Le supo a miel. Una india se le acercó con una jarra de cerveza, la espuma se le quedó coronando la barba crecida. El Ñato le habló en guaraní para que no le entendieran los milicos. Supo que su mujer e hijos estaban bien en la estancia. Pero el agua había llegado hasta el terraplén.

Acomodó la hamaca y se echó a dormir. Mañana si había un mañana, seguiría en el río para encontrar otra vida.

 

LA AMBICIÓN

                       

Che, Gino ¿te cambiaste el auto? Si no tenías ni para fasos cómo ahora tenés ese Honda súper sport plateado y de todos los que te conocemos nadie supo que te ganaste el Quini o la lotería, ahora venís a decir que te llegó una herencia de tus viejos, salí si con tu viejo no hablás desde los ochenta y con tu vieja desde que llegaste de Catanzaro. Pero mirá qué pedazo de coche y también el Cholo me contó que vas a arreglar la casa, que le vas a agrandar el estar y no se cuántas cosas más. ¡Murió tu vieja? Perdoname no sabía...y bueno si de algo sirve vaya el pésame.

      Así se quedó el Gino solo en el bar de San Pedrito y comenzó el recuerdo.

La vida en su pueblo era un infierno. El dueño de la vida y des todos,  de cada uno estaba en manos de Don Peppo ese viejo avaro y maligno que se aprovechaba del trabajo de los labradores y de cada muchacha hermosa del pueblo. Él, Gino, un día se enamoró. Sus diecisiete años eran el desmayo frente a ese rostro perfecto de madonna de Donata. Su virgen perfecta de ojos amarillos y cabello negro que caía hasta la cintura cuando se sacaba la pañoleta negra, lo miraba de reojo cuando cruzaba el pueblo rumbo al paesetto donde trabajaba en la granja de su tío. Don Peppo lo descubrió y sacó a la chica y la llevó del pueblo. Luigi le contó que estaba en un burdel y que cantaba medio desnuda en un cafetín de mala muerte. Era del viejo.

Se vino a la América. Compró un boleto de tercera y viajó como un carnero entre los montones de italianos que trataban de hacer su vida lejos de sus pueblos. Llegó a un hotel en Buenos Aires y de allí lo llevaron a un trabajo al interior.

Aprendió a vivir como acá, sin hacer mucho y cobrando más que lo que hacía. ¡Lo echaron! Viajó a una ciudad y se empleó con unos “tanos” en una panadería en la ciudad. Aprendió el oficio y le gustó.

Después de un tiempo se volvió a la capital, puso una panadería y contrató unos “tanitos” y entre harina y huevos hizo hacer fideos, pasta de todo tipo y mandó dinero a su mamma. Gino, conoció a Bianca y se la llevó a vivir con él. Al año ya tenía un niño, hermoso, rubio y de ojos grandes y mirada dulce. ¡Esto es la Felicidad!

Un mañana muy de madrugada se incendió la panadería y como no tenía seguro, se quedó en la calle. Sin un peso en el bolsillo. Pero no dijo nada. Él, tenía mucha ambición y saldría adelante. Bianca trabajó a destajo. Compraron una pensión y alquilaron por piezas

Pero había guerra, allá en Europa y la gente no tenía plata. Por lo que no había mucho para repartir.

Hasta ese día que llegó un telegrama desde Italia. La mamma había muerto. Y con su vuelo al paraíso dejó un montón de liras que Gino esperaba para volver a ser el “capitán de su barco”, la panadería más completa de Buenos Aires.

 

 

 

 

LA ENVIDIA


                        Cuando llegó a la dirección que le diera Micaela, se recortó la figura escultural de Guillermina, que contra el enorme paredón del cementerio pareció un pájaro derrotado. Una lágrima de desencanto se desprendió de sus bellos ojos dejando un surco en el suave maquillaje sofisticado. Cerró los puños y con dolor comprendió el error, haber confiado.

Pecosa, de cabello castaño oscuro y ojos verdes, Guillermina era una nena de esas que en el barrio todos miraban. Tenía una sonrisa alegre y jugaba con destreza. Su padre tenía un negocio de comestibles. Su madre era una mujer simple. Adoraban a esa hija que había llegado casi cuando las esperanzas de amor se pierden.

                        Un día cruzó el farmacéutico y tomándola de la mano la invitó a jugar con su pequeña. Fue un encuentro feliz. Se hicieron inseparables. Micaela era hábil en el piano, con los patines, declamando y era muy hermosa. Juntas hacían las tareas escolares, aprendieron a jugar tenis, hacían gimnasia y disfrutaban de todo lo que el mundo de los adolescentes les llenaba la vida. Comenzaron a salir de compras y a bailar las matinés con los chicos de la escuela. Se enamoraban y dejaban de “amar” con el mismo ritmo de todas las muchachas de su edad.

                        El primer concierto de Micaela fue un éxito y su figura de niña frágil le atrajo un puñado de cargosos admiradores almibarados, que ella despendía con una chispa de superioridad. Guillermina la admiraba. Veía sus pequeñas manos jugar en el teclado y soñaba con tener la misma habilidad, pero no estaba dotada para la música. Se terminó su adolescencia con sólo dos diferencias: Guillermina había crecido y estaba altísima, su figura se destacaba por la perfección de sus medidas y Micaela quedó con su cuerpo casi infantil, sin curvas y de estatura normal. Los chicos del barrio le hacían toda clase de burlas pero ellas no hacían caso a los torpes compañeros. Las largas piernas torneadas, la cintura fina, los senos graciosos y la belleza atigrada de la primer muchacha era un suplicio inconfesado para la otra. Nada hacía parecer que Micaela sufriera. Pero la madre, que observaba, se preguntaba cuándo comenzarían los problemas.

                        Ingresar a la universidad les dio un respiro. Se trasladaron a la capital, alquilaron un pequeño departamento y cada una comenzó la carrera elegida. Micaela además continuó sus clases de piano en el conservatorio nacional con maestros de prestigio internacional. Mientras estudiaban no tenían tiempo para arreglarse, sí para sentirse acompañadas en ese mundo insólito de la gran ciudad. En sus ratos libres, Guillermina completaba sus clases de idiomas extranjeros e hizo un curso de modelo a sugerencia de otras compañeras de la facultad. Cada día estaba más hermosa.

                        Ambas recibieron su título con honores. Eran ganadoras en todo...pero, Micaela veía celosa, cómo su amiga atraía la mirada de los hombres que a ella le interesaban.

                        Regresaron esas vacaciones a su pueblo que las recibió con ardor y sorpresa. Eran un orgullo para todos. Así fue que el día que se llamó a un casting de animadoras para el canal de TV. de la pequeña ciudad, Micaela le dio a su amiga del alma, una dirección equivocada y ella apareció en el programa mostrando todas sus habilidades. Es lógico saber cómo murió esa amistad.

 

                                                          

 

 

 

 

lunes, 21 de julio de 2025

EN EL NILO, EGIPTO

 


La llegada a Egipto fue tormentosa. El avión tenía una falla en el tren de aterrizaje y dio decenas de vueltas sobre el desierto para gastar el combustible. La gente en general, no entendía qué pasaba y desgraciadamente por razones obvias yo me daba cuenta (mi marido pertenece a la aviación) y era interesante ver el desierto. Supe luego que Sahara en árabe quiere decir desierto, que gracioso, decimos desierto de Sahara y es repetir lo mismo.

Bueno, luego de aterrizar nos dicen que a las tres de la mañana nos pasaban a buscar al hotel para subir al paquebote que nos llevaría río arriba por el Nilo. Yo, me quedé pasmada, ya que odio levantarme temprano. Pregunté por qué a esa hora y el guía me miro con un gesto sarcástico… ¡Por el calor! Y, sí, cuando estábamos en el vaporcito, a eso de las diez, hacían 43 grados… allí comprendí lo que era el calor.

Los hombres usan ropa blanca de algodón y turbante del mismo color, sandalias y las pobres mujeres, todas de negro con guantes y cubiertas hasta los tobillos y las muñecas, sólo se les ve los ojos y las manos.

La cabina era buena, pequeña, pero bien organizada. Con una cama amplia pero separada por las sábanas (famosas por su calidad) para que cada persona no tocara el cuerpo del compañero o compañera de viaje. Un hermoso balcón desde donde me podía sentar a observar a las mujeres lavando en el río Nilo en las orillas, rodeadas de chiquillos ruidosos y alegres que chapaleaban en el agua que corría hacia el mar Mediterráneo. A la hora de almorzar, ya había subido el termómetro a los 50 grados. Sólo el aire que movía el río hacía sentir un cierto alivio.

Una cosa que me maravilló ver al amanecer la salida del sol. Era un disco rojo que por la arena que es sempiterna en esa tierra, se veía velada como cubierta por una suave mantilla opalescente.  A esa hora era un látigo de fuego. El famoso Amón Ra de los antiguos era un castigo para nuestros cuerpos acostumbrados al clima del sur de América.

Mi amiga, quien había aceptado hacer el viaje junto a mí, compañera de colegio y de la vida, salía de un divorcio doloroso, dejando a sus dos hijas esperanzadas en un futuro mejor para su madre. Yo, siempre había soñado ir a Egipto, para lo que había leído cuanto libro y texto hablara de la antigua civilización de los faraones. Debo reconocer que me llevé una gran decepción. ¡Nada era como lo pintaban los libros!

Mi familia, esperaba que pudiera encontrar esa magia de las cosas del pasado. No fue así. El barco atravesó el Nilo desde cerca del Cairo, hasta la frontera con Sudán. En la ruta fuimos conociendo los monumentos que están diseminados a las orillas. Todos mal cuidados, sucios, llenos de gente que se agolpaba en ellos sin permitir ver los extraordinarios trabajos de piedras con jeroglíficos que se desgranan con la arena de los vientos y que nuestro guía, un hombre que hablaba trece idiomas y nos cobraba muchos euros por día, no nos explicaba por ser devoto musulmán. Según nos decía, era pecado para él, entrar a los viejos templos con dioses paganos. Conclusión que salimos del viaje con muy pocas experiencias arqueológicas admiradas. ¡Un raro espécimen que corría para poder orar según escuchaba el sonido en los altavoces de mezquitas que pueblan todo el territorio!

En el vapor, nos habían ubicado en una pequeñísima mesa detrás de dos columnas y éramos las últimas en ser servidas. ¡Nos llamó la atención! ¿Qué pasaba? Éramos dos mujeres solas y dudaban de nuestra sexualidad. Joder, tuvimos que quejarnos. Al llegar al Cairo, en un hotel maravilloso, con piscinas y músicos haciendo arte internacional, nos teníamos que ubicar separadas de los árabes.

Ni soñar usar bañador y entrar en el agua, a pesar del calor. Por ser mujeres nos estaba prohibido. Entre los recuerdos que queríamos comprarnos, eran réplicas algunos cartuchos o imágenes de joyas de la época antigua, de plata u oro con turquesas o lapislázuli o coral; nos llevaron a una joyería. En ese lugar vi una de las únicas mujeres, que le habían permitido trabajar su familia. Usaba una “chilaba y velo color rosado”; no lo podíamos creer. Hablaba un buen italiano, por lo que pudimos saber que había estudiado y sabía leer y escribir. Ella nos comentó, que el ochenta por ciento de las mujeres son analfabetas y sólo aprenden el Corán de memoria. Y los hombres aprenden si son de cierta clase social. La policía en su mayoría es analfabeta. El tránsito en el Cairo era un caos, no hay semáforos y a veces convergen por el mismo carril de frente en dirección opuesta, tal que se atascan los vehículos.

Cuando regresamos a la capital, siempre veíamos enormes fotos de su presidente, Mubarak, quien al poco tiempo fue depuesto por una revuelta de religiosos. Y llegó el sueño mío de toda la vida entrar al Museo Nacional. El guía corriendo nos acercó a la sala donde está el famoso “Faraón Tu Tan Kamon”. Una experiencia increíble. Su máscara es una maravilla. El sarcófago de oro es algo inexplicable. ¿Cómo pudieron, hace más de cinco mil años, trabajar esa obra de orfebrería tan preciosa? Vimos algunas joyas y trajes, un carruaje y de pronto…nuestro guía llegó corriendo y nos sacó del lugar. Nos llevó a ver la estatua del único faraón que era monoteísta, cuya figura es muy diferente a otras y nos alejó del museo. Mi enojo aun persiste. Siempre me gusta estar horas en los museos que visito y allí no nos dejaron, por ser de otra religión y ser mujeres.

Entonces, le sugerimos, que queríamos ir a la Biblioteca de Alejandría que es un monumento hecho por las Naciones Unidas y es Patrimonio de la Humanidad. Queda a trecientos y tantos kilómetros de El Cairo, y allí tuvimos otra experiencia hermosa. Contratado el automóvil, el chofer nos puso en la zona trasera cubiertas las ventanillas con cortinas negras. No veíamos nada a los costados. Una música que aturdía y no nos hablaban, ni el chofer ni el guía al que le habíamos pagado una pequeña fortuna. Mi amiga con el calor, comenzó a descomponerse y le debimos obligar, luego de una discusión que fue de antología, que sacara las cortinas y pusiera el aire acondicionado. Lo hizo luego de amenazarnos con el infierno, siguió la ruta con la música enloquecida y la velocidad de una carrera de fórmula uno. Creíamos que moriríamos en el intento. Pero a Dios gracias llegamos ilesas a la Biblioteca que es una maravilla. ¡OH, sorpresa, allí vimos algunas muchachas que estaban estudiando!

El día que salimos de Egipto rumbo a Roma, sentí que mi corazón estaba roto. Ni vagar por las pirámides, ni ver los magníficos estantes de la biblioteca, ni el agua limpia del Nilo en su zona cerca de Sudán, me devolvían el sueño de conocer el Egipto soñado.

Después de esa experiencia, ya en mi ciudad, escuchando los noticiosos de Televisión supe que habían derribado el gobierno y se instalaba una corriente islámica de mayor ideología y que el pueblo estaba muy feliz. Hablaban algunos opinólogos que había mucha corrupción. ¡Pero en qué lugar del mundo no la hay! Desgraciadamente, ese magnífico pueblo vive de antiguos esplendores, que no cuidan y la ignorancia los hace sumir en una pobreza enorme. ¡Cómo lo siento! Pensar que fueron tan importantes en la historia del hombre y cuna de grandes matemáticos y de ignotos arquitectos e ingenieros.

Ver en las rutas familias andando en asnos, con parvas de heno y la mujer envuelta en sus ropas negras con cincuenta grados de calor y los niños detrás, desnutridos y descalzos… mejor miro los programas de History Chanel y conozco lo que no pude ver en la tierra de los faraones.

 

HISTORIA DE UN OLIVO

 

            Un día de pronto sentí una luz potente que atravesaba mi débil cuerpo. La tierra a mi rededor era fértil y húmeda. Algo extraño fue ver muchos como yo, en distancias cercanas. Supe por el comentarios de unas plantas de alcaparras que ese calor venía de una estrella llamada sol y que en ciertos momentos desaparecía y hacía frío y una nube dejaba su rocío en nuestro cuerpo, por entonces pequeño. Crecí y me fortifiqué. Di frutos que me arrancaban felices unos hombres rudos y musculosos que hablaban un extraño idioma. Con el tiempo aprendí a escucharlos y los entendía. Supe que vivíamos en una isla rodeados un mar azul brillante.

            Pasaron años, esos hombres se fueron yendo y mi cuerpo cada vez era más fuerte y me sacaban más frutos, aceitunas que a veces eran verdes o las dejaban madurar y eran negras. Ellas arrugadas como algunas partes de mi cuerpo. ¡Me cuidaban mucho!

            Pasaron muchos años. Y fueron sacando compañeros míos para hacer caminos y casas de piedra y cal, tan blanca que cegaba. Había otros seres diferentes. Yo seguía con una vida rutinaria, envejeciendo solo.

            Cerca de mi espacio, una mañana, en un extraño espacio con baranda de mármol la vi. Ella.

            Una mujer tan hermosa como las estrellas en las noches de calma. Vestía una hermosa ropa de tela suave y de color vino, ese que bebían los hombres en cántaros cuando me sacaban los frutos. Su larga cabellera parecía el ondular de las aguas del mar, pero eran de color oscuro y brillaban como el cielo nocturno con tormenta.

Me miró un breve instante y la vi como me sonreía. ¿Era un afortunado! Yo olivo viejo atrayendo la sonrisa de una bella mujer humana.

            Todos los días esperaba que saliera y me mirara. Yo hubiera querido tener voz y movimiento en mis ramas para abrazarla y decirle cuánto la amaba. ¡Qué inútil sueño el mío! Un día bajó hasta donde yo me mecía con el aire marino que en ráfagas sublimes me quise mostrar. Ella se acercó a mi tronco y me rodeó con sus brazos. Tomó un fruto y lo llevó a sus labios y saboreó mi jugo, mi entraña de oliva. Me volví loco de amor.

            Pasó un corto tiempo y una mañana que estaba cerca de mí, comenzó el mundo de mis raíces a moverse con furia. ¡Terremoto! Y caían las viviendas y se desplazaban los enormes trozos de la isla hacia el mar, donde comenzó a bullir un fuego enorme. Un volcán emergía del fondo marino. Era un caos. El agua hervía y la tierra se desplomaba por doquier y yo la vi, vino corriendo y se aferró a mi cuerpo. Su cabellera se enroscó en mis ramas y yo apreté mis raíces a lo que quedaba de suelo, gracias a mis años, tenía muy lejos mis raíces y pude sostenerme. ¡Y ella conmigo! Mi amada Briseida se confundió con el verde de mis hojas y pude salvarla. Cuando la tierra dejó de arrastrase hacia el loco mar y el fuego se calmó y el agua lentamente quedó fría, ella, mi adorada se sentó en mis ramas más fuertes y se quedó dormida.

            La isla había quedado desolada y pequeña. Ella, Briseida y yo, el olivo viejo que atrapaba entre sus ramas retorcidas a la más hermosa de las mujeres. Una barca de pescadores la sacaron de mi lado y a mi, me dejaron solo. ¡Solo, pero con el recuerdo triste de mi amor perdido! ¿Dónde estará ahora Briseida? ¿Se acordará de mi? Seguiré mi sueño de olivo centenario hasta un nuevo terremoto me arrastre al mar como una boya y me pierda en el olvido.

EL VIAJE... DESPERTÓ AL HOMBRE

 

 

     Recién he podido cumplir mi anhelo de besarla. Sus labios tan fríos como mi dolor mortal, se entregaron sin poner resistencia. Murió hace unos minutos y llegó a cumplirse mi deseo. Aún vibra en mi cuerpo el ardor de la pasión escondida. Todos me miran petrificados...el médico y sus ayudantes ven como acaricio su cuerpo y lo beso. Beso hasta el más íntimo rincón de su cuerpo amado. Su alma no lo dudo ya es mía.

           

            El vehículo se desliza por el camino polvoriento, infierno de hoyos inescrupulosos que infectan la huella. Saltan los amortiguadores y protestan con desenfreno con cada pozo y yo miro con desesperación a mi  “padrino” que maniobra como si no quisiera evitar ninguno para aliviar los golpes de mis piernas y traste. Hace unos días me pidió prestado a mamá para que lo acompañe en este viaje de aventuras por la Patagonia. Yo siento que hará que viva una maravilla de vacaciones. Ella no estaba en mi mente. ¡Su secretaria! Tiene un culo y unas piernas que no me dejan mucho espacio en el asiento. Me ha empujado tantas veces que ya me siento del tamaño de un pez, largo y finito...la odio. Es difícil entender ¿cómo mi padrino tiene que acarrear con semejante estúpida? Permanentemente se limpia con un pañuelo la cara para sacarse el polvo que ya ha penetrado por todas las rendijas de la parte de atrás y por todos lados. Casi no la miro y ella me espía de reojo para hacerle morisquetas a Lucio, que así le llaman a mi padrino. Él me invita a pasar un rato a la parte trasera y ella se pone jocosa y me hace unas burlas que me dan más aversión. En realidad tengo un hambre terrible, mamá nos preparó empanadas y tortillas y el perfume de las papas calientes y aceitosas, me hacer hipar el diente. Al detenernos bajo un árbol de perfil extraño, torcido y retorcido por los vientos del sur, siento que mis pobres huesos de trece años, que pronto voy a cumplir, necesitan urgente moverse. Salto con euforia y corro tras unos “michay” secos que se desparraman por la arenosa planicie por donde discurre el camino. ¿Me pregunto si el suelo en la luna será como acá? Salgo a estirarme y la muy torpe se agacha y me pregunta si voy a ir a mear... ¡Qué meterete! Soy grande y no le tengo que decir a ella. Además es una desvergonzada. Decir eso delante de su jefe. Ella me dice que mire para el oeste que va a expansionarse y se pierde entre los matorrales. Yo la espío y le alcanzo a ver como se baja los calzones y su culo rosado se agazapa en el falso retrete que ha encontrado. ¡Mamá...si que tiene desvergüenza...! Lucio se hace el distraído pero yo lo descubro mirándola por el espejuelo del automóvil y él se pone desconcertado y ríe con una risa muy estúpida. Los hombres, dice el tío Albino, deben mirar a las hembras, es cosa de machos y es normal. Y yo no me arrepiento de mirar, para lo que hay que ver últimamente en mi barrio y en la escuela. Siento que me mira perturbado pero a mí no me hace un respingo. Ahora se sienta atrás junto a mí y después de lavarse con agua de un bidón, las manos, me pasa pedazos de emparedados de jamón serrano y tortillas que me como en un santiamén, llena la barriga me entrego a mi juego favorito, jugar con “dado mágico”, y comienzo a pensar en los monstruos que vamos a cazar con Lucio y ella. ¡Tiene un nombre tan feo...Alana! ¿A quién se le ocurre llamarse Alana? Pero así le dice mi padrino con voz de...galán de cine. Ella trata de no demostrar nada pero yo le noto que pierde el seso por él. Pero él tiene su mujer y sus cuatro hijos en Pueblo de los Álamos, y según entiendo son una familia "modelo" dice mamá cuando se pelea con papá. Él ni la mira...o eso creo. El traqueteo del coche entre los hoyos del camino me ha dado ganas de echarme una siesta de esas que suelo tomar en casa de mis abuelos en Río de las Águilas, debajo de los cerezos y durazneros atrapando abejorros y cigarras, para el insectario de biología. Un sueño blando y profundo me hace despegarme de la realidad. Sueño sin pudor con los tiempos de juegos en la vega de Antonio, en el solar de los abuelos, los padres de mi madre. Allí juntábamos lombrices y moscas y nos íbamos a pescar al arroyo de Los Toritos, bandadas de cotorras y teros nos alertaban de cualquier peligro. También soñé con ellos, mis primos del campo, con quienes componíamos un corrillo de ruidosos y alegres muchachos, con los que viví momentos de ensueño. Me despierta un terrible golpe que hizo que atronara la carrocería del coche. Me enderecé y vi, que habíamos quedado semi volcados sobre la parte derecha del mismo. Un terrible pozo rompió el eje y Lucio se agarraba la cabeza...Miré hacia todos lados y no se veía ni un solo ser vivo. Habíamos aventajado a varios camiones en el medio día, pero yo que dormía, no sabía si en el tiempo de mi sueño habíamos cruzado a alguien más.  Escuché varias palabrotas no reproducibles, en boca del padrino. Luego un silencio pesado me urgió a descender y tratar de hacer algo. Era casi el crepúsculo y un paño de añil serpenteaba por los matorrales. Un choique cruzó corriendo y detrás una bandada de polluelos, los charitos, lo siguieron. Ya estábamos en la desértica Patagonia, donde no vive casi nadie y sólo de vez en cuando aparecen camiones del ejército y algún que otro transporte con fardos de lana. La desolación de Alana me perturbó, lloraba y su cuerpo se sacudía rítmicamente. Mi padrino vino a ayudarla a salir de esa incómoda ubicación, para ello se tuvo que tomar del cuello de él y así saltar hasta el camino. Yo sentí una curiosa sorpresa ver como se demoraba en brazos del `patrón´, pensé en la pobre mujer que se había quedado cuidando los niños. Luego, me ofrecí para ir en busca de ayuda...pero no me permitieron diciendo que aún era chico y el padrino partió caminando por esa abrumadora ruta Nº 40, hacia lo desconocido. Sólo llevaba una cantimplora con agua y yo me imaginé muriendo de sed en ese desierto terroso y dañino. Ella, ya no lloraba y se sentó junto a un quetrihué algo carcomido por ratones y viento, que solitario llenaba de serena seguridad entre las dunas ariscas a quien pedía un refugio. Cuando alzó la mirada me sonrió y me hizo una caricia negociadora. Yo bajé la guardia, tengo que reconocer mi miedo a lo desconocido, me acerqué y juntos comenzamos a comer la comida algo agria que nos esperaba entre los bártulos, como le decía papá, que traía Lucio y de las valijas con la mercadería que como segundo motivo lo movían. El verdadero trabajo que lo aventuraba por esa inmensidad desolada, era instalar en un pueblito del sur la oficina de correos, ya que él era quien daba el visto bueno al lugar y a los hombres o mujeres que se harían cargo de la estafeta postal de nueva creación. El ferrocarril se encargaba de mover la correspondencia una vez que estaba todo listo y él aprovechaba a llevar muestrarios de joyas, telas, ropa y un sin fin de chucherías con lo que agregaba buen dinero a su sueldo.

Alana me observó y comenzó a acicalarse, su blusa fue desabrochada y pude ver su corpiño blanco con puntillas...pero lo que me produjo una rara sensación entre mis piernas, fue la redondez y blancura de sus senos. Apenas pude mirar porque ella se cubrió rápidamente. Yo advertí que mi sexo estaba diferente; era la primera vez que la veía de ese modo. Mi rostro era una brasa ardiendo y creo que ella lo advirtió por eso se irguió y caminó por la orilla de los matorrales de colapiche y coirones, como buscando poner distancia y decoro. No supe que decir y me dediqué a limpiar el automóvil, levantando un polvaredal que la hizo estornudar hasta que me suplicó que dejara de hacerlo. Así vimos a la distancia un camión con sus luces exangües que se aproximaba por el camino. La bocina algo sorda y resfriada, nos advirtió que llegaba ayuda y en efecto con el vehículo trajeron un cable y nos arrastraron con seguridad entre los baches hacia un lugar desconocido.

            La casona estaba construida en un campo donde criaban ganado lanar y caballos de tiro. El hombre era un rústico labrador y su mujer una tímida campesina de origen extranjero, por su modo parco de monologar descifré inglesa o algo así, y apenas hablaban español. Muy arrebolada y alerta, la mujer de edad imprecisa, arregló una habitación para que pasáramos la noche. Yo me sentía feliz dormiría en una cama de verdad después de varios días. Lucas me tomó del hombro y me arrastró hacia la zona donde había quedado el auto, con particular fuerza. Allí me explicó que debía ser prudente y que no podía decir que Alana no era su mujer, que yo pasaba como hijo y que debía dormir en otro lado. Mi silencio sería muy bien retribuido y así nos ayudarían...creyendo que éramos una familia en problemas. Una gran furia me penetró por todo el cuerpo, transido de sorpresa y exaltación comenzó una sensación de malvada desesperación. Pero me quedé en un mutismo porfiado, y me acerqué a la mesa tendida para comer sin mirar siquiera a esa granuja que había encendido una extraña pasión en mi cuerpo adolescente. Con el pasar del tiempo comprendí que los celos me habían despertado instintos malsanos, pero propios de mi edad. Comimos y yo en silencio imaginé un millón de formas de venganza, mientras ellos dialogaban apenas. El cansancio y las ganas de estar juntos hacían que apuraran el alimento y la bebida. Cuando todo terminó me encaminaron a un rincón donde habían improvisado un catre y allí debí dormir esa ingrata noche. Me venció el sueño y entre el sopor pude escuchar las suave risa de Alana que no dudé, estaba en brazos de mi joven desenfrenado y sobón padrino. Esa noche crecí y comencé mi adultez. Esa noche supe lo que significaba la infidelidad y el dolor de lo inconfesable. ¡Casi me sentí incestuoso!

            Por la mañana muy temprano me despertaron las voces y el ruido de martillos y herramientas que reparaban el  eje y al mediar la mañana ya reparado el coche partimos. Ella apareció con un vestido de algodón floreado, su juventud realzada por un pañuelo en el cabello suelto hasta la cintura y sus mejillas sonrosadas y frescas con un toque de bienestar y dicha en el brillo de los ojos color miel. Mi impresión fue total, ya que parecía una chiquilina de casi mi edad. Un dolor me arredró y sentí ganas de salir a matar a mi padrino. Lo odié y subí al automóvil asumiendo que haría algo para desquitarme.

            Lucio me miraba por el rabillo del ojo y tarareaba una canción que me parecía fúnebre y para ofenderlo le endosé un enrevesado discurso sobre lo hórrido de su canto. Se reía y yo más enojado quise pegarle y esquivando mi puño me comenzó a decir que entre Alana y él sólo había mucha confianza y respeto... así que cuando llegáramos a Petriel, yo dormiría con él y ella en otra habitación sola y que nada había sucedido en aquella casa y que tenía horror a mi mala impresión. Nada me conformaba ya que yo había descubierto el sinsabor del deseo carnal mirando los senos dorados y mórbidos de la ahora frágil compañera de aventura. Pensé en la tortura que pudo haber significado para ella la engañosa muestra de un amor mentiroso e insensato, impuesto por su patrón por la fuerza. Ella seguro que había sido forzada y embaucada por Lucio, obligada por la necesidad de mantener un trabajo... Al atardecer cuando ya llegábamos a Petriel, ella juntó fuerza y me habló de su amor incondicional por mi padrino y sentí que seguramente no regresaría nunca a mi hogar. Antes moriría de amor.

            Petriel era un pueblito de pocas casas y gente sencilla. Su arquitectura me hacía acordar a Río de las Avispas. Casas chatas de una sola planta y con enormes patios sin árboles ya que el viento impedía su desarrollo. Algunas lengas torcidas, maitenes y teniús, asomaban entre los cercos de adobe de unas pocas viviendas. En la plaza estaba levantado un pequeño templete para una estatua que no llegó nunca de la capital y los muchachos del lugar se subían remedando a figuras imaginarias sobre su estructura de cemento y concreto. Eran muy divertidos y pronto me dediqué a acercarme a ese grupito de holgazanes para enfrascarme en charlas de "citadino" versus "pueblerinos", pero ellos eran chicos despiertos y sin vericuetos en su simplicidad que me dejaron sin argumentos para agrandarme frente al  grupo. Así también aprendí a ser más noble y consolidé amistades que aún guardo.

            Mi padrino buscó un sitio para instalar el correo y encontró una viuda seria y responsable como oficinista, le ayudaría un muchachito de casi veinte años y la inauguración se hizo con la presencia de todo el pueblo, incluyendo al cura párroco, la maestra y el policía...que hacía como doce años que no ponía preso a nadie. Así llegó el momento de regresar. Junto a nuestros "bagayos", amontonamos regalos que nos habían hecho. ¡Eran muy generosos!

            Regresamos y volví a sentir un fuego abrasador en mis muslos, sexo y corazón cada vez que Alana iba al baño entre los amancays o los topa-topa, y yo desvergonzadamente espiaba sus muslos rosados y pródigos de juventud. No quería que llegáramos nunca. Aceptaba sus chanzas, me hacía el pícaro y me daba de comer en la boca y le mordía los dedos suavemente... ¡Ella se reía sin comprender! Le tocaba tiernamente las piernas cuando se dormía y gozaba pensando que con el tiempo sería mía. Al fin terminó el viaje y yo regresé a mi casa donde conté algunas de nuestras aventuras, sólo yo sabía cuánto dolor me causaba conocer la verdadera conducta extraviada de mi padrino. Supe que Alana se había marchado a su pueblo en el litoral. Le pedí a Lucio su dirección y me la dio diciendo que no fuera chismoso...él nunca sabría el desesperado apasionamiento que en mí despertaba; la amaba. Escribí ciento de cartas. Nunca me contestó. Cuando ingresé a la facultad, recibí una tarjeta de ella. Estaba en la capital enferma y quería verme. Su mal era incurable.

            La encontré casi inconciente en una clínica de muy poca categoría de los suburbios. Se abrazó llorando y me pidió que trajera a su "amor". Con una furia inexpresada lo busqué y lo arrastré a su lecho. Él, indiferente, la trató sin mayores ternuras. Desmayada en su final me pidió que no la dejara sola y esperé su desenlace, con iracundo desconsuelo. Aún amaba a esa mujer que apenas me superaba en edad y que había desentrañado mis más intensos ardores juveniles. En el sombrío recinto donde espiró, pude cumplir el mayor de los anhelos...besar su boca deseada. Partí sollozando y supe que había vivido un amor extraordinario.

            Hoy que lucho con mis votos sacerdotales. De las manos del mismo Cardenal Primado tomé los Óleos Santos y profesé mi verdadera pasión por la vida. Ella, Alana, quedará en mi profundidad como la llave de amor con mis pequeñitos hermanos en el  pecado, los mismos que arden dentro de este cuerpo mío. Sólo conociendo el amor y viviendo una pasión arrasadora, como la que me consume el alma, puedo ser un hombre de Dios... íntegro.   

VIAJEROS ESPACIALES

 

 

            El movimiento era errático al acercarnos a esa nueva atmósfera desconcertante.    La nave no respondía. El Wystux, se desintegraba en la corteza de la nave y comenzaba a menguar el combustible que sufría transformaciones. Sijux,         interpretó que en cualquier momento la nave colapsaría, estrellándose. Llamó al             operador, pero no recibió ninguna señal. Urdikah, el piloto, le señaló una grieta    que se abría y haciendo un último esfuerzo, captó el resto del combustible en la           cápsula y la desprendió de la nave madre. Una extraña atracción la absorbió, desapareciendo de los miradores. Sijux, amarrado a su asiento, le señaló a            Urdikah que hiciera lo que mandaban los códigos. Ese pequeño asteroide debía            ser un verdadero basurero cósmico. La nave hervía con el roce agudo y se    adelgazaba hasta hacer aparecer los metales que servían de núcleo. Esperaban             estrellarse o, tal vez con suerte, caer sin destruirse en alguna planicie. La   colisión fue estrepitosa. Aturdidos, quedaron un tiempo a merced de la   curiosidad y el terror. ¿Con qué o quién se enfrentarían si lograban salir? Y, ¿si             había alienígenas guerreros como en el planeta Lecrosch?  Sijux, desprendió las   abrazaderas del sillón y enfrentó a todos los acompañantes. Degresuy, abrirá las     palancas internas para destrabar la escotilla matriz. Descenderé a la superficie a   investigar. La anciana Imato Kiu, pidió ser ella quien descendiera primero,           debían usar sus conocimientos de íconos cósmicos. Era una experta en lenguas                muertas de varios planetas y planetoides.

                        Sijux pidió paciencia, aun la necesitaban si lograban salir y se         encontraban un humanoide, un robot o un ser morfogenético de los conocidos en    otros viajes. Con dificultad salieron y cubiertos con las bolsas criogénicas de             argón y calvericita, observaron el espacio que los rodeaba. Un polvo cósmico       revoloteaba sobre la cápsula y les hacía detener la vaporación de sus órganos de          vida. Hondos orificios en unas altas paredes de minerales desconocidos, les        indicaban antiguos habitáculos de seres vivientes que, o bien habían             desaparecido o se habían dispersado. Urdikah, observó en derredor          detalladamente cada insignificante trozo de edificación que derribada, parecían            los cráteres dejados por una explosión de la era en que aun existían las guerras.

                        Bajaron a Imato Kiu, quien agradeció la deferencia que le permitiera         desentrañar unos dibujos extraños. Pasó sus sensores sobre los íconos y          monitoreó en consulta los viejos conocimientos que le transmitieran de          generación en generación. Apenas podían respirar los gases que atravesaban la     atmósfera pestilente del lugar.

                        -“Están Ustedes en las Minas de Uranio de Siberia”, “Peligro de muerte” No avance.”- explicó Imato Kiu acopiando en sus chips insertos en la       frente. “¿Saben cada uno de esos sujetos que están expuestos allí, en el polvo      cósmico, son seres que se atrevieron a ingresar en esta Mina? Son sus restos        fósiles. La mina era el lugar donde extraían sus metales. Es muy antigua, más o            menos  de la era de los humanos del extinguido planeta tierra. Han     desaparecido todos. Salgamos pronto de aquí, es muy peligroso permanecer.”     Atrayendo con su agradable voz electrónica a Sijux y a Urdikah, subieron a la            cápsula y comenzaron a elevarse. Desaparecieron en el espacio usando el resto            de combustible que aun conservaban. Debían salvarse como fuera.

                        Desde la pequeña cápsula observaron el páramo. Un largo gusano de        metal, que aun brillaba con los rojos rayos de Marte. Tenía muchos ojos como   mirillas tornasoladas. ¿Qué máquina extraña sería esa? Imato Kiu, releyó sus        íconos. ¡Tren, antiguo vehículo para transportar personas a lugares lejanos!           Ahora parecían sólo inútiles “vermes” destartalados por la contaminación.

            |           ¿Saben, hubiera sido interesante conocer a fondo ese mundo         desaparecido por “uranio” o contaminación? Dijo Urdikah y los otros rieron       como siempre de sus ocurrencias.

UN ROMANCE DE PELÍCULA


 

                        El pueblo es como cualquier pueblo de provincia. Acicalado, cansino y avejentado. Casas descascaradas con zaguanes llenos de macetas con plantas antiguas. Cortinas hechas a mano por alguna soltera en espera de mejor tiempo o por ancianas chismosas que salen a la calle sólo para espiar a los jóvenes. Y de eso tengo que hablar.

                        La tertulia es en la plaza, las chicas a la derecha, con las agujas del reloj, los muchachos al revés. Miradas van miradas viene y siempre alguno que dice algún piropo chistoso y la carcajada de los que van y viene. A las ocho en punto suena la campana a misa. Y las chicas cruzan de prisa y los varones en espera. La mantilla aparece por arte de magia y parecen ángeles de porcelana.

                        Renata ha mirado a un joven con curiosidad, él, ha reparado en esa muchacha tímida que sólo levantó los ojos una sola vez en toda la tarde. Tomás, es canchero, viene trasladado su padre de la ciudad para mejorar el servicio de trenes a la capital. ¡Es el “nuevo”! los otros celosos lo tratan con indiferencia.

                        Nunca imaginó sentirse bien en un pueblo tan pequeño, pero la gente es gentil y los muchachos simpáticos. ¡Menos un tal Osvaldo que tiene una mirada desagradable y diríase que furibunda! Siempre callado, separado del grupo de los chistosos, de los que ayudan a sus padres en los pequeños talleres familiares o en el ferrocarril.

                        Usa una gorra tejida que se encasqueta hasta los ojos y una sonrisa despectiva. Parece ese actor de cine que se la da de “dandi”, pero sus modales son horribles y es mal hablado. Cuando salen las chicas de la iglesia o de la escuela, comienza a decir guasadas y las molesta. En especial a Renata. Eso molesta mucho. Tomás comienza a perseguirlo para hablarle, pero lo evita siempre. Desaparece en un callejón cuyo mal olor tira hacia atrás la nariz más preparada a lo nauseabundo.

                        Una siesta de verano se van todos los chicos al río. Nadan, juegan y se ríen. Al regreso las madres están todas alteradas. Han encontrado a Renata golpeada, violada y muerta. La han dejado junto a un vagón del ferrocarril que está fuera de servicio. Los llantos se juntan y corean amigas y madres, compañeros compungidos y padres anonadados. ¿Quién atacó a la niña? Entre averiguaciones y culpas y comienzan las especulaciones… ¿Osvaldo? ¿Un forastero o un obrero de paso?

                        La policía busca e interroga a todos. Nadie vio ni escuchó nada.

                        A la madrugada con mucho sigilo Osvaldo se aferra al tren carbonero y se va del pueblo. ¡Nadie le creerá que él no hizo nada! Un extraño personaje del pueblo lava su chaqueta con sangre y esconde la ropa que puede incriminarlo. Él, dirá que lo vio merodeando al “pibe ese, el de la gorra tejida”. Y todo el pueblo le creerá.

                       

¿Y SI NO CÓMO SERÍAN TUS CARICIAS?


 

En el verde destello de la tarde

Con las palmas sedientas de ternura

Buscamos la caricia que huye lenta

Y descansamos la mirada en la penumbra.

No habrá clamor en la contienda

El hombre escapará sin esperanza

Dejando un centenar de historias y leyendas

Esperando descubrir lo que no alcanza

A comprender del mundo que lo atrapa

Sojuzgándolo sin piedad con la tutela

De titanes despiadados y tiranos

Amantes de la mediocridad y las disputas.

¡Entonces, cómo serían tus caricias?

Aves ligeras que depredan y abandonan.

O plagios de caricias cavernarias.

El hombre mutando amor por horror

Desmorona el amor y la ternura.

Mata a lo que más dice querer con euforia

Deja sangrando la mirada huidiza de quien ama.

 

LA FLECHA ESCONDIDA


 

Comienzo relatando una historia familiar. Nunca supimos si era verdad o una suerte de leyenda. La abuela Catarina la contaba en tardes de calor y a veces cuando llovía y estábamos aburridos.

Cuando llegaron de su patria, en Europa, traían baúles con un sin fin de ropa, herramientas y utensilios que creían iban a necesitar en esta tierra que para ellos era desconocida y desértica. El tren que los trajo desde el puerto, los dejó en medio de un paisaje selvático con árboles gigantes, helechos enormes y plantas de todo tipo y color.

En las noches escuchaban ruidos lejanos de tambores y animales. Vivían asustados y siempre dejaban un fuego prendido por si se acercaban “fieras salvajes”. En realidad nunca vieron a dichas fieras. De  vez en cuando un monito les robaba una fruta o una ropa que la abuela tendía en un cordel de árbol en árbol, para que se secara. El sol al medio día era igual, según ella, al de su país. No soportaba la humedad, venían de un clima seco y agobiante. Mediterráneo, lejos del mar y más aun, cerca de las montañas. Allí no las había por lo que soñaban con regresar a su patria. ¡Pero no tenían dinero!

El abuelo que tenía veintiún años comenzó a trabajar en un establecimiento maderero, aprendió lentamente el idioma y se pudo defender un poco con sus compañeros de tareas.

¡Siempre renegaba de su condición de extranjero! Le daba a mi abuela, que tenía diecisiete años, unos billetes que le pagaban de jornal y le recomendaba que los escondiera muy bien.

¡Un día los vio! Eran unos nativos. Semidesnudos, con la cara pintada de color negro y collares. En una bolsa llevaban flechas y un arco. La abuela se hizo pis del susto. Ellos la miraron sorprendidos. Seguro. Era la primera vez que veían a una mujer con cabello rojo y pecas; ojos celestes y ropas que la cubrían tanto. Salieron corriendo y se perdieron entre los árboles y helechos. A uno de los pequeños se le cayó una flecha y siguió sin darse vuelta hasta desaparecer de la vista de esa “bruja de pelo rojo”.

La abuela se encerró en la habitación que había construido mi abuelo. Cerró todo lo que pudo con un amontonamiento de arcón, mesa y aparador.

¿No creo que ella tuviera menos miedo que los pobres nativos? Cuando llegó el abuelo y encontró en el espacio que servía de patio, la flecha, la recogió y luego de gritar que le abriera, entró y la dejó sobre la rústica mesa. La miraron con temor, pero el abuelo dijo que tenían que esconderla para que no la vinieran a buscar.

Con el tiempo, en el lugar donde el abuelo trabajaba, conoció a varios nativos y supo que eran buenos, tranquilos y que usaban el arco y las flechas para cazar y comer.

Igual, en mi familia, tenemos como un trofeo la famosa flecha que ya no está escondida, sino que adorna la chimenea del salón como la señal de lo que fue la lucha de ellos para adaptarse a nuestro país.

 

EL PESCADOR DEL GUAYQUIRARÓ

 

El agua subía distrayendo la costa para derrumbar camalotes isleños. El Charú, continuó empujando la jangada hacia la orilla de Caá Curá. La ranchada se adormecía en la superficie de las aguas que aleteaban como pájaros alertas. De vez en cuando se oía el grito agudo de un macaco aullador. Las mojadas cachas, que apiladas dormían en la mitad del madero parecían el cadáver de un chancho de la selva.

El chajá voló en silencio. Se asentó en el esqueleto de un timbó. Rápido, se pobló de aves blancas y negras. Parecía un árbol florecido a destiempo.

El Chorú se recordó del árbol del playón del almacén del “Gringo” en el poblado de Rodeo, era por las navidades y una “doñita” se porfiaba en adornar con chucherías de colores que brillaban con la luz.

Pasó cerca una lancha de prefectura y se elevó el agua en una lluvia fría que humedeció su miedo.

No hay que confiar en esos tipos, ellos te sacan los cueros de carpincho y encima tenés que aceptar un rebencazo en las costillas.

Un odio antiguo le afloró a los ojos y saltó de su alma de pescador pobre. Pensó en la Lena, China fuerte que le había dado siete hijos.  La trajo de Paisandú. A tiempo la mandó río abajo a los Rosales con los críos y algunas cachas. Él, tosía mucho y el Cotito, tenía fiebre antes de que se fueran. Ella también. En los Rosales había una “dotora” hábil con los yuyos y los ungüentos, seguro le sacaría el mal de ojos y cualquier maldad del cuerpo. La Virgen de Iratí, san “La Muerte” y el “Gauchito Gil” le sacaría los demonios.

¡Cuando niño necesitó a la “médica” de Caá Guazú! Le dio algunos yuyos y le curó la gusanera de las tripas. Le enseñó a Mama Vieja a cocer todo lo que les llenaba el buche, asar bien las carnes y el agua tenía que cocinarla siempre por un rato. ¡Eso es lo que te enferma a los críos, dijo” Si comen chancho del monte o carpincho… bien cocido, mucho fuego!

El sol ya había desaparecido y un manto azuloso dejaba los árboles de los montes como los esqueletos de gigantes muertos. Las ranas y sapos rompían el tibio ronroneo del agua con sus llamados de amor.

El Chorú se quedó dormido. La jangada siguió río abajo y encalló en un arenal tan lejos, que al despertar, no supo donde estaba. Se tiró al agua y nadó a la orilla, buscó algún humano y solo, se sentó a llorar bajó un árbol que no conocía. La soledad le trajo un dolor agudo al pecho, el Chorú, quedó allí, hasta que un paisano lo encontró medio muerto. Lo llevó al poblado y la policía lo llevó hasta los Rosales.

¡Nunca se podrá olvidar ese tiempo!

 Vocabulario:

Guaiquiraró; río de Argentina en la mesopotamia.

Jangada: especie de barca que se construye con troncos atados con cuerdas.

Cachas: bulto con ropa y utensilios del hogar.

Chajá: ave tíca de la zona.

Paisand{u: ciudad de la Mesopotamia.

Dotora o médica: se le dice a mujeres indígenas que tienen conocimientos ansestrales de curación con hierbas.

San la Muerte y Gauchito Gil: personajes que detectan ciertos cultos populares en regiones del país. No son aceptados por la religión cristiana.

Carpincho: capibara o chancho del monte.