sábado, 6 de agosto de 2022

INVIERNO EN LA MONTAÑA


             Miró hacia la montaña y reconoció que la tormenta se avecinaba,  perturbada tomó su poncho mapuche, ese que la acompañaba desde que Horacio había partido la primera vez hacia la frontera. Negros nubarrones cargados de nieve pesaban en las laderas. Bajaban los grises sobre los riscos.

             Comió un buen trozo de pastel, un trago de “chicha” y se enfundó la mochila a modo de refuerzo, llena de jamón, queso de cabra y agua, para llevarle apoyo al hombre. Él, la esperaría en el viejo puente junto a los abrevaderos. Las llamas y las guanacas estaban en tiempo de parición y no podían dejarlas solas. El comprador europeo, llegaría en verano para pasada la esquila, llevarse los vellones de mejor calidad a Milán.

            El año anterior, habían sacado un muy buen precio y las colecciones de moda en Italia, se regocijaban con la novedad de esa lana fina y natural americana. La tormenta, con sus ráfagas de viento helado, la tiraba sobre la agresiva senda. Siguió un trecho pero un tapiz de nieve se iba acumulando. El frío le impedía continuar. Decidió regresar a la cabaña. Horacio la estaría esperando ansioso. Era imprescindible que se abrigara. El calor de la chimenea era una fuerte tentación. Pero... debía volver a salir hacia ese destino previsto.

            Ella era tan perseverante, que a pesar del peligro, se calzó las botas largas, una vez más. Seguro que en el refugio, aunque lejos, su hombre otearía el paisaje en la espera. Nunca lo dejaría solo allí. En la nieve las huellas le advirtieron la presencia de un puma, pero siguió hasta que avistó el humo de la chimenea. Los perros ladraban con regocijo, el corazón le golpeaba el pecho como un tambor de carnaval.

            Pero cuando llegó alrededor de la cabaña, no encontró a Horacio. Tendría que esperar. ¡Adónde estaría el hombre?  El aullido de un lobo la despertó, se había quedado dormida y ahí de pie Horacio la contemplaba con la pipa en la mano, que entinta en sangre le advirtió que había tenido una pelea con la fiera. Pasarían otro invierno más.

 

POEMA 107


                 Y vimos tomados de la mano...

           

el sol penetrando agujas de oro

en los ojos asombrados de la tarde

manifestando amor que atravesó el pálido tiempo

del encuentro en la pradera

suave oleaje de estridente reflejos amarillos

sol  cautivo

conductor atareado de recuerdos

que nos trajo  empujando el sortilegio

la mirada constante del asombro

dando brincos en el tráfago de incienso permanente

de tu cielo.

Duende insólito y ligero

caminante de lejanos meridianos

donde duerme tu figura y tu recuerdo

están mis sueños.

EL JUEZ…


                        Un susurro penetró en el cerrado círculo. Un cubículo negro. Sombras y ventanas ciegas. Ella, con su cabellera enrulada, sus ojos fuertemente maquillados y labios rojos, ingresó sin dejar duda de su condición de letrada. Juez. La negra toga envolvió la figura. Sus títulos académicos la respaldaban. Diestra en la palabra y el discurso, áspera y arriesgada en la refutación. Muchas miradas la despellejaron viva. No quedó un solo trozo de su cuerpo que no fuera deseado por la lujuria, envidia u odio, de quienes se apretujaban para escuchar el juicio. Allí convergían los sentimientos simiescos de una generación de tinterillos abrazados a los códigos. Quemados por ansias de  poder. En un sitio casi invisible, estaba parado un chico. Un reo lo miraba con lascivia. Varias miradas saltaban en una rayuela inescrupulosa de uno al otro. Sabían que el defensor trataría de demostrar que el niño había sobrepasado todos los límites, llevando al pobre e inocente “inculpado” a invitarlo a su cubil para entretenerse con juegos innombrables. El muchacho sabía que un afilado cuchillo le incrustaba el filo sobre la garganta mientras las manos torpes lo desgarraban.  Parecía muerto cuando lo dejó en la playa. Así lo encontraron sus amigos. Los periódicos mencionaron que era el hijo de nadie. Vivía en la calle, en puentes o atrios de conventos. Que merodeaba el mercado en busca de comida.

                        La juez observó el rostro del reo y vio en él, una luz cetrina. Abigarrada. Burlona. Vio el desprecio a su condición de mujer y erudita. Miró al joven. Vio a un animal atrapado por la vida. Aterrado. Sin futuro ni esperanza. Comprendió el papel que le regalaba el destino y sentenció a muerte. ¡Muerte al malvado! La cámara de gas, dijo sin elevar la voz. ¡Muerte al lujurioso! Aunque sabe que nada devolverá al muchacho lo perdido. Y corren los periodistas como liebres, nadie esperaba semejante sentencia. Se desploma el inculpado. Llora el adolescente.

                        Como juez, esgrime una presencia valiente y camina sin inmutarse hacia la salida. Su cuerpo es ahora más fuerte y seguro. Indiscutiblemente la vida ha ganado una batalla. Y también la muerte, la zorruna está allí babeándose por el triunfo que ha obtenido.

POEMA 104

 

 

Llegué con el sonido azul de los canales

enormes tormentas graniceras que atrapaban los sueños con

fantásticas esferas de alabastro.

Usé la piel desnuda   descamada    sin flores

el cristal de miradas que rodearon mis láminas marchitas.

Fui desplegando mi voz hacia la cumbre

insólito sostén de la ternura.

Caminé despacio en el húmedo sendero de las aves

susurrantes          las aves que decían

el nombre de los viejos fantasmas de mi suerte.

 

ADELA Y EL ALFARERO

 

Adela logró su divorcio con mucha dificultad. Cuando conoció a Bernardino, el corazón le dio un brinco. Ese era el “hombre” de su sueño. Cada noche soñaba con un hombre fuerte y brillante, dispuesto a la risa fácil, al juego ligero y a la buena mesa.

Repetitivo, regresaba cada noche, después de su unión, con la mirada hueca, rojiza y profunda. Un demonio hermoso, sensual y algo violento. Habían comprado una casa antigua de arquitectura colonial, de murallas gruesas de piedra. Los ventanales enrejados dejaban que el sol, la brisa y los murmullos callejeros ingresaran prepotentes entre sus barrotes de hierro forjado.

Bernardo era alfarero. Construyó un espacio junto al aljibe donde sus manos jugaban con artificio en la suave greda, dando mil formas en el antiguo torno de madera y granito.

Al principio el calor y pasión amortiguó su machismo que fue una brisa suave cuando el amor rondaba al alba del romance y luego con el tiempo se convirtió en un huracán de ira. Los besos tornaron en mordiscos rabiosos, en humillación y violaciones repetidas.

La soledad del atardecer, permitió a La mujer reencontrarse consigo y sus ojos violeta, se posaban  con mirada triste en los jarrones, botijas y cuencos que él, le dejó, antes de irse para siempre.

Junto al torno, quedó una daga afilada manchada de sangre oscura y pegajosa.

MARIMAR

 

Llegó la sombra que envolvió apacible el lecho del río, en la primavera cumplió  con la promesa de un amor efímero.

 

            Dicen que no hay paisaje más bello que la pradera a la llegada de la primavera. Nuestra visión se demora en los pastizales que rodean el río, especialmente ese olor a tierra húmeda y a setas, el brillo de los juncos que se mueven con un ritmo de góndola veneciana. ¡Y el color! Color de ámbar y oliváceo con fulgor esmeralda, el rojo de las vallas que picotean las aves buscando candorosas alimento para sus pichones. ¡Ay, Marimar! Qué tiempo hermoso es la primavera. Lástima que te fuiste tan lejos.

            Esa mañana apareciste en la sala, con el vestido de los domingos, peinando tu largo cabello en trenzas que enroscabas en la cabeza; tus ojos enrojecidos por la noche en vela, llorando. ¿Qué había pasado en tu corazón de mujer joven y enamorada? Él, se había ido prometiendo regreso. Y esperaste días, meses y años, no muchos hasta que llegó aquella carta con sello de un remoto país de África, donde un sacerdote que misionaba por esos países, te relataba la dura y larga enfermedad que había soportado tu amado Julián. Y tomaste la decisión de ir y embarcarte para una aventura ignota.

            Llevabas poco de lo que creías te serviría para sobrevivir. Luego, después de ese enorme y estrafalario periplo, llegaban tus fotos con unos atuendos que nada tenían que ver con los preciosos vestidos que usabas en casa. Tu cabello rapado, tus manos llenas de ampollas y llagas de trabajar en lugares horribles. Allí no había agua, ni confort en las llamadas casas. Parecían taperas o chamizos de barro y paja como en las láminas que coleccionaba el abuelo Mauricio.

            Albergabas unas sonrisas asombrosas. Nos preguntábamos por qué, si era una zona de espanto. De lluvias torrenciales o sequías mortales. ¿Qué encontraste allí Marimar? ¿Hallaste al amor perdido? ¿O sentiste que tu vida cobraba un sentido diferente?

            El día de Gracia, cuando llegó tu misiva con unas fotos y te vimos con ese hermoso nativo abrazada, nos quedamos en silencio. En la mesa, el mantel estaba un poco menos blanco que nuestros rostros. Pero elegiste explicar que era algo somero, que allí no había compromisos como en nuestra tierra y te creímos. Porque siempre fuiste tan directa, tan tú y tus verdades.

            Tu madre, comenzó a declinar con penas incomprensibles para algunos, no para mi. Yo entendía que ella no soportaba el cambio entre Julio y ese Munbhata.

            Era como si hubieras regresado al pasado neolítico. Pero mirando bien, era un hombre fuerte que tenía una mirada sana y dulce. ¡Sus manos! Eran como dos rocas esculpidas a cincel y su pecho, cubierto de tatuajes entintados con dibujos raros, me llevaron a buscar las láminas del abuelo. Las encontré en un arcón en el desván.

            Mi ansiedad me hizo pasar por alto tantas cosas bellas. Esa jungla dispar y los insectos y bestias que sólo se ven en los zoológicos de Londres. Luego, llegó la noticia que regresabas. ¡La fiesta que prepararon tus hermanos era para los periódicos de sociales! Llegaste sola. ¡Tan cambiada! Eras otra Marimar, diferente en todo.

            Habías decidido entrar en un convento de misioneras. Y luego de abrazar a todos por muchas horas y algunos días, volviste a aparecer en la sala, con los ojos enrojecidos por el llanto. Con una túnica blanca y el cabello cubierto. Una alforja con dos o tres prendas útiles, tal vez, en esa nueva vida que emprendías. Me invitaste a caminar cerca del río, una primavera incipiente acomodaba nidos entre los almendros florecidos. Me narraste lo efímero que fueron tus dos amores. Hablaste de Julían y de ese desconocido Munbhata que te había amado hasta el delirio. Ambos presa de la malaria y tú, me dijiste que contrajeron lepra. Y la inestimable patrona de larga túnica negra y maligna había hecho un trabajo ejemplar. ¡OH, muerte! Nunca inevitable con los que aman.

            Ahora, como misionera, recorres los caminos cuidando a gente débil y sencilla. Tus manos, siguen creando un mundo aceptable. Le regalas justicia y amor. Cuidas sus cuerpos deshilachados y grises. Y yo, acá,  sigo buscando en cada amanecer los colores del alba, rosados, carmesíes, violetas y morados.  Los perfumes deliciosos de los duraznos maduros y las flores, miro el sol de plata insistente en calentar la tierra o la luna naranja que anuncia tormentas. ¿Te extraño Marimar! Nunca me atreví a decirte…Cuánto te amo. Alfredo.

             

 

UN TIEMPO PERDIDO

 

               Cae a plomo un sol interminable. Un sórdido infierno transforma el paraje desértico en un meandro ígneo. Se agiganta la figura de un ser fantasmagórico. ¡Será...! ¿Acaso un humano? ¿Tal vez un cíclope o un centauro inventado por los seres que intentan desaparecer del páramo elástico? Un derroche raro de la raza que habita desde los principios más ignotos el yermo. Paraíso nativo, allí despertando a la nueva creación. Una criatura se desdobla frenética como un extraño manto de seda. Ha sido concebida para desorientar incluso a los dioses. El reverberar del suelo difumina la figura.

                           Un silencio pérfido predispone al miedo. Se revuelve en la rústica cava pétrea un gelatinoso cuerpo deforme. La soledad atrapa incluso al observador inadvertido que fisgonea en la oscuridad de la fosa. Emerge lentamente el cuerpo fantasmal de una mujer. Su larga cabellera negra tiene mágicos fulgores estelares.  Puebla de formas bellas el lugar.                            Comienza una danza espectral sin música. La joven se contornea bajo el influjo de una rítmica melodía que nace entre las rocas de estalactitas de sales minerales. Una ninfa... de las cuevas ha vuelto a la vida. Se ha desplazado entre el vapor y yace, junto a un enorme cardón en el límite del desierto. ¡La piel aterciopelada de un tenue color ambarino de los nativos inventa un rito de amor!

                   La insatisfacción de mi virilidad adormecida me aprieta el lugar donde aun está el hueco de mi perdida costilla primigenia. Existo como un hombre perpetuo. ¡Entonces  miro la piel y escarbo en  búsqueda de reflejos de un espíritu, de un alma inmortal de esa mujer!  Me acerco y trato de tocar su rostro, anguloso y mórbido como fruta madura, donde unos profundos ojos negrísimos me insinúan una lucha de ancestros transgresores. Es astuta, lo sé. Mi mano se alarga.  Se desplaza la imagen en el intento. No existe. Se diluye como blasfemia en  la nada.  Tiemblo al repetir mi acción y trémulas mis manos atrapan sólo una red de sonidos brillantes, innecesarios, inventados en mi propia soledad. Entonces escapo y el calor del sol me hace regresar a una pequeña sombra. Estoy junto a un antiguo árbol que semeja una catedral de filigrana de madera perfumada. En él, anidan aves ruidosas. Rodeado de malezas y de espinas, mi cuerpo se desploma. Miro mi perfil, en el polvo del camino,  apenas dibujado entre los matorrales. He caído en una trampa. La sed y el hambre estrangulan mi cuerpo herido por la necia actitud de los "otros ".

                        Me estiro tratando de aferrarme a una fruta que pende de la rama de un  aguaribay. Me retracto. No es una fruta real, sólo existe en mi imaginación. Un keú grita con sonido  estridente y migra hacia el sur. ¿O es hacia el norte? Ya no importa el rumbo sino que oriente mi flaqueza hacia un territorio fértil. Una vega llena de frutales o  de maíz jugoso.                  Hurgo en mi repertorio  de vegetales ansiados. Un fruto de cardón, dulzón y tibio..., una patata de agua, humilde, que me devuelva la serenidad. Tal vez muera acá en medio del desierto, en medio del reflejo obsceno,  incendio estelar,  ojo de fuego. El  sol asesino.

                          ¡El Sol, dios generador de los padres atávicos! ¡Los atapamas, los tonocotés, los omaguacas, los capayanes...! Se está extinguiendo un hijo del desierto.  Nos estamos extinguiendo. Nuestra raza y leyendas. ¿Dónde están los dioses ancestrales... y dónde ese nuevo Dios de los cristianos?

                          Me voy perdiendo en una nube espesa. Ahí veo una " suy-i con puri " * y es la callosa mano atezada de mi madre. Esas manos que en el mortero de algarrobo molía diariamente el seco grano amarillo de la catedral celestial, verde espada que remonta la tierra agostada del secano en  aras rituales. La madre nutricia era, en la puna y el yermo de Sanagasta y Yacampis. ¡Pero el agua de las palmas se pierde entre los dedos en el polvo y se transforma en piedras! Comienzo a transitar por un laberinto de luces y de estrellas lejanas. No volveré a tocar a mi madre. Está muerta, igual que casi toda la tribu. Un extraño mal los atacó y no pudo el " brujo"  ahuyentar el maligno.

            Un tiempo infinito transcurre para que " Sima - Hoy-ri " ** vuelva a la realidad. La saeta de fuego ya palidece y comienza a tenderse como una sábana violeta el atardecer sobre las tolas y chañares, sobre los churquis y las queñoas. Las cigarras, los bumbules trepanadores y los millones de insectos ruidosos empiezan su ronda nocturna en busca de agua y frescor. Así se inicia su peregrinar hacia la quebrada. El frío avanza como un enemigo ansiado, sabe que con su camiseta de lana de vicuña, ahorrará calor del día solar. Sus "ursutas”,  son fuertes y aguantan hasta las espinas gruesas de algunos cactus y añaguas. Se yergue con dificultad y continúa.

                           - ¡Debo atravesar este páramo y buscar a los blancos! Los hombres buenos me ayudarán.- piensa.  Pero el cuerpo cada vez más pesado y las piernas más dolientes, impiden el esfuerzo.

                            De pronto un ruido estridente atraviesa el cerebro del hombre. Se despierta en otro espacio... fisgonea en busca de señales  claras. ¿Dónde estoy...?- se pregunta.  Tiene el cuerpo desnudo entre las sábanas enroscadas  sobre las piernas musculosas y ahora sabe que está en un lugar  conocido. ¡Este calor... intruso y grimoso!- masculla enojado.

                    Mira con desesperación el reloj electrónico y descubre que está muerto.- ¡ Tenía que ser hoy, justo hoy que tengo la entrevista con los periodistas de casi todos los medios!  Trata de desmadejar las colchas y  ropas para liberarse y corre a la ducha- . Se ha cortado nuevamente la corriente eléctrica. El pequeño pueblo es así. Las celosías esconden el verdadero clima de ese día. No hay ni un resquicio de frescor, no hay refrigeración, ni ventilador, por falta de mucha previsión y total desgano, reconoce rezongando. Se desenlaza, los músculos doloridos protestan y le estalla la cabeza. Se yergue, trata de llegar hasta la pequeña bañera. Abre el viejísimo grifo y una desinflada cinta de agua que agoniza, se desparrama hasta desaparecer. ¡Tampoco hay agua! Tiene ganas de gritar. Vuelve el sueño  en flashes alternados. Tendrá  que apurarse. Toma una toalla y la empapa con agua colonia y refriega el cuerpo sudado. El pelo está pegoteado y la piel, como si le hubieran untado  mermelada. Se restriega el cabello y el rostro. Tiene la barba crecida.  Parece que  miles de insectos lo hubiesen aguijoneado. ¡ Qué asco! Una camisa blanca... ¿ dónde está su camisa blanca? Busca entre la ropa desperdigada entre sus papeles y  fotografías.- ¡ Ah... gracias a Dios...!- Se calza un viejo pantalón de lona y la camisa que resplandece en la semipenumbra del cuartucho. Unas zapatillas serán la  solución a los pies que le  duelen...- ¿ Por qué me duelen tanto los pies?- piensa. Se mira y sus pies están llenos de pequeñas heridas y cortaduras.- ¡ No puede ser si yo no he ido a ningún lugar desde hace días!- Regresan las imágenes del sueño. Sobre una mesa hachuelada están los instrumentos musicales indígenas.  Algunas quenas y caramillos hechos en huesos de guanacos y llamas,  unos restos de alfarería nativa. Los descubrimientos transformarán su nombre y su prestigio... ¡ Qué maravilloso yacimiento arqueológico de la raza perdida! Sale del dormitorio y se siente extraño. Son tantos los reporteros que lo agobian. Los luces de cámaras y  videos con sus   impertinencias... Siente  deseos de huir. Se siente atrapado.

                           - ¿ Es verdad que ha encontrado una ciudad perdida de la región apatama?- le dispara como un dardo una joven hermosísima. Tiene la cabellera recogida y le caen hilillos de sudor por el cuello perdiéndose  en  unos  pechos opulentos. Se distrae.

                            - ¿ Acaso podrá explicar con su hallazgo el principio de la civilización incaica?- pregunta con una risita estúpida  otro reportero.  ¡ Es verdaderamente insufrible la algarabía! Nadie presta atención; sólo están allí para tener algo para cobrarle a los periódicos importantes. Los medios pagan muy bien una noticia de temas científicos que pocos leen realmente.

                           - Perdón aún no puedo darles muchas respuestas concretas. He descubierto, sí, un importante pueblo precolombino en el desierto de... ( lo interrumpen para poder sacar fotos con mejores imágenes).- ¡ Señores gracias por venir... pero les prometo un detallado informe muy pronto! ¡ Tal vez nunca!.-  vuelve a considerar. Están desilusionados, lo miran con cierto desprecio. Los periodistas salen murmurando algunos improperios, pero no los escucha. En realidad no le importa. Intenta regresar a la habitación. Hace un poco tiempo que retornó la electricidad y ya hay agua en los escuálidos grifos; pero alguien lo detiene. La mujer que le  hacía preguntas en el salón lo ha seguido por el  pasillo. La mira. Su cuerpo y rostro lo  dejan  perplejo. Es casual pero una ilusoria imagen del sueño lo  golpea. ¿ La mujer es una  quimera o  un  fantasma?

                            - Mañana acometeré una empresa difícil, si le interesa el tema de mis descubrimientos puede venir. No será sencillo y tiene millones de inconvenientes. ¡Es su decisión, salimos con mis ayudantes a las cuatro de la mañana! ¡ Adiós!- dice y la deja sin hablar.

                            Cierra la puerta y pone una barrera infranqueable a un ser seráfico. Se retrotrae  a los apuntes y al grabador con la música de los viejos habitantes que aún conservan instrumentos y cánticos rituales. Está  ingresando en ese ámbito ambiguo entre la realidad y lo ficticio. Se siente  un “nexo” entre lo actual y lo perdido.

                            El desierto entrega un frío impensable. Son las horas tiernas del amanecer. Una bandada de parinas chicas, con sus patas de rojo fuego, corta con sus chillidos el cielo de un denso color índigo. A lo lejos, sólo al extremo del desierto se va formando una arista convexa de color naranja que resplandece y lentamente rebasa el horizonte entre los cardones, los algarrobos y los churquis. Han florecido algunos cactus atrapando a los dragomanes alados, los pequeños murciélagos ciegos. Ellos repartirán entre sus pelos, los genes, para que no se pierdan sus plantas " origen". Un perfume a flores atrapa la sensibilidad de los observadores. Junto al científico, casi tocándolo siente el brazo firme y la mano dominante de la invitada. La había olvidado. Sobria en trastos y silenciosa se mueve. Sube al jeep y se sienta esperando al grupo que levanta los aparatos de investigación. La extraña mujer, se acurruca para no incomodar y él, la espía con el rabillo del ojo. Despierta la alterada formalidad del científico.  Nada cambia la organización, pero algo lo impulsa a compartir con ella ese premio fantástico.

                            El otro vehículo, ya pronto y repleto, comienza una lenta marcha por la huella. El sol se está transformando en un semicírculo de fuego que destella vapores dorados y plateados. La helada petrifica las hojas carnosas de añaguas, están convertidas en esculturas de hielo vegetal. Ya se han muerto. El aire gélido hace que el aliento parezca humo. No hablan y maneja sin mirar a esa compañera de aventura. ¡Inesperada e infrecuente!

                           Avizoran una planicie entre lomas de cordones montañosos de poca altura. Siguen buscando la salina y el desfiladero que los llevará al lugar escondido por muchos siglos. Unos matamicos andinos revolotean sobre nuestras cabezas, deseándonos como a presas esperadas. El grupo de estudiantes y ayudantes ha quedado levemente rezagado. Cruza un zorro con un chinchillón entre sus fauces y corre a su madriguera. Observa el rostro de la mujer; ésta, llora por la pequeña presa. - ¡Es el necesario precio que se cobra la vida, para su subsistencia!- le expresa sorprendido el muchacho. Se tranquiliza la mujer. Están ingresando en ese espacio tutelar de los ancestros apatamas. Dejan el móvil y tomando unos bártulos la obliga a participar activamente del trabajo. El sol ya está sobre sus cabezas.

                            Los ayudantes comienzan a repartirse los cuadros para extraer la arena y piedras de los artefactos. El científico, penetra por la región  intransitable del matorral. Camina con sumo cuidado para no despertar los adormecidos elementos de valor del pucará. Advertido penetra en una gruta de roca indemne con petroglifos y pinturas rupestres. Detrás   siente que se deslizan pies humanos. Se vuelve y como en un "negativo" fotográfico se transluce una apariencia corpórea. No reconoce el contorno ni la forma ilusoria. Un sopor le sobreviene. Siente el ronroneo y rodar de unas finas piedrecillas que alfombran el suelo. Hay un sensible rumor de agua y el goteo de insignificantes cascadas en los desniveles de las largas galerías. Con su lámpara trata de iluminar hacia la izquierda y una figura de belleza sin igual resplandece a su vista. Parece una máscara de cristales y oro. Es tan antigua como la milenaria visión de sus fantasías. ¿Acaso son realmente palpables o están impresas en su yo imaginario y no existen?

                            Llama a gritos y sólo le contesta la voz apagada de su inadvertida escolta. No conoce  su nombre. La mira enfrentándola y le pregunta con la mirada inquieta -¿Si ha escuchado algo?-  Sonríe la periodista y le señala una cripta. Su voz, alentadora, suena transparente y lúcida. - ¡Llámeme Quillén, ese es mi nombre! - contesta con atractivo mohín  femenino. Él sigue alumbrando con una linterna las paredes gradualmente artesonadas con símbolos pretéritos. Una suave llovizna los envuelve. Se acercan los cuerpos, se cruza un gélido aire azufrado.

                            Las manos de la pareja, tiemblan y cae la lámpara en una grieta. Han quedado a oscuras. Tiemblan y el hombre toma entre los brazos el cuerpo trémulo de la ninfa anhelada en  su claro deseo carnal. Acaricia el rostro y besa  la boca atrevida. El cabello le cae en una catarata de seda entre las manos. Detrás de esos cuerpos se oye un murmullo lejano que atrapa  la atención del hombre.

                            -¿De dónde proviene?- Trata de reponerse y captura con dificultad la luz caída. - Debemos continuar... allá hay un peculiar espaldón de minerales raros.- la urge hacia un camino cuyo trecho recto los obliga a saltar un río subterráneo y un barandal de estalactitas húmedas.

                            - ¡Ilumíname ese sector, Quillén... por favor! Mira... ahí hay una espectral forma casi humana. - quería obligarla a participar. Justo a esa mujer a quién nunca pensó que compartiría el hecho más importante de su carrera.  -¡Nunca lo consideró! – se dice. ¡Observa, es una momia y está casi intacta..!. - lo sorprenden sus palabras y siente una urgente invitación de la muchacha que está excitada y febril.

                             - ¡Magnífica! ¡Es perfecta..., me maravilla su belleza! Además, mira tiene todo el ajuar intacto. Observa las sandalias de hechura arcaica... y su camiseta de lana de vicuña roja y su manta de alpaca y las plumas de colores desvaídos por la humedad y el tiempo... - señala conmovido.

                              - Tiene un collar de piedras azules y rosadas... ¿será "rodocrocita" y "lapislázuli” o “turquesas?” ¡Mira su largo cabello trenzado con agujas de hueso. Usa brazaletes  con láminas de oro y extraños dibujos!-  le comenta sin mirarla- ¿ Crees que pudo ser una princesa apatama?

                               - Tal vez debemos regresar y buscar ayuda para transportarla. Ven volvamos. La insta con apuro.

                               - ¿Sabes volver acaso por esos pasajes misteriosos? - Quillén ríe con carcajadas agudas. Mira al hombre consternado que tiene frente a sí y su rostro de piel suave y tersa se va convirtiendo en una mueca donde la boca se desdibuja y sólo se ven los dientes apretados en el hueco de su calavera. Su traje se deteriora rápidamente y va transformándose en un atuendo apatano de confección muy primitiva. Ya no tiene ojos y en las cuencas oscuras brillan como dos esferas de azabache pulido, de antracita combustible e ígnea. Y son esos ojos los que lo petrifican. El horror queda como una máscara calcárea en la fisonomía del hombre.

                          El sol cae en rayos de fuego sobre el rostro del hombre que desesperadamente busca incorporarse en el desierto apatano. Sus pies heridos y sangrantes parecen de lava. Sólo se escucha el griterío de pájaros carroñeros que esperan una presa. ¿Acaso todo ha sido un espejismo? ¿Su imaginación pudo crear tártaro semejante? A lo lejos un murmullo atrae su debilitada conciencia.

                          Es un grupo de gente que se acerca. Trata de atraerlos con gritos, pero nadie acude, nadie responde. Todo ha sucedido en su afiebrada mente o ya forma parte del mundo espectral de los nativos desaparecidos. Una joven aldeana aborigen se acerca y lo mira. Sus ojos son de azabache pulido y sus trenzas están apretadas con lanas de colores. Canta. Un susurro de erkes, flautas y cajas, en un dulce yaraví, invade el páramo. Le acerca rústica la mano de piel curtida y lo ayuda a erguirse. Un misachico frailero, apretado de flores de papel de colores, con un "Santo de palo”, vestido en paño de vicuña morado, se enfrentan al mustio cuerpo deforme del científico. ¡De pronto, en el erial...un pájaro de alas descomunales echa a volar hacia el disco de fuego, padre de los "Incas" y de todos sus descendientes; tribus que se han ido diezmando en la pobreza y el tiempo.

                             Un ave inexistente en los libros de los sabios.

Lengua Apatama:

* Suy-i con puri: mano con agua.

** Sima - Hoy- ri: Hombre de la tierra.