viernes, 21 de marzo de 2025

UNA MUJER VALIENTE

 


La nieve caía como un mantón de suspiros helados. Cubría con sus sueños de hielo el techo dormido de la cabaña. Los pinos, rato a rato, se desperezaban descargando sus vellones de plumas de garza blanca. ¡Un ruido desgajaba las ramas sobrecargadas, fomentando la huída de los pájaros que se abrigaban entre sus pinochas!

El sonido que provocaba el viento entre los tablones de la casucha repetía el eco doloroso del invierno.

Lorena dejó el telar, los vellones caían domesticando sus colores, espejando los leños en el hogar. El olor acre de las ramas secas penetraba el pequeño ambiente. El niño dormía enroscado en la cola de “Cope”, ovejero alemán, que ya viejo, arrastraba las paletas traseras reumáticas y doloridas. Tejer era una forma de espantar la soledad y el miedo.

A lo lejos se escuchaba el aullido de las jaurías salvajes de lobos y perros, que merodeaban en busca de conejos o aves, que pudieran refugiarse en los corrales.

No eran tiempos de olvidos. Alerta, Lorena, afinaba el oído y los sentidos a los sonidos que disparara el bosque.

La yegua pateaba en el pequeño corral cubierto que Mauro había reparado en ese verano. La parición de “Marga”, era importante para el trabajo de la pequeña parcela. En cualquier momento, se escucharía el relincho peculiar del animal. No iba a salir a socorrerla. Mauro no tardaría en regresar y ya tenía preparado el aparejo para ayudar al potrillo en la parición.

La marmita con un caldo grueso y poderoso, borboteaba entre las brasas. El perfume de hinojo, laurel y ajo, competía con el de la leña.  Sintió un cosquilleo dentro de su vientre. ¿Era hambre o se movía un niño dentro de su cuerpo? ¿Otro hijo?

La cosecha no había sido buena, la venta magra y el pago nulo. El huso se cayó de su regazo y cuando se agachó, sintió un dolor agudo que fue momentáneo pero que despertó mucho miedo en Lorena.

Nevaba y la ventisca llenaba la zona de gélidos capullos blancos que se acumulaban irremediablemente sobre la casucha. El niño lloraba. La mujer se detuvo y trató de abrir la puerta, tuvo que hacer mucha fuerza y al fin, vio la silueta de su amado Mauro entre las ráfagas. Cuando se acercó el rostro rígido y amoratado la sorprendió.

Escuchó el grito: -Voy al corral…- y se metió de lleno al cobertizo donde la yegua intentaba parir. Los relinchos y coces aumentaban. Prendió al niño a su pecho para que mamara y dejara de llorar.

Cuando ingresó Mauro a la cabaña, cubierto de sangre y estiércol, su rostro se deleitó en el olor familiar de la cocina y de su vida hogareña. –Ha nacido un potrillo… es sano y ya está en pie. Se tiró en el viejo sillón y abrazó a la mujer. Afuera había dejado de nevar y el viento amainaba.

 

MI AMIGO DANIEL

 


 

                               Hacer amigos, es el camino de la felicidad...

 

El recorrido del extenso camino le proporcionó cierto dolor de nuca. Era un leve malestar que ya venía sintiendo desde hacía varios días. A veces se mareaba. Pensó en Jimena que estaba muy cerca de dar a luz por primera vez. ¡No quiero asustarla! Tenía que recorrer varios pueblos con el nuevo motor que le habían entregado en la empresa. Todo un verdadero juego de comerciante.

En general, los habitantes de esos lejanos pueblos eran reacios a cambiar los tractores y máquinas agrícolas. ¡Eran muy conservadores! Recordó a su padre. La valiosa frase de siempre: ¡No hay como el primer coche que compré en 1930! Nunca quiso cambiarlo hasta que se quedó sin repuestos y lo encerró en un garaje tapado con una lona y así quedó por los años que vivió. Cuando se fue; tuve que llamar un mecánico amigo quien casi muere de amor cuando vio el auto enterito. ¡Te lo compro, ponele un precio! Dijo y yo lo iré asombrado. ¡Ese cachivache quiere comprar... y largué un... dame mil pesos y es tuyo! Y salió corriendo y regresó dos horas después con el dinero. Billete sobre billete.

Este dolor me está haciendo ver mal. Voy a tirarme a la banquina y descansaré un rato. Luego me quedé dormido. Desperté y ya estaba el cielo violeta con ciertos pincelazos rojos. Puse el coche en andas y salí presuroso para llegar al albergue del próximo pueblo. Allí, me instalé esa noche. Me duché y busqué dónde cenar, comí pollo asado con papa al horno y un flan casero. Bebía agua y fumé un único cigarrillo. Cuando regresaba comenzó el dolor.

Al día siguiente me levanté y sentí que no veía bien del ojo derecho y oía menos del oído del mismo lado. ¡Me asusté! Mañana vuelvo a casa y lo primero que hago es buscar un médico. Jimena sabrá con quién me hago ver. Gracias a mi labia, vendí tres motores nuevos y me pidieron un tiempo, dos o tres meses para que me compraran otros cinco, después de la cosecha. Regresé a la ciudad. Mi casa olía a pan recién horneado y a huevos escalfados. Jimena estaba muy panzona, pero hermosa. Le traía un hermoso manto de lana de oveja que le compré en el camino a una mujer.

Fui solo al médico. Me revisó y me pidió dos estudios. Al tercer día me dieron el resultado en un sobre cerrado y me aseguraron que no podía abrirlo porque el médico, era un doctor muy quisquilloso. No entiendo nada de medicina por lo que se lo llevé sin abrirlo. Jimena moría de curiosidad. ¡No, el se enojará y capaz que no me quiera atender más y dicen que es el mejor!

Entré al consultorio y me hizo sentar. Con sencillez abrió el sobre y leyó. Se puso otras gafas y volvió a leer. Me miró serio. Y dijo: ¡Amigo, tendré que operarlo en forma urgente! ¿A mí? Sí, a usted. Pero yo pensé en Jimena y el parto que ya faltaban una o dos semanas. Si no lo hago pronto, dijo, se quedará ciego y sordo. Tiene un enorme tumor en el cerebro del lado derecho que abarca una buena zona del izquierdo.

Me quedé mudo, no por el efecto del tumor sino por el miedo. ¿Por qué le tenemos tanto miedo a la enfermedad? ¿Y si espero a que nazca el niño? Pregunté.

Es su responsabilidad. Yo opino que tiene que ser urgente. ¿Puedo esperar hasta que nazca el bebé? Me miró asombrado... ¿Prefiere que su niño tenga un padre ciego y sordo? No, por supuesto pero... bien, hablaré con mi mejor amigo. Y ahí, apareció Daniel. Y me ayudó tanto que hoy puedo decir que es más que un hermano para nosotros. Me llevó a casa y habló con Jimena, le explicó lo que pasaba. El llanto de ella fue largo y desesperado. Pero como buena mujer, se armó y me armó con un puñado de afecto y esperanza.

En diez días, me operaron. Me sacaron un gran pedazo de carne que resultó sin células malignas. Daniel se hizo cargo de todo. Me llevaba a terapia, a Jime la llevó al centro de neonatología y luego fuimos juntos a la sala de partos... y nació una bebé divina. Jimena quiso que se llamara como su mamá y mi mamá. Dulce María y yo me sentí maravillado de ser padre. Oía su llanto y veía su piel rosada con cabello negro como el de mi perra. Daniel, me acompañó hasta que ya pude hacerme cargo de todo. Eso, es ser un amigo. Lástima que se tuvo que ir del país porque descubrieron que había hecho una estafa en la empresa. ¡Yo lo sigo llamando desde teléfonos públicos porque lo busca la Interpol. Y bueno, la vida tiene sus contratiempos. Daniel es mi amigo y él, logró que yo, Jimena y Dulce María seamos muy felices.

lunes, 17 de marzo de 2025

LA COCINERA

 

            La pobreza amansó a los críos de la casona campesina. Eran once entre mujercitas y varones. Con ropas remendadas, zapatos rotos y usados que heredaban de los mayores se iban transformando en mozos que trabajaban a destajo en los campos vecinos y en la chacra, las mujeres mantenían vegetales y algunas aves y conejos para la olla. Siempre los fuegos encendidos para esas bocas hambrientas.

            Cuando Catalina, la mayor cumplió los doce años, su madre enfermó. El padre la llevó en la volanta al pueblo y un médico la revisó. Le diagnosticó la enfermedad que asolaba las casas humildes: tuberculosis. No había remedio. Duró unos meses y una mañana de domingo, las campanas del campo santo, sonaron a desgracia.

            Catalina, se transformó en la madre sustituta con doce años. Una noche de tormenta bajo el rugido de truenos y relámpagos, vio entrar a su padre, con terrible olor a ron, y la tomó por la fuerza. Ahora la hizo mujer con prepotencia de macho. Luego salió golpeando la puerta, blasfemando y al día siguiente lo encontraron en el cobertizo colgado de una viga del techo.

            La joven niña, llamó a un vecino para pedir ayuda. Éste la miró con extraña sagacidad y le hizo algunas preguntas sospechosas que ella evitó. Su hermana pequeña dos días después cumplió dos años y se acercaba a ella buscando el pecho materno. A los días vino un alguacil de la ciudad con el vecino a indagar sobre los sucesos  pero, Catalina, superó el interrogatorio. Su corazón destrozado, se aferraba al amor de sus muchachos.

            De vez en cuando venía una vecina para enseñarle alguna receta de cocina. Aprendió mucho de ella. Esta buena mujer al verla la primera vez, se sorprendió. ¡Catalina estaba embarazada!

            Nunca puso atención a su preñez, pero llegado el tiempo, la hizo llamar para que le ayudara a dar a luz, ella ya sabía como cuidar un recién nacido. Sus hermanos fueron sus maestros. Le puso como nombre Dulce, era una niña rubicunda, silenciosa que esperaba los pechos núbiles de su madre hermana. ¡Le llamaba la atención a Catalina, que tenía ojos rasgados y siempre la lengüita afuera de la boca, como si le sobrara! No sabía que su hija era especial. Una situación normal de ser hija de su propio padre.

            Fue pasando el tiempo y ya sus hermanos habían crecido y trabajaban la chacra y se asentaban por chacras cercanas para traer un salario que entregaban a su hermana y que ésta, diligente repartía justiciera entre todos. Dulce, la pequeña, tardó en caminar y hablaba y reía sin aprender demasiado, pero todos la amaban.

            Por pudor, Catalina nunca se confió a nadie, excepto a la amiga de su madre que le enseñó a cocinar como profesional. Por lo que un día, vino un caballero de la ciudad y la contrató para que trabajara en su bodegón. Allí, llegaba con una bicicleta que compraron con los ahorros los muchachos y bien temprano preparaba verduras, picaba carne de pollo, conejo y vacunos dándole a cada cliente el gusto en cada plato que preparaba. Se había corrido la voz. Venían de lugares un tanto lejanos y el lugar se hizo popular.

            Sus lentejas, con chorizos, costillitas menudas de puerco, verduras y sabor exquisito era un plato de día sábado. El arroz con pollo trozado y verduras olorosas, el de jueves y los ravioles rellenos de requesón y nueces con salsa de tomates maduros y albahaca en días domingos, era la predilección de los comensales.

            Un día necesitó traer a Dulce consigo, los niños, no tan niños ya, trabajaban en la cosecha de maíz y las muchachas en la chacra de espárragos. Por lo que la pequeña merodeaba entre las mesas del comedor. Entró un caballero trajeado con un enorme reloj de oro que atravesaba su barriga con una cadena gruesa. Se sentó, atusó sus bigotes y tomando la servilleta, la colocó sobre su pecho. Dulce se acercó y le dio una manito. Él, se asombró de ver a la niña. Llamó al dueño y le indagó si era su hija. ¡No!, dijo es de la cocinera. Llámela.

            Catalina se arremangó, enrolló el delantal sobre su delgado vientre y se acercó. Era la primera vez, que entraba al sitio donde se servían sus delicias. Rubicunda y asustada, se avecinó a la mesa. Allí, se quedó parada, muda y cabizbaja. ¿Qué necesita el señor? Soy el médico del Valle Angosto, y me sorprendió tu hermosa hija. ¿Cuándo la engendraste? ¿Qué edad tenías? ¿Quién y dónde está el padre? Una mirada de terror apretó también la garganta de la muchacha.

PICARDÍA

 


 

Era tan astuto que se burlaba de todos. Él, sabía la debilidad de cada uno y se dedicaba a aprovecharse de los vecinos y parientes. A uno le pedía prestado el auto, así no gastaba en combustible, al otro le caía a comer siempre a la hora del medio día y a otros le “tiraba la manga” como se decía en la jerga de la cancha. Le debía una vela a cada santo.

Cuando iba al café del centro se equivocaba de sombrero y se llevaba el mejor, luego cambiaba el sobretodo de la percha en la peluquería y así un día se equivocó mal.

Se alzó con un cardigan muy fino y cuando llegó a la casa se dio cuenta que algo pesado llevaba en el bolsillo. Metió sin apuro la mano y… encontró una mano. ¡Sí, una mano cortada a cuchillo! En el otro bolsillo había un cuchillo afilado y con sangre seca.

Se desmayó. ¿Ahora qué iba a suceder? Seguro lo iban a seguir y lo matarían.

Se cambió de ropa, se puso el overol de la fábrica en la que trabajó hacía como siete años. Se afeitó el bigote y recortó el cabello como pudo. Se tomó el tranvía que hacía el trayecto al revés del que siempre tomaba.

Se bajó en pleno centro en los mejores edificios de oficinas de la ciudad. Entró a un banco. Subió al ascensor y se detuvo por el piso trece o catorce, cerró la puerta y lo dejó ir hacia abajo. Abrió un poco la puerta de reja y tiró el cuchillo.

Bajó por las escaleras.

Ingresó a un café pituco y se tomó un Fernet, de un trago. Pagó con billetes y salió. Entró en otro edificio, esta vez de oficinas de comerciantes mayorista y abogados. Hizo lo mismo, pero allí tiró la mano.

El taxi que tomó lo llevó a Retiro. Allí se subió al tren y se bajó en la primera parada. Subió a un ómnibus y partió para su casa. En el tren dejó el cardigan olvidado en un asiento.

Al día siguiente en Crónica apareció la foto de un pobre diablo que fue asesinado por robar un cardigan en el tren y al portero del edificio que encontró el cuchillo lo encontraron flotando por el Riachuelo. Nunca supo si habían encontrado la mano. Por las dudas dejó de hacer picardías. 

 

 

 

MADRE

 

                                    “El hijo que ya me dejó hasta que lo reencuentre” Una madre.

 

 

            Darío cerró con un golpe la puerta como si se terminara el mundo. Había discutido con los padres. Se sintió acorralado porque le preguntaron qué estaba sucediendo con sus estudios. Tenía sed de libertad, de ser dueño de su tiempo, de su vida.

            Había cumplido los dieciocho años en noviembre y tocó el cielo con las manos. Pidió usar el auto, el “fitito” que con tanto esfuerzo había comprado el padre. Se había enamorado de una chica de buena familia… de clase alta y que parecía una princesa sacada de un escaparate.

            Darío pensó que sus padres no lo entendían, cómo le iba a decir que eran tan humildes y pobres. Su padre obrero y su madre modista… no, él no podía.

            Cual fue la sorpresa cuando en el café le contaron que el padre era un estafador y la madre se había escapado con el chofer. Discutió con los amigos. Se peleó con todos y salió dando un portazo.

            Llegó esa noche y en silencio comió el exquisito plato de lentejas que su madre había preparado. Los padres se miraron en silencio. ¡”El hijo pródigo había regresado”!

 

NO ME GRITES

  

Ya sé que parezco una endiabladamente estúpida. No lo puedo evitar. Soy esa que te conoció aquella tarde en el parque. Era el otoño más glorioso que tengo memoria. Recién salía de la facultad en donde era brillante… bri-llan-te, decían los profesores. Y por vos la dejé. Me casé creyendo en el amor como en las películas de Doris Day y Glen Ford. Ja, ja, aja… amor. Si apenas llegamos al departamento me diste la “orden” de cocinar. ¡Menos mal que me gusta! Me encanta cocinar y además “mi querida mami, me enseñó todo lo que debe saber una buena ama de casa”.

El tiempo fue pasando y nació Orlando, luego Celene y finamente Augusto. Ya no iba a la peluquería, no tenía tiempo. ¿Sabés que fue bueno que me mandaras a trabajar fuera de casa. Por lo menos no escuchaba los gritos de los chicos y los tuyos que no pedían las cosas, vociferaban en demandas. Y hoy te tomaste el trabajo de quitarme el poco sueldo que me dio don Jaime. Faltaba más, lo necesitás para comprar quién sabe que cosa para ese cascajo de auto que le compraste a tu cuñado el Rolo. ¡Ah, tu hermana nunca tiene tiempo para invitarnos y la pobre de tu madre sigue igual despreciada y maltratada como yo!

Hoy me rebelo. ¡Por todo lo que no hice en estos años: no fui nunca a Mar del Plata,  a los bailes en donde pude llegar a conocer otro hombre como el Alain Delón o Marlon Brando, o besándome con un actor de la T.V. o comprando las joyas que soñaba de muchacha!  ¡Ah, y el soñado viaje a Italia o Grecia! Y, sí, lloro y ¿qué? ¿Acaso no tengo derecho a llorar por el futuro? Ya lloré mucho en el pasado. No atiendas el teléfono ni el timbre, debe ser el tintorero que trae el uniforme de la escuela de Augusto. No tengo plata.

Gracias por el pañuelo. Está roto, traeme el costurero que lo remiendo. ¿Este no era el pañuelo de mi papá? Está gastado, como yo. Sí, yo también me estoy muriendo. ¿Sabés que la biopsia del tumor que me sacaron dice que tengo cáncer terminal? Suena de nuevo el timbre, atendé, puede ser alguien que necesita algo. Y por favor, comé y pasame la sal. Y otra vez no me grites que no soy sorda.

 

 

   

 

LA TAZA DE TÉ INGLÉS

 

 

María Fernanda sirvió el té justo a las cinco con aire de hija de buen inglés. Sonrió casi como si fuera un ángel. La anciana la miraba con los ojos entrecerrados. Las cataratas le impedían ver nítida la figura de su ahijada.

Era la única que la cuidaba. Ni bien ni mal, sólo con una irónica sonrisa que desparramaba con silencio sobre los hermosos muebles antiguos y los adornos de porcelana.

Nunca pudo tocar nada, excepto los utensilios de uso diario. Ella compraba con su dinero el azúcar y el té, las galletas y manzanas que la anciana comía cada noche antes de que la acostara. Las sábanas de lino bordadas por las monjas de clausura en tiempos lejanos parecían de papel de seda, gastadas pero limpias y perfumadas.

Del jardín cortaba algunas rosas y las ponía en un recipiente junto al lecho. Le peinaba la trenza y la acariciaba. Casi era un ángel. Lástima que en el té le ponía una gotita de arsénico que iba debilitando lentamente a la vieja. El gato ronroneaba junto a los almohadones mientras se iba durmiendo. Tardó un tiempo largo en hacerle efecto el brebaje.

La muy dulce María Fernanda, esperó con paciencia. La casa con todas sus fabulosas posesiones lo valían.