viernes, 5 de septiembre de 2025

MALIK JAIDUR

  

El viento caliente y húmedo arrasó con la plantación de caña de azúcar. Las vacas pastaban pisoteando lo que nunca llegó a ser una buena cosecha. Los altos ficus y palmeras caídas unas y amarradas entre sí otras, parecían una catedral desvencijada.  El gran templo de piedra estaba atestado de mujeres y niños. Allí en ese olvidado poblado de india, no había refugio seguro donde esperar el paso del siniestro. Parecía que Khandwa sufría la Apocalipsis ingresada por los blancos. El olor fétido de los animales muertos y del lodo contaminaba la región. Malik caminó hacia el río Narmanda pero los caminos estaban desdibujados y había hombres y mujeres que peregrinaban en busca de agua y comida. Arrastraban en carretones sus pocas posesiones, algunos animales atados a las varas del vehículo y a los ancianos y niños sobre los hombros de los más fuertes o sobre los bártulos.

Se hizo la noche y el aullido de los simios y de algún felino engrosaban su terror que ocultaba por dignidad. Se detuvo bajo un árbol, pero los insectos le herían la piel, despiadados. Siguió caminando. Su prometida había quedado con la familia en los desechos de la aldea. Era tan pequeña, sus ocho años, le impedían traerla consigo. El dios Brahma debía estar muy enojado con su pueblo, ya que no era el tiempo de monzones. Los demonios estarían acechando. Buscó refugio en una cueva entre piedras y plantas caídas. Se quedó dormido. Lo despertó un extraño ruido. Se restregó los ojos y luego de hacer una oración a los dioses, derramó un resto de arroz de su bolsa para tranquilizar a los espíritus, luego colocó un puñado en la escudilla y le agregó especias, con algo de agua que consiguió entre las piedras ablandó su bocado. Esa, que estaba tan seca, apenas pudo tragar eso que parecía comida. Salió del minúsculo espacio y siguió un sendero entre ramas y cañas desplomadas. El ruido que escuchaba se iba haciendo cada vez más fuerte y de repente entre los matorrales vio un gigantesco monstruo que echaba humos y vapor. Malik Jaidur nunca había visto una locomotora del ferrocarril. Desde el techo un sin fin de hombres le gritaron que subiera. Le ayudaron a trepar y el joven campesino subió buscando una aventura, no se imaginó una vida tan difícil.

Cuando el tren llegó a Pakistán, se transformó en un “paria” ya que allí no conocía a nadie, no hablaba esa lengua y nadie lo recibió con el afecto que recibía en su aldea. Pero… encontró a otros indúes que le enseñaron a fabricar canastos de fibras vegetales. Ahora el joven era un emigrante tratando de sobrevivir para regresar a su antigua vida. Y soñaba cada día y cada noche que ese tren que lo trajo lo llevaría de nuevo a su querida aldea para casarse como estaba prometido.

 

 

ESPERANZA CUMPLIDA

 

                                                                                      “Cuando en medio del dolor y las dificultades no se                                                                                                                     pierden la esperanza y se tiene constancia                                                                                                                       en el bien, se acerca a Dios”                                                                                                                                                               JUAN PABLO II

La ermita era todo lo que había quedado de la estancia “La Cumbrera de la Laguna”. Cuando comenzó la sequía y se fue muriendo lentamente la zona, uno a uno se fueron yendo los hombres y los animales. Los sembradíos apachurrados parecían coirones y los árboles se secaron dejando esqueletos retorcidos como espectros. De las casas de adobe quedaban algunos restos desmembrados y hasta los molinos y pozos se desaguaron dejando unos terrones afiebrados de barro ennegrecido. Si corría viento el páramo desdibujaba en fantasmas las osamentas de quebracho y aguaribay sostenidos por la porfía de la vida. Allí parecía todo muerto. No, Sabino el “viejo” estaba. Era el único que se atrevió a quedarse. Su tapera de barro y cañizo apretaba los deseos de seguir viviendo. A él, dejaron en custodia la ermita. Su llave de hierro oxidada y grande chirriaba cuando todos se fueron, y siguió por meses y años. Cada vez más lento, cada vez más flaco, cada vez más ciego. Arrastraba los pies con una especie de muletas que le servían de apoyo. Una Semana Santa se llegó un cura nuevo, por orden del obispo tenía que ver qué quedaba de la ermita, donación de la familia Sayanca – Godoy Sosa.

El pobre novato no cabía en sí del asombro. Sabino lo acompañó como pudo acarreando su debilidad entre el bramido de sus pulmones secos. Abrió la puerta y fue como ingresar al paraíso. En el altar un fresco de la Sagrada Familia pintado por quién sabe qué artista le besó el rostro al cura. Sabino se inclinó sonriendo y le mostró cómo había escondido por si un acaso, las reliquias que dejaron los dueños. Una custodia de plata, un cáliz dorado incrustado en piedras y una cruz que parecía de oro. El tiempo detenido en el tiempo. Nada parecía haber sido tocado. Un sillón de terciopelo azul, sólo tenía una pátina dorada de polvo blanquecino traído por el aire del secano. El padrecito Gaudencio, que así se llamaba el joven, trató de abrazar al viejo, pero con gesto recio, éste lo rechazó. ¡No es de hombres andar a los apretones! Y menos con un pollerudo, se dijo el Sabino.

Salieron de la ermita, cerraron antes que se escondiera el sol y vinieran las ánimas desde quién sabe dónde. El anciano le ofreció unos mates, que era lo único que tenía. Y se sentaron sobre unos tacones de viejos sauces cortados hacía años y servían de muebles en el rancho. El viento entraba por todos los agujeros que tenía la tapera y el humo con su olor de cenizas envolvía todo. Los mates le supieron a veneno, al cura, pero pensó que debía ser caritativo y acompañarlo. El hombre le dijo que eran los yuyos que le ponía a la yerba para alargarla, ya que una vez cada tres meses aparecía un paisano y le traía harina y grasa, yerba y azúcar, algunas velas y algo de aguardiente.

Ya entrada la noche cuando el monje quiso irse, Sabino le ofreció un jergón y allí se echó vestido. Se sacó sólo la sotana y el cuello de plástico para poder dormir algo, cosa que le costó bastante ya que no estaba tranquilo al oír aullido de animales y el ruido del viento.

Al amanecer salió a refrescarse y no encontró al viejo, luego de un titubeo, se refrescó con un poco de agua que encontró en un tacho. Era salada y de color beige, pero no había otra. Caminó hasta un pequeño habitáculo y allí encerrado en la tierra vio gallinas y pollos. Entre huecos desperdigados unos conejos mustios intentaban escapar de los picotazos que le propinaban las aves. Sintió el ruido rastrero de un hombre, era Sabino que se acercaba. Le traía unos huevos de patos silvestres.

¡Son de la laguna! Bueno de lo que queda del humedal. Y se puso a cascarlos en una lata y revolver con una varilla de romero salvaje. Yo no me voy hasta que no vuelva el tren a pasar por allá. No me puedo morir sin verlo de nuevo. Mi Tata, me trajo acá para que le ayudara en el trabajo de los rieles, sabe… y se fue muriendo, él y el tren.  Ahora ya no viene nadie por acá. Ni hay escuela, ni dispensario, ni gente. Hablaba solo para explicar su estoico cuidar de la ermita y del lugar. 

El sacerdote miró el reloj y se despidió prometiendo pronta visita. Vendré con algunos seminaristas y le vamos a ayudar con lo que necesite.

No venga. Si no viene el tren, no vale la pena. Yo estaré siempre acá como ese quebracho viejo. Mi Tata me dijo que nací en noviembre, creo que el 26, pero ya ni me acuerdo en qué año. Y le aseguro que nadie me hará morir si no vuelve el tren. ¡Ni “mandinga” con perdón, padre!

El ruido de un motor que se acercaba los distrajo. Sabino le apretó la mano, la rústica forma de crear un vínculo con el otro, que había aprendido de sus mayores. Un apretón de mano era una promesa a cumplir.

Una lágrima rodó por el rostro barbado del joven y se fue con la cabeza gacha. ¡Era imposible que volviera el tren!

Cerca del 26 de noviembre armó un atado con ropa y víveres. Invitó a cuatro seminaristas y en el jeep del curato, se fueron rumbo a la ermita. Al llegar vieron a Sabino parado mirando fijo al paso del tren. Con un gesto inquieto el anciano los recibió. Sin jolgorio. Los muchachos se sorprendieron del estado de abandono del viejo.

La vista larga puesta en el frente. Arrastrándose cada vez más con los pies desnudos de calzado. Armaron un tablón y le pusieron un mantel, una jarra con vino tinto y un buen guiso de lentejas. Comieron, charlaron entre ellos, ya que Sabino sólo los contemplaba. Luego de una pequeña heladera de camping sacaron una torta. ¿Qué es eso? Preguntó el anciano. Vamos pruebe la torta. Le pasó el dedo y se lo llevó a la boca. El sabor dulce le hizo cambiar la cara. ¡Nunca tuve una de estas cosas en mi larga vida! y pasaba feliz los dedos por la crema. Le cantaron el “cumpleaños feliz” y a lo lejos… muy a la distancia, se oyó el ruido metálico de un tren que pasaba por los viejos rieles.

Sabino, el “viejo”, el cuidador de la ermita lloró por primera vez en muchos años. La sagrada Familia había hecho el milagro.

 

 

UN TREN Y UN DESTINO INCIERTO

 

            Samuel se cubrió la cabeza, como lo hacía desde niño, sólo que esta vez se puso sobre la “quipá”, que se deslizaba por la calva, un sombrero de fieltro gris. Usó la capa negra para cubrirse los hombros. Su lánguido cuerpo muy cansado atropellaba al tiempo frío. Una fina manifestación de gotas caía sobre la ciudad. Tenía que salir. Sacó la máquina de escribir, del lugar elegido donde la guardaba, para esperarlo. Un piso almohadillado de baldosas sucias era el anaquel donde él, dejaba todo lo que esperaba arreglo. Nada se extraviaba a sus ojillos miopes. –“¡Saúl, con manos mágicas, arreglará como lo hizo siempre! ¡Amigo desde que llegué a este austero cobijo! ¡Tengo la urgencia de contactar a Mischa, debo enviarle estas ideas!-

 Salió y tras él un chillido metálico y hueco, afrentó a los goznes herrumbrosos con la calle. Tocó la “mezuzà”, besó ceremonioso sus dedos y recordó a su madre. No olvidaba los gestos que le enseñara en la niñez. -“Ritos sagrados, de los que hoy los jóvenes descreen o avergüenzan”-.

La calle era una fragua apagada, húmeda y quieta. A la izquierda la estación lo esperaba indiferente. Unos chiquillos, bajo un toldo deshilachado, jugaban al truco. El tiempo apremiaba. Quiso correr, pero no pudo, trotó entonces y se recortó una figura tragicómica en la vereda umbrosa. Risotadas juveniles y burlescas palabrotas se le adosaron a la capa. Las arrastró hasta el andén al que llegó justo a tiempo para trepar al carromato que lo acercaría al centro. Atrás, la casa, quedó envuelta en una maraña de glicinas muertas, abandonada, como un cementerio de recuerdos.

Un estallido ínfimo de un “chicle” le hizo dar un salto. Sosteniendo el sombrero se cruzó de un lugar a otro, para alejarse de los intrusos. Se arrebujó en la capa. Confundido, observó a su compañero de viaje. Apretados, malolientes e indiferentes, todos regresaban de sus labores. Un pertinaz malhumor abrazaba a la gente. ¡Esa era su ciudad!

Tal vez recordó otro viaje allá en Polonia. Unos rayos de sol aparecieron entre nubes y edificios que ocultaban su escuálida belleza. Esas figuras ahí, parecían enemigos mudos, que no lo sobornarían con mentiras. Apartó la vista y aprovechó que una mujer obesa, con un niño dormido en brazos, abandonó una butaca y se desplomó en ella. Cerró un instante los ojos. Tal vez se quedó dormido. El tren se detuvo. Miró el reloj que colgaba de su chaleco. “¡Las once y cuarto!” El barrio donde vive Saúl se acerca. Amigo.

 La estación Medrano muestra sus “azulejos pintados” con chorreaduras de óxido y humedad. “Mejor bajo acá. ¿O en Pasteur?, y, camino”. Tomó con esfuerzo la decisión y alcanzó la puerta. Seguro con la Olivetti en su mano izquierda, como un escudo de armas genealógicas, caminó, lentamente por el barrio. Allí estaba rodeado de gente como él.

Distraído primero, sorprendido después. No reconocía nada. No llegaba nunca. Nadie, de esas figuras le era familiar. Miró el cartelillo con el nombre de la calle. Era el correcto. Nada. Se detuvo y tocó a un joven que leía la “Toràt”, sus largos “peiots” caían tras la frente repitiendo dos chorros rojizos de seda brillante. Jugaba el muchacho con ellos. Lo miró curioso, ese anciano parecía recortado de una vieja fotografía. Preguntó por su amigo. Sorpresa en los ojos verdes del chico. Un hombre mayor se acerca al grupo y pregunta nuevamente.

            ¡Saúl Kats...! Inquieto el viejo le observa. “Murió hace cinco años. Sus sobrinos vinieron de lejos, vendieron todo, derrumbaron la vivienda, el negocio. ¡No quedó nada, nada, nadie! Ahora construyeron ese edificio”. Dio un grito apagado. Su corazón parecía escapar del cuerpo que derribado interiormente tremolaba.

Salió caminando rápido sin rumbo fijo. Murmuró unas palabras ininteligibles para el joven. Tomó una vereda cualquiera, equivocada, jamás llegaría a su casa de regreso. Escapar, eso es, escapar de esa locura. No comprendía. –“Si tomamos el té con cuatro cucharadas de azúcar, en el viejo bar. En la misma mesa de siempre, él, me acercó la silla, abrió la puerta de vidrio y espejo. Pensó en el espejo..., ¿se había reflejado? Recordamos los tiempos donde no teníamos  nada. Ni té, ni pan, ni azúcar, ni esperanzas. No percibía la verdad, ahora. ¿Saúl Kats muerto?”- Siguió hasta Pueyrredón o ¿era Medrano? Llegó a las vías. –“Hablamos horas en el café, había poca gente, es cierto. ¿Había gente? No. Estábamos solos. Si habían saludado a algunos conocidos. A León, Marcos, ah, Sara Brosnik. ¡Sara Brosnik...tan joven? ¡No puede ser! ¡Todo esto no ha ocurrido!”-

Caminaba solitario por el terraplén, comenzó a pensar en su vida. Subió distraído al andén que olía a aceite agrio y metales oxidados. Evitó la escalera eléctrica. –“¡Estas cosas modernas ya no son para mi, hombre, tanto sufrimiento!”- Sube a un tren. De pronto está en estación La Lucila. ¿Está, acaso, perdido? Baja del coche y sale a la calle y lo abrazan los hombres indiferentes con su mirada curiosa y despectiva.

Miró el número 7 de la casa en la calle Guido. Era allí. Tocó el timbre. Recordaba ese antiguo pórtico sólido que se incrustaba en su memoria juvenil. Un hombre alto y elegante, envuelto en una bata de seda bordó, abrió la puerta. No era Saúl. Pero el rostro era igual. Tal vez, su hermano había viajado desde lejos, era un mellizo, un gemelo. ¡Saúl su amigo perdido!

El hombre lo saludaba con vehemencia. Lo abrazaba afectivo. Le hablaba. ¡Mi querido Samuel...te estaba esperando! Dio un paso atrás, inventó una excusa, salió corriendo hacia la estación del metro. La multitud lo apuraba. Lo empujaba. Él, parecía detenido en el tiempo, no sabía por qué. -“¡Qué está pasando? ¿Quién era ese hombre de la calle Guido que me estaba esperando? Saúl Kats está muerto... ¿muerto?”-

 

Vocabulario:

Mezuzá: objeto religioso de la ortodoxia Hebrea, que se coloca en la puerta. Contiene un trozo de la Sagrada Torá.

Torá: Libro de Las Sagradas Escrituras. Biblia o palabras de la revelación a los profetas. En la Sinagoga son rollos escritos en hebreo.

Peiots: largos mechones de cabello que se enroscan en las orejas. No se corta ese cabello desde el nacimiento.

Quipá o kipá: sombrero que usan los judíos para identificarse como tal y para ingresar en los templos o sinagogas.

 

EL REGALO

  

                                                       “El EIS o ISIS, es como un virus que se introduce en la sociedad sin                   piedad” París 13/11/15.

 

           

Buscaba que regalarle a ese hombre que había conocido en el trayecto desde Turín a Milán. Su atención para ayudarla a subir el equipaje la dejó asombrada. ¡Un caballero!

Mientras se ubicaba en la cabina, frente a ella una familia de refugiados de Bangladesh comían “pita” con verduras y carne perfumada con mil especias. El hombre mayor fumaba sin entender el cartel que, escrito en italiano e inglés, prohibía fumar. Comenzó a toser y la profunda mirada del fumador, la traspasó. Las mujeres la observaron con desprecio, ya que usaba un pantaloncillo corto y estrecho. En realidad había engrosado en el viaje tanto comer pasta o comida “chatarra”. Rebuscó en la mochila y encontró un pañuelo con los colores de la bandera de Francia. Se adelantó por el pasillo y se acercó al “hombre” para dárselo. Éste la evitó haciéndole un ademán desdeñoso que la sorprendió. Ya los parlantes anunciaban la llegada a Milán, dejó sobre el asiento el Regalo y se alejó.

El estallido fue brutal. Cuando los socorristas buscaron entre los restos retorcidos del vagón a los muertos y heridos, encontraron el pañuelo con los colores de Francia manchados con restos de piel oscura de la familia de Bangladesh y un trozo de un pantaloncillo de mujer con algo de piel blanca y joven. El “caballeroso” hombre, era un terrorista inmolado.

 

UN HOMBRE BUSCADO SIN DENUEDO

  

                        Gregorio salió del departamento 3 de planta baja y fue a buscar un cable para arreglar el timbre. Encontró a Kiki en una posición extraña. No lo veía desde hacía algún tiempo. Pensó que había pasado más de un mes. Con los brazos apretándose las piernas encogidas sobre la alfombra, algo gastada del palier. Miró el ascensor y se preguntó por qué no había subido al 7º A. Recordó que ayer su mujer le comentó que el casillero de correspondencia de Tai, el del séptimo, estaba repleto. Nunca lo veían pero era tan metódico que le llamaba la atención ese detalle. En ese momento apareció la doctora del 8, para pedir que le avisara al del 7º A que cerrara los ventanales. El golpeteo de noche no la dejaba dormir. Salió sin mirar siquiera al muchacho en el piso. Gregorio sorprendido no quiso interrogar mucho a Kiki sobre Tai. Eran pareja desde hacía varios meses y el joven entraba y salía a su antojo del edificio. Tenía llaves. Cuando quiso subir al ascensor, el pequeño travestido lo miró desolado. Tenía aun el rimel corrido, se había acomodado la larga cabellera con un elástico y su cara desfigurada por un tremendo golpe. Sintió piedad por ese ser casi marginal. Volvió sobre sus pies, se agachó y encaró al joven. ¿ Qué pasaba que no ingresaba en el departamento de su “amigo?” Si tenía temor, él, lo podía acompañar. Sabía la “bondad” del viejo bribón, eso se lo guardó para sí.  Si Había visto cómo lo golpeaba al desdichado Kiki. El desventurado con sollozos le explicó que había intentado todo pero que no podía entrar; la llave estaba puesta por dentro y nadie respondía.  No tenía fuerza y además tenía un terrible miedo de encontrar a su amigo muerto o ¿quién sabe? Gregorio suspiró: ¡Por Dios, problemas en puerta! Llamó a la policía y esperó.

            Cuando llegó el inspector Fernández, sólo se fijó en Kiki a quien pidió su nombre, dirección, trabajo y un sin fin de datos lógicos. El infeliz sollozaba como un imbécil. Llegó Cárdenas y se sumó al grupo. Con rapidez  lograron ingresar en el vetusto departamento 7º, mas... ¡Oh, sorpresa! El silencio, el orden y la sobria belleza de los ambientes dejaron a los dos hombres callados. Revisaron cada rincón sin encontrar nada. Ni un cuerpo, ni una nota, ni tan siquiera una pista que indicara lo sucedido con el dueño de casa. Cárdenas abrió los placares y comprobó, con la ayuda de Kiki, que toda la ropa y los enseres de higiene que usaba el “hombre” estaban en su lugar. El televisor encendido en blanco, el video detenido y sólo abierta la puerta ventana del salón. Los cortinados se movían suavemente con el aire que necesariamente entraba a esa altura del edificio.  Ese ruido era el que molestaba a la vecina. Pero allí no había nadie. Ni siquiera un vaso abandonado o un objeto fuera de lugar.

            Esa noche se quedaron merodeando por los cafetines gay de la zona. No sacaron ningún dato excepto invitaciones para tomar una copa de dos o tres “galanes”. Al día siguiente casi se desmayan cuando vieron aparecer a Kiki, vestido de hombre. Era bien parecido y su infinita tristeza marcada en el rostro aniñado. Él, quería mucho a su padrino. Los hombres se miraron y comenzaron a desentrañar algunas historias.  La correspondencia acumulada les dio alguna pauta de los negocios del desaparecido.

Dueño de varios departamentos, casas y campos, tenía un ingreso superior a lo imaginado. Rastrearon sus datos y descubrieron que era descendiente de una familia muy importante de la ganadería y política de cierta provincia. El silencio rodeaba su vida. Siempre separado de aquellos, a los que podría importunar su condición y apetitos sexuales. Nadie sabía de él desde hacía tiempo y la mayoría de sus familiares trataron de desaparecer muy rápido de las oficinas policiales, antes de ser señalados como parientes. Nada se aclaraba y Kiki, ya instalado era observado en forma permanente por alguien de la oficina. El caso era desafortunado.

Una mañana Gregorio necesitó limpiar el hueco del ascensor y descubrió un enorme cuchillo ensangrentado. La sangre estaba seca pero aun sus marcas mostraban la ferocidad del uso. Llamó a Fernández y éste tomó el objeto con los cuidados propios de su experiencia. Comenzó el trayecto a la deducción. Allí aparecieron las dudas… ¿Quién mató? ¿A quién?  Todo el círculo de investigaciones está interesado en descubrir el cuerpo. Han pasado los meses y no hay señales. Y, si no hay cuerpo, no hay delito. El único que llora es Kiki y Gregorio, continúa guardando la correspondencia del “hombre”.

                                     

 

LOS AMANTES


 

                     Había dejado de llover. Leandro entró al comedor y comprendió que había llegado demasiado tarde. Se oía  la cascada de los desagües desagotando agónicos el canal de la azotea sobre el pequeño patio interior. Estaba solo. Unas sombras se alargaban en los mosaicos mojados. Dejó el paraguas húmedo como pena, apoyado en la silla. Se quitó la bufanda y los guantes que hacían juego con el hilo de sangre que se diluía en el torrente hacia la pequeña rejilla de la terraza. Lo vio allí caído. Solo, quieto. La cabeza destrozada  contra las frías baldosas. ¿Por qué a él? ¿Por qué en su traga luz? ¿Por qué ese hombre que llenaba de sueños sus largas tardes grises de domingo?

                     Ahora que era  primavera, él le dejaba ese regalo entre sus plantas. Cortó una flor de una maseta. Se la puso en la mano y fue al teléfono. Marcó el número que él, un día le dejara. Se sentó y lloró. Quedó solo. La noche  cubría la ventana como cortina de pena.

                     Lo miró a los ojos, quería escrudiñar su alma... quería saber si aun su amante lo odiaba. Te extrañaba, pensó. Pero no esperaba que me hicieras algo así, tan desatinado. Todos se enterarán que éramos amantes. Se reirán de ambos, sin piedad.

¿Quién llenará mi alcoba con perfume de almizcle y romero en las siestas de verano?

Llegó la ambulancia y llamaron a la policía. No podía explicar lo sucedido. El cuerpo de Luciano masacrado. Los vecinos vinieron a mirar y se admiraban de lo limpio que estaba todo. Las plantas del traga luz perfumando el pasillo y los departamentos cercanos.

Leandro demostró que no había estado en casa. No había un arma ni huellas por ningún lugar. Nadie había escuchado gritos ni peleas. ¡Son tan discretos estos chicos! Raro, muy raro. La puerta no estaba rota ni las ventanas. Se llevaron a Luciano envuelto en una sábana blanca con el monograma que bordó la tía Felicitas. Parecía un duende.

La policía  rebuscaba algo… para inculparlo. Él, estaba anonadado. Les mostró cada rincón, cada resquicio, cada escondite de la casa. Nada. No encontraron nada.

Se fueron sospechando que había algo escondido.

Desde el altillo de la casa de al lado, una ráfaga mostró un rasguño de sangre en la pared. Se movió alguien en la ventana. Era un muchacho hermoso que lo miraba con odio. Leandro cerró la puerta y corrió la cortina. Supo que había sido él. El intruso. Mañana lo denunciaría.

Al amanecer salió rumbo a la calle y no vio el arma.

CRECENCIA

 

Desde pequeña estuvo como ausente. Era delgada, y frágil de salud, pero con una alegría indescriptible. ¡Era la alegría del hogar!.se dormía cantando y luego de leer un libro que conocía de memoria, ya que era el único que tenían en su hogar; se dormía como un pájaro al anochecer.

Sus siete hermanos la molestaban con su simple sonrisa permanente. ¡Es muy tonta, madre! ¡Es una niña medio perdida en la luna! Y mil chismes sobre su pequeña figura. Crecencia era la mano hábil que ayudaba a su madre en todo. Se afanaba en la batea lavando las camisas de su padre y hermanos. Aplastaba sobre la mesa de madera de laurel con fuerza la masa para las tartas y panes.

De pequeña aprendió a tejer y coser. Sus zurcidos eran invisibles. Sus bordados parecían pinturas. Pero llegó un día que comenzó una gripe traída de no se sabe dónde que apretó las gargantas y pulmones de niños y grandes. Uno a uno, fueron llevados de la casa en carros hasta el único hospital que había a varios kilómetros de la granja.

Primero se fue Abigail, luego Pastora, siguió su madre, después el padre. Quedaban Felipe y Bernardo, que la fueron dejando sola en la casa solitaria. Ya no cantaba ni reía. Sacó fuerzas de su debilidad. Empapó pañuelos y delantales, dejó de leer el libro... total, lo conocía de memoria.

Recordaba las tareas como se las enseñó su madre: en mayo encluecan las gallinas, ponlas bajo el fogón al tibio calor de las cenizas, en julio comienza a recortar los pequeños retoños de frutos para que no se caigan por poco espacio, merma el agua de los castaños... y ella como un soldado, cumplía con las tareas. Llegaba agotada a la cama, allí lloraba hasta quedar dormida.

Se hizo una mujer vigorosa, grande y solitaria. No sabía de bailes ni de paseos. Un día, Crecencia, recibió la visita de un forastero que le ofreció comprar la chacra con animales y plantas. Le ofreció un buen precio y ella ya cansada aceptó. Y se fue a una ciudad lejos de su zona. Compró un departamento en un segundo piso frente a una plaza del pueblo. Desde allí, veía pasar la gente que iba a su trabajo o las salas de cine. Un día se animó, compró un boleto y entró a ver un filme. Se quedó extasiada: ¡Lo que el viento se llevó!. Lloró toda la película y prometió nunca más volver... ya que había sufrido mucho para seguir viendo sufrir a otros. ¡Extrañaba su granja!

Mi nombre es Rosalba, soy vecina de una señora mayor que veo poco. Ella cunado sale me mira y sonríe como si fuera un niño. Está tan sola y tan gastada como las losas del parque viejo. Camina con un bastón de ébano que tiene un pequeño pomo de plata gastada como ella. Pero, siempre se detiene en los restaurantes y lee los menús que invitan al convite .sus gafas relumbran con el sol o se opacan con la lluvia. Sigue siempre de largo hasta próximo restaurante y lee. Sigue. Le y sigue de largo. A veces regresa con un pequeño atado de acelgas o zanahorias y un trozo de queso. Otras, trae un pastelillo barato de carne porcina o pollo. Cada día más delgada y débil. Pero es tan amable. Pregunta por Porfirio mi gato callejero. Le cuento alguna anécdota de los desastres que hace y sonríe con su boca desdentada.

Hace varios días que no la veo. No ha salido de su departamento. Me acerco y golpeo. Nadie contesta. Bueno habrá salido a ver a su familia, me digo para reconfortarme. Pero pasa un día y otro y llamo a un sereno que cuida la manzana. ¿No ha visto a Crecencia la dama del segundo piso 8? ¡Y el hombre sube el hombro como diciendo y yo qué sé! Llamemos a la policía. Acepto. Viene un patrullero. Golpean fuerte, y con un gran puñetazo rompen la puerta.

¡Crecencia duerme en su lecho desde hace muchos días! ¡Su sonrisa desdentada y sutil, nos dice que ya está un paraíso entre nubes de ensueño rodeada de su enorme familia que hace mucho la espera!

LETICIA

     La recepción está llena. Apenas se puede caminar delante de la zona donde se toman turnos y admisiones. Una tarde espesa. Húmeda y caliente. Por el altavoz, llaman a personas y las acercan a los salones donde deben esperar su lugar.

Para Leticia es una buena señal, saber que no habrá mucha gente para atender. Ella suele tener hasta siete personas esperando en el recinto, pero este día apenas hay dos. Las atiende como siempre, apenas unos pocos interrogatorios y prescribe calmantes y estudios que transferirá a otros especialistas.

Me toca a mí entrar, cuando se escucha un llamado urgente desde la sala de urgencia. Sale refunfuñando. ¡Justo ahora me necesitan! Espéreme. Yo asentí. Bueno, la espero.

Cuando llega al gabinete donde yace un ser esperando, se le encoge el estómago. El olor a suciedad, orín y alcohol, la deja asqueada. Se acerca y ve una mancha de sangre entre los harapos del enfermo. Piensa en su ropa limpia y hermosa. ¡Carajo, un vagabundo! Se acerca una enfermera y comienza a cortar los trapos. ¡Cuidado, doc., tiene piojos y creo que sarna! Una cabellera hirsuta y blanca rodea la cabeza del yacente. Ya lo voy a lavar. Mientras tanto usted si puede tómele la presión o algo.

Había entrado en una ambulancia policial. Encontrado sobre la calle, herido, un uniformado lo recogió y corrió al primer nosocomio más cercano del lugar. No podían negarle la atención.  Hábil, la enfermera bañó el cuerpo del individuo, le pasó una rasuradora eléctrica por la cabeza y la larga barba. Caían al piso mechones con sangre e insectos. Un rostro de varón de no más de cuarenta años, se presentó a los ojos de Leticia. Algo le hizo dar un leve sobresalto. ¿Qué rostro conocido? Pero no puede ser. No lo conozco. Una vez limpio y seco, comenzó a hacer su trabajo.

No despertaba. El aliento agrio la envolvió cuando el hombre abrió la boca. Su dentadura ennegrecida por el tabaco y algún otro sólido le había carcomido el esmalte dental. Entre los andrajos, encontraron una pequeña bolsa con documentos, que de inmediato tomó el policía que permanecía de pie cerca del hombre.

Señora, se llama Exequiel Marcos Guzmán y tiene cuarenta y dos años. Sin dirección. Le han dado una golpiza terrible.

No. Agente, tiene una herida de cuchillo en el estómago. Creo que le han herido el hígado… bueno, lo que le debe quedar de hígado con el alcohol; y quién sabe qué otras “cosas” ha consumido. Lo hace reaccionar y el color de sus ojos azules, se incrustan en el recuerdo de Leticia. ¡Yo creo que lo he visto! ¿Pero dónde?

Rápidamente lo entran a quirófano y asume un colega una transfusión de sangre y calmantes, para ver si pueden operarlo. Mientras trabajan en el cuerpo doliente, hablan de cosas personales.

¿Cómo estuvieron tus vacaciones? ¿Adónde fuiste este año, viajera? Nosotros con los chicos solo hemos ido unos días a Córdoba. ¡Che, este tipo… tiene cara de ser conocido! Me inquieta ver lo mal que está. Si le hacemos unos rayos o análisis de prevención. No sabemos si es diabético o tiene alergias o si tiene alguna otra enfermedad. Leticia asiente. Sí, mejor esperemos, hagamos estudios. Entra un médico que se impone. ¡Por favor, ni toquen a ese paciente! No tiene seguro, ni sabemos si puede pagar los gastos de este hospital, no somos la Cruz Roja ni algo estatal. Esto es un hospital privado, alguien tiene que dar la cara por él. Sale golpeando la puerta de vidrio que vibra y se reflejan las luces dando un aspecto desagradable.

Fuimos con mi hermano y mi cuñada a la costa del sur de Francia. ¡Parece que se enojó su señoría… tal vez estudió en Harbar! Llamemos al agente que lo trajo. Entra el muchacho y dice: Este hombre es un famoso músico. Sus padres vienen en camino.

Leticia, se arrellana en la pared y aventó: Esperemos un tiempo, pero no lo dejemos… por las dudas. ¡Ay, tengo una paciente esperándome, salgo para hablar con ella y regreso pronto! Mientras camina por los pasillos del hospital, recuerda un concierto que presenció en el teatro Colón y recordó que ese esperpento enfermo sobre la camilla era el solista; ejecutaba el violín. Despachó a la enferma con un pretexto, le dio una receta con calmantes y le cambió el turno para dos semanas después.

Ella, no se perdería la posibilidad de cobrar unos jugosos honorarios de los padres del músico. ¡No he estudiado tanto para curar enfermos gratis!