martes, 9 de diciembre de 2025

LA ESTACIÓN ES UNA PLAYA DESIERTA DONDE SUENAN SILBATOS DE TRENES QUE SALEN Y NUNCA REGRESAN

 

 

            Siempre soñaba con viajar. Entraba en las bibliotecas del pueblo y ya sabían que pedía libros de países lejanos, de ciudades extranjeras. Ubaldina soñaba con trenes y barcos y aviones. Pero nunca había salido del pequeño barrio junto a la cancha donde trabajaba su padre. Ella ensoñaba con pasear por plazas antiguas, castillos y viejas catedrales. Su madre se reía y la obligaba a que le contara por dónde estaba paseando ese día o a qué lugar tomaría el próximo tren para escapar a sitios de leyenda.

            La hermana y el hermano, la atormentaban con chanzas y preguntas. Se ingeniaban conocer algún lugar donde hubiera playas o bosques para decirle como debía ir. Ella a veces lloraba y se refugiaba en la biblioteca de la escuela. Allí, siempre encontraba alguien que la apreciaba o le pedía algún dato para un examen o una tarea escolar. Con ternura, la bibliotecaria, la miraba devorar los mapas y las imágenes de los libros una y cien veces leídos.

            Pasó la escuela primaria con excelentes notas y la directora de la escuela llamó a sus padres y les rogó que le permitieran seguir estudiando. La madre no quería y el padre dudaba. Si la ponía a trabajar en algún negocio cercano ayudaría con la casa. Ambos decidieron dejarla un para de años en el ciclo superior. Allí fue el gozo total. Sus profesores se asombraban de la facilidad y conocimientos que tenía del mundo, de los lugares más inhóspitos conocía flora, fauna e historia. Hasta sus compañeros le consultaban temas que ellos ignoraban.

            Su profesor de geografía un día le preguntó de dónde tenía tanto amor por su materia. Ella dijo: Mi sueño es tomar un tren, llegar a lugares lejanos, conocer playas, bosques y la sabana africana, el desierto, los colosos del Himalaya y viajar, viajar, viajar.

            Pasó lo imprevisto. Saliendo del colegio, un tranvía la atropelló y quedó muy delicada. Entró en un estado de inconciencia. Le tenían que inyectar oxígeno, alimentarla por zonda y no pudo despertar.

Sus hermanos comprendieron que si le leían de lugares lejanos donde ella quería conocer, tal vez mejorar.

            No sabían que su mente divagaba por estaciones de trenes, oía silbato de barcos y trepaba a trenes que no regresaban nunca a ese lecho del hospital. Ubaldina nunca despertó y su familia piensa que se fue en un tren a un lugar muy extraño donde podía ver cada uno de los castillos, catedrales y plazas del mundo. Un día su corazón se detuvo, y por fin voló no sabemos hacia dónde.

EMBOSCADA

 


            Lusius Kingueil se asomó a un ventanal para observar desde allí la calle. Un manto cárdeno alfombraba el horizonte. Avanzaban negros nubarrones a espaldas de los edificios. Gigantes herrumbrosos que desafiaban el tiempo. Acomodó el capote. Sus viejos guantes de lana verdosos huían en pequeños plumones en motas de hilillos de lana que deshacían vuelta a vuelta el tejido. Bajó la vista y la posó sobre las enormes pilas de papeles que había escrito. Sus dedos aun estaban teñidos por el azulado líquido que usaba para asentar cada paso de su jefe. Se puso el sombrero y cerrando los postigos, dejó en penumbra la habitación. Un suave fulgor subía desde el taller donde los hombres trabajaban con los telares.

            Eran como muñecos que tenían un ritmo casi perfecto. De ahí, salían paños para los contratos que había firmado el dueño con el gobierno. Se acercaba una guerra. Los colores habían cambiado, ya no eran luminosos. Un ensombrecido hilado marcaba el mundo infernal que se precipitaría sobre la gente del pueblo. Julius bajó los peldaños con cuidado, estaban gastados y secos, la madera se quejaba bajo sus botines y el barandal estaba flojo. Había estado sentado once horas, tenía el cuello dolorido. En la puerta de salida sintió la voz del jefe que lo llamaba. Cerró los ojos y apretó la mandíbula. ¡No, otra vez no!

            Lo miró de frente y el viejo, con los ojos enrojecidos por el calor de las máquinas, le hizo un guiño. ¡Sorpresa! ¿Qué necesita, señor Douglas? Le alcanzó unos billetes y unos peniques. Hoy, Julius, me ha completado el trabajo de un mes y deseo que lleve su paga a la señora Kingueil. Inesperadamente, el viejo, se había transformado. Agradeció y saludando, se colocó el sombrero y abrió ala puerta.

            Fuera de la fábrica el olor que traía el viento desde el barracón, llegó a dolerle en el pecho. Olor a muerte, a podredumbre, a pescado hediondo. Agachó su cabeza, reconcentrado y caminó por el veredín de piedras, hasta cruzar el bulevar. Allí pasaban los coches y cambió el olor. Ahora era el de los desperdicios de los caballos y perros de los transeúntes y vendedores. En el bolsillo del chaleco aprisionaba los peniques, los billetes, los escondió bajo la faja de sus pantalones, en un pequeño saco que le cosiera su mujer. A veces había escuchado que algún bravucón se hacía el borracho para atropellar a los caminantes y robarlos hábilmente.

            Subió a la vereda por donde jugaban unos muchachos con una rueda metálica. Tropezó apenas con una niña, que acurrucada por el frío, se había protegido bajo una alcantarilla. Le tendió una mano. Flaca, amarillenta y sucia. Su carita de dolor, lo conmovió. Sacó medio chelín y se lo puso en la palma, y advirtió que tenía una fea herida. Julius, supo que estaba frente a una pobre desamparada. Comenzó a llover. La creatura se encogió bajo unos trapos viejos y cartones que le servían de cobijo. Nuestro hombre, pensó en su hogar, en el perfume a sopa de cebollas y pescado, en el calor del fogón y sin calcular el tiempo, ni las consecuencias, de un tirón sacó a la niña, la envolvió en su capa y siguió el camino. Nadie lo había observado.

            Cuando abrió la puerta de su casa, su amada esposa Melania, vio que traía un bulto bajo sus brazos. ¿Qué traes ahí? La pregunta quedó en un sonido extraño al mostrar a la chiquilla. ¡Me traes una vagabunda! Pero su corazón de mujer, sobrepasó a su miedo. La tomó como a un pajarillo mojado. La niña temblaba. Miedo, dolor, hambre y soledad. Julius besó en la frente a sus hijos que se acercaron a mirar a la pequeña. ¿Cómo se llama? ¿Dónde la encontraste? ¿La compraste? Cada uno preguntaba algo. Él, les pidió silencio y les contó así: Hoy es mi día de suerte. Terminé el trabajo para mi jefe y me pagó el dinero que me debía; cuando regresaba me encontré con esta avecita perdida y no quise que durmiera en una alcantarilla que con la tormenta, pronto se llenaría de agua y se ahogaría.

            Melania se acercó, la tomó nuevamente y la llevó a la tina. Mientras la bañaba, la pequeña no habló. Pero la madraza vio que había sido severamente castigada. Tenía zonas cárdenas por todo el cuerpo y heridas que mal cicatrizadas hablaban de abusos increíbles. Con un paño, secó el cuerpo y le puso ropa de sus muchachos, le ató como pudo el cabello que tenía muy revuelto y cuando la mostró a los expectantes ojos, vieron una hermosa criatura de ojos color almendra, rubia y pálida. ¡Esa noche comió como hacía mucho no comía y se quedó dormida en la silla.

            Melania y Julius, se abrazaron y acariciaron a sus hijos. ¡Se quedará si ella quiere! Mañana, después que despierte le preguntaremos su nombre. Por ahora, todos a dormir. Julius, escondió los billetes y se fue a su cama. Quedó dormido de inmediato. La tormenta pasó y al despertar, la niña no estaba, los billetes de Julius y Melania, tampoco.

 

 

POR EL RÍO THAILANDÉS

 

UN VI

                    Abordamos la balsa que remontaba el río  Tkwait. Luego de una jornada de visita histórica a lo que fuera el famoso centro de detención y torturas de los soldados americanos en mano de los japoneses. Estaba cansada y me sentí un tanto apartada del grupo de chinos que me acompañaban. Usaba ropa inadecuada. El invierno tailandés con su humedad y temperatura de casi 32 grados. Yo con una pollera kilt de lana inglesa y una blusa de mangas largas, arremangadas, trataba de disfrutar de esa maravilla. El río calmo y suave, nos alejaba del famoso puente hacia la selva, el sol se ponía. Era esa hora de amarillos, anaranjados y rojos. Una suave brisa me atraía las risas de gente alegre, mujeres, niños y hombres, que a la orilla se bañaban casi desnudos en el río. Se recortaban árboles gigantescos. Todo era como en una sordina. Las palas de los remos chasqueaban en el agua. Cuando una balsa con motor pasaba, levantaba olas de agua dorada, por el sol poniente un millar de pájaros volaban, perdiéndose en la espesura.

                     Llegamos a un embarcadero muy primitivo. Me invitaron a bajar. Con ayuda de unos brazos morenos, un joven nativo, descalzo y con un turbante en la cabeza de colores estridentes, me regaló una sonrisa de dientes blancos en su piel morena y me coloco orquídeas pequeñas en el cuello, como collar.

                     Atravesé un patio donde unos chimpancés jugaban sin inmutarse. Era el patio de un templo budista.

                     Mis amigos chinos rápido subieron una escalera estrecha y muy  empinada. Todos eran budistas. Yo comencé a subir lentamente. Me sentía cansada pero tan excitada y feliz, que aun me parece sentir el olor de las orquídeas de mi pecho. Como me detenía cada diez escalones, a los pocos segundos una monja budista joven, con su frágil figura y cabeza rapada, estaba a mi lado. Nos separaba una baranda de metal y un millón de palabras. Nos unía la paz, la   emoción, la expectativa. Me quería dar animo lo hizo. Transpuse  los 150 escalones y ¡Oh! Maravilla....allí frente a mi estaba el buda. Ella extrajo los celebres papelitos de oro y tomando mis manos, los deposito, para que yo, honrara al santo. Lloré de amor. Allí estaba frente a la cueva. Me indicó que ingresa y en el techo.... miles de murciélagos colgaban como cristales de antracita. Ellas, las monjas, mantenían el lugar impecable. Me hizo agachar en una pequeña hendidura de la cueva, que a fuerza de pasar gente durante siglos, parecía pulida como espejo. No me animé y sólo atiné a honrar al Buda. Luego regresé al lugar donde sonrientes me esperaban mis amigos. En mi corazón nunca voy a olvidar ese momento de infinita belleza.

 

EL VIAJE


Caminando por la Medina de Tetuán, la mujer se apoyó en un árbol que frente a sí, le permitió sostenerse. Se sintió mareada.

Cuando bajó del avión, el hombre que la esperaba con un pequeño cartel con su nombre le habló en el idioma del lugar que no entendía. Luego de guardar su breve equipaje, la invitó a subir a un auto antiguo y le indicaba que la llevaría a un hotel. Dio varias vueltas que le dieron la triste idea que la estaba timando.

Le rogó detuviera el coche y él, sin oírla siguió por una larga avenida coronada de hermosas palmeras. Finalmente se detuvo en una plazoleta frente a un hotelucho de mala muerte. Cuando bajó, le dejó diez euros y él, salió volando llevándose sus pertenencias. ¡La habían estafado!

El recepcionista hablaba bien francés y así pudo hacerse entender. Le llamó a un policía y llegaron dos muchachos amables que no hablaban sino árabe. Igual puso la queja.

A la mañana siguiente un teléfono fijo sonó en la triste habitación, las colegas de la universidad se habían enterado de su problema y la iban a buscar con una persona de seguridad.

Comenzó a llover. No tenía ropa, sólo en su mochila lo indispensable para higienizarse y gracias a Dios llevaba con ella en su ropa interior un sobre de tela con el dinero que le quedaba.

A las dos horas llegaron sus conocidas y la abrazaron. Ya sabían que la policía había detenido al chofer y le devolverían algunas prendas que no pudo vender el deshonesto hombre.

Se fue más tranquila con sus conocidas y sintió la hospitalidad de esa gente hermosa de la universidad.

Al ingresar al hospedaje que había elegido desde su tierra sintió un placer y alegría inmensa. Allí comió frutas y se duchó, durmiendo para reponerse del mal rato.

En las aulas donde debía dar sus charlas de antropología, había un murmullo de estudiantes que se habían enterado el suceso del transporte y se deshacían en atenciones. Escucharon su charla y luego de mostrar toda la investigación con fotos y diagramas, la sala se llenó de aplausos. Se alegró.

Al día siguiente, una joven alumna la invitó a conocer la Medina. –Así puede comprarse algunas prendas que le falten.- y salieron en un pequeño autobús hacia la ciudad celeste y blanca.

La belleza de la antigüedad la transformó. Logró por un momento hacerle olvidar el mal trago del día de su llegada.

Caminó por entre las callecitas de intrincadas volteretas, con sus piedras desgastadas por el ir y venir de cientos de seres humanos en el tiempo. Los vendedores con sus atuendos típicos la asustaban un poco, porque le recordaban al hombre.

La joven Zaira, la invitó a tomar un té, que saboreó con gusto. Era diferente a todos los té que había tomado antes. Comió unas dulzuras sin pensar que su cuerpo no estaba acostumbrado a esos sabores de especias tan distintas. Cuando se despidieron, la joven la dejó junto a un taxi con la extrema delicadeza de indicarle en idioma local a dónde debían llevarla.

Caminó unos pasos por la calle de la Medina y se sintió mal. Sus piernas no le respondían. ¡Otra vez no! Se dijo. Se apoyó en un árbol y cayó desm

MÁS VALE PÁJARO EN MANO QUE CIEN VOLANDO


 

            Agapito siguió a la yegua madrina con la tropilla chusca. Tenía que aceptar, cabeza gacha, con las órdenes de misia Eleuteria, su patrona.

            Desde que don Juan Leoncio murió, esa mujer se había estropeado la sesera. Pedía, exigía y ordenaba cosas cada vez más locas. El peón sabía que era más práctico ir a la feria del agro a comprar un padrillo y dos o tres yeguas como “Aurorita”, la madrina que ya vieja y mañosa  no tenía potrillos y pateaba cuando los chúcaros la querían “cubrir” pero no le podía discutir, ella creía saber todo.

            El potrero sur estaba atestado de potros ordinarios, de poco valor que nadie quería. Con sus coces, rompían los alambrados y el potrero era un asco. Una tormenta de truenos y refucilos, los espantó tanto que corrieron dislocados en todas direcciones, cayéndose algunos y quebrados sus patas otros. Luego fueron cayendo en el barranco del río que venía borracho de aguas turbias. Era como fuego húmedo y lodo. Los animales se alejaban como cadáveres de la Apocalipsis. Así había dicho el padre cura en la capilla hacía un tiempo. Así es el demonio, como el río cuando está bravío y ciego. Arrasa con todo.  Y fue así, no quedó nada, o sí, la yegua madrina que herida y enlodada se arrastró hasta el alto llamando con relincho a los pocos caballos y potrillos que sobrevivieron.  

 

 

“DEL VINO Y DE LA VIÑA”: “SANGRE DEL AGUA”

 

Bautista camina de prisa, quiere llegar antes que se termine el horario del transporte de la tarde. No desea caer en la noche a la casona. Hace un repaso mental de todos los temas que tiene que concluir en la ciudad. El trajinar en las veredas es increíble para un hombre de la tierra. Sus ojos curiosos se mueven a un ritmo ágil y frenético. Pasa junto a un escaparate y se detiene. Absorto pone su vista intrusa en una imagen. Tras el cristal, una foto antigua, en colores desvaídos y sepias, lo golpea en su intimidad. ¡Ese es el abuelo Fortunato! Alguien lo empuja sin disculparse y firme sobre sus pies le sale un breve y feo ¡Eh, infeliz, no empuje! Mira, sin distraerse, detalladamente el retrato. Los ojos son los típicos semicerrados del viejo, las manos, ásperas por el trabajo duro, un traje desgastado y barato con la camisa raída y un corbatín ajeno a su costumbre.

¡Me olvidé la hora! Sos un aturdido Bautista Grassetti. Dejaste pasar el autobús que tenías que tomar. ¡Ahora pasarás unas horas dando vueltas en este loquero absurdo que es la ciudad!

El hombre ingresa en la tienda. Mira las ofertas, pero sólo quiere preguntar por la foto de la vidriera. Una regordeta mujer arrebolada, se le acerca con una desagradable sonrisa esforzada. ¡No le gusta vender! ¿Qué necesita joven? Mueve las manos de uñas largas y rojas con esmalte desprolijo. Acá tiene vinos de bodegas pequeñas que no tienen mucha propaganda.

Perdone señora, me puede decir: ¿Esa foto que está en el escaparate, dónde la encontraron? La mujer revolea los ojazos maquillados de verde y negro y sonríe. Es el tío abuelo de mi suegro. Eso me han dicho. La han hecho grande y usaron un sistema nuevo para mejorar la imagen. ¿Por qué?

 

 

lunes, 8 de diciembre de 2025

BUSCANDO LUZ

 

Invítame a recorrer la senda de la noche

Allí donde se pierde el sacrificio y el olvido

Donde mengua el sonido de las hojas del álamo

Y caen las sempiternas lágrimas desde la piel marchita.

 

Invítame a socorrer las aguas del río que se despeña

En la tierra pedregosa del lecho. Consuela al sol.

Mérito del atropello de una tarde de viento cálido

Que mengua con el deshielo la nieve de los riscos.

 

Un avatar me intriga por su misterio antiguo,

Y llega mi pecho en sombra con latido de espuma

Buscando al demiurgo en el intrincado libro

Con un idioma de ignota comprensión de vida.

 

Busco entrar en la noble presencia de la luz

Quiero estrechar los lazos de un arcángel ciego

Amamantando el ave abandonado en el nido

Que grazna entre los sauces que aguardan la mañana.

 

¡Cuánto misterio encuentro en las páginas blancas!

Las letras bailotean entre mis ojos fríos. Quietos.

Invítame a escarbar en el mensaje oculto.

Descubrir con destreza las llagas y heridas escondidas.

 

UN SIMPLE HOMBRE VOLANDO

                  

 

      Todo comenzó con la internación en el lugar más sórdido de la ciudad. Yo había perdido la paciencia. Tal vez querer volar era un desafío para otros. Traté de volar desde la columna de la luz, desde el campanario de la catedral...desde el mismísimo cielo. No pude. Nunca me dejaron. Mi familia, mis amigos, los bomberos... todos me impedían volar. Eso era mi sueño. Repetía cada mañana el rito. Me bañaba, afeitaba, me vestía con el mejor jeen, la mejor remera o el sueter nuevo, zapatillas de marca. Siempre llegaba al lugar estudiado o elegido. Nada. Algo lo impedía. Alguien me seguía. Punto. Será otro día.

      Entré como si conociera a cada uno de los hombres que habitaban ese espacio infernal. Ahora mis pares. Se acercaron algunos, otros gruñían o reían a mi paso. Yo, los miraba lleno de asombro. Me presentaron al médico especialista "en vuelos" o no. Era un hombrecito calvo, con lentes muy gruesos, algo obeso pero agradable. Lo acompañaba un ayudante enorme. Todos vestían batas blancas o verde claro. Todos estaban algo sucios. El dormitorio apestaba. El baño...bueno no parecía un baño, era apenas una letrina oscura, obscena, un asco.

      Caminaba mirando hacia el parque. Quería ver si desde allí podría volar alguna vez. Nada. Todo era triste. Los árboles y las paredes desnudas sin farolas ni flores. Vi a otros hombres. ¡ Casi hombres ¡ Mis manos trémulas apretaban la poca ropa que me dejaron. Me quitaron el cinturón, los cordones de los zapatos, la radio, la cadenita de oro con el `santito´ que me dio mi hijo. Casi todo me quitaron. Pero eran simpáticos. Todos reían viendo pasar al médico con uno `nuevo´. Estaba tranquilo. Sabía que con paciencia lograría que un día me permitieran volar. Era un sueño. Desde niño quise volar.

      Me costó dormir en esa cama dura y fría. Pero al amanecer reconocí el canto de los jilgueros y zorzales de la zona. Envidio a los pájaros. Ellos vuelan sin pedir permiso a nadie.

      Un enfermero me buscó temprano y me llevó con una hermosa joven. Ella era amigable y dulce. Charlamos un largo tiempo cálido y bueno. Hablamos de mi madre. De mi padre que apenas conocí. De la escuela en el barrio...hasta de fútbol. Me hizo mil preguntas sobre el trabajo, los amigos, los compañeros y bueno...también fue hermoso. Recordamos las películas de Sandrini, de Niní Marshal, de Cantinflas y las de vuelo. Hablamos de alas delta, de aeroplanos, aviones y cohetes. De éso, sé un montón, le dije. Cuando me iba al dormitorio, ella, me entregó un libro. Comencé a leerlo esa misma tarde. La vida de un tal Saint Exúpèry. Él sí volaba. Me gustó tanto como puede gustarle a un pájaro soñar con aire libre en una elevada montaña  entre las nubes.

      Los otros  habitantes me seguían. Me acosaban. Hasta que encontré a Felipe. Él era un tipazo. Había trabajado en el aeropuerto. Sabía de mi amor por el vuelo. Me escuchaba. A veces no, se sentaba ausente, no hablaba. Sonreía. A veces le daban ataques de rabia y rompía todo. Pobre Felipe, con los ataques queda hecho una porquería. Lo ayudaba a vestirse, lo afeitaba, le daba de comer... Era mi amigo. Los médicos nos tenían cariño. A los dos nos tenían cariño. Éramos tranquilos, inteligentes, limpios. Hasta que llegó el "loco". Ese era loco realmente, no se hacía el loco. Creía que era Jesucristo y bendecía a todos. A veces yo se lo aceptaba, tal vez así lograba volar un poquito. Quería celebrar la santa misa. Estaba loco de remate. Repetía el Sermón de la montaña o a los Corintios a los gritos. Los otros le tenían miedo. Aparte no quería ni hablar de volar...el pobre. Odiaba a los médicos. La furia le hacía dar fuerte patadas y allí empezaba a blasfemar. Quería matar a los doctores. Era muy triste verlo. Comenzó a buscar la compañía de nosotros dos que éramos amigos. Aparte de ser dios, había sido profesor de filosofía, lenguas muertas, literatura y quién sabe qué otras sabidurías. Pero no quería volar. Estaba loco. Nos seguía. Hablaba de Van Gogh, Beethoven, Verdi, Da Vinci...y dale con los genios. Dalí, Chopín, Tchaikovsky, Chaplín era su favorito. ¡ Y tuvo que suceder, era lógico! Peleamos. Él comenzó a hablarme de Darwin y yo no tenía ganas de escucharlo. Yo, repito, sólo quiero volar, que por otra parte es algo normal en un hombre pájaro. Le grité que me dejara. Le dije: "Me tenés abrumado por tanto tabaco, por tanta cultura. Entre saber y no saber, prefiero..." La pizza"... agregó Felipe" Y comenzó a golpearnos. Ya no repetía en latín a Homero ni a Virgilio, no. Puteaba que daba gusto. Vinieron y lo ataron. Por supuesto lo ataron con aquellas vendas blancas que existen...acá.

                   Entonces sucedió inesperadamente algo maravilloso. ¡ Felipe me tomó de la mano y me invitó a volar...!

                        

UN BOSQUE LLENO SUEÑOS

 

                        Me duelen las manos. También la espalda. Hace una larga semana que trabajo sin descanso para cumplirle. Quiero pero no puedo. Sí, quiero completar todo el pedido que recibió Joaquín de esa gente. Es una nueva casa de comida, hotel, casino y albergue. Es nueva y única. La construyeron en la ladera Este. Es muy linda. Está construida en una zona hermosa de la región. La más bella. Tiene un sabor salvaje. Esa tierra húmeda, la fina llovizna de unas nubes que como velo de novia se deposita o se apoya en las largas columnas de pinos, arrayanes y piceas. Es un regalo fortuito que regala el amanecer de los días de otoño. El sol está cansado de moverse por el bosque como novio enamorado de los duendes del pinar. ¡El olor a resina y polen! Las cabañas son hermosas, las comenzaron a construir en primavera, el mismo día de nuestro encuentro. Yo iba con mi bicicleta por el sendero buscando setas frescas. ¡Nos encantan “revueltas con cebolla finamente picada en juliana, huevos y queso parmesano, con una pizca de sal y pimienta, una cucharada de salsa inglesa y vino jerez”! Bien, como decía, me movía por esos rincones que conozco desde pequeña, esos que recorría con el abuelo Marco, y él, me iba regalando cuentos, recetas y recuerdos. Bueno, iba por allí y nos encontramos. Parecía un astronauta recién aterrizado de un planeta lejano. Era como de otra galaxia. Fresco, alegre y vivo. Sí, como mi bosque de cuento. Me gustó, así rápidamente, con su sencilla forma de pedirme la receta de los hongos. Aparte, desconfiado, creyó que eran venenosos. Yo le gusté, seguro, porque me comenzó a contar su vida.  Parecía como si me conociera de toda la vida. Me senté en un tronco caído, junto a un árbol lleno de pájaros. La madera podrida en parte, albergaba un sin fin de pequeños seres vivos como su vital risa contagiosa. Su mirada clara se movía, deslizándose por mi rostro, que sudoroso y sucio, aparentaba no haberlo lavado en meses. Los pinos, piceas, abetos y abedules, eran el marco perfecto a ese encuentro informal y romántico.

                        Casi me olvidé para qué había venido al bosque. Si él, no mira el reloj y da un salto, seguimos hablando en el crepúsculo que le había puesto una mortaja violeta a los rayos rojizos del sol. Joaquín se despidió, me ayudó a trepar a mi bicicleta y partí. Cuando llegué a casa me encontré en la penumbra más cerrada, corrí con la mitad de hongos acostumbrado. Llegué a la cabaña y caí sólida en el banco rústico de mi pequeña cocina. Pensé cómo haría una cena sin la cantidad de setas frecuentes y decidí hacerlas en la receta del abuelo:”con miga de pan mojada en leche, salsa blanca o bechamel, perejil y ajíes rojos y verdes. Así armé un budín que mezclado con dos huevos y nuez moscada”, alcanzó para los cuatro. Papá quedó feliz, cuando le conté que había conocido a Joaquín, el muchacho del bosque, pues lo trató en el pueblo y conversó mucho. Le pareció muy simpático y además era alfarero. Papá dice siempre que hay oficios santos: carpintero, alfarero, boticario y labrador. No quiere a los carteros, tal vez porque un cartero siempre le trajo las noticias tristes. Mamá en cambio es más desconfiada. Casi no habló. Mi casa es la típica casa de campo con olor a fogón caliente, levadura, ajo y vino. El abuelo nos enseñó a hacer el pan. Él guardaba un trocito de masa para levar y se levantaba a la madrugada para hornear. Cuando estaba todo listo se acostaba y al comenzar el día con un enorme tazón de leche tibia recién ordeñada de Chichí, la vaca, comíamos una rebanada de pan caliente con manteca que mamá batía a mano en un bol y dulce de grosellas que hago todos los años. ¡Qué rico era desayunar así, con el amor del abuelo! Hoy lo recuerdo y se me hace un nudo acá, justo aquí en la garganta. Bien sucedió que a los dos días sentí el ruido de un motor por el camino de casa. Era Joaquín que me invitaba a trabajar con él. La camioneta destartalada y muy ruidosa se escuchaba de lejos. Atrás traía un horno para cocer cerámica y un sin fin de moldes de yeso y herramientas. Me entusiasmó su seguridad. Sus ganas. El dueño del complejo hotelero le había encargado toda la vajilla especial con sabor, color y forma de nuestro rincón lejano. Me intrigó su exaltación y sus sueños. Era muy creativo. El perfume ácido de la arcilla me entraba a los pulmones como una saeta inesperada. Acepté. Yo nunca había hecho alfarería. Pero como amo cocinar imaginé que era como hacer un pastel de berenjenas. Ese que me enseñó el abuelo. “Se pelan cinco berenjenas medianas y se hierven con sal. En una sartén se re fritan en aceite de oliva con dos dientes de ajo; los dos tomates picados en daditos, dos cebollas en juliana, dos pimientos y un puñado de hongos recién cosechados que se filetean. Se pisan con un tenedor las berenjenas ya blandas y se agrega el  menjunje, con pan rallado, una tasa de queso rayado, dos huevos y mucho perejil. Se hornea veinte minutos y ¡paf!: un pastel para re-chuparse los dedos. Si las berenjenas son algo amargas se le agrega a la pasta una cucharadita de azúcar”. Así era hacer todos esos recipientes de arcilla. Con un gran amor y buen gusto. Yo le agrego además los gnomos del bosque pintados y hasta los muérdagos y ardillas. Cada pequeño plato, escudilla, taza, fuente, tiene un pedacito de mi bosque. Es su espíritu ingenuo y personal, el que creó la chispa de este mundo mágico que hemos hecho juntos. Creo que me he enamorado de Joaquín y él de mí. Estoy cansada pero tengo que hornear todas las piezas en bizcocho de arcilla. Las pintaremos juntos y cuando amanezca y cuando inauguren la casa de la colina, cada persona se asomará un instante a nuestro mundo.

                        Realmente me falta esa chispa para encenderle a cada jarra una señal con el fuego de la creación aderezándole un pequeño trozo de monte perfumado de bellotas y musgo. Debo recuperarme. Joaquín duerme junto al horno un rato esperando el pequeño milagro de amor cotidiano. Mis manos lloran arcilla y falta una buena parte de los platos y adornos para terminar la tarea. Anoche, antes de quedarse dormido, Joaquín me dijo que estaremos juntos para toda la vida y me dio el anillo de boda de su madre. El amor ha llegado a mi vida en forma inesperada. Estoy conciente que es extraña la forma de nuestra relación pero espero. Mañana será un festival de sueños cumplidos. Toda la vajilla terminada, la inauguración de la posada de la montaña y el anuncio de mi boda.

 

EL PESCADOR DE QUIMERAS

 

            La tarde calurosa amenazaba una noche plagada de estrellas. El viejo, se sentó sobre la madera húmeda y caliente. Sacó una antigua pipa. Miró tras sus pupilas nubladas por el tiempo y suspiró cansado. Terminaba un día y el mar calmo, esquivo, no llenó el vientre hambreado de su barco. Poca pesca. Nada, casi nada. No había viento y eso no permitía que se alejaran de la costa mar adentro.

            Un olor penetrante a sal y pescado, entre podrido y fresco, hería las narices a los hombres silenciosos. El sol se escondía con esfuerzo tras la pequeña colina en occidente. Un pescador comenzó a canturrear un sonido triste. Otro, tomó un pequeño instrumento rústico y comenzó a elevar un sonido de belleza inexplicable nativa sangre negra  caribeña.        

El caballero que había pedido acompañarlos ese día era un tal Hemingway, escritor que tomaba ron y masticaba tabaco, mientras limpiaba displicente sus anteojos de armazón de oro. Parecía, por su ropa desprolija y gastada, uno más de entre los obreros de la pesca. Pero ese no era un hombre común. El viejo lo supo desde el instante que subió a cubierta con su rostro avejentado y crítico.

            El bote se jactaba de ser como un delfín de madera y metal color herrumbre. Su panza hinchada supo regresar a puerto lleno de peces. De haber luchado con los más fieros tiburones del caribe.  El viejo achicando los ojillos desplazó una sombra tenaz por el cuerpo encorvado del poeta. Nutrió su expectativa con un sonido agudo. Desde no muy lejos aparecieron las aletas ahusadas de los asesinos blancos. El viejo se paró y tomó un arpón, señalándole al hombre en desafiante orden, que imitara sus movimientos. Sobre el agua de color sangre amarillenta, con certero golpe atravesó el cuerpo efímero del pez bravío. No pudo el extranjero imitar su juego. Tiró enojado el arma y se sentó perturbado en los maderos. Soñó con ser un héroe. Ya, el sol, parecía un dromedario agonizante. A lo lejos las luces de la Isla reflejaban una vida desplegando miserias. Comenzó el regreso. Atracaron en el precario puerto y casi sin palabras se despidieron. Una borrachera de ron abrazó la noche. En la mente de un enorme creador nacía una obra gigante.

HIPOCRESÍA, ENVIDIA Y CELOS

                       

                        Se ha caído de la silla de ruedas. Otra vez el hueso de la cadera roto me deja sin otra alternativa, que internarlo en un geriátrico. No tengo veinte años. Mis piernas están muy cansadas. Mi corazón también. Lo miro con el espíritu de cincuenta y tres años de estar a su lado. ¡Cincuenta y tres años!, y, aunque muchas veces lo odié y deseé que estuviera muerto, hoy estoy junto al hombre más interesante que pude conocer.

                        Alto, de figura escultural, siempre dorado por el sol, era el Apolo del club, del colegio y de los lugares donde en la década de los cincuenta podía reunirse la juventud de clase alta. Tenía un color de cabello más cobrizo que rubio. Ojos de color miel y un hoyuelo en el mentón que enloquecía a las chicas tontas como yo. Aun conserva el hoyuelo y sus ojos han perdido esa mirada acariciadora de antaño. Pero es hermoso. Estudioso, deportista e inteligente, parecía que la vida nunca lo iba a distraer con penas o problemas.

                        Yo era muy joven, inexperta y tenía a toda una familia a mi diestra para mimarme. Cuando terminé el secundario, viajé por Europa, Asia y África como uno de los premios. También me regalaron una motoneta, alhajas y ropa como para no tener nunca más que entrar a una tienda. Mamá decía que yo era la joya de la familia. Me lo creía. Mi única hermana, Raquel, era un verdadero estorbo. Era diez años menor, y muy simpática. Era la regalona de papá. Yo cantaba como María Callas y ella bailaba como Isadora Duncan. Yo nadaba como Esther Williams y ella recitaba como Ana Gelman; siempre compitiendo conmigo. Yo la adoraba igual.

                        La hipocresía merodeaba en las familias de todas las relaciones de mi casa, todos se miraban para ver quién tenía más o era más célebre en los negocios, la política o el deporte. Parecían personas buenas, pero eran envidiosos y chismosos. Algunos corruptos aparentaban ser de moral impoluta. Era falsedad total.

 

                        Para mi ingreso a la universidad se deliberó un mes o más. Yo deseaba fervientemente estudiar arte, pero mis padres no aceptaron. No era bueno que una muchacha de nuestro ambiente se metiera con esa “gente rara”. Logré autorización para ingresar a ciencias sociales. Duré muy poco. El grupo de jóvenes y los profesores no me hicieron sentir bien. Abandoné. Luego ingresé en  filosofía y allí logré graduarme unos meses antes de casarme con él. José Luis, estaba más hermoso que nunca. Cuando se fijó en mí, yo creí tocar el cielo con las manos. Muy tarde supe por qué lo había hecho. El título en filosofía sirvió en muchas oportunidades para darnos de comer, ya que jamás trabajó y despilfarró la buena herencia que me dejaron mis abuelos y mis padres. Yo lo amaba igual. Me pregunta: - ¿Cómo lo puedo seguir amando ahora?- Es una respuesta que sólo se puede entender si supieran cómo era conmigo. Jamás olvidó una fecha importante. Siempre me trajo flores aunque las pagara con mi dinero. Era cariñoso y tierno hasta el exceso. Me daba todos los gustos. Me llevaba al mar, al lago de Como, me hacía subir a los sitios más hermosos del mundo y contemplar desde allí la tierra. Era un loco por la belleza. El amor era su meta y quería compartirlo conmigo. Así pagué tener al hombre más seductor: con mucho sufrimiento, humillaciones, ¡una locura!

                       

                        Le ruego que lo cuide con toda su devoción. A él, le gusta que le lean en la tarde luego de tomar su siesta. Le encanta comer tostadas con miel de flores silvestres y quesillo de campo. Nunca lo bañen con agua demasiado tibia, no, por favor, su baño debe ser algo caliente. Las sales de baño serán de lilas o de jacintos, nunca de rosas o lavanda. Es muy alérgico al chocolate y manteca, por lo cual ni oler nada que lo tenga incluido. En lo posible duerme con música de Bach o Vivaldi. Yo le dejo en su maletín los C.D. y si necesita algo...no tenga ningún reparo en llamarme. Yo estoy abonada a un servicio de mensajería. Los jóvenes me sacan de cualquier apuro a cualquier hora. Son mis amigos. La medicación para sus dolencia de...edad avanzada están en este neceser de cuero azul. ¡Ah sí, sufrió mucho cuando perdí mi última estancia en Bragado! No tenía cómo sostener su ritmo de vida y tampoco como llevarme a esos viajes locos que vivía planeando. Luego vinieron unos abogados del gobierno y nos remataron la casa de Acasuso, la de Pilar, el chalet de Mar del Plata, el de Punta del Este y el de Miami. Nos quedaba el de Taormina. También lo remataron. Quedamos sin casa, sin dinero y llenos de deudas. No fue nada. Yo estaba preparada. Salí a trabajar, para eso tenía un título. Lloró cuando no lo aceptaron en el Club de Golf ni en el Círculo. Yo alquilé en Belgrano un ambiente y luché por mí y por él. Tuvo depresión. Luego pasaron algunas cosas... ¡Ah, me olvidaba...a las once debe darle una yemita con Oporto importado y a las cinco en punto de la tarde, un té de Ceilán. No toma otro. Acá tiene, le dejo la última caja que me queda. En la valija están las sábanas de seda natural, eso es para que no tenga escaras. La ropa interior también es de seda, nunca usó otra. Le ruego, también que le den un paseo diario por el parque del geriátrico envuelto en su bata de lana de angora. ¡Es muy delicado para el frío ¡ 

                        La anciana con su impecable traje inglés desgastado por el uso, se acercó al hombre que la miraba en su camilla. ¡Mi querido, debo ir a casa, los alumnos me esperan. Tú, debe comportarte con esta gente amable y aceptar sus cuidados. Yo vendré en cuanto logre sobreponerme a este nuevo problema!

Salió con su porte distinguido buscando apoyarse en algo o alguien. Delgadísima con una belleza luminosa, sus largas manos azuladas, sosteniendo un bastón de ébano. Se fue.

                        El joven médico del geriátrico estatal sonrió. Tomó a su enfermito que parecía un pajarillo asustado. Le miró a los ojos y comenzaron a rodar unas lágrimas pequeñitas por las pálidas mejillas del viejo. El médico tornó a sentarse junto al geronte y tomó sus signos vitales. Era su forma de tocarlo, confortarlo y darle seguridad. Así comenzó otra etapa dolorosa de la vida de José Luis.

 

                        Tienes a tu merced, la chica más rica de Bs. As. y prefieres a esa chirusita de barrio...estás loco. El bramido de mi padre atravesó toda la casa. Mamá casi escondida se parapetó detrás del piano. Te vas a casar con Valentina Saguier Olmos. Yo buscaré la forma que su padre me reciba en su casa. Ella será tu mujer desde la iglesia al civil. Lo que hagas después me importa un saco de porotos. Ya verás, estúpido, lo que es ser un pobre diablo. Nada queda de la fortuna de tu madre. Los negocios andan cada vez peor y me vienen con la famosa palabrita: Enamorados...un carajo, enamorados ni ocho cuartos. La semana que viene tendremos una cena en el club. Allí invitaré a los Saguier y vos te sentarás junto a esa chica. Ella será tu mujer y la madre de tus hijos. Ya verás como tu vida va a ser digna de ser vivida.

 Mi padre era de ese tipo de hombres que lograban lo que se proponían siempre que no fueran negocios rentables. Mi madre aportó una herencia magnífica y quedaba poco. Yo debía resolver el problema. Tengo que reconocer que Valentina era una muchacha agradable y lúcida. Tenía sentido del humor y  de la estética;  pero yo me moría de amor por una chica que conocí en la cantina del club. Era la hija del concesionario de la cantina. Era una morocha despampanante,  con ojos negros y unas curvas que me dejaban sin habla. Sin mucha cultura pero con dos tetas que - ¡Dios mío! -, me hacían soñar. La tal Olguita, estaba siempre alegre. Reía con ganas cuando los otros muchachos le decían piropos. Nada de melindres ni problemas. Yo la tenía clavada entre las dos piernas, entre la bragueta y las hormonas. En esa época, doctor, no era de hombres no asumir la responsabilidad de casarse. Si uno quería a una mujer tenía que llevarla al altar. Yo estaba dispuesto, se lo juro. Me terminé casando con Valentina. Además la mayoría de las muchachas de mi círculo me seguía. Era lo que se dice pintón, pero se necesitaba tener una mujer con dinero y Valentina Saguier Olmos tenía mucho. Le confieso que fue agradable. Ella era el tipo de mujer que lo hace sentir en casa. Tengo que confesarle, mi amigo, que disfrutamos de viajes, fiestas y cosas importantes, con mi mujer. Gasté mucho, pero no creo que ella no sintiera que me preocupaba por hacerla feliz. ¿Si le fui infiel? Y... sí, muchas veces. Con mujeres jóvenes, con la famosa Olguita que fue mi amante varios años, con amigas de mi mujer hasta que un día me pasó algo inesperado...Déjeme que le relate...El hombre se queda hablando con el médico hasta que el crepúsculo entra en la habitación.

 

            La enfermera ingresó en el cuarto por la mañana y encontró al anciano muy débil. Llamó al médico de turno y a la vieja esposa. Allí frente a ellos estaba un hombre moribundo que tenía una pacífica sonrisa de felicidad. Aceptaba el destino. En su nocturna charla había descargado su conciencia. La enfermera les contó después lo que escuchara. “Él, había sufrido mucho al casarse con una mujer por el dinero que aportaba. Pero ella había sabido comprenderlo. Muchas veces le había leído, le hacía masajes para distenderle los músculos cuando cabalgaba, hasta le lavaba los lentes cuando no podía ver bien. Una noche cuando fue a guardarlos en el primoroso estuche antiguo, chocaron sus dedos con un papel. Ella, le dijo luego con dolor, que hizo mal, pero a pesar de todo leyó una carta que creía había escondido muy bien. La letra le era familiar aunque no tenía firma. Se la repitió durante veintiocho años cada mañana, cada almuerzo y cada noche. Decía así: - Amor cuando me dejaste en casa, después del viaje desde el aeropuerto, de muy ansiosa, compré el test de embarazo. Dio positivo. Yo estoy feliz. Quédate tranquilo, mi hermana comprenderá que ella no puede dártelo y hasta sería bueno darle el lugar de madrina. Esto merece un abrazo de esos que nos regalamos. Será en el mismo lugar y a la misma hora de siempre. Te amo.-  Mi esposa supo que era de Raquel. Siempre la envidió y celó. Había estudiado arte y su vida era muy libertina. La reacción de Valentina fue empujarlo por la escalera. Al caer se le quebró la cadera, la columna vertebral y estuvo muy grave. Un tiempo largo después mejoró, pero como no tenía quien lo cuidara y despilfarró fortunas, no le quedó otra alternativa que vivir con ella. ¿De la hermana? No sé, creo que ese muchacho tan hermoso, que viene a verlo todos los días es el hijo. La anciana lo quiere muchísimo y él joven le dice “madrina”. Tal vez, tal vez sea el sobrino, el hijo del viejo con la hermana. ¿Quién sabe? Y salieron a buscar los papeles para hacerle el certificado de defunción.

 Ella, la anciana, quedó tomada de la mano, acariciando el rostro del hombre que amó tanto y que la había hecho sufrir tantísimo

CIERTA CASA

 

Al fin, todos la habían visto menos ella. Era la casa más antigua de Lago Hermoso. Tenía un parque de más de mil metros, que según decían fue hecho por un famoso paisajista inglés a principios del siglo veinte. Los mármoles eran italianos y la herrería española. Un estanque formado el arroyo que atravesaba un sector del jardín, estaba lleno de aves acuáticas y plantas con flores. Leticia caminó sorprendida por el alto pasadizo de árboles gigantes. Cada rincón de la casa le atraía por su color a tiempo desgastado. El musgo había marcado cada piedra, cada estatua, cada columna con una pátina inusual. Luego, entre el alto matorral, se sorprendió y gritó. Nadie le había hablado de ese extraño personaje que encontró frente a sí. El hombre, era un ser verdaderamente feo, desagradable. Por su rostro una enorme cicatriz atravesaba su mejilla izquierda y su párpado casi oculto tras una larga melena rojiza mostraba la falta de un ojo. Su paso casi imperceptible la había dejado paralizada. De los labios desdentados apenas salió un agudo chistido y con sus manos agudas mostró un mastín que ferozmente le hacía frente. Leticia, cerró los ojos y dio media vuelta para regresar a la casa. Un dedo afilado y mugriento se lo impidió. Su camisa entre esas manos horrorosas, parecía un mantillón de fiesta. Se detuvo y observó la figura. Apenas gesticulaba. ¿Era eso una sonrisa? Soltó el hombre a Leticia y le dio un ramillete de violetas y juncos en señal de amistad. Ella sonrió levemente. Ya sin tanto temor le preguntó quién era. El infeliz, comprobó, no podía hablar.

                        Él partió sin antes hacerle una inusitada reverencia. El dogo salió tras el hombre sin siquiera gruñir. Se perdió tras una alta pared de piedra cubierta de enredaderas y zarzamora. Un griterío de pájaros y aves silvestres cubrieron el paso sobre los adoquines que tapizaban parte del camino. Al divisar la fachada de la casa suspiró. En la balaustrada vio la figura varonil de Ezequiel que esperaba que los ayudantes terminaran de acomodar los muebles. El camión que los había traído ya estaba casi vacío. La tarde se imponía con sus cálidos colores morados y sus ruidos. Verlo le tradujo el miedo en alegría. Se acercó casi corriendo en el último tramo. Las risas claras de Romina y Tatiana le ampararon la nostalgia de ese cambio de hogar. La pobreza había terminado y por fin la vida recobraba el orden natural. Recuperar la casa era el principio.

                        Todos, esa noche se sentaron a comer sabiendo que nunca volverían a ser los mismos después de tanto sufrimiento. Que ya no regresarían ni el primo Jeremías ni Mario. Ellos serían una presencia en el recuerdo. La charla igual se hizo amena. Había mucho por hacer y decir sobre esa casa y Leticia contó el inesperado encuentro en el bosquecito de castaños.

                        Ezequiel quedó perplejo. No conocía ni tenía noticias que por los alrededores vivieran hombre alguno; lo que lo llevó a tomar medidas de precaución con respecto a puertas y ventanales exteriores. No obstante nunca supieron que en forma permanente fueron observados por aquel desconocido.

                        Transcurrido algunas semanas nadie volvió a hablar de ese episodio. Romina continuó su rutina con el piano. Su Chopin y Schubert mejoraban día a día. Tatiana iba y venía de la ciudad con sus telas adamascadas y terciopelos con los que fabricaba capas y ropa para damas que comenzaban a hacer vida social. Leticia consiguió que un posadero de la ciudad le comprara todos sus pasteles y dulces. Así la casa era una permanente fábrica casera. Había que recuperar lo perdido en la “quiebra” del abuelo. Ezequiel tenía el deber de trabajar los campos y hacer rendir los establos.

                        De vez en cuando aparecían hombres pidiendo trabajo o acilo y ellos le proveían de algún apoyo pensando en sus parientes en “paro”. Una tarde de invierno cuando ya estaban junto a la chimenea, Ezequiel sintió ruidos en la leñera. Tomó su rifle y salió. Allí se enfrentó con un personaje atroz. Éste, al verlo, se quedó sorprendido. Lo encontró con unos leños entre sus brazos. El hombre parecía un mendigo. Tal vez era un forastero hambriento, pensó, y recordó que Leticia le había hablado de un encuentro semejante. Interrogó, pues, al hombre y éste tratando de zafarse, dejó caer la madera e intentó salir. No se lo permitió. Cuando quiso prenderlo del brazo para introducirlo en los cobertizos, el viejo mastín atacó. Salvó la mano gracias a la gruesa capa de fieltro. El menesteroso, tomó al animal con fuerza y evitó un accidente. Agradecido, Ezequiel lo invitó a pasar y el hombre entró por su voluntad a la cocina. La sorpresa de Tatiana y Romina no se hizo esperar. Cada una soltó una palabra de desagrado. El pobre infeliz se acurrucó junto al hogar, se despojó de un viejo abrigo sucio y calentó sus manos contrahechas en el calor. Al entrar allí la cocinera se persignó. Miró al muchacho y les comenzó a relatar su historia. Ese mozo, no tenía aun treinta años, había sido hijo del patrón con una muchacha de servicio. Lo había abandonado de pequeño. El muchacho, siempre se dedicó a cuidar animales y un funesto día cayó un rayo en su cabaña. Se produjo un incendio,  lo atrapó una viga, lo encontraron medio muerto. Se había quemado la cara y roto la mandíbula, perdió parte de la lengua..., en fin un desgraciado accidente. La mujer le proporcionó un cubo con agua caliente, se bañó  y Ezequiel le dio ropa de Jeremías que habían quedado en el desván. Así descubrieron un muchacho joven, fuerte y con un enorme potencial para las innumerables tareas de la casa. A la mañana siguiente el muchacho había desaparecido.

                        ¿Cómo harían para recuperar su confianza? Tal vez con el tiempo aceptara a todos en la casa y regresara.

 

viernes, 5 de diciembre de 2025

EL VENDEDOR DE LA “CARRETELA

 

            Era un hombre tan delgado que seguramente remedaba a Mahatma Gandhi. Su llamado de atención parecía una canción lejana. El viejo caballo atravesaba la calle San Martín de punta a punta y todas las calles aledañas con el sonsonete: “Turco vende todo, kohol, jabones perfumados, perfumes orientales y puntillas”. Salían las mujeres a comprar a la calle con apuro. Las patronas mandaban a sus mucamitas corriendo a comprar chucherías, para solucionar algún olvido. Siempre olía a perfume barato; “Mi clavel” era el preferido y engominaba los bigotes dándole una imagen “diabólica”. Con su cháchara enamoraba jovencitas inexpertas. Recuerdo la vieja carretela con la capota de hule negro cargada de puntillas y canastas con productos de perfumería. Un día descendió  sobre la calle Barcala, junto a un portón frente a casa. Allí lo vi entero, parado y sonriente. Llamó, y al salir la “Paca”, mi vecina, que tenía veinte años, entró el vendedor en la vieja vivienda de adobe, dejando su caballo manso atado a un árbol.

Un día ví a la Paca, salir vestida de novia, con un velo blanco cubriéndole la cara. Subió a la  carretela y se perdieron por la senda empedrada Pensé mucho y descubrí, que el amor tiene recovecos, que yo, que cumplía 12 años en pocos días, no entendía. ¿Acaso la Paca, podía querer a ese hombre como en las novelas de la radio? El “Turco”, debía, a mi entender,  cargar varios años más que la novia. ¿Cincuenta años tal vez tenía? ¡Si podía ser el padre de la novia! Era tan feo… y áspero. Hoy a la distancia pienso que no era tan mayor, pero igual era mayor que mi vecina. ¡Mucho mayor que ella por supuesto! Nadie la volvió a ver. Las malas lenguas del vecindario comentan que la Rosa, su madrastra la vendió y que el esposo, el “Turco de la carretela”, la llevó a vivir el un lugar, lejos, muy lejos, donde las mujeres van todas cubiertas de velos negros.  La Rosa, después del casamiento de la Paca, se compró una casa con patio y jardín en las afueras. Sus hijas se casaron con hombres de dinero y viven como reinas. ¡Pobre Paca, siempre la recuerdo con sus ojos llenos de lágrimas salir vestida con su traje de novia prestado. Eso lo supe después, porque nunca se lo devolvieron a la Jesusa! ¿Me preguntó si será feliz? Pero en los días de zonda me parece que entre el aire caliente que levanta el polvo de la calle en arabescos, veo el caballo arrastrando los canastos con perfume barato, a “Mi Clavel” y escucho la voz nasal del hombre tratando de vender sus puntillas.

LA MARÍA COCINERA IMPERDIBLE

 

             La María sacaba a todos de la cocina a palmadas. Ella era la reina y su patrón, el doctor, la mimaba más que a su hermosa mujer.

 Era gorda la cocinera, morena de cabellos atados en un enorme moño de áspero pelo negro y sus caderas, se balanceaban con ritmo afroamericano. De sus marmitas salían unos sabores exquisitos y los niños gozaban de salud eterna. Crecieron como sólo ella, podía hacer crecer a quienes se prendían a sus milanesas, a su puchero o a su pasta con queso.

            Todas las tardes salían a comprar al mercado “La Pirámide” los alimentos frescos que María preparaba para esa familia que crecía a su sombra. Tenía más poder que todos los adultos de la casa. Un día se plantó frente al patrón y le comunicó que iba a tener un hijo. La joven señora de la casa, escandalizada por lo inapropiado del ejemplo para sus hijas, le propuso al marido despedir a la “cocinera”. La triste confusión de la señora Nenuca, fue mayúscula, cuando el marido prefirió a la empleada. ¡Nadie cocina como María, ella se queda!

            Así fue aumentando la panza y el descontento de la patrona. Un día le preguntó ¿quién era el padre de ese niño? A lo que María le dijo no saber bien, ya que el amor no tenía nombre ni apellido, para ella. La joven patrona se desmayó y el esposo, ofuscado le discutió por lo inoportuno de su pregunta. Enojada la señora de la casa se encerró y no habló por varios días con nadie alegando terribles dolores de cabeza, hasta que por las inquietas necesidades de los hijos, siete en total, tuvo que salir y enfrentar la realidad. La cocinera ya estaba a término y ella que no sabía cocinar, se sintió acorralada.  En medio de las disputas familiares, nació el pequeño Lorenzo, Lolo para todos los de la casa que lo “adoptaron” como hermano. En la casa jugaba con los hermosos juguetes que compraba el “doctor” en Gat & Chaves para todos los niños de la casa; tanto lo mimaban, que llegaron a sospechar del señudo dueño de casa. ¡Pero no! Puras habladurías de barrio, él, amaba a su hermosa mujer que no sabía ni freir un huevo… y adoraba a los chicos. ¡Pero más le gustaba comer bien! A pesar de los celos de  Nenuca, la casa se llenó de risas y chanzas por el chiquilín. Nunca se supo quien era el padre del Lolo, pero María siguió siendo la “reina de la cocina”. Dos reinas no pueden

 

“TIENDA LA “BELLA DAMASCO”

  

            Don Saleb Chalaide, había llegado desde medio oriente buscando a unos primos que nunca encontró. En la calle Infanta de San Martín, pudo comprar una vieja casa de adobes y en el frente, con las monedas de oro que le dio su madre, armó una tienda, donde comenzó a vender lo que conseguía en los mayoristas de Buenos Aires. Mercería, ropa de niños y telas. ¡Todos los precios incomparables! Su fino bigote y sus oscuros ojos musulmanes se perdían en las miradas de las pocas niñas que entraban a comprar. Nadie permitía a sus hijas ir al negocio, sin estar acompañadas por una chaperona. Él, era un hombre joven sin esposa y resultaba peligroso, pues atendía con especial cuidado a las mujeres jóvenes y lindas. Era un soltero sin familia. La soledad, a Saleb, le pesaba y trataba de conquistar el afecto de las señoras del barrio, dando cuenta corriente y crédito. Soñaba con tener una familia. Soñaba con la compañía de una muchacha, apasionada, que le llenara la tienda de niños. Pero su poco conocimiento del idioma y costumbres, lo hacían sospechoso para las madres de hijas casaderas. Muchas jóvenes del barrio, eran hijas de italianos o españoles, y él, era un “moro seductor”. Un día, a la siesta, sonó la campanilla que anunciaba la presencia de un cliente. Cuando salió de su intimidad de la trastienda,  se enfrentó a la mujer más bella que jamás viera. Regordeta, bien alimentada, como a él le gustaba, con un sobrio vestido de seda negra, señalaba el luto riguroso por el que atravesaba la muchacha, de alrededor de treinta años. El corazón del tendero se aceleró, miró los senos opulentos que empujaban la tela fina de la blusa, despertando el apetito adormecido de Saleb. Ella lo observó con discreción sopesando al hombre. Vio oro en sus dientes y en sus dedos, y mucho dinero en la caja de zapatos, donde guardaba los billetes de las ventas. Codiciosa miró el físico del joven moro y se imaginó en sus brazos. Leía folletines donde se contaban historias de oriente y supo que ese era un “hombre” para ella. Sensual, seductor y educado, Saleb, le sugirió que comprara sin cuidado, que tenía crédito. Sin mediar demasiadas palabras, la joven, pidió lienzo y tintura negra para teñirlo. Las manos hábiles de Saleb, extrajeron las mejores telas, ofreciéndole géneros adamascados y suaves, que ella aceptó mientras le relataba que su marido había muerto de tuberculosis hacía un año atrás. Saleb, acomodó los rollos y cortó sin medir ni la tela ni las consecuencias.

            Todas las tardes por una causa u otra la  Gregoria Fredes, entraba a la tienda y se quedaba charlando horas. Crecía el deseo primitivo de ambos. Primero fue un té de menta, luego algo de quepi, más tarde cordero adobado... así un buen día él, le propuso casamiento. Sin dudar un minuto ella aceptó.

            Dicen que el bueno de Saleb, cada día reprocha a Alá por esa mujer que lo vuelve loco hablando todo el tiempo a los gritos, que nunca le dio un hijo y le quita todo el dinero que gana en “La Bella Damasco”.

 

LA FLORISTA

 

                        La Fidela Quispe tiene un puesto de flores junto al monumento de Fray Luis Beltrán. El Tajamar está siempre lleno de agua color café con leche y ella se agacha para rociar las flores con el agua musical. Con su pollera multicolor desparrama alegría. Junto a su puesto de flores hay uno, de un tal “Mismicho Coque”. El hombre es silencioso y de muy mal carácter. Siempre pelea por todo y en especial desprecia a las mujeres. La Fidela ni le habla y eso lo saca de quicio. Su kiosco está siempre lleno de clientas que compran en el mercado “La Pirámide” y lleva buen dinero a su casa. Una tarde de zonda, la Fidela por sacarle las espinas a unas rosas se provoca un tremendo corte en la mano derecha. Cuando va a meter la herida en la acequia para lavarse la sangre, el hombre se arrodilla y con fiereza lo impide. La mujer asombrada no sabe qué decirle. Él, corre a su chata y la empuja para que suba. La lleva al hospital donde le ponen varios puntos. Ahora el puesto de flores es el doble y la Fidela luce en su espalda, un niño igualito al Mismicho Coque. 

 

LA SOMBRERÍA DE LA ALAMEDA.


                        En la tienda de Israel Blisman se colocó un cartelito que decía: “Se necesita sombrerera”. Pronto fue necesario sacarlo. Llegó hasta allí, una muchacha frágil, de nombre María de la Consolación Fernández, quien fue contratada de inmediato. Se sentó frente a una mesa de roble lustroso, para armar sombreros todos los días, con el mismo entusiasmo de quien crea una obra de arte. El cabello oscuro y sedoso, los ojitos marrones como ratoncito asustado le daban un aire de muñeca de trapo; pero, día a día se fue haciendo imprescindible para el viejo Israel. Cada mañana cuando arribaba, se sacaba unos horrorosos guantes verde brillante, colocaba su sombrerito de topé negro y su abrigo de pésima confección, en un enorme perchero. Poniéndose un delantal de griseta. comenzaba la tarea. Al ángelus se persignaba y rezaba, pues, educada en la “Misericordia”, sus oraciones eran impostergables.

                        Una tarde sonó la campanilla del cancel y asomó la enorme nariz un joven. Era Moisés Swoulesk, sobrino del dueño de casa. Los enormes ojos azules de Moisés, penetraron los dos puntitos marrones de la muchacha y se desplazaron airosos en su alma. La carraspera furibunda de Israel, interrumpió el descascarado contacto de miradas. Moisés comenzó a saludar mientras se sacaba la kipá y se acomodaba los peiots entre las orejas, que llenas de sabañones, parecían dos floreros. María de la Consolación siguió cosiendo las cintas de seda en los sombreros. Observaba asombrada el cuerpo masculino de recién llegado. Los fuertes hombros indicaban una gran personalidad. Moisés ingresó en la trastienda donde comenzó un diálogo con la tía,  en el idioma de los viejos, incomprensible para la muchacha. La conversación subía de tono y llegaron a gritar. Ellos hacía años habían huido de Polonia y se habían instalado en ese barrio conspicuo de Mendoza. Cuando salió saludó amablemente deteniendo su mano en el hombro de la joven, pero la mirada torva de Israel, ya se sabe, el tío, lo hizo que la retirara rápido. Salió apresurado, haciendo caer un maniquí con un sombrero de plumas azules.

                        A las ocho y media de la tarde, la sombrerera se colocó el suyo, el abrigo y se envolvió las manos en los guantes verdes. Sacando de su bolsillo unas monedas salió, saludó brevemente y cruzó la calle. La parada del tranvía estaba casi en el frente de la vidriera del negocio. Se apostó al lado de la gente, que como ella, esperaba. Subió saludando al boletero, conocido ya, que le dijo un piropo. Junto a ella, casi inadvertido, ascendió Moisés, quien a empujones, buscó sentarse junto a ella. La sorpresa fue mayúscula para María de la Consolación. Quedó muda. Él, comenzó a charlar. “Buena y mansa como fruta madura”, era la mujer que soñé. Pero cuando llegaron a la parada del tranway, que estaba a tres cuadras de la casa donde vivía con sus padres, los nervios la traicionaron. ¿Qué diría el padre tan exigente y celoso? Llegaba con un joven extraño, con rulos que caían sobre los hombros y con un sombrero negro que le oscurecía el rostro.

                        Caminaron hasta la verja y él, abrió la portezuela dando paso a su esperanza. Ella, trémula, puso la llave en la cerradura y sintió que dentro de su casa, se crearía un escándalo. Su padre leía “La Libertad”, el vespertino, sentado en el sillón junto a la única estufa que poseían, y su madre, en la cocina, manipulaba platos caseros. Un perfume de lentejas con panceta y chorizos colorados, les propinó un golpe bajo. Sabía que a los ortodoxos judíos, les está prohibido comer alimentos con cerdo. Don Israel, se lo había contado. Por lo que esgrimiendo una excusa le pidió que se fuera. Él, le besó la mano a la madre, le dio una palmada al padre y se demoró en la piel del los dedos lívidos de la niña. Un guante, sacado con apuro había rodado sobre la pequeña alfombra y él, lo había tomado. La kipá se había deslizado de la cabeza y ella en un intento de evitar comentarios la alzó. Salió Moisés apurado. En la manito de la sombrerera quedó aquel símbolo de su enamoramiento.  Antes de partir, en la verja, Moisés le tomó el rostro y la besó, con ternura y pasión, diciéndole palabras de amor.

                        Cuando llegó al negocio, al día siguiente, el patrón la miró esquivo y no esperó comentarios. Moisés no volvió nunca. Ella esperó. La señora Rebeca le contó el secreto; le dijo, que después de aquel día, a él, lo habían obligado a viajar a Buenos Aires. Se había casado con una muchacha de Villa Crespo, heredera de una gran fábrica a la que lo obligaron a desposar.

                        Los años para ambos fueron atravesando sus historias personales. Interesantes para él. Apenas relatables para ella. Un sin fin negocios y vivencias diferenciaron sus vidas. Él, creó un pequeño imperio económico. Una familia obediente y llena de viajes por el mundo, que llenaban de alegría el rostro del hombre padre. Su bella casa en donde se festejaban los recuerdos, Bart Mitz Bat y Años Nuevos; brillaba con el color de una familia con esperanzas en la inteligencia de los hijos que llegaron a completar las expectativas de los ancianos abuelos.

                        María de la Consolación, siguió en su ensoñación dando todo de sí. Cuidando a sus padres y los siete sobrinos que alegraban el pequeño hogar obrero en la tierra de los sismos. Callada y simple como un pajarito de campo cantaba en su mesa de trabajo, sin cambiar su peinado ni su figura delgada y pálida.

Cuando Moisés camina por la calle Canning o cierra algún negocio difícil, saca y acaricia un pequeño y horroroso guante de lana verde brillante. Recuerda a la bella cristiana que iluminó su juventud y el sueño de un amor verdadero.

Ella en el corpiño tiene una pequeña kipá con una dorada estrella descolorida. Y cubre sus canas con el viejo sombrerito negro de topé, que él le sacó una noche, antes de darle el único beso de amor, que recibió de un hombre.

                       

 

UNA MADRAZA

 


         Esta vez lo haré sin mezclar las pasas con el alcohol” – dijo la cocinera mordiéndose el labio y miró por la ventana hacia el jazminero. El día jueves anterior, había encontrado a Amiela debajo de los jazmineros del jardín bajo el efecto de una terrible borrachera. ¡Esa mujer, su ama, estaba pasando una terrible depresión! Cuando Javier se fue a  Punta del este, ella se derrumbó. Cada mañana despertaba con terribles jaquecas por la bebida, que desparramada en la alfombra, denunciaba su impotencia.

             La vieja cocinera tomó la determinación de investigar con quién había viajado el hombre. Supo por Fermín, el chofer, que lo había llamado el gerente de la empresa desde allí, el Uruguay, por un encuentro con inversionistas chinos, que no querían ingresar al país. Así, ella, Amiela, pensó que él, había huido con alguna fémina. Hizo unas llamadas secretas al hotel donde se alojaba su muchacho ( ella lo había criado desde pequeño) y luego de una charla bien clara, se comprometió a hacer lo que debía.

            Cada día, Amiela, buscaba en cada rincón de la casona una botella sin encontrar nada. Su samaritana, estaba despierta a las necesidades de la joven mujer. No fue fácil impedir que bebiera. Era una adicta. El socio, Fermín, no malograba el esfuerzo. Unos días más y llegaría el amante esposo. Era cuestión de resistir.

 

¡POBRE JÚPITER!


 

En el silencio de la noche solo se oía el lejano ladrido de los perros. La luna estaba apenas dibujada tras una enorme trama de gasa grisácea de nubes. Se movían las hojas de los enormes eucaliptos entre la mala hierba que taponaba el sendero por donde cientos de pasos, había abierto antaño una senda irregular, irrespetuosa. Trepidaban los pajonales con un viento frío y desordenado que circulaba como una calesita de tamaño gigante.

Hacía frío. La noche se dispersaba con perfumes y olores de las alcantarillas abiertas para drenar el agua de las lluvias sempiternas. No se veía un ser humano desde donde esperaba Artemio el sulky de Fresneda que tenía que acercarlo a la funeraria. Tiritaba y se apretaba las manos contra el pecho derrotado por la tristeza y la furia.

A lo lejos vislumbró una breve luz agónica que se movía por lo que alguna vez fue un camino. Los caballos resoplaban por el aire húmedo y el viento. Seguro que se morirían de frío si no le había puesto la capota. El chambergo y el poncho de lana de vicuña, que le había regalado su padre hacía muchos años, ya no tenía ese apretado tejido de antaño. Mucho uso y poco cuidado. Se agachó para avistar mejor debajo de la niebla que ascendía de la tierra hacia los plátanos y eucaliptos.

Ya cerca, pudo ver bien a los caballos y al hombre que se envolvía en un enorme poncho negro. Una boina le cubría la cabeza despejada de pelo hacía tiempo. Sonreía. Su boca era una enorme tronera oscura sin dientes y su nariz filtraba un lánguido jugo acuoso y desagradable. ¡Qué frío de mierda, suba Artemio! De un salto se sentó junto al hombrazo.

Día infernal para este trabajo, dijo mirándolo de reojo. Parece que todo está hecho para hacerme sentir un pedazo de nada. Y usted, Fresneda, tener la cordial ayuda de llevarme. Algo se movió debajo del poncho del vecino. ¡Eh, viene con compañía! Y mitigó el sonido el chasquido de unas ramas que se derrumbaron frente a los caballos.

¡Parece que la muerte nos está buscando! La cabeza peluda de un perro sin estirpe, asomó debajo de la prenda negra. ¡Ah, Júpiter, volvé a tu lugar! Y empujó con fuerza la pequeña cabeza del cachorro. No me lo puedo sacar de en sima. Es de la patrona, pero me sigue a todos lados. Artemio, suspiró y se acomodó mejor junto a Fresneda. ¡Lindo amigo!

De pronto... detrás de una planta de granado, saltó un aguará guazú y le hincó el diente al perro El grito rompió la noche. Y un ronquido lastimero se desparramó por el sulky. Júpiter, adonde te lo llevas, maldito animal... devolveme al cachorro. ¡Qué puta suerte! Justo a nosotros y en esta noche de infierno. Los caballos siguieron galopando con una rapidez de locura. El miedo se trepaba por la ruedas del pequeño vehículo. Los hombres, se apretujaron bajo las prendas oscuras y el látigo sonaba y restallaba para azuzar más a los pobre animales. A lo lejos bajo un charco de sangre tibia quedó Júpiter con sus miembros rotos por la mandíbula fuerte del felino.

¡Mire que raro, estos andan de día y no en la anoche! Pero ya estamos por llegar. A lo lejos se veía el lugar donde velaban a la mujer de Artemio.  Era una noche larga por delante. El campo santo no recibe a nadie a estas horas del día y menos con este clima. Y se dejó ver en Artemio una lágrima fría que corría por las arrugadas mejillas del hombre, Fresnedo se caló aun mejor la boina, no fuera que lo viera llorar su compañero. Pero él lloraba por su querido Júpiter. 

UN MÚSICO LLAMADO VALERIO


 

                               SEÑOR MINISTRO TENDRÉ EL HONOR DE INTERPRETAR PARA USTED LA SINFONIOTA: EL AIRE ENTRE LOS ÁLAMOS.

 

 

            El artículo del periódico solicitaba un músico con experiencia en piano. No explicaba para qué tipo de tarea era el llamado. Daban una dirección en plena ciudad y en una calle poco concurrida. Zona de bancos y empresas navieras.

            Hacía dos semanas que el había terminado sus giras de conciertos por pueblos del interior. No que ría volver a esa vorágine de ir de hotel en hotel de teatros buenos a lugares húmedos y destartalados. ¡Odiaba ser profesor! Los padres mandaban a los hijos creyendo que iban a ser famosos y lo único que conseguía eran peleas, discusiones y malos ratos.

            Preparó un currículo y vistiendo su mejor atuendo se presentó en la dirección que daba el diario. Una fila variopinta de personas, esperaban ser recibidas. Hombres y mujeres. Pero no eran más de diez. Algunas las había cruzado en algún concierto y a otras ni sabía quienes eran. Se tapó la cara con el sombrero lo mismo que un gángster intenta pasar desapercibido. ¡Un poco de pudor le quedaba, después de todo había trabajado en algunos teatros importantes!

            Detrás s e acomodó una joven pelirroja que masticaba un chicle de globo que estallaba en sus oídos como bombitas pequeñas de plástico. No se volvió a mirarla. ¡Debe ser un desastre de poca educación! Se apoyó contra la pared y se puso a repasar una composición que tenía impresa desde hacía varios días y que no había abierto para estudiar. Ella, la joven, comenzó a cantar una balada picaresca y algunos se voltearon y rieron a coro.

            ¿Perdón usted no es el pianista Valerio Antucchi? Él, intentó esconderse. Pero ella insistió. ¡Sí, es usted! Seguro será contratado. El barco zarpará pasado mañana y estará dando la vuelta en un mes y medio. Yo vengo para servir las mesas de primera. Lo vi. en mi pueblo. Me gustó mucho su concierto, mi mamá allí, como nos ve, sabía tocar bien el piano, pero se casó con mi papá; entre nosotros, un desastre de hombre y... adiós piano y adiós vida, para ella y nosotros los siete hijos hicimos lo que pudimos.

            Se abrió una puerta de madera pesada y apareció un hombre de cuerpo atlético, muy tostado por el sol y de voz fuerte. Los que vienen por trabajo de cocina pasen al piso tres, los que vienen como camareros de habitación al piso dos y los músicos al quinto. Todo el grupo ingresó y al quinto solo le tocó a él. ¡Buena señal, tendría una buena posibilidad!

            En la oficina donde ingresó, en medio de una hermosa "pecera" de acrílico ostentosa se veía un crucero en maqueta muy detallada. ¡Esta será su casa! Y como él, era el único pianista que se había presentado quedó contratado. Viajaría por mar y océanos con su música.

            Le entregaron un contrato abierto al que podía renunciar si no quería seguir en la faena. Pero no era un mal presagio. Conocería lugares y gente maravillosa. Con un cheque por una jugosa cantidad de moneda extranjera, tuvo que ir a comprar un atuendo variado y exquisito. Y a las últimas horas del día siguiente subió en la rada por una planchada al enorme crucero. Lo acompañó un joven que le hablaba en inglés. Pronto supo que hasta el comandante del mismo, era extranjero. Pero una vez dentro, en un camarote digno de un jeque se instaló.

            Sintió el ingreso de la gente y el bullicio de las sirenas y altavoces de mando. Y comenzó el suave movimiento del enorme buque. Tenía tres pisos sobre el agua y varios bajo el agua. Además, una zona más elevada donde viajaban los que tenían el mando.

            Cuando le avisaron que debía bajar al tercer piso a cenar, lo hizo bien vestido. ¡Era el pianista del barco! Cenó austero. No podía interpretar su música atiborrado de comida. Y le indicaron el lugar donde estaba el piano de cola.

            Así, noche tras noche paseó por un sin fin de temas de música del mundo. Mientras la gente comía, bebía y charlaba. Indiferentes a su música. Hasta que una noche se acercó un personaje pintoresco. Un hombre de unos setenta años, calvo y con gafas muy gruesas. El bigote afrancesado en sus mejillas redondas. Le dio la mano... regordeta y suave con uñas muy cuidadas. ¡Señor, Valerio Antucchi,! ¿Qué desea que interprete para usted? ¡Soy el ministro de cultura de la isla Feroe, y le entregó una cartulina con su nombre y varios títulos! Me gustaría que interprete " LA SINFONIOTA: EL AIRE ENTRE LOS ÁLAMOS." Y allí descubrió que no conocía esa pieza musical.

            Él, sin desanimarse, le dijo: Mejor hagamos disfrutar a las damas con la "Abanera" de la ópera Carmen. ¿No le parece?