miércoles, 13 de mayo de 2020

UN JUGUETE


Nadie supo como abrió los ojos:
              La casa estaba en penumbra. Una pequeña ventana con la persiana rota dejaba entrar un rayo de luz que inquieto iluminaba aquí y allá según la hora.
              Marcelina se escapaba a distintas hora para espiar por ese ojo de vidrio. Todo estaba sucio y abandonado.
              Su mamá, preocupada, la buscaba pues le habían comentado las vecinas que en la noche se oían voces. Hacía años que la casa estaba deshabitada. Por lo que temía que algún malviviente la hubiera usurpado. Nunca se veía a nadie.
              La niña, que había cumplido seis años soñaba con entrar y revisar cada rincón. ¡Había cadenas en cada puerta con su candado enmohecido, era imposible!
              Una mañana muy temprano la luz del sol iluminó un rincón que había permanecido oscuro. Allí Marcelina vio un muñeco de aspecto singular. Su piel de durazno apenas pintada y su pelo y barba de lana rojo le recordaba a un personaje de su cuento favorito. De inmediato quiso poseerlo. ¿Cómo entrar? Buscó a Rulo, su vecino. Su mamá le tenía prohibido jugar con él, porque era algo grosero y hacía cosas feas. Además se comía las uñas. Rulo se interesó de inmediato. Saltó la pequeña verja. Merodeó, tanteó, golpeó y rebuscó un lugar de fácil acceso. Nada. Tomo su mugrienta gorra, envolvió una piedra y la estrello en el vidrio.
              Por allí entraron ambos. Marcelina se hizo un tajo en la pierna. Le salía mucha sangre. Tomó el muñeco que ya en sus manos le pareció grotesco y desagradable y se desmayó.
              Cuando la mamá llegó y pudo entrar la alzó en brazos, intento Salir por algún lado y no pudo. Grito hasta sofocarse.
              Rulo avergonzado le contó a su abuelo, que llamo de inmediato a los bomberos. Al romper la puerta se sorprendieron con la imagen. Madre e hija ensangrentadas apretaban al muñeco que servía de tapón a la herida.
              Nadie supo como abrió los ojos la pequeña Marcelina para que no le quitaran su nuevo juguete.-


sábado, 9 de mayo de 2020

OLVIDO




Para transitar en nubes de esmeraldas
la calle silenciosa que recibe tus besos
como milagro antiguo de cada promesante.
¡A viva voz te invoco, te beso entre las nubes!
Enamorando estrellas, amigo de mis días,
llenando mis tardes de recuerdos tibios.
Recuerdos con sabor a manzana.
Con perfume a sonrisas,
que fluyen en una ola de pétalos de rosas.
Se cubre mi sonrisa con nubes de rocío.
Palabras de ternura y de algazara,
un ritmo de palomas te busca entre la bruma.
Mi piel se desespera por caricias de alas,
mi cuerpo será un arco con flechas de colores
Mirada novedosa. Tu mirada.
Recupero el desencanto. Balbuceo. No existo.
Ya he guardado una marca de aromas de violetas.









NADELIA, EN APUROS



Nació en una familia de clase media. Padre médico, anarquista. Su madre, socióloga, culta y refinada, seguía a su “hombre” con afán irrestricto. No querían hijos. Un extraño juego del destino hizo que en unas vacaciones engendraran un ser humano. Los llenó de temor y angustia. Ellos sentían pánico de perder la libertad. Abrumados pensaron en matarla o dejarla en la puerta de cualquier edificio. No tuvieron valor, eran muy cobardes.
Celosos de su autoestima y desarrollo personal sólo pensaban en cuánto les costaría cuidar ese  con su pseudo mamá.
Sólo le faltó un padre y una madre. Ni bella ni fea, la pequeña se crió con ideas extrañas a la de sus progenitores. Se transformó en Testigo de Jehová y salió casa por casa a mostrar la palabra. Un día golpeó en una casa bellísima, enorme y lujosa. Salió un hombre envejecido por el sol que lamía cada semana en su embarcación lujosa y tras él, salió una mujer embellecida con un sinfín de operaciones de rejuvenecimiento. La miraron extrañados y casi le golpean la cara de un portazo; pero los detuvo una medalla que llevaba sobre el estricto suéter negro. ¡Nadelia! Hija.
La joven salió corriendo y tras ella la pareja que intentaba atraparla para hablar. Ganó la muchacha.
Se refugió en la pequeña casa donde su “madre” la abrazó con ternura y dijo: Unos locos gritaban que eran mis padres. Si tú  me encontraste en un basurero, Si eres mi ángel custodio. Si… ¡me amas?   

EL HERMANO




“Sobre el vidrio de la ventana cada mañana aparecían las huellas grasientas  de unos dedos. La hermana del muerto, mirándolo allí, en la cuneta dijo: - No tuviste, hermano, ni tan siquiera una limpia muerte- y se secó el sudor con el delantal de la cocina, que hacía tiempo usaba.
Eloisa caminó unos pasos en el callejón ahora poblado de curiosos. Esa noche, el “Pardo Ortega” lo vino a buscar para ir al boliche. Fue. Lástima de destino, porque el Lucho era un tipo simple, callado y trabajador. Muy sombrío, si, por ser analfabeto. Pero un hombre bueno. Todos por ahí lo querían.
La muchacha, que lo crió desde chico, sabía que era incapaz d pelear a cuchillo, como decían los mirones.
Esa mañana ella miró la ventana y no había huellas de dedos grasientos en el vidrio. ¿Quién era ese fantasma infernal que se había evaporado entre los olivos?
Vino el Oliverio y le puso en la mano un fajo de billetes. No los necesitaba. Ella y su hermano eran cosechadores y concientes de que no tenían que tirar la vida en chucherías. Pero el hombre insistió tanto que guardó en el bolsillo del delantal el fajo. Cuando pudiera se lo regresaría.
La gente de bien y de palabra no se queda con dinero ajeno. Para eso vendía unos cerdos o una vaca.
Lloró. Sola en el mundo ahora, buscaría la forma de irse a la ciudad y emplearse de mucama en cualquier casa que encontrara. Luego vendería la finca del abuelo gringo. Y entonces, conoció al inspector que vino a cargarle la culpa de lo de su hermano. Le fue creciendo una rabia enorme. El Lucho no se merecía que pensaran que ellos eran malos.
El tipo la miró con lascivia, pero astuta como buena campesina, le dio la espalda. Llamó al Oliverio y le pidió que presenciara el interrogatorio. El hombre preguntaba si tenían deudas de juegos o de trampas con las ventas de los olivares. Muda, miró de frente a los ojos oscuros y morunos del inspector. Afrenta a mi hermano difunto y a mí, le dijo. Somos gente de bien.
Pasaron los días y otra vez aparecieron los dedos grasientos en la ventana de la cocina. ¿Un fantasma o un ánima?
La madrina del Lucho vino con una noticia: ¡Sabés Eloisa, que el Lucho tiene un hijo? Ayer lo conocí en la parada del micro que va para Paredita. Es de la Mireya, la gorda pintada que se metió en el catre a tu difunto hermano. Para mí que fue ella.
No, yo lo sabría. El Lucho no me escondía nada.

EL PESCADOR




Una cárcel de espinas incrustadas en la memoria de un muchacho que tiene que pescar.
La tarde calurosa amenazada una noche plagada de estrella. Él, se sentó sobre la madera húmeda y caliente. Sacó una pipa y prendió un perfumado sabor de chocolate. Su tabaco amigo de la soledad. Miró tras sus pupilas nubladas  por la luna y suspiró cansado. Terminaba un día y el mar calmo no llenó el vientre hambreado de  su barca. Poca pesca. No había viento y el poco que rondaba su bote, no permitía que se alejaran de la costa donde seguro se apretujaban los peces.
Un olor penetrante de sal y pescado hería a los hombres silenciosos en sus bancas. El sol se escondía con esfuerzo tras la pequeña colina en occidente, dejando el cielo con un color de sangre seca. De muerte antigua. Un pescador comenzó a canturrear un triste sonido. Otro tomó un sonido de belleza inexplicable en esa rústica vida de sudor y fuerza.
El muchacho se acomodó. Cerró los ojos y dejo vagar la mente en los recuerdos. Laberintos de historias avidas que  regresaban como pájaros.
Recordó a su abuelo que le enseñó los juegos de la infancia, recordó la brava tormenta que se tragó con furia el barco de su padre.
Cerró los ojos y aspiró profundamente la sabrosa pipa. ¡Una mujer! Pensó en la muchacha de sus sueños. Era altiva la tonta, lo miraba de lejos como para que no se atreviera a buscarla. Pero siempre pasaba cerca del muelle con la pollera de color mostaza y flores rojas. Revoloteaba el cabello sobre su espalda como alas de gaviotas en danza de apareo.
Una nube comenzó a avanzar sobre el mar y se puso oscuro y sombrío. Sopló un viento enérgico que atormento el madero, tuvo que bajar las velas y remar brioso. El agua le mojaba el rostro. A lo lejos la vio con una lámpara encendida. Era ella que lo guiaba a la costa. Las olas lo tapaban. Siguió peleando. Ella lo estaba esperando, no podía fallarle.


LA PLAYA


 Esa playa está desierta entre milsagros dormido

olas de sangre celeste se trepan



en sus orillas.
Esperan unos pañuelos de adioses
imperceptibles.

Cuando tu barca de ámbar
atraviese mi campiña tormentosa
desplegando velas níveas
buscaré en mi vientre ausente
un beso...sin despedida.

La playa donde camino arenando
el desconcierto.
Busca en mis acantilados de sueños
sólo respuestas.
Tiernas sombras agridulces que
invadan nuestros acuerdos.

Cuando arribes en la noche apeándote de
tus miedos.
No habrá mieses inmaduras
ni luna escarchada, quieta.
                   La misteriosa agua clara, espejará
el rostro de la sirena,
 Un magnífico unicornio
 espiará nuestro encuentro.

Echaremos a volar sonidos de amor al viento.
                                                   

OTRA POESÍA


¿QUIÉN PODÍA EXTRAÑAR EL BESO DE LA LUNA?

Y fue en la noche
que cayó una lágrima sedienta de simpleza
cuando un murmullo de acequia adormecía
el suelo y
la canción trataba de soltarse.
Nadie escuchó la caída desde el sueño.
¿Quién podía extrañar el beso de la luna?
Si en cada estribo de sus besos
queda una astilla que se arquea hacia lo
infinito del silencio.
Una lágrima
cayó sobre el corazón alterado de tristeza
y allí
creció con un dolor plateado
con pétalos de ámbar
fue
un dolor nuevo, noble, saturado
de perfume a violetas
cargado de prestigio
solidario con estrellas dormidas.
Un dolor
que se agitó sorprendido
con los sueños aciagos y
mañana
tal vez mañana, frutecerán las manos
dejará que crezca un mundo de arlequines
arropados saltarines de colores vistosos
carcajadas de niño, esperanza.
Ahora cierra la noche una guiñada fresca entre las nubes.
Ahí te escondes
con cada párpado cerrado de la luna.