lunes, 28 de abril de 2025

¿QUÉ QUERÉS CON ESE LORO?


 

Escuchó la frenada de la chata del “Mingo”. Siempre terminaba el recorrido a las cuatro de la mañana. ¿Qué había sucedido ese día, si apenas se oyeron las once campanadas de la iglesia de La Merced?  La Tona no tiene reloj, pero sabe por el sonido metálico de la parroquia cada hora, media hora y cuarto que pasa el tiempo y tiene que terminar el alto de planchado para los patrones. ¡Algo pasó!

El griterío de los vecinos alertan que hay un conventillo quemándose a dos cuadras. La Tona se persigna y eso que ella no es muy religiosa. Cree en Dios, en la Pilarica y algún santo pero toda esa cháchara de misas y romerías no le gustan. Allá en su patria, mataron muchos curas y monjas los “rojos” y muchos se lo merecían, otros no. Las viejas que cuidaba los enfermos y rezaban en los funerales, no eran tan malas como otras que corrían a los chicos cuando pedían “medallitas o estampas de santos”. Siempre con esa de que no tenían ni un duro…y cuando abrían las iglesias había unas copas de oro o de plata llena de brillo. Su padre era un demonio hablando de ellos y blasfemaba. Su madre, pobre, siempre de rodillas le rogaba que no lo hiciera, que le mandaría un accidente o alguna maldad el demonio. Pero él, no creía en eso. Hasta que un día golpearon a la puerta de la casa y le dispararon dejándolo sobre un charco de sangre muy oscura que se desparramó por las piedras de la callejuela donde vivían.

Su madre se quedó viuda con diez hijos y mucha hambre. No le hicieron nada, vino Don Antonio, el patrón y se hizo cargo de su padre y de nosotros por unos meses, mientras conseguía sacarnos del pueblo. Así llegaron a la América. Allá se quedó Toñito, Andrés y Picurri. Las mujeres a Buenos Aires, a un conventillo y a trabajar de lo que viniera.

Ahora se escuchaban las sirenas y los frenéticos silbatos de la policía, no podían con el fuego que se estaba extendiendo hacia el sur.

Sintió el ruido de los tachos con agua y arena y al Mingo ayudando. Trajo una familia de rusos que se habían quedado sin nada, los trajo con lo puesto. Y la pena me achicharró el corazón. Me acordé de mi pobre madre cuando comenzó con la tos y la sangre. Escupía sangre. Hasta que la internaron y al poco tiempo murió. El médico me dijo que era por tisis y que esa “santa mujer” se había consumido casi sin comer para que nosotras comiéramos algo. Así fue que crecimos flacas y pálidas como los fantasmas, pero cuando conocí a Mingo, que trabajaba en la Feria Grande, comenzamos a comer bien y algunas de mis hermanas, engordaron tanto que hubo que coser ropa para ellas. ¡Qué porquería? Si, una marranería, porque no le conseguí novio a Dolores ni a Jacinta. Mingo que es un padre para nosotras, las puso a trabajar en unas casas muy grandes del norte de la capital y con cama y todo. Allí comenzaron a adelgazar y se pusieron mejor. En verdad que no eran feas. Dolores se casó con el lechero y la Jacinta sigue solterona, pero esa me parece que anda en algo raro con el hijo del patrón.

Un alfeñique que la lleva a las milongas a bailar “tango” y ella contenta. Se viste con una ropa muy impúdica. ¡Si la viera mi madre, le daría de golpes…! La oyeran cantar… sabe todas las letras y se para como la Tita Merelo.

¿Me pregunto qué voy a hacer con esta gente? Abren esos ojos de cielo como si me los fuera a comer. Mejor les doy de cenar y un buen puchero les calma esa mirada de terror. Mingo trae un cura de La Merced y él, me promete que los va a ayudar. Hay almas buenas, dice. Los mira comer y se le frunce el seño, claro, tenían un hambre como cuando estábamos en la aldea. Luego les habla en un idioma que yo, ni pá.

Salen con él. Y yo le doy unos billetes, pocos, son mi paga de la ropa que lavé ayer, para lago servirá. Me besa la mano, el hombre de ojos tristes y la mujer también intenta, pero yo la escondo y les digo chau. Lléveselos señor cura. ¿Adónde los lleva?

Los manda por tren a San Juan una provincia del interior y me cuenta que es apreciada a mi tierra. ¡Qué dicha! No hay como la tierra de una, pero el Mingo quiere vivir acá. El trabajo y sus amigos están en esta zona de conventillos. Se escucha en la radio un tango. ¿Qué querés con ese loro? Y me doy cuenta que los que se fueron con el cura se dejaron olvidada la jaula con el loro… y ahora me doy cuenta que canta igualito que mi hermana la Jacinta.     

YO NUNCA CIERRO LAS PUERTAS

 


 

Yo, Marisa Montiel quiero contar lo que me sucedió aquella tarde luego de empujar la puerta azul. Había llegado del teatro. Era casi la media tarde y el clima tan benigno como hacía tiempo no se vivía. Dejé mi abrigo, liviano para la época, sobre el sillón. Allí pude ver la luz por primera vez. Era una pequeña luz, que se filtraba desde la habitación de Juanca. El, hacía  ya varios meses que había partido hacia Calcuta. su búsqueda espiritual, luego del “suceso”, lo había  inquietado al punto de dejar su trabajo , novia y amigos. La puerta estaba entre abierta, pero sólo se alcanzaba a ver desde mi punto de visión, por el pasillo recién iluminado por la luna que ya se vislumbraba, una hendija con una tenue luminosidad rosa pálido. Una música muy suave que provenía de alguna casa de la vecindario, hacía más cálido el círculo de mi emoción. Yo se, que él, está muy lejos con su alto y desgarbado cuerpo. Su cabello largo y apenas ondulado que cae en una coleta trenzada en su espalda; acostumbrada a ser mi respaldo desde la infancia. ¡Lo extraño! Y hoy, después de haber participado de esa obra de teatro tan profunda necesitaría sentarme con él. Hablaría horas. Sus manos cálidas jugarían con mi cabello y me explicaría cada palabra de esa puesta esotérica... la luz se aclara. La puerta se abre lentamente y me ofusco... él, Juanca está aquí. No, físicamente. Es su espíritu, que yo he llamado con mi mente. Viene para acompañarme en este momento de extraña visión, su luz se aquieta. Se detiene. Mueve mis cortinas y mi ropa. Ya ha oscurecido. Siento que se acerca y me toca con sus manos insustanciales; hincada en la alfombra, la luz... su luz, penetra en mí. Entiendo el mensaje... la paz inunda mi corazón. Soy feliz y espero. “Hermano estás acá”. Entonces siempre que te necesite se que vendrás... Saben... aprendí desde entonces a no cerrar las puertas jamás.

HISTORIA DE UN OLIVO


 

            Un día de pronto sentí una luz potente que atravesaba mi débil cuerpo. La tierra a mi rededor era fértil y húmeda. Algo extraño fue ver muchos como yo, en distancias cercanas. Supe por el comentarios de unas plantas de alcaparras que ese calor venía de una estrella llamada sol y que en ciertos momentos desaparecía y hacía frío y una nube dejaba su rocío en nuestro cuerpo, por entonces pequeño. Crecí y me fortifiqué. Di frutos que me arrancaban felices unos hombres rudos y musculosos que hablaban un extraño idioma. Con el tiempo aprendí a escucharlos y los entendía. Supe que vivíamos en una isla rodeados un mar azul brillante.

            Pasaron años, esos hombres se fueron yendo y mi cuerpo cada vez era más fuerte y me sacaban más frutos, aceitunas que a veces eran verdes o las dejaban madurar y eran negras. Ellas arrugadas como algunas partes de mi cuerpo. ¡Me cuidaban mucho!

            Pasaron muchos años. Y fueron sacando compañeros míos para hacer caminos y casas de piedra y cal, tan blanca que cegaba. Había otros seres diferentes. Yo seguía con una vida rutinaria, envejeciendo solo.

            Cerca de mi espacio, una mañana, en un extraño espacio con baranda de mármol la vi. Ella.

            Una mujer tan hermosa como las estrellas en las noches de calma. Vestía una hermosa ropa de tela suave y de color vino, ese que bebían los hombres en cántaros cuando me sacaban los frutos. Su larga cabellera parecía el ondular de las aguas del mar, pero eran de color oscuro y brillaban como el cielo nocturno con tormenta.

Me miró un breve instante y la vi como me sonreía. ¿Era un afortunado! Yo olivo viejo atrayendo la sonrisa de una bella mujer humana.

            Todos los días esperaba que saliera y me mirara. Yo hubiera querido tener voz y movimiento en mis ramas para abrazarla y decirle cuánto la amaba. ¡Qué inútil sueño el mío! Un día bajó hasta donde yo me mecía con el aire marino que en ráfagas sublimes me quise mostrar. Ella se acercó a mi tronco y me rodeó con sus brazos. Tomó un fruto y lo llevó a sus labios y saboreó mi jugo, mi entraña de oliva. Me volví loco de amor.

            Pasó un corto tiempo y una mañana que estaba cerca de mí, comenzó el mundo de mis raíces a moverse con furia. ¡Terremoto! Y caían las viviendas y se desplazaban los enormes trozos de la isla hacia el mar, donde comenzó a bullir un fuego enorme. Un volcán emergía del fondo marino. Era un caos. El agua hervía y la tierra se desplomaba por doquier y yo la vi, vino corriendo y se aferró a mi cuerpo. Su cabellera se enroscó en mis ramas y yo apreté mis raíces a lo que quedaba de suelo, gracias a mis años, tenía muy lejos mis raíces y pude sostenerme. ¡Y ella conmigo! Mi amada Briseida se confundió con el verde de mis hojas y pude salvarla. Cuando la tierra dejó de arrastrase hacia el loco mar y el fuego se calmó y el agua lentamente quedó fría, ella, mi adorada se sentó en mis ramas más fuertes y se quedó dormida.

            La isla había quedado desolada y pequeña. Ella, Briseida y yo, el olivo viejo que atrapaba entre sus ramas retorcidas a la más hermosa de las mujeres. Una barca de pescadores la sacaron de mi lado y a mi, me dejaron solo. ¡Solo, pero con el recuerdo triste de mi amor perdido! ¿Dónde estará ahora Briseida? ¿Se acordará de mi? Seguiré mi sueño de olivo centenario hasta un nuevo terremoto me arrastre al mar como una boya y me pierda en el olvido.

PIEDRAS Y CÁNTAROS PARTIDOS

 


Lo nombró por su nombre, lo condenó a la vida.

 

Sólo esperó con desdicha que cumpliera su destino.

 

Lo negó tres veces. Tres veces le preguntó su nombre.

 

¿Me amas Sefas? Te amo, tú lo sabes.

 

No te está permitido olvidar quién eres.

 

Desparramarán tu sangre en cántaros partidos.

 

Y las piedras serán de alabastro y pórfido ígneo.

 

Lo nombró por su nombre, como se nombra a un amigo.

 

Lo negó tres veces y aun, está arrepentido.

 

Muerte de cruz acepta, en manos de su enemigo.

 

Igual, irá calle abajo, con el madero encendido.

 

Su sangre será derramada como el agua de la vida.

MI CIUDAD ES UNA CALLE SIN TIEMPO

 

 

                                                               Me asombra  siempre  despertarme y comprobar                                               que he acertado una vez más con este lugar en el mundo.

 

 

                Mi ciudad es una calle sin tiempo. Puedo caminarla sin perder el ritmo de cientos de relojes y carteles que atropellan la mirada ingenua de la gente. Miro para cada lado y veo una muchedumbre que anda entre músicos callejeros, mimos disfrazados de mil colores y personajes de historieta.

Nací como nacen todos los humanos: débil, chillando y tratando de prenderme a los pechos de mi madre. Crecí con la porfía de cualquier soñador. Tenía que llegar a espacios siderales, a ser un mago de la vida, caballero de extrañas aventuras. De niño troté en animales fantásticos e imaginarios, caminé en desiertos de plantas perfumadas, jugué con campeones que nunca lo fueron. ¡Un loco soñador y arriesgado inventor!

Crecí. ¡Qué pena! Crecí como todos crecemos, golpeándome entre las murallas de las incomprensiones. Yo era el demente. El fantaseador. El embustero.

Me cansé de escudriñar los mundos paralelos y tuve que acomodarme a la realidad de afuera.  ¡Pero adentro de mí…vivía un soñador!

Los calendarios se fueron apiñando entre hojas de papel amarillas y viejas. Por doquier, había plumas y tinta y papel secante que limpiaba mi sonrisa de trashumante. Dormía con presteza. Soñaba y volaba por los mundos más lejanos y dispares. Me encerraba en bibliotecas a transitar las playas, las dunas, las ciudades, los muelles y los trenes.

¡Allí ha vuelto el loco, se decían! El que sube a los más altos estantes de la biblioteca donde se dejan los libros que no lee nadie. Él, los trae y se sienta en el escalón hasta que tenemos que echarlo. Lee y lee. Y se ríe solo y hasta algunas veces canta y habla con las hojas rotas de los que por antiguos se van deshaciendo como “el libro de arena de Borges”.

Me estoy volviendo viejo. Ya las canas han comenzado a poblar mi memoria. Las calles que transito son ruidosas y apestan. La gente no lee, corre sin verme, me atropellan. ¡Pobres gentes! Si es tan bella la acera en otoño. El árbol en invierno cubierto por la nieve. Ver como una suave pelusa de verde primavera se cuela entre el cemento. ¡Y el verano, con el sol que calienta cual infierno del Dante! Pero no, nadie se detiene a mirar.

Vuelvo a mi pequeño mundo familiar y como un plato de legumbres mientras leo a Bocaccio, o a Hernández, tal vez releo a Vallejo y sus poemas. Luego me duermo. Me distraen los trinos de los pájaros que madrugan y llaman a mi ventana, buscando alpiste o carne. Son mis amigos y saben esperarme. Mi ciudad es un lugar sin tiempo.   

CAPTURÓ LAS SOMBRAS DE SUS IDEAS

  

            Se burlaba de los escritores jóvenes. Siempre se sintió algo superior. Había soportado a unos profesores en letras que creían ser Goethe, Joyce y Borges en distinto plano intercelestiales. Eran normales y algunos dejaban mucho que desear. Sólo el maestro Sergio Arguiles les había proporcionado un carácter de excelencia a sus producciones.

            Aprendió a escribir con la fluidez de un especialista, pero no se sentía completo. Le faltaba esa chispa de creatividad, de entusiasmo y algo de magia, que veía en los libros de extraordinarios literatos.

            Desde pequeño había leído profusamente desde los clásicos hasta lo más moderno, hasta se había atrevido con los “anti literatos” y una escuela que rompía todos los esquemas lógicos del pensamiento. Se detuvo. Tomó la decisión de irse a vivir por un tiempo a un lugar alejado de la cosmopolita ciudad y serenarse. Tenía que encontrarse con el ingenio mismo, con la pizca de la secreta belleza. Tampoco quería ser uno de esos que por ser  diferentes escribían mamarrachos o copiaban el ritmo o el lenguaje de los buenos.

            Una mañana salió por una de esas calles apretadas de sombra del lugar donde habitaba y vio un breve cartel que invitaba a tomar “Sidra artesanal”. Entró y lo sorprendió todo lo que allí se podía observar. Antiguos carteles de propaganda, raros aparatos de metal y madera que colgaban junto a cacerolas y sartenes de cobre mustios, llaves y candados enmohecidos por el polvo y el tiempo. Y pudo soñar. Se sentó y pidió una “sidra”. Puso el ojo, justo en el lugar donde su mente absurda comenzaba a transmitirle ideas. Pidió al dueño, hombre de cultura dudosa, papel y pluma. Comenzó a escribir con fluidez y hoja tras hoja, fue creando un mundo de misterio. Había encontrado ese destello interior que esperaba.

            Su trazo imprudente recorrió las páginas con una celeridad inesperada. El hombre, se había parado tras él y leía su trabajo. Su cara se fue transformando. De tranquilo despensero a un cantinero iracundo y fiero. Cuando llegó a la página final de la historia la tosca mano golpeó sobre los papeles con furia. Saltaron hojas por doquier.

            Un hilo de sangre completó las páginas que cayeron lentas sobre el piso mientras escuchaba la voz del hombre que le hablaba de su ira con lo escrito. ¡Era una historia verdadera! Mi vida no se la presto a nadie. Dijo mientras lo arrastraba por el pavimento hacia la calle. “Mequetrefe, capturó las sombras de mi alma en pena”. ¡Devuélvamelas!

            Quedó tirado a la vera de una acera que conocía viejas y notorias historias brumosas de astucias para esconderse de la verdad. Lo último que oyó fue: “Al Carnicero de Riga, nadie lo desnuda”

 

viernes, 25 de abril de 2025

GOLD ¿SOY UN PERRO?

 


 

            ¡No sé porqué me sacaron de las dulces tetillas de mi madre! Mis hermanos uno a uno se iban de mi lado y yo me aferraba a su piel suave y dulce. Unas fuertes manos me envolvieron en un paño de un color oscuro y me pusieron sobre una superficie dura y... ¡Ay, me dolió, eso me dolió! ¿Qué les he hecho? Ahora me ponen en una jaula de color claro y me dejan a un lado en un sillón sin pelos, como el cuerpo de mi mamá.

Hay mucho ruido que desconozco. Me duele todo el lugar donde me pincharon. Mi pobre cola duele. ¿Estas manos tienen un cuerpo grande y hay unas manos pequeñas que me tocan mucho. ¡No me gusta! Parece que me llevan por un lugar desconocido. ¿Mi madre, estará en una caja igual a la que me han puesto a mí? No la veo.

Escucho una voz dulce que le dice al pequeño que va junto a mí: - ¿Cómo le vas a llamar? Y escucho varios: Tommy, Ralf, Duende, Negrito, Gold... ¿Para qué me quieren poner un nombre si yo soy yo? Mi mamá no nos decía ningún nombre, señora no se meta conmigo. Deje que siga siendo yo.

Los ruidos son cada vez menos desagradables. Y ya no hay luces de colores que detengan esta máquina en la que me llevan. - ¡Hemos llegado! Dice el de las manos grandes. Veo árboles y paredes y un enorme portón que se abre frente a la que creo es otra casa. Mi mami vivía en una casa, nos contó mientras nos limpiaba. Y luego la sacaron a una diferente con olores raros y allí, nacimos nosotros. Éramos como... ¡No se contar! Éramos muchos. Pero ella se arreglaba para darnos de comer bien a todos. Se fueron llevando uno a uno. Primero se llevaban las nenas. Según decía la señora de manos verdes que: -¡Son más limpias y cariñosas! Después se llevaron al dormilón. Y hoy me tocó a mí.

¡Me van a sacar de la caja! ¡Opa, estoy en un lugar extraño, huele bien a comida, y me ponen en una especie de colcha color oscuro! - Ponelo en la cucha verde... dice la voz dulce. El pequeño, le dice mamá. Entonces hay otras mamás... y cuánto tengo que aprender. ¡Tengo un sueño...!

Han pasado varios meses, según dice Nino, mi dueño. Él, me cuida y me saca todos los días a pasear. Yo estoy muy feliz, pero extraño a mi mamá y a mis hermanos. La mamá de Nino me quiere mucho. Me da de comer y me peina el pelo que ha tomado un color dorado... así dicen. Es una gente que me está gustando un montón.

Ayer me retaron mucho, me comí un pedazo del oso de la cama de Nino. Y las zapatillas del papá, que estaban debajo de la cama. Pero no me pegaron ni me hicieron nada que me doliera.

¡Ya va a crecer! Eso dicen cada vez que hago algo raro. A veces me voy debajo de una mesa que hay en el comedor cerca del televisor, (eso lo he aprendido de escuchar a la mamá de Nino), muerdo un pedazo de mantel y tiro, me divierte ver cómo se caen las cosas que hay allá arriba. Pero no les gusta, definitivamente no se ríen. Nino lloró cuando me comí sus pinturas de la escuela. ¿Yo qué sabía que se iban a dar cuenta que había sido yo? ¡Se echaron a reír porque según dijo la mamá... nunca había visto un perro tecnicolor! Y no eran muy sabrosas como las galletas que robé de la mesa. Otro reto. Tendré que ser más educado, dijo el padre.

Ha pasado tiempo, me he hecho más grande y he aprendido mucho. En especial me pongo muy nervioso cuando pasa cerca de Nino o de su mamá algún grandote con capucha y manos en los bolsillos. ¡Vi en el televisor, junto a Nino, cómo habían arrollado a una señora para sacarle la bolsa esa que usan las mamás, llenas de cosas!  Y otro día, que fuimos con el auto, eso me lo dijo Nino, a la gasolinera, y vimos a unos muchachones con un palo negro muy ruidoso hacer fuego y tirar al piso a un pobre grande. -¡Cuidado, Gold, (ese es mi nombre) son ladrones armados! Que susto. Mamá salió para atrás y se metió por otra ruta para evitar que nos pase algo. Yo allí empecé a ladrar. Y he visto que si muestro los dientes y ladro muy fuerte, se alejan de nosotros.

Ya los amo. Mamá es muy cariñosa y ni les puedo decir lo pícaro que es Nino y ahora hay otro humano muy pequeño en casa. Le dicen Bebé. Y hace unos días le hicieron una fiesta y ahora la llaman Rosamaría. Debería ser muy limpia, pero se hace... caca y tienen que limpiarla...qué vergüenza. Acaso cuando se llevaban a mis hermanas no decían que eran más limpias. Hay que esperar.

Anoche pasó algo muy feo. Gracias a mi instinto, evité que entraran unos grandes en la casa. Resulta que mamá y grande, con Nino y Rosamaría habían ido a un cumpleaños. ¡No permitían que yo fuera! Mejor, podría comer lo que se me antojara. Pero, siempre hay un pero... en la oscuridad, vi dos luces extrañas y me agazapé, ladré como nunca lo había hecho...y habían roto la ventana del dormitorio de atrás. Caminaban por el pasillo y le salté al cuello a uno de los enmascarados. Me dio un enorme golpe en la panza, pero no lo solté. El otro manoteaba un palo de fuego, pero como se les cayó la luz, no podían verme bien, los seguí mordiendo. Se fueron corriendo.

Cuando volvieron, grande me dijo: - ¡Bravo mi querido Gold, eres un perro muy listo! - Y me llevó a la señora de donde me trajo para que me curaran, estaba herido y me hicieron una curación muy dolorosa. -Me dijo: ¡Soy tu papá desde hoy...! - ¡Me abrazó fuerte como nunca lo había hecho! Ahora tengo mamá, papá y dos hermanos humanos. ¡Qué lindo es ser perro!

EN LA CÁRCEL


 

La Katia llora, se enoja, blasfema. Se lo dijo mil veces a “Tuco”. Nunca la escuchó.

            La casilla estaba lejos, pero ella tenía un planchado en lo de doña Rosaura y el changueaba en la dársena del híper. ¿Por qué carajo se metió con el Chivo?

            “El hijo e’ puta ese está en la pesada del Tomba, ¿no te da la calabaza para pensar, a vos?

            ¡Vino la cachetada, que sonó como el acordeón apolillado del abuelo!

            Es un güevón el Chivo, ya se me cruzó dos veces y me hizo una seña de… otro golpe y me dejó muda.

            Ahora lo enganchó la “yuta” con merca robada. Asaltaron un camión que venía del puerto de Chile, cargado con teles digitales. No sabían que entre los plásticos había heroína. Los chapó la gendarmería y adentro.

            La Katy se lo había dicho. Es de mal agüero salir un martes trece. El Chivo y el Tuco se tocaron los güevos antes de salir. Para colmos se olvidó sobre la cama el 38 y lo jodieron mal.

            Cuando fue a verlo a Almafuerte, la silla estaba como a dos metros. Le quitaron todo lo que le llevaba. La revisaron de atrás para adelante. La hija e’ puta le abrió el culo y la revisó, negra de mierda. ¡Como si ella fuera una reina!

            Cuando abrieron la puerta y entró el Tuco, estaba hecho un trapo. Golpeado, como un chico ausente. No hablaba. Lloró. La Katy también lloró. ¿Sabes, le dije, ayer soltaron al cabrón del Chivo? Es puntero del partido y lo vino a buscar el “López” ¡Ese otro hijo de p…, no llorés, cagón! Mirá cuando salgas, todos dicen que sos un héroe y, que te van a dar buenos laburos, así dijo el López cuando vino a la villa a preguntarme si vos los habías votado. Yo les dije que si, que los dos y él (caradura) me prometió que salías en dos o tres días.

            Esperá no te vayas, esto te mandan la Jenifer lo hizo en el jardín, porque fue el día del padre. Y esto te manda el “Pelusa” es la foto del gol del domingo.

            Bueno, que mierda, ni siquiera me decís una palabra.

            ¡Ah, que sentís pena! ¿Soledad? ¿Y yo que tengo que esperar ahora, una manifestación? ¡Si sos un boludo! Chau Tuco, tómatela, nos vemos la próxima visita.

 

Vocabulario: sociolecto de las clases sin educación de mi país.

Changueaba: trabajo sin protección estatal, momentáneo, que surge de acuerdo a las  necesidades. Se paga en “negro” y es esporádico.

Tomba: equipote Fútbol de ligas mayores.

Yuta: policía o gendarmería.

Chapó: encontró, descubrió.

Güevos: testículos; entre la gente común signo de buena suerte.

Almafuerte: penitenciaría recién construida en medio de las montañas, alejada 50                            kilómetros de la ciudad.

Cabrón: mala persona, soplón, ingrato.

Laburos: trabajos.

Villa: asentamiento inestable de gente sin techo.

Boludo: tonto, lelo, ignorante.

 

SU SOMBRERO DE PANAMÁ


 

Era breve, silencioso y astuto. Miraba de soslayo y con frecuencia murmuraba palabras irreproducibles. Nadie sabía de dónde había llegado. Deambulaba por las calles sedientas de la Villa. Su figura reproducía en la memoria de los ancianos, el recuerdo de un vecino que había ido a trabajar a otro país, lejos, tal vez tanto, que nunca se supo nada de él.

Siempre con un sombrero panamá que parecía haber pasado siglos en la cabeza de cien hombres. Una larga gabardina de color negro despintada, zapatones de piel, como esos que se ven en las películas del veinte. ¡Era un hombre vencido por el tiempo! Se depositaba como un arbusto frente a la fachada de la casa principal, mirando con ojos perdidos el horizonte inexistente. Ya la ciudad había invadido cada trozo de terreno, altos edificios de pisos rodeaban la casa antigua que lentamente el tiempo iba devorando.

Don Nazario, el sastre, un día se acercó y se sentó junto a él. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas y a qué te dedicas? Y lo miró de frente, como miran los hombres de bien. Se produjo un silencio y giró la cabeza hacia la casa, se sacó el sombrero y le dijo:- Me llamo Oliverio soy el hijo de Plácido Valera. Mi padre murió en uno de sus interminables viajes alrededor del mundo. Y vine a saber. Vivo de algunas promesas de amor que le dejó a mi madre. Vea, esta es una...- Y sacó de su bolsillo un bello collar de perlas color gris con un precioso broche de oro.

El hombre se estremeció al ver la joya. ¿No serás un ladrón? Preguntó asustado. - Puede ser que lo sea o no, según como lo crea la gente común y simple. He robado un par de panes y unos ojos hermosos a una muchacha de uno de mis viajes. ¡También robé sus besos! Así era mi padre. Así me echaron a este mundo incomprensible y mustio.

Don Nazario, se levantó y lo enfrentó. No sabía bien si denunciarlo, creer o dejarlo ahí, como a un fantasma desdichado. ¿Qué quieres que haga por ti? Conozco a todos en este pueblo, ya no es una Villa pequeña como cuando vivía tu padre, hoy es una ciudad, pequeña pero de gente buena y complicada. Todos te tienen miedo, nadie se atrevía a acercarse.

-¿Cómo han dejado que la casa se destruyera así? - la pregunta sorprendió al sastre. Era hermosa, mi padre solía sentarse junto al fuego en la playa de mi tierra y nos platicaba sobre lo hermosa que era. Y contaba su historia, por lo que tuvo que huir.

-¡Nunca supimos porqué se fue tu padre y de esa casa no queda nadie! Todos están en el camposanto de la zona sur, junto a la carretera.- se volvió a sentar. - ¿Acaso tu padre la conocía? Nunca se lo vio entrar en ella. Allí vivía una niña. Tatiana era cuidada como una pieza de alabastro por los ogros familiares. Su padre, el dueño del molino, que fue el que se auto erigió gobernante del lugar, era un león afiebrado y rugiente; la madre, una estela de seda que bailaba al son de sus rugidos. Estaba el tío Flavio, un cachafaz que se aprovechaba del dinero del viejo, jugador empedernido y rompe familias; y la abuela que parecía un alma en pena que murió sin pena ni gloria, como todos.

- ¿Y la tal Tatiana? ¿Qué fue de su vida? - De ella hablaba mi padre, como de una estrella, un sol o una luna de plenilunio. ¡Era, según él, una belleza y buena como un durazno maduro!- dijo mirándole a los ojos sorprendidos de don Nazario.

- Ella, se quedó encerrada, fue quedándose sola y una mañana, la encontraron flotando en el río Talasio. Fría y azul como la noche. Está con todos ellos en el mismo lugar que te nombré. Puedes ir a ver la placa que le hizo el pueblo. ¡Pobre muchacha! De joven era linda y muy buena. Nunca se casó ni tuvo hijos. Por eso está la casa así, como sus vidas, innecesarias y tristes. Consumidas por el abandono y la tristeza. Nadie se ha atrevido a entrar, desde aquél día.

Oliverio, le dio la mano y se fue caminando por una calle desierta hacia el sur. Quería ver todo lo que este buen hombre le había dicho. Su paso era más firme que antes, se irguió y se acomodó el panamá con aire de seguridad. ¡Adiós, murmuró al retirarse!

El sastre apresuró el paso y se acercó a la comandancia. Relató la historia. Habló del muchacho que representaba más edad, tal vez, de la que realmente tenía. Un suspiro de tranquilidad los sorprendió, cuando el comandante, le dijo: - Le entregaré las llaves de la casa, él debe ser el único que puede entrar. Seguro que el padre, fue el intruso que visitaba en las madrugadas a la muchacha esa.

A lo lejos, se sintió la voz de una mujer. Era Mafalda, que venía corriendo por la vereda. - ¡He visto a un fantasma en el cementerio! ¡El hombre del sombrero es igual a mi padre! - la mujer inevitablemente sintió terror al ver a Oliverio.

- ¡Tranquila, es el hijo de Plácido Valera! - Es de carne y huesos. Y no puede ser tu padre... su padre, tu padre. ¿Me entiendes?

- No, sólo entiendo que en mi cómoda, tengo una foto del hombre que amó mi difunta madre, que huyó hace mucho tiempo. - Lloraba.

Los presentes que habían oído la historia del extraño de sombrero panamá, se miraron cómplices. Tatiana, la madre de Mafalda, el tal Plácido Valera eran todos amantes en silencio de ese pueblo hipócrita y maldito. Había que buscar en algún punto la verdadera historia de esa Villa hoy ciudad moderna.

HUMILLADOS

 

El tren pasaba lento por las desvastadas praderas neblinosas del Valle del Manantial. Un hilo oprimido de humo dejaba la estela en una bolsa despellejada de nubes gris claro. Todo aparecía desdibujado en la quimera del pueblo. Algunas chimeneas se atrevían con otro tono rubicundo de un fuego incestuoso de troncos secos y crujientes. Esas casas tenían el orgullo de la mina que aportaba trabajo a sus habitantes.

Las calles emboscaban a los pocos transeúntes que se animaban a moverse en la niebla. Perros solitarios merodeaban entre los festines inútiles de los basureros. Flacos y desanimados burlaban los pocos desechos que encontraban desperdigando en el lodo lo inservible. Nada bueno había en los vertederos. La población estaba detenida en el sitio mismo de la pobreza y el desánimo.

Las mujeres, avejentadas y cansadas, hacían milagroso pucheros con lo que se les proveía por sus compañeros de vida. Como una miserable inoportuna, la muerte merodeaba en el caserío.

Fausto se encasquetó el sombrero. Cogió la capa y se alistó para salir. Buscaría una ayuda en la alquería de uno de los patrones, allí solía la mujer pasarles un par de tarros de harina de centeno y algo de azúcar de remolachas, que en el tiempo bueno, traían de un pueblo vecino. ¡Era una buena ama! Mujer de carácter fuerte y solidaria, enfrentaba a su marido, que en su avaricia, no quería dejar una pizca demás para los obreros de la mina.

Llegó casi arrastrado por el viento, que sonaba en sus oídos como las flautas de mil pájaros desconocidos. ¡Parezco un mastín derrotado pidiendo un hueso! Golpeó. La aldaba se movió oscilante dejando una marca en la madera despintada de la gran puerta. Un visillo florido se corrió un instante. Los ojos verdes de la mujer lo miraron con un extraño movimiento como pidiendo auxilio.

¡Soy Evelio Lucero, dama, necesito...! La mujer gesticuló con su rostro pálido y desfigurado. Váyase por favor, venga más tarde. ¿Don Demetrio no puede atenderme? El sofoco de la ama, lo alertó. Algo anda mal aquí. Necesito hablar con el patrón y entonces vio que un cuchillo se acercaba al cuello de la mujer y un brazo la tenía atrapada con fuerza contra la ventana.

El rústico Evelio, sintió un terror inusitado, pero no se movió del lugar que parecía el más profundo fuego del infierno. ¡Esa dama, no merecía sufrir porque era buena! ¿Quién está allí? ¿Quién se atreve a tocar a la señora Concepción? Sofocada la mujer fue sacada del marco de la ventana. El muchacho salió corriendo a buscar ayuda. Llegó agitado a la tienda del panadero. Estaba cerrada y con un fuerte candado inusitado a esa hora. El boticario... pensó y hasta allí se aventuro por socorro. El anciano, se enfundó la capa y el sombrero y lo siguió.

La casa estaba en penumbras. Ni luz ni humo de chimenea, distraían la sensación de soledad y muerte. A lo lejos, se sintió el silbo del tren que se alejaba. El perro aullaba lastimero. Otros canes acompañaban con ladridos disímiles al San Bernardo que lloraba.

Ingresaron ya que la puerta estaba abierta. Sobre la alfombra había un charco de sangre. Pero no había un cuerpo. El boticario asustado llamó y el eco de su voz, sonó destemplado y efímero. Nadie estaba allí para responder a su llamado. Vieron que un cuerpo había sido arrastrado por el suelo. La puerta del jardín se golpeaba incesante con el viento. Ambos hombres asombrados caminaron buscando a la dueña de casa y al jefe de familia. Y al patrón que era sostén del pueblo. Nadie.

Hacía unos minutos que el tren se había alejado de Valle del Manantial. Tal vez se fueron dijo Evelio esperanzado. En el jardín los vieron. Amos cuerpos dejados como un parva de ciervos muertos en la caza furtiva del invierno.

Salieron en busca del alguacil que dormitaba en la oficina junto a la estación del tren. El calor de una salamandra aquietaba su somnolencia y se despertó asustado. ¡Venga, urgentemente don Graciano! Ha sucedido un horrible hecho en lo de los patrones. El alguacil, se caló el sombrero y se cubrió con la capa. Salieron apurados mientras don Graciano hacía sonar el silbato de alerta llamando a su asistente.

Llegaron a la vivienda y todo estaba impecable. Cerradas la puertas y al intentar abrir la principal, la cortina de flores se movió un instante. La puerta cedió e ingresaron con el ayudante y el alguacil. Evelio y el boticario se acercaron a donde habían visto el charco de sangre. No había ni rastro y todo estaba pulcro. Salieron a la zona trasera de la casa... no estaban los cuerpos. El asombro de ambos se reflejó en el enojo y la ira del alguacil y el ayudante. ¡Ustedes están ebrios o locos! ¡Acá no hay nada!

Salieron en silencio, ensimismados y desorientados. Luego de un breve reproche de las autoridades, cada cual partió a su casa o su oficina. Algo andaba mal en el Valle del Manantial, pero ellos no sabían qué podía ser. Al pasar frente a la panadería, vieron que a una hora inusitada el horno ardía con su mejor fuego. ¡Qué raro! Evelio regresó a hablar con el boticario, la niebla estaba espesa y le pareció entrever una figura conocida.

¡Don Herminio me parece haber visto al patrón entre la niebla! Ahora el borracho es usted amigo. ¡No, lo juro! Yo nunca bebo y menos ahora. Tras la figura del boticario pasa una sombra con el vestido florido de doña Concepción. Mire es ella.

El turbado vecino, se asombra al ver cómo desaparece en la niebla la figura de la mujer que no usa capa ni abrigo. Es doña Concepción, estoy seguro. Si, y yo vi así al patrón hace unos instantes. No puede ser... si no estaban. ¿Muertos? Como que los vimos bien muertos. ¿Será una forma de decirnos algo? Entra el alguacil y dice... "Acabo de enfrentarme con dos fantasmas". Eran los occisos de acuerdo a sus palabras.

Se asomaron los tres y vieron como ingresaban unas débiles figuras en la panadería. El horno continuaba ardiendo y las puertas cerradas con candados, dentro el panadero saltaba y gritaba con una alegría descontrolada. ¿Será que él, los está abrasando en el infierno de su fogón? Los rostros vigilantes junto a los vidrios de las ventanas, hicieron que el enloquecido pastelero, comenzara a tirar cenizas a las caras que veía en las ventanas.

Salieron soplados del lugar. Un terrible suceso había transformado el pacífico Valle del Manantial en un extraño lugar de muertos y fantasmas.

lunes, 21 de abril de 2025

LA IRA

 

 

Dejó la escuela con una pila de amonestaciones. ¡Nadie le iba a decir a ella qué tenía que hacer! Estaba cansada que se burlaran de su aspecto. ¡Sí, era mestiza y como descendiente de africanos era obesa! Su cabeza daba para más, pero no podía con la rabia que le producía ver a esas estúpidas muchachas riéndose de sus nalgas. En su país de origen las mujeres eran así, de enormes nalgas donde se acumulaba desde la antigüedad la grasa para poder superar las hambrunas. ¿Qué sabían de eso estas cabezas huecas? Su abuela le contaba que debía caminar kilómetros para poder buscar agua o llevar sus cabras a pastar. Y ni hablar de las épocas de sequía en que viajaban por el barro seco y quebradizo de los ríos sin una gota de agua. Muchos morían en el intento de llagar a un pozo.  

Cuando se rieron la primera vez, lloró. Luego comenzó a ser hiriente con el idioma de sus abuelos y finalmente golpeaba a quienes osaran reírse de ella.

Lo último fue cuando el profesor de gimnasia se burló porque ella no podía hacer ciertos movimientos y sus grandes piernas rodaban por el suelo brillante de la pista de básquet. Y lo peor fue que vio una seña obscena y le propinó una trompada con tanta furia, que le rompió la mandíbula a la preciosa “Reina de la Primavera”, de la escuela.

Sabía que en su casa se armaría una guerra. La madre la correría con una escoba y la abuela la ayudaría a esconderse.

Siempre la abuela, en las noches frías le contaba las historias que vivió en su África lejana. De cómo las tribus se mataban entre sí, de cómo raptaban a las niñas y las vendían a los hombres blancos que las llevaban a los burdeles. De ella aprendió las canciones de dolor e ira, de amor y ensueño. De ella aprendió a cocinar y a preparar el lecho para abrigar a los pequeños.

Cuando vinieron a este continente, sólo traían la tristeza y la pena por sus árboles viejos que habían abrazado antes de partir. Pero sabían que de quedarse allí los matarían los vendedores de diamantes o de oro. La abuela también le enseñó a odiar.

Llegó a la casa y encontró a sus hermanos sentados en la escalerilla de la entrada. Algo pasaba adentro. Ingresó de puntillas y escuchó la canción de pena de su madre a los muertos. La vio. Estaba cubierta con una de las únicas telas hechas en la aldea a mano por las mujeres de entonces. Corrió y abrazó a la mujer que quieta y fría parecía de cera. Carbón apagado y silencioso.

Un grito, un alarido salió de su garganta áspera y doliente. La ira la llevó a tomar una botella y reventarla en el suelo junto al lecho donde dormía la abuela. Se echó a los pies y lloró dos días hasta que la llevaron a un campo santo. Ella no creía en un Dios bondadoso. Ella era un fuego encendido dispuesto a todo. ¡Y salió su rabia! Caminó hasta la escuela y le prendió fuego. Bailó una danza antigua mientras veía las altas llamas que quemaban el edificio donde había sufrido tanto.

Esa noche la buscó un auto policial. La encerraron en una celda donde cantó hasta la madrugada en el idioma de sus ancestros. Después de un corto juicio, la dejaron salir porque aun no había cumplido los trece años y la Juez comprendió el sufrimiento de la niña. 

 

 

           

 

 

DIEZ AÑOS PARA EL AMOR

 


 

                                                               En la sombra del aire regresó desdibujando el dolor de su ausencia.

 

 

            La oficina era un espacio donde se coagulaba el alma de Inés, secretaria típica de empresas extranjeras. La contrataron hacía dos años por su cultura, uso de idiomas y belleza física. ¡Era bella! Su cuerpo de un metro setenta y cinco, largas piernas torneadas, cintura estrecha y manos hermosas. Ni hablar de su rostro, era una verdadera belleza de  “Tiziano”, su cabellera de tono castaño rojizo le caía sobre los hombros en cascada de suaves hondas. El jefe, que la contrató le hizo pasar varios exámenes pensando que era tan sólo eso, un cuerpo bonito y una cara hermosa. Pasó todas las pruebas por extrañas y difíciles que fueran. ¡Un hallazgo!

            Llegaba temprano y ordenaba el trabajo de acuerdo a las prioridades. Nadie sabía que había sido criada estrictamente por un abuelo austríaco y que su padre, había viajado a un país americano enamorándose de una muchacha preciosa pero de bajo nivel social, por lo que una vez nacida, fue sacada de los brazos maternos y paternos y escondida en la enorme mansión de los Alpes, que guardaba en secreto el anciano.

            Luego, enviada a estudiar en distintos institutos y universidades del mundo, Inés, era la joven perfecta para estar en el mundo de la economía y comercio de alto nivel del mundo, pero… ella tenía un rasgo personal extraño. Era antisocial. No sólo le temía a la gente, sino que era muy callada y solitaria.

            El abuelo, había impregnado su vida de cultura, de belleza y arte; pero la aisló de la sociedad con un desmesurado afán de protección. En el fondo el egoísmo le quitó a Inés de la compañía despreocupada de gente como ella. Su juventud pasó siempre entre libros, cursos con grandes maestros, teatros y bibliotecas solitarias y con perfume a papel entintado.

            En Liverpool caminando por entre los pasillos de una librería lo conoció. Era un hombre un tanto mayor. Tendría unos ocho años más que ella que cumplía los treinta en pocos días. Era muy alto, algo canoso, bien plantado y con unas enormes gafas que le daban un aire de profesor magíster. Él, se acercó silencioso y la enfrentó. ¿Qué buscas? La dejó perpleja, busco un libro de Chesterton. ¡Ah, pensé que buscabas algo de modas!

            Ella se largó a reír. ¿Por qué, si soy universitaria y estoy preparando una tesis sobre… Chesterton? Por tu inimaginable belleza.  Simplemente por tu hermosura y ese perfume que se huele desde varios metros de distancia.

            Volvió a reírse. Lo compré en Argelia en una Medina y es un aceite de nardos. ¿Pero usted quién es?

            Él, se sacó un guante de cabritilla negra y le dio la mano, presentándose. Me llamo Damián Makontoff, profesor de filosofía. Inés vio el anillo de oro que portaba en el dedo anular. ¡Era casado! Mi nombre es Inés Maryan Sgruggs López y soy profesora de literatura y entre otras cosas mujer. ¡Cómo se rió él, cuando dijo: Mujer! A carcajadas. Era la primera vez que Inés veía una risa tan clara y sonora. Alguien los hizo callar, entonces Damián la tomó de la mano y la saco por los pasillos conduciéndola al café que estaba habilitado en la planta baja de la biblioteca.

            Cuéntame de tu vida. Y ella por primera vez, comenzó a narrar su historia. Él, la miraba arrobado. Le miraba a los ojos y escuchaba atentamente sus pingües vivencias familiares, sus enormes pasos por claustros y la dura educación que le dieron.  Habló de su abuelo Kurt y de su padre Adolf. No conocía el nombre de su madre, nunca la había visto y sólo sabía que era de Argentina, de una ciudad llamada Rosario y que no le permitían buscarla. Tampoco a su padre.

            Inés creía a su padre muerto hasta que un día descubrió a su abuelo hablando por teléfono con su padre. Estaba en ese lejano y raro país que es Argentina. Y comenzó a investigar cosas de la gente, las costumbres, la música y todo lo que pudo sobre arte, música y literatura. Así conoció a Borges, Cortazar, Lugones y muchos otros que leyó con avidez. Escucho en escondidas “tango” y se enamoró de Piazzola y de Julio Sosa. Buscó paisajes y hasta se atrevió a escuchar música popular de las diferentes provincias. Le entusiasmó saber de la diversidad de artistas plásticos y bailarines que habían logrado destacarse de entre los mejores del mundo.

            Damián solo le contó que estaba casado con una mujer excelente que había comenzado a sufrir una enfermedad lenta y deformante, que cada vez, estaba más recluida en una silla.

            Así, comenzó su amistad telefónica y por Internet. Algunas veces, cuando el podía la invitaba a un concierto o una ópera. Pero no se atrevía a hablar de otro tema que no fuera intelectual. Pasaba el tiempo y del sillón, Amalia la mujer de Damián, pasó al lecho, ya no podía caminar, ella comenzó a trabajar en la facultad para verlo frecuentemente; pero él, cuidaba su imagen y sólo conversaba con Inés en la cafetería del Instituto. Jamás le había hablado de amor. Hasta el día que lo encontró llorando en la secretaría y supo que su esposa, había comenzado a usar un respirador para sobrevivir.

            Cansada se mudó a otra ciudad y allí tomó el secretariado de la corporación Internacional de Stafford  J. P. R. & CIA. Y trató de alejarse de Ese amor imposible que la torturaba. Ella amaba a ese hombre honesto y fiel, pero habían pasado nueve años y jamás le dijo una sola palabra que le indicara amor y pasión. Los compañeros se deshacían por acercarse a la “diosa” y ella gentil, sólo les demostraba eficiencia y solidaridad laboral. Estaba cansada de su ausencia que la despojaba de un sueño de ternura y compañía.

            El día que cumplió cuarenta años, le llegó un ramo de orquídeas blancas con una rosa roja. La tarjeta decía: Te amo, Damián. Y un número de teléfono.

            Inés no se animaba a marcar. Pensó en lo extraño de ese regalo y en las palabras tan inesperadas de amor. Cuando salió de la oficina, vio un automóvil azul oscuro que estaba detenido a la vera de la puerta del frente. Él, Damián la esperaba parado junto al coche. Ella le saludó con la mano y vio que él, estaba extraño. Se acercó y el le susurró: “Amalia falleció hace unos días”. Perdóname, nunca quise decirte cuánto te he amado por respeto a ti y a ella. Hoy, libre vengo a buscarte para recuperar el tiempo perdido. Te amo y espero poder darte todo lo que mezquiné en estos diez años. La enlazó por la cintura y por primera vez la besó como Inés había soñado.

            Hoy Damián e Inés, ya casados, viajan por el mundo y disfrutan de una pasión que los inaugura en la felicidad.

                              

JUAN MANUEL


 

            Por su porte, lo miraban todas las muchachas y algunos muchachos. Pero aun era un púber. Trajinaba calles vendiendo frutas de la chacra de sus abuelos paternos a quienes le debía su educación. Su padre le era una especie de fantasma imaginado perpetuamente porque nunca regresó de un viaje por las islas del sur. La amarillenta fotografía que tenía de él, se estaba desdibujando con el tiempo y la humedad de la casa.

            De su madre, solo escuchaba chismes malintencionados de las vecinas y del cuchichear de sus abuelos. Le parecía que era una vampiresa de esas de las novelas que escuchaba su abuela por la radio. Pero nadie le decía la verdad. No sabía ni siquiera cómo se llamaba y si vivía en ese pueblo.

            Soñaba despierto. Pensaba que sería un torero como el “Piquín” o el “Muletilla”; pero ya a su edad no lo aceptarían en ningún ruedo. A veces iba con el abuelo a los toros. Miraba azorado el valor de esos muchachos que enfrentaban los toros en la arena.

            Un día, una mujer de mediana edad, se acercó y quiso hablar con el viejo, pero este se hizo a un lado y lo tironeó de la camisa bruscamente. ¡Vamos, salgamos de aquí que hay un demonio cerca! Y se lo quedó mirando mientras la mujer le decía dos o tres mezquindades.

            Esa noche escuchó clarito una discusión entre ellos, sus abuelos. ¡Que no dejaste hablarle al niño! No, mujer, si casi me insulta. ¿Pero él la vio bien de cerca? Bueno había mucha gente alrededor, puede que no la viera muy bien. Y el murmullo se fue sofocando como él, pues comprendió que algo importante tenía esa mujer con los abuelos y su persona.

            De camino al mercadillo, un sábado, se cruzó con ella. Se la quedó mirando y se imaginó que podía ser su madre. ¿Cómo le hablo? Pensó, pero siguió rápido su camino, no fuera que sus abuelos se enteraran y se armara un lío.

            Juan Manuel cumplía los dieciséis años y vino de la aldea de Portezuelo un tío, que era su padrino. Le traía un traje de tela gris oscura. Un regalo inesperado para ese chico que tenía poco y nada propio. El padrino era hermano de su padre. Y le habló muchas historias de cuando eran niños. Se fue tarde, casi al anochecer.

            ¡Mira Juan Manuel, parece que se viene una buena… la mili está muy alborotada y el general Franco, está dispuesto a enfrentarse con los rojos! Y de golpe sintió orgullo de sus ideas. ¡Quiero ir a la mili, abuelo! Tú, niño, ni pensarlo. Dicen que se viene la guerra y ni te imaginas lo que se sufre con ella. ¡Es un monstruo que no dispara con justicia, sino con odio y venganza!

            Ese domingo se puso el traje que le regaló el padrino y decidió ir a la iglesia del pueblo. Que lo vieran las muchachas. Que creyeran que era un hombre y que su pecho, ya no enfrentaría a un toro, sino a un soldado o cien o miles.

            Juan Manuel, estás muy guapo. Este muchacho es un milord en persona. Un majo. Un mozo de orfebrería. Y una y otra comparación que no entendía. Se sintió enorme, sabio e inteligente. Se sintió un elegido.

            Pocos días después, comenzaron las riñas en el pueblo. Ya no había esa amabilidad que era su fuente de alegría. Los vecinos peleaban, se decían vulgaridades y hasta se comenzaron a pegar con herramientas de labranza. Aparecieron camiones con hombres de otros pueblos y después del ejército. Los primeros tiros, eran oídos sin preocupación, hasta que al salir a la calle vieron al cura muerto con un balazo en las sienes. Otro día en la noche, se sintieron disparos más fuertes y cayeron don Paco y Lisandro. ¡Eran rojos, dijeron!

            Juan Manuel, ya no se sentía un chiquillo, era un hombre dispuesto a luchar. Pero una mañana que salió para llevar las naranjas, vio muchos muertos en las calles y él, no quería participar de esa locura. Caminó por la orilla del río y vio más caídos. Más sangre y de pronto, una mano de mujer lo sujetó con fuerza. ¡Vete niño! Era la mujer del encuentro. ¿Y a usted quién le dio vela en este entierro? ¡Soy tu madre, y te ruego que vuelvas con tus abuelos y se escondan y guarden toda la comida!

            La mujer llevaba una escopeta y un brazalete de paño rojo. ¡Esa era su madre! Y le quería evitar un desastre. Juan Manuel no alcanzó a preguntarle el nombre cuando un balazo le entró en las tripas. La mujer se agachó sollozando. Amor mío, te quiero con toda mi alma. Y cerró los ojos del niño que se creía un héroe de verdad.

LA DESIDIA

 

                        El maestro llegó en su moto justo en el minuto en que se desplomaba la última pared que quedaba en pie. Venía para ver qué sucedía con la pequeña Rocío que no asistía a las clases desde...hacía como un mes y medio. Su asombro lo dejó entre extasiado y desesperado. No podía comprender cómo se puede destruir una casa como esa. Recordaba cuando el era niño y pasaba por ahí. Estaba construida con buen material y diseñada por arquitecto e ingeniero. Tenía todo lo que una familia de clase media trabajadora podía necesitar. La buena señora Adelaida, la dueña, había plantando toda clase de vegetales, árboles que yacían como esqueletos afiebrados en el secano ahora. Vio por primera vez a Chacho, el hijo, ese muchacho mimado que nunca logró hacer nada. Chacho estaba allí parado sin moverse. Las manos en su enorme cadera flaca. Huesos y piel era lo que quedaba del hombre que criaran Adelaida y Floreal, el padre. Una mujer, la madre y esposa del padre de sus hijos, contemplaba las ruinas con mirada de idiota. Los niños, nueve, lloraban. Sucios como siempre, desvalidos y ansiosos, se le acercaron buscando una respuesta. ¿Qué podía hacer él?

                        Llegaron los bomberos, tarde, porque en realidad ya no eran necesarios. La casa se había comenzado a morir cuando los viejos murieron. Chacho era incapaz de mover una mano para trabajar. Todos los días tenía el pretexto locuaz para no salir a trabajar. Esa palabra era tabú. Él no había nacido para “romperse el lomo”. Las lluvias, los vientos, el descuido...hicieron el resto. Como un cáncer la casa se fue destruyendo. Nada quedaba de la que fuera la mejor casa del barrio. Quedaba el grupo familiar como los miles de desamparados que viven en las calles. Pero en el caso de Chacho y su mujer, por no querer aceptar la dignidad del trabajo. Habían quedado desnudos de un techo, un hogar.

El abandono y la pereza los había ganado. Ahora el gobierno se haría cargo de los niños que desnutridos parecían espantapájaros sonrientes y bobos. Nunca pisaron la escuela. Era un esfuerzo que el padre y la madre no podían o no sabían enfrentar.

            El maestro llamó a salud mental ¡Ya es tarde le dijeron! Pero rocío, era una niña inteligente y podría superar. El juez aceptó la tenencia al docente y dicen que fue la que con el tiempo reconstruyó la casa.

Caídas

 

“NO HAN DE SER TUS CAÍDAS TAN VIOLENTAS”

                                                               PEDRO B. PALACIOS (ALMAFUERTE)

 

Sintió la afrenta. El patrón estaba obsesionado con la hija de Palmira. Había cumplido doce años y tenía un cuerpo de mujer que lo volvía un tigre. Despertaba en las noches calurosas, con un sudor hediondo entre las sábanas. Soñaba con la niña. Su cabello negro que caía sobre la espalda oscura por el sol que amedrentaba las sombras. Sus pequeños senos, apenas pretendiendo empujar la tela rústica de su vestido pobre y viejo.

            Despertaba y se metía baldazos de agua fría para romper ese ardor incurable que sentía.

            Podía ser su padre o su abuelo. Y la pobre niña, atenta siempre por orden de la madre le acercaba un mate para que desayunara.

            Palmira lo observaba desconfiada. ¡Ese matungo fiero y enclenque no la va a arruinar a la Macaria! Y no le quitaba la vista de encima. Siempre atenta a cada movimiento del hombre que supo levantarle más de una noche la pollera siendo joven.

¡Y esa chiquilina, tan inocente no se daba cuenta de las miradas turbias del patrón! Aun jugaba con el gato, el felino se desparramaba sobre la pollerita de la niña ronroneando. Luego afilaba la uñas en sus alpargatas y saltaba cuando Macaria le daba un trozo de carne. Simple juego de pequeña campesina.

En invierno cumplía los trece. Hacía frío y la leña escasa bailoteaba en el rostro sonriente de la muchachita. La Palmira se sintió morir cuando la vio venir ensangrentada de la parte de atrás de la vivienda. ¿Qué te hizo ese viejo cochino?

Nada madre, el patrón se resbaló en la nieve y se hizo daño en la cara, yo lo auxilié; como usted me enseñó. ¡El pobre hasta lloraba!

¡Está bien, ya lo voy a ver! Salió Palmira azuzada por la curiosidad. Llevaba un poco de venda y agua oxigenada. Golpeó. La rústica voz del hombre le ordenó que se fuera. Pero ella empujó la puerta e ingresó en la oscura habitación del patrón.

Sobre la cama, envuelto en un papel de seda, había un vestido color carmesí y unas cintas. ¿Y eso? No serán para mi Macaria…

Se acercó y en la cara del patrón los arañazos del gato, habían dejado huellas húmedas y vergonzantes. El animal, había saltado sobre él cuando intentó tocarla y Macarena, se asustó tanto, que no supo qué hacer. Creyó que el animal, lo había hecho de pura maldad. Y trató de ayudarlo.

¡Me caí, Palmira, eso fue todo! Y el gato me arañó un poco. No fue nada, pero te pido, que mandes a la niña con tu madre a otro lado. No la quiero aquí con ese gato.

La mujer cerró los ojos y salió despacio. Sabía que si no se la llevaba de allí pronto una caída certera, sería sobre la muchacha.

 

UNA ESTACIÓN EQUIVOCADA


 

El Víctor descorchó el último champagne y abrazó goloso a la Rubita. Ya no recordaba cuándo la invitó a esa fiesta, pero estaba allí. Con el escote generoso mostrando la piel morena, y un vestido escaso de tela en color rojo furibundo, se contorneaba frente a su cara zorruna.

No era rubia. El peluquero había hecho maravillas para que luciera así. No importa. La tomó por la cintura sentándola entre las piernas. Sintió escalofrío. Esa mujer lo volvía loco.

            Ella con una corta mirada sopesó el salón, la ropa, los muebles y la vajilla, que había desplegado el hombre. Su calva relucía con tanta luz y los ojitos, casi cerrados por el alcohol, la desvestían con su desvergüenza de borracho.

            A una seña de Ronaldo, se acercó a la boca del tipo y lo provocó a un beso. Escapó a tiempo con un gritito histérico y comenzó a cantar un bolero de moda. Él sollozó por el cuerpo perdido. Ella escurridiza, lo incitaba con mohines teatrales. Era el candidato preciso y precioso para timar. Cuarentón, soltero y con guita. El Ronaldo le hizo un signo y alargó un pie desplazando el tajo del vestido que envolvía la pierna. Un muslo fuerte y cobrizo, engolosinó al hombre que la manoteó sin pudor. Cayó en un sillón, apoltronando el cuerpo apetecible en los brazos y alargó los dedos rasguñando, agatunada, el rostro sudoroso de deseo. Acarició torpe los senos de la hembra. Dio un salto, y volvió a cantar con voz de loba en celo.

            Había aprendido eso después de escaparse de su casa. Allá en medio de fincas y huertas nada encontraba divertido. Soñaba con las novelas que veía en la televisión y pensando que la vida era fácil, una tarde de otoño, cuando un mantón dorado cubrió el verde, huyó de lo que creía era una verdadera esclavitud. Una noche de tiniebla la acogió. La ciudad la deglutió sin fantasía. No tuvo escapatoria. ¡Prostituta! Eso fue. Era. Sería por siempre.

La Pichaca, la acogió en una casa del barrio bajo, cerca del zanjón que traía agua para el riego. Le prestó un vestidito corto, una tanguita mínima y unos tacones altísimos. Maquillada como un fresco de Miró, salió por zonas oscuras a hacer la calle. La primera vez, se le murió un sueño. El alma. Le nació un dolor que escondió con furia en el corazón herido. ¿Regresar? ¡Jamás! Para la familia, había muerto. La Juana Leiva, una mañana en el mercado le contó que así le habían dicho, allá en su casa. Sintió alivio. ¡No los necesitaba!.

            Un día de tormenta, la enganchó el Ronaldo. Las contrató, a la Pichaca y a ella para la fiestita de unos garcas. No sabía qué significaba. Pensó que era gente con plata y sólo eso. No. También eran degenerados. ¡Algunos de puta madre! Esa trasnochada, supo que iba a terminar mal. Pero el Ronaldo fue bueno. Le pagó un fangote de guita y ofreció ayuda. Si se portaba bien, claro.

 Cada fin de semana había una fiesta. Cada vez más podridas, con cocaína, crac y juegos pervertidos. Aprendió a vestirse de otra manera, a pintarse mejor. Se tiñó el pelo casi blanco. Frente al espejo se cantaba “La rubia Mireya” y se paraba como las viejas actrices de los cincuenta. ¡Esas viejas sí que eran bárbaras!

 Él se le reía en la cara, el Ronaldo, digo, porque ahora en los brazos de ese gil, se sentía Marilyn Monroe. A ella qué le importaba si lo timaban después, “Era el destino de los lujuriosos”, leyó en una “Gente”. Y, si lo decía, Mirta Legrand era fija. Esa noche, el Víctor después de varios morbos depravados, se durmió en su cuerpo. Cuando despertó, no estaba ni la rubia, ni su dinero, ni los cubiertos de plata de su abuela, ni las pieles de su difunta madre. ¡Todo se había esfumado como en un sueño! No podía denunciarlos. En el Banco, la tele, la radio y el club, hablarían de su berretín de andar con putas y travestidos. No, no podía.

            Llegó la época de Vendimia, la ciudad se llenó de turistas y de gente exótica. Las calles hervirían de patanes cargados de billetes de todos los colores. Pero, esa noche no quiere salir. Prende la tele y se queda pasmada frente a la pantalla. Comienza a llorar y la Pichaca la observa preocupada. Algo grave le ocurre. Nunca la vio llorar así.

—Mirá, che, ésa que va en el carro, esa bonita, la reina, es mi hermanita menor, la Lidia. ¿No es preciosa? ¡Ves qué cuerpo, qué sonrisa, qué chiquita! Si me encontrara, no creo que me reconozca. Fijate cómo tira besos.

La compinche la abraza y llora con ella.

—¡Si me hubiera ido en época de cosecha, no estaría tan lejos!

De pronto, en la pantalla, la imagen del Víctor enfrenta a los televidentes abrazando por la cintura a la niña. Lo muestran como un galán atrapando el cetro que tiene la Lidia en la mano. Él está junto a su muñeca haciendo un reportaje para el canal en el que trabaja. La niña inocente sonríe...

 La Rubita salta, toma la cartera y sale corriendo. Detiene un taxi y grita: “¡Llevame a la Vía Blanca, tengo algo importante que hacer!”.  En la cartera esconde un revólver.

 

 

TANGUERO POR ELECCIÓN

  

 

            El campo se pintarrajeaba de luz a esa hora en qué los pájaros dispersan los insectos. El griterío de ranas y sapos despertaba a los que se habían atrevido a romper con los relojes naturales del sueño. El mate pasaba su peor momento, flaco de yerba y azúcar quemada unido a yuyos de aquí y de allá, saborizaba la tranquilidad de la garganta.

            Don Elías se acomodó el cinto, allí escondido tenía un viejo revólver que no tocaba sino para pavonearse en caso de emergencia. Un bolso donde apretaba el dinero para pagar a los cosechadores, soportaba el permanente pasaje de la vista aguda del patrón.

            Llegó a la finca la noche anterior. La cosecha magra por el granizo tempranero, dejó la mitad de la uva en el suelo. Algo de melesca y algunos racimos se habían salvado. El sesenta y cinco por ciento apenas, dijo el de la cooperativa. Sí, era cierto, pero a los hombres había que pagarle igual.

            El tractor atropelló suavemente los perros que intentaban robar algo del fogón nocturno. Salieron ladrando sin problema. En la parrilla dormitaba, sobre las brasas, un asado que merecían los obreros. La Florita se acercó con una “sopaipilla” y le tendió una servilleta. El hombre tenía tiznada la frente. “Límpiese don Elías”. La pava, que se desmembraba sobre la hornalla, tenía hollín de varias cosechas. Algunos gallos juntaban ganas de cantar aún, y las gallinas picoteaban alrededor del dueño y la mujer.

         —¿Doctor, alguien sabe que usted vino anoche? ¿Y si se aparecen todos juntos, no habrá camorra? Anoche chuparon mucho. Era vino viejo, lo que queda, pero tontos no son. Ellos saben—. Sin esperar respuesta la Florita se levanta y se mete de lleno en la cocina.

         Don Elías sigue cebando mates suaves y lavados, pero con sabor a menta y cedrón. Comenzaba a amanecer. El rojo círculo entrelazaba su luz con los viñedos, que ralos ya, ponderaban el paisaje.

            El hombre había nacido en la tierra y por esfuerzo de su padre, tuvo que emigrar a la ciudad para ser abogado. Aún se regocija y estremece de placer al ver la finca. Harto de expedientes y códigos, añora su vida juvenil, cuando ayudaba entre hilera e hilera, atando o podando la vid. Simplemente colaboraba cuidando el agua, para que el gringo de la otra finca no se robara, de madrugada, ese oro imprescindible.

            Recordó las noches de luna, allí junto al zanjón, con la escopeta aperdigonada con sal. Evocó a su madre, esa extraña libanesa de ojos negros y profundas ojeras que, silenciosa, seguía viviendo como en otro mundo. Única mujer entre ocho hermanos, su madre era sumisa y sabia. El padre la casó con el paisano de Rivadavia. Y allá fue sin haberlo visto nunca. Obediente aceptó ese matrimonio, pasiva como toda mujer de aquella época. Siete hijos, había criado. Todos varones. Don Elías era el más pequeño. El hijo predilecto. Pero un día se fue a la eternidad, silenciosa como siempre.

            Rememorando estaba, cuando una sombra se proyectó tras él. Alcanzó a manotear la navaja que trataba de cortarle la yugular. Logró hacerle, por detrás del pecho, un profundo tajo que le abrió la carne. Su mano diestra cogió la hoja aunque se abrió una herida sangrante en la palma.

            El grito de Florita asustó al ladrón que trató de manotear el bolso con la paga de los cosechadores. Salió corriendo el bandido y en una moto se perdió entre los parrales hacia el norte con un vil acompañante que lo esperaba.

            Con el amasijo, la Florita tapó la herida y medio a la rastra llevó al apuñalado hasta el automóvil. Como pudo, el pobre don Elías manejó hasta el hospital Sícoli.  Al oír el bullicio de los que esperaban en la vereda ser atendidos, salieron corriendo los hombres y mujeres de la guardia. Rápido ingresó a cirugía. Un manchón de sangre regaba el corto espacio hacia la muerte.

            Recuperado, don Elías, descubrió que la existencia, demasiado corta, tenía un nuevo ventanal para sus sueños. ¡Siempre había querido cantar tangos! Ahora era su tiempo.

Así, con los sábados despierto a la música, en espacios sorprendentes, cantó tangos para amigos y desconocidos, que se sorprendían de su entonación y fuerza. Otra vida diferente se prendió en un farol de la esperanza en la esquina venturosa de una calle cualquiera de la ciudad.

 

Vocabulario

Melesca: cosecha de uva que queda en no más de dos o tres granos después de la cosecha grande.

Sopaipilla: torta frita, típica de Cuyo y otras regiones de América del Sur.


ENTRE RECUERDOS Y OLVIDOS


 

—Me toca a mí hoy, es difícil, pero lo cuido yo. Mañana que lo cuide el que pueda —dice la muchacha y se agacha frente al anciano que dormita en la silla de ruedas.

Un mechón de cabello canoso cae desprolijo sobre la cara del hombre. Las manos, largas y ajetreadas descansan deformes sobre los brazos del armatoste. Sólo en la noche lo ponen en la enorme cama con dosel y pintura desvaída que tuvo mejor memoria.

Con un movimiento brusco la atrapa. Los ojos celestes del viejo la observan y le mete la mano por debajo de la falda. Ella le da un golpe, grita.

—Abuelo, quieta la mano. Soy Eleonora, la hija de su hijastro Jurguens. Quieta la mano. Un poco de respeto. ¡Viejo zorro! ¡Bien que sabe, mujeriego, baboso!”  —la joven esquiva la mirada febril del viejo—. ¡No me busque…! ¡Seré como una fiera cuando le cambie los pañales o lo bañe! No soy su mujer —se sienta y comienza a depilarse con delicadeza la pierna.

Mañana es el día, la familia toda es un avispero. Buscaban para que represente al Club de Tiro en la Fiesta de la Vendimia de Junín a una joven bonita como ella. Es alta, de cabello negro y ojos celestes. Es esa perfecta mezcla de criollos y europeos que llegaron a poblar Mendoza. Una figura esbelta y grácil.

Ella es el sueño del pequeño paraje al que llegó después de rendir varias materias de su carrera de Relaciones Públicas. Eleonora ha sido protegida desde niña. Ahora su madre, mujer dedicada al cuidado de la finca, junto al marido y al anciano, sueña con ver a su hija mayor con la capa y la corona distrital. ¿Y por qué no departamental?

El viejo se sacude la modorra y la mira.

—Eres tan bella como mi primer esposa. La conocí en Marsella cuando escapaba, de país en país, buscando salvar mi vida. Yo tenía siete años, cuando se produjo la revolución y mi padre me puso en manos de unos extraños.

—Ya me lo contó mil veces, abuelo. Que su mamá murió frente a usted, que le cañoneaban la ciudad y degollaban a los campesinos que no se adherían a los revolucionarios.

¿Te conté cómo llegué a este país? ¿Por todo lo que pasé? —pregunta el anciano y enseguida dormita.

Eleonora se hunde en su recuerdo, en su infancia tranquila, pero llena de historias de guerra y metralla. Piensa qué haría ella si de pronto le destruyeran su casa, su familia, sus amigos y su país. Mira al abuelo. Apenada, le acomoda la colcha tejida con restos de lana multicolor, sobre las piernas. La mano rígida vuelve a tratar de subir por sus largas piernas enfundadas en una pollera de muselina. Usa una gastada remera con el dibujo de Mafalda. Lo esquiva. Se ríe y él, acompaña su risa con la boca desdentada y seca.

—¿Quiere un mate? —ofrece ella.

—No, usa mi samovar y prepara un buen té. Allá en Rusia, siempre había un samovar en cada casa. Aun en la más pobre. Y té caliente esperaba a cada campesino. Hacía mucho frío.  A veces hasta cuarenta grados bajo cero. Cuando papá me entregó a aquella gente, apenas me dio una cadena de oro y sus anillos. No tenía nada. Me los quitaron en cuanto salimos de la villa. Y se fueron. Quedé solo y me escondí en un carromato lleno de paja. Mis padres nunca supieron. Estaba solo como vos.

El sueño del viejo es más profundo. Eleonora observa que de los ojos dormidos, caen unas tenues lágrimas que se desparraman por la piel arrugada y se pierden en la boca entreabierta. Sin dientes parece una máscara lamentable.

A las siete, aparece su madre con las manos rojas y doloridas. Ha cosechado duraznos y los cajones se apilan en la tierra blanquecina. El desgastado delantal es un muestrario de los jugos dulces que emanan de la fruta. “Don Antenor vendrá dentro de media hora a buscar los cajones. Me baño y te ayudo. ¿Cómo se ha portado el viejo?”, dice y  sale sin esperar respuesta. La rutinaria vida es extrema y dura. La muchacha, comienza a preparase para la noche.

Se bañó, se sacó esa suerte de tiras de tela que le enrulan el pelo. Tiene el perfume dulzón de las manzanas convidado por el papel de los ruleros caseros. El cabello cae como cascada de fuego oscuro sobre su piel tostada por el sol. El cielo turquesa de su mirada, despliega historias de amor entre gente antigua. Tiene una mirada envolvente y labios sonrosados. Dos hoyuelos insinúan un frágil mohín aniñado.  Sobre la cama ha desplegado un vestido, del color de sus ojos, que espera abrazar la espléndida figura.

El anciano despierta. La mira.

—¿Ingrid o Hilse? Eres como una de ellas. Hermosas mujeres me calentaron la cama. Claro que sucedió mucho después que entré en el túnel negro del barco, donde me escondí en el carbón de los fogones. ¿Te conté que pasaron tres días y, muerto de sed, me mordí una vena? Mira todavía se ve la cicatriz. Lamía mi sangre para no morir de ansiedad, angustia y hambre.

Sí, abu, me lo contó mil veces. Cambie de historia, ya es muy vieja.

—¡Ustedes no entienden! La muerte me seguía por todos lados y  trataba de distraerla. La distraje hasta ahora. Suele venir a verme y le hago una pirueta y se aleja. ¡Por ahora! Se aleja por ahora. Pero viene, siempre viene. Te hablaba de Hilse. Una mujer bella, casi como tú. Alta, de piel casi azul, tan blanca y ojos celestes como los de mi hijo Iván. Murió en 1955. La polio.

—¿Quién?

—Mi hijo Iván. Eso dijo un médico. Hilse se atormentaba en la pena. Se fue. Me dejó. ¡Todos me dejan! ¿Y tú, Eleonora qué harás cuando te coronen reina?

¡Abuelo usted qué sabe?

Yo sé. Eres la más bonita de las muchachas. Verás, serás una reina y corearán tu nombre miles de personas allá en el parque.

—Vamos, viejo, no divague. Con suerte esta noche seré candidata al cetro de Junín

            —Serás la reina. Eleonora 1ª. Ya verás.

El viejo vuelve a su sueño errante y la muchacha se prepara. Ya pasada la hora del crepúsculo, sale con su esperanza hacia el círculo social.

 

Una muchedumbre se para a aplaudir a la hermosa joven que se desplaza por el escenario. Estallan los fuegos artificiales. Allá en la finca el anciano murmura “Ya lo sabía, mis amores, tú Ingrid, y tú Hilse me lo han dicho. Ella será la reina”. Y se sumerge en la profundidad de las sombras.