Diomedes llegó con la bicicleta desbarrando el camino. El boliche de ¡Griego! Parecía un tornado entre el humo y el olor al vino bravo de uva chinche. Sudaba el muchacho con la frente empapada y la ropa pegada a los flacos brazos cubiertos por una camisa vieja. Dejó su destartalada máquina sobre el soporte de hierro herrumbrado y torcido que servía en la angosta vereda. Salió como huyendo y entró con un ruido usual en el boliche.
En la sombra junto a la mesa de piedra, descansaba el Tobías. Callado y embarcado en su constante mutismo. No miró al recién llegado. Este, se acercó y con la fuerza que traía, le dio un manotazo sobre la espalda corva. Un mechón plateado, cayó sobre los hombros del hombre. Levantó la cabeza y le propinó un salivazo sobre el rostro hediondo y húmedo de sudor. Sacó el facón del cinto y de no mediar el griego, le asesta un cuchillazo. Diomedes, trastabilló y soportó el empujón del bravo.
¡Sepa viejo hijoiputa, que lo quiero matar. Ayer mismo se
marchó
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