viernes, 21 de junio de 2024

UNA VENDEDORA INEXPERTA

 

                               ¡No seas veleta; no empieces a cada momento algo nuevo...! Robert Reinick

 

 

Cuando se fue la madre a trabajar a otro país, Esilda, se quedó a cargo de la casa. Le dejó siete niños para criar y al abuelo, que reumático y con muchos años, ya no recordaba ni quién era la muchacha. También dejó dos perros y una gata ciega de color gris que se metía entre las colchas de las camas.

Al principio, se levantaba temprano cantando, salía corriendo a comprar el pan y las galletas que le gustaban al abuelo, regresaba y preparaba el desayuno para todos. Mandaba a los chicos a la escuela y ella, se afanaba con la limpieza y el lavado. Un día se cansó y realizó una reunión de hermanos. El abuelo le pedía a cada rato que le diera algo de comer. ¡Se había olvidado que ya había comido tres tazones de café de malta con leche, cinco panes y tres galletas!

Comenzó a escasear el dinero y en la reunión les explicó:- ¡Chicos acá vamos a tener que recortar gastos! Además necesito ayuda. Los mellizos, tendrán que cortar la fruta de los árboles y guardarlas en los canastos para que Griselda haga compota y dulce. Luli limpiará el patio y dará de comer a Firulete, a Choper y a la gata. Los dos más pequeños, me ayudarán a pelar las papas y los zapallitos.

- ¿Y el abuelo qué hará?- preguntó Martina con un torpe pisotón en el piso que sonó como si quisiera matar hormigas.

- ¡Nada porque es muy viejito, tonta, re tonta!- dijo Luli. Además casi no ve nada, y se puede caer. Cada uno se fue a su dormitorio a terminar las tareas escolares.

Pasó un tiempo y ya no llegaba el dinero que mandaba su madre, porque el país donde vivía era muy caro. Esilda ya había cumplido dieciocho años y parecía una madre. Pero Griselda dejó la escuela y comenzó a buscar un trabajo fuera de casa. Primero quiso ser costurera y una vecina le dio varias prendas para que hilvanara. ¡No lo hizo bien y la señora se enojó! Luego fue al almacén de la otra cuadra, frente a la plaza. Rompió varios frascos de mermelada y el patrón se los cobró del sueldo, finalmente perdió dinero en lugar de traer algún billete.

El abuelo enfermó y la fiebre subió a tal punto que hubo que llevarlo a la sala donde lo atendieron dejándolo en cama internado. Luli, se tuvo que acompañar de Griselda un día y de Martina otro, hasta que el abuelo las dejó para ir a su lecho final. Fue un tiempo de luto. Pero pronto se repusieron.

Finalmente Griselda entró en la perfumería del barrio cercano. Era tan simpática que vendía bien, pero... inexperta, solía equivocarse en los precios. Y llegaba a la casa enojada y despotricando contra todo. ¡Hermana debes tener paciencia y poner más atención a lo que haces! Perderás el trabajo y necesitamos ese dinero.

¡Una mañana llegó una carta de la madre! Iba a regresar. La alegría se transformó en euforia. Limpiaron todo, cocinaron pasteles, hicieron dulce de peras, y pan casero.

Cuando la vieron en la puerta de la casa... no podían creer lo envejecida que estaba. Apenas caminaba derecha, su cuerpo se inclinaba de una pierna a la otra y uno de los chicos se echó a reír. - ¡Mamá, qué tienes!- ella atravesó la puerta y se desplomó en un sillón agotada. - ¡He trabajado tanto que perdí la buena salud que es un tesoro!- y cada uno de los chicos se acercó para abrazarla y la llenaron de besos. Así llegaba ese universo de experiencia que sólo dependía de Esilda.

Ver cómo habían crecido, lo guapos que estaban y bien educados, dejó boquiabierta a la madre. Nunca había imaginado que sus hijos eran un ejemplo de laboriosidad y educación.

Los hijos la miraban asombrados. Ella iba como un mago sacando de una valija unas hermosas prendas que había tejido para darles. Fue motivo de mucha jarana cuando vieron que las prendas tenían el tamaño de cuando su madre se había ido al extranjero. Ahora eran muchachos y chicas grandes, y cada uno había crecido y estaban heroicamente maduros para trabajar y estudiar.

Dejaron pasar unos días y la casa tomó el ritmo de siempre. Excepto Griselda que cambiaba de trabajo cada seis o siete meses, porque nunca se afincaba en una tarea.

-¡Eres muy veleta, hermana!- Algún día aprenderás... dijo la madre y la abrazó. Todos corrieron y con cariño encerraron entre lágrimas y besos a esa muchacha fresca que a cada momento cambiaba y hacía algo nuevo. 

 

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