viernes, 21 de junio de 2024

LA NOVIA

 

 

El calor desfiguraba con un vapor siestero las paredes húmedas de la vieja casona de la isla. Ronroneaban los tacurúes en el plantío cercano trabajando febriles por la cercanía de las tormentas. Las chicharras zumbaban aplastando los penachos de las brujas que colgaban de los árboles, siniestras nubes se observaban sobre el horizonte y el bicherío blasfemaba subiendo y bajando de los techos las pupas y huevos de hormigas coloradas y negras. Ya se habían comido partes de la madera del alero oeste.

Lisandro se secó el sudor con una camisa vieja. La humedad lo sofocaba como siempre. Y el ruido de sus pulmones era un fuelle rasposo que gritaba auxilio. Su médico, el de la ciudad, le había dicho que dejara la isla. ¡Pero cómo se iba y dejaba sola a Francisca! Hacía veintitantos años que no hablaba. Ella un día dejó de decir, de hacer, de vivir, de soñar. Era un duende que deambulaba por la casa y por el jardín como fantasma.

Su madre, la difunta, le había exigido en el lecho de muerte que nunca la abandonara. Era su única hermana y siempre fue la más débil. ¡Eso creían!

De niña siempre cantaba y saltaba como los grillos en las noches frescas, subía a los árboles a robar nidos de cotorras o de cardenales. Se hizo mujer a los trece o catorce y recitaba poemas de Machado y de Neruda, de Lorca y Alfonsina. Sus largas trenzas de cabello oscuro le coronaban la espalda con moños de colores jugueteando con sus polleras floreadas y alegres. Creció.

Un día se convirtió en maestra y por ser de la isla, enseguida estuvo en una escuelita de barro y totora. Los chiquilines, llegaban en botes y chatas con la ruidosa algarabía de los niños felices. Dio clases desde marzo hasta noviembre, excepto cuando los ríos crecían y se inundaban las riberas. Cerró el ciclo escolar con doce muchachos que llegaron a hacer secundaria. Al año siguiente se presentó un maestro. Era alto, delgado y de piel marfilina. De la ciudad. Pobre y lleno de misterio. También con ganas de innovar.

Se llamaba Armando Sosa. Tenía manos de dedos largos, bigotes finos y cabello ralo. El traje gastado y el guardapolvo blanco le daban un aire de médico de campo, pero era maestro- director en la escuelita. Un cajón de libros y pocos utensilios eran sus posesiones. El tren lo dejó cerca del pontón donde lo esperaba el lanchero. Llegó con su mirada profunda y su silencio. Los niños lo rodeaban asombrados. Él, era la “novedad”.

De trabajar y hablar comenzaron a conocerse; bueno la que más hablaba era Francisca, que idealizó al hombre. Él, poco expresaba sus ideas. Algo revolucionario y rebelde para las ideas de los isleños, pero buen maestro.

El día que la invitó a un baile, ella se llenó de amor. Era como la primavera misma, con su vestido floreado y sus trenzas desarmadas que caían como cascada de miel oscura y perfumada a “lavanda”. Bailó toda la noche. No era muy hábil para el tango, pero sí, para el valseado y la chamarrita. A la luz de la luna le robó un beso y ella soñó. Como sueñan las mujeres sin historia.

Ella comenzó a crear un nido de adoración y habló de boda. El en silencio sonreía. Ni sí, ni no. Lisandro desconfiado rondaba los momentos cuando podía para ver en qué se entretenía en maestro. Y cartas iban a la ciudad y cartas traían en la lancha cada semana. ¡Eso le llenó de desconfianza! Era el hermano y un día lo enfrentó. ¿Qué son tantas cartas para usted, amigo? Y el hombre lo miró con sorna. ¡Y nada del otro mundo, amigo! Cuando nos casemos le presentaré a mi familia a Francisca y ustedes, como corresponde, dijo.

La madre mandó a hacer un traje de novia y un ajuar, como los de antes. Acumuló enseres y vajilla. Y sin disimulo preguntó: ¿Cuándo y dónde?

La fecha era un sábado de enero. Todo estaba listo. Vino el padre cura del pueblo cercano, se cocinó para los isleños y se armó un altar con flores de mil colores y cintas blancas. A la hora señalada, comenzó a llegar la gente con sus mejores vestimentas y regalos. Pero…el maestro no llagaba, pasó una hora y dos y tres y nada.

Lisandro fue a buscarlo y ya no estaba, su habitación vacía. El ruido de las chicharras y los moscardones, el croar de ranas y sapos en la oscuridad. Silencio.

Francisca se quedó vestida, con el ramo muerto entre las manos mustias. Y se quedó muda. ¡Nunca más habló!

Yo recuerdo que pasaba como un fantasma por los corredores de la casa dormida. Bajo la luna, bajo la lluvia, bajo el sol helado y las nubes calientes de la madrugada caminaba descalza.

El lanchero un día le contó a mi Tata, “Sepa don Lisandro que el maestro era fugitivo de la ley”. Lo buscaban para matarlo los gendarmes y la policía. Era un prófugo…y dicen que un Juez lo sentenció de por vida. ¡Pobre la Francisca! Pobre.

 

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