lunes, 17 de junio de 2024

UN SEGUNDO SALÉM

  

Sabía que mi pueblo era parecido a todos los pueblos. Nunca imaginé que era un segundo Salém. Lo supe una mañana. Apareció por el pueblo un predicador con un carromato. Era un vehículo antiguo, muy cuidado. Su color era llamativo. Con flores decoradas en los lados. Un altavoz, llamaba con tono meloso la atención de los pocos transeúntes y algunos habitantes que se asomaban o paraban en los portales o en las barandillas de los negocios, que miraban atónitos y curiosos.

Mi padre salió de su oficina donde agobiantes cables telegráficos le iban diciendo los precios del maíz en la Bolsa de Comercio, hora tras hora. Sus papeles cayeron del escritorio cuando con las largas piernas golpeó el frente del cajón donde apoyaba un negro cuaderno de cuentas manuscritas.

Yo salí corriendo por la vereda de mi calle, junto a otros chiquilines, para seguir al carromato. Llenos de polvo y curiosidad, caminábamos haciendo una suerte de murga para remedar los apocalípticos mensajes que voceaba el hombre. Papá llamó ahuecando las manos como una bocina manual a cada uno de los que festejábamos al predicador.

A pesar del ruido, su voz me sobresaltó y regresé junto a él. Me zamarreó y colocó su enorme mano en el hombro para que yo me alejara. Pronto se fue perdiendo el sonido y la comparsa que seguía con su jolgorio.

La mirada adusta de mi padre sorprendió a los pocos vecinos que pasaban por allí. Me dio la orden para que fuera a buscar al tío Zacarías al molino. ¡Corre me dijo, trae a tu tío que lo necesito con urgencia! Salí de prisa, haciendo gala de mis piernas juveniles. En el molino, divisé a Zacarías que rodeado de una nube blanca, probaba el nivel de refinado de la harina. Le di el mensaje y sacudiéndose la ropa, salió al trote junto a mí.

Llegamos a la oficina y papá me echó. Literalmente me dejó con la nariz pegada a la puerta con vidrios. Me dolió. Por verme afuera y por lo que me produjo el golpe. Algo verdaderamente importante debía pasar.

Hablaban como un par de amigos o de enemigos, se llegaron a tomar de los hombros, casi se trompearon... era muy extraño. Salió Zacarías, sofocado y con cara de pocos amigos. ¡A mí, me tenía que pasar algo así! Dijo entre dientes. Caminó derecho al molino. Yo regresé a casa y le relaté todo a mamá que se quedó pensando. Luego apagó el fuego, retiró las ollas de las hornallas y se cambió de ropa. Salió con el sombrero ladeado por el apuro. Los zapatos de taco que le hacían doler, eran ahora como de goma. Caminó al límite de la ciudad a una pequeña casa donde golpeó de nudillos. Apareció una joven muchacha que yo había visto algunas veces en el mercado los feriados. Hablaron un rato largo. Yo espiaba desde una esquina. ¡Me comía la curiosidad! Solo escuché bien cuando le dijo... ¡Ha vuelto y vino con un carromato diferente! ¡Cuidado! Y salió apurada en dirección a nuestra casa. ¿Qué pasaba? ¿Quién era ese que había vuelto?

Como soy terriblemente curioso, escuché cada diálogo que se refería al carromato y al hombre. Me enteré que hacía muchos años, como diez, que había llegado otro carromato como ese, más disparatado, alegre y simpático. Pero supe que enamoró a una niña muy joven (creo que es la que mamá visitó) y se la llevó, dejándola embarazada y sola en el extremo del país y que el tío Zacarías tuvo que ir a buscarla, porque era su hijastra. Después de eso de la pena se enfermó Catalina su esposa y madre de la susodicha. Murió y él, quedó a cargo de la muchacha.

El pueblo era un aquelarre de dimes y diretes, como dice mi abuela, Un asco de habladurías y si hubiera un inquisidor; como dice el cura, la hubieran quemado en la plaza del pueblo. ¡Las viejas arpías son unas brujas! Eso pienso yo, cuando salen a las puertas de sus casas a pelearnos porque jugamos a la pelota en la vereda o corremos en bicicleta por la calle con gritos y risas.

La pobre muchacha, perdió a su bebé. La hicieron sufrir tanto que ya no salió más de su pequeña casa de las afueras. No tenía amigas y sólo iba al templo cuando sabía que no asistiría mucha gente.

La abuela me contó la historia de las Brujas de Salém que las quemaron vivas por una mentira y acá, aunque fue verdad, la chica no era mala y no lo es ahora, casi digo yo, es medio un ángel solitario.

El comisario del pueblo se apersonó al carromato y le exigió que se fuera, no le dio ni horas para salir de mi caserío. Y yo vi que la muchacha, se escondía detrás de las persianas para espiar al hombre que pasó cerca de su casa. Yo me pregunto... ¿Ella aun lo ama? pero mejor me cuido, si hago cualquier cosa que no le guste a las poblanas... capaz que me tenga que ir del pueblo.

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