martes, 16 de diciembre de 2025

EL REGALO

 

 

 

                                                       “El EIS o ISIS, es como un virus que se introduce en la sociedad sin                   piedad” París 13/11/15.

 

           

Buscaba que regalarle a ese hombre que había conocido en el trayecto desde Turín a Milán. Su atención para ayudarla a subir el equipaje la dejó asombrada. ¡Un caballero!

Mientras se ubicaba en la cabina, frente a ella una familia de refugiados de Bangladesh comían “pita” con verduras y carne perfumada con mil especias. El hombre mayor fumaba sin entender el cartel que, escrito en italiano e inglés, prohibía fumar. Comenzó a toser y la profunda mirada del fumador, la traspasó. Las mujeres la observaron con desprecio, ya que usaba un pantaloncillo corto y estrecho. En realidad había engrosado en el viaje tanto comer pasta o comida “chatarra”. Rebuscó en la mochila y encontró un pañuelo con los colores de la bandera de Francia. Se adelantó por el pasillo y se acercó al “hombre” para dárselo. Éste la evitó haciéndole un ademán desdeñoso que la sorprendió. Ya los parlantes anunciaban la llegada a Milán, dejó sobre el asiento el Regalo y se alejó.

El estallido fue brutal. Cuando los socorristas buscaron entre los restos retorcidos del vagón a los muertos y heridos, encontraron el pañuelo con los colores de Francia manchados con restos de piel oscura de la familia de Bangladesh y un trozo de un pantaloncillo de mujer con algo de piel blanca y joven. El “caballeroso” hombre, era un terrorista inmolado.

 

 

CORAZÓN DE TANGO

 

El corazón  se derrama sobre el mantel de lirios,

sobre la calle empapada. Llueve.

Las piedras brillan bajo los pies dormidos de la noche.

Un farol de fuego invita a colgar las hojas de un cordel clandestino.

Un parral sediento que suspira.

Un fuelle viejo entona un tango triste.

Uvas húmedas y tibias rememoran su tiempo de vino. 

A la distancia, el empedrado mojado baila

Y el fuelle de bandoneón dormita

Una balada de sangre y de milonga gris

De Buenos Aires

Lejano y prevenido

                                                                         Sudestada

EL PLACER QUE JUNTOS INVENTAMOS


 

            Nací así, casi ciega, de pelo blanco níveo y ojos rojos. Me dejaron a un lado, creyendo que sería un estorbo. Pero se equivocaron, soy mimada y amada como un ser único. Me bautizaron Serena. Y lo soy, me acomodo en el almohadón de seda azul, y duermo tranquila todo el día. Desde allí, escucho todo lo que hablan, como se pelean por dinero o comida. A veces me dan de comer y salen dejándome sola y yo aprovecho para merodear por toda la casa.

            Ayer Camila trajo un cachorro de color blanco como yo, tiene muchísimos rulos y es muy juguetón. Vive en brazos de Camila. Yo lo miro indiferente, pero no me gusta. No es un gato es perro. Le dicen “caniche” y lo llaman Goliat… ja, ja, ja. Es tan pequeño y nervioso que salta de un lado a otro, yo lo miro de soslayo. Me preocupa. En la noche de tormenta del jueves vino y se echó en mi almohadón tiritando. Me dio pena. Esa noche Camila peleó mucho con Enrique. Discutían y se arrojaban cosas, primero fueron trapos, después las zapatillas y finalmente cosas que se rompían al caer.

            Me dio miedo sentir tanto grito y palabras que no voy a repetir por educación, soy muy fina para decirlas. Parece que tenían diferencia con algo llamado dinero. Él, sacó las llaves del auto y dando un portazo salió en plena tormenta. Los rayos y truenos parecían fuegos artificiales. Pero Goliat temblaba pobrecito. Lo envolví con mi cola, tengo una cola hermosa, blanca, peluda y calentita. Se durmió, pero yo no pude. Camila lloraba mucho. A media noche escuché el motor del auto. Entró Enrique. Caminó descalzo por el comedor y el pasillo. Ella abrió la puerta y el le pegó. Hazte a un lado, ladrona. ¡Le dijo ladrona! A ella que es buenísima. Te sacaré todas las tarjetas, le gritó. Y ella se las tiró al piso. Y él, la recogió y las rompió con una tijera. Yo vigilaba para ver qué hacía con ese instrumento que odio. Lo usan para cortarme algunas veces el pelo de mi cuerpito.

            El se metió en la habitación de huéspedes y ella se encerró en el baño. Goliat se despertó y comenzó a ladrar. Enrique salió y nos tiró un zapato grande y pesado. ¡A ver si me dejan dormir! Eso era para nosotros. Yo ni un maullido. Goliat se quedó medio desmayado del zapatazo. Camila salió despacio y se llevó a Goliat a su lecho, yo me metí debajo de la mesa del comedor hecha un ovillo. Lástima que al ser tan blanca me pueden encontrar enseguida.

            La mañana fue tranquila. Pero Goliat, estaba muy enfermo, se ve que lo golpeó mucho el zapato. Se arrastra. Lo traje como a los cachorros, del pellejo del cuello y lo cuidé. Lo lavé con mi lengua áspera y suave, lo acerqué a la comida y lo asistí varios días. Enrique no vino unas cuantas noches. Dormían separados. Ella lloraba. Hablaba con su madre por el teléfono de la cocina. Finalmente, una noche llegó Enrique con un amigo.

            Camila se atrincheró en su habitación y yo con Goliat, comenzamos a jugar suavemente, con el placer de los amigos que es estar juntos. Con mimos y tranquilos. ¿Me pregunto si los humanos se odian, porqué no se van lejos unos de otros?

            Enrique, le sacó ropa, zapatos y dinero y se fue. Camila se quedó llorando, sola y nosotros fuimos y le comenzamos a tocar con nuestras patas y nuestro amor de animales. Ella se calmó y se quedó dormida. Mañana tal vez el se arrepienta y vuelva. ¡Pero mejor no! Goliat y yo, seremos su compañía. Es mucho más seguro.

NATALIO


Al final comenzó a caminar por la orilla de la carretera sin rumbo fijo. Deseaba cumplir un sueño. Si se alejaba de ese mundo pequeño que lo apretaba a la tierra árida y polvorienta que rodaba la vieja casona, solo lograría terminar como todos los muchachos que vivían en los alrededores. Viejo a los treinta años y con dolores en todo el cuerpo por estar siempre resolviendo tareas duras y pesadas. Ya comenzaba a salir el sol. A lo lejos, se veía un camino menos descuidado. Tal vez, por allí pasaría algún camión o autobús que lo acercara al pueblo.

Él, había soñado de chico con ser otra cosa, no un simple trabajador del campo a destajo. Soñaba con ser un deportista y dar de sí, todo. Todo su cuerpo y su alma era como un ave migratoria que buscaba el camino al futuro. Tenía quince años y le quedaba poco tiempo para cumplir sus ilusiones. Su calzado le regalaba dolor a los pies cansados, tenía unos viejos botines que le regalaron en la escuelita de Villa Isondú. El maestro, al ver que caminaba en "patas", se conmovió y le regaló las botas que cuando llegaron a sus manos, fue como si del cielo se desprendieran guijarros de oro puro. ¡Eran hermosos! De color rojo y azul y tenían suela gruesa y suave, que le daban alas a sus pies cansados. Creció y se fueron ensuciando y gastando como su sueño infantil. Pero ahora, caminaba para encontrar la salida de la tristeza.

Su padre enfermo, yacía en una extraña locura donde su infierno personal, no le permitía ni tan siquiera, reconocer a los muchachos, los hijos. Su madre… una mujer que fue perdiendo hasta las ganas de desplazarse por la tierra y los ladrillos que servían de piso en la casa. La casa se iba deshaciendo de a poco. Era como su madre y su padre. Ellos, se iban desfigurando, para transformarse en fantasmas vivientes.

Anteayer su madre, se aferró al respaldo del lecho del viejo y se desplomó. Un grito gutural salió de su triste garganta seca. Las hermanas de Natalio, la lavaron, le pusieron el único vestido decente que tenía y llamaron a don Miguel, el patrón que se encargó de llevarla al camposanto. Y así descubrió la puerta a su desesperación, se iba en busca de otra vida. No quería esa. Los otros, se harían cargo de su padre y de la tierra. Él, voló como ave solitaria.

Una chata del campo de don Arturo, un vecino, lo recogió en el camino y lo llevó al pueblo. Allí subió al autobús y se fue a la gran ciudad. Cuando descendió, sus ojos se opacaron al ver la miseria humana que lo rodeaba. No se asustó, pero se previno, sacó con cuatro palabrotas a los que le pedían dinero, ropa y un sin fin de cosas. Él, llevaba anotado el lugar donde su patrón le había aconsejado. Era un asilo de la Cruz Roja, "gente buena y de confianza", le había dicho. Te lo mereces, Natalio, pero cuídate.

Tomó un micro pequeño, que lo dejó casi en la puerta. Era un edificio antiguo, pero impecable. Se detuvo un instante, respiro profundo y tocó la puerta que crujió cuando la abrieron. Un hombrecillo calvo, con gafas gruesas y desdentado, leo recibió con una amplia sonrisa. Ingresó al mundo nuevo, al que lo llevaría a lo que hoy es su hermosa vida; vida que le permitió ayudar a su padre y hermanos.

De esa casona, lo acompañaron al Club, allí lo esperaban porque don Miguel, había hablado con el presidente de la institución sobre lo que Natalio era: "Ese muchacho, es un diamante en bruto". Y sí, comenzaron por hacerle estudios médicos, le cambiaron la dieta, le dieron rutinas de gimnasio y aprendió ciento de estrategias deportivas. Ya pasado los dos años con diecisiete años, era un diamante semi pulido, le faltaba poco para ser el "crac" que estaba escrito en su destino.

Su vida cambió tanto que estaba irreconocible, pero siempre humilde y soñador. Natalio, comenzó a pasar de ser un pajarillo de campo a un águila dorada… su cuerpo y alma se habían conjugado con esa estrella que solamente tienen algunos privilegiados.

Su sueño se cumplía justo cuando una noche su hermana Remedios, le avisó que su padre había partido al otro mundo, a ese desconocido de la muerte. No pudo llorar, pero salió al campo de juego con la esperanza de demostrar que cuando se quiere lograr algo, esto con trabajo y esfuerzo, se le entrega en la mano.

Hoy Natalio es un líder y el mundo lo ama.  

 

UN VESTIDO DE FIESTA


Marcela estrenaba esa noche el famoso traje de seda que le había traído de España, la tía Talía. Parecía un ángel con el nácar pálido de volados envolviendo su cintura breve.

En la sala, brillaban las luces multicolores del árbol de navidad. Al pie, un sin fin de envoltorios relucientes anunciaban el alboroto de las próximas fiestas.

Ese día, su fiesta de egresada, le conferían un status diferente. El de haber logrado un diploma de licenciada en psicología y salir por fin de la etapa de "estudiante", para ser profesional.

La cabellera casi infantil, caía sobre la espalda libre y el vuelo de la falda le envolvía las piernas algo deformes por tanto estar parada y por resultado de una polio que le dejó secuelas indelebles. Nada parecía preocuparle. Su fácil sonrisa atraía la mirada curiosa de los muchachos del pueblo.

Cuando entró en el salón donde se desarrollaría la ceremonia de entrega de diplomas, varios rostros se voltearon a mirarla. Estaba espléndida, algo arrogante y seria. Igual, buscó la butaca donde un cartel tenía su nombre: Marcela Morelo. Se ubicó entre dos colegas. Y en silencio esperaron el ingreso de las autoridades.  Atrás, en unza zona dispuesta por la superioridad de la facultad, sabía que estaban su madre, su hermana Josefina y la tía Talía. No imaginó que entre las sombras un hombre la estaba observando. Era su padre que la había abandonado de pequeña.

Ingresaron las autoridades y comenzó la agotadora ceremonia. Ese año habían egresado cincuenta y ocho estudiantes y a cada uno se le entregaba, después de los discursos, un diploma y una medalla recordatoria. Marcela advirtió que a algunos alumnos los aplaudían más que a otros y sonrió pensando Cuando me nombren: ¿Qué pasará? Y al nombrarla fueron muchos los aplausos. Eso la llenó de alegría. Al subir al escenario su cuerpo juvenil, se destacó por el bello vestido de fiesta de sed color lavanda que le daba un maravilloso aspecto de modelo de revista de moda.

Recibió ambos objetos y cuando estaba por descender, el secretario del decano, que actuaba de locutor... dijo: "¡Por ser la alumna más destacada de este ciclo, con un promedio de nueve ochenta, se le entrega una medalla de honor!"... La sorpresa la dejó anonadada. Ella no tenía idea que su esfuerzo había sido refrendado por la universidad.

De pronto vio que todos los compañeros se paraban y aplaudían. Y apareció por el pasillo central un hombre con un enorme ramo de rosas que se acercó a entregarle en los brazos. ¡Así, conoció a su padre! Marcela quedó radiante. Atrás su familia, la que la había apoyado toda la vida, sollozaba de emoción. Mas, su madre lloraba de rabia. Ese hombre jamás le ayudó a contener, alimentar y cuidar a sus hijas. Marcela, agradeció con breves palabras las atenciones de sus profesores, decano y familia y agregó: "Gracias a este señor que me entrega unas bellas flores y que imagino es mi padre, a quien recién conozco". Un estallido de aplausos cubrió la huída del hombre, que sólo esperaba el agradecimiento cuando se aventuró a estar presente cuando su hija había logrado superar todos los impedimentos que la vida le había puesto en el camino. Él desapareció sin dejar rastro.

Marcela descendió y un brillo inusitado envolvió a la muchacha que había logrado ser la mejor alumna. El vestido la envolvía como a una vestal y varios muchachos pensaron... mañana la invito a salir a cenar.

Ella solamente buscó a su madre y abrazando a su tía, les agradeció todo lo que en silencio le habían dado toda la vida.

LOS PEREGRINOS

 


                                               Historia imaginaria de un descubrimiento arqueológico. Nota de autor.

 

            El entusiasmo hizo que se juntaran una docena de jóvenes ruidosos y alegres. Eugenio, que amaba la arqueología, dijo haber encontrado una antigua y extraña cueva en el monte “Argemón”, con raras pinturas y que los invitaba a seguirlo. Lorena y Carolina, se entusiasmaron rápidamente. Yo voy… dijeron a coro. Fermín miró la cara de su hermano mellizo que lloraba de risa. ¿Qué saben estas dos de historia antigua? Si apenas saben el nombre de su presidente actual y eso porque nos aturden con propagandas en la tele.

            Lorena lo fulminó con sus ojos verdes y le discutió que sabía más que él, que nunca había aprobado los exámenes de ingreso a la facultad de arquitectura. En verdad que lo dejó mudo y silencioso por un buen rato. Se adhirieron Claudio, Sebastián y Melisa. Eugenio dispuso cómo tenían que organizarse, buscar ropa y calzado apropiado y cada uno se dispuso a hacerse cargo de una de las compras y menesteres a transportar.

            El monte estaba algo lejos, era bastante elevado y ríspido, el clima ya comenzaba a enfriar y era probable que lloviera o tal vez neviscara. Les prohibió que hablaran sobre el tema en el club o en la cantina de la facultad. Sino seremos docenas de “idiotas” que no tienen ni idea de lo importante que es este hallazgo.

            Así llegó el esperado día. La hora de encuentro era a las cuatro de la mañana. Madrugar no les gustaba pero si a veces se quedaban charlando hasta el amanecer, ese día era totalmente distinto. Claudio trajo su camioneta cargada hasta el tope con mochilas, cuerdas, grampones, bastones, piolets, lámparas y una pala para armar las carpas. Sebastián se hizo cargo de la brújula, lentes para la nieve y de las linternas y algunas colchonetas, que llevó en la parte trasera del jeep. Melisa, Carolina y Lorena, prepararon las cajas con alimentos secos y algunas frazadas. Eugenio trajo agua y pastillas potabilizadoras por las dudas. Invitaron a Félix que estudiaba cine y grabación para que con su buena cámara hiciera un video del viaje.

            Exactamente a las cuatro y cuarenta salieron por la ruta 85, rumbo a la montaña. Algunos bostezaban otros se acurrucaron en los tres vehículos y durmieron un trecho. A la salida del sol, fueron abriendo los ojos asombrados ante la belleza de los pasos que iban dando entre montes y cerros.

            Cuando llegaron a los mil quinientos metros, comenzaron a sentir la falta de oxígeno, que levemente les apretaba en las sienes. Eugenio repartió unos dulces y les habló sobre la importancia de no beber alcohol en las cumbres.

Hicieron un pequeño campamento, donde armaron una especie de fogón entre enormes piedras y rocas. El viento comenzó a soplar del sur y lentamente enfrió la mañana. Las muchachas prepararon el “rancho”, pusieron una olla en la fogata que hizo Claudio y cocinaron una suerte de “puchero” con cortes de carne de cordero y verduras. El perfume atrajo insectos y algún que otro pájaro travieso. Sentados en rueda sobre rocas, comieron con sus elementos de metal, bebieron hidratándose bien, cosa indispensable en la montaña. Un café y algún té, pasaron de mano en mano. Todo en pequeños vasos personales. Descansaron dos horas y preparándose para comenzar la caminata, dejaron los transportes cubiertos con lonas bien ajustadas con cuerdas.

            La travesía fue bastante dura, especialmente para Félix que llevaba su filmadora bien pesada al hombro. Los compañeros lo seguían detrás por si tenía un tropiezo.

            Esa noche habían perdido ya de vista los vehículos y armaron el campamento base. Las mujeres en una carpa y los muchachos en otra. Las risas y charlas se iban apagando junto al fuego que habían hecho en un hogar rústico cerca. Durmieron agotados.

            Al amanecer el frío viento manoteaba las carpas y despertó a los viajeros. Carolina se había despertado antes y había encendido un pequeño hornillo calentando agua para hacer café. El perfume del oscuro y sabroso líquido, los hizo desperezar. Bebieron comentando la belleza de la montaña. El sol coloreaba con su fuego bailarín sobre nubes y cumbres neviscadas. A lo lejos se pudo ver un hoyo oscuro. Era la famosa cueva. Sebastián comenzó a ordenar sus trebejos y la mochila. Sacó un librito de su bolsillo y leyó un antiguo ritual indígena que atraería la buena fortuna. Todos escucharon en silencio y luego cada uno opinó de acuerdo a sus sentimientos.

            Eugenio, serio, les dijo que ya comenzaba una de las etapas principales. Llegarían en cuatro o cinco horas a la famosa entrada. Melisa le ofreció ayudar a Félix y llevó un importante trecho la filmadora, ya que había aprendido un poco a usarla. Los paisajes eran gloriosos. Las piedras y rocas cada vez más complicadas de subir, pero los bastones servían y los grampones sostenían en las zonas ya congeladas de las rocas.

            ¡Al fin llegaron a la oscura boca de la cueva! El ruido del viento se hacía oír con fuerza y entre ellos apenas se escuchaban, tal era el silbido entre las murallas de piedra.

            Ingresaron en fila india, con cuerdas atadas a la cintura. Cada uno con su linterna en la frente que iluminaba el paso a dar. Pronto encontraron un socavón y estalactitas y estalagmitas que brillaban con el agua que escurría de entre las piedras. Se fue apagando el ruido del viento y los murmullos de asombro se agregaban a suspiros.

            Eugenio, los encaminó por un espacio semejante a una escalera, pero muy resbaladiza. Se abstuvieron de hablar con temor a un desmoronamiento o simplemente, ante la magnificencia del lugar. Una vez atravesado varios espacios sin ningún objeto llamativo, llegaron a la más bella zona de la cueva. El techo, pintados animales, humanos y vegetales con tizne y sangre de bestias. La admiración los dejó mudos. No querían romper la magia de ese encuentro. Habían descubierto una habitación de hombres primitivos. ¡Una belleza! Félix estaba eufórico, iluminen bien, decía y daba vueltas sobre sí, para enfocar cada personaje, cada dibujo, cada rincón donde había resto de vida de los humanos antiguos.

            No se querían ir. Pero se les estaba pasando el tiempo y con desgano salieron felices de ese extraordinario lugar. Ya sabría Eugenio cómo lo tomarían sus profesores eméritos de la facultad cuando vieran el video.

            El regreso fue hermoso. Cada uno llevaba en su alma un sueño diferente, un plan distinto, una pregunta más, sobre la vida y la muerte. Cuando Félix quiso armar el video, descubrió que una buena parte se había borrado y que lo que podía mostrar era insignificante. ¿Sería que aquellos humanos que habían vivido allí, no permitían que despertaran sus sueños? Otra incógnita para desentrañar para los peregrinos.

 

 

HÓRREO AJENO

 

Don Gregorio llegó de Málaga con un pequeño maletín y una bolsa con algunas ropas viejas y gastadas. Lo de mayor valor era su cáliz y su patena. Se la había entregado un monseñor anciano que ya no podía con su artritis y su ceguera.

La capilla estaba en ruinas. Alrededor, tumbas viejas desmembradas y rotas. El panorama era desastroso. El viento envolvía la flora silvestre que crecía por doquier. Volaban algunos pájaros por el resto del campanario y los nidos parecían verdaderos hervideros de paja y plumas. El cura, se sentó en una roca, cuando la miró, se dio cuenta que era el resto de una lápida. “¡A la amada Esperanza!” y no supo si llorar o reír. Le esperaba un trabajo inmenso.

Ingresó por una puerta destartalada que daba al refectorio. Los techos tenían algunas luces, por allí volaron dulces palomas como espíritus fantasmales. Sacudió con su bufanda una mesa y una silla. Volteó a buscar otra habitación y vio un candado. Esa entrada seguro daba a la única habitación de la capilla. ¡La casa parroquial, le habían dicho, está un poco abandonada! El último pastor, falleció hace treinta años. No se pudo enviar a nadie. Buscó y rebuscó la llave, debajo de una losa, la encontró. Abrió con dificultad, pero… ¡OH, sorpresa, todo estaba allí intacto, limpio y bueno! Una pátina de polvo y algunas telarañas cubrían las sillas y otros muebles.

Encendió la salamandra y el calor comenzó a suspirar por entre las frías paredes. Encontró la ventana tras unas cortinas pesadas descoloridas. Las descorrió y entró un rayo de sol, tenue y libre sobre la habitación y vio el más bello rostro de Jesús, en Buen Pastor pintado sobre tela, que no imaginó nunca encontrar allí.

Sacó de entre sus petates un trozo de pan y queso manchego. Sacó agua de un grifo rezongón que dejó escabullir agua oscura hasta que límpida como la mirada del Cristo, le salvó la garganta del sabor amargo de esa dura soledad.

Comió rezando unas letanías y caminó hasta un lecho, que se quejó cuando quiso apoyarse en él. Sacudió la colcha y volaron mil pequeñas estrellitas de polvo. Se tiró y quedó dormido.

Un golpe sordo lo despertó. Alguien había llamado a la puerta o a la ventana. Somnoliento, apretando sus ojos lagañosos y doloridos, se dispuso a ver quien era. Un mozo de unos veintitantos años estaba parado allí con una enorme sonrisa. ¡Soy Orestes Segovia, su vecino! Bienvenido a nuestro pueblo. Lo hemos esperado tanto, pero ya está acá y le ofrecemos ayuda.

Don Gregorio, se puso las gafas y acomodó el hábito que lo esperaba en una silla. Se ajustó el rosario en el cinto y abrió. ¡Bienvenido tú, muchacho! Un apretón de manos y detrás un par de mozalbetes con herramientas varias se apresuraron a saludarlo. El ruido espantó a un perro vagabundo que se había acercado. ¡De quién es ese pillo? ¡Pues suyo si lo quiere! Y sin pensarlo mucho, el padre lo aceptó, tendría un ayudante extra con las probables alimañas.

La tarea de reconstruir la ruinosa capilla fue ardua. No se hace en dos días lo que se abandona en treinta años. Lentamente fue acercándose la gente. Las campanas, una vez vueltas a colocar en su lugar, sonaban con el viento o cuando el hombre de Dios, se colgaba para llamar a misa. Primero vinieron las viejas, curiosas para ver a su nuevo cura. Luego se fue pasando la voz: ¡Es un poco pachorrudo, pero parece bueno! Es algo viejo. Es sereno y habla bien. Y cada parroquiano daba su impronta según les parecía.

La Teófila, viuda del comisario, que tenía un buen gallinero, le trajo varias, con un gallo para que pudiera comer. Pues comenzó la envidia: Eleuterio le trajo un cochinillo para que criara. Doritila y Fidel, un par de conejos que pronto se reprodujeron tanto que comenzó a regalarlos. Así fue creciendo la comunidad y la parroquia.

Para Semana Santa armaron un Vía Crucis con pompas y campanillas. Flores de las casas y no faltó quien quisiera prestar a su muchacho para que representara al Cristo. Don Gregorio, tuvo que ponerse firme. ¡Eso aquí, no se hace! Ya arreglada la iglesia y el cementerio junto a ella, comenzó el pastor a caminar el pueblo. Vio lindos campos sembrados y pequeñas parcelas de frutales. Y se enamoró un hórreo que tenía un vecino cercano al ferrocarril. Comenzó a preguntar, qué quién lo hizo, qué si era difícil, qué si puedo hacerlo… y Orestes le propuso ayudarle. ¡Haremos el mejor! Y así fue que buscó un espacio cerca de su casa parroquial, limpiaron de árboles y plantíos innecesarios. Y comenzaron a levantar las columnas bien fuertes, con sus buenos moldes voladizos para evitar las alimañas, y lo hicieron tan bello y tan grande que parecía ajeno. De otro lugar, de otro dueño. Don Gregorio, se sentó a contemplar la obra y secándose el sudor, dijo: ¡Será para historia de este pueblo!  Y así fu

martes, 9 de diciembre de 2025

LA ESTACIÓN ES UNA PLAYA DESIERTA DONDE SUENAN SILBATOS DE TRENES QUE SALEN Y NUNCA REGRESAN

 

 

            Siempre soñaba con viajar. Entraba en las bibliotecas del pueblo y ya sabían que pedía libros de países lejanos, de ciudades extranjeras. Ubaldina soñaba con trenes y barcos y aviones. Pero nunca había salido del pequeño barrio junto a la cancha donde trabajaba su padre. Ella ensoñaba con pasear por plazas antiguas, castillos y viejas catedrales. Su madre se reía y la obligaba a que le contara por dónde estaba paseando ese día o a qué lugar tomaría el próximo tren para escapar a sitios de leyenda.

            La hermana y el hermano, la atormentaban con chanzas y preguntas. Se ingeniaban conocer algún lugar donde hubiera playas o bosques para decirle como debía ir. Ella a veces lloraba y se refugiaba en la biblioteca de la escuela. Allí, siempre encontraba alguien que la apreciaba o le pedía algún dato para un examen o una tarea escolar. Con ternura, la bibliotecaria, la miraba devorar los mapas y las imágenes de los libros una y cien veces leídos.

            Pasó la escuela primaria con excelentes notas y la directora de la escuela llamó a sus padres y les rogó que le permitieran seguir estudiando. La madre no quería y el padre dudaba. Si la ponía a trabajar en algún negocio cercano ayudaría con la casa. Ambos decidieron dejarla un para de años en el ciclo superior. Allí fue el gozo total. Sus profesores se asombraban de la facilidad y conocimientos que tenía del mundo, de los lugares más inhóspitos conocía flora, fauna e historia. Hasta sus compañeros le consultaban temas que ellos ignoraban.

            Su profesor de geografía un día le preguntó de dónde tenía tanto amor por su materia. Ella dijo: Mi sueño es tomar un tren, llegar a lugares lejanos, conocer playas, bosques y la sabana africana, el desierto, los colosos del Himalaya y viajar, viajar, viajar.

            Pasó lo imprevisto. Saliendo del colegio, un tranvía la atropelló y quedó muy delicada. Entró en un estado de inconciencia. Le tenían que inyectar oxígeno, alimentarla por zonda y no pudo despertar.

Sus hermanos comprendieron que si le leían de lugares lejanos donde ella quería conocer, tal vez mejorar.

            No sabían que su mente divagaba por estaciones de trenes, oía silbato de barcos y trepaba a trenes que no regresaban nunca a ese lecho del hospital. Ubaldina nunca despertó y su familia piensa que se fue en un tren a un lugar muy extraño donde podía ver cada uno de los castillos, catedrales y plazas del mundo. Un día su corazón se detuvo, y por fin voló no sabemos hacia dónde.

EMBOSCADA

 


            Lusius Kingueil se asomó a un ventanal para observar desde allí la calle. Un manto cárdeno alfombraba el horizonte. Avanzaban negros nubarrones a espaldas de los edificios. Gigantes herrumbrosos que desafiaban el tiempo. Acomodó el capote. Sus viejos guantes de lana verdosos huían en pequeños plumones en motas de hilillos de lana que deshacían vuelta a vuelta el tejido. Bajó la vista y la posó sobre las enormes pilas de papeles que había escrito. Sus dedos aun estaban teñidos por el azulado líquido que usaba para asentar cada paso de su jefe. Se puso el sombrero y cerrando los postigos, dejó en penumbra la habitación. Un suave fulgor subía desde el taller donde los hombres trabajaban con los telares.

            Eran como muñecos que tenían un ritmo casi perfecto. De ahí, salían paños para los contratos que había firmado el dueño con el gobierno. Se acercaba una guerra. Los colores habían cambiado, ya no eran luminosos. Un ensombrecido hilado marcaba el mundo infernal que se precipitaría sobre la gente del pueblo. Julius bajó los peldaños con cuidado, estaban gastados y secos, la madera se quejaba bajo sus botines y el barandal estaba flojo. Había estado sentado once horas, tenía el cuello dolorido. En la puerta de salida sintió la voz del jefe que lo llamaba. Cerró los ojos y apretó la mandíbula. ¡No, otra vez no!

            Lo miró de frente y el viejo, con los ojos enrojecidos por el calor de las máquinas, le hizo un guiño. ¡Sorpresa! ¿Qué necesita, señor Douglas? Le alcanzó unos billetes y unos peniques. Hoy, Julius, me ha completado el trabajo de un mes y deseo que lleve su paga a la señora Kingueil. Inesperadamente, el viejo, se había transformado. Agradeció y saludando, se colocó el sombrero y abrió ala puerta.

            Fuera de la fábrica el olor que traía el viento desde el barracón, llegó a dolerle en el pecho. Olor a muerte, a podredumbre, a pescado hediondo. Agachó su cabeza, reconcentrado y caminó por el veredín de piedras, hasta cruzar el bulevar. Allí pasaban los coches y cambió el olor. Ahora era el de los desperdicios de los caballos y perros de los transeúntes y vendedores. En el bolsillo del chaleco aprisionaba los peniques, los billetes, los escondió bajo la faja de sus pantalones, en un pequeño saco que le cosiera su mujer. A veces había escuchado que algún bravucón se hacía el borracho para atropellar a los caminantes y robarlos hábilmente.

            Subió a la vereda por donde jugaban unos muchachos con una rueda metálica. Tropezó apenas con una niña, que acurrucada por el frío, se había protegido bajo una alcantarilla. Le tendió una mano. Flaca, amarillenta y sucia. Su carita de dolor, lo conmovió. Sacó medio chelín y se lo puso en la palma, y advirtió que tenía una fea herida. Julius, supo que estaba frente a una pobre desamparada. Comenzó a llover. La creatura se encogió bajo unos trapos viejos y cartones que le servían de cobijo. Nuestro hombre, pensó en su hogar, en el perfume a sopa de cebollas y pescado, en el calor del fogón y sin calcular el tiempo, ni las consecuencias, de un tirón sacó a la niña, la envolvió en su capa y siguió el camino. Nadie lo había observado.

            Cuando abrió la puerta de su casa, su amada esposa Melania, vio que traía un bulto bajo sus brazos. ¿Qué traes ahí? La pregunta quedó en un sonido extraño al mostrar a la chiquilla. ¡Me traes una vagabunda! Pero su corazón de mujer, sobrepasó a su miedo. La tomó como a un pajarillo mojado. La niña temblaba. Miedo, dolor, hambre y soledad. Julius besó en la frente a sus hijos que se acercaron a mirar a la pequeña. ¿Cómo se llama? ¿Dónde la encontraste? ¿La compraste? Cada uno preguntaba algo. Él, les pidió silencio y les contó así: Hoy es mi día de suerte. Terminé el trabajo para mi jefe y me pagó el dinero que me debía; cuando regresaba me encontré con esta avecita perdida y no quise que durmiera en una alcantarilla que con la tormenta, pronto se llenaría de agua y se ahogaría.

            Melania se acercó, la tomó nuevamente y la llevó a la tina. Mientras la bañaba, la pequeña no habló. Pero la madraza vio que había sido severamente castigada. Tenía zonas cárdenas por todo el cuerpo y heridas que mal cicatrizadas hablaban de abusos increíbles. Con un paño, secó el cuerpo y le puso ropa de sus muchachos, le ató como pudo el cabello que tenía muy revuelto y cuando la mostró a los expectantes ojos, vieron una hermosa criatura de ojos color almendra, rubia y pálida. ¡Esa noche comió como hacía mucho no comía y se quedó dormida en la silla.

            Melania y Julius, se abrazaron y acariciaron a sus hijos. ¡Se quedará si ella quiere! Mañana, después que despierte le preguntaremos su nombre. Por ahora, todos a dormir. Julius, escondió los billetes y se fue a su cama. Quedó dormido de inmediato. La tormenta pasó y al despertar, la niña no estaba, los billetes de Julius y Melania, tampoco.

 

 

POR EL RÍO THAILANDÉS

 

UN VI

                    Abordamos la balsa que remontaba el río  Tkwait. Luego de una jornada de visita histórica a lo que fuera el famoso centro de detención y torturas de los soldados americanos en mano de los japoneses. Estaba cansada y me sentí un tanto apartada del grupo de chinos que me acompañaban. Usaba ropa inadecuada. El invierno tailandés con su humedad y temperatura de casi 32 grados. Yo con una pollera kilt de lana inglesa y una blusa de mangas largas, arremangadas, trataba de disfrutar de esa maravilla. El río calmo y suave, nos alejaba del famoso puente hacia la selva, el sol se ponía. Era esa hora de amarillos, anaranjados y rojos. Una suave brisa me atraía las risas de gente alegre, mujeres, niños y hombres, que a la orilla se bañaban casi desnudos en el río. Se recortaban árboles gigantescos. Todo era como en una sordina. Las palas de los remos chasqueaban en el agua. Cuando una balsa con motor pasaba, levantaba olas de agua dorada, por el sol poniente un millar de pájaros volaban, perdiéndose en la espesura.

                     Llegamos a un embarcadero muy primitivo. Me invitaron a bajar. Con ayuda de unos brazos morenos, un joven nativo, descalzo y con un turbante en la cabeza de colores estridentes, me regaló una sonrisa de dientes blancos en su piel morena y me coloco orquídeas pequeñas en el cuello, como collar.

                     Atravesé un patio donde unos chimpancés jugaban sin inmutarse. Era el patio de un templo budista.

                     Mis amigos chinos rápido subieron una escalera estrecha y muy  empinada. Todos eran budistas. Yo comencé a subir lentamente. Me sentía cansada pero tan excitada y feliz, que aun me parece sentir el olor de las orquídeas de mi pecho. Como me detenía cada diez escalones, a los pocos segundos una monja budista joven, con su frágil figura y cabeza rapada, estaba a mi lado. Nos separaba una baranda de metal y un millón de palabras. Nos unía la paz, la   emoción, la expectativa. Me quería dar animo lo hizo. Transpuse  los 150 escalones y ¡Oh! Maravilla....allí frente a mi estaba el buda. Ella extrajo los celebres papelitos de oro y tomando mis manos, los deposito, para que yo, honrara al santo. Lloré de amor. Allí estaba frente a la cueva. Me indicó que ingresa y en el techo.... miles de murciélagos colgaban como cristales de antracita. Ellas, las monjas, mantenían el lugar impecable. Me hizo agachar en una pequeña hendidura de la cueva, que a fuerza de pasar gente durante siglos, parecía pulida como espejo. No me animé y sólo atiné a honrar al Buda. Luego regresé al lugar donde sonrientes me esperaban mis amigos. En mi corazón nunca voy a olvidar ese momento de infinita belleza.

 

EL VIAJE


Caminando por la Medina de Tetuán, la mujer se apoyó en un árbol que frente a sí, le permitió sostenerse. Se sintió mareada.

Cuando bajó del avión, el hombre que la esperaba con un pequeño cartel con su nombre le habló en el idioma del lugar que no entendía. Luego de guardar su breve equipaje, la invitó a subir a un auto antiguo y le indicaba que la llevaría a un hotel. Dio varias vueltas que le dieron la triste idea que la estaba timando.

Le rogó detuviera el coche y él, sin oírla siguió por una larga avenida coronada de hermosas palmeras. Finalmente se detuvo en una plazoleta frente a un hotelucho de mala muerte. Cuando bajó, le dejó diez euros y él, salió volando llevándose sus pertenencias. ¡La habían estafado!

El recepcionista hablaba bien francés y así pudo hacerse entender. Le llamó a un policía y llegaron dos muchachos amables que no hablaban sino árabe. Igual puso la queja.

A la mañana siguiente un teléfono fijo sonó en la triste habitación, las colegas de la universidad se habían enterado de su problema y la iban a buscar con una persona de seguridad.

Comenzó a llover. No tenía ropa, sólo en su mochila lo indispensable para higienizarse y gracias a Dios llevaba con ella en su ropa interior un sobre de tela con el dinero que le quedaba.

A las dos horas llegaron sus conocidas y la abrazaron. Ya sabían que la policía había detenido al chofer y le devolverían algunas prendas que no pudo vender el deshonesto hombre.

Se fue más tranquila con sus conocidas y sintió la hospitalidad de esa gente hermosa de la universidad.

Al ingresar al hospedaje que había elegido desde su tierra sintió un placer y alegría inmensa. Allí comió frutas y se duchó, durmiendo para reponerse del mal rato.

En las aulas donde debía dar sus charlas de antropología, había un murmullo de estudiantes que se habían enterado el suceso del transporte y se deshacían en atenciones. Escucharon su charla y luego de mostrar toda la investigación con fotos y diagramas, la sala se llenó de aplausos. Se alegró.

Al día siguiente, una joven alumna la invitó a conocer la Medina. –Así puede comprarse algunas prendas que le falten.- y salieron en un pequeño autobús hacia la ciudad celeste y blanca.

La belleza de la antigüedad la transformó. Logró por un momento hacerle olvidar el mal trago del día de su llegada.

Caminó por entre las callecitas de intrincadas volteretas, con sus piedras desgastadas por el ir y venir de cientos de seres humanos en el tiempo. Los vendedores con sus atuendos típicos la asustaban un poco, porque le recordaban al hombre.

La joven Zaira, la invitó a tomar un té, que saboreó con gusto. Era diferente a todos los té que había tomado antes. Comió unas dulzuras sin pensar que su cuerpo no estaba acostumbrado a esos sabores de especias tan distintas. Cuando se despidieron, la joven la dejó junto a un taxi con la extrema delicadeza de indicarle en idioma local a dónde debían llevarla.

Caminó unos pasos por la calle de la Medina y se sintió mal. Sus piernas no le respondían. ¡Otra vez no! Se dijo. Se apoyó en un árbol y cayó desm

MÁS VALE PÁJARO EN MANO QUE CIEN VOLANDO


 

            Agapito siguió a la yegua madrina con la tropilla chusca. Tenía que aceptar, cabeza gacha, con las órdenes de misia Eleuteria, su patrona.

            Desde que don Juan Leoncio murió, esa mujer se había estropeado la sesera. Pedía, exigía y ordenaba cosas cada vez más locas. El peón sabía que era más práctico ir a la feria del agro a comprar un padrillo y dos o tres yeguas como “Aurorita”, la madrina que ya vieja y mañosa  no tenía potrillos y pateaba cuando los chúcaros la querían “cubrir” pero no le podía discutir, ella creía saber todo.

            El potrero sur estaba atestado de potros ordinarios, de poco valor que nadie quería. Con sus coces, rompían los alambrados y el potrero era un asco. Una tormenta de truenos y refucilos, los espantó tanto que corrieron dislocados en todas direcciones, cayéndose algunos y quebrados sus patas otros. Luego fueron cayendo en el barranco del río que venía borracho de aguas turbias. Era como fuego húmedo y lodo. Los animales se alejaban como cadáveres de la Apocalipsis. Así había dicho el padre cura en la capilla hacía un tiempo. Así es el demonio, como el río cuando está bravío y ciego. Arrasa con todo.  Y fue así, no quedó nada, o sí, la yegua madrina que herida y enlodada se arrastró hasta el alto llamando con relincho a los pocos caballos y potrillos que sobrevivieron.  

 

 

“DEL VINO Y DE LA VIÑA”: “SANGRE DEL AGUA”

 

Bautista camina de prisa, quiere llegar antes que se termine el horario del transporte de la tarde. No desea caer en la noche a la casona. Hace un repaso mental de todos los temas que tiene que concluir en la ciudad. El trajinar en las veredas es increíble para un hombre de la tierra. Sus ojos curiosos se mueven a un ritmo ágil y frenético. Pasa junto a un escaparate y se detiene. Absorto pone su vista intrusa en una imagen. Tras el cristal, una foto antigua, en colores desvaídos y sepias, lo golpea en su intimidad. ¡Ese es el abuelo Fortunato! Alguien lo empuja sin disculparse y firme sobre sus pies le sale un breve y feo ¡Eh, infeliz, no empuje! Mira, sin distraerse, detalladamente el retrato. Los ojos son los típicos semicerrados del viejo, las manos, ásperas por el trabajo duro, un traje desgastado y barato con la camisa raída y un corbatín ajeno a su costumbre.

¡Me olvidé la hora! Sos un aturdido Bautista Grassetti. Dejaste pasar el autobús que tenías que tomar. ¡Ahora pasarás unas horas dando vueltas en este loquero absurdo que es la ciudad!

El hombre ingresa en la tienda. Mira las ofertas, pero sólo quiere preguntar por la foto de la vidriera. Una regordeta mujer arrebolada, se le acerca con una desagradable sonrisa esforzada. ¡No le gusta vender! ¿Qué necesita joven? Mueve las manos de uñas largas y rojas con esmalte desprolijo. Acá tiene vinos de bodegas pequeñas que no tienen mucha propaganda.

Perdone señora, me puede decir: ¿Esa foto que está en el escaparate, dónde la encontraron? La mujer revolea los ojazos maquillados de verde y negro y sonríe. Es el tío abuelo de mi suegro. Eso me han dicho. La han hecho grande y usaron un sistema nuevo para mejorar la imagen. ¿Por qué?

 

 

lunes, 8 de diciembre de 2025

BUSCANDO LUZ

 

Invítame a recorrer la senda de la noche

Allí donde se pierde el sacrificio y el olvido

Donde mengua el sonido de las hojas del álamo

Y caen las sempiternas lágrimas desde la piel marchita.

 

Invítame a socorrer las aguas del río que se despeña

En la tierra pedregosa del lecho. Consuela al sol.

Mérito del atropello de una tarde de viento cálido

Que mengua con el deshielo la nieve de los riscos.

 

Un avatar me intriga por su misterio antiguo,

Y llega mi pecho en sombra con latido de espuma

Buscando al demiurgo en el intrincado libro

Con un idioma de ignota comprensión de vida.

 

Busco entrar en la noble presencia de la luz

Quiero estrechar los lazos de un arcángel ciego

Amamantando el ave abandonado en el nido

Que grazna entre los sauces que aguardan la mañana.

 

¡Cuánto misterio encuentro en las páginas blancas!

Las letras bailotean entre mis ojos fríos. Quietos.

Invítame a escarbar en el mensaje oculto.

Descubrir con destreza las llagas y heridas escondidas.

 

UN SIMPLE HOMBRE VOLANDO

                  

 

      Todo comenzó con la internación en el lugar más sórdido de la ciudad. Yo había perdido la paciencia. Tal vez querer volar era un desafío para otros. Traté de volar desde la columna de la luz, desde el campanario de la catedral...desde el mismísimo cielo. No pude. Nunca me dejaron. Mi familia, mis amigos, los bomberos... todos me impedían volar. Eso era mi sueño. Repetía cada mañana el rito. Me bañaba, afeitaba, me vestía con el mejor jeen, la mejor remera o el sueter nuevo, zapatillas de marca. Siempre llegaba al lugar estudiado o elegido. Nada. Algo lo impedía. Alguien me seguía. Punto. Será otro día.

      Entré como si conociera a cada uno de los hombres que habitaban ese espacio infernal. Ahora mis pares. Se acercaron algunos, otros gruñían o reían a mi paso. Yo, los miraba lleno de asombro. Me presentaron al médico especialista "en vuelos" o no. Era un hombrecito calvo, con lentes muy gruesos, algo obeso pero agradable. Lo acompañaba un ayudante enorme. Todos vestían batas blancas o verde claro. Todos estaban algo sucios. El dormitorio apestaba. El baño...bueno no parecía un baño, era apenas una letrina oscura, obscena, un asco.

      Caminaba mirando hacia el parque. Quería ver si desde allí podría volar alguna vez. Nada. Todo era triste. Los árboles y las paredes desnudas sin farolas ni flores. Vi a otros hombres. ¡ Casi hombres ¡ Mis manos trémulas apretaban la poca ropa que me dejaron. Me quitaron el cinturón, los cordones de los zapatos, la radio, la cadenita de oro con el `santito´ que me dio mi hijo. Casi todo me quitaron. Pero eran simpáticos. Todos reían viendo pasar al médico con uno `nuevo´. Estaba tranquilo. Sabía que con paciencia lograría que un día me permitieran volar. Era un sueño. Desde niño quise volar.

      Me costó dormir en esa cama dura y fría. Pero al amanecer reconocí el canto de los jilgueros y zorzales de la zona. Envidio a los pájaros. Ellos vuelan sin pedir permiso a nadie.

      Un enfermero me buscó temprano y me llevó con una hermosa joven. Ella era amigable y dulce. Charlamos un largo tiempo cálido y bueno. Hablamos de mi madre. De mi padre que apenas conocí. De la escuela en el barrio...hasta de fútbol. Me hizo mil preguntas sobre el trabajo, los amigos, los compañeros y bueno...también fue hermoso. Recordamos las películas de Sandrini, de Niní Marshal, de Cantinflas y las de vuelo. Hablamos de alas delta, de aeroplanos, aviones y cohetes. De éso, sé un montón, le dije. Cuando me iba al dormitorio, ella, me entregó un libro. Comencé a leerlo esa misma tarde. La vida de un tal Saint Exúpèry. Él sí volaba. Me gustó tanto como puede gustarle a un pájaro soñar con aire libre en una elevada montaña  entre las nubes.

      Los otros  habitantes me seguían. Me acosaban. Hasta que encontré a Felipe. Él era un tipazo. Había trabajado en el aeropuerto. Sabía de mi amor por el vuelo. Me escuchaba. A veces no, se sentaba ausente, no hablaba. Sonreía. A veces le daban ataques de rabia y rompía todo. Pobre Felipe, con los ataques queda hecho una porquería. Lo ayudaba a vestirse, lo afeitaba, le daba de comer... Era mi amigo. Los médicos nos tenían cariño. A los dos nos tenían cariño. Éramos tranquilos, inteligentes, limpios. Hasta que llegó el "loco". Ese era loco realmente, no se hacía el loco. Creía que era Jesucristo y bendecía a todos. A veces yo se lo aceptaba, tal vez así lograba volar un poquito. Quería celebrar la santa misa. Estaba loco de remate. Repetía el Sermón de la montaña o a los Corintios a los gritos. Los otros le tenían miedo. Aparte no quería ni hablar de volar...el pobre. Odiaba a los médicos. La furia le hacía dar fuerte patadas y allí empezaba a blasfemar. Quería matar a los doctores. Era muy triste verlo. Comenzó a buscar la compañía de nosotros dos que éramos amigos. Aparte de ser dios, había sido profesor de filosofía, lenguas muertas, literatura y quién sabe qué otras sabidurías. Pero no quería volar. Estaba loco. Nos seguía. Hablaba de Van Gogh, Beethoven, Verdi, Da Vinci...y dale con los genios. Dalí, Chopín, Tchaikovsky, Chaplín era su favorito. ¡ Y tuvo que suceder, era lógico! Peleamos. Él comenzó a hablarme de Darwin y yo no tenía ganas de escucharlo. Yo, repito, sólo quiero volar, que por otra parte es algo normal en un hombre pájaro. Le grité que me dejara. Le dije: "Me tenés abrumado por tanto tabaco, por tanta cultura. Entre saber y no saber, prefiero..." La pizza"... agregó Felipe" Y comenzó a golpearnos. Ya no repetía en latín a Homero ni a Virgilio, no. Puteaba que daba gusto. Vinieron y lo ataron. Por supuesto lo ataron con aquellas vendas blancas que existen...acá.

                   Entonces sucedió inesperadamente algo maravilloso. ¡ Felipe me tomó de la mano y me invitó a volar...!

                        

UN BOSQUE LLENO SUEÑOS

 

                        Me duelen las manos. También la espalda. Hace una larga semana que trabajo sin descanso para cumplirle. Quiero pero no puedo. Sí, quiero completar todo el pedido que recibió Joaquín de esa gente. Es una nueva casa de comida, hotel, casino y albergue. Es nueva y única. La construyeron en la ladera Este. Es muy linda. Está construida en una zona hermosa de la región. La más bella. Tiene un sabor salvaje. Esa tierra húmeda, la fina llovizna de unas nubes que como velo de novia se deposita o se apoya en las largas columnas de pinos, arrayanes y piceas. Es un regalo fortuito que regala el amanecer de los días de otoño. El sol está cansado de moverse por el bosque como novio enamorado de los duendes del pinar. ¡El olor a resina y polen! Las cabañas son hermosas, las comenzaron a construir en primavera, el mismo día de nuestro encuentro. Yo iba con mi bicicleta por el sendero buscando setas frescas. ¡Nos encantan “revueltas con cebolla finamente picada en juliana, huevos y queso parmesano, con una pizca de sal y pimienta, una cucharada de salsa inglesa y vino jerez”! Bien, como decía, me movía por esos rincones que conozco desde pequeña, esos que recorría con el abuelo Marco, y él, me iba regalando cuentos, recetas y recuerdos. Bueno, iba por allí y nos encontramos. Parecía un astronauta recién aterrizado de un planeta lejano. Era como de otra galaxia. Fresco, alegre y vivo. Sí, como mi bosque de cuento. Me gustó, así rápidamente, con su sencilla forma de pedirme la receta de los hongos. Aparte, desconfiado, creyó que eran venenosos. Yo le gusté, seguro, porque me comenzó a contar su vida.  Parecía como si me conociera de toda la vida. Me senté en un tronco caído, junto a un árbol lleno de pájaros. La madera podrida en parte, albergaba un sin fin de pequeños seres vivos como su vital risa contagiosa. Su mirada clara se movía, deslizándose por mi rostro, que sudoroso y sucio, aparentaba no haberlo lavado en meses. Los pinos, piceas, abetos y abedules, eran el marco perfecto a ese encuentro informal y romántico.

                        Casi me olvidé para qué había venido al bosque. Si él, no mira el reloj y da un salto, seguimos hablando en el crepúsculo que le había puesto una mortaja violeta a los rayos rojizos del sol. Joaquín se despidió, me ayudó a trepar a mi bicicleta y partí. Cuando llegué a casa me encontré en la penumbra más cerrada, corrí con la mitad de hongos acostumbrado. Llegué a la cabaña y caí sólida en el banco rústico de mi pequeña cocina. Pensé cómo haría una cena sin la cantidad de setas frecuentes y decidí hacerlas en la receta del abuelo:”con miga de pan mojada en leche, salsa blanca o bechamel, perejil y ajíes rojos y verdes. Así armé un budín que mezclado con dos huevos y nuez moscada”, alcanzó para los cuatro. Papá quedó feliz, cuando le conté que había conocido a Joaquín, el muchacho del bosque, pues lo trató en el pueblo y conversó mucho. Le pareció muy simpático y además era alfarero. Papá dice siempre que hay oficios santos: carpintero, alfarero, boticario y labrador. No quiere a los carteros, tal vez porque un cartero siempre le trajo las noticias tristes. Mamá en cambio es más desconfiada. Casi no habló. Mi casa es la típica casa de campo con olor a fogón caliente, levadura, ajo y vino. El abuelo nos enseñó a hacer el pan. Él guardaba un trocito de masa para levar y se levantaba a la madrugada para hornear. Cuando estaba todo listo se acostaba y al comenzar el día con un enorme tazón de leche tibia recién ordeñada de Chichí, la vaca, comíamos una rebanada de pan caliente con manteca que mamá batía a mano en un bol y dulce de grosellas que hago todos los años. ¡Qué rico era desayunar así, con el amor del abuelo! Hoy lo recuerdo y se me hace un nudo acá, justo aquí en la garganta. Bien sucedió que a los dos días sentí el ruido de un motor por el camino de casa. Era Joaquín que me invitaba a trabajar con él. La camioneta destartalada y muy ruidosa se escuchaba de lejos. Atrás traía un horno para cocer cerámica y un sin fin de moldes de yeso y herramientas. Me entusiasmó su seguridad. Sus ganas. El dueño del complejo hotelero le había encargado toda la vajilla especial con sabor, color y forma de nuestro rincón lejano. Me intrigó su exaltación y sus sueños. Era muy creativo. El perfume ácido de la arcilla me entraba a los pulmones como una saeta inesperada. Acepté. Yo nunca había hecho alfarería. Pero como amo cocinar imaginé que era como hacer un pastel de berenjenas. Ese que me enseñó el abuelo. “Se pelan cinco berenjenas medianas y se hierven con sal. En una sartén se re fritan en aceite de oliva con dos dientes de ajo; los dos tomates picados en daditos, dos cebollas en juliana, dos pimientos y un puñado de hongos recién cosechados que se filetean. Se pisan con un tenedor las berenjenas ya blandas y se agrega el  menjunje, con pan rallado, una tasa de queso rayado, dos huevos y mucho perejil. Se hornea veinte minutos y ¡paf!: un pastel para re-chuparse los dedos. Si las berenjenas son algo amargas se le agrega a la pasta una cucharadita de azúcar”. Así era hacer todos esos recipientes de arcilla. Con un gran amor y buen gusto. Yo le agrego además los gnomos del bosque pintados y hasta los muérdagos y ardillas. Cada pequeño plato, escudilla, taza, fuente, tiene un pedacito de mi bosque. Es su espíritu ingenuo y personal, el que creó la chispa de este mundo mágico que hemos hecho juntos. Creo que me he enamorado de Joaquín y él de mí. Estoy cansada pero tengo que hornear todas las piezas en bizcocho de arcilla. Las pintaremos juntos y cuando amanezca y cuando inauguren la casa de la colina, cada persona se asomará un instante a nuestro mundo.

                        Realmente me falta esa chispa para encenderle a cada jarra una señal con el fuego de la creación aderezándole un pequeño trozo de monte perfumado de bellotas y musgo. Debo recuperarme. Joaquín duerme junto al horno un rato esperando el pequeño milagro de amor cotidiano. Mis manos lloran arcilla y falta una buena parte de los platos y adornos para terminar la tarea. Anoche, antes de quedarse dormido, Joaquín me dijo que estaremos juntos para toda la vida y me dio el anillo de boda de su madre. El amor ha llegado a mi vida en forma inesperada. Estoy conciente que es extraña la forma de nuestra relación pero espero. Mañana será un festival de sueños cumplidos. Toda la vajilla terminada, la inauguración de la posada de la montaña y el anuncio de mi boda.

 

EL PESCADOR DE QUIMERAS

 

            La tarde calurosa amenazaba una noche plagada de estrellas. El viejo, se sentó sobre la madera húmeda y caliente. Sacó una antigua pipa. Miró tras sus pupilas nubladas por el tiempo y suspiró cansado. Terminaba un día y el mar calmo, esquivo, no llenó el vientre hambreado de su barco. Poca pesca. Nada, casi nada. No había viento y eso no permitía que se alejaran de la costa mar adentro.

            Un olor penetrante a sal y pescado, entre podrido y fresco, hería las narices a los hombres silenciosos. El sol se escondía con esfuerzo tras la pequeña colina en occidente. Un pescador comenzó a canturrear un sonido triste. Otro, tomó un pequeño instrumento rústico y comenzó a elevar un sonido de belleza inexplicable nativa sangre negra  caribeña.        

El caballero que había pedido acompañarlos ese día era un tal Hemingway, escritor que tomaba ron y masticaba tabaco, mientras limpiaba displicente sus anteojos de armazón de oro. Parecía, por su ropa desprolija y gastada, uno más de entre los obreros de la pesca. Pero ese no era un hombre común. El viejo lo supo desde el instante que subió a cubierta con su rostro avejentado y crítico.

            El bote se jactaba de ser como un delfín de madera y metal color herrumbre. Su panza hinchada supo regresar a puerto lleno de peces. De haber luchado con los más fieros tiburones del caribe.  El viejo achicando los ojillos desplazó una sombra tenaz por el cuerpo encorvado del poeta. Nutrió su expectativa con un sonido agudo. Desde no muy lejos aparecieron las aletas ahusadas de los asesinos blancos. El viejo se paró y tomó un arpón, señalándole al hombre en desafiante orden, que imitara sus movimientos. Sobre el agua de color sangre amarillenta, con certero golpe atravesó el cuerpo efímero del pez bravío. No pudo el extranjero imitar su juego. Tiró enojado el arma y se sentó perturbado en los maderos. Soñó con ser un héroe. Ya, el sol, parecía un dromedario agonizante. A lo lejos las luces de la Isla reflejaban una vida desplegando miserias. Comenzó el regreso. Atracaron en el precario puerto y casi sin palabras se despidieron. Una borrachera de ron abrazó la noche. En la mente de un enorme creador nacía una obra gigante.

HIPOCRESÍA, ENVIDIA Y CELOS

                       

                        Se ha caído de la silla de ruedas. Otra vez el hueso de la cadera roto me deja sin otra alternativa, que internarlo en un geriátrico. No tengo veinte años. Mis piernas están muy cansadas. Mi corazón también. Lo miro con el espíritu de cincuenta y tres años de estar a su lado. ¡Cincuenta y tres años!, y, aunque muchas veces lo odié y deseé que estuviera muerto, hoy estoy junto al hombre más interesante que pude conocer.

                        Alto, de figura escultural, siempre dorado por el sol, era el Apolo del club, del colegio y de los lugares donde en la década de los cincuenta podía reunirse la juventud de clase alta. Tenía un color de cabello más cobrizo que rubio. Ojos de color miel y un hoyuelo en el mentón que enloquecía a las chicas tontas como yo. Aun conserva el hoyuelo y sus ojos han perdido esa mirada acariciadora de antaño. Pero es hermoso. Estudioso, deportista e inteligente, parecía que la vida nunca lo iba a distraer con penas o problemas.

                        Yo era muy joven, inexperta y tenía a toda una familia a mi diestra para mimarme. Cuando terminé el secundario, viajé por Europa, Asia y África como uno de los premios. También me regalaron una motoneta, alhajas y ropa como para no tener nunca más que entrar a una tienda. Mamá decía que yo era la joya de la familia. Me lo creía. Mi única hermana, Raquel, era un verdadero estorbo. Era diez años menor, y muy simpática. Era la regalona de papá. Yo cantaba como María Callas y ella bailaba como Isadora Duncan. Yo nadaba como Esther Williams y ella recitaba como Ana Gelman; siempre compitiendo conmigo. Yo la adoraba igual.

                        La hipocresía merodeaba en las familias de todas las relaciones de mi casa, todos se miraban para ver quién tenía más o era más célebre en los negocios, la política o el deporte. Parecían personas buenas, pero eran envidiosos y chismosos. Algunos corruptos aparentaban ser de moral impoluta. Era falsedad total.

 

                        Para mi ingreso a la universidad se deliberó un mes o más. Yo deseaba fervientemente estudiar arte, pero mis padres no aceptaron. No era bueno que una muchacha de nuestro ambiente se metiera con esa “gente rara”. Logré autorización para ingresar a ciencias sociales. Duré muy poco. El grupo de jóvenes y los profesores no me hicieron sentir bien. Abandoné. Luego ingresé en  filosofía y allí logré graduarme unos meses antes de casarme con él. José Luis, estaba más hermoso que nunca. Cuando se fijó en mí, yo creí tocar el cielo con las manos. Muy tarde supe por qué lo había hecho. El título en filosofía sirvió en muchas oportunidades para darnos de comer, ya que jamás trabajó y despilfarró la buena herencia que me dejaron mis abuelos y mis padres. Yo lo amaba igual. Me pregunta: - ¿Cómo lo puedo seguir amando ahora?- Es una respuesta que sólo se puede entender si supieran cómo era conmigo. Jamás olvidó una fecha importante. Siempre me trajo flores aunque las pagara con mi dinero. Era cariñoso y tierno hasta el exceso. Me daba todos los gustos. Me llevaba al mar, al lago de Como, me hacía subir a los sitios más hermosos del mundo y contemplar desde allí la tierra. Era un loco por la belleza. El amor era su meta y quería compartirlo conmigo. Así pagué tener al hombre más seductor: con mucho sufrimiento, humillaciones, ¡una locura!

                       

                        Le ruego que lo cuide con toda su devoción. A él, le gusta que le lean en la tarde luego de tomar su siesta. Le encanta comer tostadas con miel de flores silvestres y quesillo de campo. Nunca lo bañen con agua demasiado tibia, no, por favor, su baño debe ser algo caliente. Las sales de baño serán de lilas o de jacintos, nunca de rosas o lavanda. Es muy alérgico al chocolate y manteca, por lo cual ni oler nada que lo tenga incluido. En lo posible duerme con música de Bach o Vivaldi. Yo le dejo en su maletín los C.D. y si necesita algo...no tenga ningún reparo en llamarme. Yo estoy abonada a un servicio de mensajería. Los jóvenes me sacan de cualquier apuro a cualquier hora. Son mis amigos. La medicación para sus dolencia de...edad avanzada están en este neceser de cuero azul. ¡Ah sí, sufrió mucho cuando perdí mi última estancia en Bragado! No tenía cómo sostener su ritmo de vida y tampoco como llevarme a esos viajes locos que vivía planeando. Luego vinieron unos abogados del gobierno y nos remataron la casa de Acasuso, la de Pilar, el chalet de Mar del Plata, el de Punta del Este y el de Miami. Nos quedaba el de Taormina. También lo remataron. Quedamos sin casa, sin dinero y llenos de deudas. No fue nada. Yo estaba preparada. Salí a trabajar, para eso tenía un título. Lloró cuando no lo aceptaron en el Club de Golf ni en el Círculo. Yo alquilé en Belgrano un ambiente y luché por mí y por él. Tuvo depresión. Luego pasaron algunas cosas... ¡Ah, me olvidaba...a las once debe darle una yemita con Oporto importado y a las cinco en punto de la tarde, un té de Ceilán. No toma otro. Acá tiene, le dejo la última caja que me queda. En la valija están las sábanas de seda natural, eso es para que no tenga escaras. La ropa interior también es de seda, nunca usó otra. Le ruego, también que le den un paseo diario por el parque del geriátrico envuelto en su bata de lana de angora. ¡Es muy delicado para el frío ¡ 

                        La anciana con su impecable traje inglés desgastado por el uso, se acercó al hombre que la miraba en su camilla. ¡Mi querido, debo ir a casa, los alumnos me esperan. Tú, debe comportarte con esta gente amable y aceptar sus cuidados. Yo vendré en cuanto logre sobreponerme a este nuevo problema!

Salió con su porte distinguido buscando apoyarse en algo o alguien. Delgadísima con una belleza luminosa, sus largas manos azuladas, sosteniendo un bastón de ébano. Se fue.

                        El joven médico del geriátrico estatal sonrió. Tomó a su enfermito que parecía un pajarillo asustado. Le miró a los ojos y comenzaron a rodar unas lágrimas pequeñitas por las pálidas mejillas del viejo. El médico tornó a sentarse junto al geronte y tomó sus signos vitales. Era su forma de tocarlo, confortarlo y darle seguridad. Así comenzó otra etapa dolorosa de la vida de José Luis.

 

                        Tienes a tu merced, la chica más rica de Bs. As. y prefieres a esa chirusita de barrio...estás loco. El bramido de mi padre atravesó toda la casa. Mamá casi escondida se parapetó detrás del piano. Te vas a casar con Valentina Saguier Olmos. Yo buscaré la forma que su padre me reciba en su casa. Ella será tu mujer desde la iglesia al civil. Lo que hagas después me importa un saco de porotos. Ya verás, estúpido, lo que es ser un pobre diablo. Nada queda de la fortuna de tu madre. Los negocios andan cada vez peor y me vienen con la famosa palabrita: Enamorados...un carajo, enamorados ni ocho cuartos. La semana que viene tendremos una cena en el club. Allí invitaré a los Saguier y vos te sentarás junto a esa chica. Ella será tu mujer y la madre de tus hijos. Ya verás como tu vida va a ser digna de ser vivida.

 Mi padre era de ese tipo de hombres que lograban lo que se proponían siempre que no fueran negocios rentables. Mi madre aportó una herencia magnífica y quedaba poco. Yo debía resolver el problema. Tengo que reconocer que Valentina era una muchacha agradable y lúcida. Tenía sentido del humor y  de la estética;  pero yo me moría de amor por una chica que conocí en la cantina del club. Era la hija del concesionario de la cantina. Era una morocha despampanante,  con ojos negros y unas curvas que me dejaban sin habla. Sin mucha cultura pero con dos tetas que - ¡Dios mío! -, me hacían soñar. La tal Olguita, estaba siempre alegre. Reía con ganas cuando los otros muchachos le decían piropos. Nada de melindres ni problemas. Yo la tenía clavada entre las dos piernas, entre la bragueta y las hormonas. En esa época, doctor, no era de hombres no asumir la responsabilidad de casarse. Si uno quería a una mujer tenía que llevarla al altar. Yo estaba dispuesto, se lo juro. Me terminé casando con Valentina. Además la mayoría de las muchachas de mi círculo me seguía. Era lo que se dice pintón, pero se necesitaba tener una mujer con dinero y Valentina Saguier Olmos tenía mucho. Le confieso que fue agradable. Ella era el tipo de mujer que lo hace sentir en casa. Tengo que confesarle, mi amigo, que disfrutamos de viajes, fiestas y cosas importantes, con mi mujer. Gasté mucho, pero no creo que ella no sintiera que me preocupaba por hacerla feliz. ¿Si le fui infiel? Y... sí, muchas veces. Con mujeres jóvenes, con la famosa Olguita que fue mi amante varios años, con amigas de mi mujer hasta que un día me pasó algo inesperado...Déjeme que le relate...El hombre se queda hablando con el médico hasta que el crepúsculo entra en la habitación.

 

            La enfermera ingresó en el cuarto por la mañana y encontró al anciano muy débil. Llamó al médico de turno y a la vieja esposa. Allí frente a ellos estaba un hombre moribundo que tenía una pacífica sonrisa de felicidad. Aceptaba el destino. En su nocturna charla había descargado su conciencia. La enfermera les contó después lo que escuchara. “Él, había sufrido mucho al casarse con una mujer por el dinero que aportaba. Pero ella había sabido comprenderlo. Muchas veces le había leído, le hacía masajes para distenderle los músculos cuando cabalgaba, hasta le lavaba los lentes cuando no podía ver bien. Una noche cuando fue a guardarlos en el primoroso estuche antiguo, chocaron sus dedos con un papel. Ella, le dijo luego con dolor, que hizo mal, pero a pesar de todo leyó una carta que creía había escondido muy bien. La letra le era familiar aunque no tenía firma. Se la repitió durante veintiocho años cada mañana, cada almuerzo y cada noche. Decía así: - Amor cuando me dejaste en casa, después del viaje desde el aeropuerto, de muy ansiosa, compré el test de embarazo. Dio positivo. Yo estoy feliz. Quédate tranquilo, mi hermana comprenderá que ella no puede dártelo y hasta sería bueno darle el lugar de madrina. Esto merece un abrazo de esos que nos regalamos. Será en el mismo lugar y a la misma hora de siempre. Te amo.-  Mi esposa supo que era de Raquel. Siempre la envidió y celó. Había estudiado arte y su vida era muy libertina. La reacción de Valentina fue empujarlo por la escalera. Al caer se le quebró la cadera, la columna vertebral y estuvo muy grave. Un tiempo largo después mejoró, pero como no tenía quien lo cuidara y despilfarró fortunas, no le quedó otra alternativa que vivir con ella. ¿De la hermana? No sé, creo que ese muchacho tan hermoso, que viene a verlo todos los días es el hijo. La anciana lo quiere muchísimo y él joven le dice “madrina”. Tal vez, tal vez sea el sobrino, el hijo del viejo con la hermana. ¿Quién sabe? Y salieron a buscar los papeles para hacerle el certificado de defunción.

 Ella, la anciana, quedó tomada de la mano, acariciando el rostro del hombre que amó tanto y que la había hecho sufrir tantísimo

CIERTA CASA

 

Al fin, todos la habían visto menos ella. Era la casa más antigua de Lago Hermoso. Tenía un parque de más de mil metros, que según decían fue hecho por un famoso paisajista inglés a principios del siglo veinte. Los mármoles eran italianos y la herrería española. Un estanque formado el arroyo que atravesaba un sector del jardín, estaba lleno de aves acuáticas y plantas con flores. Leticia caminó sorprendida por el alto pasadizo de árboles gigantes. Cada rincón de la casa le atraía por su color a tiempo desgastado. El musgo había marcado cada piedra, cada estatua, cada columna con una pátina inusual. Luego, entre el alto matorral, se sorprendió y gritó. Nadie le había hablado de ese extraño personaje que encontró frente a sí. El hombre, era un ser verdaderamente feo, desagradable. Por su rostro una enorme cicatriz atravesaba su mejilla izquierda y su párpado casi oculto tras una larga melena rojiza mostraba la falta de un ojo. Su paso casi imperceptible la había dejado paralizada. De los labios desdentados apenas salió un agudo chistido y con sus manos agudas mostró un mastín que ferozmente le hacía frente. Leticia, cerró los ojos y dio media vuelta para regresar a la casa. Un dedo afilado y mugriento se lo impidió. Su camisa entre esas manos horrorosas, parecía un mantillón de fiesta. Se detuvo y observó la figura. Apenas gesticulaba. ¿Era eso una sonrisa? Soltó el hombre a Leticia y le dio un ramillete de violetas y juncos en señal de amistad. Ella sonrió levemente. Ya sin tanto temor le preguntó quién era. El infeliz, comprobó, no podía hablar.

                        Él partió sin antes hacerle una inusitada reverencia. El dogo salió tras el hombre sin siquiera gruñir. Se perdió tras una alta pared de piedra cubierta de enredaderas y zarzamora. Un griterío de pájaros y aves silvestres cubrieron el paso sobre los adoquines que tapizaban parte del camino. Al divisar la fachada de la casa suspiró. En la balaustrada vio la figura varonil de Ezequiel que esperaba que los ayudantes terminaran de acomodar los muebles. El camión que los había traído ya estaba casi vacío. La tarde se imponía con sus cálidos colores morados y sus ruidos. Verlo le tradujo el miedo en alegría. Se acercó casi corriendo en el último tramo. Las risas claras de Romina y Tatiana le ampararon la nostalgia de ese cambio de hogar. La pobreza había terminado y por fin la vida recobraba el orden natural. Recuperar la casa era el principio.

                        Todos, esa noche se sentaron a comer sabiendo que nunca volverían a ser los mismos después de tanto sufrimiento. Que ya no regresarían ni el primo Jeremías ni Mario. Ellos serían una presencia en el recuerdo. La charla igual se hizo amena. Había mucho por hacer y decir sobre esa casa y Leticia contó el inesperado encuentro en el bosquecito de castaños.

                        Ezequiel quedó perplejo. No conocía ni tenía noticias que por los alrededores vivieran hombre alguno; lo que lo llevó a tomar medidas de precaución con respecto a puertas y ventanales exteriores. No obstante nunca supieron que en forma permanente fueron observados por aquel desconocido.

                        Transcurrido algunas semanas nadie volvió a hablar de ese episodio. Romina continuó su rutina con el piano. Su Chopin y Schubert mejoraban día a día. Tatiana iba y venía de la ciudad con sus telas adamascadas y terciopelos con los que fabricaba capas y ropa para damas que comenzaban a hacer vida social. Leticia consiguió que un posadero de la ciudad le comprara todos sus pasteles y dulces. Así la casa era una permanente fábrica casera. Había que recuperar lo perdido en la “quiebra” del abuelo. Ezequiel tenía el deber de trabajar los campos y hacer rendir los establos.

                        De vez en cuando aparecían hombres pidiendo trabajo o acilo y ellos le proveían de algún apoyo pensando en sus parientes en “paro”. Una tarde de invierno cuando ya estaban junto a la chimenea, Ezequiel sintió ruidos en la leñera. Tomó su rifle y salió. Allí se enfrentó con un personaje atroz. Éste, al verlo, se quedó sorprendido. Lo encontró con unos leños entre sus brazos. El hombre parecía un mendigo. Tal vez era un forastero hambriento, pensó, y recordó que Leticia le había hablado de un encuentro semejante. Interrogó, pues, al hombre y éste tratando de zafarse, dejó caer la madera e intentó salir. No se lo permitió. Cuando quiso prenderlo del brazo para introducirlo en los cobertizos, el viejo mastín atacó. Salvó la mano gracias a la gruesa capa de fieltro. El menesteroso, tomó al animal con fuerza y evitó un accidente. Agradecido, Ezequiel lo invitó a pasar y el hombre entró por su voluntad a la cocina. La sorpresa de Tatiana y Romina no se hizo esperar. Cada una soltó una palabra de desagrado. El pobre infeliz se acurrucó junto al hogar, se despojó de un viejo abrigo sucio y calentó sus manos contrahechas en el calor. Al entrar allí la cocinera se persignó. Miró al muchacho y les comenzó a relatar su historia. Ese mozo, no tenía aun treinta años, había sido hijo del patrón con una muchacha de servicio. Lo había abandonado de pequeño. El muchacho, siempre se dedicó a cuidar animales y un funesto día cayó un rayo en su cabaña. Se produjo un incendio,  lo atrapó una viga, lo encontraron medio muerto. Se había quemado la cara y roto la mandíbula, perdió parte de la lengua..., en fin un desgraciado accidente. La mujer le proporcionó un cubo con agua caliente, se bañó  y Ezequiel le dio ropa de Jeremías que habían quedado en el desván. Así descubrieron un muchacho joven, fuerte y con un enorme potencial para las innumerables tareas de la casa. A la mañana siguiente el muchacho había desaparecido.

                        ¿Cómo harían para recuperar su confianza? Tal vez con el tiempo aceptara a todos en la casa y regresara.