martes, 10 de junio de 2025

EL REGALO DE ABRIL

 

            Llegó una tarde corriendo por el pasillo de la casa. Estaba eufórico, había hecho tres goles con sus zapatillas nuevas. Los otros chicos lo habían rodeado alabando su buen juego en la cancha de la plaza. Bueno, de lo que quedaba de la plaza. Comenzaba el frío y el sol ya no alentaba a salir en las tardes y los ruidos de las metrallas tampoco. La ciudad de Alepo estaba cerca y la guerra se avecinaba, por eso su abuelo le había comprado zapatillas nuevas por si tenían que huir. Esa noche sintieron las orugas de los tanques, los gritos y no pudieron encender luces ni siquiera para orar.

            Un pequeño atado de ropa y su libro de rezos era todo lo que se podía llevar. El abuelo le acariciaba la cabeza y le abrigaba el cuerpo que ya mostraba un poco desnutrido por falta de alimentos. ¡Así es la discordia que amenazaba su país! Su padre se había ido con los del ejército regular y no sabían nada de él. Su madre lloraba, pero se las ingeniaba para hacerles la vida agradable. El techo estaba roto y caían algunas cañas hacia el suelo, pero aun había ese hermoso perfume a hogar.

            Rachid abrazó sus pocas pertenencias y se acercó al anciano. Su madre alzó a Mussi, la pequeña de seis años y salieron despacio por la parte de atrás de la casa. Llevaban muy pocas cosas. Las pocas joyas de la boda de Maymuna las escondió entre sus ropas que ya no tenían ese color negro noche de antaño. El velo le ocultaba el rostro y sus bellos ojos no se veían. Pero una mirada enrojecida abrazaba los párpados. El abuelo iba adelante como indicando por donde debían pasar. El niño se acordó de su pelota y quiso regresar pero una mano fuerte se lo impidió. Era de su tía Alifa. Allí también estaban sus primos. ¡Qué mala suerte, eran estúpidos y siempre discutían por todo! Pero estaban pálidos y callados. Terror. Eso los mantenía callados y serios.

            Un estruendo y prácticamente desapareció la casa. El fuego como mordedura de serpiente había consumido las paredes de barro y caña. Estaba desatada la contienda en el pueblo.

            Caminaron entre escombros en silencio. Las manos apretadas por los mayores y el aire irrespirable. Les dolía la garganta por el polvo y el humo que envolvía todo.

            Al amanecer se escondieron en una granja abandonada. Habían caminado un siglo para los niños agotados. El miedo acorralaba. A lo lejos se veían columnas de humos. Al regresar la oscuridad, caminaron nuevamente hacia el oeste, tenían que llegar a Turquía. Aunque ya el anciano estaba muy débil y los niños llorisqueaban.

            Maymuna, les repartió unos trozos de pita con queso de cabra, un trago de agua que se iba acabando fue lo que los animó un poco. Vieron que otras familias también escapaban por el campo. Algunos trataban de llevar sus ovejas o cabras. Pero se hacía muy difícil. Ellos iban ligeros de trastos. Los dejaban atrás muy pronto.

            Fueron días largos y dolorosos. Dejaron al abuelo que siguiera con su fuerza debilitada. Acompasaron el paso a su paso lento. Una mañana avistaron una colina donde se veía la frontera, la libertad estaba cerca. Sin embargo en silencio observaron a los mayores que miraban con mucha desconfianza la muralla de piedra que separaba su tierra con Turquía. Allí seguro habían puesto trampas.

            Esperó el abuelo las sombras y se fue acercando lentamente entre las hierbas y los matorrales. Vio a unos hombres que colgaban de un poste, otros estaban en la tierra sembrados como semillas sangrientas. Se detuvo y esperó. Unas mujeres que se acercaron al paredón lograron trepar y desaparecieron. Con su bastón les hizo una seña. Avanzaron y llegaron junto a la pared de piedra. Primero emergió el anciano, ya estaba jugado, si le herían era su destino. Luego subió a los niños uno a uno y finalmente las dos mujeres. Unos soldados que no hablaban su idioma les recibieron los pequeños bultos. Y les hablaron serios sobre algo que no entendían. Maymuna entregó dos cadenas de oro por los niños y un brazalete por ella y el anciano. Su cuñada hizo algo parecido. Los soldados las subieron a un camión y despacharon hacia el valle donde estaban los refugiados. Allí fueron acogidos por unas mujeres que no llevaban chador y se cubrían el cabello con pañuelos. Sonó la hora de oración y todos se tendieron para rezar. ¡Alá, misericordioso los había llevado a un buen lugar!

            Esa fue la primera noche que durmieron bien. A la mañana, a Rachid le indicaron que tenía que seguir al maestro. Llevó su Corán y entró en una carpa acondicionada para los muchachos. Las niñas estaban separadas.

            Pasaron días y meses. En abril, una bella señora le regaló un lindo gatito. Le pidió que lo cuidara y así la ayudaba con su tarea diaria. Cuando llegó a la carpa su madre lo regañó. ¿Cómo harás con la comida? El niño no había pensado en eso. ¡Mamá este animalito será un buen musulmán y comerá lo que consiga! La persona que se atrevió a darte este animal, no pensó en nuestras necesidades. Rachid, suspiró y regresó a buscar a la dama. Era una médica que sabía que los niños necesitan tener una mascota cuando pierden tantas cosas lindas en la niñez. Le prometió que le daría una ración para el felino, y lo acarició con ternura. Era una bella doctora extranjera. Rachid, corrió feliz por el pasillo entre las carpas del refugio con su gato que ronroneaba con gusto entre sus delgados brazos infantiles.

UN MÚSICO LLAMADO VALERIO

 


 

                               SEÑOR MINISTRO TENDRÉ EL HONOR DE INTERPRETAR PARA USTED LA SINFONIOTA: EL AIRE ENTRE LOS ÁLAMOS.

 

 

            El artículo del periódico solicitaba un músico con experiencia en piano. No explicaba para qué tipo de tarea era el llamado. Daban una dirección en plena ciudad y en una calle poco concurrida. Zona de bancos y empresas navieras.

            Hacía dos semanas que el había terminado sus giras de conciertos por pueblos del interior. No que ría volver a esa vorágine de ir de hotel en hotel de teatros buenos a lugares húmedos y destartalados. ¡Odiaba ser profesor! Los padres mandaban a los hijos creyendo que iban a ser famosos y lo único que conseguía eran peleas, discusiones y malos ratos.

            Preparó un currículo y vistiendo su mejor atuendo se presentó en la dirección que daba el diario. Una fila variopinta de personas, esperaban ser recibidas. Hombres y mujeres. Pero no eran más de diez. Algunas las había cruzado en algún concierto y a otras ni sabía quienes eran. Se tapó la cara con el sombrero lo mismo que un gángster intenta pasar desapercibido. ¡Un poco de pudor le quedaba, después de todo había trabajado en algunos teatros importantes!

            Detrás s e acomodó una joven pelirroja que masticaba un chicle de globo que estallaba en sus oídos como bombitas pequeñas de plástico. No se volvió a mirarla. ¡Debe ser un desastre de poca educación! Se apoyó contra la pared y se puso a repasar una composición que tenía impresa desde hacía varios días y que no había abierto para estudiar. Ella, la joven, comenzó a cantar una balada picaresca y algunos se voltearon y rieron a coro.

            ¿Perdón usted no es el pianista Valerio Antucchi? Él, intentó esconderse. Pero ella insistió. ¡Sí, es usted! Seguro será contratado. El barco zarpará pasado mañana y estará dando la vuelta en un mes y medio. Yo vengo para servir las mesas de primera. Lo vi. en mi pueblo. Me gustó mucho su concierto, mi mamá allí, como nos ve, sabía tocar bien el piano, pero se casó con mi papá; entre nosotros, un desastre de hombre y... adiós piano y adiós vida, para ella y nosotros los siete hijos hicimos lo que pudimos.

            Se abrió una puerta de madera pesada y apareció un hombre de cuerpo atlético, muy tostado por el sol y de voz fuerte. Los que vienen por trabajo de cocina pasen al piso tres, los que vienen como camareros de habitación al piso dos y los músicos al quinto. Todo el grupo ingresó y al quinto solo le tocó a él. ¡Buena señal, tendría una buena posibilidad!

            En la oficina donde ingresó, en medio de una hermosa "pecera" de acrílico ostentosa se veía un crucero en maqueta muy detallada. ¡Esta será su casa! Y como él, era el único pianista que se había presentado quedó contratado. Viajaría por mar y océanos con su música.

            Le entregaron un contrato abierto al que podía renunciar si no quería seguir en la faena. Pero no era un mal presagio. Conocería lugares y gente maravillosa. Con un cheque por una jugosa cantidad de moneda extranjera, tuvo que ir a comprar un atuendo variado y exquisito. Y a las últimas horas del día siguiente subió en la rada por una planchada al enorme crucero. Lo acompañó un joven que le hablaba en inglés. Pronto supo que hasta el comandante del mismo, era extranjero. Pero una vez dentro, en un camarote digno de un jeque se instaló.

            Sintió el ingreso de la gente y el bullicio de las sirenas y altavoces de mando. Y comenzó el suave movimiento del enorme buque. Tenía tres pisos sobre el agua y varios bajo el agua. Además, una zona más elevada donde viajaban los que tenían el mando.

            Cuando le avisaron que debía bajar al tercer piso a cenar, lo hizo bien vestido. ¡Era el pianista del barco! Cenó austero. No podía interpretar su música atiborrado de comida. Y le indicaron el lugar donde estaba el piano de cola.

            Así, noche tras noche paseó por un sin fin de temas de música del mundo. Mientras la gente comía, bebía y charlaba. Indiferentes a su música. Hasta que una noche se acercó un personaje pintoresco. Un hombre de unos setenta años, calvo y con gafas muy gruesas. El bigote afrancesado en sus mejillas redondas. Le dio la mano... regordeta y suave con uñas muy cuidadas. ¡Señor, Valerio Antucchi,! ¿Qué desea que interprete para usted? ¡Soy el ministro de cultura de la isla Feroe, y le entregó una cartulina con su nombre y varios títulos! Me gustaría que interprete " LA SINFONIOTA: EL AIRE ENTRE LOS ÁLAMOS." Y allí descubrió que no conocía esa pieza musical.

            Él, sin desanimarse, le dijo: Mejor hagamos disfrutar a las damas con la "Abanera" de la ópera Carmen. ¿No le parece?

 

 

UN TREN Y UN DESTINO INCIERTO

 

            Samuel se cubrió la cabeza, como lo hacía desde niño, sólo que esta vez se puso sobre la “quipá”, que se deslizaba por la calva, un sombrero de fieltro gris. Usó la capa negra para cubrirse los hombros. Su lánguido cuerpo muy cansado atropellaba al tiempo frío. Una fina manifestación de gotas caía sobre la ciudad. Tenía que salir. Sacó la máquina de escribir, del lugar elegido donde la guardaba, para esperarlo. Un piso almohadillado de baldosas sucias era el anaquel donde él, dejaba todo lo que esperaba arreglo. Nada se extraviaba a sus ojillos miopes. –“¡Saúl, con manos mágicas, arreglará como lo hizo siempre! ¡Amigo desde que llegué a este austero cobijo! ¡Tengo la urgencia de contactar a Mischa, debo enviarle estas ideas!-

 Salió y tras él un chillido metálico y hueco, afrentó a los goznes herrumbrosos con la calle. Tocó la “mezuzà”, besó ceremonioso sus dedos y recordó a su madre. No olvidaba los gestos que le enseñara en la niñez. -“Ritos sagrados, de los que hoy los jóvenes descreen o avergüenzan”-.

La calle era una fragua apagada, húmeda y quieta. A la izquierda la estación lo esperaba indiferente. Unos chiquillos, bajo un toldo deshilachado, jugaban al truco. El tiempo apremiaba. Quiso correr, pero no pudo, trotó entonces y se recortó una figura tragicómica en la vereda umbrosa. Risotadas juveniles y burlescas palabrotas se le adosaron a la capa. Las arrastró hasta el andén al que llegó justo a tiempo para trepar al carromato que lo acercaría al centro. Atrás, la casa, quedó envuelta en una maraña de glicinas muertas, abandonada, como un cementerio de recuerdos.

Un estallido ínfimo de un “chicle” le hizo dar un salto. Sosteniendo el sombrero se cruzó de un lugar a otro, para alejarse de los intrusos. Se arrebujó en la capa. Confundido, observó a su compañero de viaje. Apretados, malolientes e indiferentes, todos regresaban de sus labores. Un pertinaz malhumor abrazaba a la gente. ¡Esa era su ciudad!

Tal vez recordó otro viaje allá en Polonia. Unos rayos de sol aparecieron entre nubes y edificios que ocultaban su escuálida belleza. Esas figuras ahí, parecían enemigos mudos, que no lo sobornarían con mentiras. Apartó la vista y aprovechó que una mujer obesa, con un niño dormido en brazos, abandonó una butaca y se desplomó en ella. Cerró un instante los ojos. Tal vez se quedó dormido. El tren se detuvo. Miró el reloj que colgaba de su chaleco. “¡Las once y cuarto!” El barrio donde vive Saúl se acerca. Amigo.

 La estación Medrano muestra sus “azulejos pintados” con chorreaduras de óxido y humedad. “Mejor bajo acá. ¿O en Pasteur?, y, camino”. Tomó con esfuerzo la decisión y alcanzó la puerta. Seguro con la Olivetti en su mano izquierda, como un escudo de armas genealógicas, caminó, lentamente por el barrio. Allí estaba rodeado de gente como él.

Distraído primero, sorprendido después. No reconocía nada. No llegaba nunca. Nadie, de esas figuras le era familiar. Miró el cartelillo con el nombre de la calle. Era el correcto. Nada. Se detuvo y tocó a un joven que leía la “Toràt”, sus largos “peiots” caían tras la frente repitiendo dos chorros rojizos de seda brillante. Jugaba el muchacho con ellos. Lo miró curioso, ese anciano parecía recortado de una vieja fotografía. Preguntó por su amigo. Sorpresa en los ojos verdes del chico. Un hombre mayor se acerca al grupo y pregunta nuevamente.

            ¡Saúl Kats...! Inquieto el viejo le observa. “Murió hace cinco años. Sus sobrinos vinieron de lejos, vendieron todo, derrumbaron la vivienda, el negocio. ¡No quedó nada, nada, nadie! Ahora construyeron ese edificio”. Dio un grito apagado. Su corazón parecía escapar del cuerpo que derribado interiormente tremolaba.

Salió caminando rápido sin rumbo fijo. Murmuró unas palabras ininteligibles para el joven. Tomó una vereda cualquiera, equivocada, jamás llegaría a su casa de regreso. Escapar, eso es, escapar de esa locura. No comprendía. –“Si tomamos el té con cuatro cucharadas de azúcar, en el viejo bar. En la misma mesa de siempre, él, me acercó la silla, abrió la puerta de vidrio y espejo. Pensó en el espejo..., ¿se había reflejado? Recordamos los tiempos donde no teníamos  nada. Ni té, ni pan, ni azúcar, ni esperanzas. No percibía la verdad, ahora. ¿Saúl Kats muerto?”- Siguió hasta Pueyrredón o ¿era Medrano? Llegó a las vías. –“Hablamos horas en el café, había poca gente, es cierto. ¿Había gente? No. Estábamos solos. Si habían saludado a algunos conocidos. A León, Marcos, ah, Sara Brosnik. ¡Sara Brosnik...tan joven? ¡No puede ser! ¡Todo esto no ha ocurrido!”-

Caminaba solitario por el terraplén, comenzó a pensar en su vida. Subió distraído al andén que olía a aceite agrio y metales oxidados. Evitó la escalera eléctrica. –“¡Estas cosas modernas ya no son para mi, hombre, tanto sufrimiento!”- Sube a un tren. De pronto está en estación La Lucila. ¿Está, acaso, perdido? Baja del coche y sale a la calle y lo abrazan los hombres indiferentes con su mirada curiosa y despectiva.

Miró el número 7 de la casa en la calle Guido. Era allí. Tocó el timbre. Recordaba ese antiguo pórtico sólido que se incrustaba en su memoria juvenil. Un hombre alto y elegante, envuelto en una bata de seda bordó, abrió la puerta. No era Saúl. Pero el rostro era igual. Tal vez, su hermano había viajado desde lejos, era un mellizo, un gemelo. ¡Saúl su amigo perdido!

El hombre lo saludaba con vehemencia. Lo abrazaba afectivo. Le hablaba. ¡Mi querido Samuel...te estaba esperando! Dio un paso atrás, inventó una excusa, salió corriendo hacia la estación del metro. La multitud lo apuraba. Lo empujaba. Él, parecía detenido en el tiempo, no sabía por qué. -“¡Qué está pasando? ¿Quién era ese hombre de la calle Guido que me estaba esperando? Saúl Kats está muerto... ¿muerto?”-

 

Vocabulario:

Mezuzá: objeto religioso de la ortodoxia Hebrea, que se coloca en la puerta. Contiene un trozo de la Sagrada Torá.

Torá: Libro de Las Sagradas Escrituras. Biblia o palabras de la revelación a los profetas. En la Sinagoga son rollos escritos en hebreo.

Peiots: largos mechones de cabello que se enroscan en las orejas. No se corta ese cabello desde el nacimiento.

Quipá o kipá: sombrero que usan los judíos para identificarse como tal y para ingresar en los templos o sinagogas.

 

ÁFRICA

 


En el principio fue silencio, oscuridad y soledad

 

Vino una Luci-Eva primigenia y apareó la vida

 

Construyó el zahara, la sabana y la selva prieta

 

Se pobló de fieras, áspid y corzuelas. Hubo elefantes,

 

Cebras, pájaros y simios que transportaron fuerza.

 

Tribus abiertas en abanicos múltiples. Guerras. Sangre.

 

Hombres de piel oscura sobre oro, diamantes y más sangre.

 

Un amanecer de hoy provoca el ardor procaz de ser esclavos.

 

Negritud impotente desde fuera, desde adentro, muerte.

 

Mucha sangre corre por sus ríos y la selva se deshace

 

en destierro de belleza y crece el desierto.

 

África tribal y circunspecta donde aun se teme a los espíritus

 

Donde se vende el osario de los niños albinos,

 

donde se canta y baila con ancestros peregrinos.

 

Ciudades cosmopolitas y chozas olvidadas con rostros

 

y máscaras antiguas, ruido y bullicio en calles atiborradas

 

donde se vende el alma por un mendrugo y agua limpia.

 

Pastores de ovejas, caravanas de camellos, políticos turbios,

 

Misioneros de barba blanca y voz extraña invitando a un templo.

 

Hay mucha sangre entre las tribus a pesar de los blancos

 

que se llevaron todo y dejaron el odio, sus flaquezas.

 

Hay niños de la guerra, territorios de HIV donde la muerte acecha.

 

Hay maravillas de antaño junto al Nilo, templos de Etíopes en piedra,

 

Construcciones enormes en ciudades que ocultan su belleza.

 

África desparramada en balsas por el Mediterráneo

 

huyen de la pobreza, el hambre y la falta de agua,

 

caen con su tristeza en territorios hostiles. Ajenos al dolor.

 

¿Qué le ha dejado sino la esclavitud o la esperanza, el hombre blanco?

EL REGALO

 

 

                                                       “El EIS o ISIS, es como un virus que se introduce en la sociedad sin                   piedad” París 13/11/15.

 

           

Buscaba que regalarle a ese hombre que había conocido en el trayecto desde Turín a Milán. Su atención para ayudarla a subir el equipaje la dejó asombrada. ¡Un caballero!

Mientras se ubicaba en la cabina, frente a ella una familia de refugiados de Bangladesh comían “pita” con verduras y carne perfumada con mil especias. El hombre mayor fumaba sin entender el cartel que, escrito en italiano e inglés, prohibía fumar. Comenzó a toser y la profunda mirada del fumador, la traspasó. Las mujeres la observaron con desprecio, ya que usaba un pantaloncillo corto y estrecho. En realidad había engrosado en el viaje tanto comer pasta o comida “chatarra”. Rebuscó en la mochila y encontró un pañuelo con los colores de la bandera de Francia. Se adelantó por el pasillo y se acercó al “hombre” para dárselo. Éste la evitó haciéndole un ademán desdeñoso que la sorprendió. Ya los parlantes anunciaban la llegada a Milán, dejó sobre el asiento el Regalo y se alejó.

El estallido fue brutal. Cuando los socorristas buscaron entre los restos retorcidos del vagón a los muertos y heridos, encontraron el pañuelo con los colores de Francia manchados con restos de piel oscura de la familia de Bangladesh y un trozo de un pantaloncillo de mujer con algo de piel blanca y joven. El “caballeroso” hombre, era un terrorista inmolado.

 

 

KAMIKASE


                            

                                                     “El tiempo se pierde en la arena sin dejar huellas del dolor                                                                                                        de ser maltratada  como mujer” la autora.

 

            Cerró el último cuaderno. Desde muy joven escribía un diario donde dejaba las huellas de penas y sonrisas. Con la tijerilla afilada de cortar los hilos de bordar abrió sencillamente sus venas azulosas. Las manos flacas y angustiadas borbotearon en rojo desparramo suave y melancólico su vida. Puso su pulgar como sello bermejo al final de la postrera despedida. Griselda.

            Quedó sentada repasando el tiempo. Tiempo desde la infancia inconciente de desdichas que galopaban arremetiendo el futuro sin descaro. Se vio niña acunando muñecas con rostros de porcelana apenas coloreadas. Se vio adolescente con la cabellera al viento conjugando candor con sueños imposibles. Se vio mujer amedrentada por un enamorado que la despojó de su dignidad haciéndole sentirse Nada.

            Soñó un bondadoso pasado de embarazos con niños que abrazó con ternura creyendo recuperar su perdida felicidad y todo fue inútil, falló en su tarea de algún modo.

            Envejeció sin tregua. Su perfil de seducción se fue desfigurando en una mueca doliente y huyó a su interior con brío. Caracol de dura coraza de piedra y cemento que adquirió con miedo y adormeció su alma. Huyó en un tren imaginario. Recorrió millas de silencio y traspasó vías de rumores que mitigaron su corazón en sangre viva y de sus llagas exangües; el humo de la máquina de la locomotora, sombreó para disimular sus ojos exaltado de lágrimas, oscureciendo las marcas de ojeras cárdenas. Un tren inexistente que la llevó en el tiempo y calmó heridas.

            Ahora, tenía que esperar. Su cuerpo iba lentamente perdiendo el suave tono de la piel para quedar como el alba de las rosas blancas que movía la brisa en la pared sombría. Las otrora manos hacedoras de estrellas y milagros caían sobre su flanco dándose el respiro de un ronroneo de burbujas de color bermejo.

            El sol se iba escondiendo. El silencio de siempre siguió siendo silencio. La tristeza de siempre se apuró a besarla en la boca seca y sedienta de ternura. Nadie la rescataría de su adiós. Era un “kamikase” de la historia de su vida. Nació siendo mal acontecida y siguió perpetuando su desdicha como mujer maltratada sin consuelo.

            Cayó la tijerilla reflejando la luz de una estrella que asomaba en la ventana. Cayó el cuaderno con su huella y quedó esperando el tren que, imaginariamente, la llevaría al mundo de los vivos. Ese mundo en que creyó encontraría un amor verdadero y bello.

            En el silencio de la muerte… se oyó el silbido de un tren que se acercaba en un chirriar de hierros y misterio.                                                                      

                                                        

 

CARLOS SE CANSÓ DE IR SIEMPRE AL CENTRO

 

            Hace frío y no quiero moverme. Con cinco grados bajo cero, no quiero ni siquiera levantarme. Abro un ojo. Y veo el reloj de la pared frente a mí. Siento un temblor que me penetra y sube desde los pies hasta el cráneo. Odio, odié y odiaré siempre al invierno. Lo detesté desde chico, cuando a mamá se le ocurrió que debía ir a la escuela en la mañana. Protesté, me tiré al suelo y me revolqué por el lodo del jardín, con el mejor berrinche que pude inventar. Esos derretían el corazón del abuelo. Nada sucedió. Me inscribieron en ese horrible colegio en el turno mañana.

             Adiós al chocolate con vainillas al calor de las mantas escocesas de la abuela, adiós a los arrumacos de mi perra “Colita” y a las pantuflas por el salón donde leía el diario la familia. La única que protestó, fue Renata, mi niñera. Ella debía despertarme y lograr que me vistiera, me lavara los dientes y me peinara con “Glostora”. Así pasó el tiempo. Me fui acostumbrando. Pero al llegar el verano, más o menos uno se sentía mejor. No nevaba ni helaba el cuello bajo el capote de lana. ¡Pero en invierno! Se me corrían las lágrimas sin pena y los mocos se escabullían hasta el pecho y allí se congelaban. Debía parecer esos matungos de pueblo, que reparten la leche y de los belfos se les cae la baba. Así, eran nuestros inviernos. ¡Un horror inolvidable! Ahí se enganchó el odio al frío y al invierno.

  Miro el reloj. Mi ojo se desarma bizqueando hacia la puerta. A mis años, tengo noventa, soy el más antiguo del geriátrico y no me ayudan. Entra Fermín con su bata verde y en la mano, el manto con que me cubren. Es de lana cachemir que trajo mi nieta Margarita. Me van a preguntar lo mismo de siempre: ¿Carlos quiere dar una vuelta por el centro? Y yo bizqueo más. Grito. ¡No quiero! Nunca más me lo digan. Odio el invierno, odio el frío, odio el centro. Odio estar acá. Pero no oyen. Hace un tiempo que hablo en silencio. Tuve un ataque cerebral. Ahora le dicen A.C.V., pero yo entiendo. Soy el mismo Carlos que compraba hacienda y vendía cereales en Rosario. El mismo que buscaba las mujeres regordetas para pellizcarles las colas sonrosadas y abrazaba su yegüa “Dulcinea” y cabalgaba por el campo en primavera. El mismo que se echaba a nadar en el viejo río que atraviesa la estancia de mis antepasados. Me escapaba en tren a Rosario o Córdoba, o iba a los bailes en el ferrocarril San Martín sin pagar pasando de vagón en vagón. ¡Era tan picaflor y loco!”

            ¡Bueno abuelo Carlos, a ventilarse un poco! Dice el idiota de Fermín y me alza en sus enormes brazos y me sienta en ese armatoste de silla, fría y triste. Se me corre una lágrima en mi ojo. Él, me seca la lágrima con pudor de hijo y murmura al oído de una médica joven y bonita: “¡Parece que Carlos se cansa de ir al centro! Lástima que no puede hablar. Y me llevan igual y odio el frío.

 

EL MILAGRO

 


                            “Recuerda la hora más oscura es la que precede a la aurora” Shakti Gawain

                                                                                                       

            Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre, Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano “puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban algunos paisanos.

            Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua “Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.

            Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.

            Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y la Santita de los Caminos que lo ayudaran. Descendió del estribo y se quedó helado. Un niño ennegrecido por el alquitrán, el aceite y la tierra reptaba entre las vías. Seguro el tren le pasaría por encima.

            ¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.

¿Cómo puede ser que naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me hiciera el milagro?

            Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando pasaba le tocaba el silbato como saludo.

            Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo con respeto.

 

 

sábado, 7 de junio de 2025

EL TREN DE LA MUERTE

 

            El Milton, perdió la changa. Todo fue por culpa del Nahuel, ese hijoìputa que le robó el bagayo. Todo lo tenía para chanquear. Tirado en la tapera que se construyó con lo que juntaba de las obras en construcción de los barrios del centro. Chapas, maderas, caños y mil trebejos que le fueron llenando la piecita como para vivir. Encontró ropa, muebles, hasta un “cagadero” nuevito de color rosado. ¡Hay que ver lo que la gente tira!

            Esa mañana no tenía ni para armarse un “faso” y no tenía ganas de levantarse del colchón. Pero sintió ruidos y dio un salto, alguien andaba por ahí cerca. El “Tuco” y el “Cachito” ladraban con rabia. Se puso el buzo y un pantalón, sacó la “faca” y salió.

            Afuera estaba la Yésica, tratando de llevarse unos palos que había juntado para el fogón. ¿Qué querés? Pedime, si no te voy a negar nada. Tengo al Brayan con fiebre y me malicio que está con gripe. Llevate lo que necesités, no me robés…

            La vio salir con una brazada de maderas, de esas que juntaba en la carretela de los mercaditos y fruterías. Eran cajones y cajones, que desarmaba y luego de atar en paquetes, apilaba en el fondo del terreno. Por allí se había metido, mientras dormía, el Nahuel y después de golpearlo, le arrancó el morral con sus herramientas.

            Tenía muy flaco al caballo que compró un día que en un basural encontró una caja con varios fajos de dinero. Fue a don Sixto y le compró un pingo, algo entrado en años, pero que le era fiel como los perros. Lo chiflaba y venía despacito al trote cansado a buscar las verduras que le regalaban en las verdulerías de la entrada de la Villa. Lo llamó “Chueco”, pero un día se dio cuenta que era yegua. ¡Soy tan bruto! Es hembra. Pero eso no hizo que trabajara menos, sólo que al poco tiempo tuvo un potrillo. Era precioso, de piel suave y brillante, color blanco con manchas negras. Le puso “Manchita” y ese sí, era macho.

            Una mañana hacía como siete u ocho meses, aparecieron unos camiones con obreros por medio del camino de la Villa. Los reunieron y les dieron una charla de la que entendió poco y nada. Sí, que iban a pasar unos rieles del ferrocarril por ese tramo entre las casuchas. Que una vez por mes pasaría un tren por ahí. Que no los sacarían porque el gobierno no quería líos y que eran tierras del estado y no aceptaban quejas o levantaban los ranchos.

            Milton, recibió un dinero para achicar su terreno, con eso compró una carretela mejor, más nueva y con ruedas buenas. “Chueco”, resoplaba y tiraba con menos esfuerzo. Podía ir más lejos, hasta los pagos de los Lujanes. Allí, sí encontraba muchas cosas buenas, que amontonaba bajo su techo. Ladrillos, hierros varios, picaportes y puertas. Un día encontró una heladera, se bajó del carro y la miró bien, tenía una enorme abolladura en la puerta, pero parecía nueva por dentro. Con esfuerzo la subió. Iba pensando cómo la arreglaría.

            El día que llegó a su pieza y encontró a la Yésica llorando como perro apaleado, supo que se había muerto Brayan. Por primera vez, se animó y la abrazó. Estaba muy triste y comprendió que esa mujercita no era una “turra”, era un ser muy infeliz. La hizo entrar, trajo a la bebota, la Wanda. ¿Qué te pasó? ¿Acaso no lo llevaste a la salita?vení, comé algo. Calentó agua en el fogón y le preparó unos fedeos, le puso el último chorrito de aceite que tenía y le puso un plato hondo para ambas. ¡Comé y dale a tu hija!

            Ese día se quedó dormida en el colchón junto a niña. Cada vez que se acercaba veía que dormida y todo, lloraba. ¡Pobre piba! ¿Cuántos años puede tener? Si es casi una niña. ¿Cuál será su historia? Se tiró sobre un montón de cartones y se durmió.

            Lo despertaron unos ruidos infernales. Los camiones y máquinas, estaban trazando el camino de los rieles. Salió, se lavó con agua de un tacho que tenía afuera. Miró y vio una máquina enorme que iba limpiando el suelo y atrás iban quedando durmientes de cemento y cada tanto caía de un aparato de la máquina un riel de cada lado. ¡Estaba asombrado! La máquina se detuvo unos momentos y vio que bajaba un chino del costado. Le pidió agua. No le entendió, el otro le señaló el tacho y sin empacho se agachó y metiendo un jarro se bebió el líquido de un trago, se secó la frente y la boca con la mango y lo saludó. No le entendió. Pero se dio cuenta que ese mundo era el nuevo que venía. Menos trabajo para la gente como él, y más máquinas en su lugar. ¡Y eran de otro lugar! ¡Carajo! ¡Mierda! Nos quedamos hasta sin changas ahora.

            La Yésica apareció con Wanda en brazos. Miró asombrada, la nena lloraba como si la estuvieran matando. ¡Milton, gracias! Me voy a mi casa. Se fue callada. No pasaron más de diez minutos y vino llorando a los gritos… ¡Me robaron todo! ¡Hasta las chapas de los techos, no me queda nada! Y se tiró a los brazos de un Milton que asustado y grotesco, no sabía qué hacer.

            Buscó dónde se podía quedar, pero la pobreza era un No perpetuo. Entonces, la dejó que se quedara. Dormía en el suelo, hasta que encontró un colchón en un barrio del centro y lo trajo. Ella se amancebó y cuidó de los cacharros y pocos bienes del Milton. Una noche de verano, el calor los abrasó y abrazó. Dejó el colchón pequeño para la Wanda y se hizo un ovillo con la Yésica. ¡Bueno, para que les voy a contar… ahora son una familia feliz! Él consiguió hacer unas changas importantes y comenzó a levantar una casita humilde pero estable, de material. Ella cocinaba bastante bien. Para el otoño serán cuatro.

LA FLORISTA


 

Regresaba tarde de la florería. Me dolían las manos con tantos pequeños tajos y pinchazos de las rosas y hojas cortantes. La calle apenas iluminada proyectaba sombras fantasmales que prometían temores. Soy muy miedosa. Pero necesito trabajar hasta las horas en que los oficinistas salen de sus trabajos y suelen cubrir sus "pecadillos" llevándole flores a sus esposas o compran rosas para conquistar a alguna incauta secretaria u oficinista.

Amo mi trabajo. Tengo muchas historias de amor, de tristezas, de líos amorosos... en general, por las mañanas compran las amas de casa que adoran decorar sus salas con flores, es la venta más económica. Ellas cuidan el billete que sus maridos o compañeros, dilapidan en amantes y otros "yuyos".

Hace un mes, más o menos, apareció un señor. Era alto, muy delgado, bien vestido y pulcro. Llevaba unas gafas enormes que le cubrían medio rostro. ¡Yo pensé: "Soné me asaltan"!; pero no, se acodó en el pequeño mesón donde hago los pedidos y me preguntó cuáles son las flores más resistentes al calor, el sol, el viento y la falta de agua. Vaya, pregunta. Yo compro a los mayoristas flores conocidas: Orquídeas, rosas, agapantos, strelizias, conejitos... bueno las más usadas para armar ramos. Ah, helechos y algunas hojas que me permiten hacer bonitos arreglos. Le mostré lo que tenía. Miró un rato. Y se decidió por unas margaritas que estaban en un jarrón hacía varios días.

Le armé un hermoso ramo con una rosa roja en el medio. Me pidió que le pusiera una de color blanco. Y así se lo entregué. Pago sin chistar una suma algo elevada. Por la rosa que las traen de Colombia. Al sacarse los anteojos, vi. sus enormes ojeras. Un alo de dolor mostraba su rostro cansado. ¡Son para mi difunta esposa! Dijo y se volteó con una lágrima en las mejillas. Sus manos temblaban. Se volvió y después de un breve silencio me dijo: "Paula, fue una mujer increíble. Solía esperarme horas y horas con la mesa llena de exquisiteces y velas rodeando el comedor con un perfume a violetas, que ella amaba". Le juro, señorita, que cuando se desmayó esa noche en la sala, yo creí que era algo momentáneo. Llamé al médico que llegó en una ambulancia en minutos. Me desplomé cuando me dijo... No está desmayada, está muerta. Y le aclaro, ni un suspiro ni una palabra destemplada o fuera de lugar había salido de nuestras charlas nocturnas. Porque después de cenar, íbamos a la sala a conversar sobre los hechos cotidianos. Y allí, mi esposa, la excelente mujer que me acompañó tantos años, estaba muerta.

Las flores eran para esa mujer que él, extrañaba tanto. Todos los viernes venía a buscar un ramo de flores que seguro iban a para a la lápida de su amada. Me contó cosas de su vida, me mostró fotos de viajes compartidos, y supe que nunca habían podido tener hijos.

Pasado un para de meses, lo vi más delgado y comenzó a encorvarse. Era como si se abrazara solo él. Un viernes vino y me dejó un sobre sin decir esta boca es mía. Yo, lo dejé a un lado. Le entregué el ramo de Rosas blancas que me pidió y me dijo: ¿Puedo darle un abrazo? ¡Sí, por supuesto! Y me abrazó con mucha ternura, me dio un beso en la mejilla, tomó el ramo y salió, arrastrando sus pies por la vereda. Me quedé pensando. Llegó un joven y compró otro ramo de rosas. Olvidé abrir el sobre. Cuando regresé a casa, llegó una muchacha y me dijo que el señor Oscar regules, el cliente había fallecido. Me quedé muda, paralizada. Se había despedido de mí.

La joven me hizo un comentario que me dejó pasmada. Don Oscar, murió de amor. Y yo, recordé el sobre. ¿Qué contenía? A la mañana siguiente abrí la florería y abrí el sobre. Me había dejado su casa como regalo. Una breve nota despidiéndose y me rogaba que cada veinte de Abril, le llevara un ramo de rosas blancas a su amada.

Desde esa fecha, cierro antes la florería y llevo un ramo de rosas blancas al cementerio de mi ciudad.

CRISÁLIDA

 

¿Angustias? Muchacha, desde que te pusieron ese nombre te han marcado. Siempre estás como perdida en tus sueños. No sé cómo eres, solo sé que te siento como un pequeño ángel protector. Mi madre me decía que cuando viniste al mundo, parecías un pájaro perdido. Pero no, ahora eres indispensable en esta casa.

El anciano Gaspar, tu abuelo, no duerme si estás lejos de su lecho. Tu padre, que se sienta en la noche a mirar las estrellas por ese aparato que las acerca, jura, que viniste de alguna de esas estrellas, que están tan lejanas. Pero hubo una gran discusión, cuando vino su amigo Andrés y le dijo que las estrellas lejanas, están muertas hace siglos.

Angustias, ven, acércate. Toma mis manos y dime si al estar tan tibias te recuerdan tu infancia. Yo te alzaba y cantaba las nanas como si hubieras bajado de alguna nube o de la luna. Eres tan necesaria como el canto de las aves. ¡Nunca te ausentes!

Hace unos días te veo que te aferras a uno de los troncos donde crecen las orquídeas, me pareció que ovillabas una suerte de fina seda de color ambarino. ¿No estarás por invernar? Angustias, eres un ser humano. Pero, ya veo en tus ojos una lejanía de tiempo. Vete a dormir, el abuelo espera.

Nunca imaginamos lo que nos iba a ocurrir. Angustias ha hilado un capullo y está envuelta en él, como una futura mariposa. Su crisálida es de color dorado, y se siente el palpitar de un corazón dentro del mismo. Pasan los días y va cambiando de color y de tamaño. ¿Qué pasará con el abuelo? Ya no duerme, espera. Yo también espero.

Mañana es el día más largo del año y se nota un movimiento errático en el capullo. Ahora de color granate. Se va abriendo lentamente y emerge una enorme mariposa.

Es de colores vivos y brillantes. Angustia ha vuelto a nacer. ¿Qué nombre le pondremos? Tal vez, Violeta, tal vez Azucena, tal vez… ya sé, la llamaremos Cristal. 

VARIACIÓN TANGUERA


 

Paraíso que llena mi mundo de promesas.

Espero domeñando la ausencia de tu amor.

Pasos silenciados de alas cantarinas.

¿Dónde escondo el perfume de mis sueños?

La sombra que atropella mis ansias de ternura 

socorren a quien me altera el dolor  de la ausencia.

Eco misterioso de cascada de vidrio.

Pasto enamorado de mis plantas desnudas.

Asesinato exacto de la sonrisa.

Venas que desparraman mi génesis celosa de vientre azucarado.

Encuentro entre las páginas del almanaque tu cuerpo majestoso...

La esperanza galopa en tu macho perdido como padrillo ajeno.

Marcaré en la carne de mármol atrevido

tu presencia y tus pasos guiaran mi destino.

 

Camino a la casona de piedra desgarbada

 con la umbrosa soledad de la memoria.

Tu cuerpo plateado,  piel morena, me penetra lo indómito.

La nada.

Caen en cascadas las nubes que anudas en la  tarde.

La doncella dormida con los pies descalzos enlaza la belleza.

El hombre solo mira el callejón sombrío.

Hay un silencio mitigando el bandoneón lluvioso de nostalgia.

Me miraste a los ojos y un aletear de risa me propuso un mañana...

 llámame con tu risa que vendré cantando.

 

 

EL VIAJE

 

 

            No había viajado nunca en tren. Su abuela le había preparado un bolso con ropa y enrollado un colchón de algodón que ella había armado. Una manta de lana hilada a mano. Andrés, tenía que ir a trabajar en la ciudad. En el campo no había cosecha por el clima malo que arrasó con todo.

            Estaba muy tenso y asustado. Era su primera vez. En la ciudad el tío pancho lo buscaría en la estación de trenes.

            El vapor de la locomotora lo envolvió. Le pareció que entraba en un mundo de fantasmas. Pero cuando se disipó pudo ver a la abuela que parada secaba con el dorso de la mano una lágrima que corría en la piel arrugada por os años y el trabajo duro del campo.

            El “Rufo” su perro y el “Gringo” el caballo bufaban en el terraplén despidiéndolo. La abuela regresaría a la chacra en la volanta. Lentamente comenzó a moverse el monstruo de metal sobre las vías y el ruido de fierros asustados, llenó junto al silbato del ferrocarril, la vieja estación del “Algarrobo Ladeado”.

            Sonó una campana despidiendo en la hora justa el convoy. Andrés sacó la cabeza por la ventanilla hasta que se desdibujó la figura de la abuela. Lloró. Pero no quiso que lo vieran así, por lo que prendió un cigarrillo y comenzó a fumar echando humo agrio y espeso como el tren.

            El movimiento monótono del cocha lo adormiló. Se quedó semidormido hasta que un hombre vestido con una chaqueta verde sucia de grasa y cenizas le pidió el boleto. Se lo mostró y le hizo un pequeño agujero con un aparato que nunca antes había visto. Ese fue uno de los primeros objetos que comenzó a conocer.

            Al medio día sintió hambre y abrió una cesta que tenía con unos sánguches que le había puesto ella. Sintió un dolor seco en el corazón, había dejado solita a la anciana. ¿Ahora quién velaría por ella?

            Al atardecer comenzó a ver que a la vera de los rieles había menos campo y más casas. Algunas muy humildes y viejas, y a medida que seguían hacia la ciudad, más y más casas y calles y rutas que atravesaban el ferrocarril, para lo cual bajaban unas lanzas de metal o madera pintadas en varios colores y que detenían camiones y autos y en algunos lugares, bicicletas y motos. Avistó unos edificios altos. Eran lejanos y parecían montañas de vidrio y metal.

            De pronto el coche entró en un terraplén y un cobertizo de metal. Era la estación mayor. Allí había mucha gente que esperaba a los que venían en el tren. Miró por la ventanilla y vio a su tío, que fumaba una pipa y largaba humo azul. A su lado una mujer rubia que él, no conocía. Cuando el coche se detuvo, sonó un silbato largo y la gente apurada comenzó a recoger sus maletas y bultos para descender. Él, esperó un rato y después bajó. El tío lo abrazó y llorando lo beso en la frente.

            -Mirá Alicia, este es mi sobrino Andrés, es un muchacho que nunca salió del campo. Y ella ligera, le dio un beso húmedo en la mejilla donde dejó una marca de carmín. Luego le retiró el bulto menos pesado y lo tomó del brazo como si fuera su hijo y Andrés, la miró con el seño fruncido. – Mirá Pancho, no le gusta la tía.- y largó una carcajada que el tío aplaudió. Ya te acostumbrarás a mí, dijo y siguió empujando una familia llena de niños que tenía delante. Cuando salieron a la calle, Andrés confundido, se quiso volver atrás. Cientos de autos, micros y bicicletas corrían de un lado a otro por la zona.

            Andrés nunca va a olvidar ese viaje. Porque nunca pudo regresar al campo y porque la abuela, llegó en pocos meses a la ciudad porque lo extrañaba. 

lunes, 2 de junio de 2025

VIEJO SEVERINO, CAPADOR

 

 

            El mister es alto, rubicundo, bebedor de whisky y viajero constante. Cuando recaló en Rodeo de los Alerces, se enamoró del lugar. La tierra fértil, los árboles coposos y el rumor de ramaje y hojas, transformaron su naturaleza tranquila y flemática. Se enardeció la sangre antigua de celtas e ingleses.

Los hielos eternos descendiendo con fuerza en el verano, creando un paraíso deseable para quien dejó una isla tan gélida y nubosa. Los ojos agua de cielo, calcados de las nubes, se enrojecen mirando la cordillera. No desea olvidarse del espumoso río blanco que descarga burbujas en los sedientos terrenos donde pastorean los animales lanudos y berreantes. Los viejos ovejeros, pastores natos, arreando los vientres de cabras y ovejas cargadas de futuro ganado, ladrando con su rito de cuidadores cánidos.

            Mister Brian Foster, volcó su haber en comprar el rincón edénico. Pero no podía hacer solo lo que nunca hizo. Allá, cerca de Londres, era un oficinista que conocía de seguros y de valores. Corría con su equipo de PC de oficina en oficina. A los bancos y las cámaras de negocios.

Ya no disfrutaba de un paseo por Piccadilly o por la zona de Chelsea; de Oxford Street o Kensington. Sólo trabajar y subir a los ferrocarriles para regresar a su departamento de soltero en West End. ¡No era vida esa! No podía sentarse en un pub a beber un Ale hasta que sonara la campana.

Menos aún, con sus cuarenta y tres años de vida recorridos en escuelas académicas y el privilegio de asistir a la universidad más exigente de Inglaterra. Últimamente, le preocupaba el crecimiento de la inmigración oriental musulmana y africana, que había transformado el rostro de las calles tranquilas en verdaderos aglomerados de gente extraña y desconfiable.

Londres ya no era el de su juventud, por eso, cuando conoció esa maravilla, dejó un fax en su oficina pidiendo un año de jubileo, que arrendaran su departamento, usaran su cartera de clientes. Él intentaría vivir una aventura sin igual en un lugar perdido entre ríos y montañas en el sur del Sur.

Foster tenía aversión por la idea de los atentados, ya fueran de los Separatistas Irlandeses, el IRA. o por los seguidores de Bin Laden. Si existía un vergel de paz en la tierra, él estaría allí al llegar el fin del mundo. Había leído en la revista del avión que lo trajo a este lejano lugar que un gurú hindú declaraba seriamente el fin de la era de Piscis y el ingreso en la era de Aries y eso significaba cambios mortales para el planeta.

 Además, solía soñar con los viejos relatos de su madre sobre los bombardeos de la Segunda Guerra y quería estar bien lejos de  ese horror.

            El terreno que adquirió estaba cerca de un glaciar cuyo color cambiaba según el arco iris. Horas sentado bajo un sauce o un pinar, mirando el cielo. Comenzó a conocer cada estrella de las constelaciones de la Vía Láctea. Tanto había leído esa leyenda griega de la leche materna de la diosa que formara la Vía Láctea y ahora la tenía allí. Casi la podía tocar con las puntas de los dedos.

 Disfrutando ese fantástico cielo conoció a Severino. Hombre parco de tez morena, achinado con crines negras e hirsutas. El conocedor del campo, de animales y naturaleza. Era perfecto para ser su ayudante. Lo contrató de inmediato. Cada uno en un idioma de silencio se comunicó con el otro a su manera. Se fue creando una dependencia que haría historia en la región.

            Severino no tenía edad. Ni viejo ni joven, con experiencia de capar y esquilar. Curaba bicheras y quebraduras de los animales heridos. Cazador sagaz, sabía cuándo salir a buscar un animal para comer, sin molestar a la diosa tierra. Odiaba las trampas. Decía que un buen cazador tenía que mirar de frente su presa para que le perdonara la desgracia mortal de la cacería. Pero creía que había un espacio en el más allá donde habitarían aquéllas que mantenían vivo al hombre.

            El trabajador es magro, robusto, con rostro adusto, pero fiel y seguro de conocer el manejo del campo con verdaderos corrales con majadas de ovejas y cabras. Los brazos fuertes, robustos los músculos y huesos concretos. La mirada penetrante atraviesa la espesura con insistencia para atrapar objetos en el aire, captar en el olor del viento la presencia de algún depredador de las manadas.

Vestido con un verdadero chiripá y poncho, usa polainas para evitar la mordedura de reptiles venenosos, espinas gruesas o piedras afiladas, que se desprenden como pedernales de la ladera arisca de la sierra.

Un güincha pampa sostiene el sombrero aludo con barbijo de cordón, para que el permanente viento no le robe su cobertura contra el sol o la lluvia, que suele azotar la zona. Vive junto al canal que brota en la naciente, manantial de agua dulce como la miel de avispa silvestre.

Su rancho, de adobe pisoteado con junco y totora, con paja brava y barro, contiene una breve historia de silencio. Su vida de hijo de nadie lo atraviesa. El techo rústico y primitivo como Severino, protege las noches arrachadas de nieve o sol. Allí en su soledad de macho, suele en ciertos días del año, prenderse a la caña o al vino tinto con sedimentos de tinajas caseras. Una buena borrachera que anestesia el dolor de ausencias innombradas.

Tizne y carbón hecho con los semilleros de pinos y ramas de árboles caídos, cuyos troncos podridos por el tiempo sostienen su follaje ácido que cae en lluvia perezosa para acolchar la tierra sin hierba.

Severino se crispa cuando alguien llega y alude a su condición de hombre solo. El Gringo, como le dicen al mister, comiendo a veces un asado de capón cuchillo en mano, lo acompaña sin palabras. Juntos, ensimismados, miran correr las nubes y la vida con sus pájaros sedientos de espacio y libertad.

No queda un solo animal sin esquilar o capar, para que la carne sea más suave, y su sabor prepotente de bicho salvaje, se inmiscuya en los hoteles de lujo, de la mano de un chef, maridado con un vino fuerte, un Borgoña o un Malbec.

            La lana de los corriedale, todos los días, viaja en carromatos hasta el puerto de Chile. La llevan a las hilanderías más cotizadas de Europa. Y el mister con Severino sigue la huella desconocida del futuro, esperando el fin del mundo en el Fin del Mundo. Al sur del sur, en esta lejana tierra que fuera hábitat de la gente nativa hoy llamada “mapuche” y que recobra su lugar en el concierto de países del planeta llamado Tierra.


VARIAS HISTORIAS EXTREMAS

 

 

            Cuando Fernández se presentó, se hizo silencio. El silencio no era lo que dominaba el lugar. Haryhé Sayshe había llegado sin previo aviso. Era un joven extraño. Callado. Frío y poco expresivo. Moreno, barbudo y vestido con ropa muy rústica, había logrado una beca en nuestra facultad, por intermedio de una organización de antropología y protección del medio ambiente en la investigación de ruinas.

Sus profesores eran eruditos en Arqueología. El hallazgo de piezas antiguas que pudieran demostrar algunas ideas sobre el pasado lejano lo transformaban en humano. Teorías tan remotas que nadie tendría la posibilidad de tener una postura a favor, o en contra.

 Fernández lo presentó sin muchas vueltas. Era como mostrar un objeto prehistórico, un raro objeto de observación. Fernández, tartamudeando, habló sobre la habilidad de Haryhé Sayshe que había conquistado cada pequeño espacio de las excavaciones. La mina donde trabajaba en la vieja región del valle de un río seco en las afueras del Kapadocia. Lugar sagrado de la antigüedad. Husmeando en las dendritas entre escombros y materias multiformes y de biología dudosa, había elevado a sus maestros ciertas hipótesis dignas de develar.

            Su pasión nació en la adolescencia, jugando en un descampado encontró un yacimiento del siglo IV AC con un sinfín de objetos de cerámica, monedas y algunas armas herrumbradas por el orín de los años. Eso lo hizo descubrir un mundo increíble. El pasado. Su magia. La belleza del ayer.

Haryhé Sayshe, un hurgador a partir de cualquier sitio donde se pudiera hallar algo con historia propia. Especial. Arqueólogo cuyo mundo cambió en un instante.

Cuando llegó a la facultad, los compañeros lo miraron con curiosidad. En la televisión mostraban a hombres como él, que participaban de atentados terroristas.

Algunas alumnas, lo miraron con temor. Otras lo imaginaron  desnudo en su lecho. Así son las muchachas ahora, dijo un compañero con desparpajo, siempre piensan en abordar a los machos, porque este tiene toda la pinta del macho. ¡Si las conozco yo! ¡Tiene pinta de malo! Nadie se distraiga de lo importante, él, viene a hablar de su descubrimiento, expresó otra.

El arqueólogo se ubicó entre la inquietante algarabía de estudiantes. Miraba asombrado como se trataban varones y mujeres, ya que en su tierra eso es tabú. No podía comprender las chanzas y picardías que se hacían. Apostó a los hombres, pero notó con sorpresa el desdén a la investigación de campo, Cosa diferente eran las mujeres que dedicaban tiempo y estudio a cada materia.

Comenzó a desmenuzar el tema de cómo descubrió el lugar en su caminar por las ruinas de la ciudad del siglo III AC. El despejar con dificultad de entre los metros y metros de escombros y tierra, una casa de varias habitaciones de rocas, apiladas solidamente en forma redonda construyendo una especie de laberinto con pasadizos y aberturas para el ingreso de aire y luz.

Empezó a hablar y notó que dos alumnas estaban seriamente interesadas. Anotaban minuciosamente sus palabras, que afloraban con dificultad idiomática. A veces, le ayudaban con un término o agregaban ideas para complementar su tarea. Le gustó. Había despertado atracción sobre su estudio.

 Allí creía que había vivido el rey Lintorio de Sidón. La alfarería de las capas superiores databa de tres siglos posteriores. Pero, había encontrado artefactos y armas arcaicas, en la que el Carbono 14 indicaba rastros de épocas más remotas. El tiempo había pasado en el claustro y ya se debían retirar. El grupo comenzó a inquietarse y fue un alumno el que recordó al expositor la hora y el fin de la jornada. Salieron como siempre con bullicio y alegría.

Haryhé Sayshe, se despidió y agradeció a cada uno dándole la mano, menos a las jóvenes que no comprendían esa actitud del profesor. La charla de las mujeres se prolongó en la cafetería.

En el buffet bebían cerveza y Fernet con Cola, sin miramiento alguno. Brindaban varones y mujeres sin descaro. Cuando las muchachas vieron al estudioso, parado en la calle sin saber qué hacer, detuvieron el auto y lo invitaron a subir. Desconcertado, les agradeció pero no aceptó. Comenzó a caminar, hasta que un alumno del curso superior se detuvo y lo llevó hasta el hotel.

Pasado el período semestral, ya sabían tanto de ese yacimiento que parecían expertos. Haryhé estaba feliz. Su tesis sería presentada como un trabajo de equipo en USA, en Princeton y su popularidad entre los estudiantes había llenado todas las expectativas de la facultad. Pero algo salió mal.

A las cinco de la mañana del trece de abril desde las radios y televisión, anunciaban un atentado terrorista en las cercanías de Princeton. Haryhé Sayshe no podía ingresar en USA, su condición de musulmán devoto se lo impedía. Le habían quitado la visa y lo deportaban a su país. ¡Podía ser un terrorista camuflado!

Indignados, los estudiantes presentaron una carta documento en la embajada, juntaron firmas e iniciaron una huelga de hambre. Sólo las chicas lograron pasar nueve días en ayuno por la protesta, los varones apenas cinco. Nada se logró.

El arqueólogo regresó a su país, dejando expresa promesa de volver.  Una verdadera utopía.

Fue grande la sorpresa de los estudiantes al ver a su querido profesor en las pantallas de TV hablando mal de su estadía en esa facultad. No comprendían nada.

Los e-mails, que enviaban desde su país contradecían las expresiones publicadas. Una foto que apareció en el diario “Hemisferio Sur” mostraba a un Heryhé Sayshe barbudo por demás, con ojos hinchados y golpeado, con otro nombre. Era un terrorista confeso.

Pasó un semestre. Nadie hablaba del arqueólogo.

El asombro fue mayúsculo cuando apareció afeitado, sonriente y feliz en la facultad.

—¡Ah, el de la foto es mi hermano mellizo! Está por cumplirse con la pena de muerte dentro de unos días. ¿Saben, encontré entre las ruinas, una joya de valor incalculable? Una daga de cobre de por lo menos el siglo II AC —y continuó hablando de sus hallazgos. Inmutable, siguió con su tarea. Parecía no tener sentimientos.

Todos vieron por CNN el ahorcamiento del mellizo de su profesor. Nadie se atrevió a decir una sola palabra al respecto.

            ¿Todos los científicos serán iguales?, se preguntan en los corredores de la universidad.


EL REMATE

  

La cosecha es magra. Primero la helada y luego tormentas que impiden la maduración y el grado alcohólico del grano, todo se conjura. La esperanza madura igual en los contratistas que cuidan lo que resta.

El patrón sólo protesta y pide préstamos al banco. “Malo, Ramona, otro préstamo pidió el patrón para fumigar la viña. Los bancos son ladrones de plata y dignidad. En cualquier momento nos echan a la calle. Al patrón le van a terminar rematando todo… y nosotros a la calle”.

Por marzo, pocos camiones se llenan y la calidad de la uva es mala. El precio es bajo. No tiene buen alcohol y azúcares el grano. Las bodegas saben que va a ser difícil conseguir caldos buenos. Un año que tendrán que agregar mostos de otras cosechas.

 En el juzgado, hierve el olor de angustia y desánimo en un puñado de pequeños viñateros y abogados. Los que se ven atrapados por los bancos, corren por pasillos repletos de tinterillos y busca pleitos. No hay tiempo. Papeles firmados con sangre y vino. Pagarés traicioneros que desbordan de sudor, tiempo y polvo de los callejones que separan los viñedos.

—Señor juez. Señora secretaria. Hoy se remata la historia de mi vida. De toda mi familia. Me quedo igual que un desheredado. Prefiero la muerte a la vergüenza de perder lo que mis abuelos construyeron y mis padres cuidaron para mi y mis hijos. ¿Y qué harán Justino y la Ramona con sus siete hijos? ¿Adónde irán, si esa es su casa desde siempre?

Eso esconde la frente húmeda y los ojos fríos del hombre que se enfrenta a los juristas que observan impávidos los expedientes. Hablan en voz baja. Los pequeños viñateros son condenados al despojo.

Un grito despierta la somnolencia insensible de la gente. ¡Un médico! ¿No hay un médico que ayude a este hombre que ha caído? Parece infartado, sobre las baldosas gastadas del pasillo. Corren.

Sofocados los mirones se apretujan junto a un cuerpo exánime que nadie quiere abandonar. Un hombre bajito se arrodilla, lo ausculta y comienza a hacer movimientos de resucitación. Llega una ambulancia y se llevan al chacarero. Siguen los gritos y discusiones de los dueños de pequeñas parcelas que arrojan los pagarés por el aire. Vuelan con sus alas de papel al ritmo vertiginoso de la ruina.

“Vayan, vayan a la Fiesta de la Vendimia. ¡Viva Mendoza y su Vendimia!”, gritan desesperados los chacareros y viñateros.

El silencio se hace eco en el recinto. Sale un juez y, tratando de tranquilizar a la gente, pronuncia las palabras que todos esperan: “Vamos a aguardar, por ahora no “innovaremos”. Pondré una medida cautelar”. Se miran y saben que no innovar es un tiempo para poder rescatar sus tierras. Sus manos ásperas acarician los pagarés que reparte el secretario.

Volverán a la finca, a trabajar como todos los días del año, como un día cualquiera, como siempre.


 

LILA

 

      

“Cae lentamente al estanque, donde los nenúfares le hacen bromas a las libélulas que copulan para continuar con la vida” Anónimo.

 

        La pequeña Lila va dejando esa edad, cuando no se ha vivido sino una niñez tranquila y festiva. Al cumplir los once años, su amada Edelmira, madre del corazón, comenzó a tener esa tos pertinaz y dolorosa, que la derrochaba sobre blancas sábanas y almohadones orlados de puntillas. Comía poco y dormía mucho. Su piel se transformó en un frágil alabastro suave, a veces ambarino, a veces por las fiebres y calenturas de un encendido color encarnado. Una fina pedrería de sudor, refrescaba su arrebol. Cual rocío matutino cada prenda que cubría su escuálido cuerpo humedecido, el satén y las sabanillas. El ralo cabello otrora dorado, era una mata selvática que desparramaba sombría, desdibujada y pajiza.

        Lila la veía como se iba deshaciendo día a día. Casi como una hoja transparente de seda, o de esas que se colocan entre las hojas de los libros y semejan un encaje ocre, simulando ser hoja, simulando ser un tul de finísima estructura. La amaba. Espiaba cada momento sus convulsiones que comenzaron a ser cada minuto más cercanas y terminaban con unas gotas de sangre. Los ojos hundidos y condecorados por medialunas violáceas.

        Su padre, Alcides Morelos, la había traído cuando Lila apenas daba unos pequeños pasos para caminar, y ella, le dio la mano y el amor de una madre inexistente. Nació del amor de ellos, un muchachito de cabello negro, ojos oscuros y rebelde. Creció jovial y dislocado. Reía y rompía cada regla, cada voto, cada reflexión que quisieron inculcarle, en la casa era infrecuente verlo sentado a la mesa, dormir a las horas apropiadas y en la escuela duró tan poco que apenas aprendió algunas letras y números del ábaco.

        Siempre el padre observaba a ese muchacho díscolo y mal aprendido, con desconfianza. Y sí, un día se escapó llevándose una jaca brava. Tenía apenas doce años. Lo trajo un juez, con un moretón en la mejilla y un brazo fracturado. Sin caballo y sin zapatos. El padre, pagó la deuda de los destrozos que había hecho en el pueblo y lo encerró una semana en la alcoba. Lila le llevaba en escondidas algunas confituras y limonada fresca.

        Salió más tranquilo, pero… lleno de ganas de vengarse. Edelmira murió. Su esposo, lloró sobre el cuerpo triste y el corazón vacío. Lila lloró a su lado y juntos la llevaron bajo el jacarandá que ella amaba.

        Cuando el muchacho cumplió quince años, su padre fue a buscar un cargamento del puerto y se quedó dos meses, esperando el barco. Cuando regresó encontró a Lila con el rostro sombrío. Callada y triste. Creyó que extrañaba a Edelmira. Pronto supo que la muchacha estaba embarazada. Su hermano, la empujó por la escalera y el niño murió sin nacer.

        Pasó un tiempo en que el padre trató de saber quién era el padre de aquel vástago. La niña callaba. Cada momento más taciturna y esquiva. Su hermanastro la miraba con dureza y presagio de golpizas. Ella cumplió quince años y el muchacho catorce. Lila le rogó a su padre que la dejara marchar de la casa a un convento. No era posible que la aceptaran si sabían del embarazo y pérdida. Se transformó en un fantasma en vida. Cada noche, encerrada en su alcoba, espiaba por una hendija cuando su hermano pasaba rondando por los pasillos como gato silenciero.

        El padre necesitó marchar nuevamente al puerto y cuando regresó, ella nuevamente estaba encinta. La duda ya no era duda, claramente era el muchacho el causante de ese destrato. Golpeada y arrastrando su pudor adormecido, llegó a término. Nació una hermosa niña. El muchacho, en la noche, la tomó cuando Lila dormía y la llevó al río y allí la arrojó sin el menor dolor.

        Los gritos despertaron la casa. ¿Dónde está la niña? ¿Adónde y quién me la ha quitado? La risa descontrolada del muchacho dejó a todos boquiabiertos. Un malvado demonio vengativo. Un truhán. Un asesino.

        Con quince años había sido capaz de abusar de su hermanastra y matar su hijo. El padre tomó la escopeta y sin pensarlo mucho, lo corrió por el campo y lo acribilló cayendo, este, sobre el trigo dorado que ya maduro, quedaba mojado por la sangre de quien fuera de su propia sangre.

        Dicen los lugareños que al día siguiente Lila flotaba en el estanque junto a las libélulas y flores de pétalos blancos.