lunes, 7 de abril de 2025

LUANA

 

Luana caminó por el adoquinado, conforme. Había conseguido ingresar en el ámbito del teatro más prestigioso como segunda bailarina. Sus pies agrietados por los ensayos ya no le dolían. Era feliz. Su maestro Lijuel Boroskyn apostó a su calidad. No es fácil, le había dicho, pero verás como cada día, si te lo propones, tu tarea será más y más valorada.

Recordó el día en que su madre se iba a la fábrica de máquinas viales, y ella le dijo que quería ser bailarina. Lloró. En realidad lloraron juntas. Su madre sabía que se alejaría para siempre del pequeño pueblo, pero que el futuro era de su querida Luana.

            Consiguió que un capataz hiciera los arreglos y llegó a la capital, con sólo su sueño. Delgada, ínfima en su contextura, pálida y sutil, parecía una libélula desplegando sus pequeños brazos hacia el cielo. Su rostro, picado por la varicela la hacía parecer un ratoncito perdido. Su maestra, la primera que la recibió, se llamaba Nindya  y era tan severa, que sintió  que la despreciaba. La otra, antes de Lijuel Boroskyn, era Annia Glastovievich, la otrora primera bailarina del mejor ballet del mundo. Luana sudó. Sollozó. Gritó. Sus pies heridos por las puntas de madera, los dedos sangrantes, hasta que se encallecieron bajo las medias de algodón, fueron los órganos fustigados para lograr de Luana una bailarina. Cuando llego el examen final y Lijuel Boroskyn la eligió junto a tres jóvenes más, creyó que tocaba el cielo o la cara de Dios, con sus pies. Inmutable, el maestro, las hacía llegar a la máxima mortificación con su bastón de marcar el ritmo, golpeando pantorrillas y espaldas. Así había sido señalada para la prueba. Y allí estaban con Maika  Verchinuaka  tratando de conseguir el primer puesto en la compañía. Tomadas de la mano, esperaron el resultado de la prueba. Luana quedó en segundo puesto. Corrió a buscar una forma de comunicarse con su madre. Por el  adoquinado primero caminó, luego corrió. Fue tan fuerte el golpe que le propinó el viejo camión del ejército que voló por el aire. El chofer sólo atinó a decir: - Alguien dijo que las mujeres,  y las mariposas se parecen bastante…¿ No lo creen? ¿Vieron cómo voló,  parecía que quería tocar el rostro de Dios con sus pequeñas manos!  Y siguió su ruta para cumplir con la entrega de las armas que llevaba al cuartel.

LA CASA DE LA ESQUINA

 

EL ENCUENTRO CON LA PANDILLA.

 

            Al fin papá consiguió ese trabajo nuevo donde quería  desarrollar una nueva vida. Vivimos desde hace veintitrés días en un nuevo barrio de calles tranquilas, con arbolados antiguos que ocultan con raras sombras el frente de las casas.

            Lo primero que me llamó la atención fue una reja alta, negra, cubierta de hiedra que retorcida como serpientes venenosas, esconden una casa vieja y maltrecha. Digo maltrecha porque está deshabitada, con las ventanas rotas, las tejas caídas por las gallerías y yuyos altos que crecen por todos lados. En la cuadra viven otras familias que tienen chicos, algunos de mi edad. Pronto nos hicimos amigos. La pandilla, que ha creado una cofradía, una sociedad secreta, sólo para varones, con votos de silencio y ayudas mutuas. Al principio no me aceptaron pero yo demostré valentía y pasé todas las pruebas...no les puedo contar cómo fueron ya que los iniciados  no pueden romper con los compromisos, sino debemos cumplir con el peor de los castigos: ¡ Pasar la noche en la casa de la esquina! Los muchachos le tienen terror, pero no lo dicen para que nadie los tenga por unos cobardes. Así comencé a escuchar de sus bocas y de otros vecinos, unas historias espeluznantes.

            Resulta que Rolo, hace unos días le regaló sus figuritas a una pituquita de la otra manzana. Rompió la promesa número 2 que dice: “no tener ningún contacto con esos extraños seres llamados mujeres”. Las chicas son entrometidas y chismosas, además de tontas.

            Bueno sigo, a Rolo le dieron la máxima pena...; La casa abandonada de noche” Y después que sus padres se durmieron, salimos todos a la hora exacta en que los brujos salen para viajar sobre los techos de las casas y entran por chimeneas y ventanas, aunque estén cerradas. Él, se demoró todo lo que pudo, pero el Valerio, Leandro y Renzo, lo apuraron y así lo acompañamos hasta la puerta de reja que se abre apenas con un ruido que despierta hasta a los fantasmas. Le dieron un empujón y desapareció en la tremenda oscuridad. Ellos salieron corriendo hasta el farol de la esquina contraria.

Entonces...¡pronto él, comenzó escuchar ruidos extraños! Una luz temblequeante que aparecía y desaparecía desde una vela que se movía entre largos pasillos, entre las enormes habitaciones ocupadas sólo por muebles rotos y telas de araña que envuelven cada objeto. También comenzó a escuchar una voz rumorosa que lo llamaba. Parecía que una persona hablaba y pedía ayuda: -¡ Rolo...Rolo...ven, acércate, necesito que me ayudes a salir de aquí!-

            La mujer, porque era una mujer, vestida con un largo camisón hecho jirones, con puntillas y cintas rotas, que le colgaban del pálido cuerpo flaco. Medio verdoso. Despeinada, con el pelo larguísimo y enredado, que le caía sobre la cara, escondiendo sus ojos hundidos y transparentes. Tenían una mirada triste. Alargaba las manos con dedos afilados de uñas larguísimas como las garras de un animal en acecho para tocarlo a Rolo. Él trató de hablar pero parecía de yeso. El pobre tiritaba, tartamudeaba, trató de gritar pero la voz no le salía de los labios. Yo imagino que en su lugar hubiera salido corriendo, me escaparía como un perro galgo, como el de mi abuelo.

Dice que ella se detuvo un momento frente a la ventana donde la luna llena iluminó la habitación. Rolo vio que la figura penetró por la pared de la chimenea y desapareció justo cuando el reloj de la municipalidad sonó la campanada de la una de la madrugada. Como él no salía y ya había cumplido el castigo, Leandro dijo que lo fuésemos a buscar. Lo encontramos como muerto, y no podía hablar. Lo sacamos entre todos casi a la rastra.

Al día siguiente en la escuela quiso contar, pero se había puesto “tartamudo”.

Nunca más haremos algo así, pero seguro que “el fantasma” sigue viviendo adentro.

 

ROLO COMIENZA A HACER COSAS RARAS...

LA LARGA CAMINATA POR UN LUGAR DESCONOCIDO.

Después del suceso que vivimos esa noche , los padres se reunieron preocupados para pedir a las autoridades municipales que clausuraran la casa de la esquina. Rolo seguía tartamudo y el médico de la familia lo envió a un especialista que lo ayudó bastante, sin curarlo del todo. Cuando llegó el camión municipal con varios “tipos ruidosos” nos reunimos todos los chicos de la cofradía en la vereda. Además aparecieron varias mujeres del barrio a curiosear y eso, dijo, Leandro traería mala suerte. Pero cuando limpiaron de maleza y suciedades varias, cortaron la hiedra de las rejas, a plena luz del día la casa parecía un gato peludo al que han metido en agua. Nada podía asustar en ese caserón deshabitado. Así fue que, ya limpia, clausuradas las ventanas, cerradas las celosías y las puertas, sólo parecía una triste casa sin gente. Nada anormal en vista.

Mamá me recomendó ciento de veces que no entrara...-¿ Ever no te quiero ver ni asomar en esa casa llena de fantasmas!- y yo sin decir ni mu, pero no tengo intenciones de meterme en líos...pero...quién se atreve a decirle a Leandro, el jefe, que no. Pasaría a ser el cobarde... Asentí con la cabeza sin pronunciar palabras, así no rompía con mis votos.

A las siete después de tomar la media tarde, vino Rolo a buscarme. Me pidió que le prestara mi “ discman” y fuimos en “bici” a dar vueltas por el barrio. Nos cruzamos con varias vecinas y chicas de la escuela que nos rodearon ( en realidad lo rodearon a Rolo) y comenzaron  a preguntarle por la extraña mujer fantasma que él había visto. No se cómo se las arregló, pero casi sin tartamudearles contó: - Yo estaba allí en la  noche, cuando comencé a caminar por las habitaciones llenas de telas de arañas que se me pegaban al cuerpo, a la cara, a las manos...de pronto, vi en la oscuridad una figura humana. De los ojos huecos, salía una luz que parecía dos brasas encendidas de carbón. Allí,- dijo mientras su voz se iba quebrando- me quedó pegado un vapor gelatinoso que despedía por el agujero de la boca dentada. Era un aliento asqueroso y sucio que me envolvió la cara. Comencé a ahogarme.- ahí se quedó pensando y temblaba, juro que se estremecía- salté hacia atrás. Desprendió “eso” y salieron volando unos murciélagos tibios que chillaban. Se perdieron en la oscuridad...- a esa altura del relato la mitad de la chicas se abrazaba y gemía de miedo- Yo, seguí- dijo Rolo- caminando hacia la puerta principal...pero una mano descarnada y con huesos grisáceos, se prendieron de mis hombros...sentí que me levantaban por el aire me sacudían contra las viejas cortinas roñosas que echaban polvo...tierra acumulada por años y años...y luego volé hacia un hueco que se abría en la pared.  Estábamos solos ya no quedaba nadie escuchando, sólo yo que paralizado escuchaba hechizado de terror.

-Seguí, Rolo, seguí, yo te acompaño. No tengo miedo mentí. Así el pobre se sacaba eso de encima.

De ese lugar sólo recuerdo la oscuridad..., no sentía sino un viento helado que me congelaba hasta llenarme de escarcha el pelo. Mi ropa no era suficiente, sabés, tenía la sangre congelada. Caminé a tientas palpando con las manos hacia delante. Toqué algo tibio, húmedo y suave. Con un aullido que escuché salía de mi garganta, se asustó un pequeño animal peludo que escapó por la tierra mojada. Mis ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad y pude mirar bien...¿ me pregunté dónde estaba? Y, ¡ay!, era un jardín debajo de la tierra, cavado debajo de donde nosotros caminamos. – un escalofrío me cortó el habla- allí crecían extrañas plantas con flores de color negro, las ramas se movían tratando de envolverme y unas enormes mariposas que brillaban en la oscuridad revoloteaban sobre mí... raíces deformes colgaban de la tierra sobre mi cabeza, que como si fuera una bóveda pesada, cubría el pasadizo del jardín subterráneo”- se quedó callado y pálido, temblando, me tocó un hombro y yo pegué un grito. Salió con su bici como si alguien lo persiguiera y yo me quedé allí mirando la casa con desconfianza. ¿Sería cierto lo que me contó? Por las dudas regresé a casa y no dije nada, me puse los auriculares y escuché un disco de mi músico favorito, pero esa noche no pude dormir.

 

DE CÓMO ME ENTERO POR RENZO QUE PARTE ERA MENTIRA.

CUANDO ME ANIMÉ A CONTAR...

Me  vestí con desgano, pero tenía clases de jockey y me esperaba el entrenador del colegio. Mamá me preguntó qué me pasaba y yo la evité. ¡Cómo le iba a contar! Así llegué al club. Allí Leandro, Renzo , Valerio y Rolo me miraron y se echaron a reír. Yo los miraba boquiabierto, se agarraban la barriga y lloraban de risa. El desconcierto mío era total y comprendí que era una broma, lo de ayer. Se arrastraba en el pasto de la cancha, apretándose la panza... yo, juro, lo quise matar. Me enojé tanto que no lo hablé toda la tarde y me volvía casa sin saludarlo. Dos días después, mamá me llamó y me dijo que Rolo estaba internado en el hospital de niños. Me sentí muy mal y aún enojado le pedí a mi papá que me llevara a verlo. Antes nos juntamos en la placita con los chicos de la pandilla y allí me contaron que sólo lo de la cueva y el jardín bajo tierra era mentira...lo demás era verdad. Renzo se puso serio por primera vez y nos dijo que los padres de Rolo estaban muy asustados. Que no podía dormir y que de noche y de día veía y escuchaba cosas raras. Cuando entre en la sala donde estaba acostado, parecía un chico a la mitad del que era antes. El pelo rojo que siempre le brillaba estaba ceniciento y su cara era como más chiquitita. No se le veían las pecas de la fiebre que lo penetraba y deliraba. Los padres y los abuelos lloraban. Varios médicos hablaban en murmullo sin decir nada y nos miraban con ojos de:- ¡ Lo que hicieron fue malísimo...demonio de chicos!- quedamos sin palabras. Un señor de barba, que era un famoso siquiatra se sentó con nosotros y nos estuvo hablando sobre las consecuencias de los actos y las enfermedades que acarrean ciertas acciones. No entendimos nada pero vimos que estaba muy enojado con nosotros. Por un mes no me dejaron salir, ni ver tele, ni ir al club. Mamá tenía razón. Pero no pensamos que fuera para tanto.

Pronto volvimos a vida normal. Íbamos a la escuela, al club donde el abuelo nos reúne para contarnos cuentos o para jugar ajedrez...en fin lo normal. Los domingos fútbol y campo, pero algo era distinto. Rolo ya no era el mismo y cuando nos juntábamos en la plaza, parecía ausente. Ni miraba las figuritas de Valerio, que tiene una colección extraordinaria de todo los jugadores de básquet del mundo y que a él, le deliraban, ni pasaba como antes por la vereda de la pituquita del otro barrio, ni siquiera hablaba. Según Leandro tiene depresión. Yo le digo que está chiflado, que esa es una enfermedad de gente grande y sin ganas. Él me dice que habló con su tía que es sicóloga y que le contó que ahora por los problemas del mundo hay muchos jóvenes que la padecen. En fin terminamos todos tristes. La verdad que nos mandamos un gran lío.

Mi papá me mira con una seriedad que me asusta, a pesar que nunca nos reta, siempre nos habla, lo veo muy pensativo y cuando llego me pregunta cómo está Rolo.

Yo le cuento y él se queda mirando hacia la casa de la esquina. Esa maldita construcción vieja nos ha traído un montón de problemas. El abuelo Ever, nos contó que allí vivía una familia de varias personas y que un día la señora joven apareció muerta en forma muy misteriosa. Además antes parece que vivió otra gente que también tuvo una historia de tragedias...en fin a mi cada día me gusta menos vivir a tan poca distancia de todo estos misterios.

 

COMIENZAN LOS PROBLEMAS GRAVES.

UN MONTÓN DE FANTASMAS HACEN CONTACTO.

Nadie se anima a pasar por la vereda de la casa. Todos tenemos mucho miedo. Además han aparecido las ventanas sin las maderas que puso la municipalidad, y , las puertas están abiertas. Según los chicos, de noche deben entrar vagos para tomar vino o para dormir y esa explicación no convence a nadie. ¿Quién puede ser tan valiente? Si la mujer fantasma debe seguir allí.

Rolo dice que es imposible que salga y tartamudeando dijo:- Ella sólo aparece de noche- y como si nada se fue a mirar tele. Al volver a mirarlo vimos que de la chaqueta le sobresalía algo parecido a una cola. Nos quedamos callados y realmente asustados. Además caminaba con un ritmo extraño como si alguien lo empujara, pero él, estaba tranquilo y se fue por el pasillo del cole, dobló la esquina y no lo vimos más.

Con los chicos nos fuimos al centro de jubilados a buscar a mi abuelo Ever, que nos acompaña a jugar al metegol y como el bar donde está hay grandes, él se queda a jugar con nosotros. ¡Es re piola! El bar está pasando un pastizal detrás del puente de hierro del viejo ferrocarril y se juntan allí un montón de personajes re interesantes. Mi abuelo, se pone siempre contento cuando lo vamos a buscar y el dice que tiene veinte años en el corazón pero que no le alcanza para un partido de fútbol con nosotros...¡por la artritis y el corazón! Pero tiene alma de pibe y siempre nos pregunta si es cierto que pertenece a la pandilla. Era normal que le contáramos los sucesos después de aquel día y se puso un poco serio, lo llamó a  su amigo Celedonio  que sabe unas historias de terror bárbaras y después de contarle dijo:- ¡ Muchachos hay tienen una auténtica historia de fantasmas para recordar toda su vida! – se miró las manos y tocándole el hombro al abuelo sostuvo- Yo, cuando era muy pequeño, conocí a la familia que vivía en esa casa, la hija del ujier Joaquín Valledor y su hermosa esposa doña Nicolasa. La muchacha era hermosa pero la casaron con un viejo soldado de cómo treinta años mayor que ella. La muchacha lloró muchos días y se encerró en la buhardilla para no tener que ver al vejete que era su marido. Él, un día partió para Europa a una de las tantas guerras que hubo y no venía, no venía; entonces...apareció un joven músico que andaba de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, tocando un instrumento antiguo parecido a una mandolina, y cuando la joven lo vio se enamoró...cosa de las mujeres...- acá tengo que agregar que Celedonio tiene más de noventa  y dos años - Quisieron escapar pero ni el padre, ni la madre lo permitieron y dicen...que debe haber regresado el marido, porque apareció atravesada por una espada en su lecho- yo caí en cuenta que lo que le sobresalía a Rolo del saco, era una espada...oxidada y larga- Me parece que la madre se enloqueció de pena y después el padre, murió de viejo, pero dicen que ciertas noches de tormenta aparecen el soldado, la muchacha y que se escucha una canción cantada por una voz muy varonil, desde las sombras. – nos quedamos un rato callados y recordé parte de la historia que me contó Rolo en la plaza. Las cosas no eran pura coincidencia. Don Celedonio,- pregunté -¿ usted sabe mucho de fantasmas? Porque Rolo ha cambiado mucho desde el día de la prueba. -dije. El anciano, me miró con sus ojitos astutos y me dijo:-Es cuestión de creer o no creer. Yo he visto varios casos. ¡ Claro que no es cuestión de reírse, los muertos se pueden enojar! – Nos recorrió un escalofrío y nos dispusimos a jugar pero en general quedamos pensativos. El abuelo nos compró helado a todos y eso nos tranquilizó y predispuso al juego. Leandro hizo tablas y salimos con buen ánimo. Una vez que dejó a cada chico en su casa el abuelo me trajo a la nuestra y después de cenar viendo que se venía una tormenta, papá sacó el auto y lo llevó a su departamento, que queda a diez cuadras. Me fui a la  pieza las nubes cubrieron rápidamente el cielo, parecía que habían corrido un toldo de plomo el barrio. Un viento frío comenzó a soplar desde el sur moviendo frenético las copas de los árboles. Los truenos y relámpagos comenzaron una danza furibunda y no me pude dormir. Me coloqué el discman para no despertar a nadie y me senté en el descansillo de la ventana y me quedé contemplando la furia del cielo. Desde donde estaba se veían los techos de todas las casas. Algo despertó mi curiosidad. De pronto vi pasar a Rolo hacia la casa de la esquina. Iba con una enorme gabardina oscura. ¡Sí, era él! ¿ A dónde se dirigía sino a la casa maldita? No se si me había quedado dormido y estaba soñando. No, es él, no cabe duda va hacia la puerta principal. Un rayo iluminó el cielo y pude ver como entraba en el jardín. Miré y vi de repente una luz amarillenta que iba y venía de ventana en ventana. Luego subió al mirador. Un escalofrío me recorrió la espalda. Tenía todo los pelos de punta. ¡Qué miedo! Yo debo haber parecido un alfiletero lleno de aceritos. La luz aparecía y desaparecía intermitente. Pasaba de un lugar a otro y la figura de Rolo se recortaba agigantada por las luces de los relámpagos. El ruido de la tormenta despertó a papá. Cuando vio luz en mi cuarto apareció con un vaso de leche tibia con cocoa. Yo le señalé la luz en silencio. Tenía que compartirlo con él. Mi papá quedó perplejo y me tranquilizó diciendo que “siempre hay una explicación para ese tipo de cosa”. Lo inexplicable en la noche de día se hace fácil. Yo lo tranquilicé, pero no pude dormir hasta el amanecer que soñé con un sin fin de monstruos.

Desayuné rápido y me fui al colegio. Allí estaban los chicos,...¡ con unas caras! Algo andaba mal. ¡ Claro, yo imaginé que tenía que ver con lo de esa noche!

Por la galería apareció Rolo...con esa gabardina que era tres tallas más grande. Algo abultada su espalda y sus brazos. Y por atrás le sobresalía algo extraño. Era la famosa espada que se arrastraba en los mosaicos y rechinaba haciendo que nuestros dientes sufrieran. Parado frente a nosotros nos dio la sensación que sus ojos eran de súplica. Unas ojeras violetas subrayaban los ojitos, que de no dormir, era pequeñitos. Estaba aterrado sin dudas y no podía hablar. Desde ese día quedó mudo. Nos miraba como pidiendo socorro. Algo terrible le pasaba y no nos podía explicar.

La espalda tenía movimientos extraños. De entre su manga apareció una cadavérica mano pálida, que sobresalía, tratando de tocarnos...estiraba unos dedos descarnados y azulados...De repente, se cayó esa mano, y como por arte de magia desapareció. Un grito desgarrador salió de la boca de Rolo y salió corriendo. Nosotros gritamos también y mientras nuestro pobre amigo desaparecía por la galería; un profesor, el director y la profe de inglés aparecieron corriendo. ¡Algo muy malo estaba pasando y tenía que ver con la casa de la esquina! 

 

      LOS PROBLEMAS SE AGRAVAN.

      LOS FANTASMAS SE ADUEÑAN DE ROLO.       

Me levanté temblando. Maldije, sí, maldije a la pandilla que me trajo todos los problemas. Yo era un chico tranquilo, juguetón y alegra. Me encantaba jugar a las figutitas,  al boleybol y al fútbol, pero desde ese maldito día mi vida es un infierno. Cada día me despierto con más miedo. Ayer, sin ir más lejos, en la computadora muy sentado el viejo soldado afilando la espada, que de oxidada ya no tiene filo...y antesdeayer...la mujer sentada en la alfombra mirando contentísima el álbum de las estampillas. Ni hablar de cuando al guitarrista o qué se yo que toca, se pone a dar recitales entre las sombras. ¡ No me dejan en paz! Si salgo al baño, me siguen y me espían, si voy a la escuela, ella, corre con el impermeable de mi abuela y se abraza por dentro a mi espalda y sale conmigo, pero el soldado, que está re loco, se agrega y no puedo, casi, caminar. Voy a perder el año y seguro que mi mamá me “mata” siempre salí entre los primeros...y ahora tengo varios regulares. Hace dos días que aparece otra señora...una tal Nicolasa que parece que adora a la tonta, que se pega a mí, para todo.

Hoy si no me equivoco, los chicos en la escuela se quedaron fritos. Yo no les puedo hablar porque ellos, los fantasmas, me tapan la boca o qué se yo, la cuestión que no puedo decir palabra. Lo único que falta que ese médico que me ve, diga que estoy loco y me encierren. Quisiera explicar que me llevan a la casa de la esquina todas las noches, que no me dejan dormir, que me usan los libros, los juguetes, hasta he visto que intentan usar la computadora...gracias a Dios, que de tecnología no saben nada, los muy ignorantes. Ya en mi cuarto tengo instalado a cuatro fantasmas, y son tan pesados, a pesar que por ahí son transparentes...Cuando quieren asustar a alguien para alejarlo, sacan partes de sus viejos cuerpos y lo muestran. Hay días que me han ayudado a hacer la tarea. El soldado sabe mucha matemática y la chica, dibuja bárbaro. La tal Nicolasa, me tiende la cama y ordena. Mi mamá cree que por lo que me pasó estoy más ordenado...pero son ellos los que juntan las cosas. Si no arreglan, no entran en mi cuarto y por eso son educados y tienen todo bien. Ni decirle al sicólogo que ellos conviven conmigo...eso sería mi ruina. Mañana, que tengo prueba de historia, me llevo al soldado que sabe un montón. Y si la profe de música se pone pesada, me llevo al otro, al de las serenatas. 

Por ahí me traigo a la pandilla y les doy un buen susto a este montón de extraños. Según me contó Luchito, Don Celedonio y su  abuelo Ever, me aconsejan buscar la forma de echarlos. He descubierto que si nombro a Dios o a Jesús empiezan a temblar y se van por un rato. ¡ Esa sería una forma! Pero regresan y a veces traen a otros.

Me voy a la placita, los chicos están reunidos y yo quiero jugar. ¡Eh, amigos...Dios...Jesús...Alá...Dios, Dios...Dios...! Se fueron por un rato.

 

ENCONTRANDO LA FORMA.

LOS CHICOS ACUERDA UNA ESTRATEGIA.

 

Juntos podemos hacer algo. Dale Rolo te vamos a ayudar. Mi abuelo dice que los molestes dejando entrar la luz, o poniendo música fuerte o qué se yo. Todos opinan todos saben que tiene que existir una forma de ayudarlo. La verdad que piensan que así no se puede seguir viviendo, ya no tienen ganas de jugar y les falta el  mejor defensa de la cancha.

Toman una decisión difícil...ir a la habitación de Rolo.

Al entrar, la pandilla no ve nada diferente...¡claro, con el pulgar el chico les señala hacia el techo y, ¡oh!, sorpresa, como si fuera una araña cuelga el cuerpo translúcido del músico que hace malabarismo para que no se le caiga la mandolina! Señala hacia la cortina que es grande y oscura y medio escondida se ve una muchacha transparente está acomodando sus cintas y puntillas para que no se noten...debajo de la cama...una señora gorda parece una burbuja a punto de explotar...! ya están todos allí. También el soldado.

Leandro comienza a tirar pelotitas de golf hacia el techo...malhumorado el músico se mueve de una punta a la otra, parece una araña nerviosa. Todos toman pelotitas y una lluvia al revés lo acorrala y sale como si fuera una lagartija de la habitación y se pierde por una hendija de la persiana.

Divertidos comienzan a pinchar a “Nicolasa” que estornuda y hace ruidos extraños que les da mucha risa...la anciana, resopla y hace muecas que no los asusta. Muestra sus largas uñas descarnadas y trata d rasguñarlos, pero se le caen, una a una a la alfombra y desaparecen. Salta y enredándose en unos cables del equipo de música se despedaza. Llorando se va por el ventilete del baño.

Los chicos ya saben qué hacer le ponen la gabardina a Rolo y salen. De inmediato ingresan a su espalda el soldado y la muchacha. A la mujer, la sacan con un pinchazo de alfiler, sale aullando y se esconde en el placard. El soldado sigue firmemente aferrado a la espalda de nuestro amigo. La calle a esa hora está tranquila. Los vecinos que los ve, no imaginan todo lo que les sucede. Tiene un secreto de amigos. Eso los une para siempre. En la calle buscan un bache grande, caminan tres cuadras y lo encuentran. Tiene agua sucia, podrida y barro, que le servirá para lo que piensan hacer. Se detienen estratégicamente junto al bache...Rolo se pone a decir: Dios...Jesús y se sacude fuerte...cae el soldado en el hueco y embarrado, sucio y maloliente, parece un alma en pena...que lo es en realidad. Llora el pobre fantasma y los chicos muertos de risa, salen corriendo. Rota la mandolina, con su cuerpo dolorido y su dignidad de  fantasma herida, se eleva por entre los árboles y se pierde en el jardín de la casa abandonada.

Cuando vuelven encuentran a la muchacha, que llora quejosa diciendo:-¡ No es justo que me hagan ésto!  Soy una dama en desgracia, pobre de mí, pequeña Aldonza, sin un amor, ni siquiera mi músico enamorado...!- llamarse Aldonza...¡pobre mujer...si le tocaron todas! Nos sentamos rodeándola. Comenzamos a elevar el sonido del compact disk de rock pesado y apretándose los huecos de los oídos se fue achicando hasta transformarse en una mosca y voló, voló hasta desaparecer. Cuando llegó la madre de Rolo estábamos tranquilos charlando. Nos miró sorprendidas y vio una luz nueva en los ojos del hijo.

Nos fuimos contentos al club y allí el abuelo Ever y Don Celedonio dijeron :- bueno muchachos...lograron entrarlos a su lugar, los espantaron..., tendrán una hermosa historia para relatarle a sus nietos...y ellos descansarán después de esta aventura.-

-Sí, dijo Renzo- hasta que algún chico, medio tonto,  vuelva a querer hacer pagar una prenda... “una noche de tormenta en la casa abandonada de la esquina...”. una sonora carcajada salió de todas nuestras gargantas.

  

EL TANGO

 

“El tango, ese reptil de lupanar” Leopoldo Lugones.

 

                                   Violento el puño del “Tuerto” cayó en el muslo moreno. Un grito de animal convulso se apagó en el cubículo que retenía el olor a tintura de yodo y el perfume de polvo “Coty”, que usaban las pupilas. Mayela, miró con acostumbrado odio. Flechas envenenadas los ojos negros traspasaron el rostro odiado. Era un mastín celoso. Agresivo, y ella, lo odió desde el principio, sin tregua. El tuerto, cuyo nombre verdadero, nadie conocía la volvió a golpear. Un rugido silencioso se atragantó en la garganta de la muchacha. Agazapada, animal atrapado desde niña, sólo sabe que debe estar en un clavarse en esa espiral pastosa. La ponzoña le sube de las tripas. Se estrangula en el pecho, donde sus tetas se detienen gozosas entre su pelo negro y rizado que se desliza como anguila en su cuerpo. El hombre antes de golpearla, le arrancó el vestido. Quedó en cuero... brillante piel morena, mientras iban soltándose lentos moretones como arácnidos. El sudor aclaraba la sangre que el enorme anillo de oro le incrustó en la espalda como sello de esclava moderna. Entró Yamira, se quedó quieta con las manos apretadas sobre su pobreza de desprotegida recién empujada al prostíbulo. Miró aterrada al Tuerto y trató de salir, pero el puño mineral atrapó el género floreado y se quedó allí aun más desnuda que su cuerpo. Era un dóndolo que temblaba mudo. Aterrada. Su cabellera perfumada iluminó en dorado sus pequeños senos núbiles. Adolescente aun, la había traído del norte su abuela. Era mestiza. La odiaba. Su padre, decían, era un señorito inglés, que llegó a los aserraderos. Rubia, de ojos increíblemente celestes, conmovían los suaves rasgos de su cara infantil. Su abuela la odiaba tanto que la entregó por pocos pesos al rufián sin prejuicio ni pena. Se largó del puerto apenas se gastó la plata que le dieran en chucherías. Quedó ella, mercancía fresca a merced de los codiciosos que frecuentaban el lupanar.

¡Pagaron mucho por su primera vez y fue Mayela la encargada de asistirla luego! Desgarrada, sangrando, deliró tres días en un catre a la sombra. La fiebre no le baja, murmuran las rameras, y, la señora llama al boticario, cliente antiguo, para encontrar ayuda.  Cuando llega en su buaturé se hace el silencio. La presencia del hombre, acompañado por otro, que viste traje de lino blanco, es algo desusado, por lo serio. La Señora, lo acompañó asustada hasta una habitación de atrás. Olía a alcanfor y a lavandina. Allí, yacía  Yamira, desmayada de dolor. Murmuran los facultativos. -¡ La chica tiene...años? – diga- No voy a denunciarla, diga la verdad.- y saca la mujer un paquetito donde envuelto en un pañuelo hay unos papeles. Se los pasa. Todas hacen un silencio mortal. –¡ Doce años, se lo decía, amigo, es una locura!- y un sofocado grito escapa de la garganta de algunas pupilas. Nadie se anima a hablar. El “Tuerto” se esconde entre los trebejos de su guarida infecta. Hay que llevarla al hospital, urgente. No puedo hacer nada aquí. Yo no puedo dársela por la “cana” si me agarran con una menor...- murmullos desde todos los rincones. Mayela  atrapa a la matrona con su fuerza y coraje de mestiza. La increpa y alza a la pequeña. Atraviesa el largo corredor hasta la calle y camina hacia donde el automóvil espera. Los galenos le dan instrucciones y parten con la niña. El “Tuerto” se acerca y las invita por primera vez con una ginebra de la buena. Tiene un miedo atroz. Comienzan a llegar los primeros clientes y las chicas dan vuelta a la manija de la vitrola para darse ánimo. Ahora habrá que esperar unos días. Suspiran y suben la escalera, cada una a su cubículo de suerte. Mañana ... tal vez mañana.

MI PIEL DESCOLORIDA POR UNA SOMBRA

 

Ahora, sola en plena soledad de mi silencio

alojando en el mundo desprovisto de enjambres

miel y sueños

un charco de amapolas sangrientas

sobre mi cuerpo empobrecido de caricias

descolgando un velo de soledad infinita

quedo.

 

Tengo

una mancha de espinas clavadas en el cuello

y las manos vacías

silencio

me espera un susurro de viento

un mar calmo

un sábado al crepúsculo

los pájaros

nieve en el cielo azul a la distancia

agorerías y promesas

estoy coronada de cielo en flacas nubes de tormenta.

 

Espero, ¿cuánto puedo esperar?  ¿ cuánto?

La piel,  mi pobre piel

descolorida por  las sombras anuncia el duelo.

 

CON ESE NOMBRE

 

UNOS VEINTE MINUTOS DESPUÉS LO VIMOS LLEGAR POR EL TERRAPLÉN, Y ERA MÁS ALTO DE LO QUE PENSÁBAMOS Y TODO DE GRIS........

 

            No puedo ahora recordar todos los detalles. Sus ojos color verde o ¿eran azules?, bueno parecía mayor. Holanda dijo que tendría unos veinte años. Yo me reí, no podía ser. Le pregunté su nombre y me dijo- ¡ Me llamo Eleazar Ariel y tú? – ¡Con ese nombre! No podía ser más interesante. Me enredé en palabras, Holanda dijo que su nombre también no era común y se echaron a reír a carcajadas. Me sentí afuera del grupo. Sin saberlo, odié a mi prima. Me hubiera gustado estar a solas con él y poder decirle que tengo nombre de flores, de primavera, de nostalgia. Me miró un instante y comentó que le gustaba mucho cuando representábamos las estatuas. Siempre soñé con esa que veíamos en el parque Lezama o en la fuente de Lola Mora en la costanera, cuando mamá nos llevaba a danza. ¡ La pobre Leticia se perdía eso, pero tenía los conciertos de los domingos! Que nunca nos llevaban porque el que la venía a buscar era su padrino, el viejo coronel Segovia, con su nueva esposa. La otra se había ido con su asistente,(eso lo escuché tras la puerta de mamá hablando con la tía. Nosotros no debíamos saber esas cosas, pero yo me escondía detrás del sillón grande del living a escuchar cuando venían las amigas a jugar canasta uruguaya) y un día, el coronel apareció con una mujer linda, joven y alegre. Mamá se enojó, no supo disimular, pero creo que ella las conquistó enseguida cuando les dijo que eran re jóvenes y que le dieran la receta para estar tan delgadas.

            Volviendo a Eleazar Ariel, preguntó por nuestra prima, y nos miramos cómplices con Holanda. Mejor no le dábamos la carta. Así tal vez, nos invitaba  a nosotras a ir al cine o al club. Esa semana estrenaban una con Zulli Moreno y el cine Odeón estaría repleto de compañeras del colegio. Imagino la cara de algunas cuando nos vieran llegar con nuestro amigo. ¡ La envidia les teñiría hasta el pelo! Me molestó cuando me señaló las manos y dijo-¡ Te comés las uñas, una chica tan lista y comiéndose las uñas! – el rubor me dejó la garganta seca, de inmediato juré a San Calixto, el santo de mi tío, que no volvería a morderme las uñas. Pero sacó una sonrisa tan hermosa de sus labios que me desdibujó la bronca. Holanda mostró sus uñitas pulidas y nacaradas, y yo quise suicidarme. Rápidamente cambió de tema. Recordó cuando Leticia hizo el Temor. Seguro que parecía que estaba aterrorizada. ¡Cómo le hubiera gustado verla y hablar con ella! Holanda sacudió su larga cabellera negra y fingiendo dolor le explicó que no la vería porque tenía un padre horrible, perverso, casi un ogro, que no la dejaba salir en cualquier momento. Ariel Eleazar, se rió a gritos. Si él nos veía desde el tren y siempre estábamos jugando las tres. Entonces lo miré con tristeza y le confesé que ella estaba prometida en casamiento desde  chica con un comerciante amigo. ¿Un gitano, -preguntó molesto,- son gitanos? No, dijimos a coro, pero es una vieja deuda de nuestro tío. Se hacía tarde, por la puerta blanca ya se habían asomado dos o tres veces las tías. Comenzamos a dar algunas explicaciones nuevas. Hasta que Holanda vociferó...-¡ Olvídala...es una enferma de tisis!- no puede salir con nadie, excepto con nosotras. ( Nos acordamos de la Dama de las Camelias). Y él, saludó, bajando la cabeza y se despidió. Igual nos dijo que volvería y yo, ingenua no le creí. Ahora que han pasado diez años y veo a Holanda del brazo de su Eleazar Ariel, me abruman las preguntas, ¿ Cómo hizo para volver a verlo? La buena de Leticia le perdonó la  traición, él, era para ella.

           

LA VIEJA CASA DE TOMÁS BARNE

  

Retumbó un gran estrépito en el silencio de la biblioteca oscura, entonces, observé el gato blanco de porcelana de la dinastía Chí, estrellado en el mármol azul. Una sombra lechosa penetró en la “boisserie” en la pared sur. ¿Escondía algún secreto ese trozo de roble taraceado con nácar y bronce? Me sentía atrapada con terrible miedo. Nadie acudió a observar qué había sucedido. Creo que quedó detenido en el tiempo, por lo fugaz del espacio transcurrido, desde que llegué a la vieja estancia de la familia paterna. Mis padres, se habían divorciado ocho años antes. Recuerdo que ellos, me enviaban cuando tenían algún tipo de litigio, a convivir con los abuelos. Todos los primos eran realmente odiosos con sus risitas irónicas y extraño lenguaje que habían inventado para que no comprendiera. La abuela era dulce y gentil, no podía ayudarme mucho ya que permanecía en una vetusta silla de ruedas y no siempre podían bajarla al piso inferior. El abuelo Tomás no me quería. Le recordaba el fracaso de su hijo. Tal vez, él, lo vivía como propio.

            Corrí escaleras arriba y casi caigo desmayada cuando tropecé con la prima Samanta. Tenía una pierna paralizada que arrastraba penosamente por la gruesa alfombra turca. ¿Cómo llegó sin hacer ruido hasta allí?; no lo entendí en ese momento, pero mi corazón estalló al sentir su tibio cuerpo apoyado en la baranda de la escalera. Una mirada dura y penetrante sostuvo la mía agónica. No pronunciamos ni una disculpa. Continué caminando hacia mi alcoba y me escabullí vestida en el lecho, me tapé con el edredón hasta que me dormí. Temblaba. Desperté transpirada, afiebrada, mas, el abuelo exigía que nos concentráramos en la biblioteca, y por lógica obediencia fui. Luego de repasar los sucesos de la víspera, esperé cautelosa.

            El rostro adusto del anciano presagiaba una tormenta de esas que dejan a los niños acosados por penas inolvidables

Mi vida estaba signada por la dura realidad que me perseguía. Allí encontraba sólo sentimientos hostiles. El viejo se plantó y con cara recia, indicó apenas con un movimiento que me parara delante de todos. Su rostro era de roca y sus enormes bigotes disfrazaban el rictus de desprecio que sentía por la nieta de su hijo fracasado.

            Trémula como siempre, esperé su castigo. ¿Cómo decirle que había visto esa figura fantasmagórica? ¿Quién arrojó al suelo el gato y desapareció entre las maderas que cubren las paredes de la habitación? Fisgona, me dijo, con labios apretados uno de mis primos. Seguí allí tiritando.

            -¿Quién anduvo hoy por la biblioteca y quién osó tocar el Gato de porcelana china?- Todos me miraron. Caí rotunda al piso. Desperté en cama. Estaban  observándome como a un raro monstruo. Todos. La abuela me acarició la frente y  enérgica opinó que tenía fiebre altísima, que llamaran rápido al médico y a mi padre. El abuelo rugió. Jamás ese hombre pisará esta casa. Mis primos comenzaron a reírse  sin dar muestras de solidaridad.  Nadie vendría en ayuda. Eso lo sabía. Tal vez la abuela, si podía contradecir al esposo. Pero era casi imposible. Me quedé dormida o no, mas, sentí la presencia de una mujer que bajaba por las escaleras y se acercaba descalza hasta mi lecho. Trató de ahorcarme con  manos lívidas de enorme venas rojizas. Los ojos  brillaban glaucos en las cuencas profundas.

            Desperté tras varios días y escuché la voz de mi madre. Había viajado desde la capital por el llamado de abuela. Me abrazaba y yo sentí, por primera vez, que estaba a salvo. Tras dos días partimos. Regresar a casa  me curó. ¡No regresaría jamás!

            El otoño siguiente estaba en el estudio de mamá, sonó el teléfono, contesté el llamado. El abuelo Tomás exigía que viajáramos al campo. Me estremecí. Yo no quería volver pero el pedido era estrictamente urgente. Mamá preparó el coche y viajamos esa misma tarde. Llegamos a la madrugada. La abuela estaba muy enferma y quería vernos, a nosotros en especial.

            Me acerqué sin miedo ya que ella era la única persona que me quería y yo la amaba. Estaba muy delgada y frágil. Tomó mis manos y las besó muchas veces. El abuelo, que antes, no hablaba con mamá, la tomó del hombro y le pidió que lo acompañáramos. La biblioteca estaba oscura, un aire frío insistía en penetrar por cada resquicio. Se sentó. El sillón de cuero negro era su refugio. Luego cerró los ojos y meditó lo que iba a decir. Comenzó murmurando, luego su voz se fue haciendo fuerte y segura: “Señora...usted sabe que la vida ha resultado contraria a mis deseos de caballero”- carraspeó, se notaba cuanto le costaba decir lo que tenía en su mente- “Mi hijo, a quien le debo la vida de María Amor, su hija, me ha dejado un doloroso legado. Relatar la verdadera historia es para mí una terrible vergüenza”.

            Mamá estaba muy nerviosa y bizqueaba mientras buscaba una palabra para escapar de la situación. Me mantuve atenta para huir si me trataba de tocar. El comprendió el terror que nos producía. Se detuvo y por primera vez en mis doce años, lo vi sonreír.

María Amor, señora Cecilia, no tenga miedo de mí. Voy a relatarles una parte de la historia de nuestra familia que no conocen. Por las circunstancias que se avecinan deben conocer. Acá, en esta sala hace exactamente veintitrés años, mi hijo cometió un asesinato. Tu padre, pequeña, es un mal hijo y peor persona. Mintió a una joven muchacha a quien enamoró y luego que trajo ella al mundo a una niña tan desdichada como su madre, buscó la manera de deshacerse de la pobre mujer. Así una noche de tormenta en que el ensordecedor ruido de truenos y de viento huracanado, no permitió que alguien oyera o viera su acto,  la trajo a la biblioteca y la encerró en esa parte de la “boisserie” que entonces tenía una puerta escondida, que daba a un pequeño gabinete en el que se guardaban útiles y herramientas de todo tipo. Nosotros, mi esposa y yo, habíamos partido para un largo viaje que soñábamos hacer alrededor del mundo. Tardamos más de ocho meses en regresar. El olor nauseabundo había penetrado la casa y sólo era percibido por los perros de caza que cuidaba el viejo jardinero. Él, desoyó los ladridos. Nosotros habíamos licenciado a todo el personal.

Como había quedado en venir poco o nada, el hombre, nunca advirtió el problema. Regresamos inocentes. Apenas entrar y el horror nos aprisionó el alma. En principio pensamos en él, caído y destrozado en el piso. Pero no vimos a nadie. Buscamos con urgencia a la policía que tras rebuscar por toda la casa encontró el cadáver de esa desdichada. Llegó tu padre como si no supiera lo sucedido y con gran arte evitó las sospechas de los criminalistas. Supo esconder su maldad. Cerraron el caso como un hecho casual. Creyeron que la joven había entrado a la casa sola buscando valores para robar, había quedado encerrada allí, muriendo sola y sin ayuda. Pero yo dudé de la explicación que nos daban. Desde entonces y luego de tapar herméticamente el cubículo, ella suele en noches de tormenta, atravesar la pared, romper algo y desaparecer por el mismo sitio. Un día, él, nuestro monstruo,  la trajo a usted Cecilia y con usted a la niña.

Todos pensamos que debíamos alejarla de esta casa y que ese ser abyecto que engendré había cambiado por obra del amor. ¡Fue totalmente falso, pronto comenzó a golpearlas y a manifestar su ira y crueldad! Mi amada Abigail, la abuela, quiere contarles algo. ¡Subamos!

             La anciana reposaba en su lecho, ya sin mucho tiempo. Tomó nuestras manos y nos dijo: “Cecilia, María Amor, no me animé nunca a decirles que Samanta es tu hermana, pequeña. Un día bajo el influjo de quién sabe cuál circunstancia, el espectro la empujó desde la balaustrada y quedó así, tú sabes, con la pierna paralizada. Te hemos tratado mal para evitar que te pasara algo parecido. Ayer hemos recibido un cable desde la Capital, nuestro hijo está muerto. Alguien lo encontró degollado en un cuartucho de hotel. Yo, a pesar de todo, lo he amado siempre. Era mi hijo, mi único hijo varón. –un suspiro tibio escapó de su boca- yo lo he amado, les ruego lo  perdonen.

            Mamá salió y asomándose al pasillo, señaló una figura que se desplazaba por allí. ¡Era la mujer que yo había visto aquella noche! Detrás un cuerpo agazapado la trataba de tocar. ¿Era mi padre? Con dedos agudos intentaba tomarle el cabello y una daga golpeaba y golpeaba el cuerpo que se hacía añicos. Él era incorpóreo o casi, no puedo explicarlo.

 

 

La abuela cerró los ojos y se fue desdibujando en una especie de cordón dorado que se elevaba con su imagen fluida en el rincón más ligero de la habitación. El cuerpo yacía con una sonrisa impenetrable unida por el pecho al objeto luminoso que se alejaba. El ruido de una pieza de porcelana estrellándose en el pavimento de la biblioteca nos puso en alerta. Otro gato blanco de porcelana de la dinastía Chí, estrellándose en el piso de mármol azul sin explicación.

UNA ESPERANZA LLAMADA VIOLETA

 

                                     “Cada noche, en la terraza, crujían los canteros y  detrás de la escalerilla que subía al estanque, una sombra se proyectaba en la pared”.

                        Hacía muchos meses que no llegaban noticias de la ciudad. Cuando partieron Jorgelina y Oliverio, la casa había quedado en sombras. Casi vacía. El mirador que se elevaba hacia el río, era como un vigía en los atardeceres. Los jacaradáes florecieron y fueron cayendo las pequeñas florcitas lilas entintando de violeta el pasto que amarilleaba con el cambio de estación. Pero las sombras invadían lentamente la casa. El canto de los pájaros pactaban lúgubres con el aire que arrasaba el follaje de árboles y enredaderas.

                        Lavinia, tenía miedo. Comenzó a usar sus túnica de cachemir blanco. Abrigando su soledad. Encerrada esperaba el canto de las aves para salir del lecho y comenzar el día. Sólo la acompañaba la vieja Elvira, su ama. Esperando la llegada de noticias. Así fue pasando el otoño. Llegaron las lluvias y el frío comenzó a colarse por cada resquicio de los entretechos y de los ventanales. No había fuego suficiente para aliviar las tardes.

                        Todos los atardeceres subía a la terraza o al mirador en busca de señales. Nada se ofrecía a su ansiedad. Elvira la acompañaba con dificultad. Sus años convergían en cada articulación de piernas y caderas. Se acomodaba tras Lavinia y se apoyaba en los canteros de la terraza donde los rododendros esperaban  su tiempo de florecer. El enorme tanque de agua que abastecía a la casa cantaba su música de atanor sinfónicos. Muchas golondrinas anidaban en primavera y allí quedaban sus nidos desnudos esperando también. De sus queridos Jorgelina y Oliverio no había noticias. Nadie se atrevía al casco de la estancia después del asesinato de su marido en manos de un desconocido. El coto de caza y el hara, ahora vacío, eran un indicio de lo frágil del negocio emprendido por su esposo en el pasado.

                        Una mañana escuchó los cascos de un animal que al galope anunciaba su acercamiento a la casa. Pronto se hizo visible entre los árboles, ya brotados, por la incipiente primavera. Era un hombre alto y enjuto que cabalgaba suelto sosteniendo las bridas con una mano y un rifle con la otra. Lavinia se incorporó en la hamaca del pórtico y se adelantó con seguridad para esperar de frente al caballero. Sin apearse, el hombre saludó cortés y le extendió una carta. Se tocó el ancha ala del sombrero y sin hacer comentarios partió. Una nubecita de polvo lo envolvió dándole un aspecto fantasmagórico.

                        El billete era muy triste. Oliverio había volcado con el coche y habían caído con Jorgelina a un barranco del río. Muertos ambos la casa parecía aun más sola. Ya no regresarían. Así Lavinia comenzó a subir cada noche a contemplar el río desde la terraza. Crujían los canteros como que las raíces empujaban las plantas. Ya había despertado a pleno la primavera y detrás de la escalerilla que subía al tanque una sombra se proyectaba en la pared. Era como si las flores quisieran explotar para cubrir de besos el rostro bañado en lágrimas de Elvira y Lavinia.

                         Un atardecer cálido vieron que por el camino se acercaba bamboleándose un coche tirado por seis caballos. Una mujer vestida de seda, de estricto luto, descendió y entre sus brazos apretaba a una criatura. Llamó con voz aguda a las mujeres que bajaron tropezándose para llegar rápido. Se presentó como “mademoiselle” Ginoriett. Era una pariente lejana de Oliverio a quien habían entregado el pequeño fruto del amor de la pareja. Ya no podía hacerse cargo de la niña porque estaba muy endeudada. Ese día comenzaba el verano y para las mujeres, comenzaba una nueva vida. La pequeña Violeta, era como un ramillete de flores frescas.

OTRO INFIEL QUE DESPLAZA EL OLVIDO

  

            Apesta el olor a fritura en la galería. Los visillos se desdibujan sobre el corredor que lleva en damero a los fondos de la casa vieja. Hace calor y humedad. Las chicharras clamorean encaminando sus atractivos sexuales a las hembras. Un sopor manifiesto se despliega en los dormitorios sombríos. Lentos ventiladores perezosos se desdoblan en aspas gastadas con zumbidos de insectos invisibles, sobre las sábanas de algodón que clarean las sombras. Clavo de olor, canela y vainilla. Fantino yace semidesnudo bajo el sopor del ron y la cerveza. Noche tras noche amancebado con las busconas de Puerto las Rocas. Un vientecillo suave, mueve las cortinas de la puerta ventana, atrayendo aire con olor a río. Espanta las moscas y mosquitos, que en la oscuridad sacrifican su necesidad de sangre en la grosera piel del ajumado moreno.

            Temprano ha comenzado el ruido de los carros que llevan el pescado y los mariscos al mercado. El grito de los hombres que trabajan, no lo despiertan de sus interminables borracheras. Una gallina atrevida ingresa en la habitación en penumbra y picotea el piso donde hay restos mutilados de comidas derrochadas en la jarana. Nadie se atrevería como el ave a acercarse. Seguramente, un zapatazo sería la respuesta. Sin embargo, Nunila, escoba en mano limpia el patio de tierra, sacando hasta brillo al polvo. Su cadera gruesa, sostiene la enorme falda blanca de algodón con puntillas. Sus manos hábiles fabrican para ella y los extranjeros metros y metros de puntillas en la penumbra de la tarde cuando espera el grito de Fantino. Odia esa voz. Odia al hombre. Odia el mundo y a las hembras que venden su cuerpo a ese gordo infame y alcoholizado que está siempre tirado, fingiendo vivir, sólo para copular noche tras noche.

            Nunila, fue bella. Morena de ojos claros y largísimo pelo ondulado con brillo de perlas negras. Creyó en él. Creyó que la sacaba del infierno de su rancho, donde cada hombre era más y más bruto con el ron o la ginebra. Estaba allí, ahora, en las sombras de esa vieja casa que guardaba sus secretos. Antigua estirpe de otras épocas, donde el oro relucía entre los marrulleros comerciantes que atraían las minas del interior. Cada barco que atracaba, era un escándalo en el puerto. Atiborrado de mujerzuelas y borrachos. Gritos y peleas, que acababan en las zanjas con sangre de infelices nunca buscados por nadie. Marginales. Para Puerto las Rocas, no había una ley y si la había, nadie sabía cuál era. Nunila en silencio sobrevivía al horror de los sucesos. Callada, cocinaba plátanos fritos, mariscos y pescado, arroz con cerdo. Nunca le dio ni una moneda el Fantino, nunca. Sólo vivía de sus manualidades. Pagaba a las rameras con algunos billetes que conseguía de los extranjeros que se enamoraban de sus encajes. El ron y el alcohol, lo traía Amancio, dueño de las hembras. Ella era fiel. Salía con su turbante atando el pelo y la pollera suelta que le cubría hasta los tobillos. Ella no era igual a esas desheredadas que traían cada noche.

            A veces, se atrevía a los altos, por la escalera desvencijada y entraba en la gran alcoba de la señora Santina y abría los cofres cubiertos de mantos de seda. Se ponía uno de aquellos trajes de seda antiguo. Se sujetaba el pelo con peinetas de carey o nácar y usaba los aretes de oro y zafiros. Se transformaba en señora. En dama. Descalza caminaba sobre la alfombra de Persia. Se daba aire con el abanico de plumas de ave del paraíso. El espejo le devolvía un fantasma. Gloriosa en su belleza nativa. Majestuosa en su porte de reina. El mejor era el verde agua, con encaje de Bruselas. Las enormes enaguas de lino, aun conservaban la fortaleza del almidón y su cuerpo parecía una pintura arcaica de la colonia. Todo eso era de otro siglo. De otra vida. Después se desvestía, guardaba sus secretos y volvía a su vestido de algodón blanco y a su turbante. Nada sacaba para sí, su marido, si la viera, le daría tantos palos como pelos tenía en la cabeza. La señora Santina era la suegra, que cuidó hasta la muerte y que nunca la consideró esposa del hijo idealizado. ¡Si lo viera! Borracho todo el día. Follando cada noche con una o dos y hasta tres mestizas del puerto. Caería en otra apoplejía como la que sufrió cuando supo que su marido tenía una manceba… y con nueve hijos por ahí, en las afueras de Puerto las Rocas.

            Solía tomar el cuadro con el rostro de doña Santina y hablarle. Como le hablaba en el lecho, mientras le lavaba las heridas provocadas por las horas en el lecho, o los insectos. Otras veces, cuando le daba de comer en la boca, la madre, se negaba y una lágrima corría por su piel lechosa. Ella con un pañuelo de encaje las secaba mientras acariciaba sus manos. Igual, nunca la quiso. Nunca devolvió un gesto, una palabra, nada. Era mestiza. Su madre negra y su padre blanco de ojos claros. Por eso ella tenía esos ojos de cielo cambiante según se avecinaba la tormenta. Un día en la feria, tropezó con un hombre que le dijo:- “¡Hembra tienes ojos de mar tormentoso! ¡Sí que eres bella!- Huyó, Nunila, dejando la cesta con la compra sobre la mesa de madera en la calle, perdida. Perdida ella, en el temor de las palabras escuchadas. El extranjero trató de correr tras ella, que se perdió entre los callejones malolientes del puerto. Y lloró su destino. Entre los paraísos en flor, lloró su suerte.

            Al regresar a la casona, un grupo ruidoso de gente, entre ellos dos vecinos y el Amancio, la esperaban. Algo extraordinario había ocurrido. El marido, Fantino, había salido gritando por la calle y cayó como partido por un rayo en las piedras mugrientas. Balbuceaba algo. Una espuma blancuzca le burbujeaba entre los labios. Santina vino a buscarme, Mamá, y dando un revolcón en la tierra, perdió el conocimiento. Sus ojos en blanco y sus uñas amoratadas, como lo que se podía ver de los labios, fueron lo último que se vio, antes de pasar a otra vida.

            Nunila, con el señorío de siempre y su silencio, redujo todo a un sepelio corto. Sin ruido y sin llantos equívocos. Pocos fueron a acompañarla. ¡Mejor!

            Una semana después, limpió la casa. Pintó con cal cada habitación, lavó y cepilló cada ventana, mueble y piso, dejando que la luz de la vida regresara a la vivienda. Se transformó en la dama que era. Con las telas de los vestidos de doña Santina, se hizo ropa acorde a la época, se colocó el cabello con las peinetas de su suegra y habilitó el salón, para que allí se aprendiera a fabricar los encajes que ella sabía confeccionar. Pronto las muchachas de otros barrios llegaron a aprender. El murmullo de las voces juveniles, le cambió el tono a la zona.

            Un atardecer, sentada Nunila en la galería, vio bajar por la escalera a doña Santina, con su mejor traje de seda amarillo pálido, le tomó la mano y dejó en el hueco de ambas, una caja llena de joyas, que la muchacha nunca supo que existían. Luego le dio un beso en la frente y salió por la galería desapareciendo entre los jazmines.   

LA VOZ DE JOAQUINA

 

            Imagínate ver a la Joaquina en los corrales con las chivas mansas, ordeñando sus ubres rebosantes de caliente leche espumosa. Cantando coplas, mientras las manos diestras aprietan las tetillas y cae el dulce jugo en un balde para hacer quesillo. Imagínate, Ramiro, el balido urgente de tanta cría hambrienta. La Joaquina conoce a cada cabra por su nombre y a sus crías las va bautizando cuando nacen y ella les corta el cordón ayudando a la hembra en parición. Es hermoso ver el techo del rancho con la cumbrera a pleno de pértigas donde cuelgan las pequeñas formas de queso de color ámbar que se desembarazan de la grasa fina. Es un lujo del campo, Ramiro, acercarse y oler ese aroma a vida. Hay horas en el día que se penetra de aromas ancestrales. Algunas veces la Joaquina canta o llama con un silbido a las cabras que vienen a su lado. ¡Claro que la reconocen! Si es como su familia ese puñado de pequeñas bestias cálidas y de piel suave, con pellejas de variados tonos del blanco al marrón oscuro o negro. Ella, la pastora, nunca tuvo hijos. Pero vos Ramiro verás cuando llegues que ellas son sus hijas. Nunca ha venido a la ciudad, la Joaquina nunca salió de su rancho. Mañana cuando vayas, y le digas..., si no se muere, quedará violeta del asombro. Estará inmóvil del espanto. Sé dulce y tierno cuando se lo digas. Nunca salió del rancho, nunca vino a la ciudad y no sabe cómo es la vida fuera de ese allí. Venir a morirse ahora el patrón Don Braulio. Los hijastros vender el campo, ¿qué vamos  a hacer con ella? Morirá de pena.

            El ruido del auto de Ramiro despierta el balido de las cabras. Sale Joaquina a recibir al primo que viene de la ciudad. Él nunca se imaginó encontrar a tan hermosa mujer en medio de la tierra árida e inhóspita de la sierra. No la conoce. Es tan bella y tan ingenua como las flores del cardón que aprieta en su rústico vestido. Su cabello largo, suelto al viento, la envuelve como una mata de “barba del diablo” de color del trigo. El calor la apura y encierra rápido los animales entre los palos corraleros y las pircas que aun sobreviven a los viejos nativos de la zona. Prende un farol de vieja data y se entretiene en el fogón con un puchero. Saca una botella de leche fresca y corta rodajas de pan casero, jamón y choclos hervidos, que son el alimento, comen con el zumbido de los jejenes y las chicharras, cantando junto a los grillos entre los jarillales del patio. Apenas hablan. Ella llora en silencio. ¿Qué hará con la “Preciosa”, la “Blanquita”, la “Rubia” y la... una a una va nombrando sus cabras. Se desparrama un poncho de tristeza junto con el sol que dormita entre los quebrachales.

            Amanece calmo. Joaquina está lista. Abre los corrales para que las amigas pasten por su cuenta. Ya vendrán los nuevos dueños. Se lleva varios quesos y muy poco de sus pertenencias. ¡Tiene tan poquito y necesita tan poco ! Sus ponchos hilados con la lana de la“ Redondita” y del “Terco”. Sube muda, al coche, y van dejando huella de polvo seco y blanquecino mientras se alejan del rancho.

            Llegan a la casa del centro. Le aturden los ruidos y el movimiento histérico de toda esa gente que va y viene sin rumbo seguro. La dejan en su cuarto. Se mira por verse en un espejo y descubre que ha envejecido diez años en un solo día. Llora la Joaquina.

            Pasan unos días. No va a ningún lado atolondrada por las estridencias que siente a través de los muros. Una mañana cuando Ramiro, Jimena y el niño, comen en la cocina sienten un extraño ruido. ¡Sorpresa! La buena muchacha en su angustia ha roto el tabique con lo que encontró a mano, un viejo tenedor de alpaca. Quiere buscar del otro lado los rostros amigos, su nueva familia, que asombrada la observa y comprende.   Jimena se incorpora y la abraza. No es fácil consolar a Joaquina, pero su cariño alimentará la certeza de que no está en el mismo infierno como ella cree.

UN AMOR SIN RESPUESTA

 

Ojos que miran hacia adentro y ojos que miran hacia fuera.

                                  

            Un fuerte portazo hace vibrar los cristales de la oficina de María Julia. Otra vez ha discutido con Jorge. Siempre entre ellos ese arma mortal llamada “competencia”. Jorge medalla de honor en medicina pierde la beca a Frankfurt por no saber alemán. María Julia no obtiene el cargo de jefa del hospital por ser mujer.

 Luego, los logros de Jorge en diagnósticos que se diluyen tras los interminables trabajos de papeles, en la dirección del nosocomio.

            Todo el personal observa esa pelea constante en silencio. María Julia siempre atenta a la moda. Hermosa. Para ella no hay cansancio ni fatiga. Una sonrisa que corona su belleza europea, su ropa elegante incluso cuando usa la bata para operar. Sus manos hábiles y seguras con el bisturí. Nunca una duda o un signo de dolor, frente a las tragedias. María Julia es solitaria, siempre lista para remplazar al colega enfermo o con problemas de familia. En las guardias nocturnas o en los días en que todo el personal quiere irse a casa para festejar algún acontecimiento, allí la sonrisa amable de ella para relevarlo. La alegría festejando algún chiste o comentario de un compañero de tareas. Él, detesta más que su euforia cuando todos gritan un gol frente al viejo TB. de la sala de terapia a esa María Julia que nunca olvida un cumpleaños, un aniversario o el día del secretario o del enfermero. Ella es tan detallista que saca de quicio.

 Salió con un portazo porque él no le quiso aceptar que la sala de cirugía tiene un virus inter-hospitalario y hay que clausurarla. Exponerlo frente a los medios y ¿su reputación? ¡Nunca jamás haría eso!

            Doctor, el teléfono celular de María Julia, digo de la doctora, no responde. Es la primera vez que falta sin aviso. ¿Qué hacemos?

          Bueno ya mando una persona a su departamento.

         Gracias, sí, luego le aviso. Un sorprendido comentario en voz imperceptible en los labios de todo el personal.

 

            El joven chofer está parado frente a la puerta del departamento. Golpea persistente pero no hay respuesta. Silencio. La vecina abre y sostiene que no debe estar. “Siento la ducha desde anoche”, y el portero trata de abrir. Una llave está puesta en la cerradura. Rompen la puerta. En el piso del baño, María Julia aterida, con los ojos vidriosos y casi exánime, apenas abre los labios. La ambulancia desparrama miedo con su sonido agudo en las calles inhóspitas. Cae la lluvia sobre el cristal frente al chofer y sus lágrimas, compiten con las gotas enérgicas que golpean el parabrisas. Todo el hospital está alerta. Jorge espera con un enorme nudo en el pecho. Percute su corazón en las sienes. Sacan la camilla. El pulso ha bajado a cuatro. Un tomógrafo está listo. El laboratorio parece una colmena.

            Tumor encefálico muy avanzado con dolores que han hecho crisis. “Hace por lo menos un año ella trajo una ecografía y una tomografías, diciendo que eran de un paciente. El nivel de glóbulos era bajo en rojos y tenía alrededor de 15.000 glóbulos blancos”. Murmuró un médico sorprendido por su ingenuidad, ya que no sospechó que podía ser de María Julia.

Está muriendo. Jorge, abraza el cuerpo. No había advertido que es ahora casi la mitad de la figura de la muchacha. Besa desesperado los labios apenas tibios que se le escapan. Le ruega que siga viva porque no podrá amar nunca a nadie. Ella, sólo ella, puede salvarlo de su egoísmo y soledad.

            Nadie sospecha la desesperación de amor que quema el pecho del frío director del nosocomio. Su vida no tiene sentido sin ella. Llama a sus colegas de Europa y de Estados Unidos. Llegan, algunos. Otros envían todo tipo de sugerencias.

            La mirada afiebrada de María Julia sostiene un mudo diálogo con sus ojos. En ese mundo algodonoso que la aleja de él, murmura “nunca me diste una señal” Apenas tuve el primer síntoma hubiera buscado ayuda. El amor que hoy, delirante me proporcionas, no llegó a tiempo.

           

miércoles, 2 de abril de 2025

Maestra pequeñita , se llamaba Yolanda

 


            La vi acercarse a mí con dulce gesto. Yo era muy menuda, frágil y soñadora.  Las niñas se reían de mi aspecto de pájaro asustado. Ya no podía evitar  sus cálidas preguntas . ¿Que estás haciendo hoy? , ¿Otra vez dibujando?, ¿Qué  belleza regala este día mi vida?-. Yo quería morirme, desaparecer , evaporarme.

            Allí volvía a ver su cara triste , pero cariñosa ¡no había hecho la tarea , no escuchaba su clara explicación de cuentas y problemas !.Yo seguía soñando  y viajaba a ignotos parajes con castillos, con princesas hermosas ,cimitarras y bestias salvajes de la selva.

            Ella me acarició y sonriendo suavemente sentenció: -Niñita soñadora, en mi clase eres como una suave brisa de perfume a jazmines!. ¿Cómo hago para que regreses a nuestro mundo  de mapas, de historia y de verbos?

            Yo no atiné a decir nada. Quise romper la hoja con un elaborado dibujo y ella no me permitió hacerlo con un gesto enérgico y seguro. -¡No, pequeña no lo hagas!.

            Cuando seas más grande verás tus dibujos y comprenderás muchas cosas que hoy te sería difícil.- y volvió al escritorio y comenzó a escribir en la pizarra , pensativa.

            Yo traté de escuchar su nueva explicación y traté de aprender de su sabiduría juvenil , las famosas cuentas de dividir por dos cifras ,pero no me gustaban.

            Hoy parto a París a cumplir con mi sueño :¡ Expongo en una galería en Mont Matre! He ganado tantos premios de pintura en mi vida que bendigo a mi maestra que no frustró mi vocación de pintora y creativa.                    

            Se llamaba Yolanda M. y si está aún con vida leerá en los periódicos que su alumna  sigue soñando y la adora en el tiempo.

 

ABIGAIL

 

                                                               Soñar que estoy parada junto a las vibrantes olas del mar que azotan                                                                                                                                                            las rocas junto a la playa.

 

            ¡No podrá caminar más!; sentenció el galeno. La rodeaban varios médicos en el nosocomio. El accidente fue terrible. Abigail caminaba distraída por la acera de la avenida en plena mañana de un domingo temprano. Se detuvo unos minutos para observar una mata de flores silvestres que crecían en una grieta entre las piedras. No escuchó el sonido de los neumáticos que rayaban el pavimento.

            El coche se estrelló sobre la vereda cerca de una bocacalle arrastrando a la muchacha. Se incrustó en un árbol y tumbó varios carteles y faroles. Ella despertó en la guardia de la clínica Santa Catalina. No recordaba nada. Siguió con la mirada activa por su alrededor y descubrió a su madre y a su hermana Angélica.

            Tenía cables por todos lados. No se podía mover y tampoco hablar. Una pequeña máscara le proporcionaba oxigeno. Las horas eran eternas. Esperaba cuando salía su madre y entraba su padre. ¡Lloraba como un niño chico! Su estrella de mar, como le decía estaba allí, inmóvil y en silencio.

            Cuando ingresaban los médicos escuchaba murmullos, nada coherente. Pasaron varios días hasta que logró comprender su estado. El día que entró Emanuel, su novio, lloró. No quería que la viera en ese estado. Hinchada, morada, llena de vendas y quién sabe qué otras “bellezas” vería. Él, se acercó y cerró los ojos. Una gruesa lágrima surcó su rostro y se perdió en la barba. Igual la besó con delicadeza.

            Muy pronto llegó una enfermera que lo sacó de la habitación. ¡No puede estar acá si no es familiar directo! Sentenció. Y él, como un chico obediente la saludó con la mano y se fue caminando hacia la puerta dando la espalda, cosa que produjo un ruido sonoro. Chocó con el vidrio y soltó un ¡AY! Que resonó en los pasillos.

            Abigail, por joven y sana en su vida desde niña, comenzó a mejorar. Su apariencia fue abandonando las vendas y machucones y dejando tubos de plástico hasta poder sentarse. ¡Le dolían las piernas!

            ¡Es imposible, son dolores reflejos! No tiene sentido. Su médula está dañada justo en las vértebras dorsales. Hará toda clase de ejercicios y tratamientos y dejemos en manos de… ¡Dios! Dijo Abigail.

            Cuatro meses después partió en silla de ruedas a su casa. Allí la esperaban sus amigas y su novio con globos de colores y flores. ¡Vio por su tablet el accidente! Una familia completa incrustada en un árbol. El que manejaba se quedó dormido, venían de una boda. ¡Un agudo dolor le produjo saber la historia!

             Ya repuesta y habiendo hecho toda clase de terapias, no podía caminar. El padre ese año, a pesar de los gastos, había contratado un viaje al mar. La costa del sur de Italia era el sueño de Abigail y él, se lo iba a cumplir. Con euforia partieron en avión a Roma y de allí en un tren que los llevó hacia el sur, fue una sucesión de imágenes maravillosas para todos, pero la muchacha, en su más íntimo pensamiento estaba triste.

            En las noches cuando todos dormían ella se acercaba como podía y miraba el mar, ese con el que ella había soñado tantas veces y ahora que estaba allí, lo sentía tan lejano. El rumor de las olas que azotaban las rocas, eran una música fascinante que nunca disfrutaría como ella creyó disfrutaría con Emanuel el día que se casaran.

            Hablando de Emanuel, cuando supo que ella no caminaría jamás, consiguió una beca bien lejos y le prometió volver algún día. ¡Eso, ella sabía no sucedería nunca jamás!

 

 

EL VIAJE

  

            No había viajado nunca en tren. Su abuela le había preparado un bolso con ropa y enrollado un colchón de algodón que ella había armado. Una manta de lana hilada a mano. Andrés, tenía que ir a trabajar en la ciudad. En el campo no había cosecha por el clima malo que arrasó con todo.

            Estaba muy tenso y asustado. Era su primera vez. En la ciudad el tío pancho lo buscaría en la estación de trenes.

            El vapor de la locomotora lo envolvió. Le pareció que entraba en un mundo de fantasmas. Pero cuando se disipó pudo ver a la abuela que parada secaba con el dorso de la mano una lágrima que corría en la piel arrugada por os años y el trabajo duro del campo.

            El “Rufo” su perro y el “Gringo” el caballo bufaban en el terraplén despidiéndolo. La abuela regresaría a la chacra en la volanta. Lentamente comenzó a moverse el monstruo de metal sobre las vías y el ruido de fierros asustados, llenó junto al silbato del ferrocarril, la vieja estación del “Algarrobo Ladeado”.

            Sonó una campana despidiendo en la hora justa el convoy. Andrés sacó la cabeza por la ventanilla hasta que se desdibujó la figura de la abuela. Lloró. Pero no quiso que lo vieran así, por lo que prendió un cigarrillo y comenzó a fumar echando humo agrio y espeso como el tren.

            El movimiento monótono del cocha lo adormiló. Se quedó semidormido hasta que un hombre vestido con una chaqueta verde sucia de grasa y cenizas le pidió el boleto. Se lo mostró y le hizo un pequeño agujero con un aparato que nunca antes había visto. Ese fue uno de los primeros objetos que comenzó a conocer.

            Al medio día sintió hambre y abrió una cesta que tenía con unos sánguches que le había puesto ella. Sintió un dolor seco en el corazón, había dejado solita a la anciana. ¿Ahora quién velaría por ella?

            Al atardecer comenzó a ver que a la vera de los rieles había menos campo y más casas. Algunas muy humildes y viejas, y a medida que seguían hacia la ciudad, más y más casas y calles y rutas que atravesaban el ferrocarril, para lo cual bajaban unas lanzas de metal o madera pintadas en varios colores y que detenían camiones y autos y en algunos lugares, bicicletas y motos. Avistó unos edificios altos. Eran lejanos y parecían montañas de vidrio y metal.

            De pronto el coche entró en un terraplén y un cobertizo de metal. Era la estación mayor. Allí había mucha gente que esperaba a los que venían en el tren. Miró por la ventanilla y vio a su tío, que fumaba una pipa y largaba humo azul. A su lado una mujer rubia que él, no conocía. Cuando el coche se detuvo, sonó un silbato largo y la gente apurada comenzó a recoger sus maletas y bultos para descender. Él, esperó un rato y después bajó. El tío lo abrazó y llorando lo beso en la frente.

            -Mirá Alicia, este es mi sobrino Andrés, es un muchacho que nunca salió del campo. Y ella ligera, le dio un beso húmedo en la mejilla donde dejó una marca de carmín. Luego le retiró el bulto menos pesado y lo tomó del brazo como si fuera su hijo y Andrés, la miró con el seño fruncido. – Mirá Pancho, no le gusta la tía.- y largó una carcajada que el tío aplaudió. Ya te acostumbrarás a mí, dijo y siguió empujando una familia llena de niños que tenía delante. Cuando salieron a la calle, Andrés confundido, se quiso volver atrás. Cientos de autos, micros y bicicletas corrían de un lado a otro por la zona.

            Andrés nunca va a olvidar ese viaje. Porque nunca pudo regresar al campo y porque la abuela, llegó en pocos meses a la ciudad porque lo extrañaba.