jueves, 31 de diciembre de 2020

EXTRAÑO AMANTE

             Sentado en la oficina pasaba su día tan igual a todos los días desde que entró en la compañía. Su título, le abrió enormes puertas laborales, pero su carácter ceñudo y seco, no le permitía platicar con sus colegas. Él era el nuevo jefe de construcción. Lacónico y trabajador, estricto y serio hasta lo crispante.

            Desde chico fue el punto de burla de los compañeros de la escuela. Su padre, obrero en los ferrocarriles, tenía la manía de llevarlo hasta la puerta de la escuela tomado de la mono. Esos lo hacía el típico niño o joven que servía para molestar. Eso lo llevó a enfrascarse en los estudios y gracias a su abuela, que era medio despistada, aprendió de libros antiguos muchos temas y escritos valiosos que le permitieron superar a la mayoría de sus compañeros. Tanto que lo pasaron de grados a puestos superiores y salió de primaria con once años.

            Ingresó con un alto puntaje en la mejor escuela de educación media de su ciudad. Allí brilló y era un alumno cuyos profesores pedían para que colaborara cuando algún muchacho se quedaba atrás.

            Sus gafas gruesas le daban un aire adusto, parecía mayor a los años que tenía. Su timidez, egregia y total, le hacía balbucear cuando una alumna de su edad se acercaba para pedirle ayuda. Evitaba salir fuera de sus tareas normales: bibliotecas, charlas de profesores eméritos y a veces, con su abuela que insistía, iba al cine o al teatro. Nunca aceptó que le encantaba.

            La música era la que lo despojaba de su mutismo interior y se encerraba en la habitación para escuchar radio o siendo más grande un tocadiscos que compró a escondidas. La muerte de la abuela, lo puso más cerrado. Cada vez hablaba menos y los padres, comenzaron a ignorarlo por no comprenderlo.

            Una mañana conoció a una alumna de literatura inglesa, que lo dejó perplejo. Su corazón latía cuando se cruzaba en los pasillos de la facultad. Era una joven muy bella. Simpática y siempre estaba rodeada por otras chicas y jóvenes con los que hablaban de arte. Él, desde lejos, la observaba dejando su imaginación volar.

            Estaba enamorado. Nunca podría acercarse a ella. Era su secreto más doloroso y hermoso.

            A través de su curiosidad innata, logró saber el número de teléfono de ella. Conoció su nombre: Mónica Raffo. Supo que tenía veinte años y que vivía en un paquete barrio de la zona más encantadora de la ciudad. Ella manejaba una motoneta y siempre vestía un Jean con blusas de colores claros. El cabello, larguísimo, le coronaba la espalda hasta más debajo de las nalgas. Muchas veces lo tenía enroscado en una especie de pirámide sobre la cabeza, atravesada por un lápiz de grafito.

            Nunca se acercó para hablarle y permanentemente evitaba pasar a su lado. Pero… un día de tormenta, tomó el teléfono y sin decir su nombre la llamó y hablaron un largo tiempo. Supo que le gustaba la música de jazz, hacer viajes cortos a lugares inhóspitos, amaba la literatura inglesa y a  Shakespeare, al que buscaba asistir cuando daban una de sus obras en el teatro de la ciudad o ciudades vecinas. Cuando colgó, ella no sabía quién le había hablado, tan entusiasmada estaba de encontrar un joven que supiera tanto de sus gustos. No tuvo miedo.

            Ingenua, esperaba sus llamadas. Él, con su persistente orden, todos los jueves a las ocho en punto le hacía un llamado. Y hablaban como viejos conocidos. Nunca se habían visto… eso creía Mónica.  Pasaron los meses y él, le dijo que se iba a tomar un trabajo en otra ciudad y que le escribiría. Así lo hizo. Largas cartas donde hablaban de mil cosas. Ella un día le pidió una cita. Él, le dio un extenso motivo por lo cual no podía momentáneamente verla. Muchas veces estaban sentados en distintas filas y butacas del teatro, pero nunca se acercaba para que lo conociera. Ella, supo que había comenzado un romance inédito. Lo amaba. Su corazón esperaba con ansiedad sus llamados o cartas.

            Pasaron cinco años. El nombramiento como gerente socio de la empresa le aseguró un lugar en la sociedad en donde los que antes lo molestaban con sus burlas; hoy le debían obedecer en las obras. Para Mónica su amado se llamaba Alfredo. En realidad se llamaba Eudoro García. Y salía en los diarios con ese nombre, ella nunca podía suponer quién era en realidad ese misterioso enamorado que no había visto nunca.

            Una amiga le presentó a un abogado simpático y charlatán que pronto la encaró con flores y besos robados. Ella extrañaba a su ignoto amante. Y aceptó salir con Lisandro Aguirre, y Eudoro los vio y se desató en ira. Corrió hasta donde la pudo alcanzar.

            Llegó hasta la casa de Mónica que  regresó sin saber su destino. De frente con un cuchillo le clavó en el corazón; surgiendo la sangre como un enorme crisantemo bermejo. Con el fuego que arrasó con furia, el cuerpo crepitó la sangre, laca tórrida en un crimen de pasión, venganza y odio. Ella cayó murmurando el nombre de su adorado Alfredo.

 


INTOLERANCIA

 Escuchaba voces que hacían temblar el espíritu de los antepasados. No podía dormir. Temblaba. Recordaba las palabras sentenciosas y malvadas de los tíos, el fatídico día que supieron que mi madre no era católica.

¡Sentirás la ira de tus predecesores, de las ancianas matronas de la Villa Del Rosario, un lugar poblado por insignes devotas y pías mujeres!

Me reí en sus rostros que parecían de cera y vi en los ojos un refulgente color rojo iracundo. Salí de allí y busqué a Valeria, mi nana. Ella me abrazó y consoló mi terror.

Yo estaba sola en esa maldita casa. Mi madre se había visto obligada a viajar lejos por el odio que le apretaba la piel frente a esos ancianos melindrosos y astutos. Mi padre cuando partió a la ciudad trasladado a un nuevo trabajo de comercio exterior, quiso llevarnos pero ellos se opusieron tenazmente y allí quedé yo, con mi nana.

De noche no permitían que ella durmiera en las habitaciones superiores de la casa donde estaba mi alcoba, siempre se quedaba, sentada un largo rato, en la alfombra verde oscuro al pie de mi puerta. Esperaba que yo no llorara y al tiempo de puntillas descendía hasta una pequeña habitación junto a la cocina. Yo volvía a llorar tan pronto advertía que bajaba. Se escuchaba el ronquido de los tíos de papá como graznidos de cuervos. Me dormía de tanto temblar.

Pasó un tiempo y crecí, me estiré tanto que Valeria me llevó a la ciudad para comprar ropa y calzado que me permitiera mover con mayor libertad. Allí, supo que mamá trabajaba en una tienda cerca de la plaza y para allí fuimos. Mi madre me abrazó y no la quería soltar. Me sentó en su regazo y charló en un idioma que yo no conocía. Era del mismo pueblo de mi madre en Gales.

RÍO BERMELLÓN

                                   “Una vez que la esperanza entra en tu sangre, nunca la abandona.”Autor desconocido.

             El despertar de la selva es una fiesta de rumores y colores de arco iris. Los árboles se estremecen con la algarabía de insectos y pájaros. Pechitos colorados, blancos y naranja, revolotean en el remanso de la aguas del arroyo La Tuca.

            Una vez o dos al año, cuando comienza el invierno se despojan las plantas de alas y parloteo de cotorras parlanchinas. Cuando vienen las lluvias y crece el río se lleva los nidos de los ánades y patos silvestres. Es el tiempo en que los hombres juntan las cachas y huyen hasta el terraplén de la ruta.

            Se ven las lanchas de prefectura buscando algún rezagado o una anciana que no puede andar por los arrebatos del agua que trae todo tipo de arrastre: árboles, animales, trozos de ranchos… hasta se ha visto chapas del algún galpón derribado en su furia.

            En tiempo de bonanza, es una gloria. El pasto alto atrae al bichaje que engorda para la seca. El maíz, el arroz, la soja y el girasol, crece con la libertad de la abundancia.

            A veces en el camalotal, baja una yarará o una coral. Por eso hay trampas para no despistarse. Allá en medio de la tierra se eleva un rancho.

            Parece un tacurú en medio de la tierra apelmazada, del erial que rodea las paredes de caña y barro. Un ombú le da sombra como al descuido y levanta esa sombra que tanto anhela la calurosa faena de todos los días.

            Al amanecer un gallo se despierta y con el rocío se eleva una niebla dulce que moja despacito la piel de las vacas y ovejas. Con ellos se despiertan Simón y la Petrona. Los chicos aun duermen hasta que el sol calienta a un poco la mañana.

            Viene el tiempo de ubres y espumosa leche tibia. De agua en el tizne de una sufrida pava renegrida. Los niños se despiertan y la cháchara inocente envuelve la tabla de la mesa. El Simón de trote al cuartel del sur y la Petrona a la prisa. Ya viene el carretón para llevarlos al pueblo. La maestra espera y no hay que desperdiciar sus palabras y cuentos. A lo lejos, se escucha el griterío, vienen en remolino de distintos tamaños y voces a destajo. Van a la escuela.

            Más tarde recoge los huevos de los nidos, hay conejitos nuevos y una cabra ha parido. Limpia la tierra con la escoba húmeda y los pisos se quejan. Lava la ropa en el arroyo y son alas de palomas colgadas en los hilos. Es la vida de nuestros campesinos en la inmensa tierra que Dios nos ha dado. Son la esperanza de una vida mejor en nuestra patria. Son una alegría para el futuro.

            Cuando llega la noche y se enciende el cielo de un color violeta, una lámpara deja una luz diseminar paz y memoria para el descanso.

            Si el cielo en cierne descontrola esa serenidad… y desgarra en rayos y truenos su orden milenario, viene la ira y el Río Bermellón rompe el pacto de amor con sus hijos, mañana se iniciará una embestida bestial rompiendo todo.

            Simón y la Patrona, sacan la pala grande, hacen con las cenizas la Cruz Bendita y ahuyentan la tormenta como le enseñó el abuelo. Echan sal al aire y hojas de laurel. Se arrodillan y rezan como niños pequeños, oraciones antiguas de sus ancestros.

            La esperanza los guía. Los guía un sueño. 

TRABAJANDO EN LAS VÍAS

 El punto rojo del cigarrillo se destacaba en la oscuridad. El vapor que salía de la locomotora parecía un fantasma socorriendo a los vivos. Sólo un muerto, puede dar esa sensación de humareda vaporosa y frágil.

Los chirridos de las ruedas sobre los rieles aquejaban los oídos, a pesar de ya haber perdido casi toda la capacidad de escuchar de los hombres de ese rincón de los trenes.

Con tanto humo seguían fumando para apaciguar la soledad. El miedo de perder un miembro cuando se movía un vagón o se caía una de las pesadas ruedas o ejes del tren que arreglaban. No se podían distraer. Para evitar la muerte o quedar como el Ramón Oviedo, en una silla que le fabricaron los compañeros en los talleres.

El olor del cigarro los concentraba en su mundo. Los trenes.

Deoclesio se limpió con estopa la grasa y sacudió el pantalón con tanta fuerza que sin darse cuenta dejó manchas de sangre en su trasero. Tenía agrietadas las palmas por el duro esfuerzo. No sentía dolor. Era como una queja de su cuerpo eso de andar dejando huellas rojas en la ropa. Un día alguien al pasar le comentó que parecían flores las manchas. ¡Qué coraje! Flores… esos pedacitos de piel que se iban quedando dormidos en los rieles o en las herramientas.

Un sacudón lo sacó del embrujo, en el mismo instante comprendió que se había distraído y pudo ser “finado”. Y, ¿qué le pasaría a la Aurelia si el se marchaba como el vapor del tren? ¡Nada! O tal vez un poco más de miseria. Ya estamos acostumbrados.

El Florencio le pegó un grito, que apenas sobresalió del chasquido de los fuelles del viejo mamotreto que estaban reparando.

-¡Deoclesio, pase una pinza y la “francesa” que dejó en el banco del taller!- y se escabulló entre los maderos de la factoría haciendo un mutis con los alborotados sonidos que ya le atormentaban. Tomó las herramientas y miró con ganas la puerta de salida. Le faltaba como una hora para que sonara el silbato de final de trabajo.

- Acá tiene, masculló no la pierda como la semana pasada que después hay que pagarla.

El movimiento de los fierros les contagió una breve euforia. ¡Eran los mejores! Sacaban trenes de esas chatarras destruidas por el herrumbre y el carbón.

El agudo sonido de la sirena los reconfortó. Dejaron la máquina y guardaron las piezas y útiles para no tener que pagar de su magro salario. Pero Deoclesio no vio la maniobra de su compañero que escondía una de los instrumentos de más valor.

Al llegar a su casita, pequeña pero cuidada con esmero por su mujer, dejó su ropa de trabajo y dándose un baño, se acomodó en el sillón que desvencijado se adaptaba a su cuerpo. Tomó unos mates y escuchó unos tangos en la radio. Luego llegaron los hijos del centro donde trabajaban y cenaron; después, se fueron a terminar el colegio en la escuela parroquial. ¡Si no tienen un título, serán siempre como su padre, un obrero que gana poco y “labura” mucho!

Se quedó dormido en el sillón. Lo despertó una sirena aguda, no era la de la fábrica. Incendio en el conventillo de la vereda del sur. Salió para ver si podía ayudar, no le permitieron acercarse. Clavó la vista en el fuego y supo que el tren a vapor iba a desaparecer. Como no lo había pensado antes. ¿Qué trabajo haría él, si se terminaba el ferrocarril a carbón? Miró la alta columna de humo negro y suspiró. ¡Dios no permitas que se cierre el taller!

Pasaron unos años y sus hijos con su título a cuestas y con la clausura de los trenes a vapor, lo jubilaron. Ya no tenía que pelear con la grasa, ni el carbón ni el hollín, ahora podía conocer otra zona de su ciudad, ir con su “vieja” al cine de barrio y sentarse a tomar un café en el Bar Los Nombres del Amor” que estaba enfrente de la estación de trenes eléctricos. Descubrió que su compañero había robado tantas herramientas que se había organizado un taller de reparación de autos y de puro “macho” le colgó en la puerta una noche, un cartel que decía:¡Ladrón…! Y se armó un gran revuelo y él, lo disfrutó cuando llegó en un auto de la policía esposado. ¡”Chorro”! Tuvimos que pagar con nuestro sueldo las cosas que te “afanaste”. Y se fue riendo porque el Florencio lloraba cuando se lo llevaron a la comisaría.

Al final él, era el héroe de esa historia, se acomodó la medalla de oro, que le dieron por los cuarenta años al servicio de los ferrocarriles y que tenía su nombre: Deoclesio Martínez.

martes, 29 de diciembre de 2020

UN CUADRO CON RETRATO DE MUJER Y CABALLERO

 Cuando menos lo esperó, el hombre sintió la participación de Sinali, que no quiso quedarse afuera de la fiesta. Ella ejecutaba el rabel sentada en una alfombra de Izmir. Su silueta se dibujaba detrás de la luz que proyectaba la luna en la ventana abierta. La cabellera suelta y larguísima caía sobre la túnica de seda. Era un rayo de azabache entre las horas muertas de la noche. Sus senos rosados e inocentes, sugerían la turbación de su juventud, dorándolos con la suave luz celeste de la esquiva Venus. El sonido grave adormecía la mente, mientras los ojos iban desperdigando miradas sensuales, curiosas, conmovedoras. Sinali estaba allí vacilante y perturbadora como una vestal esclarecida.

La fiesta había cumplido con todos los augurios esperados y soñados. Sólo faltaba eso, la magia del rabel con su sonido ensoñador y triste.

Ese día, las mujeres más bellas, brillantes y sensuales, se habían trajeado y embellecido para despertar ardores inquietantes entre los varones esquivos.

El menú, preparado por las manos mágicas de un chef inigualable, había saciado el estómago más exquisito del condado. Bebieron el mejor vino de la cava más admirada y prestigiosa de la región. No había faltado nada. La noche se alejaba y el amanecer quiso entrometerse en el momento más huidizo de la plenitud selenita.

El hombre quiso cerrar la ventana pero un viento helado se interpuso. El marco dorado se movía imperceptiblemente sobre la pared del salón. La silueta de Sinali, la diosa del rabel, se había desprendido y yacía lujuriosa en la alfombra.

Sólo faltaba el fantasma del caballero armado para completar la escena.  Pronto se desprendió de la vieja tela, orgulloso y febril, tomó a Sinali por la cintura, arrebatándole el rabel, se metió en el cuadro sin darse cuenta que la muchacha había envejecido ciento de años en un instante.

El temido espacio sibilino entre la vida y la muerte no respetaba la fantasía de una noche refinada y astral para los escorzos impresos en el antiguo óleo del gran salón de fiestas. La fealdad había incluido al caballero armado que ahora era un simple esqueleto con guadaña en lugar de la filosa espada reluciente.

            El hombre se durmió esperando el sol para aclarar los mensajes nocturnos que borrosos en la penumbra no podía comprender.

SIGO BUSCANDO

 Efímeras las sombras

se proyectan sobre la arena húmeda del río.

Mi planta magullada busca un remanso de nube.

Un cielo.

La noche se aproxima con su sombra

Necesito un pecho, una palabra.

Busco el aliento de un sueño para el alma,

un beso de ternura.

Tal vez una caricia sonrosada de niño.

 

Quisiera que florezca un chubasco con azules intensos.

Un cardal somnoliento en la noche de regreso a la tierra.

Sorpresa de gorriones.

Sombra con lluvia.

Sigo buscando mi alma en su escondrijo de piedra.

SOMBRAS EN EL CORDEL

            El viento juega con la silueta en la terraza antigua. Un rumor agiganta las sombras. Llovizna y el cordel sostiene gotas de agua, pequeños diamantes que reflejan tu ausencia. ¿Dónde estarás ahora? La pregunta juega con la camiseta que envolvió tu cuerpo, mi hombre amado. Nadie responde. Sombras. Soledad. Una ausencia que se agiganta en la tarde cuando el candado de silencio atrapa tu recuerdo. Presiento que otro dolor aterrador despertó en tu pecho. Allí estará peleando mi fantasma,  tu atenazado cuerpo acoplado a los golpes y horrores de esa cueva en la que seguramente estás metido. El perfume de jabón y lavandina atraviesa la terraza donde busco en cada prenda tu presencia. Se expande el perfume de la nostalgia celeste que se agranda en tu alejamiento. ¿Volverás algún día? El cordel solitario acuna broches. ¿Qué broches de metal atenazarán tu piel quebrada y gironeada? Ya, hasta faltan tus risas colgadas al viento. Los broches parecen tus hombros apelando a ser hombre en mi esperanza. ¿Volverás? Serás tan sólo un recuerdo en mis noches solitarias. Apoyaré mi rostro en la almohada para percibir el perfume de nostalgia. Ayer llamó un “hombre”, buscándote por tu apodo, no era sino otro de esos malvados que persiguen aún tu persona. Ellos buscan más sobre ti, saben que me atormenta no saber dónde estás y qué te ha sucedido Sabes, presienten, muy en el interior que tú eres el verdadero arquitecto de mi suerte, el que le devolvió el sentido a nuestra vida. Esa vida que buscábamos entre la suciedad de una sociedad hipócrita y malvada. Yo sabré esperarte. Mi corazón abrumado construirá un nuevo nido para acunarte. No sos más el niño que se transformó en el hombre capaz de predicar y luchar por una idea diferente. ¿Maduran los duraznos en invierno sin el calor de unos brazos que  protejan? Yo esperaré con mi silencio retratando sonrisas en la calle, cocinando bollitos de anís y nueces, caminando sobre los parques descalza sobre el césped. La lluvia volvió sobre el cordel y sólo queda una camiseta que vuela llevándote mis esperanzas.

                ¡ Golpean a la puerta con sus armas, son acaso quienes vienen a buscarme?

UNA APUESTA


                                   -¡Vos Julián no te vas y menos hoy!- escuchó el hombre- Sos indispensable y lo sabés, no jodás- y el miedo hizo que se metiera más y más en su silencio. Las palabras del “Mosca” no eran ni media broma. La amenaza le decía clarito que no podría irse. Un terror feroz le indicaba que esa noche, si desobedecía, iba a ser “boleta”. Cerraron más temprano las puertas. El ruido infernal de los otros que golpeaban con los platos, era otra amenaza. Vino un guardia, no era el que les traía las armas. Era otro, ese no sabía nada. Los hizo callar y se fue. Al rato vino el que entraba las drogas y las cosas que tenían prohibidas. Se acercó y le metió un papel en la boca. Miradas solapadas, le decían que no tenía alternativa. Apagaron las luces y como todas las noches sacaron los espejos y con golpes en los caños del desagüe mandaron el “mensaje” – Julián, ni pensés que te podés ir. No se pudo dormir. En toda la noche se desenredó su sueño de ver a los pibes y a la vieja.

                                   A la mañana siguiente, el director enojado, le había obligado a presentarse en la oficina. – Usted Julián Manrique, ha demostrado que puede. Su buena conducta, le permite irse, está en libertad. Cumplió la condena que la sociedad le impuso..., bla..., bla y bla.- Pero ¡Julián sabía, que afuera también lo estarían esperando! Las apuestas adentro y desde afuera eran muy fuertes. Salió cabizbajo y escuchando su voz, que no podía creer había pronunciado un rotundo NO.

                                   Los billetes brillaron en su cucheta, cuando vio que el “Chulo” le mostraba la hoja afilada de una chuza contrabandeada por el guardia “Ese”. Trató de dormir. No pudo. A las diez en punto esa otra mañana, comenzaba el campeonato. Todos habían apostado a él. No tenía escapatoria.¡La puta madre, justo ahora, que se le cumplía la condena! 

EL ALJIBE

            Ña`Candelaria perdone pero quiero o necesito me de una explicación sobre lo que ocurrió con la niña Abigail. Dicen muchas cosas sobre su vida, pero usted es la única que conoce en parte la verdad del sucedido. Han dicho que Gabino se tenía que casar con ella. Así lo habían dispuesto sus padres, él se fue a la capital a buscar los trastos para el casorio y después, cuando llegó a la estancia, encontró el dolor encarnado en el misterio.

            ¡Era linda la muchacha por donde se la mirara! Con la cabellera negra y los ojos de color maíz. Nariz pequeña y labios suaves… en verdad era una belleza. De figura fina y cintura pequeña, justo para el abrazo.

            Me han dicho que la muchacha estaba enamorada de un tal Ricardo, un mozo de la estancia “Los Girasoles” y que se veían de vez en cuando en la capilla de la Milagrosa, otras veces se veían en alguna boda o fiesta patronal. ¿Es cierto? Además juran que todas las tardes, se sentaba junto al aljibe y mientras se cepillaba la larga cabellera, cantaba una canción muy bonita que supe, interpretaba en la guitarra el tal Ricardo. También dicen que cerca de la cisterna crecieron muchas flores y se llenó de cantos de aves: alondras, jilgueros y tacuaritas. ¡Hay tantas historias…!

            Mirá muchacho, de todo eso hay cosas ciertas y otras son pura leyenda. La niña Abigail, estaba muy amartelada con el mozo, pero el padre tenía un gran rencor con esa familia. Parece que hace varios años, el hombre de “Los Girasoles” vino a la casa grande y trató de encelar a la difunta, doña Celeste, la esposa. Y se armó un terrible conflicto. Los gritos se escuchaban desde los potreros. Los perros, recuerdo, ladraban desesperados tironeando de las cuerdas para desatarse y pelear. Cruzaron facón y espada, y si no interviene el capataz, se matan. Hubo heridas, pero sin gran pérdida de sangre. De ahí, viene la ira del patrón. Abigail, conoció en la ermita de San Pedro al Ricardo en el pueblo vecino y no sabía quien era. Luego fue un mirarse y enroscarse en un duelo de pasión. No se tocaban, se abrasaban a puro ojo. Ella me pedía a mí o la “Checha” que la acompañáramos a todos lados con tal de verlo. Y dicen que él, rondaba de a caballo por los recovecos de la estancia buscando tener un encuentro.

            Triste fue cuando vinieron los padres de Gabino a pedir la mano, se encerró un mes y días sin comer casi y no habló más. Ni la pobre doña Celeste, ni el padre ni el cura, la pudieron hacer calmar. Llora que te llora día y noche. Los ojos parecían brasas ardientes y se enflaqueció como un alambre.

            Llamaron a un médico que la obligó a tomar unas píldoras y la Checha le daba un té sedante hecho con yuyos de por acá. Se calmó un poco, porque le dieron una buena paliza. El padre por primera vez le dio con el “chicote”. La marcó. Y me contaron que el mozo, cuando se enteró, prometió a los padres que mataría a don Heriberto.

            No pasó mucho tiempo y la niña, comenzó a salir todas las tardes junto al aljibe a cantar y se escuchaba a la distancia el sonido de una guitarra o el silbido con la melodía de la canción. Y una noche de tormenta, Abigail, salió descalza, caminó hasta el aljibe y aunque la buscaron por todos lados, incluso bajaron hasta el fondo del pozo, no la encontraron más. Por eso murió de tristeza doña Celeste y es tan bronco don Heriberto. Pero sabe m`hijo las noches claras de luna se escucha cantar junto al aljibe la canción de amor en la voz de la desaparecida. El joven Ricardo ya se ha casado con la niña Valentina de la estancia “El Totoral”; y dicen que él, va todos los días muy temprano a la ermita de San Pedro a orar pidiendo por el alma de Abigail. ¡Esa es la pura verdad! Nadie sabe qué sucedió con su cuerpo, sólo encontraron junto al pozo un chal de hilo color blanco que usaba mientras estaba junto al aljibe. ¡Ese que está en el salón sobre el piano que solía ejecutar doña Celeste!  

NICANOR ÁNGEL PARRA , PARA LOS MIL POEMAS DE iSLA NEGRA CHILE


Ha partido un poeta…

Su canción lo acompaña por valles y montañas.

 

Su música de áspera cadencia milenaria, se deja echar al aire

Como rosas al viento.

 

Ha partido un poeta.

Su voz arranca abrazos lejanos, sorprendidos.

 

La vuelta de su esfera

Calmará las olas de un mar que lo pregona libre

 

Ha partido un poeta

Zozobran las palabras que escogen sus plegarias azules

 

Una gaviota revolotea

sobre su rostro de mirada de duende enamorado.

 

Ha muerto ese poeta

Capaz de abrir heridas en su corazón hirviente de amor

 

Su coraje de canciones dormidas en la frente

En las palmas de dedos agredidos las notas juegan

De una canción lejana de labios olvidados.

  

LA MUCHACHA DE OTOÑO


¿Quién te trajo a mí? Me pregunté hoy caminando por la calle  trajinada de gente Cuando asomaste por la inmensa ventana de mi vida como la máscara  angelical de un torbellino; llamaste a mi corazón y un aleteo febril de estrellas ingresó a mi mundo de doméstica tranquilidad.

 Conocí cada una de tus inquietudes de muchacha llena de voracidad por tragarse el mundo, la vida y conocer el país de las palabras. Caminaste como un ciervo en sus praderas. Comiste hasta la última gota de néctar de las flores, los frutos fueron los que llenaron el brocal de tus palabras. Cada vez  que nos sentamos a practicar quedó una sombra de estrellas entre las frases que bailaban su danza esperanzada.

Algo sucedió y se cayó una gota de sol. Un reflejo de luna. Una mirada se prendió de la

telaraña del otoño... y se quedaron colgadas las palabras entre las ramas como fantasmas guerreros.

Ahora envejece el silencio de tanto escuchar las palabras... eco de suspiros por tu huída reciente.

Tu duende juega con mi insomnio cada noche cuando te repienso amiga. Un rosal con tu nombre sonríe en octubre. Y el otoño será un recuerdo imborrable en mi vida.

Te amé y me amaste. Ya no estás y tu huída dejó mi corazón maltrecho. Eras un hálito de verano en mi vejez. Adiós. Te duermo en mi memoria.

               

YO NUNCA TE HE CONTADO

                                               Miraflores de Jara. Agosto de 1982.

Querida prima Regina.

                                   Te escribo para relatarte esto:

            Antonia es trágica. Su vida es una tragedia y no se queja. Su niñez, sería mejor no recordarla. En su barriada, la llaman “Hécuba”, por las tragedias griegas. ¿Cómo lo sé? Y, don Konstantino Zamais, el dueño de la imprenta, siempre nos contaba historias de su tierra. Llegó de Grecia con sus padres con apenas tres años, pero sabe un montón de cuentos y es fabuloso cuando relata lo que escuchó de niño.

            Te decía, que Antonia es una mujer hecha para una obra de teatro. Su cuerpo algo deforme, con una pequeña giba y sus piernas delgadas, recuerdan los sarmientos del parral de los patios de mi abuela. Tiene un cabello hermoso de color azabache, lleno de ondas, pero sus ojos acarrean el dolor de todo el universo. Dicen que su madre la había abandonado apenas nacida en el portal de don Constantino y que su mujer, que era malísima, la trató mal, siempre.

            Quiero relatarte sobre lo que ha sucedido hace apenas unos años en la vida de Antonia. Me preguntas cuántos años tiene y yo no te puedo dar una respuesta. Tal vez treinta o treinta y cinco. Sé, que le ha tocado cuidar de ese par de viejos. Ella lo hace por don Konstantino. Él sí fue bueno y defendió su debilidad, de la ira indescriptible de la mujer. Pero fue perdiendo el tino junto con la fuerza y la salud. La vieja, por otra parte, ahora no sabe ni siquiera quién es. ¡Qué paradoja! La pobre Antonia los cuida como si fueran sus verdaderos padres. Bueno como te contaba… hace como dos años le llegó una carta desde Grecia. Era de un tal Alexandro Papadoulus, y era como un juez o algo parecido. En la carta, que ella no podía leer, porque estaba escrita en griego, había unos papeles llenos de sellos. En ese tiempo el viejo, todavía podía razonar un poco y el dijo que tratara de contactarse con un anciano de la capital, su amigo. Así hizo ella. Se vino el hombre hasta la imprenta. Casi se desmaya cuando vio en el estado en que estaba la pareja. Una vez compuesto de la impresión, se sentó y leyó la carta. Miraba  y miraba a cada párrafo a la cuidadora. Allí había una clave para el futuro.

            Antonia le sirvió limonada fresca y él, se lo agradeció besándole la mano. Ella retiró su mano rápidamente de los labios húmedos del amigo Mirkos, paisano de su padre adoptivo. Una mirada sorprendida la escrutaba desde los ojillos ávidos del griego, porque el anciano era nacido allá, en Grecia. Así, se fue enterando que a siete kilómetros de un pueblo llamado Kozánni, la familia de Konstantino tenía una antigua casa con un terreno lleno de plantíos de olivos. Que debía viajar para recibir del consejero vecinal la propiedad, pero ¿cómo iba ella a lograr abandonar a los ancianos? Además ¿cómo iba a recibir en nombre de esa pareja el bien, si nunca la habían adoptado con papeles y sólo la criaron? Nuevamente su destino se frustró. Ahora envejecida, dicen, tiene que esperar. Nada es para siempre.

            Al poco tiempo de ese hecho, le comenzaron a llegar cartas y más cartas de Grecia. Las iba juntando y cuando podía se las mandaba a don Mirkos. ¿Sabes que eran? Ofrecimientos para casarse con jóvenes de aquel pueblo. Todos sin conocerla quieren casarse con Antonia. Ella se ríe como loca. Dice: -Si me vieran, si me conocieran, ¿crees que igual se casarían? – Y yo le digo que sí, por ser un alma de luz y amor. Porque hay que reconocer que nunca se ha quejado, canta sencillas canciones que le enseñó su padrastro. No sabe qué dicen, las canta en un griego dudoso. Y su casa está impecable y lava y plancha ropa de otros para darles todo lo que los ancianos necesitan. La imprenta está muerta, ella de eso… nada. Me ha mostrado fotos de muchachos y mozos cuarentones que le mandan instantáneas  para entusiasmarla con una boda posible.

            Nosotros, sus amigas, le decimos que la vamos a ayudar para que se case. Se ríe y se ríe. Sus fuertes carcajadas retumban en el caserón. ¡Y lo último!

            Apareció un griego, de más o menos treinta y ocho años o algo más, viajó para conocerla personalmente. Le trajo un collar de perlas y corales de las islas griegas. Con argollas de oro y unos pendientes hermosos, de regalo. Insiste en su idioma que él, quiere casarse con ella. Tuvo que venir el anciano Mirkos, para traducirles. El hombre a pesar de tener como setenta años se puso celoso. No quiere repetir lo que ruega el hombre. Ella sigue riendo y lo mira con franca sencillez. Te juro que le ha cambiado la mirada. Ahora ya no es tan triste, y nos confiesa que siempre soñó con un hombre como el viajero griego.

            ¿Qué hará? No sabemos pero Antonia creo se ha enamorado y el candidato está maravillado con ella. No es para menos. Es una joya. Te he escrito esta carta, para que investigues cómo puede aprender el idioma de su enamorado y qué debe hacer para tener los papeles listos para viajar a su casa en Grecia, ya que los médicos le han dicho que a sus padres ya le queda poco tiempo de vida.

            Querida Regina sólo tú me puedes orientar, por eso recurro a tu buena voluntad. Afectuosamente, tu prima. Quedo a la espera de una pronta respuesta.

                                               Rosalía.

UN ÓLEO ANTIGUO

                Hermenegildo Gueraldez Paxoa bajó por el río en el “Homero”, por pedido de la familia Romero Santos. La nao era un falucho desvencijado. Ruidoso y pobre. Cuando arribó al muelle del Rosario, lo esperaba una volanta. El cochero, hombre de pocas palabras, tomó su bolso y sus petates. Chasqueando el látigo partió hacia la estancia. Tras unas horas de silencio, roto por el jolgorio de las aves, vio la arboleda y los techos. La casa era grande. Lo esperaba la gobernanta con un mensaje de sus patrones. Regresarían en dos días de Asunción.

La cena opípara, le fue servida en la habitación. Pronto se despeñó la noche y el sueño entró como un fugitivo en su espíritu. Se durmió.

Tras la corta espera, arribó la familia. El padre comerciante en ganado era próspero y alegre. Doña Saturnina, la esposa, en el rictus, mostraba ser quien llevaba las riendas y el coraje. Cinco muchachos y tres niñas, revoloteaban entre la algarabía de perros cazadores. Su tarea, dijo la señora, será retratar a mi esposo y a las niñas.

Comenzó con Don Augusto. Cada sesión fue descubriendo el carácter bondadoso y suave, que transformó su óleo lentamente. Siempre dibujaba en escorzos duros rostros de caballeros enérgicos. Pasaban a la historia como rígidos y sobrios.

                Con ese hombre fue imposible. Sus ojos destilaban amparo. Una luz de ternura penetraba su piel y sus pupilas. Ni hablar cuando entraba Clementina, la hija menor. Una cofradía de sol inundaba la cara. Don Augusto, escribía en sus ratos de ocio. ¡Un poeta! Saturnina, despreciaba su verba y rezongaba. Igual, las niñas se encargaban de escuchar las largas odas que recitaba con voz engolada el padre. Los muchachos, se dormían, jugaban a las cartas y peleaban sobre quién seguiría manejando la estancia.

Hermenegildo comenzó a participar de las comidas de las noches junto a la chimenea y, de largas caminatas, invitado por Don Augusto. Supo así, cómo había concebido la compraventa de animales traídos desde Holanda y mestizados. De carne noble, se salaba en el puesto junto al muelle del río. Salía en barcos hacia Europa, teniendo varios compradores y destinos inciertos para él. Su esposa, llevaba los libros y recibía a los banqueros que traían libras esterlinas y otras monedas que cambiaba por oro.

El retrato estuvo listo y cuando lo pudieron ver, un suspiro amoroso, salió de cada boca. ¡Ese era el padre, el mejor hombre, el muy amado por sus hijos! Sobre la pared del salón, quedó enmarcado en oro y plata. Una luz especial, iluminó la pintura.

Le tocó primero a Guillermina, que con sus dieciséis años, ya era una mujer para los padres. No aceptaban aún su crecimiento. De cabellos oscuros y ojos celestes, tenía asegurado una boda excelente. Era fuerte. Lectora incansable de obras clásicas y poco amante de labores manuales. La retrató sentada frente a la ventana, con un libro en el regazo. Luego le tocó a Josefina. Chiquilla por demás callada y triste. De cabello cobrizo, ojos pardos y tez pálida, insinuaba su semblante que dejaría el mundo en cualquier recodo del camino. Con la Biblia en la mano y un gato a sus pies, dejó claro que había entrado en un desfiladero de silencio. El cuadro, tal vez, fue el mejor logrado. Luces y sombras que declamaban abandono del mundano vivir.

Clementina fue la última y la que creó un círculo de fiesta. Era una niña, adolescente tierna. Trece años. Su melena castaña, alborotada y libre, escapaba en rulos por la nuca y la frente. Mirada gris con chispas que le brotaban de la profunda alegría de ser amada. Su padre no podía evitar el solaz de su presencia. Rica en imaginación y charlatana, corregía las odas y poemas, que él, repetía sin tregua. Su imagen, cambiante como ella, le costó al pintor mayor dedicación que con el trabajo de las otras hermanas. Se movía constante, cambiaba el peinado, su ropa difería. Nunca quieta. Casi fue un bosquejo. Pero Hermenegildo Gueraldez Paxoa se enamoró perdidamente de esa niña. Sus veinticuatro años y su pobreza no le daban chance para pedir la mano.

Igual habló con Don Augusto que, con sorpresa, llamó a su mujer. Ésta, casi desmayada, se sentó en el sillón del escritorio, tartamudeó un sinfín de palabras huecas. Que es la más pequeña. Que no sabe nada de la vida. Que esperamos algo diferente para ella. Es nuestra compañía. Regresó solo y sin siquiera una promesa. El falucho que lo repatrió, vibraba como su triste corazón. La madera podrida y el olor nauseabundo del río, le mordió el alma y se prometió volver con poder, dinero y oro. Clementina sería suya.

Al llegar a su tierra, pintó un óleo hermoso, perfecto. Lo llevó a la casa del gobernador, a quien pidió una suma interesante. Las libras tintinearon contentas en su bolsa. Comenzó una carrera contra el reloj. Pero nunca llegaba a la suma pretendida para tan ansiado viaje. Pasó un año, dos y el tiempo fue trocando su esperanza en miedo. ¿Lo esperaría?

 Su vuelta fue en un velero nuevo. Cuando llegó a la casona, encontró un revuelo de lamento y tristeza. ¿Será Clementina? No. Doña Saturnina dejaba su lecho para partir al camposanto. Guillermina, exhibía un embarazo avanzado, junto a un joven atildado y flaco. Josefina, con hábitos de Carmelita Descalza, rezaba rosario tras rosario; seca y siempre gris. Mientras su amada, sostenía al anciano y sus brazos serenos, contagiaban seguridad y ternura.

Los ojos recobraron vida al mirar a Hermenegildo. Sonrió a pesar de la pena. El luto congenió con el tiempo de recomponer la casa. El viudo sorprendido por la muerte impensada, se aprestó a mudar de jefe. Clementina se hizo cargo de todo.

Llegó la boda de su hija predilecta, sin mayor inconveniente para él, que ya envejecido, aceptó a Hermenegildo con cariño. Pronto llegaron niños que llenaron la casa de risas y juegos infantiles. El padre pintó bellos cuadros de cada uno, llenando las paredes con alegres caritas.

Los hermanos emigraron a estudiar a países lejanos, donde formaron su familia. Sólo alguna esquela de vez en cuando los hacía presente. Algún daguerrotipo, luego fotos. Pero nunca volvieron.

Una mañana, cuando Clementina se acercó a besar a su padre, notó que acechaba la dama de sombras. Descorrió las cortinas. Abrió la ventana para que entrara aire y sol. Sintió el leve suspiro final. Cerró los ojos amados del anciano. Partió éste, junto a su adorada esposa hacia el espacio de la verdad y duda.

Para tenerlo cerca, colocó el retrato de Don Augusto, que pintara su esposo, en el comedor. Notó al momento que de los labios de la pintura partía una miríada de mariposas. Volaron con la brisa, igual que aquellos viejos poemas recitados.

¡Por lo menos eso nos han relatado de generación en generación! Y debe ser verdad porque siempre hay que abrir las ventanas para que salgan al jardín decena de mariposas.   

 

        

martes, 22 de diciembre de 2020

AL MUNDIAL


                        Hoy se armó en casa. Carlota así como así, largó la célebre frase del tenista argentino Guillermo Vilas: “ El césped es para las vacas”. Estábamos desayunando y despiertos desde las cuatro y veinticinco, para ver el partido en Berlín, entre Ghana y Holanda. Papá tenía unas ojeras que parecían las cortinas del teatro Independencia y Lucas enrojecía todo el partido con sus córneas rubicundas por los rayos catódicos. Mi corazón estaba dando su quinta vuelta olímpica a la cancha de Berlín porque si Holanda le ganaba a Ghana, podíamos perder el campeonato. Carlota nos miró con desprecio y pronunció otra de sus macabras palabras. “Son verdaderos idiotas”. Todavía no comprendo cómo papá no le sacudió un tortazo. ¡Se lo merecía!

                        Llegó mamá con su décimo termo de agua para el mate. Sacó unas galletitas y las puso sobre la mesa. Automáticamente comenzamos a engullir sin mirar si tenían arsénico o naftalina. El penal nos puso de pie. A cada movimiento de los jugadores, nos movíamos como títeres o titanes en el ring. Un chiflido esparcido por el living fue el resultado del penal. ¡Animal!- gritó papá fuera de sí. Carlota volvió sobre nuestra loca esperanza diciendo que sólo unos tarados, pueden salirse de sus cabales por un partido entre un montón de negros del quinto mundo contra otro montón de negros del primer mundo. De verdad todos los jugadores son africanos. Bueno; ni la miramos, como te imaginás, aunque papá se la quiso masticar cruda por lo de “quinto y tercer mundo”. Muy discriminatorio…

                        Mamá comenzó a preparar nuestras mochilas. Ese día, era un día más, de nuestras obligaciones, que estaban detenidas en el tiempo. ¡Mi hermana sacó sus libros de la biblioteca! y comenzó a buscar entre las páginas de un atlas.- ¿Dónde queda Ghana?- nos preguntó- ¿Dónde quedaba Ghana? La verdad ni idea, en África seguro, pero el sitio exacto… no. Una imagen de chicos hambrientos quedó suspendida sobre nuestros ojos. -¡Esto es Ghana! - dijo. Papá saltó y le dio un zamarrón. Mamá sin decir una palabra tomó una tijera y luego de desenchufar el televisor, cortó el cable que nos unía al partido con Berlín. Igual perdimos el mundial, pero sigo pensando que Carlota es una amargada. Sólo piensa en cosas serias.

                        En el próximo mundial de fútbol, voy a juntar tanta plata como pueda, para ir a ver los partidos al país, en donde se jueguen.  Ya verá Carlota cuando ella no pueda viajar con nosotros. Seguro que para ese viaje, todos se van a querer anotar. Mamá, dijo muy seria, que nunca más nos va a permitir salir de la cama a horas desopilantes por un partido de fútbol; pero hace unos días atrás, descubrimos, que a las cuatro de la mañana estaban con papá viendo un partido de básquet en Japón, donde jugaban argentinos para las próximas olimpíadas. Con Carlota seguimos peleando, pero ella es una chiquilina con sólo trece años. ¡Es una idiota! Ya va a crecer y se pondrá la camiseta. Ya verán, cuando se ponga de novia, tendrá que ver todos los mundiales de por vida. ¿Qué novio o marido, se aguantará que le prohíban  ver fútbol?

POEMA 110, DEL LIBRO INÉDITO "sOMOS DE LA MATERIA DE LOS SUEÑOS"


De pronto

conspiramos con enredos para atrapar el sol junto a la luna.

Tú comenzaste a soñar y yo contemplé

sorprendida

el color de tus ojos nuevos. Nuevos o viejos.

La luna desplazó la solitaria transparencia del silencio.

 

A pesar de todo  traté de sostener el viento

que la nave no se fuera al infinito

no se perdiera en el tráfago   en la oquedad  y misterio

del río de la muerte.

 

Te abrí la tranquera palpitante de mi mansedumbre

para inhalar tus besos

tu olor de macho inhóspito se incrustó

en mis músculos transidos y  carcomidos de ansiedad.

No supliqué ternura. Ni piedad.

Mi materia sigue siendo la materia

de los sueños.

 

VUELVE LA LUNA EN INVIERNO

VUELVE LA LUNA DE INVIERNO.

 

            Hoy he caído dos veces. En la calle y en la puerta del baño. Si les cuento, me retan. ¡A escuchar la retahíla y no estoy dispuesta! El silencio cómplice será quien me acune. Tengo marcas moradas en los codos y en el alma.

            Hoy me he mirado en el espejo y comprendí cuánto han pasado los años. Fui joven, eso lo aseguro. Hasta fui niña una vez y mi madre me acunaba. Ahora, esto que vivo es la vejez. Fea palabra. Soy vieja. Salgo del estado de dolor asombrada y me acurruco en el sillón del living. Busco álbumes con fotos. Los recorro con ansiedad y esmero. ¡Era tan linda de joven! Miro asustada mi boda. Esa nube de encaje blanco era el amor. Ese hombre bello de smoking era el amor. Ya no está. Se fue hace muchos años. El amor se fue primero. Generosa compañera la soledad que me abraza.

            La casa se descascara. No me importa. Yo también me descascaro como ella. Miro la foto cuando fuimos a Río. Mi cuerpo en las aguas cristalinas, tibias y somnolientas en los brazos de hombre. Hoy me he caído dos veces. Y sus manos ya no estaban para sostenerme. ¿Un bastón, madre, te dará la firmeza que precisas? Me horroriza. Es la muerte que se acerca con un bambú que se aferra a mi mano temblorosa.

            La vejez me espera y acecha con su humo gris de olvido. Es el invierno con su luz que envuelve las arrugas del alma y la tristeza.


UN REPORTAJE ÚNICO

                        Claro, Jonatan, mirá en este día me pueden suceder cosas. Algo, no puedo decir qué. Algo diferente, como si la vida quisiera regresar me un puñadito de todo lo que me ha escamoteado. Hoy he tenido la premonición. Me pasé toda la puta noche dando vueltas en el cuchitril que alquilo. Es una mala imitación de hogar, es un departamento sucio, húmedo y mínimo. Cuando tuve que salir de mi casa... arrastré en dos bolsas de consorcio negras, las pocas pilchas que pude arrebatar de la ira de mi ex mujer. Caminé por Zapiola con la cara abrasada de odio. Mi cuerpo era una grosera larva enfurecida. Rojo, veía todo rojo. Olía todo a mierda. Escuchaba sólo los gritos histéricos de la “guacha”, mi ex mujer, que me percutían rechinando en el cerebro. Las corbatas que asomaban por agujeros de las bolsas eran múltiples lengüetajes que arrastraban mugre entre la basura de las veredas. ¡Un asco! La gente me miraba. Las minas con curiosidad. Los tipos burlones. Yo sentía que todos sabían que me habían echado de casa. ¡Sabés? Y ahora, me impide ver a mis hijos.¡ Está loca! Mi abogado le ha dicho que tengo derechos y, ¿qué contestó? ¡Que prefiere matarlos y suicidarse antes que yo los vea, les compre algo o les hable! Pobre de ellos. Repito que está “re chapa”, como si los pibes fueran propiedad de ella. Pero hoy algo me va a cambiar la vida, lo sé, lo presiento. Jonás, escuchá, hasta el año pasado era el padre perfecto, de esos que iban a las charlas de las escuelas, pagaba la cuota al día, los llevé a Disney. Hasta me bancaba a mi suegros, a mis cuñaditas y a sus “boludos” cónyuges, y la mar en coche.

                        Ahora soy: ¡ Mefistófeles!, sí el mismo diablo en cuerpo y alma, si tiene. Según ella, sólo el infierno me puede contener. Pero hoy palpito algo que me va a pasar.

 

                        La computadora que ha permanecido estática, comienza a mostrar una sucesión de imágenes. Dos “noteros” jóvenes ingresan hablando del último ataque terrorista en Irak. Discuten acaloradamente sobre el futuro de esta guerra infame que destruye la paz y la seguridad en Medio Oriente. Carlos, deja la displicente silla girando como enorme carambola  descuidada. Sale  y se asoma a la sala junto a redacción, donde su jefe teléfono en mano, murmura entrecortados ayes de sorpresa. Levanta una mano y le hace una seña. Carlos se acerca. Le señala la silla frente al escritorio y apretando el botón del intercomunicador le hace escuchar: “Sí señor García, vendí mi libro “Jordania La Travesía”, para poder recuperar a mis hijos”- la voz clara de una mujer me dejó perplejo. Como un resorte salté de mi asiento y salí. Mi negación fue absoluta. No sé quién es esa mina que hablaba por teléfono, pero yo sentí que naturalmente era mi enemiga.

                        Mi piel se espinaba con la palabra “recuperar hijos”. Ella debía ser una hembra manipuladora, capaz de mover cielo y tierra para perjudicar a un atolondrado que como yo, padecía la histeria de una maniática.

                        El jefe colgó y rascándose lívido la barba algo crecida, hablaba palabras incoherentes: musulmanes, raptores, inaccesibles, asilo... y tan lejos, y ¿ahora? Y un sin fin de gruñidos. Me dijo: - Carlos vas a ir al hotel Internacional para hacerle el reportaje a la señora Gabriela Arias Uriburu, ella es hija de un diplomático de carrera; argentino, que se casó con un musulmán en...- ¡Ni pienso! Ya conozco la historia. El hombre se fue a su tierra y se llevó los hijos.- dije sin alterar mi tono de voz. –Yo, No voy a ningún lado. –y lo dejé con la palabra en la boca.- Manda a otro, yo ni loco voy.-  dije saliendo apresuradamente. Él seguía hablando, yo ya no lo escuchaba. Salió tras de mí, gesticulando y tratando de quitarme el sí. Rotundo dije “No”. Me lancé a la calle que me abofeteó con el ruido y la contaminación. Estaba ciego de rabia. Debo haber dado la impresión que estaba a punto de asesinar a alguien. Detrás de mí venía el jefe con Jonatan, mi camarógrafo. La máquina al hombro, él,  reía a zafiedad, con la dentadura abierta al terco desafío. “Eh, Carlos esta es La Nota” vociferaba y los transeúntes nos echaban miradas de desconcierto.

                        Caminaba como si Lucifer me siguiera, crucé calles y plazas, pero atrás siempre corrían tras de mí Jonás y el jefe. Cuando quise acordar estaba enfrente mismo del Hotel Internacional. De un empellón me metieron a la conserjería y allí justo delante de mi mirada aborrascada se paró una hermosa mujer, cuya sonrisa, despojó en un instante mi insanía.

                        Sobria, elegante, suave. De mirada clara y perfil fascinante. Vestida con la austeridad de la gente de clase y educación refinada. Se acercó aproximando una mano menuda pero fuerte. La tomé sin más y me presenté. :-“ Carlos Montero” de “El Comunicador”. ¿Quisiera darme una entrevista?- su cálida sonrisa fue un adagio iluminando el mundo. El buró, de sobrio corte francés, la envolvía como a una dama del cuatrocientos. Nos invitó a un discreto rincón y allí, junto a un enorme vaso de jazmines y orquídeas, señalando su libro, comenzó a relatar la más increíble historia de amor. Habló de sus hijos: Karim, Zahira y Sharif, que viven en Jordania. Habló del deseo de ser aceptada por los jueces de aquel lejano país y así, como si nos hubiera tomado de la mano, nos llevó por su infierno personal; la lucha para poder ver y abrazar a sus hijos. El conserje del hotel, nos acercó un café que se heló en mi pocillo, pues me faltaban palabras para interrogar a la grácil madre. Yo sentía vergüenza interiormente por mi estupidez y mis prejuicios. Me sentí un espía atisbando en su mundo cruel, ese que le arrebató lo más bello, sus hijos. Sin pensar hablé de mi realidad y me llenó de consejos. Me regaló su libro y hoy lo llevo conmigo, en cada audiencia con el juez de menores. A todos les llama la atención mis propuestas y yo de noche cierro los ojos y aunque soy nada religioso, le pido a la vida que le permita juntarse con sus amores, sus hijos. Y por supuesto, a mí también.

domingo, 20 de diciembre de 2020

MUJERES MALTRATADAS

 

La Marta se sentó juntó a mí en el jardín de la casa de campo. Siempre tenemos ese clima de confidencia que hermanan a las mujeres. Ella criada allí en medio de los cerros y yo tan citadina como un Shopping.

                Los tulipanes han comenzado a abrirse. Y los narcisos como si quisieran besar el sol.  ¡Ah, mire si hasta los jacintos besan la tierra por culpa de esta lluvia inusitada y a destiempo…! Húmeda del terreno de atrás donde los plantó.

                Hoy no vino tanta gente joven. El año pasado estaba lleno. Pero como no los dejaron traer alcohol ya no quieren venir. Antes era una fiesta.

                Vi muchos jóvenes en el camino de paso al poblado, sabe, creo que  es mejor, ahora hay muchas chicas que se embarazan sin cuidarse y después…

                Ni me diga, si lo sabré yo, digo, porque acá nos conocemos todos. Hace muy poco se suicidó la Hortensia, la cuñada del “Tormenta”.  Dicen que la dejaron un ratito solita, y cuando volvió el Pelado, estaba colganda  medio de rodillas sobre la tierra. No se  pudo hacer  nada.

                ¿La Hortensia no es la que el año pasado perdió dos hijos?

                Sí, se accidentaron igual que ella. Dicen acá en el pueblo que estaba loca.

                ¡Usted que cree diga, acaso una mujer al que se le van dos hijos en esa forma no se puede trastornar?

                Y… visto así, claro, lo que pasa es que acá hay mucha ignorancia. Y pobreza, a los hombres no les gusta trabajar, se sienten inferiores, como hembras si agachan el lomo.

                ¡Pero es la ley de la vida! Nacemos para hacer cosas, si no estudiamos o aprendemos un oficio…!

                Acá, el trabajo lo tenemos que hacer nosotras y ni le digo como nos trata  en la cama.

¿En la cama? Quiere decir dentro del matrimonio? En la vida sexual es cuando más se nota el machismo acá y en todos lados, no crea que en la ciudad no  nos pasan cosas parecidas.

                Pero acá son como animales. Yo a mi hombre le tengo mucho miedo. Me agarró desde un principio y me obligó abortar seis veces… y yo todas las noches cuando me acuesto, después de rezar, le pido a la Virgen que él pague por lo que me hizo hacer.

                ¿Lo odia o le teme? Dios no la va a juzgar por lo que él le hizo, imagínese si usted, Marta querida, hubiera tenido que criar ocho chicos… los dos que tiene, son sanos y les pudo dar de lo mejor. Con ocho, ¿quién sabe?

                Yo antes le tenía terror. El miedo me hacía hacer pis en la cama cuando el venía a acostarse. Después me fui acostumbrando.

                ¿Ahora le tiene miedo? O quisiera que…

                Por lo pronto, no lo dejo que se venga a mi cama, ya tengo casi setenta años. Se imagina que un viejo de mierda sólo quiera… bueno usted sabe, ¿no? y me insulta y dice que soy una tal por cual y que para eso me casé, pero yo no  me casé para ser sólo una… ¿cómo dicen en la tele? una vagina.

                Yo entiendo lo que siente. ¡Nunca imaginé que sufriera tanto!

                Me hicieron cualquier cosa, enfermeros, mediduchos, matronas… rezo por esos pobres niños que nunca vieron el sol. Y pido que este viejo de mierda pague por cada aborto que me hizo, me obligó a hacerme. Espero que lo pague en el infierno.

                ¿Tiene miedo? Dios ni nadie, la puede juzgar.

                Lo odio y cuando toma y lo veo querer acercarse a la cama, saco el rebenque para sacarlo a los golpes. Sí, le tengo mucho miedo y asco. ¿Sabe que si por él fuera yo tendría que  servirlo cada noche?

                Usted tiene edad como para tener una sexualidad feliz. Según dicen los especialistas…

                Déjeme de pamplinas, son unos viejos cochinos, sólo quieren coger y chupar, de trabajar, nosotras. De mantener y educar los hijos, nosotras y bueno… tal vez la pobre mujer se suicidó por eso. ¿Quién lo puede saber?

                Tal vez, pero… quédese tranquila. No se vaya llorando, hay seis ángeles que la cuidan y la esperan

                Y seis diablos que lo arrastrarán al viejo al mismísimo infierno. ¡Eso espero! Hasta la semana que viene. ¡Está hermoso su jardín doña, está muy lindo!

UNA HISTORIA SIN IGUAL


            Belisario Hortubia estaba sentado en el café de “Chivato Rojo”, succionando su décimo cigarrillo negro, tan negro como el odio de su alma por ese destino de mierda que lo puso cerca del Sargento Melitón Rosmualdo Quintero. Un verdadero traidor a la causa de los humildes y desperdiciados trabajadores de la tierra de Rodeo. Esperaba la hora de ingreso a la reunión de la “confraternidad de los herbolarios”. Un sindicato armado de incógnito por un grupo de rebeldes cófrades de Rodeo.

            Alrededor de la veinticuatro, cuando ya el humo desdibujaba el rostro de los parroquianos y el olor a “macho” caliente y sucio por el trajín de las máquinas y la falta de agua y jabón. Belisario se irguió y haciendo resonar sus nudillos, se acercó a la mesa siete donde se vislumbraba la enorme humanidad de Don Chicho Fernanducchio, el capataz de la “Cosechera Violeta”, el siciliano, con un eterno toscano y mirada acuosa repasaba los nombres de los presentes para denunciarlos al Sargento. Su abultado vientre flatulento discurría en sonora sinfonía cerril, cuando el cuchillo de Belisario, le informó su disgusto por estar entreverado con los cófrades. Se oía apenas el silbido de las tripas en huida precipitada y cayó el “pucho” entinto en la sangre grasosa del entregador.

            Todos salieron en silencio buscando la puerta para asistir a la reunión. A él, le salió la bolilla roja y cumplió con su misión. El siciliano boqueaba en el roñoso piso del “Chivato Rojo”. La policía nunca supo que fue un guapo hijo de la tierra quien completó su tarea.

            Al Sargento Melitón Rosmualdo Quintero lo fusilaron a las cinco de la mañana en la plaza de armas, por traición a la Empresa cuyo dueño, era el diputado Nacional Belarmino Soria Ruettes.

 

 

 

ALQUILER

 Cinthya Mac Rowells después de la operación supo que nunca quedaría embarazada. ¡Cosas del destino! Su fortuna era voluminosa en bancos de su país y del extranjero, pero supo también que para Patric, su prometido era imprescindible tener un descendiente y si era varón mejor. ¿Qué podía decirle, la verdad? La abandonaría por esa fila enorme de muchachas casaderas de Danbury.

Tomó la determinación de mentir. Escandalosamente y tenaz aparentó estar embarazada para que Patric le pusiera el codiciado anillo en el anular y la llevara al altar.

Estaba hermosa y el hombre se obnubiló viendo a la graciosa mujer que esperaba su hijo. El padre O’Cannohill quiso intervenir pero fue imposible acercarse a los Clark, todos eufóricos con el acontecimiento.

En el viaje de bodas, Cinthya sorprendió a su joven esposo con descomposturas y teatralizó hasta el día que se indispuso y una hemorragia poco convincente quiso delatarla. Ella lloró la pérdida “imaginaria” del bebé. Regresaron a Danbury y comenzó la extraña vida de la pareja.

Una mañana la joven esposa sacó su BMW y se metió en una barriada oscura. Paró en el 9014 de la calle Nolan y descendió directamente a una casucha humilde donde la esperaban. Allí contrató el vientre de una inmigrante ilegal, que no salía a la calle por miedo a los inspectores de Aduana que deportan a cada indocumentado que encuentran. Era una joven blanca, de origen latino pero con ascendencia europea. Ojos grises como los de Patric y cabello castaño claro como el suyo. Pagó cinco mil dólares por adelantado, al nacer el niño, pagaría diez mil más y todos los gastos de medicinas, vitaminas y hospital, que debería ser privado para poder quedarse con el niño.

Dos días después trajo en un condón herméticamente cerrado la semilla de Patric. Pasó un par de meses y el embarazo estaba plenamente monitoreado. Eran tres bebés, dos varones y una niña. Mientras tanto Cinthya, aparentaba estar nuevamente encinta. Pero disimular tres era demasiado. Con absoluta frialdad le ordenó a la mujer que abortara.

Ésta se negó y amenazó con hablar a la familia Clark. Cerca de la fecha de parto, en medio de un gigantesco lío, tuvo que decirle a Patric la verdad. Él en silencio, la siguió hasta la casa de la sustituta, y de dos balazos mató frente a la mujer a una Cinthya, que no supo nunca el por qué. Cuando llegaron los policías, Patric con la futura madre de sus hijos, habían desaparecido. 

 

NIEVE DOLOROSA

Dos teléfonos sonaban marcando una melodía poliforme sin ritmo ni sentido. Sonaron de día, de mañana, de tarde, al oscurecer y a la madrugada. Nadie respondió.

Afuera comenzó a nevar. Se hizo silencio al tercer día. Un silencio que desparramó su desgarro con tenacidad de gelatina caliente. No, era una mezcla de aceite y grasa de cerdo hirviente la soledad silente.

La nieve tapó la calle, la casa, la vida. Tapó el silencio que cercó la sala. Nadie entraba ni salía de la vivienda. Pasó el frío y comenzó a derretirse el hielo transformando en barro sucio y resbaladizo.

El hedor y la aparición de moscas de diversas especies lanzó un llamado de atención al único vecino que habitaba en la cercanía. A golpes derribó la puerta el sargento Andrés Regules y el bombero Hilario Cruz, entró tapándose la boca y la nariz. Sobre un colchón viejo, yacía un cadáver apenas reconocible por el estado de descomposición. Entre sus fémures negruzcos, aún en su bolsa y demoledoramente indefenso hallaron un nonato.

Ingresó un joven como enajenado gritando: ¡Daniela, amor mío! Cayó de rodillas sobre la sangre seca y lloró.

Repite y repite que la nieve lo detuvo en una ciudad en el sur, desde donde no pudo regresar a tiempo y que su mujer no atendió nunca los teléfonos. Creyó que había regresado a su país natal. La investigación continúa, algo no conforma al sargento Regules. Tal vez el entomólogo pueda darle una pista, ya que junto a la puerta habían huellas de pisadas que tenían las marcas de un calzado que no se usaba en esa región y que casualmente era igual al del doliente esposo.

jueves, 17 de diciembre de 2020

EL MUNDO SEDIENTO

 

Me agacharé en la ciénaga con las manos limpias

 

Regresaré del camino sin peces y sin flores.

 

Te habrás ido lejos.

 

Estarás perdiendo en la memoria mi nombre.

 

Las calles se bifurcarán en el bosque de pinos

 

Muchas bocas sedientas buscarán el sabor de las lágrimas.

 

Ya no estarás, ni estaré para saciarlas.

 

Será un adiós definitivo.

 

 

 

 

ESCAPÓ LA CHISPEANTE RISA CANTARINA DE CELESTE

             Bueno, dijo Belén a su nana, me voy. Quiero ver el mundo y conocer los mares infinitos, los castillos de Rin y los antiguos monumentos de Roma. La institutriz se reía. -¿Cómo pagarás tus viajes?- Papá me dijo que yo tenía mucho dinero en una cuenta de banco. - Pero con diez años dudo que te den ni una moneda en ese lugar.

            ¡Qué mala eres, si mamá regresara del congreso en Viena, seguro me comprendería! Ella vive viajando y dice que es lo mejor que Dios ha hecho para las mujeres. Dice que nunca se aburre. Yo acá con mis tareas me canso hasta el infinito. Quiero irme de casa, vivir una buena aventura y salir de la profesora de piano a la que odio, no jugar más al tenis con “Julián” y poder tener un perro que me siga por todos lados.

            -No podrá ser por ahora, hija mía, pues eres muy joven aun. Yo te prometo que si salgo de vacaciones este año, te llevaré a un lugar paradisíaco.- cuando salió de la casa con el chofer no imaginó que muy pronto vivirían una verdadera aventura.

            A pocas cuadras de la autopista, se detuvo un coche adelante y otro atrás, casi pegado al suyo. Bajaron tres encapuchados y apuntándole lo obligaron a bajarse. El chofer sonreía. Lo había entregado. Le pusieron una bolsa negra de tela rústica en la cabeza y le obligaron a subir a una camioneta. Apuntaron a los neumáticos del auto nuevo de Lisandro y al chofer le dieron un culatazo, como habían quedado de antemano.

            Cuando pasó una patrulla se encontró un joven desmayado, las puertas abiertas y faltaban la cartera del dueño con papeles comerciales, la computadora portátil y el chofer que no podía explicar qué había pasado.

            Celeste, la pequeña vio llegar un coche negro, por la ventana del escritorio. La nana estaba en su clase de tenis con Julián y ¡Tampoco vio nada! Un par de tipos entraron y apretando con fuerza a la niña, la sacaron con dificultad de la casa. Sí, con dificultad, porque daba patadas y se defendía como una tigresa. Al no tener perros, nadie escuchó nada.

            Fue llevada atada y sofocada con la boca cubierta con tela de embalar, manos atadas con sogas y pies de igual modo. La chiquilla, seguía dando codazos, patadas de doble pies, por las ataduras y cabezazos con furiosa osadía. Los alcahuetes no imaginaron nunca que una pequeña fuera tan furiosamente brusca. Celeste sabía cómo defenderse, después de todo.

            El lugar era frío, húmedo y silencioso. Sólo escuchaba el ruido de cadenas y el murmullo de gente que hablaba a los gritos muy lejos de ahí. ¿Dónde estaba? No se apuró, ni lloró, sólo se quedó expectante esperando que alguien se acercara para volver a patearlo. Y de poder hacerlo morderlo hasta sacarle sangre. ¡A ella la iban a doblegar!

            Cuando la nana regresó de la cancha de tenis, se sobresaltó. Vio cosas caídas por todos los lugares por donde sacaron a su pupila. Llamó a la policía que prácticamente estaba en la puerta de la hermosa casa. Ellos traían la noticia del secuestro del dueño de casa. Lisandro había desaparecido, el chofer internado no volvía en sí. (Cosa que no estaba en los planes) y ahora faltaba la niña.

            Morena Jordán no había regresado todavía. Llegaría el jueves y ¿quién la iba a ir a buscar al aeropuerto si el chofer no estaba sano? Era ahora la única de la familia que estaba libre y a merced de los forajidos.

            El teléfono sonaba y sonaba, pero la policía no permitía que la nana, Matilde, atendiera. ¿Estaría Celeste con el padre? Sabría alguien que había pasado. Un inspector la señaló a Matilde que atendiera. Julián había buscado a la cocinera que no hablaba español, para que preparar algo para comer y malhumorada la mujer no entendía nada. Era un inmigrante asiática que había entrado en la casa por una agencia especializada en contratar gente de servicio que no se inmiscuyera en los problemas de la casa. Venía de un remoto país: Burma. La antigua Birmania.

            En el recinto había penetrado el frío. Alguien se acercó a Celeste con una frazada y ella le asestó semejante patada, que escuchó un  aullido de dolor y un insulto en un idioma que no conocía. ¡Por fin tenía una aventura digna de diferenciar su tonta vida con la real! Esa que ella soñaba. Imaginó toda la historia. Lo que no sabía era que su papá estaba en otro lugar en peores condiciones que ella y que su madre por razones comerciales se demoraría más de una semana.

            Algún valiente le dejó un jarro con sopa cerca. Ella lo volcó con los pies… moriría de hambre y saldría en los diarios: -“Joven niña raptada muere de hambre en manos de sus captores”- no pasó. Entre cuatro energúmenos la sostuvieron por los brazos y las piernas y la obligaron a tragar una sopa. Le supo deliciosa. Pero escupió un poco para que no se alegraran. Hablaban muy mal castellano.

            Lisandro Loria pensaba en su familia. ¿Dónde estaría y cómo su pequeña Celeste? ¿Y Su esposa Morena? La fábrica en manos de sus eficientes ayudantes seguiría bien, eso no lo dudaba. No les entendía a estos mal nacidos lo que querían. Seguro más dinero del que podía tener a mano. El comía lo que le traían y ellos sonreían. – ¡Este hombre no sabe que tiene una fiera en la familia! Su hija. Esa sí era una mujer con agallas a pesar de sus cortos años. Una tigresa. Aun no conocían a Morena.

            Morena llegó un viernes y le llamó la atención que en lugar de venir el chofer, la esperaba un auto de la policía. – ¡Seguro, entraron a robar en casa, menos mal que las alhajas las guardé en el banco antes del viaje, por lo menos las más valiosas!- pero no. El tema era otro más ofensivo. Su hija estaba desaparecida. Imaginó lo peor. Rapto, violación y muerte.

            No, le mostraron una misiva de los energúmenos que decían que no la habían tocado. ¡Claro quién se acercaba recibía semejantes puñetazos y golpes que con la vida que conocían no querían ni verla! De su marido una esquela rogándole hablara y conciliara con esos hombres. ¡Se puso furiosa! Los gritos se oyeron hasta las cuatros manzanas que rodeaban la casa. Sacó un arma que tenía en un escondite y comenzó a llenarle el cargador con balas especiales. Atendió el teléfono y les dijo: “Lleven a mi hija y a mi marido al Jardín Zoológico, yo les llevo lo que piden”

            Cuando llegaron la policía había despejado de niños el predio, unos agentes disfrazados se hacían pasar por cuidadores, jardineros y vendedores de galletitas para los simios. Ella los vio a Celeste y Lisandro bajar despacio con dos tipos de cada lado. Sin que pudieran hacer ningún movimiento desde su bolsillo en la amplia chaqueta comenzó a disparar y mató a los cuatro que estaban junto a sus amores y después rápida como un rayo a los que estaban en los autos.

            ¡Nunca supieron los malvivientes que era campeona olímpica e internacional de tiro! Al chofer todavía lo tienen en terapia intensiva del hospital de alienados.