lunes, 27 de diciembre de 2021

ANA FRANK


 

            RASGUÑÓ LAS PAREDES DEL ALTILLO

            SURGIERON SÓLO ESTRELLAS AMARILLAS.        

 

RASGUÑÓ LA PIEL DE MARGO Y DE SU MADRE

 

SURGIERON BLANCAS VIOLETAS PERFUMADAS.

 

RASGUÑÓ LA PIEL DE “PETER” EN UN ABRAZO TIERNO

SURGIERON MARIPOSAS DE COLORES QUE ESCAPARON

 

RASGUÑÓ LAS TABLAS DEL VEHÍCULO

SURGIERON GOTAS DE SANGRE Y LAMENTOS…

 

RASGUÑÓ LAS PAREDES DEL HORNO CREMATORIO

SURGIERON LÁMINAS DE PLATA EN EL AIRE DE BERGEN BERGE

 

REGRESÓ SU PADRE AL TIEMPO DE LOS CAMPOS

SURGIÓ UN CUADERNO CON TU NOMBRE… ANA.

EL MAESTRO

 

Yo lo esperaba en un sillón, y él apareció desde alguna                         

 parte y se sentó a callarse una larga hora y media”.

 

 

En la calle jugueteaba el sol de otoño con las hojas que fabricaron un tapiz dorado. El viento helado hería mi rostro. Busqué con detenimiento el número que me había dado la empleada por teléfono. Una doméstica que, con asombro, dijo: “La espera el domingo a las diecisiete, es casi un milagro que quiera recibirla”.

No cabía en mí de nervios. Mis labios temblaban, piernas y manos tremolaban. Aferraba una carpeta como si fuera un salvavidas del Titanic. Unos adolescentes de la cuadra miraron burlones cuando me detuve en la puerta. ¿Sabían quién vivía allí y pensarían que, sin duda, me echarían?

Me quedé un minuto observando la casa. Era antigua, de la época del 20 o del 30. Muy cuidada. El enorme balcón tenía una reja de hierro forjado a mano y desde un decorado macetón de cerámica esmaltada en colores mediterráneos, surgía una enredadera de flores. Estaba deshojada y sin un solo capullo. El otoño había hecho la tarea con dignidad. Igual, todo se veía impecable. La puerta de madera encerada, despedía un perfume exquisito y lucía la aldaba de bronce con orgullo.

Toqué timbre. Tardó apenas unos segundos en aparecer. Pensé que iba a abrir la mucama. Pero, frente a mí, estaba él. Con el rostro pálido y una grave sonrisa algo irónica ante mi sorpresa. El maestro. Me recibía en persona. Temblé. Pasamos a un salón alucinante. Señaló un sillón de pana azul oscuro. Me senté. Todo olía a viejo y un cierto aliento a humedad envolvía la estancia. Desapareció mascullando algo sobre el té y quedé momentáneamente sola.

            Examiné con cuidado. La sala era hermosa. Una enorme alfombra azul con pequeñas flores en color rosa y verde, variaban en guirnaldas. El tapete mullía las pisadas. Un gato negro sentado sobre el piano de cola abría un ojo cuando yo movía un papel o hacía un leve ruido. Dormitaba, pero estaba alerta. ¡Era magnífico el felino!

El sol entraba por las ventanas que tamizaban la luz, por los vitreaux, los rayos calientes aún secreteaban con la tarde. Seguramente daban a un patio interior. Un enorme retrato de mi admirado profesor, firmado por Alonso, presidía la pared contraria a la desmedida biblioteca, que abarrotada de libros, jugueteaba con mi curiosidad. ¿Qué no leería ese gran hombre de letras? Creí ver títulos de gente muy criticada. Me confundió la idea. ¿Podría ser que él tuviera criterios diferentes a los docentes de mi facultad? Sí, me intrigó saber.

Me fui tranquilizando. Apareció desde alguna parte. Dejó una bandeja con un termo de plástico verde manzana. Dos tazas de té de porcelana; una con flores y otra con un caballo de salto, ambas pintadas en suaves colores. Seguro que eran inglesas, antiguas y de sus antepasados, como las del programa de televisión que ve la abuela. Unas cucharitas de plata y la azucarera de cristal tallado, que brilló feliz con los últimos rayos de sol, acompañaban la cortesía.

Se sentó a callarse una larga hora y media, mientras saboreaba el té. En realidad preparó varias veces la infusión como una geisha. Lo observaba en silencio, respetando sus tiempos. El gato ronroneó apenas entró en la sala mi poeta admirado.  El maestro se acercó a un viejo tocadiscos y elevó la casi imperceptible música. No sabía si era Mozart o Beethoven. Soy poco conocedora de los músicos antiguos. Desde ya, que me gustan Charly y Madonna que son de mi generación.

Luego, sonriendo, preguntó: ¿Porqué una chica de tu edad quiere hablar con un hombre como yo? Quedé sorprendida. ¿No era yo la que tenía que hacer las preguntas? Pero, rápida, le dije mi nombre y edad:

—Azul, me llamo Azul, y tengo veinte recién cumplidos. Lo admiro y necesito hacer una tesina, por eso lo elegí—.  Sonrió.

Azul, tu nombre es un “pavo real que engarzó el sol de primavera en las pestañas”. ¡Tenés la edad de los suspiros! —sentenció, riendo, por mi alegría. Comencé a reír a carcajadas. (Tengo una risa contagiosa) Me acordé de todas las chanzas que me han hecho por causa de mi nombre en la escuela, en el club, en la facultad, en cada encuentro con mi gente.

—¡Sólo la belleza de un estero en verano puede envidiarte el nombre, déjate ser río, cielo o pañuelo al aire!

Comprendí; ¿Por qué yo, estaba allí, junto al hombre que después de Neruda, había cambiado mi visión de la vida?

—¿Puedo hacerle una pregunta señor?

Me pasó otra taza de té y me acercó la azucarera que recibí como a un trofeo de los dioses.

—¿Desde cuándo escribe?

Me miró y, después de una prolongada pausa, contestó:

¡Desde que amanecí una tarde de invierno sin el chupete! No quiero entrar en mi memoria, en el tiempo. Me hiere saber que han pasado tantos inviernos ya. La palabra, pequeña, sangra en mí desde antes de antes. Soy un inmigrante del silencio, llegué al papel de la mano de mi abuela. ¿Tienes abuelos, Azul?”

Comencé a relatarle de cómo mi abuelo Roque, contaba historias de su tierra europea agreste y guerrera, para entretenerme, mientras mamá planchaba.

El maestro, callado, asentía con gozo. Detenía el relato y agregaba: “¿Y entonces?”. Me volvía a embarcar en leyendas y mitos que el abuelo había trasvasado a mi corazón de niña. El poeta acotaba algún nombre o me corregía el lugar o las fechas. Flameaba la bandera de los hombres célebres que hicieron la patria chica de mis ancestros. El profesor festejaba cada una de mis palabras.

Azul. eres un pozo de agua de manantial, que tiene la gente de ese pueblo. Tu abuelo debe estar orgulloso de ti, no te pierdas nada de todo eso. ¡Escríbelo!.

—Profesor, quiero que usted cuente ahora... —pedí.

—Te has ganado un premio —dijo, mirándome con dulzura.

Trajo desde un armario una copa de cristal y se sirvió un vino ámbar, con perfume a fruta. Ya el sol se iba enterrando en la pared frente a la ventana.

 —Nací a la orilla de un río oscuro y ruidoso, con olor desagradable. Los sauces lamían el agua cuando estaba manso pero cuando se enfurecía derrotaba ramas que se desgajaban en la crecida, río abajo. Fui criado, mal criado, por mi abuela materna en una vieja bodega en el campo. Mis padres me dejaron cuando era muy pequeñito. Ellos fueron los exiliados de la pobreza. En ese tiempo el vino era de muy mala calidad y no se pagaba bien.

Como era delicado de salud y muy enfermizo, me mandaron tarde a la escuela. Pisé un aula con casi nueve años. Pero ya había aprendido mucho. De la naturaleza conocía el nombre de cada planta, cada animal, cada lugar; en fin todo lo que me rodeaba. Acariciaba con palabras cada objeto y mi primer cuaderno y lápiz, me lo dio la mejor docente, la primera. Enseguida descubrió que era un chico diferente, un loco de la palabra. Me enredaba en ellas con el caudal que me regalara mi abuela a puñados. Aprendí rápidamente. Tenía sed y hambre de nuevas palabras.

 Ella, la maestra, me prestó sus libros, que devoré. Cuando cumplí los once años, ya le había sacado “varios cuerpos” a mis compañeros. Mi clase, los niños, claro, me odiaban. Era el que escribía todo. A escondidas, la señorita Lilian mandó mis poemas a un amigo de la capital, que era un conocido profesor de letras de mi provincia. Y se armó un gran revuelo: “Ha nacido un gran poeta”, expresó aquel hombre y llegaron a verme como a un bicho raro.

            —¿Era usted, profesor?

          Reía con gusto. El gato se desperezó, elevó su lomo, erizó los pelos brillantes, curvó la espalda y saltó a sus piernas. No quería perderse ese momento de euforia del amo. Ronroneaba feliz.

“¡Yo profesor!  Pará, pará, paraaaá.  ¿Sabés, Azul, que nunca fui a una facultad. Soy apenas maestro nacional. De campo. Orgulloso estoy de serlo. Los agrandados de la capital creen que si no tenés un montón de diplomas —yo les digo- “cartones firmados ilegibles”— no podés ser un poeta. Es puro orgullo, insensatez, estupidez y locura. Pero no es importante para mí.

Azul, mi pequeña, aprenderás con dolor que se puede ser muy capaz y sabio sin atravesar por el aburrimiento de “ciertos claustros universitarios”. Abre las alas, muchacha.

Se hizo un profundo silencio. Acariciaba al gato, luego supe que se llamaba Mefisto. Tomé otra taza de té en largos sorbos. Repasé con la mirada la habitación. Él se irguió y salió sin más, un momento. Afuera el sol se iba desdibujando en cárdenos sobre los muros, escapando al claroscuro escondite lejano en el oeste. Cambiaba el clima. Ya la música había enmudecido.

 El felino ahora estaba sobre mis pies y afilaba las uñas en mi bota nueva de gamuza marrón. No me atrevía a sacudir el pie. Era “su” gato. Pasaron unos minutos interminables y al ingresar, trajo un brasero de bronce encendido. Otra botella de vino, esta vez era tinto, que descorchó. Se sirvió en una copa distinta.

El perfume de la madera quemada me recordó la infancia; me acordé de la casa de mi madrina Flora, donde nos juntaba a todos los chicos a pelar castañas, con los pies cerca del borde del brasero de hierro. Cerré los ojos y aspiré profundamente. Él se detuvo y colocó un disco. Es Vivaldi, dijo, y se ubicó en el sillón. Tomó la copa. Me ofreció té. Le agradecí.  No quiero más.

Siguió callado.

—Bien maestro, ¿cuénteme, se casó alguna vez?  ¿Tuvo hijos?

Una enorme sombra envolvió su cuerpo. El rostro se transformó y dejó caer a Mefisto del regazo. Imaginé esa era “la” metida de pata; pero ya estaba hecha.

—¡Ay, chiquilla, creo que tu flecha dio en mi corazón! Sangra.    

Esperé sus tiempos.

—Me casé muy joven, muy joven. Apenas había salido del colegio normal. Creía que siendo maestro tenía las puertas del universo abiertas. Ella era una niña linda y buena. Nos amábamos. Sí, como dos pájaros libres. Así nació nuestro hijo. ¡Era un niño diferente,  retrasado mental. Mi mujer no soportó el dolor. En esa época no se los trataba como ahora. No había nada para ayudarlo y la ciencia estaba muy atrasada. Un día la encontré flotando en el río con el niño atado a su pecho. Estaban blancos como rayos de luna. Seguí solo hasta casi los cuarenta que apareció un viento tibio con forma de mujer. Era de una ciudad del sur. Me dio una hija. Se llama Cielo y vive en el extranjero. No la veo...

Hizo un silencio que respeté. El gato saltó de nuevo a su regazo.

—Después ella, mi mujer, como vino se fue y de nuevo estoy solo.

Penetró en un abismo taciturno que duró un rato largo. Su mundo interior se pobló de fantasmas que, ingenua, había despertado. Interrumpí su recogimiento:

—¿Qué premio le han dado por sus últimas obras? —se distrajo del sufrimiento. El gato le lamía las manos—.Tengo entendido que viajará pronto a Italia para recibirlo.

—Niña, niña, los premios son como las medallas para un combatiente. Tienen tinta roja en lugar de sangre. Cada premio ha dejado cadáveres en su camino. ¡Cuánta injusticia encierran los premios! Sabés, Azul, ¿Cuántos grandes poetas han muerto sin que nadie leyera su creación? Tantos han sido conocidos cuando yacían bajo una lápida. Olvidados... ¡Bueno, pero con tus veinte años mereces una respuesta! Sí, me dan un “Honoris Causa Magister” en Florencia, en la Academia de Letras. Viajo mañana a las veinte y treinta por Alitalia.

Pegué un salto.

—Me voy, maestro, así puede completar sus tareas antes del viaje. ¿Lo puedo visitar de vez en cuando? —le pedí, casi le rogué, con todo mi cuerpo y alma.

—Sí, Azul acá te espero. Avísame el día antes. Como tú, debe ser mi hija Cielo. Es como tener un Cielo Azul vaya la perogrullada. ¡A mi edad! Juego con las palabras de los nombres.

 

Me puse el abrigo y despidiéndome con un sonoro beso en la mejilla, para él inesperado. Salí corriendo hacia la calle. No quería perder el colectivo que me llevaba a casa en Laferriere. Con la mano en alto me decía adiós parado sobre el escalón en la puerta. Mefisto, en su hombro, movía la cola agitada y feliz. Yo ronroneaba de satisfacción.                      

 

            El accidente de Alitalia, me dejó sin hálito. Me lloré todo. Mamá no me podía entender. Siempre lo recordaré sentado con una copa de vino o el té, en aquél sillón de terciopelo oscuro.           

 

 

 

Vocabulario del cuento ANTHEIA

 VOCABULARIO del cuento Antheia

Stoa: fila de columnas dóricas con cámaras para tiendas y alojamiento en la parte trasera, que se alzaba sobre una cisterna con capacidad de 600 m3 de agua para abastecer a 400 familias en Rodas. Siglo VII a C.

Dragmas: moneda común usada en la antigua Grecia.

Oikos: en las casas de los “señores” el Oikos era la parte de huertas, cuidadas por esclavos, donde se criaba el pequeño rebaño familiar. Sólo lo tenían familias patricias. Siglos V, VI en adelante. De la palabra Oikos deviene la palabra economía.

Ágora: espacio o plaza donde se desarrollaba la vida pública, muy importante en Gracia antigua. Allí se creaba la Cultura y la Filosofía.

Higeia y Apolo, Atenea Kamira, Hestia, Dionisos, Cancerbero: Mitología Griega. Dioses que acompañaban a los hombres en su vida diaria.

Alexandria: Ciudad actual de Alejandría, norte de Egipto, sobre el Mediterráneo y en la desembocadura del Río Nilo. Famosa por su histórica biblioteca.

Phaitos: región fértil de Grecia, donde se cultivaba vid y se hacía vino.


ANTHEIA, UNA ESCLAVA DE RODAS

  

Antheia sostiene una lámpara sobre el lecho en donde tiembla el cuerpo afiebrado de la joven Licaria. El aceite agoniza en el candil. La esclava también. La persistente fiebre ha hecho una silenciosa tarea. Dos mujeres que, no pertenecen al mismo amo, pero se conocen por origen.

Preocupada la compañera, destapa las piernas de la enferma y observa una herida a punto de estallar en la extremidad derecha. Amoratada la piel, se nota tirante y busca una salida que, inminente, empujará hacia el exterior sus humores. Un olor penetrante y pútrido invade la estancia. La mujer murmura palabras incomprensibles. Tiene sed. Está sola.

            Antheia le humedece los labios agrietados sin tocarla. Puede ser una desgracia que los dioses Hermes Trismegisto o Hades, envían en venganza a las que fueron robadas en la guerra. Tal vez un mal contagioso o la enfermedad maldita. Cubre con mucho cuidado, casi sin rozarla, la pierna, con fría tela de lino mojada. Buscará alguna manera de bajar la temperatura. Evita que reviente, para que no se desparrame la secreción verdosa, como suele desprenderse de una lesión, tal cual está el tobillo de la enferma. Los dedos de Licaria se aferran a la tosca túnica que cubre el cuerpo de quien la protege. Murmura y bisbisea palabras incomprensibles. La lengua primitiva y lejana de su ciudad perdida es la que desahoga el terror a la muerte.

            La compañera sale presurosa a buscar ayuda. Las piedras de la calle que debe atravesar hasta llegar al caserón, donde habita su dueña, penetran con filoso calor las sandalias de fina suela de cuero y cáñamo. El sol cae plomizo sobre la piel oscura de la sierva. Impregnado de sudor, el cabello y la túnica se pegan al cuerpo. Se desplaza como se suele hacer a esa hora de medio día, entre la pobre sombra de las paredes en losas que amurallan la casa de los señores guerreros o comerciantes de Rodas.

Su figura juguetea como marioneta efímera entre la “stoa” que la conduce a su hogar. Debe solicitar auxilio a su señora para la desdichada Licaria.

            Llega al atrio. Luego de hacerse anunciar, se refresca en la copa junto a la cisterna pluvial. Ese enorme copón de piedra resiste el tórrido verano. El agua es fresca y limpia. Una pequeña esclava egipcia, busca en el interior al ama, quien se hace esperar. La fina mano, ornada de anillos de exquisita orfebrería, acomoda el cabello preciosamente trenzado, mientras se desplaza al propileo. Está disgustada por la interrupción. Queda unos segundos en silencio. Kalithea, la dueña, espera que la muchacha hable. La esclava no se atreve ni siquiera a elevar la vista. La pregunta surge de los cuidados labios de la dama. Antheia le ofrece una detallada descripción de lo que sucede.

            La importante griega, ha tenido un sueño esa noche. Palas Atenea en forma de ave gigante revoloteó sobre el tejado de la columnata, señalado alarmantes signos de enormes calamidades para la casona. Despertó conmovida y llorosa. La presencia de la esclava la sobrecoge y se torna más inquieta y alerta. ¿Cuál será esa catástrofe? Tal vez la peste o una nueva guerra. Ingresa a las habitaciones y regresa con unos “dragmas”, que pone en la mano temblorosa de Antheia. También trae hila de lino limpias y de algodón egipcio que compró en tiendas cerca del ágora. “Busca a Hipóstrato, él y Diocléous, tratarán de curar a esa mujer. Dile quién te envía”. Regresa al dormitorio, despidiendo a la muchacha. Comienza una súplica a los dioses protectores en el altar familiar.

            Antheia sale rápido por la angosta calzada ardiente. En el barrio oeste, bajo el templo de Atenea Kamira, sabe que encontrará al médico. Primero se detiene en el templo para hacer una rogativa a la “diosa Higeia y al dios Apolo”, dejando un “dragma”, en la seguridad de que ellos aceptarán la ofrenda. Despliega una rama de olivo junto a una pequeña imagen de la diosa Hestia que ennoblece un retablo en la calle por donde atraviesa y continúa el camino. Compra una talega de mirra para mantener el fuego sagrado. Lo entrega luego al pasar, a las celosas protectoras del templo de Atenea Kamira. Un extraño silencio acongoja el ánima. Los cuervos se han echado en los tejados abriendo las negras alas, que abrazan las tejuelas con el azabache brillante de sus plumas. Ensombrece la oscuridad el resplandor rojizo de la techumbre. Oprime esa inquietud siniestra que merodea Rodas. 

Electrizada en franco dolor la esclava suspira. Sólo se escucha, al pasar, el murmullo de las voces solemnes cantando loas a la venerada Hestia, en boca de las sacerdotisas.

Con celeridad, llega a Filouspapos, el barrio de los eruditos, y busca la casa de Diocléous, que yace en su “oikos” bajo la higuera refrescándose. En la puerta de madera, tallada con mano hábil, una intrincada serpiente que enrosca el bastón de Mercurio indica el sitio exacto. Es allí. Golpea y espera. Aparece una anciana ciega. Antheia, le explica qué la trae a molestar al galeno. La agobiada mujer queda aguardando a quienes ayudarán a Licaria. Hipóstrato y Diocléous deben prepararse. Salen ambos ancianos con un morral repleto de instrumentos y medicinas. Los sigue un puñado de esclavos capadocios. Ligeros e inteligentes, se adelantan con sahumerios y rezos a los dioses de la salud. La prisa domina al grupo. Antheia señala el camino. Son doce hombres. Ella, atrás, por ser mujer y esclava, los sigue sin levantar los ojos.

Al ingresar en el habitáculo, el hedor de la carne humana, pone a los expertos en guardia. Encienden numerosas lámparas. Los esclavos capadocios traen cubos de agua limpia. Un afilado estilete penetra la carne palpitante y fétida. Un grito desgarrador atraviesa el espacio. En una vasija de barro caen los humores infectos. Licaria pierde el conocimiento. El dolor, la fiebre y un deseo intenso de dejar la vida, la envuelven. Esclava por la fuerza, atropellada por soldados que, siendo niña, la arrebataron del cuerpo inerte de su madre. Sólo ansía volver en un viaje alado, el de la muerte, a su país natal. Ya no recuerda mucho de su tierra, ni tiene en la memoria el rostro de la madre. Ha huido de su mente por el sufrimiento el mundo íntimo de Licaria.  Está atravesando el delgado filo entre la vida y la no vida. Presiente la cercanía de la barca de Cancerbero. La ve. Delira.

Diocléous, raspa hasta el hueso la carne pútrida y arranca sin piedad trozos de piel y músculo. Los esclavos sacan, entre hilas y paños, los despojos. Los entierran en un profundo hoyo tras la casa. Agregan hierbas y sal marina. Adentro, agua, emplasto y el fermento líquido de las vides, hacen gemir a la enferma. Le dan a beber vino de “Phaistos”. Confunden con la bebida su conciencia y mengua el dolor.

Comienza a disiparse el mal olor y se desparrama el aroma del vino. Dionisos, el dios del delirio místico se encarna en el brebaje. Le dan a beber, más y más; y lo derraman en cada llaga. Además, queman bayas de plantas de adormidera en un brasero, que va envolviendo con humo denso el lugar. Adormece a Licaria y a los que se quedan en vigilia junto a ella. Sueña.

En un breve murmullo, escucha Hipóstrato a la joven mujer que llama su patria. “Alexandria, me gusta el mar por la mañana. Déjame regresar a ti, ciudad querida”.  Un remezón conmueve el piso. Comienza un ronronear de la tierra volcánica. El ruido y el movimiento turbulento sacuden todo. Terremoto y horror. Olas gigantes arrollan la isla de Rodas y las vecinas Creta, Epidauro y Delfos.

Licaria vuelve a Alexandria. Esa que está tan distante, tan lejos como la vida. Tan lejos como la libertad para la esclava.

 

LA LOLA, del Libro Trasegando Cuentos en Ritmo de Vino

             La criaron como se cría a un huérfano. Con mucho trabajo y poco afecto. La persona que la quiso más fue doña Purificación, gallega hasta los tuétanos. El marido apenas hablaba español. Siciliano testarudo y de mal carácter, ni miraba a la criada. Sólo recordaba, la niña, que se llamaba Lola. Ni el apellido, ni el día de su cumpleaños; no tenía identidad. La finca poseía extensos parrales y árboles frutales. Era su refugio. Trabajaba desde el amanecer hasta el crepúsculo, sin pedir absolutamente nada. Difícil, enclenque y dolorido, su cuerpo era quien le daba ese calor épico a la vida. Sólo unos enormes ojos color Chablís, entre amarillo topacio y dorado verdoso, con pequeñas chispitas marrones, la embellecía y hacía que la gente la observara sorprendida. ¡Y la permanente dulzura de su rostro infantil!

            Arrastraba una pierna. Según dijo el médico de Tupungato, había tenido una fisura en el hueso mal curada, en algún momento de la infancia. La espalda, con escoliosis, era una “s” itálica que le daba la imagen de una extraña figura. No hablaba. No conocía la risa, ni participaba de bailes. No repetía cantos que la madre adoptiva solía tararear mientras guisaba. Jamás la mandaron a la escuela. Pero era despierta y rápida con las cuentas, que hacía con garbanzos o fichas en la cosecha.

            Pasó el tiempo y comenzó a tener las transformaciones propias de una mujer. Fue su ruina. Tenía hermosos senos blancos, cadera ancha, cintura fina y cabello de color trigo. Trastornó sin saberlo a los jornaleros, tomeros y al contratista, que comenzaron a decirle toda clase de guasadas. Impávida, siguió su tarea, sin mirar ni responder. Alrededor de marzo, el tiempo de cosecha, próxima a los catorce años, mientras echaba maíz a las gallinas, un obrero golondrina la agarró de las trenzas y le apretó la boca. Luego, apoyándole un cuchillo en el cuello, la arrastró por la amarga tierra hasta un cobertizo y la atravesó con su verga. Desesperada, trató de defenderse, pero el mordisco, patada y golpe de puño, no alcanzó para salvarla del ataque salvaje. El tipo escapó como un zorro rastrero. Sola, allí, con su sangre chorreando por las piernas y desorientada, sólo atinó a ir al galpón para esconderse. Unos barriles de vino blanco, fue lo único que encontró. ¡Y se lavó con vino! Después, sin llorar siquiera, regresó a su tarea habitual.

            Cada vez más silenciosa. Más triste. Lola.

            Tres meses pasaron hasta que el Juan, tomero de la zona, descubrió que vomitaba apretada a un parral. “La Lola no me engaña, la muy raposa, tan callada y esquiva, está preñada” Y se fue derechito hasta donde estaba doña Purificación. ¿Sabe la noticia? La Lola, lo tenía bien escondidito. Está preñada. ¿Ahora qué van a hacer con la “santita” esa?

            Doña Purificación se sentó con terrible sofoco Con el faldón del delantal blanco, se secó el rostro sudoroso y haciendo un gesto de desprecio al chismoso, dijo airada: ¿Qué te importa a vos? Sos muy metiche y lenguaraz. Andate de mi casa, no te quiero ver por acá. Desgraciado. ¡Bien que si la hubieras podido agarrar vos, ahora te estarías escondiendo como perro rabioso! ¿Y quién dice que no fuiste vos, malparido? Manoteó un cucharón para tirarle a la cara alcahueta del Juan que salió como lagartija asustada, mientras negaba puteando airado.

            Al entrar a la cocina, la mujer miró el rostro y el cuerpo de la Lola. ¡Vení, sentate! Contame, ¿qué te ha pasado a vos y quién es el padre? Un mar de lágrimas inevitable, escapó de los ojos de topacio. Cuando terminó de hablar, con sollozos entrecortados, doña Purificación la abrazó y acunó, como nunca lo había hecho. ¡Pucha, che, en medio de la vendimia, uno no puede estar atenta a estos ladinos! ¡Son tan hijos de puta algunos… ya vamos a ver qué hacemos!

            La discusión con el viejo, fue histórica. Grito va grito viene mientras la Lola se tapaba los oídos... Al final, el testarudo, se desparramó de amor y casi llorando dijo que allí había un refugio para un niño. Purificación le dio un abrazo como cuando tenía veinte años; y unieron el corazón pensando en el hijo que no pudieron concebir.

            Pasado unos meses, necesarios, entre tejer y coser; luego de preparar una cuna y el tiempo justo en la espera, nació una niña. Hermosa. Morena con ojos color Chablís, como los de la madre. Una verdadera joya.

            La Lola quiso bautizarla con vino blanco de aquella barrica que le lavó la sangre en vendimia.


Y POR ESO LO MATÓ

 

            Ernesto era un muchacho muy despierto, siempre buscando un trabajito para llevarle unos pesos a su madre. Su papá se había ido de la casa cuando nació el Brayan que nació con una manito sin dedos y un pie al revés. Y su abuela los recibió en la casita de Villa Los Alerces.

            Todo fue súper bien hasta que se operó al nene y quedó mal. No superó algunos difíciles días en el hospital. La mamá comenzó a estar triste, no quería comer, ni levantarse y la abuela intentaba imponerle una rutina, pero el médico que vino un día en la ambulancia le dijo que tenía una gran depresión. Y así la fue viendo como una vela que se iba apagando, hasta un día de primavera en que ya no pudo más y se dejó ir.

            Ernesto dejó la escuela y se fue a vender pan en el tren, en alguna esquina o en la plaza del otro barrio. Allí conoció a don Gutiérrez, un verdulero que le fue dando “changas” hasta que una nochecita lo metió de “prepo” en la verdulería y lo quiso manosear y él, le pegó y salió corriendo.

            Por supuesto no volvió más, la abuela lo quería denunciar, pero la paralizaba el miedo a una represalia. Cambió el rumbo del chico. Buscó trabajar con mujeres, pero lo peleaban mucho y se cansó.

            El mundo era duro para un chico y su abuela. Otra operación y el Brayan quedó mejor, la pagaba una mujer que solía ayudar en la Villa. Era de un hogar de la “Escuelita para ciegos”, y conocía a muchas personas que le conseguían ropa y calzado para los de la Villa.

            Pasaba el tiempo y Ernesto crecía como un pequeño hombrecito. Siempre listo a tomar un trabajo, ya fuera cargar un camión, ya fuera pintar una pared, ya cosechar fruta…, siempre con ánimo y una sonrisa. Cumplió los dieciocho años y lo contrató un tal Núnez, hombre que parecía bueno y le pagaba bien. Así fue creciendo hasta ese fatídico día en el otoño. El “Rubio” un muchachote mal criado y de malos hábitos, lo siguió para robarle la quincena. Cuando Ernesto entró a su casa, la abuela estaba sentada pelando unas papas y el Brayan se arrastraba entre su cama y la mesa. El “Rubio” se metió con un cuchillo y amenazó al Brayan. Los gritos asustaron al niño que se tiró al suelo, y se golpeó justo en la cicatriz de la última operación. Sangraba. Ernesto como un león tomó el cuchillo de la mano de su abuela y se lo clavó al ladrón.

            Cuando llegó la ambulancia, era tarde. Ernesto tuvo que ir a la cárcel. Y sólo por defender a su familia. Él era el hombre de la casa. La abuela y Brayan esperan que se cumplan l

miércoles, 22 de diciembre de 2021

ANÉCDOTAS DE VIAJES, libro inédito

 

EL VIAJE EN TREN

 

Antes de los noventa, en mi tierra había trenes. El enorme territorio de mi país los necesita. Pero un iluminado los vendió, los desguazaron y hoy sólo se puede atravesar la patria con autobuses o camiones, autos y aviones.

Mi último viaje por tren fue de antología. Había ido a la Feria del Libro a mostrar en un  stand de mi provincia.  Tenía que cruzar en forma horizontal los mil cien kilómetros que me separaban de mi familia. Pensé en buscar el vagón más confortable en primera clase. Los había visto en otros países y las butacas eran de terciopelo, con asientos individuales y servicio de camareros y camareras.

Me acerqué con tiempo antes de viajar, a la estación y en la oficina donde vendían los tickets. Un robusto empleado, moreno y peinado con gomina, bigotes enormes y mirada miope, me atendió muy serio.

Necesito un boleto de vuelta a Mendoza, en primera clase. Me miró en forma suspicaz. No tengo. Dijo con una sonrisa irónica. ¿Viene con alguna recomendación del gremio? No. ¿Qué gremio? ¡Del sindicato de Ferroviarios! No, soy docente, maestra de grado y necesito ir a volver a mi trabajo. Estamos en vacaciones de invierno y por eso…

¡No señorita, no, si no trae un papel del sindicato ya no tengo lugar! Le vendo uno común, para dos pasajeros sentados. Es lo mismo.

Acepté. No podía dejar de viajar. Tenía necesidad de regresar a mi familia en Mendoza y mi esposo, cuidó una semana la casa y los chicos. Pagué lo estipulado. Un cuarto de mi sueldo de maestra.

Hice una pequeña maleta y mi cartera, como todas las de mujer, llevaba de todo. El dinero por las dudas en una pequeña bolsa que se apretaba en mi corpiño. Llegó la hora y mi colega me llevó al terraplén desde donde partía en tren. Al pasar por el vagón de lujo, observamos que estaba vacío. Nadie lo había utilizado. Seguimos hasta el que me correspondía. Un joven guardia, con un uniforme arrugado, algo sucio y una sonrisa divertida, me tomó el ticket y lo perforó diciéndome que subiera rápido, que los asientos mejores ya estaban ocupados. Un beso ligero del colega, con un sinfín de consejos, me subí rápidamente al coche.

Los asientos estaban puestos de frente, de cuatro personas que se mirarían todo el viaje. Eran de “cuerina” marrón, casi todos rotos, rajados y desprolijos. El suelo sucio con barro y algún que otro trozo de papel.

Me acomodé en el único que quedaba libre al lado de la ventanilla a medio bajar. Ya que no abren, es por seguridad. Una familia de inmigrantes bolivianos, eran como doce o trece se paró cuando entró el guarda y se tuvieron que ir a otro vagón de atrás. Me quedé sola. Un señor anciano estaba sentado en el primer asiento y dormía. Pasó el inspector y me pidió el boleto que mostré con una sonrisa. Me pidió algo de dinero y me dijo que me fuera al medio del coche, señalándome el único asiento sano. Le pasé un billete y me cambié. Estaba más cómoda, el vidrio limpio y la ventanuca cerrada.

Ya habíamos alcanzado un ritmo de velocidad regular, y el tren bailaba sobre los rieles  con una armonía aceptable. Al atravesar algunos barrios el tren bajaba el movimiento. Hasta que en una estación llena de soldados, se detuvo. (Poco tiempo después se derogó el Servicio Militar Obligatorio por ley) subieron ruidosos muchachos veinteañeros. Con risotadas y palabrotas. Iban a cargo de un suboficial joven que vino rápido y se sentó junto a mí.

Se presentó amablemente y se disculpó por la tropa. Volvían a vacacionar con sus familias. El humor mío y el de ellos por momentos fue un horror. Me miraban como a una rareza humana. ¡Yo, leyendo un libro de poesía! Uno amagó encender un cigarrillo y el joven jefe le ordenó que mirara y acatara los carteles de: “Prohibido Fumar”.

Media hora más tarde, el convoy se detuvo en un descampado. Allí, para mi horrorosa sorpresa, ascendieron un grupo de prostitutas cargadas de garrafas de vino y botellas de variado tipo de alcohol. Ruidosas, desprejuiciadas y mal habladas, cuando me vieron se quedaron mudas. ¡Me dijeron bruja, maldita! y, ¡Ándate de aquí! Yo les quitaba el trabajo. Los soldados se reían a mandíbulas batientes y el joven que acompañaba a los jóvenes no podía ser escuchado por los gritos y risotadas de todos.

Me acurruqué en mi rincón, siempre con mi libro de poesía de poetas contemporáneos; pero reconozco que no me podía concentrar. El olor de los cuerpos enervados por el vino y la euforia, la mugre y el traqueteo del tren me hizo descomponer. El joven jefe, me pidió que lo acompañara al buffet, antes de cruzar al otro vagón, se volvió y algo dijo, que todos aceptaron con un grito de júbilo. Yo, temblaba. ¿Qué experiencia!

En el vagón comedor, me dieron la mejor mesa. Se debe haber corrido por todo el personal mi situación. Yo tendría unos cuarenta y ocho años y parecía una señora de un cuadro de Fader o de Victorica. Me faltaba el camafeo y el “yabot” para ser de otro siglo.

Traté de beber un café. El vehículo se bamboleaba de derecha a izquierda en el trecho rápido que arremetía el ferrocarril. El mozo, cuya chaqueta parecía un mapa antiguo de la Hispania, me trajo en un platillo de porcelana un pocillo de tamaño mediano de cerámica con un jugo parecido a algo llamado “café”, en otro platillo, azúcar morena y dos pequeños sobres de diferentes marcas de edulcorantes dietéticos. La cucharita era de plástico la rechacé y apareció una de metal, algo torcida y cascada. La taza con plato y todo, se movilizaba de una punta de la mesa a la otra, perdiendo el líquido oscuro en su vaivén. ¡Era una danza espectacular! Saqué el pocillo del plato, con una mano lo sujeté mientras con la otra traté de agregar el azúcar. Ésta cayó en derredor de lo que quedaba del pseudo café. Traté de revolverlo, todo con una mano, la otra aferrada al recipiente para que no cayera al suelo. ¡El empleado me miraba con risueños aleteos de párpados! Parecía un pajarito emboscado. Logré beber el resto. Y vino corriendo a sacarme la vajilla. Me tendió la mano. Quería una propina. ¡Muy de argentinos! Le dejé unas monedas. (Aún tenían valor.) Luego me quedé, por consejo del suboficial, un buen rato mirando por el ventanuco, los campos llenos de plantas de girasol, trigo y un sin fin de trabajo de nuestros queridos campesinos.

El sol se iba recostando en el horizonte y ya habían prendido algunas lámparas en el comedor. ¿Quiere comer algo? ¿Qué se puede comer? Solo una omelet, me dijo haciendo una seña que era lo mejor. ¡Bueno tráela! Le di otra propina junto con exorbitante cuenta de mi gasto. ¡Si hubiera comido caviar con champagne en el Ritz, no me cobraban tanto! No era su culpa.

Tenía que regresar. Sigilosamente el mozo salió y trajo al muchacho que iba repartiendo soldados por los paraderos del tren en pueblos ignotos. Me dijo: “Señora la voy a escoltar al servicio”, lo miré asombrada. Yo, le sostendré su bolso. No se haga problema, acá tiene mi nombre y mi situación de servicio. ¡Era un amigo entrañable para mí, en ese momento y lugar! ¡El baño, era un asco! Sucio, maloliente y sin agua limpia en el lavabo. Me higienicé como pude, oriné casi de pié y salí con mis manos mojadas en ese agua amarronada que salía de los grifos rotos. ¡Pobre país el mío!

Me ovillé en mi rincón. Muchas rameras se habían ido y soldados también. Quedaban algunos dormidos que roncaban por causa del alcohol y el movimiento acompasado de vaivén del ferrocarril. El muchacho, que se llamaba Alejandro Gómez, se sentó bien despierto a mi lado. Me hizo colocar el bolso bajo mi cuerpo y me pidió que durmiera tranquila. ¡Quedan trecientos setenta kilómetros! Duerma, señora por favor. Yo la cuidaré.

Soñé mucho. Cada vez que el tren se detenía en medio de la nada el vagón se iba achicando. Volvía a ese sueño distorsionado entre la realidad y mis esperanzas. Me desperté cuando sonó un largo silbato. Estábamos en Mendoza. Miré a mi lado y ya no estaba mi escolta preciosa. El joven suboficial. El inspector, se acercó para auxiliarme con mis bártulos, que eran bien pocos. Y supe, que en el coche de primera sólo viajaban los que pagaban suculentas “coimas” o eran del sindicato de trenes.

Ahora el ferrocarril corre sólo en ciertos lugares del territorio. Pero se perdió por el mal uso y manejo de políticos y empleados.

Yo siempre quedé agradecida del muchacho que me escoltó y cuidó. Era un ejército que ha perdido sus mejores tiempos; el de los valores y educación patriótica, donde se valoraba a los seres humanos, donde se respetaba a las señoras, hombres mayores y a los niños.

Cuando he viajado en trenes de Europa o Asia, reconozco que extraño esa cinta infinita que conectaba mi país de norte a su y de Este a Oeste.

 

LA BIBLIOTECARIA


 

            Buscaba unas cartas que según el profesor Ostugni, eran de un amigo de Urquiza. No le quedaban anaqueles ni bibliotecas sin revisar. Si no terminaba la tesina, no le daban la licenciatura y hoy sin ese papel no sos nada. Nadie. Ser Licenciado es más importante que ser doctor.

            La profesora Paloma Bianco, le había desplegado un índice de libros donde podía encontrar material, pero los inútiles empleados que como buenos burócratas estaban a cargo de los libros, nunca encontraban nada. Y cada vez lo trataban peor.

            Le quedaba la biblioteca del Senado. Ahí, le dijeron que debía haber cartas de esa época. ¡Por suerte había una joven inteligente que lo atendió y lo ayudó! Buscó en la computadora y se subió por una escalera móvil que iba y venía de anaquel en anaquel con libros súper antiguos.

            Acá está dijo ella, el libro que busca está acá. Sacó con sus guantes de algodón blanco un ejemplar forrado en cuero negro con letras doradas. Lo bajó con cuidado y lo depositó sobre un atril de madera. ¡Perdón, pero sin guantes no! Sabe que evitamos la contaminación para que se puedan mantener en condiciones. Y así ella sacó de un cajón un para de guantes y comenzaron a analizar el índice. Era glorioso lo que había en ese tomo. Él, comenzó a copiar con su letra minúscula y no terminaba nunca. Ella nerviosa miraba el reloj. Se le hacía tarde para ir a la facultad.

            Tuvo que salir e irse a casa. A la mañana siguiente, regresó. ¡Sorpresa la hermosa joven no estaba y el tomo tampoco!

            Walter pidió el libro de quejas. El tipo lo miró con odio. Recibió el libro ajado y viejo, como un féretro lo tiró sobre el mostrador, dejando una estela de polvo en el aire tal que parecían copos de nieve color amarillo, ocre y marrón, que volaban libres por el recinto. El ruido de su queja atrajo a varios empleados que juraron que en la biblioteca del senado Nunca había habido una joven empleada como bibliotecaria. 

CAMINANDO LA TARDE SIN DESTINO

  

Desandé el territorio desconocido de la plaza

Un destierro   un desatino     otro milagro inesperado

 

De la mano, tomada de la mano entre ombúes sustitutos de árboles floridos

caminé la tarde en compañía de un voluntario gesto

de presencia humana    total     desconocido

 

lloró el enero desconcertado en su canícula sonriente

se mojó la tierra herida  de abandono urbano

pestilencias de canes y felinos merodeando en los escombros

su propia exuberancia de muerte desplazada

 

fue un minuto en que perdí la bandería de poblana

los árboles  regalando sus lágrimas perdidas

insinuando un festín  celeste de lluvia promisoria que se aleja

hacia el vértice reiterado de ciudad deshabitada de verano

 

estaré sola          sola de toda soledad   sin sombra

perdida en los  pensamiento profundos del ser conciente

aturdida en la calle urbana    desconocida

mojado el rostro con las dulces gotas que caen despaciosas sobre mi rostro

 

miraré de frente, el río que se distiende rumbo al ocaso

señalará el mañana   alumbrará retozando otro otoño próximo

la vida.

 

UN ÓLEO ANTIGUO

  

Hermenegildo Gueraldez Paxoa bajó por el río en el “Homero”, por pedido de la familia Romero Santos. La nao era un falucho desvencijado. Ruidoso y pobre. Cuando arribó al muelle del Rosario, lo esperaba una volanta. El cochero, hombre de pocas palabras, tomó su bolso y sus petates. Chasqueando el látigo partió hacia la estancia. Tras unas horas de silencio, roto por el jolgorio de las aves, vio la arboleda y los techos. La casa era grande. Lo esperaba la gobernanta con un mensaje de sus patrones. Regresarían en dos días de Asunción.

La cena opípara, le fue servida en la habitación. Pronto se despeñó la noche y el sueño entró como un fugitivo en su espíritu. Se durmió.

Tras la corta espera, arribó la familia. El padre comerciante en ganado era próspero y alegre. Doña Saturnina, la esposa, en el rictus, mostraba ser quien llevaba las riendas y el coraje. Cinco muchachos y tres niñas, revoloteaban entre la algarabía de perros cazadores. Su tarea, dijo la señora, será retratar a mi esposo y a las niñas.

Comenzó con Don Augusto. Cada sesión fue descubriendo el carácter bondadoso y suave, que transformó su óleo lentamente. Siempre dibujaba en escorzos duros rostros de caballeros enérgicos. Pasaban a la historia como rígidos y sobrios.

                Con ese hombre fue imposible. Sus ojos destilaban amparo. Una luz de ternura penetraba su piel y sus pupilas. Ni hablar cuando entraba Clementina, la hija menor. Una cofradía de sol inundaba la cara. Don Augusto, escribía en sus ratos de ocio. ¡Un poeta! Saturnina, despreciaba su verba y rezongaba. Igual, las niñas se encargaban de escuchar las largas odas que recitaba con voz engolada el padre. Los muchachos, se dormían, jugaban a las cartas y peleaban sobre quién seguiría manejando la estancia.

Hermenegildo comenzó a participar de las comidas de las noches junto a la chimenea y, de largas caminatas, invitado por Don Augusto. Supo así, cómo había concebido la compraventa de animales traídos desde Holanda y mestizados. De carne noble, se salaba en el puesto junto al muelle del río. Salía en barcos hacia Europa, teniendo varios compradores y destinos inciertos para él. Su esposa, llevaba los libros y recibía a los banqueros que traían libras esterlinas y otras monedas que cambiaba por oro.

El retrato estuvo listo y cuando lo pudieron ver, un suspiro amoroso, salió de cada boca. ¡Ese era el padre, el mejor hombre, el muy amado por sus hijos! Sobre la pared del salón, quedó enmarcado en oro y plata. Una luz especial, iluminó la pintura.

Le tocó primero a Guillermina, que con sus dieciséis años, ya era una mujer para los padres. No aceptaban aún su crecimiento. De cabellos oscuros y ojos celestes, tenía asegurado una boda excelente. Era fuerte. Lectora incansable de obras clásicas y poco amante de labores manuales. La retrató sentada frente a la ventana, con un libro en el regazo. Luego le tocó a Josefina. Chiquilla por demás callada y triste. De cabello cobrizo, ojos pardos y tez pálida, insinuaba su semblante que dejaría el mundo en cualquier recodo del camino. Con la Biblia en la mano y un gato a sus pies, dejó claro que había entrado en un desfiladero de silencio. El cuadro, tal vez, fue el mejor logrado. Luces y sombras que declamaban abandono del mundano vivir.

Clementina fue la última y la que creó un círculo de fiesta. Era una niña, adolescente tierna. Trece años. Su melena castaña, alborotada y libre, escapaba en rulos por la nuca y la frente. Mirada gris con chispas que le brotaban de la profunda alegría de ser amada. Su padre no podía evitar el solaz de su presencia. Rica en imaginación y charlatana, corregía las odas y poemas, que él, repetía sin tregua. Su imagen, cambiante como ella, le costó al pintor mayor dedicación que con el trabajo de las otras hermanas. Se movía constante, cambiaba el peinado, su ropa difería. Nunca quieta. Casi fue un bosquejo. Pero Hermenegildo Gueraldez Paxoa se enamoró perdidamente de esa niña. Sus veinticuatro años y su pobreza no le daban chance para pedir la mano.

Igual habló con Don Augusto que, con sorpresa, llamó a su mujer. Ésta, casi desmayada, se sentó en el sillón del escritorio, tartamudeó un sinfín de palabras huecas. Que es la más pequeña. Que no sabe nada de la vida. Que esperamos algo diferente para ella. Es nuestra compañía. Regresó solo y sin siquiera una promesa. El falucho que lo repatrió, vibraba como su triste corazón. La madera podrida y el olor nauseabundo del río, le mordió el alma y se prometió volver con poder, dinero y oro. Clementina sería suya.

Al llegar a su tierra, pintó un óleo hermoso, perfecto. Lo llevó a la casa del gobernador, a quien pidió una suma interesante. Las libras tintinearon contentas en su bolsa. Comenzó una carrera contra el reloj. Pero nunca llegaba a la suma pretendida para tan ansiado viaje. Pasó un año, dos y el tiempo fue trocando su esperanza en miedo. ¿Lo esperaría?

 Su vuelta fue en un velero nuevo. Cuando llegó a la casona, encontró un revuelo de lamento y tristeza. ¿Será Clementina? No. Doña Saturnina dejaba su lecho para partir al camposanto. Guillermina, exhibía un embarazo avanzado, junto a un joven atildado y flaco. Josefina, con hábitos de Carmelita Descalza, rezaba rosario tras rosario; seca y siempre gris. Mientras su amada, sostenía al anciano y sus brazos serenos, contagiaban seguridad y ternura.

Los ojos recobraron vida al mirar a Hermenegildo. Sonrió a pesar de la pena. El luto congenió con el tiempo de recomponer la casa. El viudo sorprendido por la muerte impensada, se aprestó a mudar de jefe. Clementina se hizo cargo de todo.

Llegó la boda de su hija predilecta, sin mayor inconveniente para él, que ya envejecido, aceptó a Hermenegildo con cariño. Pronto llegaron niños que llenaron la casa de risas y juegos infantiles. El padre pintó bellos cuadros de cada uno, llenando las paredes con alegres caritas.

Los hermanos emigraron a estudiar a países lejanos, donde formaron su familia. Sólo alguna esquela de vez en cuando los hacía presente. Algún daguerrotipo, luego fotos. Pero nunca volvieron.

Una mañana, cuando Clementina se acercó a besar a su padre, notó que acechaba la dama de sombras. Descorrió las cortinas. Abrió la ventana para que entrara aire y sol. Sintió el leve suspiro final. Cerró los ojos amados del anciano. Partió éste, junto a su adorada esposa hacia el espacio de la verdad y duda.

Para tenerlo cerca, colocó el retrato de Don Augusto, que pintara su esposo, en el comedor. Notó al momento que de los labios de la pintura partía una miríada de mariposas. Volaron con la brisa, igual que aquellos viejos poemas recitados.

¡Por lo menos eso nos han relatado de generación en generación! Y debe ser verdad porque siempre hay que abrir las ventanas para que salgan al jardín decena de mariposas.   

 

        

UNA INSÓLITA SOLUCIÓN

 

            Desde el automóvil alquilado, Ivanna, observa el frente del caserón. Bello lugar. El coche de su amado Rafael, es el aguijón que se le clava en los ojos. Allí está detenido desde las diez horas, y no se ve movimientos en el interior. Se le nubla la vista que tiene incrustada en los ventanales y el gran portal, por donde espera verlo salir.

            Ya es la hora en que los árboles comienzan a transformarse en matorrales, verde oscuro o negro, cuando comienzan unas leves luces a asomarse por los vidrios. Se abre el portón de hierro y aparece un pequeño coche deportivo. Antes, en el vestíbulo, Ivanna observa asombrada, como su marido, besa apasionadamente a un atlético joven moreno.

            Un estilete invisible le atraviesa la garganta reseca. En su retina se incrusta la imagen. Luego parte el coche de Rafael, rumbo a la ciudad. Suena en su cartera el celular. Amor, me voy a demorar unos veinte o treinta minutos, acá en el club. Siempre que no me llamen por teléfono unos clientes. Te amo, espérame para cenar. Y ella lo sigue, para verlo ingresar en el club. Se detiene y espera. Lo ve salir bañado y cambiado de ropa. Un estilo informal que traía y sale con el típico traje de oficina. Los ojos de la mujer, tienen un raro color resinoso. Se aleja apurada por la autopista y corta camino por calles extrañas para llegar antes que él, a la casa.

            Intenta tranquilizarse. No sabe cómo actuar. No debe demostrar sentimientos. ¡Comprende por qué causa no quiere tener hijos! Su reloj biológico ya está en rojo y él, siempre inventa pretextos para evitar la paternidad. Resiste pensar en “su” hombre en brazos de otro, si fuera mujer, su alma no estaría tan destrozada. Cuando siente la llave en la puerta de entrada, se ve reflejada en el gran espejo de su dormitorio y una extraña pátina se desliza por sus ojos, en forma inoportuna cual párpado transparente. Se refleja nuevamente su piel tersa y su cabello corto tiene un suave reflejo verdoso. ¡Es mi imaginación! Mi odio me hace ver cosas insólitas, piensa. Desciende por las enormes escaleras de mármol y se desliza como una sombra. Él, en el comedor ha tomado un vaso de güisqui y tintinea el hielo festivo en el cristal. Le acerca uno igual y la besa ligeramente en los labios. Ella retira precipitadamente la boca. Que siente levemente dura. Su lengua parece de plástico. Se aleja hacia la mesa donde la mucama ha preparado la cena. En silencio, se sientan y comienzan a comer. Un breve comentario sobre la exquisita carne a la provenzal, al buen vino boyarda y al clima. Luego se instala una pared invisible entre ambos. Cuando están por finalizar y se acerca la joven mucama, se miran sorprendidos por el rugido de una moto que ingresa en el camino a la casa. Rafael, salta en la silla y se precipita al palier de ingreso. La alfombra persa sabotea los pasos y la voz en cuello de ambos hombres, es un siseo terroso que llega apagado a oídos de Ivanna. ¿Qué haces acá? Te he dicho que aquí jamás vengas. Vete. Mi esposa …El ingreso inopinado de la mujer transforma la situación. Lame con su mirada extrañada el cuerpo y rostro de su enemigo. Una cara infantil, rubicunda de ira y sospechosa de venganza, se detiene en ambos rostros. ¿Quién viene a visitarnos a esta hora? ¿Acaso lo invitaste a cenar y no sabía nadie nada? Pase. Tome un aperitivo con nosotros, dice ligera para conocer la causa de ese exabrupto.

            Rafael, palidece y apenas puede balbucear palabras. Mi compañero de tenis, el joven Belisario Verón. ¿Te acuerdas que yo te comentaba, querida de un nuevo socio al que hay que temer por lo bien que juega? Bueno ha venido y me encantaría saber qué lo trae a esta hora.

            No vengo como socio a jugar tenis, sino a buscarte para ir a “Soho Gay”. No es tu fuerte mentir. Cambiate que nos esperan para el nuevo show. Y te retiras de nuestra casa que crees que estás haciendo, atrevete a molestar a mi señora. Sal ya mismo. De ninguna manera. Tú, refinada estúpida, debes saber que hemos estado todo el día juntos en un lecho de amor. Te engaña. Es mi amante. Déjalo ir. Sé inteligente por una vez y comprende que yo he ganado esta contienda. Eres un verdadero cretino. ¿Qué necesidad tienes de insultar en mi casa a esta pobre mujer?

            Atónita, Ivanna y la mucama, miran a la pareja. Salen y el estruendo del escape rompe el trágico silencio de las gargantas de las mujeres. Sorprendidas, se alejan para reponerse del momento sufrido. La mucama, toma su ropa y sale, dejando la llave sobre el mármol rosado de una cómoda, en el ingreso a la casa. No atina ni a saludar. Su mente tiembla. No comprende nada. Su patrón es… no puede ser. La señora tan fina y bella… eran tan felices, o lo parecían. En la soledad del barrio pasa junto a los guardias de seguridad como aislada del mundo.

            La joven ama, despechada, comienza a recorrer cada rincón de su bello dormitorio. Abre el vestidor y con una navaja corta y deshilacha la ropa de su ex marido. Su vientre es un volcán en erupción. No llora. Tiemble de ira y sueña diferentes venganzas. De pronto se mira frente al espejo de su vestidor. Allí, observa que sus ojos, tienen un extraño proceso de cambio. El iris, se alarga verticalmente. Una suave membrana cubre su globo ocular en forma de párpado extra. Su rostro, totalmente endurecido por la furia, se va cambiando y la nariz, se eleva achatándose sobre una faz angulosa. La lengua es larga y se mueve a latigazos con una incisión en medio. Una serpiente envidiaría su lengua. La piel va tornándose escamada y verdosa. Mira sus manos y las ve atrofiadas en garras con afiladas púas negras. Se encorva. Crece una inesperada cola con espinas de colores que se elevan hasta la cabeza donde el hermoso cabello ya se ha transformado en aguijones venenosos. Se desliza sobre su vientre húmedo y frío. Siente un grito interior que la empuja hacia el parque. Sale por el enorme ventanal. Sale en búsqueda de un apareamiento para desovar sus crías.

            Sobre el brillante piso de mármol blanco quedan derrotados, un par de zapatos de tacones rojos, un vestido de seda negro y un collar de perlas con broche de zafiros.

           

VALERIA

 

            Su edad era esa intermedia entre niña y mujer. Su carita aun desdibujada solía resplandecer con un maquillaje fuerte que borraba sus bellos rasgos. Llegaba al colegio en el coche de la mano de un chofer que la había visto nacer y para quien era como su niña. Había sobornado a su modista con besos y promesas para que acortara la falda del uniforme y sus largas piernas juveniles, brillaban con las medias que le trajo su papá de París.

            Alegre, chispeante y siempre risueña, sus compañeros la miraban con un cierto desdén. Las chiquilinas, aburridas por su eterno bienestar, la envidiaban ya que sentían muy vacías sus vidas. Tenía apenas trece años y en primavera cumpliría sus catorce, para lo cual, sus padres habían programado un crucero por el caribe.

            De reojos la miraban los muchachos de los años superiores y más, cuando se conoció que su abuela materna, le había heredado un campo con un “castillo” cuyas partes principales viajaron desde Italia, Francia y otros varios países de Europa, en las bodegas de enormes vapores. Con ellos edificaron un suntuoso caserón que era el mejor proyecto del arquitecto irlandés de moda en los años veinte. La estancia poseía como diez mil hectáreas y sus haras eran famosas en Inglaterra por la calidad de caballos que allí se criaban. Así, era Valeria, la muchacha que lideraba el minúsculo grupo de elegidas por los hados.

 

            En la oscuridad del callejón donde encontraron refugio, tras una puerta semioculta por una hiedra, apareció el cuerpo desmadejado y sangrante de una despeinada matrona  sudorosa. Transportaba los despojos envueltos en sábanas sanguinolentas. Desde las ventanillas entrecerradas de un viejo automóvil unas manos temblorosas recogieron los desperdicios y desaparecieron. Arrastrando el cuerpo exánime de una mujer, un soberbio muchacho, se alejaba apresurado por el callejón. El cabello rubio, alborotado, encubría el rostro juvenil. Apenas podía cargar a la que allí desparramaba una estela de sangre que fluía despacio por sus piernas. Las manos cenicientas desenlazaban temblorosas sus ropas sucias.

            En la noche, parecían dos cadáveres palpitantes. Aterrados. Estaban aterrados. Imposible hablarse o compartir el dolor que cada uno tenía en su interior. Valeria, apenas podía sobornar la muerte que rondaba entre sus piernas. Su hermano, loco de terror, sollozaba por tener que enfrentarse solo a la abominable aniquilación que había compartido. Sintió deseos de soltar a Valeria y correr. No pudo. Ella confió desde el miserable momento en que supo con estupor qué le estaba sucediendo en su frágil cuerpo adolescente. Estaba sola, tan sola que sólo pensó en su hermano. Él, que siempre había sido su máximo enemigo, ahora era el único apoyo y sostén. Si su padre regresaba de Estambul y conocía lo que había sucedido, seguro, la internarían en algún colegio de Suiza o Austria, adonde no tuviera con quien hablar ni compartir nada.

            Su madre, estaba estrenando un nuevo marido y viajaba por las islas del Pacífico. Nunca entendería.

            Con sumo esfuerzo, logró colocarla sobre el asiento trasero. Envuelta en una manta dejó a su hermana. Deliraba. El dolor la hacía delirar. Subió al volante y manejó sin mayor apuro, para evitar encontrarse con la policía, hasta la casa de su chofer. Cuando llegó, hizo un guiño  con las luces y el viejo amigo salió a recibirlo. El espanto se reflejó en sus ojos. Un rugido abrió la garganta del hombre. Llamó a su mujer, quien al ver a  Valeria, se santiguó y sostuvo que tendrían que llevarla a una clínica. Estaba muy mal.

            Ya con la seguridad de años como padre sustituto, llegaron a la clínica del sur de la ciudad. Un médico de guardia, sostuvo con desesperación el cuerpo exánime de la joven que se desangraba. Como un rayo, colocó una bolsa de sangre. Sin preguntar ingresó a la muchacha al quirófano y junto a otros galenos, comenzaron la difícil tarea de salvar a Valeria. En el máximo secreto, hicieron todos los trámites, para que no se supiera quién era esa pequeña moribunda. La mirada áspera de los médicos, sellaron con su mutismo lo que había sucedido. Una joven sicóloga la despertó, pasado el trance de mayor peligro. ¿Qué había hecho para que, siendo tan adinerada cayera en semejantes manos asesinas?

            Su cuerpo estaba tan frágil, su salud tan al límite, que apenas podía abrir los labios para responder. Una historia de horror, que pudo ser su última historia, había convertido su alegre existencia juvenil en un verdadero abismo. Habló sin pausas. Su voz apenas audible parecía un mantra.

           

            Cuando llegó de Estambul, su padre, se sorprendió al ver la palidez del rostro de Valeria. Su risa muerta en los labios sellados. Sus ojos orlados de una espesa niebla oscura. Un mutismo insoportable la convirtió en una anciana de quince años. Nada parecía interesarle. Todo lo intentó, desde regalarle un auto deportivo de famosa marca, hasta invitarla a viajar en un crucero por las Antillas.  No hubo ninguna señal de volver a tener a su niña adorada. No volvió a sentirla parlotear por horas por el celular con sus amigas. Pedía que contestaran que estaba ausente cuando alguna amiga le llamaba. No salía. No jugaba más al tenis ni al golf. Una pequeña renguera hizo que el padre notara un cambio en el cuerpo. La llamó y la interrogó. Un grito de dolor hizo que su querido progenitor, diera un salto y abrazándola, le suplicó que le hablara sobre lo que le sucedía. Valeria sólo pudo llorar. No logró decir la verdad de su amargura. El tiempo pasó. Hubo otros viajes de su padre, y otros maridos para su madre.

 

             

INTRIGA DEL MÁS ALLÁ


         Las piedras del estrecho camino malgastan las suelas de los zapatones de Jeshua. Un olor acre a sudor mezclado con excremento humano y orín, cachetea el buen humor del joven arqueólogo. Su buen gusto y educación refinada lo deja pávido. ¿Eso será todo el tiempo? Ha llegado a Tel Aviv, el jueves. No quiso esperar el sabash, para conocer la sinagoga más famosa entre los conocedores de arte de París. Cuando ingresó, lo afrentaron los enormes bitreaux de Marx Chagal. ¿Qué maravilla! Quedó un rato largo disfrutando el ingreso del sol en los cristales multicolor. Pensó en la gente de África y recordó sus disputas con ciertos clérigos católicos. Sonrió. Un rabí se acercó y lo invitó a salir. La sorpresa lo dejó en silencio. ¿No estaba siempre abierta la gran sinagoga? No. Hay atentados, dijo el rabí y suavemente lo empujó cerrando la enorme puerta. Tras él, quedaron sus contradicciones.

         Ya en la calle buscó un taxi e hizo que lo trasladara a la Terminal de micros. Allí buscó el transporte que lo condujo a la zona de Haifa. Se durmió un trecho. Despertó en dos oportunidades en que soldados armados detuvieron el bus para observar la documentación de quienes viajaban. Sus armas, ametralladoras modernísimas,  los hacían desplazarse con cierta dificultad. Sus rostros desencajados, lamentables, miraban con asombro a los viajeros extranjeros. Cargaban granadas. ¡Tan jóvenes! Piensa. Esos muchachos crédulos. ¡Cretinos! ¿Quiénes? ¿Los  jóvenes muchachos que van a la muerte o a matar o los que detentan el poder? ¡Políticos inútiles enquistados en sus bancas sin lograr una paz entre los beligerantes! Desciende y se ve rodeado de un gentío promiscuo. Árabes, monjes cristianos, turistas del mundo, palestinos, más monjes cristianos, mercaderes, orientales cargando electrónica que atrapa o pretende atrapar la historia… idiotas. ¡Todos idiotas! Todos.

         Camina sin detenerse. Allí el olor es diferente. El vientecillo alarga el perfume del mar lejano. Sonríe. No es muy diferente del metro de París. El tufo humano, ahora que se ha poblado de gente extranjera: árabes, africanos; esta población es idéntica a la parisién. Reconozco que los parisinos no somos muy amigos de gastar agua en duchas largas como los americanos, pero toda Europa tiene poco agua y el mundo estará en guerra por el agua en los próximos siglos…Recuerda su beca en New York. Allí no era un lujo bañarse. Sigue transpirando para mimetizarse con el gentío. Su meta es la tumba que ha encontrado debajo de un antiguo muro Rudolf, apenas una semana antes. “Es del siglo I, y está intacta” – ese fue el e mail que recibió. -“Ven urgente” - y para allí partió en cuanto tuvo su visa aceptada. Convocatoria y solicitud que emanaba de un equipo multidisciplinario, que si bien estaba diseminado por otros territorios, se juntaba en 48 horas tan pronto se comunicaban.

         Primero llegó Celso Mucci, especialista en excavaciones; luego Damaris Hainzhë, doctora en desconocidas lenguas muertas; a Chakravarty Dattha, joven indi, investigador de las interrelaciones religiosas de oriente y occidente, costó recuperarlo, ya que estaba prisionero de los talibanes y se tuvo que recurrir a una fuerte presión de príncipes sauditas. Su liberación fue aplaudida por el mundo entero. Julios Patershonn llegó tras él. Geólogo e ingeniero avezado en capas tectónicas, era imprescindible para este trabajo y estaba en la zona de Nazca. Los demás eran colegas de Israel. Conocen su suelo, sus costumbres y nos facilitarán el movimiento. Pensó y comunicó al equipo ávido de comenzar.