lunes, 13 de diciembre de 2021

LA VIEJA CASA DE TOMÁS BARNE

 

Retumbó un gran estrépito en el silencio de la biblioteca oscura, entonces, observé el gato blanco de porcelana de la dinastía Chí, estrellado en el mármol azul. Una sombra lechosa penetró en la “boisserie” en la pared sur. ¿Escondía algún secreto ese trozo de roble taraceado con nácar y bronce? Me sentía atrapada con terrible miedo. Nadie acudió a observar qué había sucedido. Creo que quedó detenido en el tiempo, por lo fugaz del espacio transcurrido, desde que llegué a la vieja estancia de la familia paterna. Mis padres, se habían divorciado ocho años antes. Recuerdo que ellos, me enviaban cuando tenían algún tipo de litigio, a convivir con los abuelos. Todos los primos eran realmente odiosos con sus risitas irónicas y extraño lenguaje que habían inventado para que no comprendiera. La abuela era dulce y gentil, no podía ayudarme mucho ya que permanecía en una vetusta silla de ruedas y no siempre podían bajarla al piso inferior. El abuelo Tomás no me quería. Le recordaba el fracaso de su hijo. Tal vez, él, lo vivía como propio.

            Corrí escaleras arriba y casi caigo desmayada cuando tropecé con la prima Samanta. Tenía una pierna paralizada que arrastraba penosamente por la gruesa alfombra turca. ¿Cómo llegó sin hacer ruido hasta allí?; no lo entendí en ese momento, pero mi corazón estalló al sentir su tibio cuerpo apoyado en la baranda de la escalera. Una mirada dura y penetrante sostuvo la mía agónica. No pronunciamos ni una disculpa. Continué caminando hacia mi alcoba y me escabullí vestida en el lecho, me tapé con el edredón hasta que me dormí. Temblaba. Desperté transpirada, afiebrada, mas, el abuelo exigía que nos concentráramos en la biblioteca, y por lógica obediencia fui. Luego de repasar los sucesos de la víspera, esperé cautelosa.

            El rostro adusto del anciano presagiaba una tormenta de esas que dejan a los niños acosados por penas inolvidables

Mi vida estaba signada por la dura realidad que me perseguía. Allí encontraba sólo sentimientos hostiles. El viejo se plantó y con cara recia, indicó apenas con un movimiento que me parara delante de todos. Su rostro era de roca y sus enormes bigotes disfrazaban el rictus de desprecio que sentía por la nieta de su hijo fracasado.

            Trémula como siempre, esperé su castigo. ¿Cómo decirle que había visto esa figura fantasmagórica? ¿Quién arrojó al suelo el gato y desapareció entre las maderas que cubren las paredes de la habitación? Fisgona, me dijo, con labios apretados uno de mis primos. Seguí allí tiritando.

            -¿Quién anduvo hoy por la biblioteca y quién osó tocar el Gato de porcelana china?- Todos me miraron. Caí rotunda al piso. Desperté en cama. Estaban  observándome como a un raro monstruo. Todos. La abuela me acarició la frente y  enérgica opinó que tenía fiebre altísima, que llamaran rápido al médico y a mi padre. El abuelo rugió. Jamás ese hombre pisará esta casa. Mis primos comenzaron a reírse  sin dar muestras de solidaridad.  Nadie vendría en ayuda. Eso lo sabía. Tal vez la abuela, si podía contradecir al esposo. Pero era casi imposible. Me quedé dormida o no, mas, sentí la presencia de una mujer que bajaba por las escaleras y se acercaba descalza hasta mi lecho. Trató de ahorcarme con  manos lívidas de enorme venas rojizas. Los ojos  brillaban glaucos en las cuencas profundas.

            Desperté tras varios días y escuché la voz de mi madre. Había viajado desde la capital por el llamado de abuela. Me abrazaba y yo sentí, por primera vez, que estaba a salvo. Tras dos días partimos. Regresar a casa  me curó. ¡No regresaría jamás!

            El otoño siguiente estaba en el estudio de mamá, sonó el teléfono, contesté el llamado. El abuelo Tomás exigía que viajáramos al campo. Me estremecí. Yo no quería volver pero el pedido era estrictamente urgente. Mamá preparó el coche y viajamos esa misma tarde. Llegamos a la madrugada. La abuela estaba muy enferma y quería vernos, a nosotros en especial.

            Me acerqué sin miedo ya que ella era la única persona que me quería y yo la amaba. Estaba muy delgada y frágil. Tomó mis manos y las besó muchas veces. El abuelo, que antes, no hablaba con mamá, la tomó del hombro y le pidió que lo acompañáramos. La biblioteca estaba oscura, un aire frío insistía en penetrar por cada resquicio. Se sentó. El sillón de cuero negro era su refugio. Luego cerró los ojos y meditó lo que iba a decir. Comenzó murmurando, luego su voz se fue haciendo fuerte y segura: “Señora...usted sabe que la vida ha resultado contraria a mis deseos de caballero”- carraspeó, se notaba cuanto le costaba decir lo que tenía en su mente- “Mi hijo, a quien le debo la vida de María Amor, su hija, me ha dejado un doloroso legado. Relatar la verdadera historia es para mí una terrible vergüenza”.

            Mamá estaba muy nerviosa y bizqueaba mientras buscaba una palabra para escapar de la situación. Me mantuve atenta para huir si me trataba de tocar. El comprendió el terror que nos producía. Se detuvo y por primera vez en mis doce años, lo vi sonreír.

María Amor, señora Cecilia, no tenga miedo de mí. Voy a relatarles una parte de la historia de nuestra familia que no conocen. Por las circunstancias que se avecinan deben conocer. Acá, en esta sala hace exactamente veintitrés años, mi hijo cometió un asesinato. Tu padre, pequeña, es un mal hijo y peor persona. Mintió a una joven muchacha a quien enamoró y luego que trajo ella al mundo a una niña tan desdichada como su madre, buscó la manera de deshacerse de la pobre mujer. Así una noche de tormenta en que el ensordecedor ruido de truenos y de viento huracanado, no permitió que alguien oyera o viera su acto,  la trajo a la biblioteca y la encerró en esa parte de la “boisserie” que entonces tenía una puerta escondida, que daba a un pequeño gabinete en el que se guardaban útiles y herramientas de todo tipo. Nosotros, mi esposa y yo, habíamos partido para un largo viaje que soñábamos hacer alrededor del mundo. Tardamos más de ocho meses en regresar. El olor nauseabundo había penetrado la casa y sólo era percibido por los perros de caza que cuidaba el viejo jardinero. Él, desoyó los ladridos. Nosotros habíamos licenciado a todo el personal.

Como había quedado en venir poco o nada, el hombre, nunca advirtió el problema. Regresamos inocentes. Apenas entrar y el horror nos aprisionó el alma. En principio pensamos en él, caído y destrozado en el piso. Pero no vimos a nadie. Buscamos con urgencia a la policía que tras rebuscar por toda la casa encontró el cadáver de esa desdichada. Llegó tu padre como si no supiera lo sucedido y con gran arte evitó las sospechas de los criminalistas. Supo esconder su maldad. Cerraron el caso como un hecho casual. Creyeron que la joven había entrado a la casa sola buscando valores para robar, había quedado encerrada allí, muriendo sola y sin ayuda. Pero yo dudé de la explicación que nos daban. Desde entonces y luego de tapar herméticamente el cubículo, ella suele en noches de tormenta, atravesar la pared, romper algo y desaparecer por el mismo sitio. Un día, él, nuestro monstruo,  la trajo a usted Cecilia y con usted a la niña.

Todos pensamos que debíamos alejarla de esta casa y que ese ser abyecto que engendré había cambiado por obra del amor. ¡Fue totalmente falso, pronto comenzó a golpearlas y a manifestar su ira y crueldad! Mi amada Abigail, la abuela, quiere contarles algo. ¡Subamos!

             La anciana reposaba en su lecho, ya sin mucho tiempo. Tomó nuestras manos y nos dijo: “Cecilia, María Amor, no me animé nunca a decirles que Samanta es tu hermana, pequeña. Un día bajo el influjo de quién sabe cuál circunstancia, el espectro la empujó desde la balaustrada y quedó así, tú sabes, con la pierna paralizada. Te hemos tratado mal para evitar que te pasara algo parecido. Ayer hemos recibido un cable desde la Capital, nuestro hijo está muerto. Alguien lo encontró degollado en un cuartucho de hotel. Yo, a pesar de todo, lo he amado siempre. Era mi hijo, mi único hijo varón. –un suspiro tibio escapó de su boca- yo lo he amado, les ruego lo  perdonen.

            Mamá salió y asomándose al pasillo, señaló una figura que se desplazaba por allí. ¡Era la mujer que yo había visto aquella noche! Detrás un cuerpo agazapado la trataba de tocar. ¿Era mi padre? Con dedos agudos intentaba tomarle el cabello y una daga golpeaba y golpeaba el cuerpo que se hacía añicos. Él era incorpóreo o casi, no puedo explicarlo.

 

 

La abuela cerró los ojos y se fue desdibujando en una especie de cordón dorado que se elevaba con su imagen fluida en el rincón más ligero de la habitación. El cuerpo yacía con una sonrisa impenetrable unida por el pecho al objeto luminoso que se alejaba. El ruido de una pieza de porcelana estrellándose en el pavimento de la biblioteca nos puso en alerta. Otro gato blanco de porcelana de la dinastía Chí, estrellándose en el piso de mármol azul sin explicación.

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