miércoles, 8 de diciembre de 2021

UNA MONEDA DE ORO DE LUÍS XV

  

Nunca supe cómo llegué a las manos de mi dueña. Ella es una doncella de catorce años y vive en una casona en Rue Saint Michel. Ayuda a Madame Regine de Garigny en la recepción de sus amistades, cuando a las tardes se reúnen para leer a los poetas.

De unas manos, que ni recuerdo, pasé a ser el bien más preciado de Cristinne. Y me escondió en un pañuelo que encontró olvidado en el sillón de terciopelo gris del salón una noche al despejar la sala. Como un amuleto, me dejó en el cajón de sus enaguas. La pobre muchacha ha llegado del interior, de la Provenza, un otoño en que París parece languidecer con las calles y los Campos Eliseos, están bastante despoblados. En algunas zonas se ven personas que hacen fuego con pedazos de maderas que juntan de los barrios altos y se calientan, los pies descalzos o mal cubiertos, con botas viejas y rotas.

Cristinne, sale con madame al mercado a comprar quesos y verduras, algunas chuletas y vino. El coche las espera rodeado de chiquillos que mendigan unas monedas y pan. Madame Regine suele repartir generosamente pan y algunas monedas de baja valía.

Al ingresar en la casa, se saca el sombrero y le pide a la jovencita que caliente agua para sumergirse en la enorme bañera de latón. Pone perfume de violetas y con jabón de malva tiene que ayudarle a sacar el olor fuerte que trae del mercado. Son momentos en que mi dueña sueña. Piensa en todo lo que puede hacer con un Luís de oro.

Han pasado los años, Cristinne, se casó y dejó París, me llevó consigo en su pequeño bolso, pero en la carretera a España, los asaltó un grupo de hambrientos y yo caí en manos de unos truhanes. ¡Qué horror! Cuando me vieron un hombre sucio y con un solo ojo, me mordió y dio un grito de júbilo. Yo creí morir, siquiera me derritiera como las velas de sebo que usan para iluminar sus magras cuevas. Nunca más veré a mi niña. Siempre perfumada y bondadosa. ¡Era su más preciosa joya! Y estos malhechores, me manosean con sus dedos llenos de ajo y tierra. Creo que hay uno, que tiene un diente de oro, que va a matar al que me mordió la primera vez, porque le leo la mirada de avaricia cuando el mugroso me expone a los ojos de unas pobres mujeres infelices cargadas de chiquillos enfermos y hambreados. Sucedió. Lo acuchilló por la espalda y me arrebató de un braguero inmundo que tenía el difunto. Me besó. ¡Qué asco! Su boca parece una cripta donde yacen cien muertos pudriéndose. Me escondió en su bota, que a decir verdad le robó al esposo de mi querida Cristinne. Pero el olor nauseabundo es de sus calcetines viejos y rotos por donde emergen dedos llenos de ampollas y sangre seca.

Este monstruo viaja con dos landreros que se solapan en los recodos y asaltan los coches de gente decente como uno. Si encuentran otras parientas mías, dan gritos que retumban en los bosques donde se esconden. Yo, me caí en un cruce de caminos de las botas del ladrón y lo perdí de vista. Quedé allí, enterrada en un colchón de hojas y barro por bastantes años.

Aparecí en un siglo que por los sucesos es por lo menos cien años después. Una máquina muy ruidosa, me despertó removiendo árboles en el bosque. Cuando vio, quien la usaba,  algo tan brillante entre las raíces de un viejo árbol soltó un grito: ¡Alto!

Buscaron y rebuscaron por más, pero, yo soy una sola. Mi nuevo dueño es un tipo rudo, mal hablado y hosco. He visto unos carros muy ruidosos que no llevan caballos. Parecen animales metálicos con un motor. Escuché que le dicen automóviles, pero son muy primitivos, ya verán más tarde por qué. Me llevó en una bolsa pegada a la tela de su chaqueta en dónde había una sarta de cosas: una navaja, unos papeles, un peine, monedas que ni se asemejan a mí.

Cuando se hizo noche, se alejó en un aparato parecido a dos ruedas con unos caños que supe es una bicicleta. Llegó a una humilde vivienda de las afueras y entró como un tropero, vociferando que había encontrado algo “precioso”. ¡A mí! Una mujer lánguida casi desnuda, sin peluca ni faldas amplias, lo cazó de un brazo y le exigió que me mostrara. Ella tendió su mano y ahí, quedé yo, sola, triste y preocupada. ¡Esa mujer no tiene la ropa adecuada como mi ama anterior!

Algo extraño pasó. Me dejaron escondida debajo de una losa del suelo en una habitación junto a una chimenea a carbón. Y desde allí solo escuchaba las peleas de esos dos seres que parecían rugirse. Pasó un tiempo corto y llegaron unos pequeños, por las voces diría con mi poca experiencia que eran como siete. Hablaban con unas palabras que yo no había escuchado nunca. Era un argot novedoso y tardé un tiempo en descifrar lo que significaba. Los muchachos y jovencitas venían de un mercado cercano en el que mi descubridor vendía madera y plantas o hierbas medicinales. ¡Eran puras mentiras! Las plantas no curaban a nadie, pero traían jugosas monedas que un día juntaron conmigo. Gran error. Una de las chiquillas, una noche hurtó varias, entre ellas a mí, y me llevó a un bar donde un muchachote la embriagó, la amancebó y por supuesto le quitó su dinero, luego, supe por oídas, que apareció en un callejón con la cabeza aplastada. El indigno varón, fue puesto en un barco como prisionero y lo llevaron hasta una isla, en medio del Mediterráneo. Lo despojaron de su bolsa y yo fui a parar a un cofre muy paquete del capitán del bote. Así luego de unas cuantas detenciones en puertos del oeste de Europa, se hizo a la mar, con un pequeño grupo de marineros y siguió hasta la Isla de Asunción. ¡Qué clima hermoso! Allí pasé de mano en mano por compras y ventas varias y fui regalado a una verdadera dama.

Con Sully Kinleroyt permanecí un tiempo largo. Me hizo incrustar en una pendiente que bailoteaba entre sus senos jóvenes y tibios. ¡Era, yo, una atracción a los ojos avaros de muchos: hombres y mujeres!

 Mi adorada Sully envejeció. Un día me regaló a la más bonita de sus sobrinas. Anny, quien me guardó entre varias joyas que recibió de sus mayores.

Pasó mucho tiempo para que yo entrara en el continente americano. Viví en Brasil, luego pasé a Paraguay y terminé en Buenos Aires. ¡Una enorme ciudad del sur!  Por todo lo que me ha sucedido me defino como un sobreviviente.

En esa gigante ciudad ya había entrado el siglo veinte. Tenía calles enormes, pampas enormes y era un país enorme. No puedo recordar cuándo me entregaron en un Lugar donde prestaban dinero cuando dejaban objetos: Algo como: Monte Pío. Junté paciencia en una vidriera oscura y oscura. Hasta que vino un inmigrante libanés y se prendó de mí. Era un comerciante inteligente y creativo.

Viajaba haciendo negocios por todo ese enorme territorio que parecía tenerlo Todo: trigo, arroz, ganado vacuno y equino, petróleo, un mar gigantesco y gente que hablaba español y mezclaba con palabras de los distintos idiomas de sus exiliados del mundo.

De él, he oído de dos guerras de las que me salvé en Europa y de otras en oriente. Pero ya soy un poco más finita, más pequeña, por el eterno desgaste al que me he visto torturada. ¡Es mi dignidad por ser de oro!

En una zona montañosa donde Amín, mi dueño, se enfermó con un enorme bulto en una muela; me tuvo que entregar a un “dentista”; en mis épocas pasadas se les decía “saca muelas” y lo hacían los barberos. Pero ahora he visto, cuando le pasó conmigo varias libras esterlinas de oro, un papel recortado en un marco de madera, un certificado de este señor de bata blanca; que indica que es Cirujano Dentista. Me miró con curiosidad y se puso a hablar de historia, mi historia. ¡Bueno, de la época en que me acuñaron allá en Francia! El entusiasmo del hombre, el otro con la boca abierta, lo escuchaba embelezado. ¡Siempre los dentistas los tienen con la boca abierta!

Gracias a ese caballero, un erudito en historia, me enteré de cientos de cosas inventadas y creadas entre que me acuñaron y hoy. ¿Saben que han encontrado un remedio para la viruela, la peste negra y hasta hay un descubrimiento que cura la “tisis”, la lepra, la sífilis y tantos males que llevaban a la pobre gente a las fosas? Yo no lo conocía. Es un milagro. El libanés quedó encantado con el orador. Le pidió si quería que le enviara clientes y por supuesto, dijo que sí.

Cuando el comerciante dejó el lugar sin su muela y su flemón y con unas monedas valiosas menos, el doctor ingresó en su hogar y llamó a su esposa y le mostró mi cuerpo. Ella, le pidió, que la quería guardar. Él, la quería vender para comprar herramientas para su consultorio; ganó la mujer. Así, viví un tiempo en una pulsera de oro que tenía como dije mi dueña. Me amaba. No era avara, era una persona llena de amor por las cosas bellas.

Un día que salió a festejar un aniversario de bodas, entraron dos cacos y me arrebataron del cajón donde estaba guardada. Y junto a otras chucherías bonitas me llevaron a un sótano donde me hicieron lo peor que le puede pasar a un ser especial como yo: me derritieron y me juntaron con otras joyas para no ser detectados por la policía. Los muy ignorantes, no sabían que tenían una “Inmensa Historia” frente a sus narices.

Todavía mi ex familia me llora. Yo, no puedo decirles donde estoy, no lo sé.

 

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