miércoles, 26 de julio de 2023

UN OTRO, EL HÉROE

 

            Vivo en un edificio enorme. Tiene cuarenta pisos y los elevadores, que son viejísimos, son un espacio descabellado. Cada mañana debo saltar de la cama media hora antes de lo normal, para poder llegar a usarlos. Siempre atestados. Siempre al abrirse la puerta está lleno y la gente con cara enojada, porque tienen que ir a trabajar. A veces me miran con desprecio. La mayoría toman el tren o viajan en subterráneo hasta llegar a sus lugares de trabajo. La mayoría son personas que en cuanto pueden emigran  a zonas más recomendables. Belgrano “R” o Flores. En fin yo no me puedo dar ese lujo. Sigo acá con mi gabardina desteñida y mis zapatillas de segunda marca. En el diario donde trabajo, ni me miran. Soy casi tan invisible como el chico que trae el café o el que reparte los telefax. Igual yo sigo aprendiendo. Soy periodista. Joven, sin trayectoria y como mujer, cristiana y sin ideologías extremas… no existo. Pero eso es otro tema.

            En mi edificio vive gente tan dispar como en cualquier edificio de una capital importante sudamericana. Antes no, antes era un edificio en el que vivían militares. Todos del aire. Los que volaban en aviones de ultrasonido. Pero ocurrió que mi país entró en “guerra” con… nada menos ni nada más que con El Imperio Inglés. He leído todo. Desde lo escrito en diarios, libros de historia, de sociología y política. Tengo grabado hasta los nombres de algunos, que para los de mi país, fueron “idiotas útiles” hasta de los que en la “Gran Isla” consideran héroes de guerra. He leído diarios donde se mofan, otros donde los enaltecen y otros con diatribas incontables.

            Bueno, cada mañana cuando espero el elevador, en el fondo hay un muchacho moreno, usa un bigote armado, delgadísimo y serio. Le digo “Buenos días” y sonríe y hace un gesto amable, pero no habla. Siempre está solo. A veces, lo he visto salir apresurado cuando una mujer joven espera ingresar al pequeño habitáculo con dos niños pequeños. Una nena y un varoncito. La nena, sonríe igual que él. El varón es muy triste y nunca sonríe. La mujer… ni habla, ni se ríe, sólo trabaja. Se nota que lleva los chicos a un colegio cercano, público, porque no usan un uniforme establecido. Ella sale casi como yo, corriendo sube a un viejo coche destartalado y parte por calle Córdoba hacia el sur. Nunca pude entablar una charla con ella. Se viste siempre de azul oscuro o negro. ¡Bueno las mujeres de nuestro país somos de vestirnos con colores oscuros y lamentables! Así, han pasado varios meses y años. Como siete años, diría yo. Hoy, la nena, me dijo que se llama María Loreto, (¡pobre qué nombre que le han puesto!) me dio charla. Este año cumple quince años y quiere ir a Disney, pero la madre no le puede pagar el viaje. Su pensión de viuda, no le permite. Así supe que la mujer es viuda. La “Lore” (como me dijo que le diga), me contó que igual ella no deja de soñar, espera un milagro. Y yo le dije que no dejara de soñar. Así comenzó una charla amable y les conté que trabajo en el diario y que vivo sola, que soy del interior, etc., etc. La madre siempre callada y el chico solitario mira hacia la nada.

            Comienzo ahora, por contarles que hoy, justo hoy cuando en la redacción trabajaba en un reportaje a unos ex soldados de Malvinas, cayó en mis manos una foto. La foto tiene cincuenta y cinco retratos de aviadores que lucharon allá; de todos los hombres que murieron en la Isla del Sur y casi me desmayo. En la primera fila, superior derecha, veo el rostro del hombre que viaja con nosotros en el elevador cada día.

            Cuando al regresar hoy, Lore me mostró la foto de su papá, otro sofocón, el que me mostraba es el mismísimo de la foto que ví esta mañana. Espero subir como todos los días al ascensor, para saber si aun viaja con nosotros y ¿A dónde se dirige? ¿Me animaré a preguntarle? ¡Qué oprobio no saberlo antes! Capaz que le pida el milagro para que Lore viaje… ¿podrá hacer algo?

CARTAGENA, CIUDAD DE LEYENDA


            Caminaba por las tranquilas calles de Cartagena. Había soñado toda la infancia y la juventud con este viaje que por fin pude concretar. Algo aquí atraía mi espíritu aventurero y  afiebrada imaginación. Sentía una fuerza  singular que me provocaba asombrosas sensaciones cuando soñaba con una ciudad extraña y se reiteraba constantemente ese sueño. Alguna de las cien pitonisas que visité en busca de respuestas, quiso ver una vida pasada en otro mundo. Yo me reía de esas extravagancias propias de mi generación. Nací en la década del 60 y entre hippies y rock, aparecieron los orientalistas con sus ideas nuevas. Pero: ¿Cartagena sería en realidad ese otro mundo? No, yo creo que todos mentían. Estas piedras del fuerte, de las viejas y restauradas viviendas de antaño, son tan sólo una maravilla antigua, digna, que debía disfrutar  en las vacaciones.

            Caminé y caminé durante todo mi primer día, compré un vestido de algodón blanco para exorcizar el calor húmedo que se me colaba por los poros. Entré en la calle  de Los Siete Infantes alrededor de la media tarde. El olor del musgo de las viejas piedras, de los paredones de las defensas erigidas contra los olvidados piratas, llenó mis sentidos de una embriaguez insólita. ¡Yo en Cartagena!

            Me sentía libre y nostálgica. Caía la tarde y todo se tornaba de ese tono anaranjado y dorado viejo como un cuadro antiguo, mezcla de los olores violentos del mar y de las flores que crecían en todos los balcones señoriales impregnaban aún más el ambiente haciéndolo más atractivo para mí.

            La calle por gastada y por la forma del terreno caracoleaba entre palmeras y jardines. En un recodo de la callejuela “Del Boticario”  y ya casi bajo una semidestruida casa de piedra sentí  la presencia. Era como encontrarme con la transferencia  efímera pero tangible de un ser del pasado. Me acerqué al portal de reja y "La vi” allí con sus ropas anacrónicas y sutiles. Era una joven de porte altivo. Mulata de rostro anguloso y ojos grandes, ágil, que balanceaba una farola con una luz imperceptible, a los ojos menos avisados.

Un cortejo brumoso la acompañaba. Temblé. Los adoquines húmedos, grises y penetrados de helechos salvajes formaban un cuadro que me atrapaban. No me podía mover. El sol había desaparecido y el dorado se había convertido en violeta y un mundo de rumorosas sombras me envolvía. Algo me invitaba a tratar de desentrañar ese raro suceso que me acontecía. Llegué a sentir por momentos el silbido de las balas de arcabuz y el olor de la pólvora que me llegaba desde el puerto mezclada a los viejos olores del miedo. Desde el “fuerte” sentí apagados gritos de dolor e ira. Me acerqué. Cuando toqué los vetustos hierros del portal una ráfaga helada desdibujó la escena. La esencia del pasado había desaparecido con sus bonanzas y desgracias. Me quedé un instante inmóvil y pensativa. Continué mi camino hacia el hotel. Allí me sorprendió el silencio  y la paz que reinaba. Estaba agitada y febril.

Apareció un joven encargado del hotel, me preguntó si el sismo que se había producido, hacía más o menos una hora, me había provocado algún problema. Yo impaciente respondí negando y casi corrí a mi habitación con profundo miedo, dado que continuaba el movimiento sísmico. Caían trozos de mampostería y crujían en derredor, muebles y enseres, como si estuviera por derrumbarse en escombros.

            En el ventanal  que daba al jardín poblado de palmeras y buganvillas coronadas de orquídeas perfumadas,  vi la imagen reflejada en el vitral y mi confusión fue verme, morena y vestida igual, igual a la joven del jardín que me sonreía señalando la playa.

            ¿Ahora me pregunto si así nacen o mueren las leyendas?

                                                          

 

UNIENDO LOS OPUESTOS, DESAFÍO DEL TIEMPO

 

                        No es fácil ser músico, pero es hermoso. La vida transcurre de otra manera. Un concierto aquí, una serenata por allá, un compromiso sin sueldo y la necesidad de ganarle a cada artista un lugar. Es como encontrar una estrella en la constelación con tu nombre, ser dueño de un árbo, vaya, no sé, ser músico te pone frente a la gente como a alguien medio extraño, especial, alegre. ¡Aunque a veces seas más trágico que Mahbeth! Yo soy optimista por naturaleza, me decía Ernesto, mi amigo saxofonista. Yo también, le dije, pero no es tan fácil, cuando tenés que pagar las cuentas y no tenés ni un cobre.

            Mi historia es bonita. Desde chico me gustó interpretar música criolla en guitarra. Me extasiaba escuchando a mi padre y tíos, bajo un sauce en las tardes de verano, allá en el sur de mi provincia, cuando cantaban entre vino y vino, chacareras y tonadas. Aprendí bien, en la universidad. Papá no quería que fuese de esos músicos improvisados y noctámbulos, sino un señor. Así, logré mi título universitario en composición e intérprete de varios instrumentos. He vivido un sinnúmero de anécdotas. Y ahora les contaré una tan especial como una canción de amor.

           

            En un viaje que hicimos con un grupo de amigos músicos, para un festival de esos que en el verano, te devuelven la fe en la gente; nos detuvimos en un pueblito perdido en el campo. Teníamos sed y hambre. El boliche, parecía recortado de una lámina de Molina Campos. Reja separando al hombre de los paisanos. Botellas de ginebra barata y vino tinto en tetra; moscas y naipes grasientos que brillaban sobre mesitas de madera de álamo ennegrecidas con humo y tierra. Mugre, mucha mugre. De unos piolines caían unos salames grises, viejos y secos. Un queso bajo una campana de vidrio ordinario y vasos facetados de todo laya. Ninguno igual. Los parroquianos, verdaderos hombres de campo, puesteros cuyas manos endurecidas de pialar ganado cimarrón, de alambrar campos inhóspitos a pura mano y abrir pozos en medio de los pedregales con pala y pico. Ropa gastada y antigua. Alpargatas deformadas en sus pies callosos y con nudos artríticos. Sombrero infaltable y el cuchillo, en la cintura, por si acaso.

            Nos sentamos en una de las mesillas y pedimos bebidas cola. Nos miraron con desprecio y ofuscado el gringo, nos sirvió un vaso de vino tinto a cada uno. Cuando vieron las guitarras se vinieron como abejas al polen. Despacito se fueron arrimando y con gestos serios y poco expresivos algunos preguntaron en voz baja nuestro nombre. Otros nuestro destino. Alguno, si queríamos gastar unas cuerdas para ellos y se armó la guitarreada. Como a las siete de la tarde cayó un tal Garrido. Ramón Garrido. Puestero de lejos del boliche. Se acodó en el mesón detrás del enrejado y pidió una ginebra. Atento, escuchó una cueca y volteándose, pidió un trago para los convidados. Esos éramos nosotros. Relumbraba el cuchillo en la cintura. Los otros hombres comenzaron a despejar y salir hacia sus caballos; tomando el camino que los llevaba a sus puestos de regreso. Seguimos tocando zambas, tonadas y gatos.

            Se fue acercando la hora de ir al Festival y cuando ya el vino nos hacía cabriolas en la panza, nos despedíamos de Ramón Garrido. El puestero, tomó a mi amigo Baldomero Vargas, gran percusionista en el bombo legüero, y le ofreció, como  regalo,  su cuchillo. Mi amigo no sabía qué hacer. Se negaba y el hombre iba juntando bronca. El “Cholo” Pereda, el otro compañero guitarrista, le dijo por lo bajo, que le aceptara y Baldomero le recibió el cuchillo. A cambio le entregó su “querido” pañuelo del cuello, que un amigo le trajo de Medio Oriente.

            Quedamos invitados a su casa para el día siguiente cuando se terminaba el festival. Así, después de recorrer con el jeep sesenta kilómetros de camino difícil y cerril, llegamos a un rancho de barro y caña. Esa era su casa. Entramos a la gran habitación, donde dormían dos pequeños. Luego aparecieron de a uno otros cinco niños, con caritas curiosas y curtidas. Ramón, nos llevó bajo un enorme aguaribay y en un tablón, vimos el generoso banquete que había preparado. Un chivo crocante sacado recién por su mujer, que estaba embarazada de entre siete u ocho meses de preñez, de las brasas. Jamón de ñandú, charque, guiso de liebre, queso de cerdo hecho por las manos hacendosas de su mujer, y un sin fin de verduras cocidas a las brasas. Vino tinto patero.

            Sacamos bombo y guitarras y serenata va serenata viene se pasó la tarde. Teníamos que regresar a nuestra ciudad. Mañana todos teníamos que continuar con la vida loca de la capital. Baldomero, le prometió volver en cuanto pudiera. Lo miramos serios, porque para Ramón, sería un agravio si no lo hacíamos. Yo, sinceramente ni soñaba regresar a ese puesto lejano. Entonces el “Cholo” dijo… tal vez, en semana Santa nos vemos. Nos tomó la palabra y comenzó a decir todo lo que nos esperaría. Chivito, cerdo, y un sin fin de manjares.

            Al subir al jeep, Baldomero dijo. Yo, no vuelvo, tengo que ir a Córdoba a tocar para Semana Santa. Yo, tampoco, toco para las españolas del ballet de San Juan. Y cada uno recordó sus compromisos.

            La mano de Dios, no sólo ataja penales. En Semana Santa, cambiaron todos los planes por razones múltiples y nos contrataron en el sur, para un congreso de médicos locales. Viajamos. Por la mañana del Jueves, estábamos sentados bajo un sauce llorón descansando de tantas fatigas, cuando a lo lejos, vimos una polvareda. Un jinete se acercaba a nosotros. Cuando ya lo visualizamos, era Ramón Garrido. Venía a nuestro encuentro desde su puesto; traía entre sus brazos, envuelto en el pañuelo de oriente su nuevo hijo. –“Acá le traigo al ahijado.” – y le extendió el cuerpecito moreno al Baldomero, que lloraba como un niño emocionado.

FALSA LEYENDA HUARPE: EL DUENDE DE LA MONTAÑA


 

            Caminaba rumbo a las tamberías por el camino del Inca el Hunoc, llevaba un fardo con lana de vicuña, miel de camoatí, patay  y unas hojas de coca. Todo era para el Dios de la Montaña Sagrada. Sus flaquísimas piernas hacían un esfuerzo enorme para superar el frío y el viento blanco. Necesitaba con urgencia hacer la ceremonia de la Pacha Mama, antes que se viniera el viento blanco y fuera imposible llegar hasta lo más cercano que pudiera a la cumbre. El ponchillo de llama que le hizo su madre no era suficiente. Había que subir y subir hasta donde los dedos del dios. Para  que le recibiera el bulto que llevaba atado en la espalda apoyado con una cinta de lana en la frente. Roció sus pies con orín de llama y se frotó un pedazo de cuero de chinchillón. Siguió cuesta arriba. Las piedras se deslizaban por la huella en un chorrillo hasta perderse en la profundidad del abismo. No tenía un tiempo para el descanso. Si paraba, si se detenía, el frío lo transformaría en piedra.

            Hunok tiritaba por el frío y por el esfuerzo, pero su mirada estaba puesta en la cumbre que se escondía entre las nubes que anunciaban nieve. De él dependía que ese año tuvieran agua. Sacó de su ropa un odre con chicha de maíz y tomó un sorbo, apenas como para darse un gusto y fuerzas. El aire se iba enrareciendo a medida que subía. Si de él dependiera, tiraba ahí mismo el fardo y hacía la ofrenda sin seguir subiendo. Pensó en su madre y en la posibilidad que ese próximo verano le compraran a una mujer de la tribu del lago. Las hembras laguneras eran fuertes, buenas para pescar, hilar lana de llama, trenzar totora en toda clase de objetos y tenían las caderas anchas para darle varios hijos. Un esfuerzo más y lo lograría. Más y más para llegar a la cumbre. Ya sin aire en los pulmones cayó desmayado entre las piedras y la nieve. Quedó allí quieto y lo fue cubriendo una nube helada que le daba un aspecto de roca azulada. No supo nunca de dónde salió el Duende de la Montaña, semidiós o mediero, que lo alzó entre los brazos fuertes como rocas y lo siguió subiendo hacia los abismos eternos. Sus pies ya tenían el color de las rocas, el rostro enajenado había cobrado el semblante de los cóndores. Dejó caer las ofrendas y se quedó allí esperando la muerte.

            Despertó una mañana en el valle. A sus pies había crecido una planta con forma de vasija cubierta de espinas y flores blancas como nieve. Una loica se posó sobre el “cardón” florido y picoteó con fruición la dulzura del néctar. El Duende de la Montaña Sagrada le había regalado un don especial, entender el idioma de los pájaros. Así vivió entre los cardones y las aves que le iban describiendo el paraíso donde naciera.

            La montaña escondía historias y él, con su gracia especial, comprendía cuándo iba a llover, cuándo nevar cuándo iba a haber sequía. Los pájaros le contaban con sus vuelos y chillidos qué pasaba detrás de esas enormes montañas con nieves eternas. Pronto comenzó a sentir la envidia de algunos hombres. Varios jefes le ofrecían sus hijas vírgenes para compañera. Pero algo andaba mal. El médico- brujo lo miraba  con desconfianza y podía sentir su desprecio.

            Su anciana madre comenzó a envejecer con mucha rapidez y se achicaba, su piel, como cuero viejo, se llenaba de estrías oscuras y en sus manos los nudillos se deformaban transformándose en verdaderos bultos dolorosos. Comenzó la madre a hablar cosas extrañas. Nadie le entendía. Él, tampoco. Ya se iba doblando su espalda y sus piernas no la sostenían. ¿Delira? No lo conoce más a su hijos y sus vecinos. Una noche de frío, cuando la nieve cubría la tierra, la anciana sale a la intemperie y se deja caer junto al cardón. Cuando Hunok despierta y sale a buscarla, ya no respira. Una lechuza le cuenta que hay un trabajo del brujo entre la madre y la muerte. Ella, la sombra eterna, trató de enviarle un mensaje, pero fue tarde. El joven, tapa a la anciana como le enseñaron sus mayores. Y arma al amanecer su bulto, vuelve a subir lentamente  a la montaña y allá se pierde. 

            Dicen... que cuando hay viento blanco, se ve a Hunok, caminando por las laderas y riscos. Siempre ayuda a los viajeros que se quedan dormidos en la nieve.

viernes, 21 de julio de 2023

LA HERMOSA HERENCIA

 

Desde hacía un tiempo Juan José Altamira sentía que debía partir. Había llegado a la casa de su padre tan solo para asistir a su sepelio, un año atrás.

Su madrastra, veinticinco años menor que su fallecido progenitor, lo trataba diferente desde hacía algunos meses. No sólo en las reuniones de la pequeña empresa heredada, sino fuera de ellas.

Cada noche, preparaba Amalia, un exquisito plato de comida. Siempre tratando que fuese lo que a él le gustaba. Ella, se ponía vestidos sobrios, negros y elegantes que resaltaban su figura hermosa y sensual. ¡Era muy linda, sin caer en la exageración!

Largas charlas sobre viajes, museos y lugares bellos los hacían volar por el mundo. Reían con ocurrencias de la mujer o suyas, cuando se despojó de temor y fue él mismo.

Pensó en Romina, su pareja, que desde hacía meses vociferaba con desprejuicio cuando él, le pedía que lo esperara con un bife o unos fideos blancos o con salsa.

No había tenido un hijo con Romina, porque dudó que ella, con sus ataques de histeria le hiciera daño al pequeño fruto, hasta entonces, del amor de ambos.

No se casó. Tuvo miedo al despilfarro que hacía de su dinero. Romina era desprolija con los gastos y descuidada con los objetos y artefactos que él, le regalaba.

La noche del 14 de febrero, en San Valentín, Juan José, tuvo la bella sorpresa de encontrar a su madrastra que lo esperaba con un bello regalo. Ropa sugestiva de noche. Cerró los ojos y bebió el dulce perfume de la piel de esa mujer que lo había cautivado. Apagó el celular y desconectó el teléfono del escritorio. Fue la noche más apasionada de su vida, interiormente le agradeció a su padre el haberle dejado esa hermosa herencia: El amor.

LA BRÚJULA

 

Una brújula apunta a la nuca del sol.

El viento codicioso gasta la orilla de los arenales

con su lejano fuego helado y en las tinieblas yace

con una vena abierta y desgarrada, con espejos azules.

Sangre prieta y mutante la muerte. Conjuro de gaviotas negras.

Rocío y apremio del rosal en madrugada.

Se puede estar vivo y roto o trizado en mil escamas.

Pero esto de estar vacío y fuerte, en duelo permanente;

con la garganta sólida y la voz caliente.

La brújula se mueve enloquecida, gira.

El sol alimenta la marea y el despertar de las sirenas

náyades, delfines nos apremia. Hay una mariposa.

Un ave. La vida traspasa el umbral de los ciclones.

Estoy viva y desgarrada por la espera. Inquieta.

 

EL VIOLINISTA

 

            Ingresó por el portal de cristal y no podía ver su rostro. El sol desde atrás le esbozaba un contorno enorme. Oscuro y manifiesto su cuerpo de anciano corpulento. Así conocí a Aaron Goldman. Se desparramó en la silla del café con un chirrido de madera y niebla. Su pipa humeaba y no se sacó el sombrero como es la costumbre en el “”Florencia”, antiguo y promiscuo bar del barrio.

            Por atrás se escuchaba el ataque feroz a las bolas de billar y el murmullo de los parroquianos que taladraban las mesillas con sus dedos añosos. Todos tomaban una bebida caliente. Vino áspero, dulce y con canela, costumbre de otros tiempos que no pierden. La ropa desteñida, pantalones gastados y sucios, sacos con brillo que gritaban épocas de gloria. Aaron con su enorme barba blanca y los bigotes amarillos por el tabaco rubio de la pipa siempre encendida, parecía el patriarca de la Biblia. Me impresionaron las manos. Luego supe que había sido un gran músico en su país y que al subir al “Tren de la Muerte” sólo llevaba su violín. Se lo quitaron, pero eso, igual le salvó la vida. Sí, tenía que ser un músico de primera para tocar en el “campo”.

            Me miró y sus ojos celestes taladraron mi cuerpo, yo una mujer ingenua de veinticuatro años, no tenía idea de su historia. Quedó sólo él, de una enorme familia. Cuando subió al tren, me dijo cuando habló conmigo, besó a su madre y a su hermana, sabiendo que iba para no regresar. Pero lo salvó la música. Era flaco, hambriento y estúpido, me dijo; lloraba de noche porque tenía miedo. Un día el “capo” me señaló de entre los de la orquestita y me llevó a la oficina. Temblaba. Me comunicó que mi mamá había muerto de tuberculosis y mi hermana de tifus. ¿Sabes qué me preguntó? Si mi hermana era música como yo. ¡Claro dije, era pianista y ya tocaba en la orquesta de mi ciudad…! Qué pena, yo no la pude salvar, ella no llevaba el piano entre sus pertenencias y se rió a carcajadas. ¡Y no pude llorar! Luego vomité. Ahora ya estoy viejo. No recuerdo la cara de ese hombre… y tampoco la de mi mamá ni la de mi hermana.

            ¿Don Aaron cuándo tocará para nosotros? Qué inocente. Cuando regresó del “campo” en un tren ruso y llegó a un refugio, le hicieron trabajar con piedras y escombros hasta que sus dedos se deformaron. Nunca más pudo ni quiso tocar el violín. Su bella música que lo salvó de la muerte era un recuerdo doloroso en la memoria de su alma. Sin embargo cambia su rostro y se dulcifica cuando escucha que el “Gringuito Remo” tocar una pieza en su violín ordinario y rústico. Y el bar se llena del fantasma de aquel tiempo de los Campos de Riga.

 

 

 

HERMANAS

  

            Cuando el ferrocarril, dejó a la joven embarazada en el andén, el abuelo la estaba esperando con una pobre calesa vieja. Escondida por su preñez, Lisia no dijo nada. Al mes, un mal parto le quitó la vida. El anciano no quiso llamar un médico y la pobre mujer que ayudó en la parición, no logró sacarla adelante. Las niñas quedaron sin madre y con un padre desconocido.

            Adela y Marina nacieron sanas. Hermanas mellizas, no gemelas. Una morena, la otra pelirroja. Una dulce de carácter y la otra obsesiva e insidiosa.

            Crecieron discutiendo cada pequeña participación escolar o familiar. Se hicieron mujeres y al verlas así, nadie se acercaba buscando amistad o amor. Sólo las unía el amor de su abuelo, anciano sereno pero extremadamente avaro. Ellas perdieron a sus padres siendo pequeñas y las cuidó, pero con muchas carencias. Eso hizo que fueran perdiendo el brillo de la juventud y olvidaran la risa. Cada una tenía una tarea para realizar. El anciano, envejecía y siempre en la noche, se escondía en su pequeño taller de relojería. Era pulcro y meticuloso con ese arte de armar relojes manualmente. Sus pequeñas herramientas parecían de juguete.

            Una mañana, luego de otra discusión muy fuerte, no escucharon la queja del viejo. Vieron luz bajo la puerta del taller. Asustadas, no se dieron ánimo para entrar. Se empujaban con palabras de aliento y promesas.

            Llamaron a un vecino que la rompió y encontró al hombre helado y sin el color de los vivos. Lloraron un para de días. Lo llevaron junto a su abuela y a sus padres.

            Un tiempo de serenidad, sin discusiones, unió a las mellizas, pero… cuando comenzaron el aseo del taller, algo les atrajo el espíritu inquieto. La mesita que servía de escritorio y espacio donde tenía sus elementos de trabajo, pesaba demasiado.

            Buscaron en sendos cajones, rebuscaron debajo de la tapa, pero sorpresivamente, Adela descubrió que en las anchas patas del mismo, había un sin fin de monedas. Eran de oro.

            Marina vociferó, quería todo para sobrevivir a esa mala vida que les obligó el relojero. ¡Su abuelo era tan avaro como ella! La pelea fue terrible. Empujó a su hermana y ésta, cayó sobre un borde de metal golpeándose tan fuerte que murió casi al instante.

            La amargada muchacha, cosió en la capa invernal de su abuelo, cada una de las monedas de oro y decidió huir. Iba por el camino arrastrando el borde, así se fueron cayendo los círculos dorados como  si una lluvia se deslizara por la calle. A medida que caminaba y caminaba, una larga alfombra de oro se pegaba en el barro bajo la lluvia.

            Dicen que cada año, para la época de marzo, aparece la capa de harapos dejando una estela de monedas de oro, que el pueblo entero, espera para recoger. 

 

RECUERDA ONOFRE

 

            Tomaste la decisión de irte de Villa Antigua, para escapar de un amor imposible. Mi memoria se retrotrae a ese día. Cerraste la casa, pusiste un enorme candado de bronce en la gran puerta de raulí chileno, que había hecho el abuelo en su taller de carpintero y ebanista. Las celosías parecías párpados de una doncella muerta en la mejor edad de juventud. ¡Ay, Onofre…! Cuánta pena dejaste en Guillermina.

            Ella te observaba desde la ventana en la casa frente al gran portal. Corriste hacia el paso del tren. El reloj de la iglesia dio siete campanadas que sonaron a camposanto. Dejaste un hueco enorme en el pueblo. Tanto que, si recuerdas, el abuelo había plantado un cedro sobre la pared del oeste para evitar el ardor de los veranos. ¡Pues bien, era pequeño cuando te fuiste huyendo del padre de la muchacha! Pero pasó el tiempo y se transformó en un árbol gigante, tanto que derribó todo el muro. Dejó la casa abierta como si una boca enorme que quisiera engullirse todo lo que quedó dentro.

            Guillermina comenzó a llorar. Cada vez que escuchaba el ruido del ferrocarril, con su paso de hierro asustado, ella prorrumpía en llanto. Tú nunca llegaste. Su padre la vio tan triste que vino a preguntar por tu destino. Yo no sabía donde vivías y trabajabas. No supe darle una respuesta; al poco tiempo un infarto que desgajó al viejo, la dejó sola. Curiosamente cuando le fui a dar el saludo por su orfandad, estaba húmeda; las manos, los guantes, la blusa y la pollera. ¡Tanto lloró que comenzaron a juntarse pequeños charcos primero y luego más y más agua en su alcoba, esa que tenía frente al portón de raulí que extrañamente nunca se cayó arrastrado por el derrumbe de la casa! Allí brilla todavía el bronce de la aldaba y el candado como mudo recuerdo de que allí ha vivido una familia.

            Un día me pidieron que fuera a ver a Guillermina. Cuando abrí la puerta, que no tenía llave, un raudo fluir de agua con sabor de lágrimas me envolvió completo. La hallé ahogada en su propio llanto.

            Le di una sepultura hermosa, llena de ángeles celestes de yeso y una cruz de mármol, que encontré en el patio de tu casa derruida por la desidia y el tiempo. Onofre, perdona, no puedo seguir contándote lo que pasó después porque he llorado tanto, que me estoy ahogando como sucedió con ella. Onofre, recuerda que yo la amaba más que tú y nunca pude hablarle de mi amor y darle un beso. Mi esposa y mis hijos no saben de mi eterno amor por Guillermina

            Adiós Onofre, espero que si vienes a buscarla, encuentres esta carta entre las flores del antiguo patio o junto al portón de raulí que hizo el abuelo. Con cariño, Demetrio, tu hermano menor

EL VIAJE... DESPERTÓ AL HOMBRE

 

     Recién he podido cumplir mi anhelo de besarla. Sus labios tan fríos como mi dolor mortal, se entregaron sin poner resistencia. Murió hace unos minutos y llegó a cumplirse mi deseo. Aún vibra en mi cuerpo el ardor de la pasión escondida. Todos me miran petrificados...el médico y sus ayudantes ven como acaricio su cuerpo y lo beso. Beso hasta el más íntimo rincón de su cuerpo amado. Su alma no lo dudo ya es mía.

           

            El vehículo se desliza por el camino polvoriento, infierno de hoyos inescrupulosos que infectan la huella. Saltan los amortiguadores y protestan con desenfreno con cada pozo y yo miro con desesperación a mi  “padrino” que maniobra como si no quisiera evitar ninguno para aliviar los golpes de mis piernas y traste. Hace unos días me pidió prestado a mamá para que lo acompañe en este viaje de aventuras por la Patagonia. Yo siento que hará que viva una maravilla de vacaciones. Ella no estaba en mi mente. ¡Su secretaria! Tiene un culo y unas piernas que no me dejan mucho espacio en el asiento. Me ha empujado tantas veces que ya me siento del tamaño de un pez, largo y finito...la odio. Es difícil entender ¿cómo mi padrino tiene que acarrear con semejante estúpida? Permanentemente se limpia con un pañuelo la cara para sacarse el polvo que ya ha penetrado por todas las rendijas de la parte de atrás y por todos lados. Casi no la miro y ella me espía de reojo para hacerle morisquetas a Lucio, que así le llaman a mi padrino. Él me invita a pasar un rato a la parte trasera y ella se pone jocosa y me hace unas burlas que me dan más aversión. En realidad tengo un hambre terrible, mamá nos preparó empanadas y tortillas y el perfume de las papas calientes y aceitosas, me hacer hipar el diente. Al detenernos bajo un árbol de perfil extraño, torcido y retorcido por los vientos del sur, siento que mis pobres huesos de trece años, que pronto voy a cumplir, necesitan urgente moverse. Salto con euforia y corro tras unos “michay” secos que se desparraman por la arenosa planicie por donde discurre el camino. ¿Me pregunto si el suelo en la luna será como acá? Salgo a estirarme y la muy torpe se agacha y me pregunta si voy a ir a mear... ¡Qué meterete! Soy grande y no le tengo que decir a ella. Además es una desvergonzada. Decir eso delante de su jefe. Ella me dice que mire para el oeste que va a expansionarse y se pierde entre los matorrales. Yo la espío y le alcanzo a ver como se baja los calzones y su culo rosado se agazapa en el falso retrete que ha encontrado. ¡Mamá...si que tiene desvergüenza...! Lucio se hace el distraído pero yo lo descubro mirándola por el espejuelo del automóvil y él se pone desconcertado y ríe con una risa muy estúpida. Los hombres, dice el tío Albino, deben mirar a las hembras, es cosa de machos y es normal. Y yo no me arrepiento de mirar, para lo que hay que ver últimamente en mi barrio y en la escuela. Siento que me mira perturbado pero a mí no me hace un respingo. Ahora se sienta atrás junto a mí y después de lavarse con agua de un bidón, las manos, me pasa pedazos de emparedados de jamón serrano y tortillas que me como en un santiamén, llena la barriga me entrego a mi juego favorito, jugar con “dado mágico”, y comienzo a pensar en los monstruos que vamos a cazar con Lucio y ella. ¡Tiene un nombre tan feo...Alana! ¿A quién se le ocurre llamarse Alana? Pero así le dice mi padrino con voz de...galán de cine. Ella trata de no demostrar nada pero yo le noto que pierde el seso por él. Pero él tiene su mujer y sus cuatro hijos en Pueblo de los Álamos, y según entiendo son una familia "modelo" dice mamá cuando se pelea con papá. Él ni la mira...o eso creo. El traqueteo del coche entre los hoyos del camino me ha dado ganas de echarme una siesta de esas que suelo tomar en casa de mis abuelos en Río de las Águilas, debajo de los cerezos y durazneros atrapando abejorros y cigarras, para el insectario de biología. Un sueño blando y profundo me hace despegarme de la realidad. Sueño sin pudor con los tiempos de juegos en la vega de Antonio, en el solar de los abuelos, los padres de mi madre. Allí juntábamos lombrices y moscas y nos íbamos a pescar al arroyo de Los Toritos, bandadas de cotorras y teros nos alertaban de cualquier peligro. También soñé con ellos, mis primos del campo, con quienes componíamos un corrillo de ruidosos y alegres muchachos, con los que viví momentos de ensueño. Me despierta un terrible golpe que hizo que atronara la carrocería del coche. Me enderecé y vi, que habíamos quedado semi volcados sobre la parte derecha del mismo. Un terrible pozo rompió el eje y Lucio se agarraba la cabeza...Miré hacia todos lados y no se veía ni un solo ser vivo. Habíamos aventajado a varios camiones en el medio día, pero yo que dormía, no sabía si en el tiempo de mi sueño habíamos cruzado a alguien más.  Escuché varias palabrotas no reproducibles, en boca del padrino. Luego un silencio pesado me urgió a descender y tratar de hacer algo. Era casi el crepúsculo y un paño de añil serpenteaba por los matorrales. Un choique cruzó corriendo y detrás una bandada de polluelos, los charitos, lo siguieron. Ya estábamos en la desértica Patagonia, donde no vive casi nadie y sólo de vez en cuando aparecen camiones del ejército y algún que otro transporte con fardos de lana. La desolación de Alana me perturbó, lloraba y su cuerpo se sacudía rítmicamente. Mi padrino vino a ayudarla a salir de esa incómoda ubicación, para ello se tuvo que tomar del cuello de él y así saltar hasta el camino. Yo sentí una curiosa sorpresa ver como se demoraba en brazos del `patrón´, pensé en la pobre mujer que se había quedado cuidando los niños. Luego, me ofrecí para ir en busca de ayuda...pero no me permitieron diciendo que aún era chico y el padrino partió caminando por esa abrumadora ruta Nº 40, hacia lo desconocido. Sólo llevaba una cantimplora con agua y yo me imaginé muriendo de sed en ese desierto terroso y dañino. Ella, ya no lloraba y se sentó junto a un quetrihué algo carcomido por ratones y viento, que solitario llenaba de serena seguridad entre las dunas ariscas a quien pedía un refugio. Cuando alzó la mirada me sonrió y me hizo una caricia negociadora. Yo bajé la guardia, tengo que reconocer mi miedo a lo desconocido, me acerqué y juntos comenzamos a comer la comida algo agria que nos esperaba entre los bártulos, como le decía papá, que traía Lucio y de las valijas con la mercadería que como segundo motivo lo movían. El verdadero trabajo que lo aventuraba por esa inmensidad desolada, era instalar en un pueblito del sur la oficina de correos, ya que él era quien daba el visto bueno al lugar y a los hombres o mujeres que se harían cargo de la estafeta postal de nueva creación. El ferrocarril se encargaba de mover la correspondencia una vez que estaba todo listo y él aprovechaba a llevar muestrarios de joyas, telas, ropa y un sin fin de chucherías con lo que agregaba buen dinero a su sueldo.

Alana me observó y comenzó a acicalarse, su blusa fue desabrochada y pude ver su corpiño blanco con puntillas...pero lo que me produjo una rara sensación entre mis piernas, fue la redondez y blancura de sus senos. Apenas pude mirar porque ella se cubrió rápidamente. Yo advertí que mi sexo estaba diferente; era la primera vez que la veía de ese modo. Mi rostro era una brasa ardiendo y creo que ella lo advirtió por eso se irguió y caminó por la orilla de los matorrales de colapiche y coirones, como buscando poner distancia y decoro. No supe que decir y me dediqué a limpiar el automóvil, levantando un polvaredal que la hizo estornudar hasta que me suplicó que dejara de hacerlo. Así vimos a la distancia un camión con sus luces exangües que se aproximaba por el camino. La bocina algo sorda y resfriada, nos advirtió que llegaba ayuda y en efecto con el vehículo trajeron un cable y nos arrastraron con seguridad entre los baches hacia un lugar desconocido.

            La casona estaba construida en un campo donde criaban ganado lanar y caballos de tiro. El hombre era un rústico labrador y su mujer una tímida campesina de origen extranjero, por su modo parco de monologar descifré inglesa o algo así, y apenas hablaban español. Muy arrebolada y alerta, la mujer de edad imprecisa, arregló una habitación para que pasáramos la noche. Yo me sentía feliz dormiría en una cama de verdad después de varios días. Lucas me tomó del hombro y me arrastró hacia la zona donde había quedado el auto, con particular fuerza. Allí me explicó que debía ser prudente y que no podía decir que Alana no era su mujer, que yo pasaba como hijo y que debía dormir en otro lado. Mi silencio sería muy bien retribuido y así nos ayudarían...creyendo que éramos una familia en problemas. Una gran furia me penetró por todo el cuerpo, transido de sorpresa y exaltación comenzó una sensación de malvada desesperación. Pero me quedé en un mutismo porfiado, y me acerqué a la mesa tendida para comer sin mirar siquiera a esa granuja que había encendido una extraña pasión en mi cuerpo adolescente. Con el pasar del tiempo comprendí que los celos me habían despertado instintos malsanos, pero propios de mi edad. Comimos y yo en silencio imaginé un millón de formas de venganza, mientras ellos dialogaban apenas. El cansancio y las ganas de estar juntos hacían que apuraran el alimento y la bebida. Cuando todo terminó me encaminaron a un rincón donde habían improvisado un catre y allí debí dormir esa ingrata noche. Me venció el sueño y entre el sopor pude escuchar las suave risa de Alana que no dudé, estaba en brazos de mi joven desenfrenado y sobón padrino. Esa noche crecí y comencé mi adultez. Esa noche supe lo que significaba la infidelidad y el dolor de lo inconfesable. ¡Casi me sentí incestuoso!

            Por la mañana muy temprano me despertaron las voces y el ruido de martillos y herramientas que reparaban el  eje y al mediar la mañana ya reparado el coche partimos. Ella apareció con un vestido de algodón floreado, su juventud realzada por un pañuelo en el cabello suelto hasta la cintura y sus mejillas sonrosadas y frescas con un toque de bienestar y dicha en el brillo de los ojos color miel. Mi impresión fue total, ya que parecía una chiquilina de casi mi edad. Un dolor me arredró y sentí ganas de salir a matar a mi padrino. Lo odié y subí al automóvil asumiendo que haría algo para desquitarme.

            Lucio me miraba por el rabillo del ojo y tarareaba una canción que me parecía fúnebre y para ofenderlo le endosé un enrevesado discurso sobre lo hórrido de su canto. Se reía y yo más enojado quise pegarle y esquivando mi puño me comenzó a decir que entre Alana y él sólo había mucha confianza y respeto... así que cuando llegáramos a Petriel, yo dormiría con él y ella en otra habitación sola y que nada había sucedido en aquella casa y que tenía horror a mi mala impresión. Nada me conformaba ya que yo había descubierto el sinsabor del deseo carnal mirando los senos dorados y mórbidos de la ahora frágil compañera de aventura. Pensé en la tortura que pudo haber significado para ella la engañosa muestra de un amor mentiroso e insensato, impuesto por su patrón por la fuerza. Ella seguro que había sido forzada y embaucada por Lucio, obligada por la necesidad de mantener un trabajo... Al atardecer cuando ya llegábamos a Petriel, ella juntó fuerza y me habló de su amor incondicional por mi padrino y sentí que seguramente no regresaría nunca a mi hogar. Antes moriría de amor.

            Petriel era un pueblito de pocas casas y gente sencilla. Su arquitectura me hacía acordar a Río de las Avispas. Casas chatas de una sola planta y con enormes patios sin árboles ya que el viento impedía su desarrollo. Algunas lengas torcidas, maitenes y teniús, asomaban entre los cercos de adobe de unas pocas viviendas. En la plaza estaba levantado un pequeño templete para una estatua que no llegó nunca de la capital y los muchachos del lugar se subían remedando a figuras imaginarias sobre su estructura de cemento y concreto. Eran muy divertidos y pronto me dediqué a acercarme a ese grupito de holgazanes para enfrascarme en charlas de "citadino" versus "pueblerinos", pero ellos eran chicos despiertos y sin vericuetos en su simplicidad que me dejaron sin argumentos para agrandarme frente al  grupo. Así también aprendí a ser más noble y consolidé amistades que aún guardo.

            Mi padrino buscó un sitio para instalar el correo y encontró una viuda seria y responsable como oficinista, le ayudaría un muchachito de casi veinte años y la inauguración se hizo con la presencia de todo el pueblo, incluyendo al cura párroco, la maestra y el policía...que hacía como doce años que no ponía preso a nadie. Así llegó el momento de regresar. Junto a nuestros "bagayos", amontonamos regalos que nos habían hecho. ¡Eran muy generosos!

            Regresamos y volví a sentir un fuego abrasador en mis muslos, sexo y corazón cada vez que Alana iba al baño entre los amancays o los topa-topa, y yo desvergonzadamente espiaba sus muslos rosados y pródigos de juventud. No quería que llegáramos nunca. Aceptaba sus chanzas, me hacía el pícaro y me daba de comer en la boca y le mordía los dedos suavemente... ¡Ella se reía sin comprender! Le tocaba tiernamente las piernas cuando se dormía y gozaba pensando que con el tiempo sería mía. Al fin terminó el viaje y yo regresé a mi casa donde conté algunas de nuestras aventuras, sólo yo sabía cuánto dolor me causaba conocer la verdadera conducta extraviada de mi padrino. Supe que Alana se había marchado a su pueblo en el litoral. Le pedí a Lucio su dirección y me la dio diciendo que no fuera chismoso...él nunca sabría el desesperado apasionamiento que en mí despertaba; la amaba. Escribí ciento de cartas. Nunca me contestó. Cuando ingresé a la facultad, recibí una tarjeta de ella. Estaba en la capital enferma y quería verme. Su mal era incurable.

            La encontré casi inconciente en una clínica de muy poca categoría de los suburbios. Se abrazó llorando y me pidió que trajera a su "amor". Con una furia inexpresada lo busqué y lo arrastré a su lecho. Él, indiferente, la trató sin mayores ternuras. Desmayada en su final me pidió que no la dejara sola y esperé su desenlace, con iracundo desconsuelo. Aún amaba a esa mujer que apenas me superaba en edad y que había desentrañado mis más intensos ardores juveniles. En el sombrío recinto donde espiró, pude cumplir el mayor de los anhelos...besar su boca deseada. Partí sollozando y supe que había vivido un amor extraordinario.

            Hoy que lucho con mis votos sacerdotales. De las manos del mismo Cardenal Primado tomé los Óleos Santos y profesé mi verdadera pasión por la vida. Ella, Alana, quedará en mi profundidad como la llave de amor con mis pequeñitos hermanos en el  pecado, los mismos que arden dentro de este cuerpo mío. Sólo conociendo el amor y viviendo una pasión arrasadora, como la que me consume el alma, puedo ser un hombre de Dios... íntegro.   

UN RÍO SANGRIENTO

 


            Desde las orillas fangosas, se adelantaba un grupo de animales buscando beber agua. Detrás un hombrecillo de enormes manos arrastraba una pequeña barcaza.

Somnolienta, una perra seguía dentro de la crujiente madera al dueño del rebaño. A lo lejos se veía el humo oscuro  y denso de la chimenea del tren que atravesaba ese páramo. Tal vez en ese enorme trozo de hierro estaba impresa la libertad para el pequeño campesino. Había soñado con subir al techo de un vagón y huir a la gran ciudad, pero recordó lo que le pasara a su hermano. Lo habían llevado al ejército en un ferrocarril igual a ese y después vino envuelto en la bandera verde y roja, con una sola guirnalda de flores que olían a podrido.

            Él prefería quedarse, aunque cada vez era más difícil salir con los animales a pastorear. El río, decían las ancianas era el camino más seguro para no morir, pero cuando no llovía estaba muerto.  

            Tenía llagas en los pies, llagas en las manos y llagas en el alma. Su dios, no se acordaba de su gente, estaba muerto o dormido. Un cocodrilo trató de matar uno de los animales que bebía, lo espantó con el viejo rifle de su padre. Recogió al aventurero y lo metió en la barca. Esa noche lo despellejaría y comerían carne fresca, sin tener que matar sus animales.

            Sintió el rugido de la vieja locomotora que venía del sur, un grupo de aves salió escapando con el bufido del hierro herrumbrado del tren. Arrimó la barcaza a la orilla y arrió con  mucho esfuerzo la madera vieja con el perro y el ladrón que había caído bajo el balazo certero del rifle. Silbó. Los pocos vacunos se juntaron y treparon la orilla del cenagoso río y comenzaron a seguirlo.

            De pronto algo llamó la atención del campesino. El río estaba teñido de color bermejo. Se acercó y comprobó que unos cuerpos de hombres y mujeres iban río abajo, hinchados y malolientes, los cocodrilos se arremolinaban y daban dentelladas a cada cual. Teñida de sangre las aguas iban río abajo. A lo lejos sintió el estallido de un metal mortífero. El tren que acababa  de pasar había estallado en mil trozos a lo lejos. Vendrían tiempos difíciles. Había estallado una guerra.

                                               

martes, 18 de julio de 2023

UN HIJO INAPROPIADO

 

            Amancio Ortubia, había nacido entre los surcos de la viña. Su piel solo tenía el dolor del sudor agrio del sol fiestero. Se crió guacho y pobre... una mujer lo había dejado en la puerta del negocio del pueblo y un alma caritativa lo crió un tiempo. Pero…

           Un día lo buscó Zahir Músase, un vendedor de fantasías, chucherías, pócimas, y mil objetos llamativos. Se aquerenció en su caserón grisáceo, maloliente y sucio. Fregó paredes, pisos y un fogón tiznado, limpió vidrios y puertas. Amancio había quedado afuera. Zahir sólo impuso eso. El muchacho viviría en una piecita en la parte de atrás...y la letrina cerca. Nunca fue a la escuela pero sí a trabajar la chacra, con sus añitos a estrenar coraje de lavarse con agua helada en invierno; en esa palangana podía higienizarse; a bañarse en el tanque de cemento en la finca vecina del Tito, en los días calientes de enero y febrero.

            Trabajo le sobró siempre. Aprendió a podar, a aporcar y aprendió bien los injertos de toda clase de plantas. Los vecinos lo venían a buscar para que les hiciera la poda en los durazneros, perales, ciruelos y las señoras en los rosales...todos le daban algo. Un pantalón casi nuevo, unas zapatillas o una chaqueta de lana. Sólo muy solito se fue haciendo grande. Una tarde, casi a la oración, don Zahir lo llamó asustado...ven Amancio...tu madre....no se ve bien, La pobre mujer parece que no respira. Llamé un médico y dice que no está bien. Él, se acomodó cerca y vivió el dolor en los ojos de esa mujer que no sabía que era su madre. Ella había escondido su maternidad. Prohibida por Zahir. Ella criolla y él, un libanés religioso. Machista y presuntuoso. ¿Cómo iba a aceptar que esa pobre infeliz le había dado un hijo?

 

 

 

 

 

 

UN VINO DE BUENA CEPA

 

                            “En el vinagre está todo el mal humor del vino”: Ramón Gómez de la Serna.

 

                Octavia Solanillas era viuda. Tres años usó un luto riguroso por el difunto esposo. Don Tiburcio De Los Monteverdes y Matera, era el dueño de los viñedos mejor cuidados de todo “Cuesta del Águila”. Sus cepas de uvas eran el lujo de la comarca.

                Octavia, se casó con Tiburcio apenas cumplió dieciséis años y él, regresó de la milicia. Ambos eran unos “cachorros” juguetones que de no ser por el padre del muchacho, no habría trabajado con el ahínco que le fue inculcando con amor a las viñas, su progenitor. Ella era una jovencita que despertaba el asombro por su candidez y belleza. Rubia y de piel blanquísima, debía usar unos enormes sombreros cuando atravesaba los caminos entre las vides. Él, era un mozo bravo de carácter, tierno como niño con Octavia y duro con los mozalbetes que ayudaba en las hileras.

                Del matrimonio nacieron ocho hermoso niños. Tres mujeres y cinco varones. A medida que pasaban los años, el cuerpo de Octavia fue cambiando, su humor también y tuvo que luchar con una casa permanentemente llena de servidumbre que buscaba un duro para vivir, pero que traían varios problemas de convivencia. La mujer que le ayudaba con los hijos, era muy pueril e ignorante, por lo que les hablaba a los niños de fantasmas y aparecidos, de seres inexistentes que ella creía ver y conocer, que aterrorizaba a los más pequeños. Sin embargo era muy hábil para vestirlos, bañarlos y darles de comer. Era rubicunda, gruesa de caderas, ancha de espaldas y su piel enrojecida por el sol.

                Octavia, lamentó el día que se fue. Estaba embarazada y esperaba su propio hijo de uno de los “chabales” que le merodeaban siempre al anochecer. La mujer que la reemplazó era diferente. Fría, áspera y de voz chillona. Los chicos le tenían miedo. Se llamaba Gabina y era de una comarca vecina. Seca, silenciosa y observadora, no opinaba, hacía. Nunca preguntaba si estaba bien o mal lo que les enseñaba a los muchachos. El mayor ya tenía catorce años cuando murió su padre. Y sintió la obligación de sustituirlo en los viñedos.

                Las niñas eran muy dóciles, no así Fermín el segundo de los varones, que odiaba hacer tareas de campo y soñaba con huir de la casa. ¡Quiero ir a la “mili” para no estar encerrado en este lugar de cerdos y olor a mosto! Grandes discusiones con su hermano y su madre, que envuelta en un dolor inexplicable, solo se ocupaba de monitorear el crecimiento de las niñas. Otro problema con Gabina que se interponía a mimos y “bobadas” que según la mujer, harían que nunca fueran mujeres dignas de casarse y tener una familia.

                En Cuesta del Águila, había un par de terratenientes que querían adosar los viñedos a sus plantaciones. Miraban con ansiedad los pasos a seguir de ese grupo tan cerrado de la familia. Trataban de acercarse a la viuda, para ofrecerle un compromiso y atesorar más viñedos. Ella, no se daba por aludida. Un día tras varios intentos, logró un vecino que aceptara asistir a una reunión de empresarios foráneos. No sabía que en eso había una trampa.

                Le presentaron a un alto ejecutivo de una gran cadena de hoteles que compraban vino para hoteles de Europa. Tenía un carácter fuerte y displicente. Parecía no estar muy interesado en nada. Pero por su fuero íntimo, era obsesivo y despiadado. Lo quería todo. Octavia Solanillas, aun de luto, era muy apetecible. Apenas había cumplido los cuarenta y un años, ese verano. Y su piel estaba radiante, fresca aun y sus cabellos de un largo asombroso, reflejaban los rayos dorados del sol. Él, la quiso para sí. Con sus ocho hijos y por supuesto con todos sus viñedos y bodega.

                Se refugió en un hotel lujoso de la ciudad, pero con su automóvil levantaba el polvo de los caminos atravesando los campos. Venía muy seguido a la finca y siempre traía algún dulce para los más pequeños. Se hizo habitué e imprescindible para Rafael y Fermín. Sus acertados consejos siempre se adelantaban a sus preguntas y necesidades juveniles. Felicitas, lo adoraba. Para su cumpleaños de catorce le trajo un enorme regalo en una caja de color rosas con lazos de organdí blanco y dorado. Ella estaba fascinada. Él, la comenzó a mirar más que a su madre, quien se había quitado el luto y lucía hermosa.

                ¡Pero la jovencita era una joya digna de la mirada astuta y avariciosa del hombre! El, tenía alrededor de cuarenta y ocho años y disimulaba unas canas incipientes. Octavia no había advertido las lisonjas y murmullos que le provocaban rubor a Felicitas. Gabina sí. Lo seguía como un águila, poniendo el oído alerta. ¡Ese hombre no le gustaba! Era provocador y astuto.

                Esa semana

CORTAR LAS TORMENTAS

  

            Artemio echa a andar entre los parrales de verano. Las uvas están muy verdes todavía, hay que esperar para que maduren. Va con la azada al hombro con las manos arqueadas por el polvo de la tierra agreste de las montañas. La acequia cantarina trae poca agua y los sauces se hincan para adsorber el líquido que se encapricha ser ausente.

            Un año con poca lluvia. ¡Como siempre, el Zonda, arremete con furia de fuego sobre los viñedos!

            Las alpargatas levantan un talco terroso y prieto cuando camina Artemio. El sol se va ocultando tras unas nubes negras y amenazadoras. Tormenta. El miedo se arrebata a sonidos de campanas al viento. Granizo. La mirada desesperada se entromete en el fuego del latido austero del hombre del viñedo.

            Se enjuga la frente, que copia el aullido de las ráfagas de viento. Está desesperado. Un año, carpiendo, podando, atando y ahora que el verde se entremezcla con la vida, se viene la tormenta.

            La Justina viene al trote entre los surcos, cuidando de no caerse, que pierde la oportunidad de cambiar la historia. Trae una bolsa de sal y otra de cenizas. Trae esperanza de campesina laboriosa y con antiguas costumbres de los ancestros.

            Cuando cae el primer rayo, luego se siente un trueno que moviliza la tierra. Hace tanto que no escuchan ese sonido augural de la pobreza. Los perros aúllan en el caminito que ha dejado el hombre. Deja la azada apoyada en un álamo. Saca la pala ancha para hacer el rito. Se buscan y se encuentran entre truenos y relámpagos, entre un granizo seco y pequeño que puede triturar la vida.

            Ella, la Justina hace el espacio para comenzar la ceremonia. Él, acerca las cruces que lleva en la ancha faja de su vientre exiguo y recrean las “cruces de sal y ceniza” como lo hacían los abuelos. Rezan de rodillas entre los plantíos que se van mojando poco a poco y merman los granos de hielo que se transforman en lluvia copiosa y fértil.

            La acequia comienza a crecer y ellos empapados, se abrazan por haber logrado desembarullar la tormenta y salvar los frutos.

            En un par de semanas con sol y agua, habrá un misterioso crecer de los parrales y vendrán las uvas a brillar con su color de fiesta y vino futuro.

            La usanza antigua ha dado su amor y su constancia de frutecer sin miedo. El rito antiguo de alejar las tormentas con las cruces de sal y ceniza sigue vigente en la vida de los campesinos.

ATRAPAR UN SUEÑO

 

El camino parecía un velo de gasa ocre. Alguien venía por la polvorienta vereda que arrimaba a la vieja casa. No había llovido desde hacía varios meses y el sol era un enemigo que perduraba hasta casi perderse en el horizonte. Me senté en un resto de pared de adobe que había construido mi abuelo y que con el viento y el tiempo se iba deshilachando como un trozo de paño viejo. Las gallinas se apiñaban cerca de mis pies hinchados y doloridos. Picoteaban en busca de comida y yo, lamentablemente ya no tengo mucho para darles. Todo está seco. De repente como un fantasma desleal, apareció un muchacho de no más de trece años, en una destartalada bicicleta y se detuvo frente a mí. ¿Fátima .... es usted? Apenas le entendí. Yo hablo "tarifit" y el me hablaba en árabe. Me entregó un mensaje en papel sellado con una pasta roja. ¡Yo no se leer ni escribir! En mi infancia las niñas no íbamos a la escuela. Hoy sí, pero para mí fue tarde.

El muchacho desapareció rodeado de una nube de arena y polvo. Me quedé quieta. Una lágrima corría por mis arrugadas mejillas. ¿Cómo haría para saber qué contenía ese papel? Tuve siete hijos y casi todos se fueron alejando hacia las ciudades o están en España. Me sentí sola por primera vez desde que mi esposo Yussuf partió para trabajar en la ciudad y no regresó hasta hoy. Yo lo espero. Siempre lo espero.

Ingresé a la casa. Entre las sombras de los muros, busqué dónde poner seguro el billete que parecía jugaba con mi soledad. Me acerqué a la cocina. Tenía unos trozos de cordero y el "cus cus" que entre las brasas daban ese perfume maternal de la infancia.

Me senté a la sombra, sentía el murmullo de las aves y animales que aun conservo en la parte trasera de la casa. Recordar... mi niñez. ¡Qué tiempo en que mis abuelos y mi madre trabajaban en la huerta, en los corrales, en la casa! Yo tendría seis años, cuando me perdí buscando una gallina que se había escapado... y crucé varias chacras y llegué al camino. Caminé por una calle que parecía un laberinto. De pronto, en una ventana lo vi. ¡Era un maestro! Escribía en una tablilla con un objeto que dejaba huellas con bellos dibujos. Unos muchachos me vieron y uno, me tiró un higo seco. Me golpeó la frente y empecé a llorar. Salió el escribiente. Era un hombre anciano de barbas blancas como la luna, sus manos entintadas y secas, parecían alas de un ave desconocida para mí. Salí corriendo pero uno de los muchachos me atrapó. Un coro de ellos reían. Había de varias edades. El maestro, me preguntó qué hacía allí y si mis padres sabían dónde estaba. Yo entre sollozos le dije en mi lengua que buscaba una gallina. Más risas. Me dio un higo y me dijo que regresara a casa. ¡Las niñas obedientes no salen de casa sin compañía! Yo corrí hacia los lugares por donde había pasado hasta topetar con mi padre que me buscaba. Su enojo era muy grande. Me hizo entrar a la casa y me dio una penitencia. No podrás salir a jugar con tu gato y tu perro hasta el próximo día de luna llena. ¡Mamá me hizo un guiño! Faltaban tres días para la luna llena. Ellos se manejaban con el sol y la luna para plantar o cosechar. ¡Era una vida simple y bella!

Perdonada, me atreví a preguntar: ¿Padre por qué los muchachos van a la casa del escriba, el maestro de árabe y las niñas no? Me miró muy serio. Tú, tendrás que memorizar con la ayuda de tu madre las palabras sagradas. Las niñas no van a la escuela. Y menos tú, que aun eres muy pequeña. ¡Yo lloré una tarde entera! Quería saber escribir como los varones. ¿Padre me enseñarás a escribir mi nombre?  No. Pero una tarde me trajo en una pequeña tablilla esos maravillosos dibujos y me dijo: ¡Fátima, ahí está escrito tu nombre! Nunca más me pidas otra cosa así.

A partir de ese día me sentí una elegida. Lo dibujé en la tierra, en los muros de los alrededor con carbón que sacaba del fogón, lo bordé en un almohadón con hilos que me dio mi abuela. ¡Pero nunca más pude escribir otra palabra y menos leer!

Ahora miro el papel con inquietud. El maestro, supe por Yussuf, que murió con noventa años. Vino un extranjero a enseñar. Era un joven que reemplazó al viejo maestro. Y su imagen aun está viva en mi memoria, ya que un día se acercó a mis padres y les preguntó si podía enseñarme a leer y escribir para que le ayudara en la escuela. Mis padres fueron amables y hospitalarios, como es nuestra costumbre, pero le dieron un No rotundo. Ella es mujer y no debe aprender esas cosas. El se fue muy apenado.  

¡Ah, al poco tiempo, me casaron con ese muchacho que me tiró el higo frente a la ventana del escriba! Yo tenía trece años y él, veinte. Era bueno. Trabajaba a la par de mis padres. ¡Mis abuelos ya estaban en el paraíso! Una mañana mi padre se descompuso y Yussuf, tomó el carro y lo llevó a un médico a Larache. Ahí, quedó internado y lo trajo muy enfermo. Papá murió y a los pocos meses mamá cayó en la cocina rotunda como una mula vieja. No pudo superar sola el trabajo y la falta de su compañero. Yo ayudaba en todo. Con la huerta, las higueras, los nogales y los animales. De los olivos se ocupaba mi esposo. Hasta que llegó una sequía como la que hay ahora. Decidió ir a buscar trabajo a la ciudad. ¡Gracias al maestro, tomó un trabajo en una empresa española!

Todos los meses venía con dirham para costear el alimento y la educación, de los niños. Yo trabajaba por los dos. ¡Pero cada día me pesaba más! Casé a Sara con un buen vecino que la llevó a Tánger. Supe que tuvo siete hijos. Casé a Mahmet con una muchacha de Larache y lo obligó a mudarse a ese hermoso pueblo. Pero no vino más y se poco de ellos. Me fui quedando sola. Mustafá está en España. Logró entrar en la milicia y no sé, pero no regresó más; a veces llegan noticias a Larache y algún vecino me las trae. ¡Si supiera leer y escribir! Ahora ya las niñas pueden ir a estudiar por orden del Rey Mohamed VI. Qué suerte tienen.

Por eso me pregunto a quién llevaré el mensaje que me trajo el muchacho para saber qué dice. Allí está junto al almohadón con mi nombre bordado. Parece que me sonríe. ¿Y si es una mala noticia? Será mejor que espere un poco.

Salió a la parte trasera de la casona. Miró el cielo y vio nubes agoreras de tormenta. Juntó las aves, los corderitos y las cabras. Acomodó las celosías. ¡Si hay viento fuerte se volarán ya están muy viejas! Trajo carbón seco y palos para el fogón, encendió la lámpara y comenzó a limpiar algunas verduras para agregar a los garbanzos.

Todo el ardor del Mediterráneo y del Océano, se enfrentaron en una gigantesca tormenta. Rayos, relámpago y una tromba de agua caía en torrentes del cielo oscuro y aterrador. Fátima, se sentó en la hamaca del abuelo junto al fogón que apenas refulgía en rojos azulados en el hogar. Sacó el mensaje y se lo puso en el pecho junto con el viejo almohadón. De repente, el techo abrió una boca de barro y caña, y el agua entró como turbión sobre la mujer. Ahí quedó.

Las noticias de los terribles acontecimientos llegaron a todo el país. Yussuf, salió tras la tormenta hacia su hogar. Llegó y su corazón quedó sombrío. La casa semi destruida aparentaba un derrumbe total. Con ayuda de algunos vecinos, logró ingresar y allí... en la hamaca encontró a la dulce Fátima. Tenía entre sus heladas manos azulosas el cojín que bordara de niña, pegado a los senos húmedos estaba el mensaje cuya tinta desdibujada no se podía leer. Allí, él, le había pedido que empacara y fuera a Tetuán donde ya tenía un nuevo hogar para ambos, donde pasarían los últimos años de su vida.

lunes, 17 de julio de 2023

CAPÍTULO DE MI NOVELA: SÍNDROME DE TRAICIÓN

 

Y cuando no estén ¿durante cuánto tiempo aún se oirá su voz en la casa desierta? ¿Cómo serán en el recuerdo las caras que ya no veremos más? “El tamaño de mi esperanza” Jorge Luis Borges

 

            Tenía dieciséis años y su padre le regaló a Tomita, la yegua más linda de la Feria Rural. Se había sacado un premio en la escuela y los padres se la dieron para alentarla. Desde muy chica amó a los caballos. Solía salir con sus hermanos Atilio y Gilberto, muy temprano a galopar, por Cuesta Blanca, A veces llegaban a los campos de Colonia Caroya. Toda la gente de la región, los conocía y saludaba cuando pasaban.

            Al regalarle la yegua, convenció a la abuela Rosalba, para que le cosiera un traje de montar. La abuela le hizo traer de Buenos Aires un conjunto de Brecht y cazadora de pana roja. Las botas de charol negro y el sombrero de topé negro. La camisa que le dio era de la época del 20, cuando ella montaba. ¡De linón blanco llena de valenciana!

            Le regaló, también, la pequeña fusta con empuñadura de plata, que le diera su padre el bisabuelo Antenor, antes de fallecer. ¡Ambas parecían tener la misma edad! Tanta era la alegría que compartían. Salía temprano a pasear a Tamita por la sierra, llevaba el cabello rubio, suelto y al viento, parecía una princesa de cuentos de Disney. Una tarde, que galopaba, ya de regreso, cuando quiso cruzar el Río Ascochinga, la yegua se negó y Delfina, pensó que su amiga, potranca joven,  tenía algo en la pata. Se apeó del animal y se agachó para revisarla.

            Cuando quiso acordar la yegua coceó y le golpeó la espalda. La joven cayó al suelo muy dolorida, igual trató de calmar a Tamita que inquieta bufaba y pateaba sustentándose en las patas traseras. Había encontrado una yarará esperando para atacarlas.

            Entre los árboles aparecieron dos jinetes. Ambos se apresuraron y saltando de los animales corrieron para ayudarla. Mientras uno la tomaba entre los brazos para levantarla. ¡El otro tomó a la yegua y la calmó! La víbora se había escurrido entre las breñas escondiéndose de los humanos, uno de sus mayores enemigos.

            Con lágrimas Delfina, vio los  ojos y la sonrisa de su salvador; y no pudo creer lo que le sucedía. Su corazón empezó a latir con fuerza. ¡Allí mismo quedó profundamente enamorada de ese desconocido!

            - Recordar ahora ese dulce momento la llena de pena y alegría. Mauricio, ¿Cómo estaría sufriendo?

             El joven la alzó en sus fuertes brazos y la montó en Rayo su Overo Negro. ¡Jineteó junto a ella, la acomodó lo mejor que pudo y esperando a que su amigo cabalgara también, y recogiera a Tamita, salieron de allí al galope rumbo a la casa próxima!

            Llegaron pronto a una vivienda de los alrededores que pertenecía a la familia del muchacho pelilargo; y con toda ternura, se apeó, la tomó en brazos nuevamente, entró en la casa y la depositó en un sillón de cuero negro. Mientras Eugenio Torres, su amigo, revisaba la yegua, y le daba agua; Mauricio se dedicó a socorrer a la joven. El pelo de Delfina parecía una mantilla dorada sobre el oscuro sillón. Él se quedó mirándola y le dijo:

            - No sé quién sos, ni se nada tuyo. Pero me casaré contigo.

            - ¡Me llamo Delfina… tengo dieciséis años y me duele mucho la espalda! ¡Tamita me pateó!

            - Vení que te miro. - La ayudó a quitarse la chaqueta y le levantó la camisa. Allí había quedado una fea herida de unos siete centímetros en forma de media luna.- ¡Belarmina, andate a Cuesta Blanca y trae al médico! Es urgente. ¿Cómo se llaman tus padres? Avísales de paso a los padres, cuando regresen, - le dijo urgido a la cocinera de la casona.

            - ¡Se llama Gilberto Cuenca Izaguirre y somos de la casa grande de Cuesta Blanca! ¡Ay, como me duele…!

            - ¡Quedate quieta, muchachita linda! ¿Cómo es tu nombre? ¡Con todo este lío me olvidé de preguntarte, ves qué poco caballero soy!

            - Me llamo Delfina. ¡Tengo miedo!

            - ¡Ya se te pasará, mientras llega el médico te daré un poco de vino de Colonia Caroya, eso te hará bien!

            - Nunca tomó vino, según papá aún no forma parte de mi educación.

            - Yo tomo de vez en cuando. Los cadetes lo tenemos prohibido. Pero haremos una excepción. Y brindaremos por haberte encontrado y porque sos hermosa.

            - ¿A qué instituto vas?

            - Al colegio Militar de La Nación. Curso el último año. Ahora estoy de vacaciones. Si Dios quiere en diciembre seré subteniente.

            - ¡Oh!, parece mentira… nunca pensé que fueras cadete… ¡Tenés el cabello largo! Mi abuelo llegó a general y murió al año, de ulcera perforada. Un problema de honor entre compañeros de servicio. ¿Todavía tienen esos terribles conflictos de cuidar la palabra de honor?

            - Si. ¡Aún somos de palabra y estricta! Lástima, me hubiera gustado conocerlo…y sabés, en vacaciones me doy el lujo de no cortarme el pelo. Es mi pequeña rebeldía juvenil de rockero.

            - Me está doliendo mucho la espalda…

            - Yo te voy a curar ese dolor… Mauricio, se agacha y con todo desenfado le da un beso largo y cálido…-“Abrí los ojos con asombro. Era mi primer  beso. Totalmente sorprendida traté de moverme para salir de ese abrazo y el dolor me paralizaba. Justo a tiempo llegó el Dr. Godoy con Belarmina. El me guiñó un ojo y sonrió”.-

            - ¡Será nuestro secreto…! ¡Delfina, me gustás mucho!- Dijo y yo supe que era mi primer amor. Sueño de adolescente criada entre polleras de mamá y tías solteras, mis hermanas igual de inocente que yo y con hermanos muy celosos. ¡Mi primer beso! -

            Ahora recordar todo eso la llena de alegría y dolor. Sabe que desde ese día, se prendó de Mauricio y que lo quiere apasionadamente, como niña, como hembra, como esposa y compañera para toda la vida. Lentamente se va quedando dormida. El silencio es total. ¡La soledad le aterra!

            Hizo un paseo imaginario por la casa de la abuela Rosalba. La sala con los muebles antiguos, oscuros con olor a viejo. Los cortinados ya gastados pero bien planchados y con perfume a lavanda. Recordó el penetrante aroma cuando hacían dulce de leche o cayote en la paila de cobre. ¿Dónde fue que la compró el tío Serapio? ¿En Francia o en Marruecos? Ese viejo pícaro que nunca se casó, debe haber dejado más deudas de juego y almas femeninas con lágrimas que Enrique Octavo.

            Recordó la fiesta de presentación en el club. Tenía diecisiete años. Mamá me hizo el vestido más lindo que pude tener. Era de color turquesa, con una falda ancha y cuando bailaba el rock, parecía una corola de flor abierta.

            Sus primas estaban todas locas con Billy Caffaro y Neil Sedaka. Elvis Presley era lo máximo y había comenzado un grupo inglés que hacía furor, Los Beatles. ¡Los bailes terminaban a las doce, pero algunas veces, las dejaban media hora más y así podían bailar algunos lentos! Los Panchos, Sinatra y Manzanero…Un llanto suave acompañó el recuerdo.

            La imagen de Martín Saurralde, Ricardo Sottello y Luisito Fernández, le secó las lágrimas. Una sonrisa ocupó el recuerdo. Las chicas. Eran otro tema. Cotita Solari era su compinche, Luli Sarratea su vecina de banco que era pizpireta y vivía hablando de los futuros novios que tendría, Beba Lazcano habilidosa para pintar y bordar, pero imposible en matemáticas y química; pero estaba esa chica Reina López, compañera de aula que la seguía como sombra y ella siempre la ayudaba porque su mamá era muy ocupada y no podía darle los pequeños caprichos que tenía. Muy terca y contestadota, caprichosa y difícil, le hacia la vida imposible a la Madre Superiora, a Sor Inmaculada del Sagrario. Igual estaban juntas y estudiaban y se ayudaban en todo lo que podían.

            “Le regalé el vestido lila de seda con las chatitas blancas para el baile. Le regalé también mi chaqueta de encaje que cosió la abu Rosalba. Hasta vino a dormir a casa para que los otros compañeros no supieran dónde vivía. Su mamá, una mujer laboriosa, era la ayudante de unos vecinos y estaba cama adentro con tarea completa. ¡Reina tenía vergüenza! Renegaba de su destino y no escuchaba razones de las monjitas, que la querían y la habían becado.”

            Volvió Delfina a la realidad. Se acomodó y recitó algunas poesías de Pablo Neruda y Alfonsina Storni. Amaba la poesía. Papá no me dejó ir a declamación, pero igual aprendí de memoria tantos poemas como oraciones de catecismo. Comenzó a rezar el rosario y el Ángelus, para pasar mejor todo este tiempo. No sé si es mejor traer los recuerdos o dormirlos. Las horas se estaban transformando en un castigo helénico.