Llegó
una carta desde América para la tía Cornelia. Toda la familia sorprendida
cuchichea a raíz del misterio de esa esquela. Yo sé qué es lo que ella espera
desde aquel día.
Cornelia es
la hermana menor de mamá. Con sus veinte años, ya comienza a convertirse en una
soltera imprevisible para todos. Mi padre, que la conoce desde pequeña, se ríe
sobre las complicadas charlas que mi madre tiene con ella, sobre su futuro de
esposa. Cuida su aspecto formal, creyendo que así, no comprometerá el posible
casamiento. Es delgada, afilada como la cuerda de un violín, de rostro
femenino, sin marcas en la piel. Cutis claro, ojos levemente agrisados, nariz
pequeña pero labios gruesos. Mamá discute con ella sobre el origen mestizo de
su cabello color negro azabache, de rulos apretados y gruesos. Tiene un cuerpo
extraño para ser una Ardlenn. Más parece una hija de campesinos que la de una
familia de puro origen celta.
Yo la amo.
Daría mi vida por verla feliz. Está siempre pendiente de nosotros, que somos
trece hermanos. Mamá permanece en estado gracia
permanente, pero a decir de nuestra
vieja cocinera vive preñada y cada
año nace un hijo, que llena de más ruido la enorme casa donde vivimos.
Cuando
Cornelia cumplió catorce años vino desde York para vivir con nosotros. Era
pequeñita, arisca, hablaba poco y era muy observadora. Nos conocía como nadie
pudo conocernos jamás. Sus largas tardes remendando calcetines y ropa usada de
mis hermanos, la hacían silenciosa y taciturna. Siempre permanecía algo triste.
Nos leía cuentos, que luego descubrí que los inventaba. No sabía leer. Nunca la
mandaron a la escuela. Sólo estaba destinada a cuidarnos para luego seguir los
pasos de mamá: casarse y permanecer eternamente embarazada. Pero el candidato no aparecía y los años
pasaban. Ya nadie la miraba sino con un barniz de compasión. ¡ La pobre
Cornelia!
La carta es
una bola de fuego cayendo sobre la marmita hirviente de nuestra comunidad.
Pequeño conjunto de hacendados y granjeros que poco tienen de mundano.
Llegaron, incluso, visitas que nunca hubiéramos esperado, en busca de una
curiosa respuesta en labios de papá, mamá o de la tía. - ¿ Quién escribió desde tan lejos? -
¿Algún salvaje de las tierras donde aun hay esclavos, se atreve a escribirle a Cornelia Ardlenn? – y la
pequeña Cornelia esconde la famosa carta defendiéndose. Nadie invadirá su
intimidad.
El otoño de
1856 comienza anunciado un invierno de clima extremo. Cornelia nos acompaña al
templo, a la escuela dominical, con su acostumbrado recato y dulzura. De
pronto, al salir, ya regresando en el crepúsculo, tropieza con una piedra de la
vieja vereda empedrada. Cae cuan larga es sobre el pavimento cargado de hojas
de roble húmedas por el rocío que comienza a desplomarse sobre el tapiz ocre.
Su cuerpo desparramado bajo la capa azul parece un gusano tratando de salir de
su crisálida. Los chicos ríen como si les hicieran cosquillas en la planta de
los pies. El sombrerito de plumas vuela cayendo sobre el regazo de un muchacho
que en un coche está detenido frente a la ferretería. Está sentado
distraídamente, silbando, envuelto en una enorme capa negra de fieltro,
esperando. En el aire recoge el sombrero. Salta y ayuda a la tía que se yergue
lamiéndose la herida de su mano derecha. Tiene el guante roto y sangra. La
mirada del joven hombre se ha quedado detenida en el rostro de Cornelia, en sus
ojos que avergonzados tratan de huir de su mirada. Un tímido agradecimiento en
los labios temblorosos y sorprendidos... el muchacho le acomoda el sombrero,
escondiendo los rizos rebeldes debajo de las cintas. Se produce un silencio.
Cada cual continúa con su tarea. Ella nos reúne y nos arrastra hasta nuestra
casa. Él, sube al coche de un salto y se queda observándonos hasta que
desaparecemos de su vista. Sigue esperando, como antes, a alguien. La calle se
oscurece, pero una lucecita ilumina la mirada, ahora inquieta, de mi tía.
Cuando ingresamos a la amplia cocina, mis hermanos, a los gritos,
atropellándose, relatan lo sucedido. ¡Claro, mamá nos regaña a todos, incluso a
ella, que avergonzada le muestra la mano herida! Papá sonriendo se queda
callado. Mi padre es genial.
Unos meses
después, yo, acompaño a tía a distintos paseos donde casualmente encuentra a
ese joven. Intercambian saludos, libros, flores... y muchas miradas sutiles.
Apenada Cornelia me pide que le lea unos billetes que el amigo le deja dentro
de los libros. Ella no los puede interpretar, yo, cómplice, sé que él la ama
sobre todas las bellas muchachas del pueblo. Uno de esos días le sugiere que
nos encontremos en el correo, lugar público, solitario y discreto. Allá vamos
y... conocemos la noticia, que se va de Inglaterra a América. Su padre ha
vendido todo: granja, casa, animales y herramientas. Con sus veinticuatro años
no puede oponerse a los designios paternos.
La tarde de
junio de 1858 es la más triste... tía Cornelia llora desconsolada apretando su
breve cuerpo a los cristales del ventanal que da a la calle, la frente apoyada
en el frío recuadro transparente siguiendo con sus ojos anegados, al coche en
que la familia Huxley viaja hacia el puerto. Un telón de luto opaco, cubre el
frágil cuerpo de tía y el alma queda encerrada en su cripta de soledad.
Ahora, la
casa es un hormiguero en furioso movimiento. Siento los gritos de mamá
rogándole a mi padre, que no sea yo, su pequeña Etelvina, quien acompañe en su viaje de aventura entre salvajes a
la hermana. Papá sabe que soy la elegida por mi ánimo, mi salud y discreción.
Él, confía en mi. Así es que en este verano de 1859, antes de partir hacia las
extrañas y exóticas tierras de salvajes... papá me ha llamado a la sala. Yo tengo
doce años. Me abraza y mostrándome los baúles que prepararon para mí, me dice:
-Etelvina
mi hija preferida... recuerda siempre cuánto te amo. Cada día que pase, estaré
rogando para que tu vida sea la mejor. Mereces ser una mujer. Recuerda que
siempre contarás conmigo. A la distancia, aunque no esté cerca de ti, seguiré
tu ruta.- Me abraza y a continuación
me cuelga su reloj de oro, en cuya cadena, está sujeto el guardapelo con las miniaturas pintadas de
mi madre y la suya. Mi cuello está gravemente pesado pero mi corazón galopa de
amor. Tras ello, me señala el pequeño escabel bordado por mamita en el invierno anterior y
tomando mi hombro dice: - Hija mía nunca
lo pierdas de vista, en él, hallarás un refugio. Ante una dificultad enorme pon
tus ojos en él.- Me besa en la frente tiernamente. Sale dándome la espalda
y yo sé que no lo volveré a ver nunca más. Lloro amargamente.
El barco es
gigante, de pestilente madera oscura, me ha llenado el alma de feos presagios.
En un pequeño espacio nos acomodan. Tía Cornelia y yo, junto a los bultos que
están amarrados con gruesas cuerdas de esparto en argollas de hierro, viajamos
cómodas. Nuestros billetes son de segunda, cosa que no nos impide subir al piso
superior donde hombres y mujeres, con lujosos sombreros, ropas y joyas,
disfrutan en lentas tertulias a la espera de tocar puerto.
Estoy muy
mareada. En realidad los primeros días fueron muy placenteros pero al quinto
día comenzó una ligera brisa que inició un movimiento tan pronunciado de la
nave que rolamos de babor a estribor, eso me provocó un malestar horrible y
mareos. Todo me da vueltas y corro al lavabo a devolver cada gota de agua o de
sólido que intento comer o beber. Cornelia pálida como un fantasma, me abraza
tratando de calmar mi asco y dolor. Nada me ayuda. Un anciano camarero amable
nos trae una bandeja con, no dudo, exquisitos platillos, al camarote, pero
regresa con la bandeja sin tocar. Así me he sentido toda esta semana horrorosa.
Hoy vino el
capitán con el médico de a bordo. Cuando nos vieron se quedaron perplejos- ¡ Parece que nunca han visto a un pasajero tan
mal! - Llaman a una dama para que nos cuide, ya que la tormenta no amaina y
tanto tía como yo, padecemos fiebres y convulsiones agotadoras.
Cuando todo
haya concluido mi aspecto será desastroso. He perdido casi cuatro kilos de peso
y la ropa me queda muy suelta.
Después de
una travesía complicada y desagradable llegamos a puerto. El sur nos espera.
Una tierra hostil, árida, despoblada
está frente a nuestra mirada sorprendida. Junto a los altos fardos de
lana, parado en una rambla de madera, nos ve quién se transformará en el esposo de Cornelia.
Nos
instalamos en el enorme criadero de ovejas, en un rústico caserón de piedra y
troncos. Pude acomodar mis pertenencias, me sorprende constatar como mamá ha
previsto ropa y calzado de varios tamaño, para que use tan pronto comience a
crecer. Acá, ella sabe o presiente, no tendré la posibilidad de comprarme nada nuevamente.
Entre las
cosas más valiosas está el escabel de
petit point que papá me obsequió. Cuando siento soledad, en lugar de
acomodar mis pies en él, me abrazo y lloro sobre su tapiz bordado con amor por
mamá. La lejanía se me incrusta en el alma y la soledad es una cruz que me
inserta una espina en el corazón.