viernes, 29 de julio de 2022

MUCHACHA EN SÍ BEMOL


 

Luana caminó por el adoquinado, conforme. Había conseguido ingresar en el ámbito del teatro más prestigioso como segunda bailarina. Sus pies agrietados por los ensayos ya no le dolían. Era feliz. Su maestro Lijuel Boroskyn apostó a su calidad. No es fácil, le había dicho, pero verás como cada día, si te lo propones, tu tarea será más y más valorada.

Recordó el día en que su madre se iba a la fábrica de máquinas viales, y ella le dijo que quería ser bailarina. Lloró. En realidad lloraron juntas. Su madre sabía que se alejaría para siempre del pequeño pueblo, pero que el futuro era de su querida Luana.

            Consiguió que un capataz hiciera los arreglos y llegó a la capital, con sólo su sueño. Delgada, ínfima en su contextura, pálida y sutil, parecía una libélula desplegando sus pequeños brazos hacia el cielo. Su rostro, picado por la varicela la hacía parecer un ratoncito perdido. Su maestra, la primera que la recibió, se llamaba Nindya  y era tan severa, que sintió  que la despreciaba. La otra, antes de Lijuel Boroskyn, era Annia Glastovievich, la otrora primera bailarina del mejor ballet del mundo. Luana sudó. Sollozó. Gritó. Sus pies heridos por las puntas de madera, los dedos sangrantes, hasta que se encallecieron bajo las medias de algodón, fueron los órganos fustigados para lograr de Luana una bailarina. Cuando llego el examen final y Lijuel Boroskyn la eligió junto a tres jóvenes más, creyó que tocaba el cielo o la cara de Dios, con sus pies. Inmutable, el maestro, las hacía llegar a la máxima mortificación con su bastón de marcar el ritmo, golpeando pantorrillas y espaldas. Así había sido señalada para la prueba. Y allí estaban con Maika Verchinuaka tratando de conseguir el primer puesto en la compañía. Tomadas de la mano, esperaron el resultado de la prueba. Luana quedó en segundo puesto. Corrió a buscar una forma de comunicarse con su madre. Por el adoquinado primero caminó, luego corrió. Fue tan fuerte el golpe que le propinó el viejo camión del ejército que voló por el aire. El chofer sólo atinó a decir: - Alguien dijo que las mujeres, y las mariposas se parecen bastante. ¡No lo creen? ¿Vieron cómo voló,  parecía que quería tocar el rostro de Dios con sus pequeñas manos!  Y siguió su ruta para cumplir con la entrega de las armas que llevaba al cuartel.

 

AHORA

 

Ahora

yo te pido

cortejemos inmensas  muchedumbres con guijarros

de la orilla del río de la vida

continuemos

memoriosos los astros iluminan el camino

 

son de cuarzo rosado las velas del barco que traslada

nuestro canto. Son de ébano las tablas de la barca.

A lo lejos    allá en el horizonte   tal vez en el poniente

una lámina pintada en el mural del templo nos indica

el rostro de ese dios que nos inquieta

en las noches de amor.

 

LA MISION


Sabido es que la Historia como ciencia admite la existencia de distintos marcos teóricos o epistemológicos, en pocas palabras, distintos enfoques para analizar las causas o los efectos de un mismo hecho. La Historia Nacional no escapa a las generales de la ley así, lo que para unos es una verdad incontrastable, para otros no pasa de ser una falacia. Más allá de estas contingencias propias de la diversidad natural de culturas, repartidas a lo largo y a lo ancho del planeta, hay libros que envejecen muy lentamente, antes bien, se añejan con el correr de los siglos y por lo mismo les decimos clásicos. Estas obras que muchos consideran superadas, con todo, no pueden dejar de ser consultadas a la hora de abordar una investigación responsable. Nos atrevemos a afirmar que uno de estos clásicos es La Historia de San Martín y de la Emancipación Americana del General Bartolomé Mitre. Si estamos a favor o en contra de lo allí investigado y escrito, no es más que una cuestión de posicionamientos. Lo que no podemos omitir es que en ella hay conceptos lo suficientemente abarcativos como para superar, las más variadas corrientes epistemológicas. Mitre define al Libertador en los términos siguientes: "Esta figura de contornos tan correctos, que es empero todavía un enigma histórico por descifrar. ¿Qué fue San Martín? ¿Qué principios lo guiaron? ¿Cuáles fueron sus designios? Estas preguntas que los contemporáneos se hicieron en presencia del héroe en su grandeza, del hombre en el ostracismo y de su cadáver mudo, como su destino, son las mismas que se hacen aún los que contemplan las estatuas que la posteridad le ha erigido, cual si fueran otras tantas esfinges de bronce que guardasen el secreto de su vida. San Martín no fue ni un Mesías ni un profeta. Fue simplemente un hombre de acción deliberada, que obró como una fuerza activa en el orden de los hechos fatales, teniendo la visión clara de su objetivo real. Su objetivo fue la independencia sudamericana, y a él subordinó  pueblos, individuos, cosas, formas, ideas, principios y moral política, subordinándose, él mismo, a su regla disciplinaria." Remata el general historiador un poco más adelante con una síntesis contundente: "San Martín fue una misión:" Hasta aquí queríamos llegar. Si el Libertador fue todo eso,  es precisamente eso lo que hace de él, un personaje excepcional. Esa excepcionalidad quedó plenamente demostrada  en la elección de los pueblos y de los individuos. Y que las misiones que consiguió en que unos y otros asumieran y ejecutaran sin retaceos, con entrega, incondicionalidad y plenitud a riesgo de sus vidas, haciendas, fama y honor. No fue una casualidad tomar distancia de su cofrade e introductor en la sociedad porteñas cuando ésta y su gobierno sospechaban que fuera un espía al servicio del Rey, nos referimos a Carlos María de Alvear. No fue casualidad que eligiera a las provincias cuyanas para separarlas de Córdoba y construir en ellas la base de operaciones, para desarrollar el plan continental emancipador. No fue casualidad volcar a favor de la causa emancipadora al flamante Director Supremo, de las recientemente emancipadas Provincias Unidas en la América del Sur, el Brigadier General Don Juan Martín de Pueyrredón, como no lo fue su determinación de escoger a Don Bernardo O`Higgins frente a su rival Don José Carrera, cuando debió arbitrar entre los exiliados chilenos luego de la muerte de la Patria Vieja, en la batalla de Rancagüa. Tampoco fue casualidad que para demostrar al mundo que la causa emancipadora era una empresa continental delegara el gobierno cuyano en el General Bernardo O` Higgins y fuera este gobernador subrogante, quien hiciera jurar al pueblo mendocino la declaración de independencia sancionada en Tucumán. No fue casualidad la elección del Fraile Luis Beltrán para que manejara las fraguas, no fue, tampoco del guerrillero, lamentablemente luego asesinado en Til Til, Don Manuel Rodríguez, para que difundiera en Chile, acorde a su inaudita capacidad de mimetizarse,  lo que el Libertador denominó: "La guerra de zapa." Es bien conocida la proeza del tropero Don Pedro Sosa, el que realizó la hazaña de hacer en la mitad de tiempo el transporte de los bastimentos que San Martín, necesitaba con urgencia para que su ejército rompiera la marcha en pos de la libertad de América. De su compadre, Alvarez de Condarco a quien asignó la misión suicida de llevar una copia del acta de la independencia  a  Santiago y si acaso salvaba  la vida, podría guardar en su prodigiosa memoria los accidentes de los pasos de Los Patos y Uspallata, para de regreso confeccionar los planos que el Libertador necesitaba para ejecutar la titánica obra del cruce de Los Andes. Efectivamente y siempre siguiendo a Mitre, San Martín supo como nadie, escoger pueblos y hombres para que dieran todo de sí a la misión que se había auto asignado. Un caso muy poco conocido, tal vez por la característica secretísima del mismo fue el de Pedro Vargas. Si se ha escrito poco o mucho acerca de su misión, no lo sabemos, lo que si sabemos es que ha sido y es muy poco difundida, con todo nos consta que hace muchos años se puso en escena la obra: "Los Secretos de Pedro Vargas".

 Era Pedro Vargas uno de tantos mendocinos que se alinearon con San Martín poniéndose, a sus órdenes para lo gustase mandar sin medir riesgos, ni grandes, ni pequeños. El Libertador era plenamente conciente que el momento estratégico allá por mil ochocientos dieciseis era en extremo crítico. La tercera campaña al Alto Perú de la mano del oriental Rondeau había sucumbido en Sipe Sipe, cancelando definitivamente esa ruta a Lima.  Las tropas del Rey estaban a las puertas de Salta a duras penas contenidas por Martín Miguel de Güemes, otro de los que sin vacilar ni medir afanes entendieron la estrategia de San Martín.

Por otra parte, luego de la derrota patriota en Rancagüa, el ejército real, fuerte de más de ocho mil hombres de las tres armas, muchos de ellos veteranos de las guerras napoleónicas, se aprestaba para remontar Los Andes de Oeste a Este y luego de tomar Mendoza marchar sobre Córdoba y de ser posible, unirse en esa estratégica encrucijada con el ejército que pujaba por tomar Salta y bajar desde el Norte.

 Finalmente, se esperaba en cualquier momento el desembarco en Montevideo de un poderoso ejército proveniente directamente de la Península. Si esta maniobra resultaba exitosa para los realistas, muy negras se plantearían las perspectivas para los patriotas del extinguido virreinato platense, por entonces, único faro libertario en la América española, ya que el resto de las emancipaciones americanas, habían sucumbido a manos del poder real.

San Martín sabía todo ésto y más aún, sabía que su ejército no podría reunir sino cuatro mil quinientos combatientes; muchos de ellos bisoños a los que entrenaba personalmente en los cuarteles de El Plumerillo. En estas circunstancias, las posibilidades del Libertador eran extremadamente escasas: confiar en el éxito de Güemes, apostar a la obra de los espías al servicio de la causa emancipadora estacionados en Cádiz y por su parte, tratar de confundir al enemigo allende la Cordillera. Acerca de la magnitud del Ejército de Los Andes y de los pasos que emplearía para atravesarla. Era imperioso que el enemigo realista dividiera sus fuerzas para enfrentar con un ejército disminuido a uno equivalente en número, mientras las columnas auxiliares intentarían batir a las españolas  repartidas a lo largo de Chile. En eso consistió la guerra de zapa, y uno de los hombres clave fue nuestro Pedro Vargas.                  

Como hemos adelantado, mendocino y patriota, perteneciente a una emblemática familia lugareña. Convocado por el Libertador y luego de departir acerca de la única estrategia posible, sus riesgos y alcances acordó que Pedro, inopinadamente desaparecería de Mendoza en forma misteriosa para reaparecer en Santiago y ponerse a las órdenes del gobernador Don Casimiro Marcó del Pont. Así lo hizo, fue excelentemente bien recibido y escuchado cuando relató a los realistas la supuesta estrategia del Libertador, el número y la calidad de sus fuerzas y la fecha de una posible partida como así también, la cantidad de soldados y la calidad del armamento. Al difundirse la noticia en Mendoza, por entonces una aldea de no más de doce mil almas, el escándalo fue proporcional a lo que se consideró delito de alta traición a la Patria. San Martín nada podía decir porque así había sido acordado y porque justamente, el éxito de la misión, dependía del más riguroso secreto. Sólo Pedro y el General conocían la verdad. Los hechos se sucedieron cómo todos conocemos. San Martín batió en Chacabuco a un disminuido ejército real y entró en Santiago. Pero pudo no haber sido así. La batalla de Chacabuco fue tan encarnizada que en un momento dado el mismo Libertador hubo de entrar en combate. De haber muerto en acción, a su tumba también hubiera ido a parar el secreto y Pedro Vargas de seguro hubiera sido fusilado por la espalda en la Plaza de Armas de Santiago. La realidad fue que rápidamente el General hizo pública la misión acordada con Pedro y cumplida  a cabalidad, sin embargo, no pocos creyeron que el gesto era un acto de magnanimidad del Libertador más que hacia Pedro, destinado a lavar el buen nombre y la fama de su familia.; eso era en extremo crítico. La tercera campaña al Alto Perú de la mano  Arial   de San Martín, por otra parte, luego de la derrota patriota en Rancagüa, el ejército real, fuerte de más de ocho mil….

CARTAGENA, CIUDAD DE LEYENDA


            Caminaba por las tranquilas calles de Cartagena. Había soñado toda la infancia y la juventud con este viaje que por fin pude concretar. Algo aquí atraía mi espíritu aventurero y  afiebrada imaginación. Sentía una fuerza  singular que me provocaba asombrosas sensaciones cuando soñaba con una ciudad extraña y se reiteraba constantemente ese sueño. Alguna de las cien pitonisas que visité en busca de respuestas, quiso ver una vida pasada en otro mundo. Yo me reía de esas extravagancias propias de mi generación. Nací en la década del 60 y entre hippies y rock, aparecieron los orientalistas con sus ideas nuevas. Pero: ¿Cartagena sería en realidad ese otro mundo? No, yo creo que todos mentían. Estas piedras del fuerte, de las viejas y restauradas viviendas de antaño, son tan sólo una maravilla antigua, digna, que debía disfrutar  en las vacaciones.

            Caminé y caminé durante todo mi primer día, compré un vestido de algodón blanco para exorcizar el calor húmedo que se me colaba por los poros. Entré en la calle  de Los Siete Infantes alrededor de la media tarde. El olor del musgo de las viejas piedras, de los paredones de las defensas erigidas contra los olvidados piratas, llenó mis sentidos de una embriaguez insólita. ¡Yo en Cartagena!

            Me sentía libre y nostálgica. Caía la tarde y todo se tornaba de ese tono anaranjado y dorado viejo como un cuadro antiguo, mezcla de los olores violentos del mar y de las flores que crecían en todos los balcones señoriales impregnaban aún más el ambiente haciéndolo más atractivo para mí.

            La calle por gastada y por la forma del terreno caracoleaba entre palmeras y jardines. En un recodo de la callejuela “Del Boticario”  y ya casi bajo una semidestruida casa de piedra sentí  la presencia. Era como encontrarme con la transferencia  efímera pero tangible de un ser del pasado. Me acerqué al portal de reja y "La vi” allí con sus ropas anacrónicas y sutiles. Era una joven de porte altivo. Mulata de rostro anguloso y ojos grandes, ágil, que balanceaba una farola con una luz imperceptible, a los ojos menos avisados.

Un cortejo brumoso la acompañaba. Temblé. Los adoquines húmedos, grises y penetrados de helechos salvajes formaban un cuadro que me atrapaban. No me podía mover. El sol había desaparecido y el dorado se había convertido en violeta y un mundo de rumorosas sombras me envolvía. Algo me invitaba a tratar de desentrañar ese raro suceso que me acontecía. Llegué a sentir por momentos el silbido de las balas de arcabuz y el olor de la pólvora que me llegaba desde el puerto mezclada a los viejos olores del miedo. Desde el “fuerte” sentí apagados gritos de dolor e ira. Me acerqué. Cuando toqué los vetustos hierros del portal una ráfaga helada desdibujó la escena. La esencia del pasado había desaparecido con sus bonanzas y desgracias. Me quedé un instante inmóvil y pensativa. Continué mi camino hacia el hotel. Allí me sorprendió el silencio  y la paz que reinaba. Estaba agitada y febril.

Apareció un joven encargado del hotel, me preguntó si el sismo que se había producido, hacía más o menos una hora, me había provocado algún problema. Yo impaciente respondí negando y casi corrí a mi habitación con profundo miedo, dado que continuaba el movimiento sísmico. Caían trozos de mampostería y crujían en derredor, muebles y enseres, como si estuviera por derrumbarse en escombros.

            En el ventanal  que daba al jardín poblado de palmeras y buganvillas coronadas de orquídeas perfumadas,  vi la imagen reflejada en el vitral y mi confusión fue verme, morena y vestida igual, igual a la joven del jardín que me sonreía señalando la playa.

            ¿Ahora me pregunto si así nacen o mueren las leyendas?

                                                          

SOMBRAS EN EL CORDEL

 


            El viento juega con la silueta en la terraza antigua. Un rumor agiganta las sombras. Llovizna y el cordel sostiene gotas de agua, pequeños diamantes que reflejan tu ausencia. ¿Dónde estarás ahora? La pregunta juega con la camiseta que envolvió tu cuerpo amado. Nadie responde. Sombras. Soledad. Una ausencia que se agiganta en la tarde cuando el candado de silencio atrapa tu recuerdo. Presiento que otro amor despertó en tu pecho. Allí estará jugando mi fantasma, el de mis besos y mi cuerpo acoplado a tus brazos. El perfume de jabón y lejía, atraviesa la terraza donde busco en cada prenda tu presencia. Se expande el perfume de la nostalgia celeste que se agranda en tu alejamiento. ¿Volverás algún día? El cordel solitario acuna broches. Ya, hasta faltan tus risas colgadas al viento. Los broches parecen tus hombros apelando a ser hombre en mi esperanza. ¿Volverás? Serás tan sólo un recuerdo en mis noches solitarias. Apoyaré mi rostro en la almohada para percibir el perfume de nostalgia. Ayer llamó buscándote por tu nombre, no era sino ella que dudó de tu amor.  Sabes, presiente muy en su interior que acá está el verdadero, el que te devolvió a la vida. Yo sabré esperarte. Mi corazón abrumado construirá un nuevo nido para acunarte. Eres más niño que hombre. ¿Maduran los duraznos en invierno sin el calor de unos brazos tiernos? Yo esperaré con mi silencio retratando sonrisas en la calle, cocinando bollitos de anís y nueces, caminando sobre los parques descalza sobre el césped. La lluvia volvió sobre el cordel y sólo queda una camiseta que vuela llevándote mis besos.

DESPEDIDA

 

En el ritual clandestino de mi huída cotidiana

voy dejando huellas en el agua

murmullos en las olas

maremotos

viento de pálido reflejo que perfilan nostalgia

de tu nombre.

Para hoy no hay ya regreso

ya no queda el fruto de tu boca sonriendo

esperanzas

A pesar de tu esfuerzo queda un grito

en silencio

una máscara rota de una arcilla impregnada

del niño que fuiste hasta el verano.

 

Regreso a esa tarde de patio poblado de grillos

yo

busco entre los rosales tu mirada y

te has ido

por eso sigo caminando con un rumbo

de estepa solitaria

El sol en el poniente deja un raro color

a despedida

te has ido

no habrá regreso

eso lo sé

lo sabes

lo sabemos.

Un adiós permanente flota en nuestra calle

el agua de la acequia te nombra a cada instante

los árboles deshojan infinita tristeza

ya no queda una gota de lágrima tardía.

ALGARROBO DE ARRIBA


 

La noche se ponía el poncho de violeta con perfume a frío. Ciriaco Luna, cabalgaba sosteniendo un trote suave en su lobuno. Detrás, el “Flechita” con la cola entre las patas, seguía a su amigo. Oscurecía y en escampe, sólo se veía el fuego del cigarro que se quemaba entre los labios secos del hombre. Las nubes se habían diluido entre los cardales. Y él, confiado seguía la huella que lo llevaba a su rancho.

No estaba la Carmen, se había ido al pueblo donde vivía su hija, la Teresa. Algarrobo de Arriba era un montón de soledad y silencio. Se oía el ruido del viento y el aullido de algún chacal que merodeaba los potreros. Los perros cimarrones peleaban por alguna osamenta con los de la casa. Frenó el pingo y desandó entre los maizales.

Una ráfaga helada le voló el sombrero y salió disparado hacia el corral de chivos. Se le escapó una maldición. Se arrepintió al instante. No hay que llamar los fantasmas en noche sin luna. Flechita se alarmó; su pelo se había erizado y las orejas en punta le señalaron su enojo. Había algo raro en el aire.

En el algarrobo un cuchillo clavado sostenía un papel con palabras escritas en malos garabatos. Sacó la nota y el cuchillo. Lo limpió en la camisa y abrió la puerta del rancho. Prendió el farol de kerosene que iluminó en naranja la pobreza de las paredes de barro. El perro se echó junto al fogón y allí se quedó dormido. Antes había tomado agua con fervor de animal y ni miró el trozo de pata de vaca que le había puesto Ciriaco en una lata junto al agua. Él, Ciriaco, estaba muy cansado, quería echarse en el catre pero primero con suma dificultad, leyó la nota.

Mañana tendré que ir a la vieja Capilla del Cavadito. Me esperan. Caracho con el difunto. Nadie se imaginaba que estaba malo. Se comió una torta frita, seca y dura que tenía días en la fiambrera, con una tajada gruesa de jamón de chancho. Y se quedó dormido.

Ululaba el viento a la madrugada. Y despertó con la garganta arenada y sedienta. El agua en la palangana estaba helada, rompió con una piedra el hielo y se lavó como pudo. ¡Vamos Flechita, tenemos que ensillar y se nos viene el calor y es lejos! El animal, levantó la cabeza y movió la cola. No quería salir con esa helada.

Esta vez ensilló a “Carasucia”, la yegua y se puso camisa blanca y bombacha negra. Cinturón de función de tristeza y caló sombrero algo nuevo. Poncho blanco hecho por la Carmen al telar ese otoño. Un pañuelo al cuello de color violeta. Salió rumbo a la capilla. No lo acompañaba el perro. ¿Qué te pasa Flechita?

Se fue sin esperarlo, tal vez lo siguiera. Lo alcanzaría en un trecho. Al trotecito variado arrastró su tristeza. ¡No es tiempo para que mi amigo se fuera!

Casi al medio día, se le negó la yegua. Las patas encabritadas sostenían su cuerpo que se apretaba a las crines. ¿Y a vos qué te pasa? Un murmullo de pájaros, jotes dañinos se arremolinaron en la cruz del camino. A lo lejos, se veía la Cruz de la Capilla del Cavadito. Un tañer de campanas, malograron su curiosidad de hombre bueno.

Entonces, entre los yuyales encontró un cadáver. ¡Era el cuerpo de Carmen! Un cuchillo igualito al que encontró en el árbol, tenía su mujer clavado en el pecho.

Se apeó y vio su rostro entumecido y yerto. Carasucia coceaba entre los yuyales y un sonido de triunfo escuchó tras los árboles. La carcajada histérica de la Teresa, apretaba en su mano el cabello canoso de la 

ATRAPA SUEÑOS


Fui al piano y me senté. Mi amado piano. Mis manos se movían solas, como si tuvieran independencia de mi cuerpo y de mi mente. La melodía era hermosa, perfecta, pero no la conocía.  No era ninguna de las canciones de los músicos que me había enseñado mi profesora de piano.

Mi mente se quería guardar en su memoria esa melodía. No podía, algo me impedía guardarla. Era como cuando comemos en los sueños un chocolate y no sentimos el sabor.

En el momento en que me desperté, fue como cuando los pájaros salen todos volando de un árbol, así se fueron las notas de la melodía, todas salieron escapando por encima del piano y me quedé sin ella.

Todo el día quería recordar aquella música tan bonita, fui a la escuela pero no escuchaba nada, sólo quería recordarla.

Pero era imposible.

Ni bien llegué de la escuela me senté en el piano, comencé a tocar desde Mozarth a Pink, tal vez si me inspiro puedo recordar.

Pero nada.

Espere ansiosa la noche, quería tener sueño, quería escuchar otra vez la melodía, quería tocarla, quería atraparla.

Nuevamente me fui a dormir, y mi último pensamiento fue imaginarme sentada, en la sala, tocando la melodía.

El piano otra vez. Las teclas blancas, brillantes. Veo mis manos que comenzaron a moverse solas, otra vez la melodía mágica. Hoy está más bella. En mi sueño cierro los ojos para escucharla mejor, así hago cuando quiero escuchar una canción que me gusta mucho cuando estoy despierta.

Otra vez intento atraparla. Preparo mi mente para recordar, a cada nota voy anotándola en mi cabeza. Estoy alerta, ese es un DO, aquel un MI, un RE sostenido por allá. ¡Voy anotando todo en mi mente, ya casi la tengo!

Nuevamente como pájaros se escaparon.

Mis ojos se abrieron y vieron techo de mi habitación. Estoy lejos del piano y no tengo la melodía.

Todo el día otra vez. Desayuno, escuela, los profesores, sus materias, no, no me interesa matemáticas, menos química!!  Almuerzo en el buffet, vuelta clases. Eterno ese día.

Y sin melodía.

Pensé que mejor me tomo las cosas con más calma. Tengo que hacer un plan. Voy a cenar poquito, dicen que no hay que comer mucho en la cena si uno no quiere dormir profundo.

Me voy temprano a mí habitación. No me duermo del todo. Estoy más despierta que dormida. No me pienso dormir del todo. Esta vez no se van a escapar.

No sé a qué hora comencé a soñar, pero sabía que estaba soñando, me fui así, dormida, al piano. No abrí los ojos. Me senté en mi butaca. Abrí la tapa. Esta vez las teclas estaban frías, sentí su textura y dureza. Las sentí. Estaba emocionada.

Comencé a mover mis manos entre las teclas, un poco las dejaba hacer, un poco hacia yo. Cada nota quedaba guardada en cada dedo. Memoria. Las estaba atrapando en mis manos.

Sentí a mis padres hablar preocupados cerca de mí. Eso me aseguro donde estaba. En mi piano, mi amado piano, y estaba tocando MI melodía.

Fui abriendo los ojos de a poquito porque tenía miedo. Estaba nerviosa pero feliz, porque mis manos habían atrapado las notas, y las notas sumadas hacen MI melodía.

No deje de tocar, mis padres estaban asombrados, no entendían nada.

Yo sí, atrapé mi sueño.

 

 

MI CIUDAD ES UNA CALLE SIN TIEMPO

 

 

                                                               Me asombra  siempre  despertarme y comprobar                                               que he acertado una vez más con este lugar en el mundo.

 

 

                Mi ciudad es una calle sin tiempo. Puedo caminarla sin perder el ritmo de cientos de relojes y carteles que atropellan la mirada ingenua de la gente. Miro para cada lado y veo una muchedumbre que anda entre músicos callejeros, mimos disfrazados de mil colores y personajes de historieta.

Nací como nacen todos los humanos: débil, chillando y tratando de prenderme a los pechos de mi madre. Crecí con la porfía de cualquier soñador. Tenía que llegar a espacios siderales, a ser un mago de la vida, caballero de extrañas aventuras. De niño troté en animales fantásticos e imaginarios, caminé en desiertos de plantas perfumadas, jugué con campeones que nunca lo fueron. ¡Un loco soñador y arriesgado inventor!

Crecí. ¡Qué pena! Crecí como todos crecemos, golpeándome entre las murallas de las incomprensiones. Yo era el demente. El fantaseador. El embustero.

Me cansé de escudriñar los mundos paralelos y tuve que acomodarme a la realidad de afuera.  ¡Pero adentro de mí…vivía un soñador!

Los calendarios se fueron apiñando entre hojas de papel amarillas y viejas. Por doquier, había plumas y tinta y papel secante que limpiaba mi sonrisa de trashumante. Dormía con presteza. Soñaba y volaba por los mundos más lejanos y dispares. Me encerraba en bibliotecas a transitar las playas, las dunas, las ciudades, los muelles y los trenes.

¡Allí ha vuelto el loco, se decían! El que sube a los más altos estantes de la biblioteca donde se dejan los libros que no lee nadie. Él, los trae y se sienta en el escalón hasta que tenemos que echarlo. Lee y lee. Y se ríe solo y hasta algunas veces canta y habla con las hojas rotas de los que por antiguos se van deshaciendo como “el libro de arena de Borges”.

Me estoy volviendo viejo. Ya las canas han comenzado a poblar mi memoria. Las calles que transito son ruidosas y apestan. La gente no lee, corre sin verme, me atropellan. ¡Pobres gentes! Si es tan bella la acera en otoño. El árbol en invierno cubierto por la nieve. Ver como una suave pelusa de verde primavera se cuela entre el cemento. ¡Y el verano, con el sol que calienta cual infierno del Dante! Pero no, nadie se detiene a mirar.

Vuelvo a mi pequeño mundo familiar y como un plato de legumbres mientras leo a Bocaccio, o a Hernández, tal vez releo a Vallejo y sus poemas. Luego me duermo. Me distraen los trinos de los pájaros que madrugan y llaman a mi ventana, buscando alpiste o carne. Son mis amigos y saben esperarme. Mi ciudad es un lugar sin tiempo.   

HISTORIA DE UN OLIVO

 

            Un día de pronto sentí una luz potente que atravesaba mi débil cuerpo. La tierra a mi rededor era fértil y húmeda. Algo extraño fue ver muchos como yo, en distancias cercanas. Supe por el comentarios de unas plantas de alcaparras que ese calor venía de una estrella llamada sol y que en ciertos momentos desaparecía y hacía frío y una nube dejaba su rocío en nuestro cuerpo, por entonces pequeño. Crecí y me fortifiqué. Di frutos que me arrancaban felices unos hombres rudos y musculosos que hablaban un extraño idioma. Con el tiempo aprendí a escucharlos y los entendía. Supe que vivíamos en una isla rodeados un mar azul brillante.

            Pasaron años, esos hombres se fueron yendo y mi cuerpo cada vez era más fuerte y me sacaban más frutos, aceitunas que a veces eran verdes o las dejaban madurar y eran negras. Ellas arrugadas como algunas partes de mi cuerpo. ¡Me cuidaban mucho!

            Pasaron muchos años. Y fueron sacando compañeros míos para hacer caminos y casas de piedra y cal, tan blanca que cegaba. Había otros seres diferentes. Yo seguía con una vida rutinaria, envejeciendo solo.

            Cerca de mi espacio, una mañana, en un extraño espacio con baranda de mármol la vi. Ella.

            Una mujer tan hermosa como las estrellas en las noches de calma. Vestía una hermosa ropa de tela suave y de color vino, ese que bebían los hombres en cántaros cuando me sacaban los frutos. Su larga cabellera parecía el ondular de las aguas del mar, pero eran de color oscuro y brillaban como el cielo nocturno con tormenta.

Me miró un breve instante y la vi como me sonreía. ¿Era un afortunado! Yo olivo viejo atrayendo la sonrisa de una bella mujer humana.

            Todos los días esperaba que saliera y me mirara. Yo hubiera querido tener voz y movimiento en mis ramas para abrazarla y decirle cuánto la amaba. ¡Qué inútil sueño el mío! Un día bajó hasta donde yo me mecía con el aire marino que en ráfagas sublimes me quise mostrar. Ella se acercó a mi tronco y me rodeó con sus brazos. Tomó un fruto y lo llevó a sus labios y saboreó mi jugo, mi entraña de oliva. Me volví loco de amor.

            Pasó un corto tiempo y una mañana que estaba cerca de mí, comenzó el mundo de mis raíces a moverse con furia. ¡Terremoto! Y caían las viviendas y se desplazaban los enormes trozos de la isla hacia el mar, donde comenzó a bullir un fuego enorme. Un volcán emergía del fondo marino. Era un caos. El agua hervía y la tierra se desplomaba por doquier y yo la vi, vino corriendo y se aferró a mi cuerpo. Su cabellera se enroscó en mis ramas y yo apreté mis raíces a lo que quedaba de suelo, gracias a mis años, tenía muy lejos mis raíces y pude sostenerme. ¡Y ella conmigo! Mi amada Briseida se confundió con el verde de mis hojas y pude salvarla. Cuando la tierra dejó de arrastrase hacia el loco mar y el fuego se calmó y el agua lentamente quedó fría, ella, mi adorada se sentó en mis ramas más fuertes y se quedó dormida.

            La isla había quedado desolada y pequeña. Ella, Briseida y yo, el olivo viejo que atrapaba entre sus ramas retorcidas a la más hermosa de las mujeres. Una barca de pescadores la sacaron de mi lado y a mi, me dejaron solo. ¡Solo, pero con el recuerdo triste de mi amor perdido! ¿Dónde estará ahora Briseida? ¿Se acordará de mi? Seguiré mi sueño de olivo centenario hasta un nuevo terremoto me arrastre al mar como una boya y me pierda en el olvido.

viernes, 22 de julio de 2022

EL VIAJE DETENIDO EN EL TIEMPO


 

            Estamos solos. Nada responde a nuestro llamado de auxilio. Quietos en la serena ensenada de la isla que nos prometiera tantos éxtasis. El transparente cielo  permanentemente de color turquesa. Es irreal como todo lo que nos sucede. Un reloj marca perfecto las veinte horas. El sol se escabulló tras la costa. Un perfil apenas perceptible e inalcanzable. Somos unos ciegos habitantes fantasmales en la niebla del mar quieto. Se recorta nuestra barca como una gaviota nívea en el celeste inmenso. Silencio. Soledad. Una azotaina rítmica golpetea a estribor ya o tan pronto a babor. La madera cruje y se resiste al latido rumoroso de cada movimiento agónico del agua. Nos acechan las gaviotas para tomar su parte. El calor agobiante nos permite alucinar. Sombras desflecadas a lo lejos. Siento con horror que ya nadie me habla. Ni siquiera el hombre que abrazaba mi cuerpo amalgamando su piel ardiente a mi piel apasionada. Ya no se mueve ni alza su dorado cuerpo húmedo amurallando mi cintura apetecible de besos. Sigue el reloj marcando las veinte horas, disimulando el movimiento del territorio irrefutable de la tierra. ¿Existe  un lugar en el planeta donde sea realidad la vida?

            Mi cuerpo distante del insondable rectángulo del lecho. Me levanto casi de un salto y me aproximo al timón que brilla despojado de manos conductoras. Veo un pie descansando entre las tablas del compartimiento de máquinas. Me agazapo y casi me deslizo por la breve escalera que me acerca al cuerpo. Casi caigo como una carga inesperada sobre el desordenado despojo inanimado. Siento náuseas nuevamente y me mareo. Veo tres, cuatro, ¡no!;  un cuerpo caído... trato de estar cerca y tocarlo. Está febril. Inerte. Mojo con mi camisa en un cubo que contiene agua de mar, le aplico en la cabeza que babea. Los ojos dan vueltas, como las gaviotas en el cielo, mostrando líneas rojas. Trato de pensar. Una imagen se acerca y se aleja en mi mente ardiente.

            Es una mesa meticulosa, limpia y ceremonial. Mantel a cuadros azul y blanco , cubiertos de plata, copas brillantes de cristal, flores en ramillete. Un hombre se acerca con una fuente de belleza indescriptible. Colores: salmón, verde, amarillo, naranja, perfumes exquisitos, sabor a mar en la langosta aliñada. El champaña que burbujea entre las sonrisas excitadas de mi enamorado. Yo estoy sobre el mantel y me deslizo por el suelo con el vientre aguijoneado por un dolor agudo.

De repente comprendo. ¡Estoy envenenada! ¡La muerte acecha! El reloj marca las veinte. Silencio. Soledad. Debo llegar a la cabina y pedir auxilio. Una mano me impide el movimiento. El cuerpo hercúleo de mi amado me obstaculiza salir de ese lugar sofocante. Sonríe. Me mira alucinado. Me acaricia la garganta con vaivenes suaves de un cuchillo con movimientos sensuales. En mi obnubilación veo que goza y se excita. Ríe. Las ruidosas carcajadas alejan los pájaros gritones que acechan en los palos de la vela mayor. El calor me asfixia. Quiero gritar, no puedo. El terror me paraliza. Miro el reloj, está muerto. Yo también.

                                                                                                                     

                                                                              

LA HISTORIA DE DIÓGENES

  

            La siesta con una canícula intensa fue el detonante para que la Rita y el Evaristo tuvieran un encuentro fugaz y ardiente. Las hormonas juveniles los trastornaron y se hizo noche, noche de piel y sudor, de besos y pajonal entre los miembros enredados. Luego cada uno se fue por su lado. La Rita a la casa donde la esperaban tres pequeños llorones y mocosos, en medio de los ásperos gritos de la vieja madre que protestaba por todo.

            Él, se subió al autobús y desapareció. Sólo le dejó un regalo. Ella embarazada sin saberlo y conociendo sólo que él, mencionaba un tal Diógenes cada vez que arremetía entre sus piernas.

            En el invierno, con una capa de nieve sobre el rancho nació un niño moreno de ojos grandes, abiertas manos que arremolinaban el pelo negro de su madre. La matrona, entregó el niño a los abuelos y partió con un par de pavos y una cesta de chorizos caseros. La Rita no los podía tener y también desapareció. Dejó cuatro chicos con los ancianos que vivían al costado de las vías del ferrocarril, en una casucha de madera y techo de cañas.

            Al niño, le pusieron Diógenes, porque ese fue el nombre que le dijo Rita a los ancianos antes de irse. Al año el abuelo murió con neumonía y la abuela se quedó sola y con cuatro bocas para alimentar.

            Pasaron los años y cada uno fue creciendo como pudo. La Clarita, era mayor y trabajaba en casa de los Aguirre, unos comerciantes de un pueblo vecino. Rito, el segundo, se fue a la Villa Amanecer, una estructura de cabañas cerca del río cuyos dueños se preocupaban por alquilar a forasteros por semana o en verano por quincena.

            Un día vino a las cabañas un hombre que conoció al Diógenes y se prendó del muchachito despierto y rápido con los números y las manos para trabajar. Bastante robusto para la poca comida que había y con muchas ganas. Ganas de crecer como hombre.

            Al año siguiente, después de hablar con la abuela, ya octogenaria, se lo llevó a otra gran ciudad donde aprendería a ser su mano derecha. Allá fue Diógenes y al principio sólo acarreaba trastos en un negocio grande. Era un depósito de productos de construcción. Su patrón no quiso mandarlo a la escuela. ¡Allí avivan giles! Y él no iba a perder una ayuda gratis y fiel.

            Aprendió mucho. Apenas escribía en un cuaderno de tapas de hule negro, cada día, lo que entraba, copiando de las cajas los nombres y al costado la cantidad. Sabía escribir su nombre y no conocía su apellido. ¡Total, era como un fantasma! No tenía familia ni a nadie. Un verano lo llevó el patrón de vuelta a las cabañas y pudo ver a su abuela, a quien amaba. Era su familia. La anciana lo abrazó y besó como a su bebé perdido. Ella le dio papeles y llamó a los hermanos, para que lo conocieran. Hablaron hasta quedarse dormidos.

            Semana después partió a la gran ciudad con el patrón. Éste, lo entregó a un carnicero que tenía un gran abasto de reces. Aprendió otro oficio. Eran buenos y la señora María, la esposa, le enseñó a leer y a escribir. Sus dedos cortajeados por el frío y los huesos duros de los animales, tomaron la forma del lápiz con mucho amor y esfuerzo.

            Pasó un tiempo y tuvo que hacer la milicia. Allí aprendió otras cosas que le sirvieron para la vida. Una noche conoció a una muchacha y se enamoró. Como tenía una habitación con baño y cocina en el abasto, sobre el techo, se la llevó y formó una hermosa pareja. Ella era muy tímida y trabajadora. Le ayudaba en todo. Juntaron billete sobre billete y el patrón, les regaló una pequeña suma y se compraron una casita muy chiquita cerca del trabajo.

            No llegaban niños a su nido. Entonces, Diógenes se acordó de su infancia y le propuso a Norma, traer uno o dos niños de esos que abandonan en los hospitales o en la calle. Y fueron una niña y un varón. Los anotaron como propios y los cuidaron con esmero.

            Ahora, después de muchos años, ella, es una afamada modelo de televisión y él, en la cárcel, está preso por robo a mano armada. Diógenes va todos los domingos con Norma a llevarle comida casera y ropa limpia para cuando salga, venga a vivir con dignidad. ¿Qué culpa tiene, si los padres lo abandonaron al nacer? Y Norma le dice que él, ha sido un hijo del amor, por eso nunca cometió un error como el muchacho. Pero… ¿no fue educado con amor también? ¿Qué hace que un hijo salga bueno y otro atravesado con su historia? Diógenes no tiene respuestas para dar. Norma tampoco.

ME CUESTA MUCHO MADRE

 

 

            Si te digo la verdad, me disparas con un golpe. Estoy perdida. Sí, perdida por el amor imposible a un hombre mayor que tiene su familia en una casa enorme. Es tan gentil y habla tan lindo… parece un ángel. Ya sé, estoy metida en una ciénaga de aguas insalubres. Un amor de este tipo, es un peligro.

            Tiene mujer e hijos. Tiene un trabajo importante y es muy conocido en la ciudad. Nunca me mira. Yo le sirvo un café y sin levantar la vista me da las “gracias” y mis piernas tiemblan.

            Me cuesta dormir sin pensar en él. En su frente despejada y suave. Su piel perfumada a lavanda y su barba. ¿Qué voy a hacer, me digo? Quiero escapar y me quedo paralizada, no me responden las piernas.

            En la oficina, nadie se ha dado cuenta que transpiro cuando me llama. Que tartamudeo si me hace alguna pregunta o me pide que le alcance una carpeta o una pluma. Parezco torpe, gracias a Dios, tengo los lentes gruesos que esconden mi mirada.

            Me visto como usted me enseñó, moderada y bien limpia. Un día se detuvo y me dijo que el aroma de mi cabello le recordaba a su madre. Casi caigo desmallada. Salí apresurada de la oficina con una breve palabra: “gracias”.

            Madre: ¿Es tan duro el amor? ¡Es tan doloroso como yo lo vivo! No me castigues, madre. No he buscado este sueño. Lo sé imposible. Cuando cumpla los cincuenta, en el verano, seguro pediré el retiro. Así, no habrá un problema con esta pasión ingrata que atraviesa mi vida. ¡Me cuesta mucho madre, dejar de ser quien soy, la “soltera” fea y triste del estudio jurídico! La anticuada y torpe. La que soñó hace mucho con la gloria de un beso, de un abrazo legítimo que nunca recibió de los brazos de un hombre.

            Sus manos. De dedos largos y finos, uñas cuidadas. Venas azulosas y rápidas con la pluma y la máquina. Su sonrisa soñadora cuando mira la foto de sus hijos. La voz adorable cuando habla con su esposa. ¡Es muy duro el amor!

            Ya se que no me cree. No finja. Usted sabe algo y no me lo dice. ¿Qué él, tiene una amante? Imposible. Es un disparate. ¡Que la conoce mucho! No es cierto.

            Quiere que yo me muera de tristeza. Quiere que yo lo vea como a un monstruo. ¿Pero de dónde saca que tiene una pareja fuera de su matrimonio? Que Lidia, la otra secretaria es ella… nunca. Nunca lo he visto mirarla. Ni le habla de otra cosa que no sea un expediente o un protocolo jurídico. Usted me miente. ¿Los ha visto en un rincón comiendo muy acaramelados? Me cuesta mucho madre creerle.

            Ayer en la Avenida Laszlo Krauzt, una mujer se abalanzó bajó un autobús que repleto de pasajeros, no pudo evitar arrollarla. En la mano, llevaba un sobre con una carta para su madre. La occisa de unos cincuenta años, sólo se dejó caer frente al vehículo. Sus jefes, de un famoso estudio jurídico de la ciudad, lamentan su pérdida, ya que era excelente secretaria y persona. Todos sus compañeros le harán una ceremonia de despedida en la catedral de la capital

RECORDANDO EL VIAJE

 

BOSNIA-HERZEGOVINA, ANTIGUA YUGOSLAVIA.

 

¡Parece mentira que a pocos kilómetros de nuestra ruta, hace pocos años hubo una cruel guerra! Es primavera y todo está lleno de flores: lavandas, rosas, orquídeas, buganvillas, lirios, gladiolos… y larga es la lista de jardines y casitas impecables rodeadas de color y luz. Cuando me dieron la noticia que recalaríamos en Bosnia-Herzegovina… me preguntaba: ¿Dónde queda ese país? Investigué con cierta vergüenza no conocer su lugar en el mapa. Era uno de los países que formaban Yugoslavia. Con la caída del Muro de Berlín, se fueron independizando y formaron varios territorios independientes. 

Hoy es un lugar hermoso. Una región es musulmana y tiene una bandera violeta con un triángulo amarillo y varias estrellas de ese color y el del otro se parece más a la bandera de Croacia.

Nos llevaron en un autobús por campiñas y cerros, pasando por pueblitos pequeños con sus tierras trabajadas con trigo, alfalfa, cebada y variedad de frutales y olivos. ¡Ah, hay infinidad de olivos! Las higueras surgen como pequeños arbustos por doquier.

Entramos a Medugorje*, un mínimo poblado donde ha visitado la Madre de Jesús a seis chicos en la década de los 80. hoy son adultos felices y transmiten una paz y amor increíbles.

El pueblo está rodeado de cerros con millones de piedras, escarpado subir a pié. Los peregrinos, caminan entre los peñascos para llegar a una figura bellísima de María de la Paz. Entre los vaivenes de caminar, ya que son pocos los vehículos que transitan el centro, se puede acceder a unas Cruces azules, que llevan un cartel anunciando que allí se había presentado la Señora a los chicos en épocas en que los perseguían como a “niños mentirosos” y que sufrieron estudios médicos y hasta cárcel.

El centro es pequeño, y hay un templo que fue levantado bajo el gobierno de un tal “Tito” al que casi no nombran. Por todas las calles tropezaba con jóvenes, niños y niñas, adultos y ancianos y caminaban todos rezando el “rosario” mientras van de compras o a visitar  a un pariente o amigo.

Un día comenzó a llegar gente. Venían de todos los países imaginables. América de Sur, del Norte, de Europa, África y Asia. Todos con un propósito conocer a la que en croata llaman “La Gospa” o María de la Paz. Calculo que el día veinticinco de junio, habías entre ciento ochenta mil a doscientas mil personas. Flameaban banderas de los países del mundo. Y Todos oraban.

 Me llené de ternura cuando vi a familias de Ucrania, que se abrazaban y lloraban; eran refugiados de la guerra.

¡Nunca caminé tanto con tanta alegría! Rebozaba de flores blancas. Celestes y lila. Yo amo las orquídeas y las compraban y llenaban el altar a los pies de la Señora con ellas.

Un día nos llevaron a conocer un castillo… no es antiguo. Un hombre de Canadá vendió todas las empresas que tenía y compró un terreno entre las piedras, lo limpiaron y ha levantado un castillo para albergar a gente que no puede pagar un hotel: sacerdotes, religiosas, peregrinos y ahora a los que huyen de la guerra o del hambre. ¡Un mecenas en épocas donde cada uno quiere tener y tener más dinero y fama! Escucharlo hablar es como escuchar en el Ágora a un filósofo moderno, muy concentrado en Amar a su prójimo. ¿Será en verdad un sabio? Todos lo conocen en el pequeño pueblo y, a toda la gente ayuda. Parece una película de ciencia ficción. 

Las calles llenas de lavandas que florecían en esa época del año, llenaban de perfume el ambiente y estaban llenas de abejas que merodeaban polemizando. Tema tan de moda. ¡Hay que salvar a las abejas!

Realmente fue una experiencia maravillosa. No vi en nadie oportunismo, ni violencia ni competencia. ¡Un mundo ideal! En verdad no me daba ganas de regresar a mi patria, hoy tan revuelta y desmañada.

Hermosa “Gospa” te tengo en mi corazón y quisiera que todos en este mundo, te conozca. Humilde, sencillo y plácido Medugorje, nunca cambies.

* Medugorje la ortografía de este lugar está castellanizada. Es idioma Croata. Y no tengo cómo escribirlo bien.

 

EL MAESTRO

 


 

Yo lo esperaba en un sillón, y él apareció desde alguna                         

 parte y se sentó a callarse una larga hora y media”.

 

 

En la calle jugueteaba el sol de otoño con las hojas que fabricaron un tapiz dorado. El viento helado hería mi rostro. Busqué con detenimiento el número que me había dado la empleada por teléfono. Una doméstica que, con asombro, dijo: “La espera el domingo a las diecisiete, es casi un milagro que quiera recibirla”.

No cabía en mí de nervios. Mis labios temblaban, piernas y manos tremolaban. Aferraba una carpeta como si fuera un salvavidas del Titanic. Unos adolescentes de la cuadra miraron burlones cuando me detuve en la puerta. ¿Sabían quién vivía allí y pensarían que, sin duda, me echarían?

Me quedé un minuto observando la casa. Era antigua, de la época del 20 o del 30. Muy cuidada. El enorme balcón tenía una reja de hierro forjado a mano y desde un decorado macetón de cerámica esmaltada en colores mediterráneos, surgía una enredadera de flores. Estaba deshojada y sin un solo capullo. El otoño había hecho la tarea con dignidad. Igual, todo se veía impecable. La puerta de madera encerada, despedía un perfume exquisito y lucía la aldaba de bronce con orgullo.

Toqué timbre. Tardó apenas unos segundos en aparecer. Pensé que iba a abrir la mucama. Pero, frente a mí, estaba él. Con el rostro pálido y una grave sonrisa algo irónica ante mi sorpresa. El maestro. Me recibía en persona. Temblé. Pasamos a un salón alucinante. Señaló un sillón de pana azul oscuro. Me senté. Todo olía a viejo y un cierto aliento a humedad envolvía la estancia. Desapareció mascullando algo sobre el té y quedé momentáneamente sola.

            Examiné con cuidado. La sala era hermosa. Una enorme alfombra azul con pequeñas flores en color rosa y verde, variaban en guirnaldas. El tapete mullía las pisadas. Un gato negro sentado sobre el piano de cola abría un ojo cuando yo movía un papel o hacía un leve ruido. Dormitaba, pero estaba alerta. ¡Era magnífico el felino!

El sol entraba por las ventanas que tamizaban la luz, por los vitreaux, los rayos calientes aún secreteaban con la tarde. Seguramente daban a un patio interior. Un enorme retrato de mi admirado profesor, firmado por Alonso, presidía la pared contraria a la desmedida biblioteca, que abarrotada de libros, jugueteaba con mi curiosidad. ¿Qué no leería ese gran hombre de letras? Creí ver títulos de gente muy criticada. Me confundió la idea. ¿Podría ser que él tuviera criterios diferentes a los docentes de mi facultad? Sí, me intrigó saber.

Me fui tranquilizando. Apareció desde alguna parte. Dejó una bandeja con un termo de plástico verde manzana. Dos tazas de té de porcelana; una con flores y otra con un caballo de salto, ambas pintadas en suaves colores. Seguro que eran inglesas, antiguas y de sus antepasados, como las del programa de televisión que ve la abuela. Unas cucharitas de plata y la azucarera de cristal tallado, que brilló feliz con los últimos rayos de sol, acompañaban la cortesía.

Se sentó a callarse una larga hora y media, mientras saboreaba el té. En realidad preparó varias veces la infusión como una geisha. Lo observaba en silencio, respetando sus tiempos. El gato ronroneó apenas entró en la sala mi poeta admirado.  El maestro se acercó a un viejo tocadiscos y elevó la casi imperceptible música. No sabía si era Mozart o Beethoven. Soy poco conocedora de los músicos antiguos. Desde ya, que me gustan Charly y Madonna que son de mi generación.

Luego, sonriendo, preguntó: ¿Porqué una chica de tu edad quiere hablar con un hombre como yo? Quedé sorprendida. ¿No era yo la que tenía que hacer las preguntas? Pero, rápida, le dije mi nombre y edad:

—Azul, me llamo Azul, y tengo veinte recién cumplidos. Lo admiro y necesito hacer una tesina, por eso lo elegí—.  Sonrió.

Azul, tu nombre es un “pavo real que engarzó el sol de primavera en las pestañas”. ¡Tenés la edad de los suspiros! —sentenció, riendo, por mi alegría. Comencé a reír a carcajadas. (Tengo una risa contagiosa) Me acordé de todas las chanzas que me han hecho por causa de mi nombre en la escuela, en el club, en la facultad, en cada encuentro con mi gente.

—¡Sólo la belleza de un estero en verano puede envidiarte el nombre, déjate ser río, cielo o pañuelo al aire!

Comprendí; ¿Por qué yo, estaba allí, junto al hombre que después de Neruda, había cambiado mi visión de la vida?

—¿Puedo hacerle una pregunta señor?

Me pasó otra taza de té y me acercó la azucarera que recibí como a un trofeo de los dioses.

—¿Desde cuándo escribe?

Me miró y, después de una prolongada pausa, contestó:

¡Desde que amanecí una tarde de invierno sin el chupete! No quiero entrar en mi memoria, en el tiempo. Me hiere saber que han pasado tantos inviernos ya. La palabra, pequeña, sangra en mí desde antes de antes. Soy un inmigrante del silencio, llegué al papel de la mano de mi abuela. ¿Tienes abuelos, Azul?”

Comencé a relatarle de cómo mi abuelo Roque, contaba historias de su tierra europea agreste y guerrera, para entretenerme, mientras mamá planchaba.

El maestro, callado, asentía con gozo. Detenía el relato y agregaba: “¿Y entonces?”. Me volvía a embarcar en leyendas y mitos que el abuelo había trasvasado a mi corazón de niña. El poeta acotaba algún nombre o me corregía el lugar o las fechas. Flameaba la bandera de los hombres célebres que hicieron la patria chica de mis ancestros. El profesor festejaba cada una de mis palabras.

Azul. eres un pozo de agua de manantial, que tiene la gente de ese pueblo. Tu abuelo debe estar orgulloso de ti, no te pierdas nada de todo eso. ¡Escríbelo!.

—Profesor, quiero que usted cuente ahora... —pedí.

—Te has ganado un premio —dijo, mirándome con dulzura.

Trajo desde un armario una copa de cristal y se sirvió un vino ámbar, con perfume a fruta. Ya el sol se iba enterrando en la pared frente a la ventana.

 —Nací a la orilla de un río oscuro y ruidoso, con olor desagradable. Los sauces lamían el agua cuando estaba manso pero cuando se enfurecía derrotaba ramas que se desgajaban en la crecida, río abajo. Fui criado, mal criado, por mi abuela materna en una vieja bodega en el campo. Mis padres me dejaron cuando era muy pequeñito. Ellos fueron los exiliados de la pobreza. En ese tiempo el vino era de muy mala calidad y no se pagaba bien.

Como era delicado de salud y muy enfermizo, me mandaron tarde a la escuela. Pisé un aula con casi nueve años. Pero ya había aprendido mucho. De la naturaleza conocía el nombre de cada planta, cada animal, cada lugar; en fin todo lo que me rodeaba. Acariciaba con palabras cada objeto y mi primer cuaderno y lápiz, me lo dio la mejor docente, la primera. Enseguida descubrió que era un chico diferente, un loco de la palabra. Me enredaba en ellas con el caudal que me regalara mi abuela a puñados. Aprendí rápidamente. Tenía sed y hambre de nuevas palabras.

 Ella, la maestra, me prestó sus libros, que devoré. Cuando cumplí los once años, ya le había sacado “varios cuerpos” a mis compañeros. Mi clase, los niños, claro, me odiaban. Era el que escribía todo. A escondidas, la señorita Lilian mandó mis poemas a un amigo de la capital, que era un conocido profesor de letras de mi provincia. Y se armó un gran revuelo: “Ha nacido un gran poeta”, expresó aquel hombre y llegaron a verme como a un bicho raro.

            —¿Era usted, profesor?

          Reía con gusto. El gato se desperezó, elevó su lomo, erizó los pelos brillantes, curvó la espalda y saltó a sus piernas. No quería perderse ese momento de euforia del amo. Ronroneaba feliz.

“¡Yo profesor!  Pará, pará, paraaaá.  ¿Sabés, Azul, que nunca fui a una facultad. Soy apenas maestro nacional. De campo. Orgulloso estoy de serlo. Los agrandados de la capital creen que si no tenés un montón de diplomas —yo les digo- “cartones firmados ilegibles”— no podés ser un poeta. Es puro orgullo, insensatez, estupidez y locura. Pero no es importante para mí.

Azul, mi pequeña, aprenderás con dolor que se puede ser muy capaz y sabio sin atravesar por el aburrimiento de “ciertos claustros universitarios”. Abre las alas, muchacha.

Se hizo un profundo silencio. Acariciaba al gato, luego supe que se llamaba Mefisto. Tomé otra taza de té en largos sorbos. Repasé con la mirada la habitación. Él se irguió y salió sin más, un momento. Afuera el sol se iba desdibujando en cárdenos sobre los muros, escapando al claroscuro escondite lejano en el oeste. Cambiaba el clima. Ya la música había enmudecido.

 El felino ahora estaba sobre mis pies y afilaba las uñas en mi bota nueva de gamuza marrón. No me atrevía a sacudir el pie. Era “su” gato. Pasaron unos minutos interminables y al ingresar, trajo un brasero de bronce encendido. Otra botella de vino, esta vez era tinto, que descorchó. Se sirvió en una copa distinta.

El perfume de la madera quemada me recordó la infancia; me acordé de la casa de mi madrina Flora, donde nos juntaba a todos los chicos a pelar castañas, con los pies cerca del borde del brasero de hierro. Cerré los ojos y aspiré profundamente. Él se detuvo y colocó un disco. Es Vivaldi, dijo, y se ubicó en el sillón. Tomó la copa. Me ofreció té. Le agradecí.  No quiero más.

Siguió callado.

—Bien maestro, ¿cuénteme, se casó alguna vez?  ¿Tuvo hijos?

Una enorme sombra envolvió su cuerpo. El rostro se transformó y dejó caer a Mefisto del regazo. Imaginé esa era “la” metida de pata; pero ya estaba hecha.

—¡Ay, chiquilla, creo que tu flecha dio en mi corazón! Sangra.    

Esperé sus tiempos.

—Me casé muy joven, muy joven. Apenas había salido del colegio normal. Creía que siendo maestro tenía las puertas del universo abiertas. Ella era una niña linda y buena. Nos amábamos. Sí, como dos pájaros libres. Así nació nuestro hijo. ¡Era un niño diferente,  retrasado mental. Mi mujer no soportó el dolor. En esa época no se los trataba como ahora. No había nada para ayudarlo y la ciencia estaba muy atrasada. Un día la encontré flotando en el río con el niño atado a su pecho. Estaban blancos como rayos de luna. Seguí solo hasta casi los cuarenta que apareció un viento tibio con forma de mujer. Era de una ciudad del sur. Me dio una hija. Se llama Cielo y vive en el extranjero. No la veo...

Hizo un silencio que respeté. El gato saltó de nuevo a su regazo.

—Después ella, mi mujer, como vino se fue y de nuevo estoy solo.

Penetró en un abismo taciturno que duró un rato largo. Su mundo interior se pobló de fantasmas que, ingenua, había despertado. Interrumpí su recogimiento:

—¿Qué premio le han dado por sus últimas obras? —se distrajo del sufrimiento. El gato le lamía las manos—.Tengo entendido que viajará pronto a Italia para recibirlo.

—Niña, niña, los premios son como las medallas para un combatiente. Tienen tinta roja en lugar de sangre. Cada premio ha dejado cadáveres en su camino. ¡Cuánta injusticia encierran los premios! Sabés, Azul, ¿Cuántos grandes poetas han muerto sin que nadie leyera su creación? Tantos han sido conocidos cuando yacían bajo una lápida. Olvidados... ¡Bueno, pero con tus veinte años mereces una respuesta! Sí, me dan un “Honoris Causa Magister” en Florencia, en la Academia de Letras. Viajo mañana a las veinte y treinta por Alitalia.

Pegué un salto.

—Me voy, maestro, así puede completar sus tareas antes del viaje. ¿Lo puedo visitar de vez en cuando? —le pedí, casi le rogué, con todo mi cuerpo y alma.

—Sí, Azul acá te espero. Avísame el día antes. Como tú, debe ser mi hija Cielo. Es como tener un Cielo Azul vaya la perogrullada. ¡A mi edad! Juego con las palabras de los nombres.

 

Me puse el abrigo y despidiéndome con un sonoro beso en la mejilla, para él inesperado. Salí corriendo hacia la calle. No quería perder el colectivo que me llevaba a casa en Laferriere. Con la mano en alto me decía adiós parado sobre el escalón en la puerta. Mefisto, en su hombro, movía la cola agitada y feliz. Yo ronroneaba de satisfacción.                      

 

            El accidente de Alitalia, me dejó sin hálito. Me lloré todo. Mamá no me podía entender. Siempre lo recordaré sentado con una copa de vino o el té, en aquél sillón de terciopelo oscuro.           

 

LA LOLA


 

            La criaron como se cría a un huérfano. Con mucho trabajo y poco afecto. La persona que la quiso más fue doña Purificación, gallega hasta los tuétanos. El marido apenas hablaba español. Siciliano testarudo y de mal carácter, ni miraba a la criada. Sólo recordaba, la niña, que se llamaba Lola. Ni el apellido, ni el día de su cumpleaños; no tenía identidad. La finca poseía extensos parrales y árboles frutales. Era su refugio. Trabajaba desde el amanecer hasta el crepúsculo, sin pedir absolutamente nada. Difícil, enclenque y dolorido, su cuerpo era quien le daba ese calor épico a la vida. Sólo unos enormes ojos color Chablís, entre amarillo topacio y dorado verdoso, con pequeñas chispitas marrones, la embellecía y hacía que la gente la observara sorprendida. ¡Y la permanente dulzura de su rostro infantil!

            Arrastraba una pierna. Según dijo el médico de Tupungato, había tenido una fisura en el hueso mal curada, en algún momento de la infancia. La espalda, con escoliosis, era una “s” itálica que le daba la imagen de una extraña figura. No hablaba. No conocía la risa, ni participaba de bailes. No repetía cantos que la madre adoptiva solía tararear mientras guisaba. Jamás la mandaron a la escuela. Pero era despierta y rápida con las cuentas, que hacía con garbanzos o fichas en la cosecha.

            Pasó el tiempo y comenzó a tener las transformaciones propias de una mujer. Fue su ruina. Tenía hermosos senos blancos, cadera ancha, cintura fina y cabello de color trigo. Trastornó sin saberlo a los jornaleros, tomeros y al contratista, que comenzaron a decirle toda clase de guasadas. Impávida, siguió su tarea, sin mirar ni responder. Alrededor de marzo, el tiempo de cosecha, próxima a los catorce años, mientras echaba maíz a las gallinas, un obrero golondrina la agarró de las trenzas y le apretó la boca. Luego, apoyándole un cuchillo en el cuello, la arrastró por la amarga tierra hasta un cobertizo y la atravesó con su verga. Desesperada, trató de defenderse, pero el mordisco, patada y golpe de puño, no alcanzó para salvarla del ataque salvaje. El tipo escapó como un zorro rastrero. Sola, allí, con su sangre chorreando por las piernas y desorientada, sólo atinó a ir al galpón para esconderse. Unos barriles de vino blanco, fue lo único que encontró. ¡Y se lavó con vino! Después, sin llorar siquiera, regresó a su tarea habitual.

            Cada vez más silenciosa. Más triste. Lola.

            Tres meses pasaron hasta que el Juan, tomero de la zona, descubrió que vomitaba apretada a un parral. “La Lola no me engaña, la muy raposa, tan callada y esquiva, está preñada” Y se fue derechito hasta donde estaba doña Purificación. ¿Sabe la noticia? La Lola, lo tenía bien escondidito. Está preñada. ¿Ahora qué van a hacer con la “santita” esa?

            Doña Purificación se sentó con terrible sofoco Con el faldón del delantal blanco, se secó el rostro sudoroso y haciendo un gesto de desprecio al chismoso, dijo airada: ¿Qué te importa a vos? Sos muy metiche y lenguaraz. Andate de mi casa, no te quiero ver por acá. Desgraciado. ¡Bien que si la hubieras podido agarrar vos, ahora te estarías escondiendo como perro rabioso! ¿Y quién dice que no fuiste vos, malparido? Manoteó un cucharón para tirarle a la cara alcahueta del Juan que salió como lagartija asustada, mientras negaba puteando airado.

            Al entrar a la cocina, la mujer miró el rostro y el cuerpo de la Lola. ¡Vení, sentate! Contame, ¿qué te ha pasado a vos y quién es el padre? Un mar de lágrimas inevitable, escapó de los ojos de topacio. Cuando terminó de hablar, con sollozos entrecortados, doña Purificación la abrazó y acunó, como nunca lo había hecho. ¡Pucha, che, en medio de la vendimia, uno no puede estar atenta a estos ladinos! ¡Son tan hijos de puta algunos… ya vamos a ver qué hacemos!

            La discusión con el viejo, fue histórica. Grito va grito viene mientras la Lola se tapaba los oídos... Al final, el testarudo, se desparramó de amor y casi llorando dijo que allí había un refugio para un niño. Purificación le dio un abrazo como cuando tenía veinte años; y unieron el corazón pensando en el hijo que no pudieron concebir.

            Pasado unos meses, necesarios, entre tejer y coser; luego de preparar una cuna y el tiempo justo en la espera, nació una niña. Hermosa. Morena con ojos color Chablís, como los de la madre. Una verdadera joya.

            La Lola quiso bautizarla con vino blanco de aquella barrica que le lavó la sangre en vendimia.