Amanecía en la pradera lejana. Un sol asustado asomaba conteniendo lágrimas de niebla. Todo tornaba de color rojizo. Las nubes, el verde, los árboles y el caserío que silencioso se poblaba de gente.
Los que ordeñaban caminaban apurados con sus frágiles cazos vacíos. El mugido airoso les anunciaba el apuro. Las mujeres apenas cobijadas, llevaban los cestos con ropa sucia al río. Las piedras brillaban en sonrojo de agua helada. El herrero, fragua ardiente, asomaba en la puerta de su casa de piedra, una afilada esquirla de hierro lo esperaba para la transformación que se exigía.
Las manos azulosas por el frío emprendían las tareas de cegar el trigo. Arena movediza el dorado de los campos maduros.
Valentino, de apenas trece años, apuró el tranco hacia la botica. La fiebre arremetía con el cuerpo de su hermana menor. Una moneda tintineaba en su bolsa. ¡Era la única que tenían! Lo detuvo el gigante, enemigo de su familia. ¿Adónde vas tan apurado? Y manoteó la pequeña bolsa para robar el cobre. ¡Mi hermana tiene su cuerpo hirviendo y si no le llevo una pócima, morirá…déjeme ir, se lo suplico!
La enorme mano lo alzó del cuello, sus pies no pisaban la tierra. Baila para mí, si quieres la moneda. Canta como lo hace tu madre. Y el niño, canta y baila y algún curioso se detiene. Ante los gruñidos del horrendo hombre, sigue su camino. Cobarde. Huye. Todos temen a ese necio. Siempre ebrio y mal nacido. Valentino logra zafarse y corre. El boticario ha observado todo lo sucedido y lo hace ingresar rápido. Lo interroga y le entrega un pote de ungüento y sale junto a él, para evitar al agresor.
A lo lejos, viene un caminante en cuya alforja emerge una enorme banderola. Es un representante del alcalde. Se detiene en la plaza y despliega el paño con los símbolos del Rey. Todos los habitantes de esta aldea, deberán asistir al pueblo vecino para ser notificados de su condición de servidores en las fiestas de la boda del hijo de su Majestad. Desde un oscuro escondite lanzan una enorme piedra que golpea de lleno en la frente del mensajero. Corren el boticario y Valentino, el hombre tiene una herida sangrante. Como pueden lo arrastran hasta la botica. Allí, lo ayudan. El maltrecho vocero, saca de su alforja una bolsa con monedas y le entrega al galeno y al niño. Agradecido, este, sale corriendo por el portón de atrás y llega a su casa donde su madre espera angustiada. El ungüento se desparrama como aceite sobre el cuerpo afiebrado de la niña. Se duerme y comienza a respirar pausada y sin dolor visible en su rostro.
La madre, escucha atenta a Valentino la historia que ha vivido, y lo abraza, dándole un beso agradecido.
Será una historia para relatar por siempre. Y así nace la leyenda de esa lejana aldea en un tiempo impreciso de la vida.
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