jueves, 16 de mayo de 2024

LA NEGRA

 


                                         La vieja y deslucida casona de adobones, entre los parrales encastrados  escondía un secreto. Nadie sabía cuándo ni cómo se había muerto la Negra. Un día habían llegado unos hombres con unos policías y envuelto en un mantel a cuadros verde y blanco se llevaron lo que todos presumían era su cuerpo. En el fogón carcomido y grasiento dejaron unos papeles dañineros con muchos sellos y se fueron cerrando las puertas con una cadena y un candado tapujero. Una hoja de papel escrita a máquina quedó pegoteada allí con un engrudo pastoso, en el medio de las puertas como sellando un pacto mudo de no entrometerse. El "choco", el gran amigo de los solitarios se quedó varios días allí aquerenciado sin comprender nada, como la gente de las otras fincas. Un día se fue y como todos se fue desdibujando la imagen de la muchacha retozonas y alegre. En esa poquedad de presencia humana comenzó a crecer chipica donde antes había lechuga, zapallo y zanahorias. Los parrales quedaron tan cargados de colgajos de uva seca, que de a poco se fueron cortando los sostenes alambrados y cayéndose en la tierra reseca y ocre quedó hecho un estropicio la otrora heredad abundosa. Y el silencio comenzó junto a las sombras a ponerle un color distinto al que fuera un vergel cultivado y frutal. Un viento zonda tiró abajo un almendruco con el que hacía el dulce más rico que existiera. Cayó un rayo en el nogal y el pequeño incendió provocó un susto pasajero. Nadie se atrevía a pasar la tranquera por miedo a los milicos y a la autoridá como decía don Carmelo... ¿quién sabe qué pueden hacerle a uno?

                        Llegó el otoño y las hojas de los álamos del carril y del ancho callejón cubrieron con su crujiente chisporroteo de ocres y aguaitadoras hojas costumbreras, el adormecido chacrerío del Algarrobal.

                        Un calorcito siestero hacía más suave los primeros fríos que alejaron a los cosecheros y acampujaron a los aporcadores y chimangotes que vuelteaban buscando changas. Los buenos podadores llegaban más tarde con tijeras y sus espaldas de cartón y barro. Sus manos artesanas no se movían de balde, ¡ellos sabían...! y una poda buena era una buena cosecha. La casa de la Negra, emponchada de soledad, fue refugio de garreros y mirones que aguaitaban para acercarse algún fogón con arrope, con humita y carbonada de la buena.

                        La casa de la finada estaba tan destartalada cuando se fueron, que parecía un amañado estropicio. Después se quedó quieta; parecía una catedral de yeso y sal, nostalgiada de cacareos de gallinas cluecas, de chillidos y gritos casi humanos del grasoso engorde para el carneo de julio y el resoplido mañero de la yegua " Pintada", que arrastraba los trebejos laboriosos de la finca. La casa estaba muda. Muda la faja amarillenta de la puerta que nunca se había abierto por miedo a la autoridad.

                         Y el frío que acercaba el invierno compañero de los muertos. Pasó el tiempo y nadie merodeó el caserón siniestro. ¡Pero...comenzó un rumor que se hizo sospechoso a mujeraje..." La difunta se ha devuelto a la casa abandonada...", "La Negra está aposentada pidiendo responso en el rancho ruinoso..."; y el comentario crecía como espuma olorosa de puchero, como el olor penetrante del dulce de alcayota en la paila de cobre que chispea al sarmiento, como la preñez ansiada de la viña en primavera...!

            ¡Y entonces...un día...!

                        La siesta recalentaba lindo los sesos y los chicos jugaban a la payana junto al zanjón aquella tarde de verano; un coche pasó levantando mucho polvo y dejando cegatones a los "culillos", que chapaleaban en el agua marrón como si aprovecharan un mar sereno y limpio que nunca conocerían ; entre tirada y tirada, los carozos de durazno, de damasco y de ciruela, frotados, lustrosos y mágicos volaban entre los dedos ágiles y febriles, eran mejor que las piedras...y la "vieja" no protestaría por romper los bolsillos de los desgastados pantaloncitos, con las piedras. El automóvil disminuyó la velocidad y se detuvo enfrente de la casona destartalada. Unos hombres bajaron del auto y merodearon con interés delante del derruido portal. Sacaron algunas fotos. Los chicos curiosos se acercaron al brillante "fordcito" y con las manos mugrientas y el aliento húmedo comenzaron a lustrar los cromados. Como fieras los comenzaron a echar y los mocosos ni lerdos ni perezosos, los apedrearon con todo lo que encontraron a mano. Volaron insultos a piedras, amenazas a cascotes, gritos y una lluvia de carozos de lustrado lujo infantil. Esos se fueron rápido decían a coro y atropellando las palabras los chiquilines. ¿Quiénes serían esos puebleros curiosos?

                        Los eternos rastreadores de ambiciosos milagros para robar la pobre gente indefensa, ya miraban los posibles manoseos de los creyeros.

 

                                   Pasó un tiempo y todo quedó en la simple anécdota. Para "Patrón Santiago" con un frío de nieve maliciosa y necesaria, la Arminda y la Felipa que iban a la procesión por el callejón de la alameda abajo, vieron que la ventana de la que fuera la sala de la "difunta" estaba abierta, se miraron sorprendidas y se santiguaron. Con unas montoneras olorosas de cementerio otoñal y vejez en la mano, llegaron hasta la parada del colectivo, tenían que llegar al centro, no fuera que el "santito" se fuera a enojar y se moviera la tierra como un tembladeral ya bastante conocido. Cuando subieron y se apretujaron entre sudores, toses y charlas ajenas dentro del micro, las viejas las miraron con mal humor y los hombres con desprecio, "chupa cirios", pensaron muchos, "santas mujeres" pensaron otros y ellas sólo pensaban en la ventana de "la Negra". La iglesia de "San Nicolás" estaba una preciosura de candiles y sotanas, resplandecían las lámparas doradas y un olor penetrante de incienso malograba el de cuerpos, ahogos y sebo, perfumes baratos, transpiración y miserias escondidas. ¡Rezos, muchos rezos, palabrería inútil para algunos funcionarios que acudían por orden del comité o de un superior "mojigato"!. ¡Ellas no, ellas creían en el Santo...y pensaban en la Negra!                       

                        De regreso era tarde, ya el sol había comenzado a patinar de colores rojizos y morados hasta las mismas aguas turbias y se apresaron una junto a la otra buscando calor, cobijo y bravura...de mujeres simples. Los pies desacostumbrados a los zapatos parecían aguijoneados por millones de alfileres, tenían los pies hinchados como sapos y les dolía la riñonada de caminar sobre el baldoserío de la Alameda. Querían llegar pronto y acomodarse en sus humildes camas para descansar de tanto trajín callejero, ajeno a sus vidas sencillas. Cuando atravesaron la calle y enfrentaron el callejón oscuro frente al portón del caserón semiderruido, asombradas vieron con fijeza que una frágil luz amarillenta se filtraba por los postigones casi abiertos. Corrieron a los tropezones. ¿La "Perichona", el "Ánima de la Difunta" o el mismo "Mandinga"? ¡El terror cubrió los rostros y aprisionó el alma sumisa de las mujeres! .Se separaron y entraron casi mudas a sus hogares. Los rosarios de cuentas bendecidas una y mil veces, parecían agua fresca del manantial montañero, como pasaban entre los dedos sudorosos y agarrotados por el miedo y las duras faenas de la tierra.

                                   A la medianoche una lechucita comenzó con su silbido característico frente a las ventanas de ambas mujeres. Mensaje de ánima. ¡La difunta quiere algo!, ¡Misa, seguro! El amanecer las encontró con el mate dulce y unas sopaipillas grasientas y camotes asados al rescoldo, desgranando avemarías y padrenuestros. Don Carmelo llegó como a las ocho para podar el parral de la Arminda y después del primer "amargo" comenzó la extraña cháchara comadrera.                                                     

            - ¡Buenas compadre!- ¿cómo le anda?- dijo estirando la mano.

            - Con achaques de viejo comadre, los mesmos de siempre y ¿qué me cuenta? -y se sentó en un banco de totora en la orilla del fogón secándose la frente con un pañuelo de color incierto.            

            - ¡La Negra, Carmelo; la Negra nos quiere decir algo...cosa de preguntarle no más!- dijo con un gesto de santiguarse- Mire, hay que llamar al compadre Sacarías que es de "Ver" en las tripas de las aves. Es hombre "santo" tiene los "dones y es curandero"; seguro que él podrá limpiar la casa. Y le pasó un mate.

            _ Doña Arminda... ¿cómo va a pensar que después de tanto tiempo, un dijunto va a presentarse y a mandinguear a los amigos?-dijo el viejo atragantándose con la comida- ¿Acaso no sería un atropello de la despojada?

            -Yo de la Negra no quiero hablar. Me malicio que el ánima desatendida y en pena, anda entre los frutales y el higueral del callejón -dijo acercando un diligente mate con sopaipilla crujiente de grasa pella.

            - No estará en sosiego en todavía - dijo chupando ansioso el mate dulzón que rechifló entre sus labios.

            - ¡Válgame Dios compadre..., válgame Dios, que dende hace casi un año las ánimas peregrinan por el callejón de los Sosa. ¿No vio las luces malas a la oración, si un caso?- secándose la frente con el mugroso delantal señaló la puerta y se persignó.

            - ¿Luces malas?- dijo haciéndo "Cruz-diablo" con las manos callosas y labriegas.

            - ¡Mismo digo, mismo dicen los que saben!, compadre...- el calor le daba un tono rubicundo a la cara morena.

            - ¡Tal vez la Perichona o la "Difunta Correa!  Esas sí son de mentas y de apariciones costumbrosas, comadre.

            - Yo le repito la mujer nos necesita.- y juntando varias velas y unas estampas de santos se encaminó hacia la casa en cuestión, dejando al hombre con el baqueteo. Al llegar a la puerta sintió un tirón que casi la empuja a la acequia, y señalando a la ventana comenzó con los rezos mientras tartamudeaba del susto. De pronto una figura levemente luminosa se recortó en los restos de vidrios mugrientos. Arminda salió corriendo sin volverse a mirar. A la hora del Ángelus y cuando ya la tarde se entrometía impiadosa, entre humo de olivo bendito de Domingo de Ramos, de la Semana Santa pasada, que crepitaba en el brasero y unas gotas de agua bendita, se prometió ir a ver de nuevo, pero esta vez buscaría compañía de gente amiga, no fuera que le pasara algo...y así una procesión de cinco vecinas comenzaron la extraña caminata. Nada más llegar y verse de frente con "la muerta", vestida con un hábito de carmelita descalza.

                        Cuando medio espantadas, se atrevieron a hablarle, desapareció entre los ruinosos adobes, dejando un enorme perfume de nardos. La Arminda envalentonada entró en la casa. Sobre el antiguo mesón encontró una carta, amarilla y sucia de tierra pero donde se podía leer aún :" mañana me voy a vivir con el Benito Suárez, no vuelvo más...y me lleva con él para casorearme...y en el piso caído como al descuido el diario "Los Andes" que aún anunciaba un trágico accidente : ESTA MADRUGADA MURIÓ EL GRAN CANTOR  BENITO SUÁREZ, dejará una esposa y cinco niños huérfanos de padre.

            Sobre la mesa un frasco de veneno vacío era el mudo mensaje de la Negra.¡ Pucha si necesitaba Misas la difunta!

EL TESTIMONIO...UN ESPECTRO AZULVERDOSO


                        El camino a la estancia estaba bordeado de sauces que en primavera parecían bailarinas entre gasas verde claras y tules amarillos verdosos. El aire fresco y la suave brisa permitían que la capelina de Candelaria flotara como una nube llena de rosas color ciclamen pálido junto al estrafalario sombrero de tío Cresencio, gorro de cuero con antiparras de mica y baquelita, que tras sus bigotes agudos engominados y sus ojos grises parecía un extraterrestre en viaje hacia el futuro. La campanilla que hacía vibrar frenéticamente ante el más pequeño de los inconvenientes, me lograron crear un clima de suspenso y horror por esos traslados a la casona antigua de los queridos " Hildeberando Ralbo", familia tradicional y muy respetada por aquellos tiempos. ¡Mi familia!

                        Al ingresar por el camino de grava y plátanos, la primera imagen fue decepcionante ya que la casa estaba muy abandonada y semi destruida. Una balaustrada de mármol que recordaba mejores épocas apareció cubierta de enredaderas, hiedra y ficus que rompían toda las hermosas columnas y los postigones caían desde sus goznes sobre sí mismos como capas de madera marchitas. No quedaba casi nada sin estropearse. Moho y telas de arañas aparecían entre los sillones abandonados a su suerte en las terrazas de granito rojo. ¡Era una pena enorme ver todo ese antiguo lujo así castigado por eternas rencillas entre la familia, hoy en bancarrota.

                        Candelaria se tiró prácticamente del viejo auto, y corrió con la enorme llave en su mano hasta pararse frente a la pesada puerta de roble del frente donde la cabeza de un león de bronce sostenía una aldaba rota. Puso la llave en su lugar y la hizo girar. Con dificultad y chirriando se abrió la cerradura. Empujó la hoja de la puerta y abrió dando paso a una luz natural que hacía mucho no penetraba en el recibidor. Un pútrido olor a rancio y tierra le golpeó la frágil nariz. Sin esperar al tío siguió hasta una de las ventanas y corrió los pesados cortinados, que cayeron rotundos por podridos y húmedos. Una nube de polvo lo llenó todo. Cuando se asentó vieron el inmenso retrato de la tía Ismelda, que los observaba en posición de matrona tiránica y posesiva. Así, habitación por habitación, fueron despejando los trastos y ayornando con luz natural y aire puro para hacer respirable la bella pero triste casa de los abuelos.

                        Esa noche comieron unos emparedados en el mirador cerca del que fuera el lago y hoy se presentaba como un barro seco y agrietado. No sabían donde dormir. Al fin decidieron acostarse en la enorme cama de Tío Tancredo, que tenía unas sábanas que habían protegido el recatado acolchado de damasco griego. Vestidos e incómodos pasaron una noche casi sin pegar los ojos. Al comenzar el día, un sonido de pájaros y grillos le dio un aspecto más confortable al lugar. Decidieron buscar a los viejos criados para que los ayudaran con la limpieza y la puesta en marcha de la casa.

                        Así volvió a ser lo que fue, es decir, casi fue...porque todas las tardes alrededor de las nueve comenzaba a circular un murmullo que iba cobrando la figura voluptuosa de una bella mujer azul verdosa, de consistencia efímera e intocable, ya que se desvanecía al más leve roce humano. No sólo la vimos nosotros sino los ancianos ayudantes y cuidadores. Ellos no reconocían a esa bella dama y nos intrigó tanto la presencia que buscamos por todos los rincones algo que nos comunicara su historia. Nada ayudó y así quedó como una leyenda más a las viejas historias de la casa.

                        Han pasado muchos años, yo ya estoy muy avejentado y me acuerdo a mí mismo en la ventana, observando lo que no es, lo que no existe, ni existió... ¿o sí vivió allí la bella espectral mujer azul verdosa de nuestra mansión? Me siento junto a mi amada Candelaria que desgrana romances y poesías llenas de amor por la vida junto a nuestros fantasmas y su memoria.

                                              

LA CASA AMARILLA

 


 

Montserrat buscaba una casa para comprar. Había llegado a esa ciudad invitada por la universidad para dar cátedra y asumir una beca. Leyendo un periódico de dos semanas pasadas, encontró un aviso en la que ponderaban una propiedad en un sitio que no quedaba tan lejos de la ciudad, ni tan cerca de los ruidos.

Pidió al teléfono que estaba anotado en el papel, que le diera una cita. ¡Sintió un suspiro del otro lado de la línea! La verdad que no le llamó la atención.

El jueves a las diez la espero dijo la voz del otro lado del auricular. Si llega usted primero, le ruego me espere unos minutos, ahora vivo en pleno campo y como debe haber notado, el tránsito es un verdadero caos.

Se vistió con unos zapatos deportivos y ropa suelta por si tenía que subir escaleras o bajar hasta un sótano. Enroscó su largo cabello color azulado en un primoroso rodete y se sacó las pocas joyas de valor que solía usar, por las dudas. ¡Hay tantos embusteros!

Tomó un taxi y diez minutos tarde llegó a la puerta de la casa. Le llamó la atención la pintura amarilla de la pared del frente. Las ventanas blancas y las rejas de un suave color ambarino. Un hombre mayor, de buena postura esperaba en la puerta. Con un bastón de fina caña de India y larga barba blanca, que se apoyaba en el pecho de su limpia camisa color celeste. Saco y pantalón negro. Sombrero de panamá. Anteojos con armazón de oro, muy al estilo de John Lenon.

La sonrisa le agradó. Montserrat descendió y despidió al chofer. El hombre se adelantó y le ofreció una pulcra mano de dedos finos propios de un filósofo o de un letrado.

Señora mi nombre es Paulo Merino y soy el dueño de esta casa. Hizo una breve inclinación de cabeza y se sacó el sombrero y la condujo derecho hacia la puerta de ingreso. La abrió con una de esas llaves de hierro antiguas, cuyo ojo parecía observarla.

Prendió una luz y luego se acercó a la ventana y abrió la celosía para que ingresara la luz natural. La casa está recién pintada, todo blanco ecepto el frente que como habrá observado es color amarillo. El color que amaba mi difunta esposa.

¡Así supo que el caballero era viudo! Fue deslizándose por los pisos helados de baldosas rojas, que a pesar de una leve capa de polvo ambiental, brillaban. Una a una las habitaciones que no tenían armarios ni placares, se fueron abriendo como flores de azucenas entre los pasillos. Llegaron a una cocina amplia y recién remodelada. Luego le mostró el sanitario que si bien era antiguo, estaba en perfecto estado de uso y limpio.

Abrió una puerta hacia el exterior y un jardín lleno de enredaderas florecidas despertaron la envidia de los cuadros de un impresionista. Violetas, naranjas, fucsias y verdes, envolvían una a una las paredes del pequeño parque.

¡Y bien, dijo, Montserrat: ¿Cuánto cuesta esta casa? Me puede usted decir!

Si la paga de contado puedo aceptar una oferta. ¡Tal vez cien mil dólares o…diga usted un precio! Montserrat pegó un brinco, le pareció muy elevado el precio, la casa es antigua... Dijo y el caballero sonrió. Sí, pero será su paraíso.

Déjeme pensar. ¿Me puede esperar unos días? Yo tengo que ver si junto algo de ese dinero que no es poco. Sí. La esperaré.

Salieron juntos y ambos tomaron diferentes caminos en taxis. Ella volteó para mirar la casa y le pareció que el amarillo le alegraba la vida. ¡Veremos!

Llamó a su padre y a su hermano quienes se apresuraron a confirmarle que le enviarían para completar lo que ella ofrecería por la casa. Con ochenticinco mil dólares creo que podré comprarla.

Así llegó a un acuerdo. Compró y con una diferencia que le quedó compró algunos muebles y utensilios indispensables.

Los vecinos eran muy amables. La saludaban con ceremonia y le preguntaban, cuando la veían si todo estaba bien. Ella respondía con una sonrisa que todo era perfecto. Hasta que una noche, cuando el sol se recostó sobre la vereda y desapareció la luz, comenzó a escuchar un susurro de voces y llantos. Luego, palabras y nombres de mujeres y hombres. En las paredes se fueron dibujando ciertos signos que no interpretaba y que le dejaron una enorme curiosidad.

Una mañana a la pregunta de su vecino, el carpintero, Montserrat le contó y él, sonriendo le dijo: ¿No se preocupe! Ya pasará. Y siguió hacia la parada del autobús. Pero en el frente de la casa comenzó a notarse un cartel en color ambarino que decía: “Acá puede usted despedir a sus seres queridos”.

Fue a la casa de la vereda de enfrente y golpeó una aldaba. Salió una mujer entrada en años. ¿Sí, qué necesita? ¿Puede usted decirme qué tiene que ver ese cartel que aparece y desaparece del frente de mi casa y qué son las voces que escucho? ¡AY, hija, usted ha comprado esa casa que fue una funeraria! Allí han velado a cientos de personas, hasta que murió el dueño, el caballero que la esperó para vendérsela a usted. ¿Y qué hizo con los dólares que le pagué? Seguro que están enterrados en su jardín, dijo la mujer y se dio vuelta entrando en su casa a través de la puerta cerrada. Montserrat corrió y vio que en un rincón del breve parquecillo había un montículo de tierra revuelta. Escarbó y allí en una caja, estaba su dinero envuelto en una hermosa caja de plástico amarillo.

 

 

 

DESTIERRO...

 


Transita sin volverte sobre la orilla inmolante de la aurora

 

No te vuelvas a mirar atrás, avanza.

 

Una incrédula palabra y destrozada, serás de piedra o sal,

 

con imágenes de hielo, de "Cellinni" en bronce.

 

No está ya la "Lola Mora" para esculpirte en mármoles de gloria.

 

Estarás tan sola en el desierto como la mujer de Lot.

 

¡Escapa ahora, que aún hay tiempo !

 

Tardío tu pesar de espanto y cielo,

 

rasgada la túnica del territorio oscuro

 

verás amanecer  y un tenue matiz dorado

 

recubrirá  el horror desplazado en ese continente

 

de la muerte.

 

Profetiza del sol y de la luna,

 

te debes refugiar en el futuro para sobrevivir

 

en el silvestre campo donde duermen los fantasmas

 

del ayer, del hoy y del mañana.

 

Ahora desplázate ligera sin volverte a mirar...

 

serás gaviota o nube o mirlo o canción lejana.

 

Nunca jamás estatua de curiosa hechura.

 

Los cinceles duermen herrumbrados.

 

Huyeron los milagros.

 

Vete.

 

LA SOSPECHA

 


 

            Cuando Edison llegó al rancho “Albores Azules”, llovía a baldazos. La perspectiva visual era nula, las ruedas de la chata levantaban chorros de barro azuloso y pequeños guijarros que golpeaban los muros de la casa. Por la ventana, tras el visillo, un rostro sorprendido se asomó, para desaparecer rápido y apagar las luces. El silencio quebrado por el chubasco, penetraba el amplio patio.

            Dos enormes perros negros corrieron gruñendo, para que el intruso regresara por donde había llegado. Edison, se negaba. Descendió con dificultad, su pierna ortopédica, con humedad se ponía artrítica y su corazón galopaba por el esfuerzo. No regresaría a “Paradisso”. Un sonido agudo despejó el camino de los mastines. Ellos, agacharon la testuz y se mantuvieron en espera del mandato que solía provenir del interior de la casa.

            Golpeó con el puño la puerta. Nadie contestó. Un insulto grosero y un escupetazo, cayó en las piedras acuosas. Rodeó la casa y en la puerta trasera, donde se atisbaba una luz, llamó con un gruñido. ¡Soy Edison Duarte, carajo, abran! Los perros lo habían seguido atentos y dispuestos a luchar. Su pelaje negro y húmedo, los colmillos afilados y las orejas enhiestas, mostraban su estirpe guerrera.

            Se escuchó un paso cansino acompañado por un golpeteo de bastón. Era Úrsula.

Quien con un rostro desfigurado por la ira, luego de putearlo, le abrió la puerta y dejó el espacio mínimo para mostrarse y hablar. ¿No ves, imbécil, que diluvia?  ¿Qué te trae a esta casa? Mientras dijo eso, lanzó un salivazo marrón por el espacio entre dos dientes rotos, carcomidos por el tabaco. Cayó a los pies del hombre. No se movió. Esperó un instante y tras la vieja, apareció Lucila. El alboroto que se hizo, fue grande. La vieja enojada se hizo a un lado y el hombre ingresó, dejando una huella de agua y barro en el piso impecable de la cocina.

            El fuego de las hornallas, entibiaron el cuerpo aterido. Lucila, lo abrazó y el perfume de limón de su cabellera, le llenó el alma de sensaciones maravillosas. ¡Hacía mucho que no la veía! Desde que Virginia había muerto, no podía entrar en la casa.

            Se sentó en la banqueta junto a la puerta, cerca de los olores calientes de los fuegos. El apio, la cebolla y el aroma de la carne, le despertaron recuerdos que había soterrado hacía tiempo. La muchacha estaba hermosa. Había un rubor virginal en sus mejillas y estaba alta y delgada, pero vio en sus ojos una luz inescrutable y triste. Ojeras azuladas rodeaban sus largas pestañas y sus manos, de blancura increíble, estaban abrumadas de pequeñas grietas. Úrsula, se interpuso con su cuerpo enorme y dispuso que se tenía que ir. Pero Lucila, rogó que se quedara un rato. Él, consintió y le pidió hablar a solas, cosa que la mujer no permitió.

            ¡Pues bien, sepan, que he recibido un informe de alguacil del pueblo con una grave denuncia sobre la muerte de tu madre! Un grito se escabulló de la garganta de la anciana. ¡Salga de esta casa! No me iré hasta saber qué ha pasado acá. ¡Salga, maldito intruso! Soy el padre de Lucila y usted no es nadie para echarme.

            ¿Dime pequeña, qué siente tu corazón sobre lo que se habla en el pueblo? Todos los rincones de Branden Stone está murmurando sobre el tema. Yo, había salido de la vida de tu madre cuando eras muy pequeña, esta mujer, maldita, no se qué le metía en la cabeza la dulce Virginia. Dijo, el alguacil, que cuando la encontraron tenía puesto un vestido que yo le traje de la ciudad para un baile de la iglesia…y que se había cortado el cabello con la tijera de esquilar ovejas. Ella, señalando a Úrsula, no me dejó acercar y siempre dijo que era mi culpa, pero, dime preciosa; ¿cómo pudo ser mi culpa si no me podía acercar por la ira de esta bruja?

            No alcanzó a ver que tras él, venía un palo enorme que lo dejó inconciente. La sangre manaba por su cabeza. Lucila, con los ojos alucinados salió corriendo hacia su dormitorio, se escondió bajo la cama y se limpió las salpicaduras rojas y untuosas de la cara y el cuerpo. Sintió los rituales sonidos que hacía la anciana cada vez que tenía un cadáver cerca. El cuerpo arrastrado hasta el sótano y el cieno cubriendo el cuerpo aun palpitante de su padre.

LA PIEL DE UN HERMANO

 


 

                                                                                                              LA HERMANA DE MARCELO, MIRÁNDOLO ALLÍ EN LA CUNETA DIJO:

                                                                                                    NO TUVISTE HERMANO NI TAN SIQUIERA LIMPIA LA PIEL.

 

                Lo peor que le pudo pasar a Petronila, fue nacer con la piel tan oscura. Los ojos de un estridente color negro y rulos en su bello cabello descolorido. No era rubio, no era castaño, no era negro. De pequeña no sintió el peso de su figura, pero de grande, es decir cuando comenzó a ir al colegio, los chicos le preguntaban si estaba quemada por un incendio o si el sol se había enojado con ella.

            Nada que pudiera decirles, servía para evitar las burlas y chismes. Porque hay que reconocer que los pequeños, repetían historias que escuchaban en sus casas cuando por las tardes de calor se  sentaban bajo los “castañolas” para beber te frío. Allí se hablaba y comadreaba siempre como si la vida de todos los que habitaban ese paraíso fuera un motivo importante en la historia de la humanidad.

            Cuando nació el hermano, al que bautizaron Marcelo, lo primero que miraron fue el color de la piel. Y era de un pálido rosa viejo, con algunas manchitas o pecas más oscuras, pero el cabello definitivo era castaño oscuro con reflejos dorados. Petronila, lloró toda la noche. Miraba por la ventana el cielo y le parecía que la luna se reía de su pena.

            Fue creciendo con una belleza que trastornaba a cada madre envidiosa, lo que atrajo una especie de producción de tráfico con manos santas y aprendices de curanderas. Cintas rojas envolvían la cuna, luego los tobillos y hasta llegaron a colgarle un diente de tigre del cuello, para espantar el mal de ojo. Eso no evitó que creciera cada día más lindo, inteligente y con una sonrisa que atrapaba estrellas.

            Las muchachas se acercaban a Petronila, sólo para poder hablar de su hermano. Incluso algunas le regalaban gatitos o cotorras, para que le entregara papeles con cartas de amor. Cuando cumplió diecisiete años, Marcelo era el chico más codiciado de todo el pueblo.

            Como era buen alumno consiguió una beca y se fue a una ciudad cercana para hacer su nueva etapa de técnico agrario. Y allí, se dio cuenta que la vida no era tan fácil como siempre le fue presentada. Extrañaba mucho a su familia y a Petronila, a quien llamó para que lo acompañara en la ciudad. Ella pudo estudiar enfermería y conoció a personas buenas que no la miraban por su piel, sino por su bondad y predisposición para el aprendizaje. Su tono de piel combinaba muy bien con el traje que usaba en el sanatorio donde hacía las prácticas y un compañero se enamoró de ella. Y le pidió que se casaran para la primavera. Los padres estaban felices y Marcelo se puso furioso. Los celos no le permitían disfrutar de la alegría de su hermana.

            Una noche que salió con varios estudiantes, bebió demasiado. Se puso a pelear con unos pandilleros que terminaron dándole un botellazo en la cabeza. Cayó mal herido. Luego lo levantaron entre varios y lo tiraron en una cuneta. Allí lo encontró Petronila y Julián, su prometido en plena madrugada. Nada se pudo hacer, estaba muerto. Y ella con los ojos llenos de lágrimas sólo atinó a decir: ¡No tuviste hermano ni tan siquiera limpia la piel! Ahora qué me dirá mamá… todo es culpa mía, seguro. Y sintió los brazos amorosos de Julián que la protegían del dolor.

EL RESTAURADOR

 

 

                "Date tiempo para trabajar; es el precio del éxito para mirar a tu alrededor".

 

Si no te apuras, perderás el tren. Ya la manecilla del reloj ha corrido mucho desde que te despertaste. Ayer mismo dijiste que hoy sin falta irías a la ciudad a llevar ese maravilloso cofre de la abuela. ¿Te acuerdas de ella? Era un personaje inolvidable. Alta y enjuta, parecía que se doblaría sobre la frágil cintura pero todos sabíamos que no.

Su cabello se fue convirtiendo en un arcoiris del castaño al blanco como un encaje antiguo. Su ropa era tan cuidada como su forma de hablar o de sentarse frente a la ventana a mirar la puesta de sol en el jardín. ¡Y llamaba a Pablo para que recortara una rama o un tallo de flor que envejecía en el macetón azul! Siempre atenta a los cambios de clima o a los días lluviosos que le agradaban aunque luego se quejaba por los dolores en las manos.

Vamos, apúrate, se irá el tren de las cinco y no podrás llegar a la tienda de Beltrán Gelada. Él, sabes bien cuan estricto es con su tiempo. Abre a las ocho en punto y cierra a las veinte y treinta en punto. Dicen sus vecinos, que jamás se detuvo o llegó a destiempo. Toma el paraguas, veo nubes oscuras en el horizonte y puede que llueva nuevamente. Espero que no se vuelva a inundar el camino de la sierra. Los pobres campesinos se quedan atascados con sus carros en el lodo y los animales sufren. ¡No me gusta ver sufrir a los animales ni a los humanos!

Toma el abrigo grueso. Ponte una chalina por si hay viento, veo cada vez más oscuro el horizonte hacia el sur. Mi querido Roque, si no te pagan bien no aceptes vender el cofre por unas pocas monedas. Tiene historia y está hecho con tanto amor como perfección. Tu abuelo era un excelente orfebre y ebanista. Aun recuerdo su espalda sobre la mesa de trabajo. Era un delicado artista con las maderas que le acercaba Pablo. ¡Ese muchacho, qué desperdicio de hombre! Pudo ser un gran jornalero en campos grandes, pero siempre quiso estar cerca de tu abuelo y de tu padre. Hasta que llegó la guerra y lo hirieron sin ton ni son. Su pobre pierna nunca quedó bien.

Te acompaño hasta la verja. Allí viene el coche que te llevará al ferrocarril, la estación debe estar llena de gente, luego me cuentas. Mira todo, así me puedes relatar lo novedoso o lo ya conocido. Ven, te beso en la frente y te deseo suerte.

La madre, se quedó mirando el coche que se alejaba con su amado Roque. Ya ha cumplido quince años desde que se fue quedando junto a mí. Pero necesita hacer otra vida, más interesante que cuidar de la casa y el campo de su padre. ¡Ah, la guerra! Qué terrible racha de hombres que quedaron por el camino minado de armas enemigas.

Cuando regresa a la sala, se detiene en el espejo de la entrada. Su figura se refleja como si mirara a una extraña. He perdido mucho peso. Mi piel está muy descuidada y ni hablar de mi cabello. ¡Pensar que un día me dieron una corona de flores por ser la joven más atractiva de la feria de primavera del pueblo! Recuerdo el vestido de muselina celeste cielo que me hizo mamá para esa fiesta patronal. ¡San Francisco de Sales! Bueno, poco sabemos quién era y de dónde venía para ser patrono de nuestra aldea. Buscaré entre los papeles y libros de mamá, algo debe tener que me abra el ánimo. Saber es necesario para no quedar en la oscuridad y la ignorancia... eso decía mi esposo. Y tenía razón.

La fiesta fue hermosa. ¡Estaban todos los jóvenes de los alrededores con sus trajes vistosos y algunos hasta con trajes tradicionales de sus antepasados! Las mujeres habían hecho sus platos favoritos que vendían en porciones a los hombres que traían a sus familias desde lejos. De esos campos gloriosos de cebada o trigo, de frutales o de hortalizas. Era una feria, una fiesta. Unos vecinos tocaban acordeón y flautas, otros guitarras y redoblantes, el párroco, bendecía a los conocidos e interrogaba a cada nuevo habitante que asistía por primera vez.

Cuando llegaron los cochinillos asados, la gente bebía con ansias la cerveza o la limonada.

De pronto... alguien llamó a la puerta. María Cruz, se encamisa sorprendida al llamado. Frente a ella un caballero de buen porte y serio, se presenta: Señora soy Adolfo Lagrange, el nuevo profesor de arte de la escuela del lugar y me han dicho que probablemente tenga usted herramientas para trabajar en madera y metales, que fueron de su padre y de su esposo.

María Cruz, se siente más que sorprendida. No sabe qué hacer. Ese caballero es un desconocido y Roque no está y Pablo tampoco. ¡Perdone usted si no le ofrezco ingresar en casa, pero por la hora y sola...no, lo siento. Pase.

El hombre hace un ademán de interponer su brazo para no entrar, pero se desdice, ingresa y con los pies de gruesas botas va dejando un taconeo en los pisos. - El viejo párroco, me habló de su familia y por eso me atreví a venir. ¿Puede mostrarme alguno de los trabajos de su padre? Yo, aparte de enseñar talla y cincelar metales, pinto.

-¿Porqué vino a este lugar, se le puede preguntar? - dice María Cruz.

- Sí, por supuesto. En la gran ciudad ha llegado después de la guerra gente que sabe más que yo. Restauré varias capillas, el teatrino de La Romana, dos o tres negocios que estaban muy asolados, sucios y viejos... pero no por antiguos desechables. Y llegué en busca de alumnos para que aprendan este oficio. Ser restaurador tiene sus vueltas, hay que saber de historia y de dueños. La gente deja huellas en los objetos. Deja su alma. ¿No lo cree?

- ¿Conoció a Beltrán Gelada? Él, ha restaurado muchas piezas valiosas después de la contienda. Fíjese usted justo hoy mi hijos Roque, llevó a ese caballero un antiguo cofre que era de mi madre, hecho por mi padre en cedro y con nácar y corales un camafeo incrustado que se había desprendido...

- ¡Qué pena, llegué tarde!- tomó el sombrero que había dejado sobre el sillón y amagó a partir.- cuando regrese su hijo, le ruego me avise al hotel Del Valle azul, para que vea cómo lo ha restaurado el hombre. Se incorpora y comienza a desandar el pasillo hacia la calle.

- No lo dude. Así será señor... Lagrange, dijo, ¿verdad?- y abriendo la puerta cancel, se deslizan hasta la puerta donde intespectivamente está parado Roque.  - ¿Hijo qué pasó? ¡Tan pronto regresaste! Te presento al profesor de arte del colegio, vino para ver las obras de tu abuelo.

Roque observa al caballero y le tiende la mano. Ya me han hablado de usted. Gelada me dijo que regresara, que ya había aquí alguien que podía hacer el trabajo que le llevaba y que ya no tiene tiempo para pequeñas cosas, tanto trabajo tiene...

- Vuelvo mañana. Sí, no quiero ser inoportuno. Buenas tardes. Bajo una lluvia sonora, caminó por la vereda bajo las techumbres de casa amortajadas de tiempo. Su silueta se fue desdibujando bajo la bruma que marcaban las ráfagas de viento y agua. El tiempo diría si Roque aprendería ese viejo y bello saber de orfebrería.

lunes, 13 de mayo de 2024

MUY MACHO PERO…

 

            Miró el trapo lleno de sangre que tenía en las manos y de un tirón le quería quitar el policía. Dio un salto hacia atrás y se alejó. Vomitó. ¡Nunca había pensado que le pasaría eso a él, el mejor maquinista del ferrocarril del sur de la provincia de Buenos Aires!

            Nació para ver pasar los trenes, su casa temblaba con el pasó de cada vagón, fuera de pasajeros o de carga. Amaba el olor del humo y de los aceites que derramaban las locomotoras. Iba pasando el tiempo y le suplicó a su madre que lo dejara ir  a la escuela Técnica de “Ferroviarios”. Estudió y salió con una medalla. No era muy inteligente, pero si tenía la testarudez de un toro. Orgullosos con su título se presentó en la oficina en Paternal donde le harían unas pruebas. Salió bien pero los acomodados le ganaron de mano.

            Se “conchabó” como aprendiz de un viejo polaco que armaba camiones y grúas, para el ejército. Aprendió de ese viejo agrio que escupía cada vez que hablaba en un idioma trágico de su tierra, un sin fin de estrategias con los metales. Sabía de todo y atento memorizó mucho de lo que el anciano sabía.

             Siempre puteaba por la guerra y se dormía sentado en un sillón desvencijado que según él, era traído de Polonia. Tenía más tierra y mugre que todo el vertedero de basura.

            El hombre escuchaba una música linda, pero extraña para el muchacho que amaba el tango. Igual, un día encontró en la mesa de la cocina una carta que lo llamaba del Ferrocarril Central para comenzar como maquinista.

            Un sueño cumplido. ¡No fue fácil! Tenía a un montón de tipos envidiosos y vagos que le hacían la vida imposible. Nunca los delató, hubiera sido peor. Había una pequeña mafia apadrinada por punteros políticos y del sindicato.

            Cumplió a rajatabla con su tarea, hasta lo premiaron dándole la locomotora más nueva y la más bella. La limpiaba como a una estatua de mármol o de acero. Brillaba cuando rauda pasaba por la ruta. Siempre atento a los cambios de luces, si veía un color naranja, aminoraba caso a diez kilómetros para evitar cualquier accidente. Si era roja, frenaba y los rieles y las ruedas chirriaban como una sinfonía de terror. Era verde volaba como los pájaros libres de la pampa.

            Ese día fue un horror. Bajadas las barreras y terminado de subir todo el público, comenzó a poner la máquina a andar, llevaba a los obreros y mucamas de media provincia, en la próxima barrera baja, una joven mujer corrió y se tiro bajo “su” tren. El grito y escándalo fue feroz. La gente gritaba y se tiraban para tratar de ayudar. Unos varitas y policías echaron a todos. A él, lo tomaron de atrás para quitarle el trapo que arrancó del cuerpo de la joven mujer. ¡No! Se deshizo de las duras manos que lo sostenían y le pusieron unas esposas de acero. No dejó el trapo sangrante. Lo arrastraron hasta un celular que irradiaba luces azules y rojas como la cabeza que rodó a sus pies, de la pobre mujer. Sacaron el cuerpo y lo llevaron fuera de su vista. Lloró. Lloró mucho, nunca pensó que le podía pasar algo así. Para eso no estaba preparado. Cuando abrió entre sus manos ese trapo sangrante, comprendió que era un delantal de cocina. Metió la mano en el bolsillo y encontró un sobre, arrugado y sucio. Lo abrió y había una hoja que con letra temblorosa decía: “Marcos, no soporto más tus golpes, tus insultos y tus llegadas borracho todos los días. Estoy embarazada y seguro que no quiero que mi hijo sea como vos” adiós y que Dios te perdone.

            Ese día Roberto González, dejó de ser maquinista de ferrocarril. El “polaco” y su madre fueron los únicos que lo fueron a ver en la cárcel de Caseros, hasta que demostraron que era un suicidio.

 

EL MILAGRO


                            “Recuerda la hora más oscura es la que precede a la aurora” Shakti Gawain

                                                                                                       

            Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre, Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano “puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban algunos paisanos.

            Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua “Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.

            Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.

            Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y la Santita de los Caminos que lo ayudaran. Descendió del estribo y se quedó helado. Un niño ennegrecido por el alquitrán, el aceite y la tierra reptaba entre las vías. Seguro el tren le pasaría por encima.

            ¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.

¿Cómo puede ser que naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me hiciera el milagro?

            Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando pasaba le tocaba el silbato como saludo.

            Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo con respeto.

 

TERRIBLE TORMENTA


 

                     

               Cortar las tormentas de granizo en una finca, entre parrales prietos de uva, cerca de la vendimia...

 

            Isolina caminó chancleteando por las baldosas frías de la galería, su delantal de amasar estaba húmedo todavía. El vientre abultado de sus trece partos era una honorable cumbrecita de piel cubierta y enrojecida por el trabajo duro de la tierra.

            Miró a la montaña y vio las nubes grises que anunciaban tormenta. Llamó al Ramón. Estaba en el galpón disponiendo las paseras. Si se mojan los orejones, este año no tenemos la entrada segura de don Jiménez. Son unos buenos pesos que nos paga el hombre. Provee a Santa Fe y a Corrientes.

            Los truenos y refucilos atraviesan el horizonte. Comienza un viento frío. Trae hielo. Granizo. Isolina llora. Busca el santo de palo que le dejó su madre. Tanto trabajo y de pronto se puede ir como el aire.

            Se golpean los postigos y las puertas. La gata “Tizne” y la “Coquita”, perra si raza pura, se achican bajo el camastro en la habitación de los dos. Ellos saben. Se esconden.

            Relincha “Astilla” y cocea sobre la tierra del patio. Guardada la jardinera, los aperos y azadas, hay que proteger algunos almácigos.     

LILA


“Cae lentamente al estanque, donde los nenúfares le hacen bromas a las libélulas que copulan para continuar con la vida” Anónimo.

 

        La pequeña Lila va dejando esa edad, cuando no se ha vivido sino una niñez tranquila y festiva. Al cumplir los once años, su amada Edelmira, madre del corazón, comenzó a tener esa tos pertinaz y dolorosa, que la derrochaba sobre blancas sábanas y almohadones orlados de puntillas. Comía poco y dormía mucho. Su piel se transformó en un frágil alabastro suave, a veces ambarino, a veces por las fiebres y calenturas de un encendido color encarnado. Una fina pedrería de sudor, refrescaba su arrebol. Cual rocío matutino cada prenda que cubría su escuálido cuerpo humedecido, el satén y las sabanillas. El ralo cabello otrora dorado, era una mata selvática que desparramaba sombría, desdibujada y pajiza.

        Lila la veía como se iba deshaciendo día a día. Casi como una hoja transparente de seda, o de esas que se colocan entre las hojas de los libros y semejan un encaje ocre, simulando ser hoja, simulando ser un tul de finísima estructura. La amaba. Espiaba cada momento sus convulsiones que comenzaron a ser cada minuto más cercanas y terminaban con unas gotas de sangre. Los ojos hundidos y condecorados por medialunas violáceas.

        Su padre, Alcides Morelos, la había traído cuando Lila apenas daba unos pequeños pasos para caminar, y ella, le dio la mano y el amor de una madre inexistente. Nació del amor de ellos, un muchachito de cabello negro, ojos oscuros y rebelde. Creció jovial y dislocado. Reía y rompía cada regla, cada voto, cada reflexión que quisieron inculcarle, en la casa era infrecuente verlo sentado a la mesa, dormir a las horas apropiadas y en la escuela duró tan poco que apenas aprendió algunas letras y números del ábaco.

        Siempre el padre observaba a ese muchacho díscolo y mal aprendido, con desconfianza. Y sí, un día se escapó llevándose una jaca brava. Tenía apenas doce años. Lo trajo un juez, con un moretón en la mejilla y un brazo fracturado. Sin caballo y sin zapatos. El padre, pagó la deuda de los destrozos que había hecho en el pueblo y lo encerró una semana en la alcoba. Lila le llevaba en escondidas algunas confituras y limonada fresca.

        Salió más tranquilo, pero… lleno de ganas de vengarse. Edelmira murió. Su esposo, lloró sobre el cuerpo triste y el corazón vacío. Lila lloró a su lado y juntos la llevaron bajo el jacarandá que ella amaba.

        Cuando el muchacho cumplió quince años, su padre fue a buscar un cargamento del puerto y se quedó dos meses, esperando el barco. Cuando regresó encontró a Lila con el rostro sombrío. Callada y triste. Creyó que extrañaba a Edelmira. Pronto supo que la muchacha estaba embarazada. Su hermano, la empujó por la escalera y el niño murió sin nacer.

        Pasó un tiempo en que el padre trató de saber quién era el padre de aquel vástago. La niña callaba. Cada momento más taciturna y esquiva. Su hermanastro la miraba con dureza y presagio de golpizas. Ella cumplió quince años y el muchacho catorce. Lila le rogó a su padre que la dejara marchar de la casa a un convento. No era posible que la aceptaran si sabían del embarazo y pérdida. Se transformó en un fantasma en vida. Cada noche, encerrada en su alcoba, espiaba por una hendija cuando su hermano pasaba rondando por los pasillos como gato silenciero.

        El padre necesitó marchar nuevamente al puerto y cuando regresó, ella nuevamente estaba encinta. La duda ya no era duda, claramente era el muchacho el causante de ese destrato. Golpeada y arrastrando su pudor adormecido, llegó a término. Nació una hermosa niña. El muchacho, en la noche, la tomó cuando Lila dormía y la llevó al río y allí la arrojó sin el menor dolor.

        Los gritos despertaron la casa. ¿Dónde está la niña? ¿Adónde y quién me la ha quitado? La risa descontrolada del muchacho dejó a todos boquiabiertos. Un malvado demonio vengativo. Un truhán. Un asesino.

        Con quince años había sido capaz de abusar de su hermanastra y matar su hijo. El padre tomó la escopeta y sin pensarlo mucho, lo corrió por el campo y lo acribilló cayendo, este, sobre el trigo dorado que ya maduro, quedaba mojado por la sangre de quien fuera de su propia sangre.

        Dicen los lugareños que al día siguiente Lila flotaba en el estanque junto a las libélulas y flores de pétalos blancos.   

 

 

miércoles, 8 de mayo de 2024

UN POCO DE CHOCOLATE


         Carina supo que se tenían que mudar a otra ciudad, porque su papá ya no trabajaba en la misma fábrica.¡ Era tan feo irse de ese barrio donde todos eran sus amigos y conocidos! La señorita Nati, había sido su maestra en segundo año y ahora en sexto y ya sabía todo. Que a ella le daba vergüenza leer delante de los otros chicos, que dibujaba "bárbaro", que con Andrea y Cecilia tenían un grupo para investigar ciencias, que hacían unos trabajos "maravillosos" - a decir de las otras señoritas de la escuela- y justo tenía que pasarle a ella. En doce días se iban a un pueblo llamado Villa los Aromos.

         Lloró por largo rato, mirando como su gata indiferente se lavaba y sus hermanitos pequeños jugaban como si nada. Se cambió el jean y se hizo unas colitas, tomó su bicicleta y se fue pedaleando con mucha rabia a la plaza, donde seguro estarían los chicos jugando a la pelota. No se equivocó. Allí estaban todos pero no jugaban, estaban sentados hablando. Cuando se acercó se quedaron callados y todos la miraron con pena. Ella no pudo contenerse y les gritó con rabia que seguro se burlaban de ella porque se iba a mudar. Andrea muy afligida le dio un abrazo y la trató de calmar. Todos la invitaron a tomar un helado y a charlar sobre su futuro viaje.

         Cuando llegó a la clase el lunes siguiente se encontró que habían puesto un enorme cartel con su nombre. Los bancos adornados y todos habían traído emparedados y jugo para hacerle una despedida. La señorita Nati, trajo una torta de chocolate y la señorita Silvia, la maestra de música, dejó que Julio, Carlos y Jorge tocaran el órgano y la guitarra. Además Lucía, había traído su grabador y pusieron música de cumbia. Primero todo fue risas y fiesta, cuando entró la directora y le entregó la libreta con el pase,  Carina se largó a llorar, y a muchos chicos se les formó un gran nudo en la garganta, pero las chicas se pusieron a llorar junto con Cari. Los varones salieron con algún pretexto.

         Llegó el tiempo de la partida y el de ingresar a otra escuela. Cuando la nueva maestra, que se llamaba Raquel la presentó a los niños del nuevo curso, sintió que treinta ojos enemigos ponían sobre su cuerpo pequeño una señal de:-"Vos quién sos, nadie te llamó, sos una metida, no te queremos, etc, etc.".

         Se sentó junto a una muchachita pelirroja, con su carita llena de pecas, ojos con chispitas de luz y aparatos correctores en los dientes. Allí le había indicado su nueva maestra, junto a esa "tonta", que la miraba con curiosidad. Tocó el timbre para ir a recreo y su compañera de banco que se llamaba Mariela le dijo:-¿Querés, compartir conmigo, un poco de chocolate?-¡Nunca un trozo de dulce le gustó tanto! Pronto escribió una carta a los chicos de la otra escuela, para contarles lo lindo que se sentía en ese pueblo, porque nadie la había hecho sentir incómoda. Sus amigos aprovecharon con la señorita Nati para reflexionar sobre la discriminación.

        

         Tolón-Tolón, tilín-tilín, este cuento llegó a su fin.

 

A MENDOZA

 


 

Camino, en un destino involuntario,

apenas sol, apenas hálito de vida,

y queda atrás, en la esperanza,

un Mendoza, de verdes y calurosos días.

 

¡Llenándome ...el quizás, tal vez, mañana...

de acequias rumorosas y sombrías!

Los álamos, frutales y viñedos, verdes, esmeraldinos,

y   un perfume dulzón de mosto y de duraznos...,

y una vendimia  ansiada, y el odiado granizo.

¡Mendoza, terruño amado, a todo eso,

y a tus colores, yo aspiro !

 

 

¡Por ti ,Mendoza, yo ansío, escuchar,

en el crepúsculo  voces de tu gente bravía!

 

¡Escucha!  Oasis mío. Estoy viva y quiero,

gritar mi fe, en ti , y someterme, al silencio de tu suelo.

Para abrasada, a un rugoso y gris olivo,

inmolada en su fuego, volver , en su fruto gris-verdoso,

victoriosa. Ser única, indescriptible, como un profeta.

 

Mendoza, luchadora, amiga altiva.

Quiero participar de tu destino.

¡Déjame vivir   tu verde suelo,

hecho de espaldas gachas, de manos duras,

de campesinos pobres y esperanzados!

Soy parte de tus raíces.

Mendoza  amiga, no rechaces mi mano,

que beberé tus cálices con vino,

que cantaré tus vientos infernales,

y volveré a buscar entre tus  viñas...

la esencia de mi ser, de mendocina.

 

 

LING TAI YU...

                         Era de ladrillo cocido, esmaltada en algunas de las figuras del león vigilante de los demonios caseros. Era la casa donde ella, ahora era la “primera”...

                        La belleza nívea de la rala cabellera transpiraba noches de luna insomne. Pequeñita, torpe en su desplazarse entre el crujiente sillón de madera y mármol, que refrescaba su escaso puñado de músculos masilentos. Sus pies hinchados y deformados la hacían arrastrarse para llegar hasta el altar familiar abrazado de incienso volatil. El rojo tapado de seda abarcaba su cuerpecito menudo y tieso. En sus ojos cenicientos nadaban los miles de plantitas de arróz que plantó en su juventud , agachando el deseo de estirar un suspiro en su espalda corva. Miles de siglos apretados en su espalda de campesina. Sus manos de piel morena, dedos deformes y aguzados como azuelas acariciaban una pequeña bolsa displicente en su regazo. Picardía en el sobar las fruslerías de jade y oro que contenía su faltriquera antigua, recuerdos obscenos de la época anterior a la muerte de la primer esposa y de la segunda. Se sentó extasiada bajo el cerezo florecido esa mañana. Un mar de rosados pétalos atrapaban las abejas y abejorros que extraían el néctar para polenizar otros árboles de la ciudad en flor. Una sombra azulada se perfiló en su rostro cuando una jovencita se acercó a lavarle los pies y las manos. Era la hora de sol rotundo, cuando caen guijarros de fuego húmedo sobre la techumbre de viejas tejas musgosas. Era esa, la nueva esposa de su hijo mayor y ella la odiaba. Su sonrisa desdentada horadó su memoria...Activó la  imagen de la primer esposa de su amado. Esa que la hizo hincarse para limpiar su sangre y el tibio semen después de copular toda la noche. El odio ensombreció la mirada astuta y petrificó aún más su corazón partido en mil esquirlas aguijadas. Zumbó su voz  el vapuleado azote verbal a la nueva muchacha que penetraba en su mundo petrificado de silencios. ¡No me toque , dijo en un zollipar inescuchado! Y la  tercer esposa del primogénito, siguió abrebando el tibio líquido sobre la piel escamada, a causa de largas temporadas pisoteando en el fango, cosechando o plantando arróz para su esposo. La había comprado por monedas a su padre que la odiaba porque era mujer y había nacido antes que el varón tan esperado. Otra muchacha , casi una niña, le acercó un bol con una papilla tibia con verduras y pescado finamente desmenuzado. Comió con la pequeña mano, ya no podía sostener los palillos por el dolor afilado que le deformaba los nudillos. Bebió el té verde, que se deslizó por su barbilla que descargaba en el ahuecado pecho la mitad del contenido del mínimo vaso de porcelana. Se durmió entre sorbo y sorbo, pero soñó con las caricias de su dueño caprichoso en tardes de primavera. Sus muertos senos eran como talegas de duraznos maduros y perfumados entre los dedos expertos de aquel hombre que había deseado tanto...otrora. La muerte atisbaba lujuriosa entre los cerezos. Ella abrió los nublados ojillos medio adormecidos y vio acercarse a la esposa primera, aquella que le había robado la pasión de su amo y esposo. Venía a buscarla desde la otra vida. Tomó un bambú que le servía de apoyo y descargó un tremendo golpe a la maldita. Otro golpe y otro. Inesperadamente la tercer esposa de su hijo cayó. La cabeza estrellada a palos en un charco de sangre sobre el pavimento del patio interior. La negra cabellera juvenil teñida de fiesta, pensó...¡ Resonó como el tambor del templo !

 Acudieron las otras mujeres para auxiliarla...era demasiado tarde. La muerte jugó con el destino pero se llevó la vida joven. Inocente la muchacha yacía en las piedras pulidas por el uso. Victoriosa la anciana juzgó que debía dormir una siesta. No vestirían de blanco por lo sucedido. El rojo seguiría siendo el color de la casa.