miércoles, 22 de marzo de 2023

AQUELLA JOVEN DEL ABRIGO COLOR VIOLETA


 

            ¡Conocer por el periódico o el noticiero la muerte de una joven de no más de veintisiete años, en medio de un parque, con signos de haber sido duramente golpeada; no es ninguna novedad! Casi se puede decir que es algo corriente.  Atados al alcohol, pelean sin ton ni son.

Unos mueren en accidentes, otros con ingesta de vino o Fernet hasta caer en coma y casi todos entran perdidos por las drogas en las guardias médicas. Los pobres periodistas ya no saben qué agregar para darle un tono diferente y llamativo a la noticia. El locutor más asombroso, fue el que se secó una lágrima en público, diciendo que podía ser su hija. Le respondieron airados, cientos de personas, llenando el Facebook del canal, que eran padres o madres de hijas o hijos muertos, en forma semejante. Por lo que nunca más recurrió a tal artimaña para atraer a la audiencia.

            El tema de la mañana, me pegó un golpe bajo, cuando hicieron un paneo y vi el abrigo color violeta de la infeliz chica. Reconocí el que vendí la semana pasada en la pequeña boutique donde trabajo. Era de buena calidad y tenía un detalle, que inevitablemente, me hizo sentir como parte de la historia.

 Ni loca me presentaría a la policía a contar que, una simple empleada de “Madame Rouge”, sabía el nombre y domicilio de la víctima. ¿Y si la habían matado rufianes a sueldo de la mafia o algún oscuro asesino, de esos que matan en serie? Me iba a ver innecesariamente involucrada y capaz que, por hacerme callar, sería  la próxima víctima.

Cuando vi la foto me sorprendí. No era la mujer a la que le vendí el modelo. La otra era rubia con mechitas color cobre, ojos verdes y nariz súper operada, colágeno en los labios y pechos de cirugía. Altísima, los pies  y manos muy cuidadas. Y un tono de voz indescriptible. La mujer que vi en el periódico era morena, de rostro anguloso, ojos marrones y cabello oscuro.

Pensé que era imposible. Mi jefa jamás hubiera comprado dos abrigos iguales para vender y menos, a ese tipo de muchacha vulgar, que mostraban las fotografías. Guardé la hoja del diario en el bolso, cuando llegué esa mañana al negocio la dueña del local estaba allí. Me sorprendí. ¡Nunca llegaba tan temprano! Se veía ojerosa y muy nerviosa.

Me cambié. Calcé tacones como ella exige, me maquillé más y perfumé con loción Madame Rouge, que tiene mucha canela y vainilla, difícil para mi nariz. No es de mi gusto. Me quedan bien las frescas y cítricas. ¡Pero este trabajo es muy bueno y no lo quiero perder!

            Cuando me acerqué a su escritorio, la vi rodeada por dos hombres más o menos jóvenes. Uno era rudo y con un vozarrón que atravesaba el cerebro. El otro, un poco más joven. Gentil, delicado sin exageración y muy educado. Hablaban a media voz. Al acercarme más, me clavaron la vista. Sentí frío en la espalda y, como si fuera un mono enjaulado, quedé prisionera del momento.

             Me sentaron junto a ellos. El mayor comenzó a interrogarme. Miraba con ojos de metal hiriente derechito a mis pupilas. Que si  conocía a la víctima. Qué si tenía su filiación. Qué si la acompañaba alguien. Y mil interrogantes más. Expresé: “¡Sólo había vendido la prenda al contado, no recogió la factura, que tiré luego de unos días! ¡Que la mujer estaba muy apurada y ni se había probado el abrigo! ¡Ah, y estaba sola¡”. Eso dije. No era verdad.

            El miedo me impide imaginar por qué callé detalles. Le temo a los hombres y más aún si son de investigaciones. A esos les huyo. Sobreviví a uno —mi papá— que me hizo escapar del pueblo donde nací, de la familia y de todo lo que amaba.

            Sara, mi jefa, me observaba sorprendida e inquisitiva, ya que soy amable y graciosa, vivo haciendo chanzas. Estaba seria y en silencio. Sólo me levanté de la silla para atender a una clienta que viene muy seguido, lo que hice rápidamente. Ella, la jefa, escrutaba mi rostro y yo, indiferente, evitaba confrontar con aquellos hombres.

            Salieron del negocio dejándonos un papel con los teléfonos anotados por si recordábamos algo. Ni loca les llamaría. Imaginé ser perseguida por una horda de delincuentes capaces de asesinarme. Los que matan en serie como en el cine.

            Traté de evitar a la señora Sara, inútilmente. Se sentó con su consabida taza de café con un chorrito de gin, encendió su pipa — fuma en pipa— y comenzó a indagarme.

            Intenté no abrir la boca. Sabía muy poco de mi vida y odio andar por ahí contando mi dura existencia. Pero fue imposible. Hablé de un solo tirón. Me explayé. Exigí, eso sí, que me guardara el secreto.

Le mostré la factura con el nombre de quien compró el “abrigo violeta”, su dirección y teléfono. Le aseguré que no era la misma persona. Esa que mostraba la tele. Quedó sorprendida y molesta. Conmigo no, sino que para ella había algo raro, como decía mi mamá: “Gato encerrado”.

Tomó el teléfono y marcó el número que había en la factura. Atendió una voz femenina, con el mismo timbre que yo le oyera en el probador, cuando vino a la boutique. Sara le pidió, si podía venir a la tienda porque había encontrado una falla en la prenda de ese modisto. “Le encargo que traiga la que le vendí”, aclaró. La mujer, muy ofuscada, dijo que se le había perdido. Que alguien se lo arrebató en el playón del supermercado y que no tenía tiempo, viajaba esa misma tarde a Miami. Cortó la comunicación. Eso molestó mucho, intrigó a la señora y se tentó de avisar a los investigadores.

Sucedió, igual, algo inesperado. A minutos de esa llamada, llegaron dos encapuchados. Armados hasta los dientes. Rompieron todo el negocio buscando lo que tenía escondido en el lugar menos accesible de la boutique. Ni pienso decir donde oculté el talonario con las facturas y datos de los clientes. Golpearon a Sara, a mí no porque sé escabullirme, no por cualquier cosa salí del pueblo.

Luego de romper todo, a uno de ellos se le deslizó algo, inadvertidamente levitó detrás del maniquí. Me moví como un gusano cubriéndolo con el cuerpo. La energía negativa de esos tipos me alteró mucho. Quedamos deshechas, pero vivas. ¡Era una advertencia, si hablábamos nos matarían! ¿Así son esos malvados?

Cuando pude erguirme, atrapé lo que se le cayó al tipo, vi que era una foto. Era la mujer rubia, la del abrigo violeta, pero estaba tal cual debe ser en realidad… ¡Un travestido en sus ropas de entre casa! Ahí pude comprender lo que había pasado por alto. Yo había atendido a un hombre y probablemente era quien mató a la mujer morena. ¿Sería mujer u otro travestido?

Mejor fue que, tanto Sara como yo, nos metiéramos la idea de ser justicieras, en un cajón de la boutique. Y a los policías no decirles un ápice. ¡Tal vez, ellos estuvieran involucrados! Rompí los papeles que había guardado,  uno por uno, y los tiré por el desagüe del baño.

            Me mudé a otra ciudad y la señora Sara se fue a vivir a Miami. A veces recibo una llamada suya para consolarme. Nos enterábamos por Internet de los pasos que seguían a los grupos activistas que trataban de imponer un límite a la muerte de travestis y gay en la gran ciudad. ¡Nada lograban!

Un día, en el metro, me enfrenté al personaje del abrigo violeta de la vieja historia. Me miró asombrado. Pretendió detenerme tomándome del brazo, aplicando una fuerza brutal en mi muñeca. Aún no recuerdo cómo logré zafar y desaparecí entre la multitud en la estación. Pero huí al oeste en busca de otra oportunidad. 

            Estoy cansada de evadirme de este grotesco infierno de violencia gratuita que me rodea. Mi infancia fue un mundo de mentiras y maldad que oculté. ¡Apariencias!. Mi juventud que recién comienza y a la que tengo derecho es el futuro. ¡Por eso me dispongo a otro cambio más! Quiero ser libre.


DEL LIBRO DE LOS SUEÑOS

 

Por cierto       pasó algo

un  día despertamos al amor dormido

descubrimos el dulce sabor de la arena tibia.

Fue un sordo sabor perdido  desplegando las alas

sobre el agua del lago con 

pétalos de  flores flotando de colores muy suaves

acunando la nave.

 

Sabes     a veces       te descubro entre la maleza que te esconde.

Brillas con la lluvia y el cielo aclara la mirada

que propone sin saberlo

un amor que edita a cada beso el recuerdo

verdadero del sentimiento que siento.

Amor    esto es amor.

 

Y vuelvo a reencontrar la materia de mis sueños.

ÑATO CORVALÁN, EN LOS ESTEROS DEL IBERÁ


 

De gurí, a pelo montado en un tordillo, Ñato Corvalán atravesaba los guadáñales llevando ganado al seco. A veces, en el terraplén del ferrocarril, dejaba unos animalitos recién destetados para que no se le pudrieran las pezuñas. ¡El agua es necesaria, pero demasiada… mata!, solía decir el Moncho Regules.

            El Ñato no conoció lápiz, ni pizarrón. Sabía sumar y restar con el cordel de cuentas trenzadas, que usaba en la cintura junto al cuchillo que recibió de su tata. Moncho Regules, su padrino, había muerto en una riña entre isleños hacía tres años, más o menos. Ñato, no le hacía muy claro a eso del tiempo. Para él, había tres. La seca, la lluviosa y la cosecha.

Había conocido el pueblo, pero el ruido de los motores lo renegaban. Prefería el chillido de los matorrales donde se escondían los animalitos. Su tiempo era montado a pelo de caballo; y entre parición y traslado del ganado de una isla a otra del Iberá. Cada tanto veía a su madre. La Filomena Corvalán, famosa por la cantidad de hijos que trajo a los esteros. Buena para amasar chipá y carnear cuanto bicho comestible se le cruzaba. Sus hijos, de los que se iba desprendiendo cuando se valían por sus propios medios, eran fuertes y sanos. A pura teta los alimentaba, hasta que se preñaba nuevamente. Tuvo como veintitrés y sólo dos murieron de chiquitos.

El mocoso, volvía de vez en cuando a la isla a verla, porque pensaba que ya envejecía.

Desdentada, le costaba comer y estaba descarnada. Flaca y arrugada. Con sentimientos raros se volvió a su laboreo, por eso, la última ocasión, le llevó una manta nueva y un par de alpargatas. Al Molina le llevó una damajuana de tinto. Le dolió sentir la tos seca y crispada del pecho de la Filomena. Sintió que pronto no la vería más. Descubrió un fuego destripador en las entrañas cuando la vio escupir sangre en la tierra del rancho.

—¡La vieja está mala, tísica! —dijo Molina, el nuevo compañero de la madre—. La llevé a la rastra a la sala del pueblo. No quería que la tocara un médico. Pero la mujer que la revisaba, la convenció y se dejó ver los costillares y el triperío. Le dio unas pastillas, pero ella se hace un té de yuyos y así no más anda”.

            Salió desolado. Miró al cielo y se tocó el corazón que golpeaba fuerte y desacompasado. Si se va la vieja, nos desparramamos todos. 

            Cuando se desvió del camino y subió a la canoa, se cruzó con los Quiroga de Itaibaté. Iban en una lancha con cuatro gringos a puro motor. Casi se da vuelta su canoita. Montarás el Ñato, se tocó el ala del sombrero y quedó mirando como se alejaban por el canal entre el laberinto de islotes con totorales y camalotes. Más adentro, hojas enormes de irupé, son los nidos cómodos de las ñacaninas y los curiyúes. “Entre esos senderos laguneros nos movemos los isleños. Esta es mi tierra. Esta es mi casa”, se dijo y siguió remando. Su corazón batía.

El cielo se desangró con una lluvia feroz y la barca se fue hundiendo, no le alcanzaban las manos para sacar el agua con el balde plástico que le servía para guardar la pesca. Logró llegar a la orilla. Ató la embarcación y, empapado, caminó al rancho. El techo de paja, estaba desgajado y caían chorros hasta sobre el catre. Puteó. ¡Maldito tiempo! Embarrado hasta las rodillas, consiguió tapar con nailon parte de los juncos del techo.

 Acomodó los cueros de carpincho y nutria que tenía para vender al Turco Mohamma en el almacén. Los cambiaba por yerba, tabaco, vino, caña y galletas, y alguna que otra chuchería que necesitaba para vivir. Los truenos y relámpagos iluminaban intermitentes el lodazal en que se transformó el rancho. Los monos chillaban y el griterío era signo de que esa noche dormiría poco y mal.

El cansancio lo arrinconó y así, en la humedad, se quedó adormecido. Se tapó con el viejo ponchillo que le regaló el paraguayo en la bailanta en Goya, cuando tropearon el ganado de Justiniano Cardoso, comisario de Caá Caatý. Soñó con su madre la noche entera.

            Despertó con el chillido de los monos, como todas las mañanas le robaron pan o galleta que comía con el mate cocido. El sol levantaba un vapor que ahogaba. Era bueno. El estero se alimentaba la lluvia y el sol que penetraban entre la maleza, hacía crecer pastura y bicherío. Se enjuagó la cara y puso la pava llena en el fogón.

Compuso el techo con alambre, paja y barro. Sacó algunos bártulos para que se secaran. Se sentó, armó un cigarro con una hoja de tabaco y miel; y cuando le acercó la brasa cerró los ojos para disfrutar el perfume dulce del veguero. Se habían alejado los carayaes por el malezal a buscar comida a otro troje. Sintió un motor. Rugía cada vez más cerca.

            Fue a espiar. Camino al cruce de los canales, se encontró con los gringos. Traían en un planchón paraguayo, unas máquinas enormes. Se acordó de los cuentos de “La Forestal” en el Chaco. Cuando dejaron el paisaje sin árboles de quebracho unos rubios extraños. Plantaron unos yuyos y la tierra no sirvió más. Miró con desconfianza.

Lo saludaron con demasiado respeto. No era lógico que respetaran a un tape como él. Se tocó el ala del sombrero y los miró desafiante. Se tanteó el machete que llevaba cruzado en la cintura.

A los gringos se les borró la sonrisa y observaron para otro lado. Detrás venían los Quiroga con su canoa.

—¿Qué hay, compadre? ¿Quiénes son éstos y a qué vienen a los esteros del Iberá?

Silencio. Carraspera y trago de saliva agria, le contestaron:

—Mirá vos, chamigo. Que han comprado parte del campo. Que están alambrando. Que harán terraplenes para plantar arroz. Van a poner otro ferrocarril para transportar vacunos y rollizos al puerto de Buenos Aires. Vuelve el progreso —y un sinfín de chácharas que ya no escuchó.

Se alejó, internándose en el matorral. “Ya es viernes y dejó de llover, gracias a la Virgen de Itatí. Mejora el tiempo y por las dudas buscaré cazar un carpincho para traerle”, se dijo.¡Dejate de matar bichos vos, que así está quedando el estero, no seas maula…!”, escuchó distante.

 De la estación del ferrocarril de carga en el pueblo sale una chata medio destartalada con unos tambores pesados. Don Justiniano Cardoso se los ha entregado para que ponga los latones de este lado del terraplén. De lo demás se encarga él y la gente de Caá Caatý.

            La explosión se oye desde varias leguas. El agua sigue su curso arrastrando mucha tierra del resguardo de los extranjeros. Ñato Corvalán ahora puede seguir navegando con su canoa sin que nada se lo impida y menos los gringos que se roban todo.


EL BERRETÍN DEL “GALLO” LEIVA EN EL REÑIDERO

 

            Diga, Don —dice el Enano, mirándose en el espejo de agua de los charcos en la calle—. Diga la verdad, anímese de una vez.

          Su rostro surcado por una antigua cicatriz de facón malevo, le regala una expresión oscura. Oscura como el alma. No atina a quitarse el chambergo para evitar la mirada aviesa de las minas. Son curiosas las mujeres y él les tiene ojeriza. ¡Claro, si siempre se tenía que subir al tablao del cabaret o a la barra del bar donde se deslizaban las copas de Fernet, de vino tinto o de grapa, para mirar y que lo vieran! Nació normal. Nunca creció más del metro. 

Su padrastro le gritaba palabrotas cuando era apenas un gurrumín de seis o siete años. Lo hubiera matado, al infeliz, si hubiera alcanzado el tamaño suficiente. “¡Ya va a crecer!”, decía la madre. “Crecer. ¿Cuándo, cómo? ¡Destino de hijo “chimbo”!, masculló el padrastro. Nadie creyó en el futuro. Tampoco quiso irse con un circo de mala muerte que pasó por Avellaneda, justo, justo cuando cumplió quince años. “Si se une a la tropa, le damos casa en un carromato, sueldo, comida y la ropa para que ayude al Minguito, el payaso”. No quiso. No podía aceptar ser un idiota jugando a ser el hazmerreír de todos. Después sucedió eso.

 

            “¡Dele, si el Jefe sabe, tal vez haya otra oportunidad! Si vos hablás, digo, Disculpe Don, tal vez si habla la cosa se aclare y el Jefe acepte. Nunca vienen mal los morlacos de una nueva riña. La cana está untada por su mano generosa”. La voz aflautada llena de risa el ancho rostro hostil. Es burlesco. De mentón pronunciado y robusto como todo él. Piernas tan cortas y gruesas, que se bambolea al caminar.

            Con saltitos de gorrión herido sobre los adoquines húmedos es el modo de atraer la mirada del hombre. Leiva duda. Ese Enano sin nombre no es tipo de fiar. No le gusta su modo. Es un truhán. Algo le huele mal.

Duda y desconfía. Los ojos se achican para poder observar cada gesto, cada pequeña señal imperceptible para otros, pero no para él, acostumbrado a tratar con esos rufianes. Todos perros de cuenta con prontuario. Hábiles y abusivos. Eso son, mafiosos de pacotilla. Él conoce a otra gente maleva, pero malevos de verdad. Tipos que arrastran su historia de burdel y garito. De traficante y contrabando entre las dos orillas del Plata. Río lleno de fabulosas historias.

Río que desliza la sangre de tanto fulano vendido al fangal de la ciudad. ¡Tan bello! Ese río que algunas veces atravesó hacia Montevideo, para apaciguar memorias.

Leiva conoce el lugar exacto donde está enterrado el tal Rearte, junto a los gallos de riña. No se imaginan el sitio.

            ¡Cante, Don! Diga que el dueño del reñidero está donde está y tal vez nos perdonen la vida”. La cintura, apretada de sudor oloroso a miedo, le ofrece un retortijón de tripas. “¡Vamos, usted sabe!”.

           Recordó...

La llovizna comenzó a torturar los cortos huesos del alfeñique. El vapor que se levantó de las piedras envolvió a los hombres apretujados. Una luz agazapada desdibujó los cuerpos que se avecinaron bajo el alero del galpón del Jefe. Un olor a pluma mojada y el griterío de los bichos comenzó a trepar por las paredes del sucucho. Los gallos de riña han llegado de Montevideo en jaulas prolijamente custodiadas. Ese galpón fue un frigorífico inglés, ahora es un aguantadero del patrón. Ya se armó el círculo con los ponchos de obreros que vienen a jugarse la quincena en la pelea.

El tufo a tabaco negro, a sudor, hediondo a macho y a mugre; mitiga el olor del plumerío húmedo de los animales. Están con los picos adornados con metal o atados con ligaduras de cuero. La cabeza tapada, para que ciegos, ataquen sin piedad. El batifondo impone un tiempo de espera. Un injurioso tiempo negro.

            El Enano ingresa al reñidero. Lo hace como si fuera un gigante, un rey, un triunfador. Ha logrado el consentimiento del Jefe para manejar la riña. Un tipazo, el Don. Dueño de medio Montevideo. Eso se murmura aunque no está comprobado. El empresario aceptó el entrevero por diez mil pesos fuertes.

            En medio del rugir de los hombres se produce una señal conocida. Causa un silencio feroz, y la pequeña figura empinada en el elevado taburete de madera reluciente, les habla:

       —¡Hoy pueden apostar, la suerte está echada. Don Leiva, pone diez mil pesos fuertes a sus gallos de Uruguay!   

      Desciende y atrapa billetes en sus robustas manos regordetas. La cicatriz brilla con la tenue luz que proporciona un farolito sobre el círculo vital.

        Entra un tal Rearte, custodiado por un puñado de holgazanes violentos. Viene derechito hacia el Enano, pero una mano lo detiene. Don Leiva, le muestra su cintura, donde brilla el facón. Señalando al mequetrefe le indica que allí hay mucha guita. Igual pone mucha mosca contra las aves del otro. La puja es a muerte.

      Comienzan a soltar los animales, que ebrios de odio, se tiran picotazos a los ojos. Empieza, la arena del reñidero, a cubrirse con sangre negruzca. Entre los espolonazos, que en cada salto se dan los pequeños demonios plumados y el sordo sonido de las gargantas ebrias de codicia escondida, no advierten que una atroz tormenta comienza a azotar los techos metálicos con un silbido confuso.

   La noche avanza en un tráfico de risotadas y dinero que pasa de mano en mano. Van cayendo los más débiles. Los gallitos menos famosos. Plumas. La negra nevisca azulada queda danzando una melancolía agónica. Desde las pequeñas gargantas de las aves que boquean en la tierra ya no sale sonido alguno. Heridas, muy heridas, agonizan. Va ganando Rearte. Sin escrúpulo llegan otras. Son rivales de colores tornasol. De pronto, se abre la puerta y se dibuja a contra luz, la figura del Jefe. A su espalda, la lluvia cubre las pisadas.

            Corto y ancho. Con los ojos pequeños rodeados de bolsas rojizas y magulladas por el alcohol. Los labios son finas cuerdas apretadas, la nariz afilada cae sobre los breves bigotes con un gancho agudo y húmedo, que gotea sin vergüenza. Grasoso, su pelo desmechado, es un penacho abundante y dislocado, semejante a plumas, elevado hacia atrás por el unto de Glostora. Es una cresta negra y aguda que desconcierta a quien osa mirarlo de frente.

 Tiene las manos de dedos agarrotados y articulaciones artríticas. Están enfundadas en cabritilla negra. Son armas letales. Se saca parsimoniosamente los guantes. Las uñas largas, cubiertas por cápsulas de oro, refulgen con la tenue luz.

Detrás una feligresía mafiosa, a la que impone fuerza con la simple presencia, retrocede. De un salto, el Enano, baja del alto taburete. Servil, se acerca al Jefe y le muestra el chambergo donde ha estirado cada billete de la apuesta. Ni mira. El Jefe no pierde el tiempo en pequeñeces. Camina con la displicencia propia de los poderosos.

            Hace un ademán y sacan de sus jaulas los mejores. Los campeones.

Sus pequeñas cabecitas cubiertas con un ínfimo capuchón de terciopelo rojo. Parados en tierra, con sus garras aguzadas, espolones cubiertos con regatones de plata que brillan en tiniebla y humo, que lo envuelve todo, se agitan. Apenas le arrancan sus mascarillas de terciopelo, ya despabilados, se enfrentan. Un extraño cloqueo furioso y una pirueta sincrónica de dos gallitos quiebran la infortunada tranquilidad, cuando las uñas de metal abren el cuello desplumado de los animales. Una masa sanguinolenta cae revuelta en la arena.

¡Ha perdido los mejores ejemplares! Y la plata. El Jefe saca su cuchillo y, sin más, lo clava en la frente de Rearte. La punta y el filo continúan su camino destrozando el cerebro. Cae de rodillas, apenas sostenido por uno de sus secuaces. En una suave oleada de sangre se desliza el cuerpo flácido. De inmediato, cada hombre sale en completa mudez.

El Jefe toma tranquilamente los billetes, lamiendo su mirada burlona, a los atónitos jugadores oponentes. Se acomoda el chambergo. Sale pausado y se sube en el automóvil que lo espera. Desaparece por donde vino.

Huyendo de lo que allí se avecina, los obreros, cautelosos, escapan por entre las aberturas de las paredes. La noche tormentosa envuelve a cada uno con una bruma en capa de bondad. Se obliga silencio a los testigos. Nadie vio nada.

           

Apenas despunta el día el galpón está limpio. Nada muestra lo sucedido. El sol calienta las chapas y adentro de la zahúrda, se vende parte de la cosecha de patatas que, en varios carros, ha entrado desde las cuatro de la mañana. Se han desembarazado de gallos y despojos. Un auto policial da una vuelta por los alrededores sin mayor convulsión. Es seguro, los mandaderos de Rearte han hablado.

 Acá no pasa nada. La calle transitada como siempre. El tranvía, indiferente, hace sonar su timbre avisando a los chiquilines que se tiran delante de la parrilla para susto de los transeúntes. Las mujeres compran magros pucheros. Los muchachos siguen con juegos de la vagancia. Nadie vigila los movimientos por un pacto gregario. Todo es terror al Jefe. A sus secuaces.

            El Enano, ahora vestido de paisano, se ha acodado en la puerta y observa astuto a cada tipo que camina por allí. El paisaje es de una bella estampa familiar.

           

            Llega un furgón de la comisaría del oeste. No es la gente sobornada por su patrón. Son de otro cuartel. Apremian. Obligan a mostrar las papeletas. Dar nombres y domicilios. Preguntan por Leiva y por el Jefe. Hablan de Rearte y de sus importantes contactos con los diputados. Revisan palmo a palmo cada rincón del cuchitril, sin encontrar nada. Nada. Ni sombra de sangre. Ni olor a gallo, ni a humanos avinagrados por la ira.

            De pronto aparecen dos coches negros con cuatro fulanos bien trajeados, zapatos de charol lustroso, sombrero de fino tope. Descienden y caminan ansiosos por el lugar. Uno se para junto al Enano, que indiferente, secunda a los carreros. Disimula su miedo. Anota ágil, cada pila de bolsa que descargan.

Los diputados esgrimen sus fueros opulentos. Son los que dominan el otro lado de la ciudad. Parecen sabuesos. Con pasos felinos atraviesan tratando de tropezar con algún indicio de Rearte. El suceso es una trampa mortal. Nada. Nadie. Todo está en su lugar. Inocente, un gato se lava la pelambre negra sobre el taburete del Enano. Se acercan con suavidad deslizando al chaparro un sobre. Queda en la mano reducida. Hacen un gesto y salen. No se vuelven a mirar.

            Cuando logra sobreponerse a la sorpresa, abre la nota. Encuentra mucho dinero. ¡Nunca volverá a ver tanto en su vida! En silencio guarda bajo el poncho el unto. Pero conoce bien al Jefe. Ni soñar la traición. Hombre muerto seré. Pero siempre hay un pero y se pone a imaginar. Deja pasar los días. Le manda un mensaje a Don Leiva. Quiere hablar con él.

            Al principio el Gallo Leiva se resiste. Tiene miedo. Es buen consejero el terror. Pero se afloja lentamente. Sueña con rehacer su puñado de gallitos bravíos. Hay mucha guita de por medio. Hay poder.

            El berretín de don Leiva son los gallos de riña y le hicieron una mala jugada. Perdió a sus mejores emplumados de pelea con los uruguayitos. Aprieta el facón a la espalda, se cubre con una gabardina enorme. Se sube al tranvía que va para el oeste.

            Cuando pasa por Valentín Alsina, desde la ventanilla, ve pasar un cortejo fúnebre y se toca los güevos como le enseñó su abuela.  ¡”Trae suerte muchacho. ¡Aleja la mufa!”. Pero un frío letal le atraviesa la espalda.

 Nunca traicionó a nadie y es muy macho para eso, pero tiene entre ceja y ceja, la mala racha de esa noche. Agranda el odio. Los gallos. Sus adorados gallitos. Y ese hijo de mil putas que le hizo esa cabronada. Tiene que hacer algo y él lo va a hacer.

            Suena la campanilla y se detiene el bondi, dejándole el espacio mínimo para descender en la avenida donde viven los bacanes. Camina apurado las dos calles que lo separan de la casona del Diputado. La magnífica mansión es enorme. Tiene rejas españolas. Un parque parecido al de un rey. Dos hombres custodian una enorme puerta con herraje dorado. Igual, detrás de esos ventanales no ve a nadie. Se esconde y observa. Algo le comienza a subir por las piernas como una hiedra venenosa, el miedo helado, se enrosca en sus pantorrillas. Sube y sube. El corazón está por estallar. Ve el auto negro. Él conoce bien el nuevo Mercury negro. Está apoyado en el brillo espejado un chofer.

 De pronto, lo inexplicable. Él conoce bien al Rengo Millán. Es cómplice del Jefe. Pero es a quien ve salir, restregándose las manos, junto al Enano” que corre tras de él asustado y arisco. Suben rápido al espléndido automóvil que se aleja.

 Luego, aparece un furgón con el escudo de la gobernación. Descienden dos hombres vestidos con traje oscuro. Parecen empleados de funeraria. Se toca otra vez. Abren la portezuela de atrás y sacan siete jaulas con gallos de riña. El Gallo Leiva comprende.  No va a caer en la trampa. Su berretín se va desdibujando en un frío que lo ahoga.

            Sale el diputado sin siquiera amagar pararse; sus hombres de confianza miran hacia todos lados. Lo cuidan. No le teme a nadie. ¡Así son los negocios!

Leiva se achica tras el gran plátano que se descascara como él.  Se cubre bien con el piloto y camina rápido desandando la calle que atraviesa urgido por el terror. Se aleja. En otra avenida paralela, que le parece eterna, sube casi sin aliento a un taxi. No se detiene. ¡Cuánto más lejos mejor! “¡Al puerto, a la Boca!”. Allí están sus amigos.

Llega y se baja sin aliento. Corre por la dársena empedrada. El Cholo Quisque lo ve tan desalentado que sin preguntar siquiera, pone en marcha el motor de su lanchón herrumbrado y apunta la proa a Montevideo. El agua negra del Río de la Plata, lo esconde con un vapor sediento de misterio. Allá en la otra orilla estará un tiempo tranquilo. ¿Tranquilo? Tal vez en la otra orilla logre estar por un tiempo sin el pesar que lo ahoga.

Una ráfaga helada le vuela el chambergo. El rostro ceniciento está deformado y en silencio. Flota un minuto el sombrero en los remolinos del río y se pierde en la bravura del agua.

Puta con el enano de mierda. ¡Cholo, traeme un vino tinto para no pensar!

Bebe en silencio.

 

           

 

 

MI VECINO

 

            Lo vi pasar con su patineta bajo el brazo. El pelo larguísimo le tapaba la espalda y la cara. ¿Cómo puede ver con ese cabello tan largo?  Siempre viste de negro. Lleva zapatos con altos tacos de goma y un sobretodo de cuero hasta los tobillos. Llueva o el sol derrita la vereda, siempre usa ropa larga y oscura. Un día de viento le vi bien la cara. Es tan pálido que parece un fantasma.

            No habla con nadie. Va y viene con su patineta y ese día vi que tenía unos extensores en las orejas con forma de garras de animales salvajes. Está todo tatuado en negro. Mamá le tiene miedo. Dice que debe ser “Satánico”. Yo creo que es un cobarde que se esconde de la realidad.

            Tengo doce años y a veces pienso que es un ídolo como los del rock y otras que es un payaso. Un día que pasó y me miró con unos ojos pintados como mujer, le saqué la lengua. ¡Qué infantil! Me puteó. Yo me quedé riendo hasta que lo vi desaparecer por la calle con su patineta veloz.

            En la farmacia de la otra cuadra, le contaron a mamá que es hijo de una profesora de la universidad, que la abandonó el marido y que no sabe qué hacer con su hijo. Mi mamá supo allí que se llama Benjamín y que no estudia. Que vive casi siempre en la noche y parece, parece que se droga. Nadie sabe bien. Mamá trató de defenderlo. ¡Es un pobre chico! Y se le rieron.

            Yo creo que es un pobre infeliz, no tiene otra cosa que su patineta y el disfraz de “Drácula” en pelo largo. Tengo que estudiar y después me voy a ir a jugar fútbol en la canchita de la escuela.

            Cuando regresé del partido, vi una ambulancia en la casa de mi vecino. Me acerqué a ver. Lo han atropellado a mi vecino y está gravísimo. Su mamá llora mucho.

            Mi madre se acercó a ofrecerle ayuda. Ella se abrazó y le agradeció. Pero dijo que los médicos le han diagnosticado que quedará “aparaplejo” o algo parecido. Yo encontré la patineta llena de sangre en la vereda de la esquina, rota y la recogí. Se la di a la madre y siguió llorando peor. Un policía me dijo: ¡Estos idiotas se hacen los vivos y terminan hechos puré! Vos pibe aprendé.

            Un señor que manejaba el camión que lo atropelló, dice que venía con la patineta tan rápido que se le cruzó y no lo pudo evitar. “Ese chico se quería matar”. “Ese chico se suicidó”. Yo no soy culpable. Igual se lo llevaron preso y mi vecino… bueno, mi vecino no podrá usar más la patineta.

EL VIEJO CAFÉ DE QUILMES

 

                               Es mejor poner el corazón, sin encontrar palabras, que encontrarlas...sin que el corazón participe.

 

Pablo se quedó sentado en la misma silla del mismo café de siempre. Su corazón estaba quieto. Un rumor envolvía el lugar, los parroquianos lo miraban con displicencia. ¿Todos sabían? O a él le parecía que cada uno de esos hombres y mujeres conocían los profundos horrores por los que había pasado. Lucrecia. Pensó en la lejana imagen de esa mujer que pasó por su vida con el fuego incontrolable de la pasión prohibida. ¿Adónde  estaría hoy? Será una mujer anodina, gris y amargada como está Tatiana, llena d rencor y encerrada por los miedos a la vida.

Tal vez, si la viera pasar cerca no la reconocería. Recordó el color de su piel, el perfume de lavanda de su ropa interior, las uñas esmaltadas color ciruela, sus tacones. La había amado. En la oficina disimulaban su frenesí amatorio. El jefe los observaba y con sus pequeños lentes de fisgón, parecía un búho nocturno al acecho. La codiciaba. Pero era mía, entonces era mía.

Un maldito día lo trasladaron a otra sucursal. A los pocos días la fue a buscar y la vio del brazo del jefe. Salió en un coche nuevo, brillante como el zorro blanco que envolvía su cuello. ¡Se vendió! La rabia le hizo cometer aquella locura. Lo pagó bien. Siete años adentro entre rejas. Después, lo natural. Buscar un trabajo digno en otra parte.

Se fue de la zona y se conchavó en un almacén enorme de los suburbios. Allí conoció a Tatiana. Era tímida y callada. Una fémina sin instrucción ni clase, pero le tenía la covacha y la ropa bien. Le dio tres hijos, rubios como ella, insulsos como ella y necios como él.

Ahora, que ella estaba al borde de la muerte, con una enfermedad sin cura, se daba cuenta que nunca la quiso, pero la respetaba. La cuidaba. Y los muchachos, que habían partido de la casa, ya tenían su vida lejos y mejor que la de ellos.

Terminó el cigarrillo y el café. Dejó dos billetes junto al azucarero. Cerró el periódico y lo dejó junto a otros en un revistero. Tomó el sombrero y se lo caló hasta las cejas. Luego apretando la gabardina miró a los comensales y se fue derechito a la calle. Bajaron, todos, la mirada. ¡Ahí, estaba su foto! En la portada a todo color.

“Una vez más, el “Chacal” de Quilmes, degolló a su mujer”. La pobre, estaba desahuciada por la ciencia y él, haciendo gala de su experiencia, le cortó la garganta.

Caminó calle arriba, llegó al distrito 66 y se entregó. Pablo Rinocenti, se había condolido de su mujer enferma y del sufrimiento que padecía. No tenía dinero para pagar sus drogas y solo, no tuvo el corazón para dejarla seguir padeciendo…total, ya conocía la oscuridad de la celda cuando mató al fulano que le arrebató a su amor. 

UN EXTRAÑO ESPECTÁCULO EN PARÍS


 

Mi primer viaje a Francia fue hace muchos años. Era pleno invierno y nevaba. Eso nos dificultaba movernos pero no nos impidió, a mi madre y a mí, conocer las joyas históricas de París y sus alrededores: Versalles entre otras. En esa época se usaba el franco francés y era bastante accesible a nuestro poder adquisitivo. Pasear por Paris es una sorpresa permanente. En cada esquina o rincón se encuentra algún referente histórico. Cada reja pintada en negro y con adornos dorados, nos hacía pensar en la riqueza de los reyes de los siglos antes de la Revolución Francesa, donde se destruyó mucho, hoy reconstruido; y en el espíritu de superación de un pueblo orgulloso que no responde si no se habla su idioma.

Al museo del Louvre, nos dimos el lujo de ir cuatro días seguidos. Lo vimos todo, nos cansamos todo. Era por momentos sentirse transportada al mundo de la belleza universal. Nunca voy a olvidarme la impresión que me causó ver la “Victoria de Samotracia” en lo alto al ingresar. Pero cada cuadro, cada escultura, cada obra de arte, habla de la gran creación del hombre y de lo poco que apreciamos los dones que Dios le ha dado al ser humano.

Hay cuadros famosísimos. La “Gioconda” en donde se agolpa la gente sin mirar las otras bellísimas obras que la rodean. Hay cuadros tan grandes que nos sentábamos en frente para ver detalles. Tintoretto, El Greco, Giotto, Miguel Ángel Buonarroti, Españolletto, Donatello y pintores ingleses, holandeses, rusos y obras de países de Asia y Oriente. ¡Un lujo poder apreciar tanta belleza!

Versalles es una obra propia de un tiempo perdido. Enorme, lleno de espejos y muebles restaurados. La habitación de la reina María Antonieta, la mártir, restaurada con la ayuda de muchos generosos potentados. Incluso recuperaron la colcha en un bazar en África, según nos dijo un guía; un japonés hizo copiar las arañas de cristal de un cuadro hecho en tinta encontrado en un subsuelo del castillo y las donó al gobierno de Francia.

Todos los jardines cubiertos de nieve y las bellas fuentes congeladas con sus aguas quietas. ¡Una pena!

Recorrimos los puentes del Sena, Nuestra Señora de París cuyo interior estaba tan oscuro y frío que yo, que era muy joven, entonces, aproveché y subí hasta los techos y pude ver desde ese paño de plomo y piedras, todo el París desde arriba. Son como trescientos escalones, que se van angostando a medida que uno trepa. ¡Valió la pena!

Imposible subir a la Torre Eiffel, las colas interminables con el frío, nos acobardó. Comimos los famosos quesos de regiones de toda Francia, visitamos los cafés de Campos Eliseo y visitamos la Isla de la Ciudad. Allí vivimos un momento exquisito. Ingresamos en un pequeño restaurante en el cual, una bella anciana nos preparó un plato especial: codornices a la salsa negra…, rociadas por un vino de campiña y pan recién horneado por sus manos. ¡Gracias mi Dios por ese almuerzo, no lo olvidaré jamás!

Cuando veinte años después regresé a París, mi corazón se rompió un poco. Ya estaba ingresado al Mercado Común Europeo y lleno de inmigrantes de todo el mundo.

Los teléfonos públicos rotos, los cristales de las vidrieras escritas con “graffiti” con ácido, en el metro, los asientos otrora de terciopelo rojo, rajados con navajas o sucios, gente tirada en la calle drogada, niños descalzos tocando el acordeón que mendigaban y orinaban o defecaban en cualquier lugar. ¡Ese era otro París, no el que yo había visto!

A mi acompañante, en una esquina donde esperábamos el autobús turístico la asaltaron y le robaron la billetera, yo me salvé por suerte, pero la tuve que ayudar, había perdido su documento y tarjetas.

Era verano y las bellas flores de los canteros, ya no servían sólo para hermosear sino como baños públicos y eso que París tiene unos preciosos y muy típicos. El problema, pienso, es que esos inmigrantes no los saben usar. Y hay que pagar una pequeña cantidad de monedas de Euros.

Lo que no puedo borrar de mi alma fue un espectáculo que sufrí en plena calle cerca de una Catedral: en una entrada del metro, una mujer de unos cuarenta años, caída, parecía muerta; estaba bien vestida y no parecía menesterosa, pero junto a ella una enorme jeringa con droga, que había hecho estrago en su cuerpo. Yo sorprendida y acongojada dije: “Llamemos a un policía, puede estar muerta” y a mi alrededor se rieron, ella movió la mano para decir…”Estoy viva”. ¿Estar en esa forma es estar viva? ¡Pobre ser humano, que bajo cayó!

Ese no es el mundo que yo quiero, ese no es el París que viví en los ochenta. Hay otro Mundo y otro París.

 

EL VIAJE EN TREN

  

Antes de los noventa, en mi tierra había trenes. El enorme territorio de mi país los necesita. Pero un iluminado los vendió, los desguazaron y hoy sólo se puede atravesar la patria con autobuses o camiones, autos y aviones.

Mi último viaje por tren fue de antología. Tenía que cruzar en forma horizontal los mil cien kilómetros que me separaban de mi madre. Pensé en buscar el vagón más confortable en primera clase. Los había visto en otros países y las butacas eran de terciopelo, con asientos individuales y servicio de camareros y camareras.

Me acerqué con tiempo antes de viajar, a la estación y en la oficina donde vendían los tickets. Un robusto empleado, moreno y peinado con gomina, bigotes enormes y mirada miope, me atendió muy serio.

Necesito un boleto de ida y vuelta a Mendoza, en primera clase. Me miró en forma suspicaz. No tengo. Dijo con una sonrisa irónica. ¿Viene con alguna recomendación del gremio? No. ¿Qué gremio? ¡Del sindicato de Ferroviarios! No, soy docente, maestra de grado y necesito ir a ver a mi madre. Estamos en vacaciones de invierno y por eso…

¡No señorita, no, si no trae un papel del sindicato ya no tengo lugar! Le vendo uno común, para dos pasajeros sentados. Es lo mismo.

Acepté. No podía dejar de viajar. Tenía necesidad de ver a mi familia en Mendoza y mi esposo, cuidaría una semana la casa y los chicos. Pagué lo estipulado. Un cuarto de mi sueldo de maestra.

Hice una pequeña maleta y mi cartera, como todas las de mujer, llevaba de todo. El dinero por las dudas en una pequeña bolsa que se apretaba en mi corpiño. Llegó la hora y mi esposo me llevó al terraplén desde donde partía en tren. Al pasar por el vagón de lujo, observamos que estaba vacío. Nadie lo había utilizado. Seguimos hasta el que me correspondía. Un joven guardia, con un uniforme arrugado, algo sucio y una sonrisa divertida, me tomó el ticket y lo perforó diciéndome que subiera rápido, que los asientos mejores ya estaban ocupados. Un beso ligero de los niños y de mi esposo, con un sinfín de consejos, me subí rápidamente al coche.

Los asientos estaban puestos de frente, de cuatro personas que se mirarían todo el viaje. Eran de “cuerina” marrón, casi todos rotos, rajados y desprolijos. El suelo sucio con barro y algún que otro trozo de papel.

Me acomodé en el único que quedaba libre al lado de la ventanilla a medio bajar. Ya que no abren, es por seguridad. Una familia de inmigrantes bolivianos, eran como doce o trece se paró cuando entró el guarda y se tuvieron que ir a otro vagón de más atrás. Me quedé sola. Un señor anciano estaba sentado en el primer asiento y dormía. Pasó el inspector y me pidió el boleto que mostré con una sonrisa. Me pidió algo de dinero y me dijo que me fuera al medio del coche, señalándome el único asiento sano. Le pasé un billete y me cambié. Estaba más cómoda, el vidrio limpio y la ventanuca cerrada.

Ya habíamos alcanzado un ritmo de velocidad regular, y el tren bailaba sobre los rieles  con una armonía aceptable. Al atravesar algunos barrios el tren bajaba el movimiento. Hasta que en una estación llena de soldados, se detuvo. (Poco tiempo después se derogó el Servicio Militar Obligatorio por ley) subieron ruidosos muchachos veinteañero. Con risotadas y palabrotas. Iban a cargo de un suboficial joven que vino rápido y se sentó junto a mí.

Se presentó amablemente y se disculpó por la tropa. Volvían a vacacionar con sus familias. El humor mío y el de ellos por momentos fue un horror. Me miraban como a una rareza humana. ¡Yo, leyendo un libro de poesía! Uno amagó encender un cigarrillo y el joven jefe le ordenó que mirara y acatara los carteles de: “Prohibido Fumar”.

Media hora más tarde, el convoy se detuvo en un descampado. Allí, para mi horrorosa sorpresa, ascendieron un grupo de prostitutas cargadas de garrafas de vino y botellas de variado tipo de alcohol. Ruidosas, desprejuiciadas y mal habladas, cuando me vieron se quedaron mudas. ¡Me dijeron bruja, maldita! y, ¡Ándate de aquí! Yo les quitaba el trabajo. Los soldados se reían a mandíbulas batientes y el joven que acompañaba a los jóvenes no podía ser escuchado por los gritos y risotadas de todos.

Me acurruqué en mi rincón, siempre con mi libro de poesía de poetas contemporáneos; pero reconozco que no me podía concentrar. El olor de los cuerpos enervados por el vino y la euforia, la mugre y el traqueteo del tren me hizo descomponer. El joven jefe, me pidió que lo acompañara al buffet, antes de cruzar al otro vagón, se volvió y algo dijo, que todos aceptaron con un grito de júbilo. Yo, temblaba. ¿Qué experiencia!

En el vagón comedor, me dieron la mejor mesa. Se debe haber corrido por todo el personal mi situación. Yo tendría unos cuarenta y ocho años y parecía una señora de un cuadro de Fader o de Victorica. Me faltaba el camafeo y el “yabot” para ser de otro siglo.

Traté de beber un café. El vehículo se bamboleaba de derecha a izquierda en el trecho rápido que arremetía el ferrocarril. El mozo, cuya chaqueta parecía un mapa antiguo de la Hispania, me trajo en un platillo de porcelana un pocillo de tamaño mediano de cerámica con un jugo parecido a algo llamado “café”, en otro platillo, azúcar morena y dos pequeños sobres de diferentes marcas de edulcorantes dietéticos. La cucharita era de plástico la rechacé y apareció una de metal, algo torcida y cascada. La taza con plato y todo, se movilizaba de una punta de la mesa a la otra, perdiendo el líquido oscuro en su vaivén. ¡Era una danza espectacular! Saqué el pocillo del plato, con una mano lo sujeté mientras con la otra traté de agregar el azúcar. Ésta cayó en derredor de lo que quedaba del pseudo café. Traté de revolverlo, todo con una mano, la otra aferrada al recipiente para que no cayera al suelo. ¡El empleado me miraba con risueños aleteos de párpados! Parecía un pajarito emboscado. Logré beber el resto. Y vino corriendo a sacarme la vajilla. Me tendió la mano. Quería una propina. ¡Muy de argentinos! Le dejé unas monedas. (Aún tenían valor.) Luego me quedé, por consejo del suboficial, un buen rato mirando por el ventanuco, los campos llenos de plantas de girasol, trigo y un sin fin de trabajo de nuestros queridos campesinos.

El sol se iba recostando en el horizonte y ya habían prendido algunas lámparas en el comedor. ¿Quiere comer algo? ¿Qué se puede comer? Solo una omelet, me dijo haciendo una seña que era lo mejor. ¡Bueno tráela! Le di otra propina junto con exorbitante cuenta de mi gasto. ¡Si hubiera comido caviar con champagne en el Ritz, no me cobraban tanto! No era su culpa.

Tenía que regresar. Sigilosamente el mozo salió y trajo al muchacho que iba repartiendo soldados por los paraderos del tren en pueblos ignotos. Me dijo: “Señora la voy a escoltar al servicio”, lo miré asombrada. Yo, le sostendré su bolso. No se haga problema, acá tiene mi nombre y mi situación de servicio. ¡Era un amigo entrañable para mí, en ese momento y lugar! ¡El baño, era un asco! Sucio, maloliente y sin agua limpia en el lavabo. Me higienicé como pude, oriné casi de pié y salí con mis manos mojadas en ese agua amarronada que salía de los grifos rotos. ¡Pobre país el mío!

Me ovillé en mi rincón. Muchas rameras se habían ido y soldados también. Quedaban algunos dormidos que roncaban por causa del alcohol y el movimiento acompasado de vaivén del ferrocarril. El muchacho, que se llamaba Alejandro Gómez, se sentó bien despierto a mi lado. Me hizo colocar el bolso bajo mi cuerpo y me pidió que durmiera tranquila. ¡Quedan trecientos setenta kilómetros! Duerma, señora por favor. Yo la cuidaré.

Soñé mucho. Cada vez que el tren se detenía en medio de la nada el vagón se iba achicando. Volvía a ese sueño distorsionado entre la realidad y mis esperanzas. Me desperté cuando sonó un largo silbato. Estábamos en Mendoza. Miré a mi lado y ya no estaba mi escolta preciosa. El joven suboficial. El inspector, se acercó para auxiliarme con mis bártulos, que eran bien pocos. Y supe, que en el coche de primera sólo viajaban los que pagaban suculentas “coimas” o eran del sindicato de trenes.

Ahora el ferrocarril corre sólo en ciertos lugares del territorio. Pero se perdió por el mal uso y manejo de políticos y empleados.

Yo siempre quedé agradecida del muchacho que me escoltó y cuidó. Era un ejército que ha perdido sus mejores tiempos; el de los valores y educación patriótica, donde se valoraba a los seres humanos, donde se respetaba a las señoras, hombres mayores y a los niños.

Cuando he viajado en trenes de Europa o Asia, reconozco que extraño esa cinta infinita que conectaba mi país de norte a su y de Este a Oeste.

 

lunes, 20 de marzo de 2023

PUEBLO DE MONTAÑA Y SU GENTE

 

…y que patatín y que patatán, siguió diciendo cosas sin ton ni son.

 

            Las nubes difuminaban los aleros del viejo caserón. Diulka, se enfrentó con la sólida figura de Yurka Jaroliw. Éste con la mirada áspera y soto terrada, le ha marcado el rostro con un revés. ¡Siempre igual! Porque no lo miró como a él le agrada. Ese machismo relajado de su pueblo montañés. Ella ha recuperado las ovejas diseminadas por el valle, limpió los gallineros, alimentó la cerda que está pronta a parir y ha cocinado un buen “gulasch” para Yurka. ¿Qué más puede hacer para tenerlo conforme?

                        Recuerda cómo ha llorado su madre cuando el abuelo le informó que venía Yurka Jaroliw a llevarla como esposa. Pero las mujeres en su tierra no tienen voz. Menos las viudas de guerra. Su padre murió en un hoyo infecto en la frontera. Una granada lo disolvió en el barro.

                        A su marido no pudo darle un hijo. Tal vez es lo que ese hombre le enrostra cada vez que toma alcohol preparado en su viejo alambique de cobre. Vuelve del cobertizo, tambaleándose y murmurando palabras sin ton ni son. Ella no entiende ese dialecto del marido. Y él, nunca le aclara el significado de sus palabrotas que a los gritos profiere con el puño elevado al cielo. Es un necio. Le teme, como todas las mujeres de ese pueblo temen a los hombres. ¡Es cierto, piensa, siempre me ha permitido ir a la feria, me ha comprado telas para hacer los acolchados y su ropa, que arregla el techo después de las tormentas! Es cierto. Pero ella cuando va a la plaza donde merodean los jóvenes del otro pueblo, sabe que la miran con codicia. Diulka es bella. Aun joven con veinte años. Seis lleva casada. Usa el cabello entrelazado con cintas negras como es la costumbre entre las de su clan, los zarcillos de granate de su abuela brillan en las pequeñas orejas transparentes, es su único lujo; y los ojos, esos dos cielos de primavera, rodeados de sombras, le dan apariencia de tristeza. Diulka es triste.

                        Yurka, la observa. La atrae y fija la mirada en su rostro arrebolado para descubrir algún secreto. Ella, no tiene ningún secreto. Sólo miedo. El Pope, le ha dado una estampa del Santo Patrono y reza. Siempre reza. Pero el hombre no habla. Sólo vocifera cuando bebe. Esta tormenta, con nubes de extraño color naranja, parece esgrimir una amenaza. Y Diulka, se refugia en la cabaña, los animales aúllan, porque presienten.

                       

 

 

 

De pronto se estremece la tierra. Comienza a brotar agua hirviendo de grietas que como pústulas amargas se abren en el pequeño campo.

Surge un bramido aterrador y todo se desbarata; los caballos relinchan y cocean desesperados. Diulka apresurada, abre los cierres del granero. Allí, tirado entre parvas de heno, su marido duerme. Un fuego arremolina cada trozo de madera del galpón en llamaradas gigantes. Ella, suelta a los animales. No hace otra cosa que huir. Corre, corre y se pierde entre los nogales en llama.

ESA MÉDICA INOLVIDABLE


El bus la depositó en un cruce de caminos. El chofer refunfuñando le tiró los bultos en el enripiado y dejando una estela de polvo, se alejó, perdiéndose en el horizonte. A su alrededor no había sino un triste aguaribay que, apoyado sobre las piedras, desplegaba una leve sombra. Se dejó caer debajo. No sabía que el árbol, lloraba su sabia ligera. Miró el reloj y se sorprendió. Han pasado una hora y media y aun no vienen por mí. Recordó lo que le gritara el chofer cuando partió: - ¡ Si en dos horas no vienen, camine hacia el oeste!- y se miró... tenía tacones, su traje blanco de lino, ya no era tan blanco. Sacó el espejo y miró su rostro. Un rastro de color ocre se bifurcaba con el rimel y la sombra de su labial. Era un clon. Envidia de cualquier payaso, su imagen irreal. Abrió la mochila y sacrificó sus zapatos deportivos blancos. Miró en derredor y al asegurarse que nadie la observaba se puso un pantalón totalmente novedoso, que inventaran los gringos para los mineros, de denín, que le regaló Chichita Samaniego cuando regresó de Minesota. Guardó su chaqueta. El calor le hacía sudar copiosamente. Arrinconó los bultos, en donde había mucho instrumental y elementos que servirían para su trabajo y comenzó a caminar mirando al oeste. Así por dos horas, sentándose  sobre alguna piedra y espantando insectos.

            Recordó el día de su  premiación. Diplomada con diez absoluto, le daban un trabajo en un lugar extraordinario, donde podía aplicar sus conocimientos. La misma esposa del presidente, vino a darle su medalla de mérito. ¡ Era bella esa mujer transparente de porcelana! Recordó las palabras:- ¡Querida, mis hijitos queridos, de mi pueblo, será en tus manos el aval de tu despliegue de conocimientos. El presidente, te beca, para que la Patria gane y tú crezcas como mujer de mi Argentina y como médica! – Y salió ovacionada por la multitud, que se apiñaba en la facultad. Ella era la estrella, apenas por debajo de la dama.

            Ahora, pensó, me moriré acá enterrada para siempre. ¿Cómo me hicieron esto? Seguro que algún enemigo político de papá los llevó a que me dieran este castigo. Lágrimas amargas corrían por sus mejillas. Sacó de su bolso una camiseta y se envolvió la cabeza. Su suave cabello castaño caía ceniciento por el polvo sobre la espalda empapada.

            A lo lejos vio un punto negro delante de una gran polvareda. Se agrandaba. Visualizó un caballo y a su jinete. Cuando se acercó, no se sorprendió de ver a un hombre áspero de la montaña. Apenas se tocó el ala del sombrero y le aseguró que no sabían si llegaba hoy o mañana. Que por curiosidad había ensillado. El puesto el Banquito, estaba a dos leguas adelante y desde allí la escuela y el dispensario otras doce leguas cerca de Chile. Ella asumió que tendría que seguir caminando, cuando sintió que brazo robusto la enarbolaba y enancaba.- Mis cosas están en la ruta- voceó al hombre. –Mañana se las traeré. – el silencio se instaló y el camino se fue desgranado entre arroyos helados y cardones. Una miríada de insectos y pájaros los atropellaban en el cielo caliente.

            En el puesto la recibió un grupo de chiquilines silenciosos. Sus ojos negros la despellejaban para reconocerla. ¿ Esa era la nueva? ¿Durará como el otro que vino hace un tiempo?

            Casi sin palabras recibió unos mates calientes, oportunos, porque la garganta hacía horas que suplicaba líquido. ¡ Bendito mate, eran sabios los indígenas! Se apeó y le dieron una yegua mansa. Ella sabía galopar y manejaba bien los corraleros. Siguieron cuesta arriba y así en un mutismo instalado se alejaron tras la meta. Un rancho encalado era la escuela y el dispensario. Flameaba una bandera descolorida. Un grupo de doce o quince chiquillos salió a los gritos a recibirlos. Detrás una mujer canosa y delgada, la miraba sonriente. Era la maestra. La bienvenida fue jubilosa. Entre mate y mate se fue poniendo el sol entre las montañas y comenzó el frío. Un fuego gozoso enrojeció un poco más los rostros que contenían las sonrisas infantiles. Charlaron hasta la oración, como decían los niños, que se lavaron por turno y después de comer un guiso de caracú con múltiples verduras, se alistaron para dormir. No querían dejarla. La maestra, les recordó que ella se quedaría por muchos días, que si se portaban muy bien sería mejor. Pronto todos dormían. La charla se desplazaba de noticias de la ciudad a las novedades del lugar y así en un ir y venir sazonado, se fueron conociendo un poco. La habitación era tan precaria que parecía el claustro de un convento de religiosas pobres. Un retrato de la Madre Teresa de Calcuta era el único adorno. Con su sari blanco orlado de azul, sus arrugas y su mirada límpida invitaba a meditar sobre su obra.

 En una palangana vertió agua y como pudo se higienizó. Casi vestida se tiró en el catre y tapándose con su abrigo, se quedó dormida.

            El cacarear de unas gallinas la despertaron. Sobre la cama, habían depositado huevos pequeñitos y tibios. No comprendía muy bien dónde estaba. Las alegres emplumadas, subían a los pocos muebles y bulliciosas relataban su hazaña maternal. El sol apenas mojaba la superficie de la tierra y escuchó el parloteo de los niños con Clara, la maestra. Se cambió de ropa, más cómoda, vistió su chaqueta blanca. Con el cabello recogido y sin maquillaje, apareció en el salón. Se produjo un silencio conmovedor. Los enormes ojos negros de los veintiséis muchachos le recorrían la estatura para descubrir si ella haría algún tipo de misterioso tratamiento. ¡ Sería la bruja de las inyecciones? ¿O vendría a exigirles que se sacaran sangre para saber qué enfermedades sufrían? Se acomodó en una mesa y pidió un mate cocido, que llegó acompañado por tortas de grasa untadas con arrope de tuna. El perfume la perturbó. Clara, se sentó junto a ella y disparó la pregunta que percutía en cada corazón: - ¿ Cuánto tiempo se pensaba quedar? – y ahora la que se quedó en silencio, fue ella.

           

 

SOMBRAS EN EL CORDEL


            El viento juega con la silueta en la terraza antigua. Un rumor agiganta las sombras. Llovizna y el cordel sostiene gotas de agua, pequeños diamantes que reflejan tu ausencia. ¿Dónde estarás ahora? La pregunta juega con la camiseta que envolvió tu cuerpo, mi hombre amado. Nadie responde. Sombras. Soledad. Una ausencia que se agiganta en la tarde cuando el candado de silencio atrapa tu recuerdo. Presiento que otro dolor aterrador despertó en tu pecho. Allí estará peleando mi fantasma,  tu atenazado cuerpo acoplado a los golpes y horrores de esa cueva en la que seguramente estás metido. El perfume de jabón y lavandina atraviesa la terraza donde busco en cada prenda tu presencia. Se expande el perfume de la nostalgia celeste que se agranda en tu alejamiento. ¿Volverás algún día? El cordel solitario acuna broches. ¿Qué broches de metal atenazarán tu piel quebrada y gironeada? Ya, hasta faltan tus risas colgadas al viento. Los broches parecen tus hombros apelando a ser hombre en mi esperanza. ¿Volverás? Serás tan sólo un recuerdo en mis noches solitarias. Apoyaré mi rostro en la almohada para percibir el perfume de nostalgia. Ayer llamó un “hombre”, buscándote por tu apodo, no era sino otro de esos malvados que persiguen aún tu persona. Ellos buscan más sobre ti, saben que me atormenta no saber dónde estás y qué te ha sucedido Sabes, presienten, muy en el interior que tú eres el verdadero arquitecto de mi suerte, el que le devolvió el sentido a nuestra vida. Esa vida que buscábamos entre la suciedad de una sociedad hipócrita y malvada. Yo sabré esperarte. Mi corazón abrumado construirá un nuevo nido para acunarte. No sos más el niño que se transformó en el hombre capaz de predicar y luchar por una idea diferente. ¿Maduran los duraznos en invierno sin el calor de unos brazos que  protejan? Yo esperaré con mi silencio retratando sonrisas en la calle, cocinando bollitos de anís y nueces, caminando sobre los parques descalza sobre el césped. La lluvia volvió sobre el cordel y sólo queda una camiseta que vuela llevándote mis esperanzas.

                ¡ Golpean a la puerta con sus armas, son acaso quienes vienen a buscarme?

LAS LOICAS

 

Un puñado de loicas gritonas

acomodan su plumaje empolvado de cristal

de sol caliente

en una sombrilla de nieve

roja piel naranja    seda    cordillera que trepa

con su perfume a jarilla y azucenas

nieve    lluvia de escarcha      grifo de aliento a campo

vuela    desprende su velo nupcial

con fuego de ingratitud en el cortejo

se alejan los pájaros       nieva

nada queda de la tarde apasionada de verde

entre tus brazos de amante

duermo

BUTTERFLY

 

            Fueron diecisiete días optimistas. Según los inspectores la encontrarían. Su pueblo pequeño es como el de las películas. Tranquilo, se conocen todos. “Tiene diez años, pronto cumple once y es la abanderada de la escuela. La buscamos mucho, en algunas  horas aparecerá en la casa de alguna amiga.”

         ¿Quién quiere hacerle daño a una nena que ayuda en catequesis, es coqueta pero sana y muy querida? “Sólo es una equivocación”, dice la madre desesperada y la tía: “Un chiste de mal gusto de alguna amiga”. Todo el pueblo la busca. También la policía, que preocupada indaga, recorre con caballos y perros cada rincón y…nada.

         El día dieciocho un transportista pincha un neumático y detiene el camión junto al puente a cuatro kilómetros de la “Ciudad”. Huele feo y vomita cuando encuentra “eso”.

         Está atada, violada y cortado en varias partes su cuerpecito infantil. Nunca  será mujer. Otra Mariposa derribada.

UNA FRUTA FRESCA

 

 

                Cuándo quedará mi cálida luna acumulada en mi cintura, poblada de fantasmas que blanquean al tras luz el bosque, allí donde pacen los unicornios y las gacelas. Anónimo.

 

         Dormía Azedime sobre la alfombra que su abuela había tejido antes de partir. El sol se ocultaba y sus pies llagados, ya no sentían el dolor de los primeros días. Habían bombardeado desde hacía muchos días, toda la región y los edificios estaban en ruinas. Por doquier se veían restos de autos, ambulancias y camiones destruidos.

            Los niños no tenían escuela y para sobrevivir recogían plásticos y metales para vender a un recuperador y por lo que le pagaban algún dinero.

Con lo que ayudaban a comprar algo de alimentos y medicinas.

            Jazed, su tío y su hermano Yeppek cayeron bajo las balas de un francotirador. Quedaban sus hermanas Aminne y Yazmín, y su madre, que lidiaba con el asma. Azedime soportaba el hambre y la sed en su tarea, para encontrar algunas monedas. Algunos días se juntaba con seis o siete chicos de su edad para jugar a la pelota en algún escondrijo de la desvencijada población arrasada. Pero hasta eso le estaba vedado. Al ponerse el sol, sin electricidad, se congregaban en los sitios más seguros con su familia.

            Desde lejos se veían los fogonazos de los proyectiles que debatían en Alepo u otra aldea cercana. El mar estaba contaminado de minas, igual que la playa. Ya había visto a varios muchachos y pescadores volar por el aire como un barrilete al viento y caer con pequeños trozos de cuerpo en la arena. Paradoja que muchas veces al caer, explotaba otra mina.

            ¿Madre qué significa la Paz? ¿Madre podré algún día ser médico? Y una lágrima desdibujaba el rostro demudado de la mamita amorosa, que no tenía palabras y caía en un espasmo asmático. Azedime nunca más preguntó. Su corazón le decía que su madre podía morir y él, era muy pequeño para hacerse cargo de sus hermanas. El coexistir con la muerte, lo había hecho crecer de golpe. Pero no en fuerza física ni en tamaño. Era un niño.

            En el vertedero encontró un libro. Lo levantó, lo limpió y vio bellas láminas que estaban dibujadas. No eran comunes a los pocos libros que él, conocía. Hablaba de “unicornios” y gacelas, de un bosque lleno de pinos del Líbano, con frutos y agua que corría por el campo en arroyos, y, sentado entre la basura, se propuso arreglarlo y llevarlo a sus hermanas.

            Esa tarde el sol se despidió con lentitud en el horizonte. Caminó feliz con las monedas y el libro bajo el brazo. Cuando pasó por la calle Al Ferriak, compró una fruta. ¡Era el día! Un día especial en el que él, llevaba algo más que dinero, llevaba un sueño en papel.

            Entró en el espacio donde estaban sus pocas pertenencias y su familia. Sonriendo le mostró a su madre lo conquistado. Su madre se tapó el rostro con el velo. Se echó hacia atrás y comenzó a sofocarse. ¡Claro ese libro no era de los permitidos por su religión! Pero Azedime no lo sabía, comieron en silencio la fruta que supo a gloria.

            Las cabecitas de las niñas apiñadas miraban los dibujos y abrían grandes los ojos como estrellas fugaces. La madre no quiso decirles nada, en su corazón sabía que en cualquier momento una bala o misil enemigo de su pueblo volaría el refugio y que sus niñas nunca tendrían ensanchada la cintura con un bebé para amar.

            Se quedaron dormidas. Un estruendo despertó a Azedime. Entre los escombros su hermana menor, Yazmín abrazaba el resto del libro que encontró en el sumidero. El cuerpo de su madre cubría lo que quedaba de Aminne. Cuando trató de separarlas de la mano pequeña sacó las semillas de una fruta dulce que compró ayer para ellas. Salió despacio y las aventó en el viento. Tal vez algún día llegara la Paz y creciera un árbol que diera fruta para todos.