La calle era de tierra, sin otras construcciones que
aparecieron lentamente con el transcurrir del tiempo. Era una isla, un castillo
con balcones y puertas de aldaba que sonaba como llamador de grandes
acontecimientos. El mármol la identificaba. Las escaleras sedientas de mostrar
que estaba a la altura de las ilusiones
de quien planificó la casa. Ahora es un vulgar espacio comercial, fue una
mansión envidiada en su momento. Hornacinas con pequeñas figuritas de marmolina
traídas de Italia, muebles de estilo y cuadros. Servicio de personal con
uniforme almidonado, como en las películas en blanco y negro de la época. Y las
mujeres de la casa leyendo, siempre estudiando o aprendiendo a ser “amas de
casa” perfectas. ¿Dónde quedaron? Como En
Lúgubre es ver que estamos rodeados de miserables personajes tristes, sin amor a la belleza y al contener lo hermoso de una historia.
A veces recordamos las fiestas que se desarrollaban en la casa. Mesas con manteles de hilo blanco, vajilla de porcelana y copas de cristal. La comida… una exquisita muestra del poder de sus dueños que se afanaban para esconder que la que se desarmaba cocinando era la mujer, la madre. Hubo un tiempo que los automóviles llenaban la calle y las señoras usaban sus mejores trajes para asistir a los saraos. Hoy son sombras. Humo. Espectros.
Los fantásticos platos sacados de la muy exitosa “Petrona de Gandulfo” que hoy llora en un anaquel de la biblioteca de una de las mujeres de la casa… ¿Claro quién puede hacer esos manjares caros y que llevan días de cocción en una cocina pequeña? Sueños. Éxtasis.
La casa se derrumba descascarada las paredes y sin el donaire de su época glamorosa.
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