El despertar después de
una tormenta no es grato. El hombre encogido por el chubasco, sacó una mano por
una ventana que piadosa había quedado entera. No llovía. Había un sin fin de
charcos y árboles caídos sobre la tierra empapada. El techo roto en ciertos
lugares, parecían la garganta gigante de un ofidio. Vio enroscada una yarará en
una de las cabreadas del techo. El gato, se había asilado en un rincón lejos
del animal que glotón la miraba haciéndose la distraída.
Sobre el fogón una suave
luz, mitigaba la soledad. El carbón no se había mojado y un manotón de aire
avivó el fuego. Puso un cacharro para calentar agua. El mate. ¿Dónde diablos
quedó el mate? Sacó un viejo trabuco y le dio un tiro a la bicha. Que cayó como
plomo sobre el piso de tierra. Más tarde se ocuparía.
Salió despacio al patio
o lo que él, llamaba patio. Un trozo de tierra sin las plantas que trepaban y
se deslizaban como lagartijas por doquier. Ese era su rincón. A lo lejos se
escuchaban algunos truenos. Era el despertar del cielo a una nueva tormenta
quién sabe donde. Pensó en su canoa. ¿Se la habría llevado el río! El espinel
que colgaba de un árbol, estaría aun a la orilla cambiante de ese bravo torrente
marrón rojizo de agua que bajaba del norte.
Caminó chapaleando en
el cieno. La bombacha húmeda salpicada de barro le anunciaba el desastre. Sin
embargo allí dada vuelta en boya estaba su canoa. Unos guacamayos ruidosos se
espantaron de los árboles que estaban junto a esa parte del río. Todo era
nuevo. Otra yarará se escabulló entre los enormes pastizales
Peces muertos colgaban
del espinel. Anclada la mirada en la bravura de la corriente le pareció que
había un “alguien que lo veía”. ¡El mismito demonio, debe ser! Y corrió hacia
el rancho. El agua ya estaba hirviendo. Encontró el mate y la bombilla entre
varios trebejos. Sacó un poco de yerba y cebó con unos granos de azúcar de caña
de campo. Sacó una galleta, que parecía masa muerta por el agua y el frío. Armó
un cigarro con la fina hoja de tabaco y miel. Encendió con un tizón y chupó con
rabia.
¡Mierda de tormenta que
se lleva la vida toda de las orillas! Sintió un rumor de cañas rotas y ramas en
la parte de afuera del rancho. Espió con temor. Un chancho salvaje merodeaba.
Atrás vio el brillo de las pupilas de un jaguar. Gritaron los monos que se
hamacaban en la arboleda. Sacó el facón y el machete. Pero llegó tarde. Ganó el
jaguar. Entre las frondas dejó el rastro de sangre caliente del puerco.
Regresó a la tapera,
eso dejó el temporal. Una tapera. Trabajó todo el día. Dejó listo cada hueco
que había dejado el chubasco. Comió un poco de carne asada a la llama y se tiró
en el camastro. El gato se acurrucó en su cuerpo y se quedó dormido.
Ramón Garrido, despertó
acalambrado. Otro amanecer de furia. Esta vez humana. Entró un varón con el
rostro contraído de ira. Quiso pelear con él, no pudo. Cayó sobre el piso de
tierra con una herida fiera en la espalda, provocada por una zarpa de bestia.
Lo subió como pudo a su espalda y lo llevó a la canoa. La dio vuelta y echó el
cuerpo. Salió río abajo en busca de ayuda. Cuando llegó al pequeño puerto de la
aldea cercana, lo auxilió un compadre.
Lo dejó ahí. Regresó a
la casa en medio de la selva. Él, no podía abandonar su tierra. Era su heredad
y su vida. Ramón Garrido era un hombre de palabra. El mundo de los pueblerinos
no le iba a quitar el sueño.
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