Me paró en la calle como para decirme algo. Yo venía con los brazos llenos de libros que creía me ayudarían en este tiempo de soledad. Era baja, llena de arrugas y con una sonrisa desdentada que le daba ese aire casi místico de bondad. Vestía un enorme blusón azul violeta, que le cubría hasta las rodillas. Su calzado era un par de tiras de cuero desgastadas. El cabello trenzado de plateado gris. Los ojos, esos ojos penetraron en mi memoria. De algún lado yo la conocía. Pero me asustó darme cuenta el paso de los años que eran para ambas.
Me pidió un minuto. Quería hablar con alguien que no la maltratara. Yo asentí. Me detuve y la hice sentar en un banco de la orilla de la avenida, bajo un árbol que destilaba flores lilas. Apoyó una bolsa llena de cosas inútiles. Tal vez era su única riqueza. ¡Usted no se acuerda de mí, dijo! Tenía diez o doce años, cuando fue a mi casa con su abuela. Me llamo Adela y fui muy amiga de esa maravillosa mujer que conocía el mundo como nadie. Su mamá no quería que me viera, porque había una historia secreta entre ambas, en la que ella no podía ingresar. Dirá que estoy loca, vieja y en la más triste de las pobrezas. Pero no. Soy feliz, tengo acá... y señaló la bolsa; todo lo necesario y quiero.
Perdón, le dije, pero no recuerdo haber ido a su casa con mi abuela. Pero la escucho. ¿Qué me quiere contar? Acaso con su plática recuerde algo de mi niñez que se ha perdido en mi memoria.
Vestías un primoroso vestidito de piqué rosado. Tu abuela bordaba como un ángel. En el cabello unos moños de seda que se deshacían a cada rato y ella los arreglaba con cariño. En ese tiempo, ya tu abuela tenía un problema de huesos. Era de más edad que yo y ella, lo sentía. ¡Había trabajado mucho desde niña! Esa mañana hablamos mucho. Me contó cuánto extrañaba a tu abuelo. Según ella, el hombre más hermoso y bueno de la tierra. Yo sabía que no era así, pero no le dije nada. Es importante sostener la fe y la felicidad de los que no quieren ver la realidad.
Tu abuelo era mi amante. Él, que vivía viajando por todo el territorio, tenía un amor en cada pueblo, en cada aldea, en cada lugar donde habitara una mujer hermosa. Nunca le dije nada. ¡Ella era una soñadora! Y yo no le quería arrancar el corazón.
Comencé a sentirme incómoda. Yo no había conocido a mi abuelo, pero no era esa la forma maravillosa de hacerlo. Le pedí disculpas, le argüí, que tenía que ir a retirar los niños de la escuela y se hacía tarde. Pero me tomó con fuerza de la mano. Le miré los dedos y reconocí un anillo que usaba mi abuela cuando yo era chica. Eso me clavó una espina en la memoria. Ese anillo lo llevaba mi abuela siempre en el dedo anular.
Siguió hablando pero ya no la escuchaba, esperaba desentrañar la historia. Cuando regresara a casa me pondría a revolver fotos antiguas y mirar detenidamente los detalles. De pronto se paró, me dio un sonoro beso en la mejilla y partió en silencio rodeada de palomas. Salí caminando apurada, recogí a los chicos de la puerta de colegio y llegué a casa. Dejé mis bolsas y puse una olla con agua para hervir unos fideos. Los chicos me miraban con curiosidad. ¿Hoy no nos toca fideos, hoy es día d pescado? Me reí. Hoy es un día diferente, tengo mucha prisa por encontrar una historia entre los viejos cajones de la cómoda. Comimos apuradas y lavé los utensilios con presteza. Quería llegar a ese mundo misterioso de mis abuelos.
Cuando comencé a revisar, fui encontrando cartas y fotos amarillas por el paso del tiempo y descubrí en varias postales, mujeres bellas que usaban el mismo anillo que tenía mi abuela.
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