miércoles, 22 de marzo de 2023

ÑATO CORVALÁN, EN LOS ESTEROS DEL IBERÁ


 

De gurí, a pelo montado en un tordillo, Ñato Corvalán atravesaba los guadáñales llevando ganado al seco. A veces, en el terraplén del ferrocarril, dejaba unos animalitos recién destetados para que no se le pudrieran las pezuñas. ¡El agua es necesaria, pero demasiada… mata!, solía decir el Moncho Regules.

            El Ñato no conoció lápiz, ni pizarrón. Sabía sumar y restar con el cordel de cuentas trenzadas, que usaba en la cintura junto al cuchillo que recibió de su tata. Moncho Regules, su padrino, había muerto en una riña entre isleños hacía tres años, más o menos. Ñato, no le hacía muy claro a eso del tiempo. Para él, había tres. La seca, la lluviosa y la cosecha.

Había conocido el pueblo, pero el ruido de los motores lo renegaban. Prefería el chillido de los matorrales donde se escondían los animalitos. Su tiempo era montado a pelo de caballo; y entre parición y traslado del ganado de una isla a otra del Iberá. Cada tanto veía a su madre. La Filomena Corvalán, famosa por la cantidad de hijos que trajo a los esteros. Buena para amasar chipá y carnear cuanto bicho comestible se le cruzaba. Sus hijos, de los que se iba desprendiendo cuando se valían por sus propios medios, eran fuertes y sanos. A pura teta los alimentaba, hasta que se preñaba nuevamente. Tuvo como veintitrés y sólo dos murieron de chiquitos.

El mocoso, volvía de vez en cuando a la isla a verla, porque pensaba que ya envejecía.

Desdentada, le costaba comer y estaba descarnada. Flaca y arrugada. Con sentimientos raros se volvió a su laboreo, por eso, la última ocasión, le llevó una manta nueva y un par de alpargatas. Al Molina le llevó una damajuana de tinto. Le dolió sentir la tos seca y crispada del pecho de la Filomena. Sintió que pronto no la vería más. Descubrió un fuego destripador en las entrañas cuando la vio escupir sangre en la tierra del rancho.

—¡La vieja está mala, tísica! —dijo Molina, el nuevo compañero de la madre—. La llevé a la rastra a la sala del pueblo. No quería que la tocara un médico. Pero la mujer que la revisaba, la convenció y se dejó ver los costillares y el triperío. Le dio unas pastillas, pero ella se hace un té de yuyos y así no más anda”.

            Salió desolado. Miró al cielo y se tocó el corazón que golpeaba fuerte y desacompasado. Si se va la vieja, nos desparramamos todos. 

            Cuando se desvió del camino y subió a la canoa, se cruzó con los Quiroga de Itaibaté. Iban en una lancha con cuatro gringos a puro motor. Casi se da vuelta su canoita. Montarás el Ñato, se tocó el ala del sombrero y quedó mirando como se alejaban por el canal entre el laberinto de islotes con totorales y camalotes. Más adentro, hojas enormes de irupé, son los nidos cómodos de las ñacaninas y los curiyúes. “Entre esos senderos laguneros nos movemos los isleños. Esta es mi tierra. Esta es mi casa”, se dijo y siguió remando. Su corazón batía.

El cielo se desangró con una lluvia feroz y la barca se fue hundiendo, no le alcanzaban las manos para sacar el agua con el balde plástico que le servía para guardar la pesca. Logró llegar a la orilla. Ató la embarcación y, empapado, caminó al rancho. El techo de paja, estaba desgajado y caían chorros hasta sobre el catre. Puteó. ¡Maldito tiempo! Embarrado hasta las rodillas, consiguió tapar con nailon parte de los juncos del techo.

 Acomodó los cueros de carpincho y nutria que tenía para vender al Turco Mohamma en el almacén. Los cambiaba por yerba, tabaco, vino, caña y galletas, y alguna que otra chuchería que necesitaba para vivir. Los truenos y relámpagos iluminaban intermitentes el lodazal en que se transformó el rancho. Los monos chillaban y el griterío era signo de que esa noche dormiría poco y mal.

El cansancio lo arrinconó y así, en la humedad, se quedó adormecido. Se tapó con el viejo ponchillo que le regaló el paraguayo en la bailanta en Goya, cuando tropearon el ganado de Justiniano Cardoso, comisario de Caá Caatý. Soñó con su madre la noche entera.

            Despertó con el chillido de los monos, como todas las mañanas le robaron pan o galleta que comía con el mate cocido. El sol levantaba un vapor que ahogaba. Era bueno. El estero se alimentaba la lluvia y el sol que penetraban entre la maleza, hacía crecer pastura y bicherío. Se enjuagó la cara y puso la pava llena en el fogón.

Compuso el techo con alambre, paja y barro. Sacó algunos bártulos para que se secaran. Se sentó, armó un cigarro con una hoja de tabaco y miel; y cuando le acercó la brasa cerró los ojos para disfrutar el perfume dulce del veguero. Se habían alejado los carayaes por el malezal a buscar comida a otro troje. Sintió un motor. Rugía cada vez más cerca.

            Fue a espiar. Camino al cruce de los canales, se encontró con los gringos. Traían en un planchón paraguayo, unas máquinas enormes. Se acordó de los cuentos de “La Forestal” en el Chaco. Cuando dejaron el paisaje sin árboles de quebracho unos rubios extraños. Plantaron unos yuyos y la tierra no sirvió más. Miró con desconfianza.

Lo saludaron con demasiado respeto. No era lógico que respetaran a un tape como él. Se tocó el ala del sombrero y los miró desafiante. Se tanteó el machete que llevaba cruzado en la cintura.

A los gringos se les borró la sonrisa y observaron para otro lado. Detrás venían los Quiroga con su canoa.

—¿Qué hay, compadre? ¿Quiénes son éstos y a qué vienen a los esteros del Iberá?

Silencio. Carraspera y trago de saliva agria, le contestaron:

—Mirá vos, chamigo. Que han comprado parte del campo. Que están alambrando. Que harán terraplenes para plantar arroz. Van a poner otro ferrocarril para transportar vacunos y rollizos al puerto de Buenos Aires. Vuelve el progreso —y un sinfín de chácharas que ya no escuchó.

Se alejó, internándose en el matorral. “Ya es viernes y dejó de llover, gracias a la Virgen de Itatí. Mejora el tiempo y por las dudas buscaré cazar un carpincho para traerle”, se dijo.¡Dejate de matar bichos vos, que así está quedando el estero, no seas maula…!”, escuchó distante.

 De la estación del ferrocarril de carga en el pueblo sale una chata medio destartalada con unos tambores pesados. Don Justiniano Cardoso se los ha entregado para que ponga los latones de este lado del terraplén. De lo demás se encarga él y la gente de Caá Caatý.

            La explosión se oye desde varias leguas. El agua sigue su curso arrastrando mucha tierra del resguardo de los extranjeros. Ñato Corvalán ahora puede seguir navegando con su canoa sin que nada se lo impida y menos los gringos que se roban todo.


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