miércoles, 8 de marzo de 2023

UN TREN Y UN DESTINO INCIERTO

 

            Samuel se cubrió la cabeza, como lo hacía desde niño, sólo que esta vez se puso sobre la “quipá”, que se deslizaba por la calva, un sombrero de fieltro gris. Usó la capa negra para cubrirse los hombros. Su lánguido cuerpo muy cansado atropellaba al tiempo frío. Una fina manifestación de gotas caía sobre la ciudad. Tenía que salir. Sacó la máquina de escribir, del lugar elegido donde la guardaba, para esperarlo. Un piso almohadillado de baldosas sucias era el anaquel donde él, dejaba todo lo que esperaba arreglo. Nada se extraviaba a sus ojillos miopes. –“¡Saúl, con manos mágicas, arreglará como lo hizo siempre! ¡Amigo desde que llegué a este austero cobijo! ¡Tengo la urgencia de contactar a Mischa, debo enviarle estas ideas!-

 Salió y tras él un chillido metálico y hueco, afrentó a los goznes herrumbrosos con la calle. Tocó la “mezuzà”, besó ceremonioso sus dedos y recordó a su madre. No olvidaba los gestos que le enseñara en la niñez. -“Ritos sagrados, de los que hoy los jóvenes descreen o avergüenzan”-.

La calle era una fragua apagada, húmeda y quieta. A la izquierda la estación lo esperaba indiferente. Unos chiquillos, bajo un toldo deshilachado, jugaban al truco. El tiempo apremiaba. Quiso correr, pero no pudo, trotó entonces y se recortó una figura tragicómica en la vereda umbrosa. Risotadas juveniles y burlescas palabrotas se le adosaron a la capa. Las arrastró hasta el andén al que llegó justo a tiempo para trepar al carromato que lo acercaría al centro. Atrás, la casa, quedó envuelta en una maraña de glicinas muertas, abandonada, como un cementerio de recuerdos.

Un estallido ínfimo de un “chicle” le hizo dar un salto. Sosteniendo el sombrero se cruzó de un lugar a otro, para alejarse de los intrusos. Se arrebujó en la capa. Confundido, observó a su compañero de viaje. Apretados, malolientes e indiferentes, todos regresaban de sus labores. Un pertinaz malhumor abrazaba a la gente. ¡Esa era su ciudad!

Tal vez recordó otro viaje allá en Polonia. Unos rayos de sol aparecieron entre nubes y edificios que ocultaban su escuálida belleza. Esas figuras ahí, parecían enemigos mudos, que no lo sobornarían con mentiras. Apartó la vista y aprovechó que una mujer obesa, con un niño dormido en brazos, abandonó una butaca y se desplomó en ella. Cerró un instante los ojos. Tal vez se quedó dormido. El tren se detuvo. Miró el reloj que colgaba de su chaleco. “¡Las once y cuarto!” El barrio donde vive Saúl se acerca. Amigo.

 La estación Medrano muestra sus “azulejos pintados” con chorreaduras de óxido y humedad. “Mejor bajo acá. ¿O en Pasteur?, y, camino”. Tomó con esfuerzo la decisión y alcanzó la puerta. Seguro con la Olivetti en su mano izquierda, como un escudo de armas genealógicas, caminó, lentamente por el barrio. Allí estaba rodeado de gente como él.

Distraído primero, sorprendido después. No reconocía nada. No llegaba nunca. Nadie, de esas figuras le era familiar. Miró el cartelillo con el nombre de la calle. Era el correcto. Nada. Se detuvo y tocó a un joven que leía la “Toràt”, sus largos “peiots” caían tras la frente repitiendo dos chorros rojizos de seda brillante. Jugaba el muchacho con ellos. Lo miró curioso, ese anciano parecía recortado de una vieja fotografía. Preguntó por su amigo. Sorpresa en los ojos verdes del chico. Un hombre mayor se acerca al grupo y pregunta nuevamente.

            ¡Saúl Kats...! Inquieto el viejo le observa. “Murió hace cinco años. Sus sobrinos vinieron de lejos, vendieron todo, derrumbaron la vivienda, el negocio. ¡No quedó nada, nada, nadie! Ahora construyeron ese edificio”. Dio un grito apagado. Su corazón parecía escapar del cuerpo que derribado interiormente tremolaba.

Salió caminando rápido sin rumbo fijo. Murmuró unas palabras ininteligibles para el joven. Tomó una vereda cualquiera, equivocada, jamás llegaría a su casa de regreso. Escapar, eso es, escapar de esa locura. No comprendía. –“Si tomamos el té con cuatro cucharadas de azúcar, en el viejo bar. En la misma mesa de siempre, él, me acercó la silla, abrió la puerta de vidrio y espejo. Pensó en el espejo..., ¿se había reflejado? Recordamos los tiempos donde no teníamos  nada. Ni té, ni pan, ni azúcar, ni esperanzas. No percibía la verdad, ahora. ¿Saúl Kats muerto?”- Siguió hasta Pueyrredón o ¿era Medrano? Llegó a las vías. –“Hablamos horas en el café, había poca gente, es cierto. ¿Había gente? No. Estábamos solos. Si habían saludado a algunos conocidos. A León, Marcos, ah, Sara Brosnik. ¡Sara Brosnik...tan joven? ¡No puede ser! ¡Todo esto no ha ocurrido!”-

Caminaba solitario por el terraplén, comenzó a pensar en su vida. Subió distraído al andén que olía a aceite agrio y metales oxidados. Evitó la escalera eléctrica. –“¡Estas cosas modernas ya no son para mi, hombre, tanto sufrimiento!”- Sube a un tren. De pronto está en estación La Lucila. ¿Está, acaso, perdido? Baja del coche y sale a la calle y lo abrazan los hombres indiferentes con su mirada curiosa y despectiva.

Miró el número 7 de la casa en la calle Guido. Era allí. Tocó el timbre. Recordaba ese antiguo pórtico sólido que se incrustaba en su memoria juvenil. Un hombre alto y elegante, envuelto en una bata de seda bordó, abrió la puerta. No era Saúl. Pero el rostro era igual. Tal vez, su hermano había viajado desde lejos, era un mellizo, un gemelo. ¡Saúl su amigo perdido!

El hombre lo saludaba con vehemencia. Lo abrazaba afectivo. Le hablaba. ¡Mi querido Samuel...te estaba esperando! Dio un paso atrás, inventó una excusa, salió corriendo hacia la estación del metro. La multitud lo apuraba. Lo empujaba. Él, parecía detenido en el tiempo, no sabía por qué. -“¡Qué está pasando? ¿Quién era ese hombre de la calle Guido que me estaba esperando? Saúl Kats está muerto... ¿muerto?”-

 

Vocabulario:

Mezuzá: objeto religioso de la ortodoxia Hebrea, que se coloca en la puerta. Contiene un trozo de la Sagrada Torá.

Torá: Libro de Las Sagradas Escrituras. Biblia o palabras de la revelación a los profetas. En la Sinagoga son rollos escritos en hebreo.

Peiots: largos mechones de cabello que se enroscan en las orejas. No se corta ese cabello desde el nacimiento.

Quipá o kipá: sombrero que usan los judíos para identificarse como tal y para ingresar en los templos o sinagogas.

 

 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario