—Diga, Don —dice el Enano, mirándose en el
espejo de agua de los charcos en la calle—. Diga la verdad, anímese de una vez.
Su rostro surcado por una antigua cicatriz de facón
malevo, le regala una expresión oscura. Oscura como el alma. No atina a
quitarse el chambergo para evitar la mirada aviesa de las minas. Son curiosas
las mujeres y él les tiene ojeriza. ¡Claro, si siempre se tenía que subir al
tablao del cabaret o a la barra del bar donde se deslizaban las copas de
Fernet, de vino tinto o de grapa, para mirar y que lo vieran! Nació normal.
Nunca creció más del metro.
Su padrastro le gritaba palabrotas
cuando era apenas un gurrumín de seis o siete años. Lo hubiera matado, al
infeliz, si hubiera alcanzado el tamaño suficiente. “¡Ya va a crecer!”, decía la madre. “Crecer. ¿Cuándo, cómo?
¡Destino de hijo “chimbo”!, masculló el padrastro. Nadie creyó en el
futuro. Tampoco quiso irse con un circo de mala muerte que pasó por Avellaneda,
justo, justo cuando cumplió quince años. “Si se une a la tropa, le damos
casa en un carromato, sueldo, comida y la ropa para que ayude al Minguito, el
payaso”. No quiso. No podía aceptar ser un idiota jugando a ser el
hazmerreír de todos. Después sucedió eso.
“¡Dele, si el Jefe sabe, tal vez haya otra
oportunidad! Si vos hablás, digo, Disculpe Don, tal vez si
habla la cosa se aclare y el Jefe acepte. Nunca vienen mal los morlacos de una
nueva riña. La cana está untada por su mano generosa”. La voz aflautada
llena de risa el ancho rostro hostil. Es burlesco. De mentón pronunciado y
robusto como todo él. Piernas tan cortas y gruesas, que se bambolea al caminar.
Con
saltitos de gorrión herido sobre los adoquines húmedos es el modo de atraer la
mirada del hombre. Leiva duda. Ese Enano sin nombre no es tipo de fiar. No le
gusta su modo. Es un truhán. Algo le huele mal.
Duda y desconfía. Los ojos se
achican para poder observar cada gesto, cada pequeña señal imperceptible para
otros, pero no para él, acostumbrado a tratar con esos rufianes. Todos perros
de cuenta con prontuario. Hábiles y abusivos. Eso son, mafiosos de pacotilla.
Él conoce a otra gente maleva, pero malevos de verdad. Tipos que arrastran su
historia de burdel y garito. De traficante y contrabando entre las dos orillas
del Plata. Río lleno de fabulosas historias.
Río que desliza la sangre de
tanto fulano vendido al fangal de la ciudad. ¡Tan bello! Ese río que algunas
veces atravesó hacia Montevideo, para apaciguar memorias.
Leiva conoce el lugar exacto
donde está enterrado el tal Rearte, junto a los gallos de riña. No se imaginan
el sitio.
“¡Cante, Don! Diga que el dueño del reñidero
está donde está y tal vez nos perdonen la vida”. La cintura, apretada de
sudor oloroso a miedo, le ofrece un retortijón de tripas. “¡Vamos, usted sabe!”.
Recordó...
La llovizna comenzó a torturar
los cortos huesos del alfeñique. El vapor que se levantó de las piedras envolvió
a los hombres apretujados. Una luz agazapada desdibujó los cuerpos que se
avecinaron bajo el alero del galpón del Jefe. Un olor a pluma mojada y el
griterío de los bichos comenzó a trepar por las paredes del sucucho. Los gallos
de riña han llegado de Montevideo en jaulas prolijamente custodiadas. Ese
galpón fue un frigorífico inglés, ahora es un aguantadero del patrón. Ya se
armó el círculo con los ponchos de obreros que vienen a jugarse la quincena en
la pelea.
El tufo a tabaco negro, a sudor,
hediondo a macho y a mugre; mitiga el olor del plumerío húmedo de los animales.
Están con los picos adornados con metal o atados con ligaduras de cuero. La
cabeza tapada, para que ciegos, ataquen sin piedad. El batifondo impone un
tiempo de espera. Un injurioso tiempo negro.
El
Enano ingresa al reñidero. Lo hace como si fuera un gigante, un rey, un
triunfador. Ha logrado el consentimiento del Jefe para manejar la riña. Un
tipazo, el Don. Dueño de medio Montevideo. Eso se murmura aunque no está
comprobado. El empresario aceptó el entrevero por diez mil pesos fuertes.
En
medio del rugir de los hombres se produce una señal conocida. Causa un silencio
feroz, y la pequeña figura empinada en el elevado taburete de madera
reluciente, les habla:
—¡Hoy pueden apostar, la suerte está
echada. Don Leiva, pone diez mil pesos fuertes a sus gallos de Uruguay!
Desciende y atrapa billetes en sus
robustas manos regordetas. La cicatriz brilla con la tenue luz que proporciona
un farolito sobre el círculo vital.
Entra un tal Rearte, custodiado por un
puñado de holgazanes violentos. Viene derechito hacia el Enano, pero una mano
lo detiene. Don Leiva, le muestra su cintura, donde brilla el facón. Señalando
al mequetrefe le indica que allí hay mucha guita. Igual pone mucha mosca contra
las aves del otro. La puja es a muerte.
Comienzan a soltar los animales, que
ebrios de odio, se tiran picotazos a los ojos. Empieza, la arena del reñidero,
a cubrirse con sangre negruzca. Entre los espolonazos, que en cada salto se dan
los pequeños demonios plumados y el sordo sonido de las gargantas ebrias de
codicia escondida, no advierten que una atroz tormenta comienza a azotar los
techos metálicos con un silbido confuso.
La
noche avanza en un tráfico de risotadas y dinero que pasa de mano en mano. Van
cayendo los más débiles. Los gallitos menos famosos. Plumas. La negra nevisca
azulada queda danzando una melancolía agónica. Desde las pequeñas gargantas de
las aves que boquean en la tierra ya no sale sonido alguno. Heridas, muy
heridas, agonizan. Va ganando Rearte. Sin escrúpulo llegan otras. Son rivales
de colores tornasol. De pronto, se abre la puerta y se dibuja a contra luz, la
figura del Jefe. A su espalda, la lluvia cubre las pisadas.
Corto
y ancho. Con los ojos pequeños rodeados de bolsas rojizas y magulladas por el
alcohol. Los labios son finas cuerdas apretadas, la nariz afilada cae sobre los
breves bigotes con un gancho agudo y húmedo, que gotea sin vergüenza. Grasoso,
su pelo desmechado, es un penacho abundante y dislocado, semejante a plumas,
elevado hacia atrás por el unto de Glostora. Es una cresta negra y aguda que
desconcierta a quien osa mirarlo de frente.
Tiene las manos de dedos agarrotados y
articulaciones artríticas. Están enfundadas en cabritilla negra. Son armas
letales. Se saca parsimoniosamente los guantes. Las uñas largas, cubiertas por
cápsulas de oro, refulgen con la tenue luz.
Detrás una feligresía mafiosa, a
la que impone fuerza con la simple presencia, retrocede. De un salto, el Enano,
baja del alto taburete. Servil, se acerca al Jefe y le muestra el chambergo
donde ha estirado cada billete de la apuesta. Ni mira. El Jefe no pierde el
tiempo en pequeñeces. Camina con la displicencia propia de los poderosos.
Hace
un ademán y sacan de sus jaulas los mejores. Los campeones.
Sus pequeñas cabecitas cubiertas
con un ínfimo capuchón de terciopelo rojo. Parados en tierra, con sus garras
aguzadas, espolones cubiertos con regatones de plata que brillan en tiniebla y
humo, que lo envuelve todo, se agitan. Apenas le arrancan sus mascarillas de
terciopelo, ya despabilados, se enfrentan. Un extraño cloqueo furioso y una
pirueta sincrónica de dos gallitos quiebran la infortunada tranquilidad, cuando
las uñas de metal abren el cuello desplumado de los animales. Una masa
sanguinolenta cae revuelta en la arena.
¡Ha perdido los mejores
ejemplares! Y la plata. El Jefe saca su cuchillo y, sin más, lo clava en la
frente de Rearte. La punta y el filo continúan su camino destrozando el
cerebro. Cae de rodillas, apenas sostenido por uno de sus secuaces. En una
suave oleada de sangre se desliza el cuerpo flácido. De inmediato, cada hombre
sale en completa mudez.
El Jefe toma tranquilamente los
billetes, lamiendo su mirada burlona, a los atónitos jugadores oponentes. Se
acomoda el chambergo. Sale pausado y se sube en el automóvil que lo espera.
Desaparece por donde vino.
Huyendo de lo que allí se
avecina, los obreros, cautelosos, escapan por entre las aberturas de las
paredes. La noche tormentosa envuelve a cada uno con una bruma en capa de
bondad. Se obliga silencio a los testigos. Nadie vio nada.
Apenas despunta el día el galpón
está limpio. Nada muestra lo sucedido. El sol calienta las chapas y adentro de
la zahúrda, se vende parte de la cosecha de patatas que, en varios carros, ha
entrado desde las cuatro de la mañana. Se han desembarazado de gallos y
despojos. Un auto policial da una vuelta por los alrededores sin mayor
convulsión. Es seguro, los mandaderos de Rearte han hablado.
Acá no pasa nada. La calle transitada como
siempre. El tranvía, indiferente, hace sonar su timbre avisando a los
chiquilines que se tiran delante de la parrilla para susto de los transeúntes.
Las mujeres compran magros pucheros. Los muchachos siguen con juegos de la
vagancia. Nadie vigila los movimientos por un pacto gregario. Todo es terror al
Jefe. A sus secuaces.
El
Enano, ahora vestido de paisano, se ha acodado en la puerta y observa astuto a
cada tipo que camina por allí. El paisaje es de una bella estampa familiar.
Llega
un furgón de la comisaría del oeste. No es la gente sobornada por su patrón.
Son de otro cuartel. Apremian. Obligan a mostrar las papeletas. Dar nombres y
domicilios. Preguntan por Leiva y por el Jefe. Hablan de Rearte y de sus
importantes contactos con los diputados. Revisan palmo a palmo cada rincón del
cuchitril, sin encontrar nada. Nada. Ni sombra de sangre. Ni olor a gallo, ni a
humanos avinagrados por la ira.
De
pronto aparecen dos coches negros con cuatro fulanos bien trajeados, zapatos de
charol lustroso, sombrero de fino tope. Descienden y caminan ansiosos por el
lugar. Uno se para junto al Enano, que indiferente, secunda a los carreros.
Disimula su miedo. Anota ágil, cada pila de bolsa que descargan.
Los diputados esgrimen sus
fueros opulentos. Son los que dominan el otro lado de la ciudad. Parecen
sabuesos. Con pasos felinos atraviesan tratando de tropezar con algún indicio
de Rearte. El suceso es una trampa mortal. Nada. Nadie. Todo está en su lugar.
Inocente, un gato se lava la pelambre negra sobre el taburete del Enano. Se
acercan con suavidad deslizando al chaparro un sobre. Queda en la mano
reducida. Hacen un gesto y salen. No se vuelven a mirar.
Cuando
logra sobreponerse a la sorpresa, abre la nota. Encuentra mucho dinero. ¡Nunca
volverá a ver tanto en su vida! En silencio guarda bajo el poncho el unto. Pero
conoce bien al Jefe. Ni soñar la traición. Hombre muerto seré. Pero siempre hay
un pero y se pone a imaginar. Deja pasar los días. Le manda un mensaje a Don
Leiva. Quiere hablar con él.
Al
principio el Gallo Leiva se resiste. Tiene miedo. Es buen consejero el terror.
Pero se afloja lentamente. Sueña con rehacer su puñado de gallitos bravíos. Hay
mucha guita de por medio. Hay poder.
El
berretín de don Leiva son los gallos de riña y le hicieron una mala jugada.
Perdió a sus mejores emplumados de pelea con los uruguayitos. Aprieta el facón
a la espalda, se cubre con una gabardina enorme. Se sube al tranvía que va para
el oeste.
Cuando
pasa por Valentín Alsina, desde la ventanilla, ve pasar un cortejo fúnebre y se
toca los güevos como le enseñó su abuela.
¡”Trae suerte muchacho. ¡Aleja la mufa!”. Pero un frío letal le
atraviesa la espalda.
Nunca traicionó a nadie y es muy macho para
eso, pero tiene entre ceja y ceja, la mala racha de esa noche. Agranda el odio.
Los gallos. Sus adorados gallitos. Y ese hijo de mil putas que le hizo esa
cabronada. Tiene que hacer algo y él lo va a hacer.
Suena
la campanilla y se detiene el bondi, dejándole el espacio mínimo para descender
en la avenida donde viven los bacanes. Camina apurado las dos calles que lo
separan de la casona del Diputado. La magnífica mansión es enorme. Tiene rejas
españolas. Un parque parecido al de un rey. Dos hombres custodian una enorme
puerta con herraje dorado. Igual, detrás de esos ventanales no ve a nadie. Se
esconde y observa. Algo le comienza a subir por las piernas como una hiedra
venenosa, el miedo helado, se enrosca en sus pantorrillas. Sube y sube. El
corazón está por estallar. Ve el auto negro. Él conoce bien el nuevo Mercury
negro. Está apoyado en el brillo espejado un chofer.
De pronto, lo inexplicable. Él conoce bien al
Rengo Millán. Es cómplice del Jefe. Pero es a quien ve salir, restregándose las
manos, junto al Enano” que corre tras de él asustado y arisco. Suben rápido al
espléndido automóvil que se aleja.
Luego, aparece un furgón con el escudo de la
gobernación. Descienden dos hombres vestidos con traje oscuro. Parecen
empleados de funeraria. Se toca otra vez. Abren la portezuela de atrás y sacan
siete jaulas con gallos de riña. El Gallo Leiva comprende. No va a caer en la trampa. Su berretín se va
desdibujando en un frío que lo ahoga.
Sale
el diputado sin siquiera amagar pararse; sus hombres de confianza miran hacia
todos lados. Lo cuidan. No le teme a nadie. ¡Así son los negocios!
Leiva se achica tras el gran
plátano que se descascara como él. Se
cubre bien con el piloto y camina rápido desandando la calle que atraviesa
urgido por el terror. Se aleja. En otra avenida paralela, que le parece eterna,
sube casi sin aliento a un taxi. No se detiene. ¡Cuánto más lejos mejor! “¡Al
puerto, a
Llega y se baja sin aliento.
Corre por la dársena empedrada. El Cholo Quisque lo ve tan desalentado que sin
preguntar siquiera, pone en marcha el motor de su lanchón herrumbrado y apunta
la proa a Montevideo. El agua negra del Río de
Una ráfaga helada le vuela el
chambergo. El rostro ceniciento está deformado y en silencio. Flota un minuto
el sombrero en los remolinos del río y se pierde en la bravura del agua.
—Puta con el enano de mierda. ¡Cholo, traeme un vino
tinto para no pensar!
Bebe en silencio.
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